29/10/17

Jorge Luis Borges: Palabrería para versos (1926)






La Real Academia Española dice con vaguedad sensiblera: Unan todas tres (la gramática, la métrica y la retórica) sus generosos esfuerzos para que nuestra riquísima lengua conserve su envidiado tesoro de voces pintorescas, felices y expresivas, su paleta de múltiples colores, los más hechiceros, brillantes y vivos, y su melodioso y armónico ritmo, que le ha valido en el mundo el nombre de hermosa lengua de Cervantes.
Hay abundancia de pobrezas en ese párrafo, desde la miseria moral de suponer que las excelencias del español deben motivar envidia y no goce de gloriarse de esa envidia, hasta la intelectual de hablar de voces expresivas, fuera del contexto en que se hallen. Admirar lo expresivo de las palabras (salvo de algunas voces derivativas y otras onomatopéyicas) es como admirarse de que la calle Arenales sea justamente la que se llama Arenales. Sin embargo, no quiero meterme en esos pormenores, sino en lo sustancial de la estirada frase académica: en su afirmación insistida sobre la riqueza del español. ¿Habrá tales riquezas en el idioma?
Arturo Costa Álvarez (Nuestra lengua, página 293) narra el procedimiento simplista usado (o abusado) por el conde de Casa Valencia para cotejar el francés con el castellano. Acudió a las matemáticas el tal señor, y averiguó que las palabras registradas por el diccionario de la Academia Española eran casi sesenta mil y que las del correspondiente diccionario francés eran treinta y un mil solamente. ¿Quiere decir acaso este censo que un hablista hispánico tiene 29.000 representaciones más que un francés? Esa inducción nos queda grande. Sin embargo, si la superioridad numérica de un idioma no es canjeable en superioridad mental, representativa, ¿a qué envalentonarnos con ella? En cambio, si el criterio numérico es valedero, todo pensamiento es pobrísimo si no lo piensan en alemán o en inglés, cuyos diccionarios acaudalan cien mil y pico de palabras cada uno.
Yo, personalmente, creo en la riqueza del castellano, pero juzgo que no hemos de guardarla en haragana inmovilidad, sino multiplicarla hasta lo infinito. Cualquier léxico es perfectible, y voy a probarlo.
El mundo aparencial es un tropel de percepciones barajadas. Una visión de cielo agreste, ese olor como de resignación que alientan los campos, la acrimonia gustosa del tabaco enardeciendo la garganta, el viento largo flagelando nuestro camino, y la sumisa rectitud de un bastón ofreciéndose a nuestros dedos, caben aunados en cualquier conciencia, casi de golpe. El lenguaje es un ordenamiento eficaz de esa enigmática abundancia del mundo. Dicho sea con otras palabras: los sustantivos se los inventamos a la realidad. Palpamos un redondel, vemos un montoncito de luz color de madrugada, un cosquilleo que nos alegra la boca, y mentimos que esas tres cosas heterogéneas son una sola y que se llama naranja. La luna misma es una ficción. Fuera de conveniencias astronómicas que no deben atarearnos aquí, no hay semejanza alguna entre el redondel amarillo que ahora está alzándose con claridad sobre el paredón de la Recoleta, y la tajadita rosada que vi en el cielo de la plaza de Mayo, hace muchas noches. Todo sustantivo es abreviatura. En lugar de contar frío, filoso, hiriente, inquebrantable, brillador, puntiagudo, enunciamos puñal; en sustitución de alejamiento de sol y profesión de sombra, decimos atardecer.
(Los prefijos de clase que hay en la lengua china vernácula me parecen tanteos entre la forma adjetival y la sustantiva. Son a manera de buscadores del nombre y lo preceden, bosquejándolo. Así, la partícula pa se usa invariadamente para los objetos manuales y se intercala entre los demostrativos o los números y el nombre de la cosa. Por ejemplo: no suele decirse i tau [un cuchillo], sino i pa tau [un agarrado cuchillo, un manuable cuchillo]. Asimismo, el prefijo quin ejerce un sentido de abarcadura, y sirve para los patios, los cercados, las casas. El prefijo chang se usa para las cosas aplanadas y precede a palabras como umbral, banco, estera, tablón. Por lo demás, las partes de la oración no están bien diferenciadas en chino, y la clasificación analógica de una voz depende de su emplazamiento en la frase.
Mis autoridades para este rato de sinología son E Graebner [El mundo del hombre primitivo, cuarto capítulo] y Douglas, en la Encyclopaedia Britannica).
Insisto sobre el carácter inventivo que hay en cualquier lenguaje, y lo hago con intención. La lengua es edificadora de realidades. Las diversas disciplinas de la inteligencia han agenciado mundos propios y poseen un vocabulario privativo para detallarlos. Las matemáticas manejan su lenguaje especial hecho de guarismos y signos y no inferior en sutileza a ninguno. La metafísica, las ciencias naturales, las artes, han aumentado innumerablemente el común acervo de voces. Las obtenciones verbales de la teología (atrición, aseidad, eternidad), son importantísimas. Sólo la poesía —arte manifiestamente verbal, arte de poner en juego la imaginación por medio de palabras, según Arturo Schopenhauer la definió— es limosnera del idioma de todos. Trabaja con herramientas extrañas. Los preceptistas hablan de lenguaje poético, pero si queremos tenerlo, nos entregan un par de vanidades como corcel y céfiro, y purpúreo y do en vez de donde. ¿Qué persuasión de poesía hay en soniditos como ésos? ¿Qué tienen de poéticos? —El hecho de ser insufribles en prosa —respondería Samuel Taylor Coleridge. No niego la eventual felicidad de algunas locuciones poéticas, y me gusta recordar que a don Esteban Manuel de Villegal debemos la palabra diluviar, y a Juan de Mena, congloriar y confluir:
Tanto vos quiso la magnificencia
dotar de virtudes y congloriar
que muchos procuran de vos imitar
en vida y en toda virtud y prudencia
Distinta cosa, sin embargo, sería un vocabulario deliberadamente poético, registrador de representaciones no llevaderas por el habla común. El mundo aparencial es complicadísimo y el idioma sólo ha efectuado una parte muy chica de las combinaciones infatigables que podrían llevarse a cabo con él. ¿Por qué no crear una palabra, una sola, para la percepción conjunta de los cencerros insistiendo en la tarde y de la puesta de sol en la lejanía? ¿Por qué no inventar otra para el ruinoso y amenazador ademán que muestran en la madrugada las calles? ¿Y otra para la buena voluntad, conmovedora de puro ineficaz, del primer farol en el atardecer aún claro? ¿Y otra para la inconfidencia con nosotros mismos después de una vileza?
Sé lo que hay de utópico en mis ideas y la lejanía entre una posibilidad intelectual y una real, pero confío en el tamaño del porvenir y en que no será menos amplio que mi esperanza.


En El tamaño de mi esperanza
Buenos Aires, Editorial Proa, 1926 (cover)

Luego, ©1995 1996 María Kodama
©2016 Buenos Aires, Penguin Random House





Foto arriba: Borges en captura Encuentros con las letras, RTVe, 1976


27/10/17

Jorge Luis Borges: El cielo azul, es cielo y es azul (1922)





El paisaje se agolpa en la ventana. Veo un desperezarse de médanos desmadejados y lacios, el mar que bajo el cielo de un azul cobarde se aprieta al horizonte, los empinados cerros arenosos abiertos con amplitud de abrazo en ciernes, y en el trecho que vase humillando hasta formar la playa, alguna casa de cinc arrinconada por las leguas y sitiada por muchedumbres de sol.

Esto y alguna de esas renegridas pirámides que se alzan sobre los pozos de petróleo, integran el desesperado paisaje que me rodea, y que conocen harto bien todos los moradores de este rincón del Chubut.

Su fijación escrita —donde la costumbre de la literatura ha impuesto un par de imágenes— agota varios renglones, que copian sin embargo una percepción única, abarcable en un vistazo brevísimo.

Intentamos ahora verterla a las diversas lenguas metafísicas y ver de qué manera los filósofos explican este fenómeno escueto: la percepción de una cosa, indagación que aboca en seguida al problema del conocimiento y puede guiarnos, sin embélicos [sic] técnicos ni jerihabla virtual, a lo más extrañable de nuestro asunto.

Palpemos ante todo la explicación adocenada y corriente del hombre que nunca se asomó a la metafísica. Éste empieza por negar que exista el problema, luego duda de nuestra seriedad al interrogarle, y tras de haber rondado algún tiempo por estos ineludibles arrabales de la iniciación filosófica, nos declara que antes de que yo lo mirase, el paisaje estaba enclavado allí, lo mismo que ahora. Entonces nosotros, amartillando una consabida dialéctica, le señalamos que el paisaje es un conjunto visual sujeto a cambios innumerables según la luz, la hora, la distancia, la actitud del espectador y otras distintas condiciones. ¿Cuál de tantos paisajes, le preguntamos, es valedero? El hombre intenta demarcar una frontera entre el paisaje real y los caprichos que acarrean la perspectiva y el clima, y se va empantanando en las palabras, hasta callarse, atascado por el imprevisto carácter díscolo y traicionero que asumen.

Y ahí podemos dejarlo, en aprendizaje de Kant, inventando añejas respuestas y deteniéndose en encrucijadas vetustas siempre un tanto aturdido de su encontronazo con la metafísica, hoy muy esperanzado en el desquite final y avecinándose mañana a la incredulidad más plenaria. Oigamos a los materialistas ahora. Éstos aseguran que lo que huelo, escucho, miro, palpo, gusto y estrujo, no tiene realidad, y que lo único que merece ser dignificado con denominación tan honrosa es la energía o los átomos o las combinaciones moleculares; cosas que en sí no son verificables sensualmente. Empero, para imaginármelas de algún modo y redimirlas de su condición de nadería y de mera palabra amplificada, debo concederles visibilidad, tamaño y otras singularidades aparenciales; es decir, debo asemejarlas enteramente a esos conjuntos de percepciones, para cuya explicación han sido inventadas, y cuya realidad total niegan los materialistas. Aberración es ésta, que de escucharla por vez primera, nos azoraría.

El materialismo, en suma, no explica nada, y el concepto de dos universos paralelos y coexistentes, uno esencial, continuo, colectivo, y el otro fenomenal, intermitente, psicológico, es antes una complicación que una ayuda. Si lo aceptamos, nos encaran dos problemas en lugar de uno. El hecho de que las ciencias físicas hayan menester electrones, magnetismo y moléculas, no implica que éstos vivan una existencia independiente: negación que arrímase un tanto al concepto instrumental de la verdad que defienden los pragmatistas y que según veremos luego, tampoco es absolutamente justo...

La distinción arbitraria en fin que el materialismo establece entre unas cualidades y otras afirmando que lo especial es objetivo, pero que los sonidos y los colores sólo son subjetivos, no pasa de ser una incomprensión vergonzante y un silabeo filosófico que no logran redimir algunas pobres corazonadas y vislumbres de la visión metafísica.

Escuchemos al idealismo entonces. Schopenhauer, el meditador que con más feliz perspicacia y más plausibles abundancias de ingenios, ha promulgado esta doctrina, quiere dilucidar el mundo mediante las dos claves de la representación y la voluntad. Esto puede aclararse de la siguiente manera.

Antes de Schopenhauer, toda especulación ontológica había hecho del espíritu o de la materia su punto de partida. Unos rebajaban el espíritu a ser derivación de la materia y consecuencia de sus transformaciones; otros, en sentido inverso, declaraban que la materia es una hechura del espíritu, rotulado. Yo por Fichte y Demiurgo o Dios por los teólogos. Schopenhauer descartó ambas hipótesis, asentando la imposibilidad de un sujeto sin objeto y viceversa, lo cual es enunciable en términos de nuestro ejemplo, diciendo que el paisaje no puede existir sin alguien que se aperciba de él, ni yo sin que algo ocupe el campo de mi conciencia. El mundo, es, pues representación, y no hay una ligadura causal entre la objetividad y el sujeto.

Pero además es voluntad, ya que cada uno de nosotros siente que a la briosa pleamar y envión continuo de las cosas externas podemos oponer nuestra volición. Nuestro cuerpo es una máquina para registrar percepciones; mas es también una herramienta que las transforma como quiere. Esta fuerza cuya existencia atestiguamos todos es la que llama voluntad Schopenhauer: fuerza que duerme en las rocas, despierta en las plantas y es consciente en el hombre...

¿Qué otras aclaraciones de la vida queréis que repasemos? Hay la que dijo Pitágoras, el cual quiso asentar el mundo sobre principios guarismales; hay la que dijo Platón, quien afirma que si al mirar los médanos puedo apercibir su declive y su tonalidad amarilleja es porque en otro ciclo vital he conocido las ideas puras de lo Amarillo y de lo Oblicuo, que estos arenales copian ahora —respuesta que se limita a trasladar el problema a inabordables lejanías—; hay la que susurra la Kábala y paladearon los teósofos alejandrinos, según la cual somos emanaciones de Dios y nuestra inquietud es anhelo entrañable de volver a la patria divinal; hay la de Kant, que apuntala las apariencias sensuales sobre una inagarrable cosa en sí; hay la de Valentino, quien dictaminó que los comenzadores del mundo fueron el mar y el silencio. Esas y muchas otras, cuya omisión casual o voluntaria corregirá el lector, lidian y se desmienten.

Empero tantas divergencias tienen un centro común: la configurada práctica de referir un fenómeno a otros, y remachar a la existencia un eje que, según las idiosincrasias de escuelas, denomínase Dios, Representación o Energía. Los que han subrayado esa universal endeblez hanse obstinado en ver en ella una mera bravata del idioma, una salpicadura entrometida del río del lenguaje, que traspasa con olas arboladas la jurisdicción de su lecho. Esto es erróneo. La culpa no es achacable al lenguaje ni son las antedichas claves iguales al sésamo, al abracalar y demás talismánicos conjuros de la superstición antigua. Los últimos no significan nada y las primeras, aunque parcamente, algo dicen. La culpa está en la indagación, que no en la respuesta.

Recordemos que Lichtenberg llamó al hombre das rastlose Ursachentier, la infatigable bestia causal. ¿Y si el principio de causalidad fuera un mito, y cada estado de conciencia —percepción, recuerdo o idea— no recelase nada, no tuviese escondrijos ni raigambres con los demás ni honda significación, y fuese únicamente lo que parece ser en absoluta?

A primera vista, esa conjetura se nos antoja imposible. Sin embargo, una fácil meditación nos convencerá de su validez y hasta de su certidumbre axiomática.

Elegid la clave filosófica que os parezca más eficaz y aplicadla al enlace de percepciones oculares que dan principio a esta encuesta. Lejos de iluminarlas o de confundirse con ellas, veréis que se mantiene incólume, aislada. Será un suceso más en vuestra conciencia, como podría serlo una intención o un sonido. No alterará en un punto la verdad de lo que antes fue o meditamos; será sencillamente otra realidad, abarcadura del momentáneo presente, pero inhábil para modificar los otros presentes, que apiñados por una sola palabra, llama pasado el actual. Éstos permanecerán ajenos e inaccesibles a toda trabazón niveladora. El horror de la pesadilla que nos maltrata en la noche no amenguase en un ápice por la comprobación que al despertar hacemos de su "falsía".

Alguien acaso me echará en cara que ese argumento es una petición de principio facilitada por una identificación arbitraria de los sucesos y las noticias que de ellos llegan a nosotros. Pero la verdad es que no podemos salir de nuestra conciencia, que todo acontece en ella como en un teatro único, que hasta hoy nada hemos experimentado fuera de sus confines, y que, por consiguiente, es una impensable y vana porfía esa de presuponer existencias allende sus linderos. Lo cual pueda quizá enunciarse así: no hay en la vida continuidades algunas. Ni el tiempo es un torrente donde se bañan todos los fenómenos, ni es el yo un tronco que ciñen con intorsión pertinaz las sensaciones e ideas. Un placer, por ejemplo, es un placer, y definirlo como la resultancia de una ecuación cuyos términos son el mundo externo y la estructura fisiológica del individuo, es una pedantería incomprensible y prolija. El cielo azul, es cielo y es azul, contrariamente a lo que vacilaba Argensola

Mejor dicho: todo está y nada es.

Una afirmación última. El lenguaje, esa categoría militar y metodizada, no es lo más apto para trujamán de la no causalidad y la soltura. De ahí que si os detenéis en las palabras de mi argumento y buscáis la manera de irles dando la vuelta y desmentirlas, acertaréis acaso, alcanzando con ello un divertido ajedrecismo verbal y un breve esparcimiento del espíritu al confirmar que vuestra dialéctica de hombre leyente es superior a la mía de hombre que escribe. Pero si rebasando las triquiñuelas orales, procuráis ahondar la sustancia de lo que asevero, sentiréis cómo la vida maciza se resquebraja y desparrama. Vuestro Yo consumará su jubiloso y definitivo suicidio; las más opuestas opiniones nunca se darán el mentís; la Eternidad, amigada, cabrá en la corta racha de lo actual; se quebrantarán las formidables sombras teológicas, y el espacio infinito caducará con su exorbitancia de estrellas. 

Comodoro Rivadavia, 1922* 

* Cosmópolis, Madrid, N° 44, agosto de 1922**

** En febrero de 1922 Borges viajó con su familia a Comodoro Rivadavia, donde su tío, el capitán de navío Francisco E. Borges, era comandante militar. Este dato está ilustrado por una fotografía de Borges y su hermana Norah, en el libro Borges, fotografías y manuscritos. Recopilación y ordenamiento: Miguel de Torre Borges, Buenos Aires,  Ediciones Renglón, 1987.
"Yo recién llego del Chubut, de Patagonia, donde he pasado un mes de veraneo entre sierras, arenales interminables y una ausencia total de vegetación... En esta semana sacaremos el segundo número de Prisma" (Carta a Adriano del Valle, Biblioteca Nacional de Madrid).









Este artículo fue publicado en la sección "Nuestros prosistas americanos. Apuntaciones críticas". Prólogo de Adolfo Bioy Casares.

Incluido en Textos recobrados 1919/1929
© 1997, 2007 María Kodama
© 2011 Buenos Aires, Editorial Sudamericana

Foto arriba: captura de Jorge Luis Borges. Imágenes inéditas





26/10/17

Jorge Luis Borges: Dos novelas fantásticas









Jacques Spitz (que en La agonía del globo imaginó que América se desligaba de la tierra y formaba un planeta independiente) juega a los enanos y a los gigantes en su novísima obra L'homme élastique. El hecho de que Wells, Voltaire y Jonathan Swift hayan jugado previamente a ese curioso juego antropométrico es tan indiscutible y notorio como insignificante. Lo novedoso está en las variaciones que aporta Spitz. Ha imaginado un biólogo —el doctor Flohr— que descubre un procedimiento para dilatar o comprimir los átomos, descubrimiento que le permite modificar las dimensiones de los organismos vivos y en particular de los hombres. El doctor empieza por rectificar un enano. Después, una oportuna guerra europea le permite ampliar sus experimentos. El ministerio de guerra le entrega siete mil hombres. En vez de convertirlos en gigantes ostentosos y vulnerables, Flohr les impone una estatura de unos cuatro centímetros. Esos guerreros abreviados determinan la victoria de Francia. La humanidad, después, opta por una estatura variable. Hay hombres de unos pocos milímetros y otros de vasta sombra amenazadora. Jacques Spitz indaga con humorismo la psicología, la ética y la política de esa humanidad desigual.

Todavía más extraño es el argumento de Man with Four Lives («Hombre de cuatro vidas») del norteamericano William Joyce Cowen. Un capitán inglés, en la guerra de 1918, mata cuatro veces distintas a un mismo capitán alemán: con el mismo rostro varonil, con el mismo nombre, con el mismo anillo pesado en cuyo sello de oro hay una torre y la cabeza de un unicornio. Al final, el autor deja entrever una explicación, que es hermosa: el alemán es un militar desterrado que proyecta, a fuerza de cavilar, una especie de fantasma corpóreo que guerrea y muere por la patria más de una vez. En la última hoja, el autor absurdamente resuelve que una explicación mágica es inferior a una explicación increíble, y nos propone cuatro hermanos facsimilares, con caras, nombres y unicornios idénticos. Esa profusión de gemelos, esa inverosímil y cobarde tautología, me colma de estupor. Puedo repetir con Adolfo Bécquer:

Cuando me lo contaron, sentí el frío
de una hoja de acero en las entrañas.

Más estoico que yo, Hugh Walpole escribe: «No estoy seguro de la veracidad de la solución que nos da el señor Cowen».


En Textos Cautivos (1986)
Publicado en El Hogar, 14 de octubre de 1938
Retrato de Jorge Luis Borges - Foto ©Archivo La Razón

25/10/17

Harry Almela (1953.2017): Borges forever (1999)






Es mucho (demasiado) lo que se ha escrito acerca de Jorge Luis Borges. Quien en vida hizo de la Biblioteca platónica su morada, consume actualmente numerosas y reales, abarrotadas de notas y libros consagrados a su obra. Tengo la sospecha de que no hay día en que la prensa de habla hispana no inscriba su nombre. Y tengo la certeza de que no hay jornada de este mundo en el que algún escritor no pronuncie su gracia en el precario poema o desperdicie la oportunidad de confesar su presencia al acometer el cuento o conceder la inevitable entrevista. Como si sus múltiples declaraciones en contra de la inmortalidad fuesen su propia condena, Borges está destinado a padecer la fama que en parte le deparó la vida. Contribuir a esa multiplicación —tan propia de la cópula y los espejos— es la aspiración de estas líneas. Intentaremos dejar de lado lo adjetivo y no caer en el ya conocido argumento de que, en literatura, existe un antes y un después de Borges.


En un principio...


Creo que el Borges que se leyó durante años es, en parte, una invención de los franceses, si tomamos en cuenta que su reconocimiento internacional se inicia en 1951, cuando Gallimard inaugura la colección «La Croix du Sud» con Fictions, traducido por Paul Verdevoye y Néstor Ibarra. Es el Borges de Tlön, Uqbar, Orbis TertiusPierre Menard, autor del QuijoteLas ruinas circularesLa lotería en BabiloniaLa Biblioteca de BabelEl jardín de senderos que se bifurcanFunes, el memorioso y La muerte y la brújula. Algunos de ellos habrán de figurar, seguramente, en la antología de los mejores cuentos en castellano del siglo xx, cambalache, problemático y febril.

De estos textos se derivan las principales visiones críticas acerca de su obra y las que más han influido en el imaginario del lector: el Borges fabulador, el inventor de laberintos, el creador de mundos paralelos, el filósofo que imagina ficciones, el escritor no tocado por la realidad. En un principio, no faltaban razones. En Tlön, Uqbar, Orbis Tertius la temporalidad se rebela contra la espacialidad. Como lo apunta Nuño, se trata del universo predicado por Hume al negar realidad a la sustancia, tanto material como espiritual, que prefiere quedarse con la temporalidad, bajo la forma de «sucesión perceptible de objetos cambiantes» (1). En Pierre Menard, autor del Quijote, Borges nos convence de las bondades de la estética que se origina en el ojo del lector y no en el objeto literario en sí. Hablamos de la ya popular crisis de los significados, cuyos valores dependen no de la semántica que se esconde detrás de las palabras, sino del ojo de quien lee y, sobre todo, en cuál época lee. En Las ruinas circulares se coloca en escena la antigua fábula del hombre soñado que sueña, destrozando nuestra condición carnal. La lotería en Babilonia va a poner en duda los actos cotidianos, ya que los mismos son el efecto de un oscuro azar planificado. En La Biblioteca de Babel está el mundo infinito que se hojea como un libro. El jardín de senderos que se bifurcan es el cuento policial donde la fábula de Tlön Uqbar se lleva a cabo, pues la novela -el personaje principal- relata acciones posibles en universos paralelos en términos temporales y no espaciales. La accidental y furiosa dolencia de Funes, el memorioso hace tambalear el valor absoluto de la memoria -quizá uno de los bienes más queridos por la civilización occidental- para concluir que el universo individual se construye gracias al olvido. La muerte y la brújula es el anticuento policial por excelencia, a juzgar por las múltiples ironías presentes en el texto.

Todos estos ingredientes son más que suficientes para entender la expansión de la fama del anciano de cabellos ya argentinos y fueron objeto de la curiosidad de autores ilustres como Emir Rodríguez Monegal y Guillermo Sucre, quienes supieron destilar una bibliografía con importantes logros. Sin embargo, a partir de estas visiones se ha obliterado un Borges que supongo el más interesante, aquel que hizo de lo marginal un centro y del ejercicio de la literatura la puesta en escena de un programa ya elaborado en sus ensayos.


El tamaño de mi esperanza


En 1926, la editorial Proa de Buenos Aires compila bajo este título una serie de ensayos, los cuales habían aparecido con anterioridad en algunas publicaciones periódicas. Años después, el volumen en cuestión va a ser proscrito por el propio Borges, supongo que a causa de su lenguaje barroco y de su argentina pedantería. Para alegría de los lectores, María Kodama autoriza su reedición (Buenos Aires, Seix Barral, 1993).

En el texto que da título al libro, se resume el programa que va a descubrir un nicho en el tremedal de la vanguardia literaria latinoamericana del momento, a saber, la exploración de los espacios marginales de la ciudad como alternativa a la búsqueda del centro, actitud tan propia de los amantes de lo europeo. En medio de la discusión acerca de las literaturas nacionales y de su relación con la literatura universal, Borges declara: A los criollos les quiero hablar; a los hombres que en esta tierra se sienten vivir y morir, no a los que creen que el sol y la luna están siempre en Europa. Tierra de desterrados natos es ésta, de nostalgiosos de lo lejano y lo ajeno: ellos son los gringos de veras, autorícelo o no su sangre y con ellos no habla mi pluma (2). Y más adelante: Ya Buenos Aires, más que una ciudá (sic) es un país y hay que encontrarle la poesía y la música y la religión y la metafísica que con su grandeza se avienen. Ese es el tamaño de mi esperanza, que a todos nos invita a ser dioses y a trabajar en su encarnación. No quiero ni progresismo ni criollismo en la acepción corriente de esas palabras. El primero es un someternos a ser casi norteamericanos, o casi europeos, un tesonero ser casi otros; El segundo, que antes fue palabra de acción (burla del jinete a los chapetones, pifia de los muy de a caballo a los muy de a pie), hoy es palabra de nostalgia (apetencia floja del campo, viaraza de sentirse un poco Moreira). No cabe gran fervor en ninguno de ellos y lo siento por el criollismo. Es verdá (sic) que de ensancharle la significación a esa voz —hoy suele equivaler a un mero gauchismo— sería tal vez la más ajustada a mi empresa. Criollismo, pues, pero un criollismo conversador del mundo y del yo, de Dios y de la muerte. A ver si alguien me ayuda a buscarlo (3).

Borges, con apenas 27 años, de regreso de Ginebra (que es tanto como decir de regreso del alemán y del francés, de la vanguardia española y de su amistad con Rafael Cansinos Assens) propone en este libro el programa que va a desarrollar en los próximos sesenta años. Mientras esquiva la provocación de ciertas vanguardias francesas —que prestigian la luz y el centro antes que a la tiniebla y el suburbio (4)— Borges revalora lo nacional argentino (y específicamente lo marginal) en aras de la universalidad. Varios ensayos de este volumen apuntan en ese sentido: El Fausto criolloLa pampa y el suburbio son diosesCarriego y el sentido del arrabalLas coplas acriolladas (5). Son temas que luego serán recurrentes en su obra posterior. En cuanto a sus ensayos, aparece en Evaristo Carriego (1930), «El Martín Fierro» (en Discusión, 1932), «La poesía gauchesca», «El escritor argentino y la tradición» (en Discusión, 1957), «Nota sobre Carriego» (Otras inquisiciones, 1952). En su narrativa, lo marginal humano o citadino es constante: «Hombre de la esquina rosada» (Historia universal de la infamia, 1935), «Funes, el memorioso» y «La muerte y la brújula» (Ficciones, 1944. Cabe señalar que la ciudad de fondo en este último cuento es un Buenos Aires fantasmal y tenebroso), «El fin», «El Sur» (en Ficciones, 1957), «El muerto», «Biografía de Tadeo Isidoro Cruz», «Emma Zunz», «La otra muerte», «El Zahir», «El Aleph» (El Aleph, 1949), «La intrusa», «El indigno», «Historia de Rosendo Juárez», «El encuentro», «Juan Muraña», «La señora mayor», «El duelo», «El otro duelo», «Guayaquil» (en El informe de Brodie, 1970). En Los orilleros y El paraíso de los creyentes (1955), guiones cinematográficos escritos a cuatro manos con Adolfo Bioy Casares, repite su obsesión. En cuanto al espacio de la poesía, hablaremos acerca de ella más adelante, pues merece un tratamiento especial.


Honorio Bustos Domecq


Otra comarca para la marginalidad está en los cuentos de este autor, consecuencias ambas de la amistad de Borges con Bioy Casares. Primero aparecieron en la revista Sur y luego, en 1942, en forma de libro. Más particular no puede ser este don Bustos Domecq, autor de los títulos ¡Ciudadano!¡Hablemos con propiedad! y ¡Ya sé leer!, nacido en Pujato, provincia de Santa Fe, hacia 1893, donde realizó interesantes estudios primarios. El personaje de los cuentos, Isidro Parodi, era dueño de una barbería en el barrio Sur, y paga una condena de veintiún años, acusado de un crimen que no cometió. Desde su celda, atiende casos de homicidio y robo. Desde esta precariedad, Borges y Bioy construyen un personaje y unas historias delirantes, donde el elemento filosófico y la ironía tienen un escenario para moverse con soltura y eficiencia.

Quien desee encontrar argumentos demoledores contra cualquier forma del realismo en la literatura, puede consultar «Una tarde con Ramón Bonavena» de este autor apócrifo (6).


Los géneros literarios. Tres insólitas antologías

Nadie como Borges en lengua castellana para poner en entredicho el concepto mismo de género literario. Árbitro absoluto del palimpsesto, muchos de sus cuentos parecen más bien ensayos y el lector no sabe con certeza a qué atenerse. Tal cosa ocurre, por ejemplo, con Pierre Menard... En otro orden de cosas, vale la pena señalar que Borges es el inventor de un género literario en nuestra lengua: la entrevista. La más profunda y humana de entre las múltiples que se le hicieron, lo afirmo sin rubor, es Borges el memorioso (7), donde el placer intelectual y la ironía son puestos a la orden del lector.

Otra muestra de esta pasión por lo marginal es evidente en las antologías de diversos temas, escritas en solitario o en colaboración. En modestos volúmenes, Borges hace una recreación de esos discursos y les permite funcionar como artilugios literarios. Tomando textos y tradiciones provenientes de diversas fuentes y culturas, los animales, el cielo, el infierno y los sueños pasan a ser personajesManual de zoología fantástica (en colaboración con Margarita Guerrero, 1957), El libro del cielo y del infierno (en colaboración con Adolfo Bioy Casares, 1960) y El libro de sueños (1976) conforman una trilogía particular.


En fin, su poesía


Si el lector ha llegado hasta aquí, recordará que hace algunos párrafos dejamos para este aparte un comentario acerca de la presencia de lo nacional y lo marginal en la poesía de Borges. Su conocido Poema conjetural es quizá el mejor ejemplo. Mención especial merece el libro Para las seis cuerdas, letras de milongas que fueron trabajadas posteriormente por varios músicos argentinos. En el prólogo a la edición de 1976, Borges aclara: En el modesto caso de mis milongas, el lector debe suplir la música ausente por la imagen de un hombre que canturrea, en el umbral de su zaguán o en un almacén, acompañándose con la guitarra. La mano se demora en las cuerdas y las palabras cuentan menos que los acordes. He querido eludir la sensiblería del inconsolable «tango-canción» y el manejo sistemático del lunfardo, que infunde un aire artificioso a las sencillas coplas (8).

En cuanto al grueso de su poesía, recuerdo que en alguna oportunidad le oí decir a un amigo que Borges había escrito sus cuentos para que le soportásemos su poesía. La armadura del comentario denota inteligencia, pero es injusto. Desde Fervor de Buenos Aires hasta Los conjurados, Borges configura una poesía particular en el panorama de nuestra lengua. Se trata, a mi juicio, del testimonio de un hombre que en algún verso confesó ser un Alonso Quijano que nunca se atrevió a ser don Quijote. Es una poesía de referencias personales acerca de la única razón de su existencia, la literatura. No hay amor, no hay infancia, es cierto. Hay sólo recuerdos y libros.

En el prólogo a su Obra Poética 1923-1976, confiesa: Tres suertes puede correr un libro de versos: puede ser adjudicado al olvido, puede no dejar una sola línea pero sí una imagen total del hombre que lo hizo, puede legar a las antologías unos pocos poemas. Si el tercero fuera mi caso, yo querría sobrevivir en el Poema conjetural, en el Poema de los dones, en Everness, en El Golem y en Límites. Pero toda poesía es misteriosa (9). Yo pienso que está bien. Cinco poemas en doce poemarios no es un mal promedio.


Las obras completas: un catálogo de ausencias

Hacia finales de los años setenta, Borges comprendió (quiero imaginarlo así) que su obra, al pasar la raya sumatoria de los años, iba a quedar. Inició entonces un enorme e implacable trabajo de limpieza con vistas a la publicación de sus obras completas, que aparecen hacia fines de la década. Son dos y conocidos los volúmenes de Emecé Editores: Obras completas y Obras completas en colaboración. Es mucho (demasiado) lo que ha quedado afuera e imagino que tal labor aún está por realizarse, con la anuencia de María Kodama, por supuesto. El catálogo de ausencias es incompleto pero es conveniente determinarlo: dos poemarios que aparecen posteriormente: La cifra (1981) y Los conjurados (1985). Un libro de conferencias, Siete noches (1980). El volumen Textos cautivos. Ensayos y reseñas en «El Hogar» (1936-1939), compilación de Enrique Sacerio-Gari y Emir Rodríguez Monegal (1986). Tampoco se incluyen allí Inquisiciones (1925), El tamaño de mi esperanza (1926), su poesía juvenil (no publicada en libro y en parte compilada por Carlos Meneses en 1978 y por la editorial La Liebre Libre en 1992), artículos aparecidos en la revista Sur entre 1931 y 1970 y su correspondencia. Haría falta incluir también los prólogos y un inventario de las traducciones y de las múltiples antologías sobre variados temas. También sería necesario e importante que esa posible edición fuese comentada, en atención a las múltiples intervenciones que hizo a sus libros ya conocidos (p.ej. a Fervor de Buenos Aires, cuya versión definitiva poco se parece a la edición príncipe de 1923).

Por lo visto, tenemos Borges para rato. Borges forever.


Notas
  1. Juan Nuño: La filosofía de Borges. México, Fondo de Cultura Económica, colección Tierra Firme, 1986, p. 27.
  2. El tamaño de mi esperanza. Buenos Aires, Seix Barral, colección Biblioteca Breve, p. 11.
  3. Ibid., p. 14.
  4. En el año 1932, Borges escribe: Los hombres de las diversas Américas permanecemos tan incomunicados que apenas nos conocemos por referencia, contados por Europa. En tales casos, Europa suele ser sinécdoque de París. A París le interesa menos el arte que la política del arte: mírese la tradición pandillera de su literatura y de su pintura, siempre dirigidas por comités y con sus dialectos políticos: uno parlamentario, que habla de izquierdas y derechas; otra militar, que habla de vanguardias y retaguardias. Dicho con mejor precisión: les interesa la economía del arte, no sus resultados. («El otro Whitman». En: Prosa completa, op. cit. p. 45).
  5. En este mismo volumen, hay una nota acerca de Calcomanías, el poemario de Oliverio Girondo. Es interesante cómo Borges marca distancias con su amigo y compañero de ruta en la revista Sur, cuya obra es de indudable raigambre francesa. Para hablar del libro de Girondo, Borges comienza haciendo una declaración de su poética: Es innegable que la eficacia de Girondo me asusta. Desde los arrabales de mi verso he llegado a su obra, desde ese largo verso mío donde hay puestas de sol y vereditas y una vaga niña que es clara junto a una balaustrada celeste. Lo he mirado tan hábil, tan apto para desgajarse de un tranvía en plena largada y para renacer sano y salvo entre una amenaza de klaxon (sic) y un apartarse de transeúntes, que me he sentido provinciano junto a él. Antes de empezar estas líneas, he debido asomarme al patio y cerciorarme, en busca de ánimo, de que su cielo rectangular y la luna siempre estaban conmigo. (El tamaño..., op. cit., p. 88).
  6. En: «Crónicas de Bustos Domecq». Jorge Luis Borges. Obras completas en colaboración. Buenos Aires, Emecé Editores, 1979, pp. 306-310.
  7. Borges, el memorioso. Conversaciones con Antonio Carrizo. México, Fondo de Cultura Económica, colección Tierra Firme, 1982.
  8. Jorge Luis Borges: Obra poética (1923-1976). Buenos Aires, Alianza Tres y Emecé Editores, 1977, pp. 287.
  9. Ibid., p. 22.

© Harry Almela 1999

Harry Almela (Caracas, 1953 — Mariara, Carabobo, 2017) fue profesor de Lengua y Literatura. Investigador del Centro de Investigaciones Lingüísticas y Literarias "Hugo Obregón Muñoz", del Instituto Universitario Pedagógico de Maracay. Ha publicado diversas obras de narrativa, poemarios y ensayos.


Foto: Harry Almela por Vasco Szinetar




24/10/17

Jorge Luis Borges: Entrevista con Manuel Jesús Orbegozo [Lima, abril de 1965]





Manuel Jesús Orbegozo entrevista a Jorge Luis Borges en Lima, 1965, Foto borgestodoelanio.blogspot.com




     En el hall del Hotel Bolívar, el hombre tantea con su bastón de caña de bambú y se sienta.


     -Tomemos té. Le invito. ¿Quiere té o prefiere otra cosa?

     Yo pido té, mecánicamente, porque lo que me preocupa más es saber a qué Borges voy a entrevistar: si al que arrastra la costumbre del five o'clock tea, porque viene de ingleses; o, al otro, el autor de algunas páginas válidas para la inmortalidad.

     -Y, bueno, siéntese y conversaremos, para qué va a preocuparse. Después de todo, los dos Borges están en sus manos con sus afinidades esenciales y sus diferencias. Aquí, tiene Ud. al Borges que dicta conferencias y enseña inglés en la Universidad de Buenos Aires y al otro, al íntimo, a quien yo no he de sobrevivir. Aquí tiene Ud. al resignado, al que...

     -¿Resignado con qué?

     -Con el primero, con el perdido en la realidad.

     -¿Perdido o evadido de la realidad?

     -Y, bueno, evadido, que ésa es también una forma de la realidad; ¿no, María Esther, vos qué decís?

     María Esther Vázquez vuelve su breve cabeza alborotada y desde su butaca donde presencia el espectáculo de la conversación esquiva el compromiso: "Y, bueno, yo qué voy a decir, vos tenés que contestar".

     Entonces, Borges se conforma con lo que ha dicho, mientras se nota que "las impresiones resbalan sobre él momentáneas y vívidas", aunque no son el bermellón del alfarero ni la bóveda cargada de estrellas, que tampoco son dioses.

     Y, ahora, Jean Paul Sartre y todos los que "queremos que el escritor abarque su época, porque está hecha para él y para ella", ¿qué hacemos?

     Días antes, Jorge Luis Borges, bajo el pretexto de tomar café, estuvo en manos de un grupo de criollos intelectuales legítimos y de los otros, ante quienes ratificó que él no creía en una literatura comprometida. Al terminar la reunión, uno de ello me dijo: "Mira, te regalo a Borges con sus libros y todo". Yo estuve a punto de aceptar el regalo, pero me di cuenta que era demasiado para mí. Me vi obligado a rechazarlo.

     -Y, bueno, yo soy sincero, yo escribo para cuatro de mis amigos más íntimos. Cuando empecé no creí que iba a tener tanto lector, como tampoco pensé que iban a proponerme para el Premio Nobel, sabiendo que hay tan grandes escritores en mi país y fuera de él, ¿no?

     Borges bebió un largo sorbo de leche como para ahogar su vanidad, esa especie de falsa modestia que es comidilla de sus detractores.

     -No, no es falsa modestia, ¿no, María Esther? ¿No es verdad que soy modesto, que soy modesto de verdad? Decílo vos, María Esther- le impreca a María Esther.

     Y, la fiel salta como un resorte de su sofá y dice: "Sí, eres modestísimo, Jorge Luis, vos podés dar lecciones de humildad".

     La alevosía de mi duda ha despertado más protestas. En el sofá de al lado, hay un hombre de Alabama que está contra la discriminación racial o, ¿será un dominicano que está contra los "marines" norteamericanos? (Yo no sé quién es ese hombre y a mí no me gusta inventar nada, pero también ha protestado. Yo lo miro tercamente y él rehúye mi desafío. Se tapa la cara con el diario que hojea donde se habla de un asesinato brutal).

     -Y si el asesino fuera Ud., Borges, ¿cómo reaccionaría?, ¿como el Quijote cuando descubre que en lugar de matar a un molino de viento ha matado a un hombre?

      Homero o diré, Borges, ha quedado mudo.

   Él no reacciona de otra manera porque esto no es sino una hipótesis, la primera; o reaccionaría, patéticamente, porque Borges está convencido de que él es una proyección de otro yo, del que sería incapaz de cometer un crimen, hipótesis segunda; o, saltando sobre la tercera y la cuenta, Borges sería indiferente porque él sabe bien que el muerto es ilusorio como es el revólver que aún humea en su mano y "él mismo y toda su vida pretérita y los vastos dioses y el Universo".

     -Y, bueno, qué rara la pregunta que me hace Ud. La verdad es que yo soy cobarde ante el dolor físico, pero creo que he de ser valiente ante la imagen de la muerte; no sé, en fin. Una vez, fui al oculista. Después   de examinarme, me dijo: "Dentro de un mes Ud. va a perder la vista". Yo recibí la noticia con serenidad e indiferencia y estaba por creerme valiente, cuando mi madre me hizo salir de mi duda: "Sentate, che, me dijo, porque vas a desmayarte". Y, bueno, yo no sé dónde reside la valentía. Yo era amigo de un payador. Paredes se llamaba, y era muy viejo. Un día andábamos juntos, cuando tuvo un lío con otro, mucho más joven que él. Fuimos, entonces, a su casa donde el viejo sacó dos cuchillos de pelea  que siempre son uno grande y otro pequeño. El extendió los aceros y le dijo a su contrincante: "Escogé vos el arma y dale un tajito a este viejo". (Borges dice esto en un tono para ser escuchado y no leído).

     Borges está cansado. Debe entreverar esos recuerdos con Machu Picchu que lo ha deslumbrado porque la historia de Buenos Aires no es de siglos. Bosteza.

     -¿Ah? Funes fue una metáfora del insomnio. En esos tiempos yo no podía dormir pensando en la inmortalidad, con Macedonio Fernández. Entonces, se me ocurrió escribir algo sobre la imposibilidad del olvido e inventé a Funes monstruoso que muere abrumado por los recuerdos más menudos, un personaje de pocas luces, incapaz de razonar porque vivía en un mundo de ideas demasiado concretas. Le puse Funes porque así se llamó uno de mis tatarabuelos que era cordobés, de Córdoba, Argentina, como el fundador que fue Jerónimo Luis Cabrera, también pariente mío. Y, bueno, usted dirá que sólo vivo hablando de mis parientes, pero, por ejemplo, de mi madre no podría hablar porque la tengo muy cerca de mí...

     -Y, bueno, Borges, ensaye algo, acá le obsequio el marco, a Ud. le toca poner el retrato.

     Yo nunca sabré a cuál de los dos Borges le habrá causado tanta alegría mi propuesta. Los dos deben estar viendo a la dueña el hogar lejano leyendo digamos, Everything and Nothing, con su gran collar de perlas rozando el alto sofá de la biblioteca.

     -Qué linda propuesta, ¿no? A ver, María Esther, ¿vos podés ayudarme? Y, bueno, mi madre es mucho más lúcida y razonable que yo. Ha sufrido mucho, es muy práctica y de una gran bondad e indulgencia, aunque tenemos algunas diferencias, por ejemplo, ella es sinceramente católica y yo, bueno, yo estoy listo a aceptar la posibilidad de que Dios exista, como también a desechar esa posibilidad.

     Cruza el hall del Bolívar, el brasileño que ha espantando el fantasma el hambre en el mundo y a quien acabo de entrevistar.

     -Y, bueno, yo también 
responde Borges he sentido hambre y hasta he escrito un poema por encargo de la sociedad de Josué de Castro, pero como todo lo que es de encargo, debió haberme salido mal; yo escribí ese poema, ¿no, María Esther?, yo lo dicté a una empleada, aunque ella haya jurado por el amor de su vida, (un apuesto inglés), que no le dicté nada. Y, bueno, a despecho de esa incapacidad, me aprendí de memoria los versos de Almafuerte:



Yo deliré de hambre muchos días
y no dormí de frío muchas noches
para salvar a Dios de los reproches
de su hambre humana y de sus noches frías


       Entonces, Homero o Borges preguntó la hora. Eran casi las 6. Había que irse.

     Dejar los asientos sobre lo que otros vendrán después a ocupar. Dejar las tazas de té y las agonizantes colillas de los cigarrillos. Había que irse pensando "en que las cosas, ahora, son como si no hubieran sido".

     Borges ha comenzado a inquietarse. Más ante el fantasma del tiempo que ante la pregunta: "Y, claro, me hubiera gustado ser revolucionario para defender la libertad que yo la intuyo como un mínimo de gobierno y un máximo de libertad individual. Hay veces que hasta los semáforos cometen un poco de atentado contra esa libertad, ¿no le parece?

      En el reino de las palabras danzan "revolución, dominicano, burgués, canalla, capitalista..."

     -¿Borges? Y, bueno, yo soy burgués y no me avergüenza serlo. Nosotros somos como un sandwich al que aplastan los ricos de arriba y los pobres de abajo. Qué desigual es este mundo, ¿no? Ahora, un portero gana más que una enfermera y una enfermera gana más que un médico. Al final, más valor van a tener los diplomas de analfabetos.

      Un fósforo ilumina su rostro, brevemente.

     -¿De los elementos? El que más me fascina es el agua; después, la tierra. Como la mitad soy de Inglaterra, amo la Odisea; pero también amo la Ilíada porque soy argentino.

     Son las 6. Ya debe haber salido la luna de la que no habrá caído un león. Nos levantamos dejando constancia de que el tiempo ha pasado por Borges, por María Esther, por Corcuera, por mí, por el Hotel Bolívar con su pálido mobiliario y sus tacitas de té vacías. Tenemos que aceptar el destino y, con el genio en las sombras "pensar en que las cosas, ahora, son como si no hubieran sido".


  
En: Orbegozo, Manuel Jesús; Entrevistas, Hombre y Hechos del Mundo
Págs. 30-33. Lluvia Editores Lima, 1989
Fotografía de Jorge Luis Borges y Manuel Jesús Orbegozo en Lima, abril de 1965
Publicada en el Suplemento Dominical, de El Comercio, Perú
Texto y fotografía por cortesía de Acervo Manuel Jesús Orbegozo 
Todos los derechos reservados  ©Borges Todo el Año



23/10/17

Jorge Luis Borges: Versos con ademán de recuerdo (1926/7)







Recuerdo mío del jardín de casa:
vida cortés de misteriosa
vida benigna de las plantas,
y lisonjeada por los hombres.

Palmera la más alta del cielo de Palermo
y conventillo de gorriones;
parra con uvas negras,
los días del verano dormían a tu sombra.

Molino colorado
que amparaba el lugar como un abuelo;
honor a nuestra casa, pues a las otras
iba el río bajo la campanita del aguatero.

Negro sótano de agua clara
que hacías vertiginoso el jardín,
¡qué lindo ver por una hendija
tu calabozo de agua sutil!

Jardín, frente a tu virtud retumbaron
los heroicos carreros criollos
y también el carnaval charro
con el ranchito y el candombe y el susto de agua.

El almacén, hermano del malevo,
dominaba la esquina;
pero tenían tus bambúes para hacer lanzas
y tus gorriones para la oración.

Tus contadas varas de fondo
se nos volvieron geografía:
un alto era la montaña de tierra,
y una heroicidad su declive.

Yo pondré mi canto ahora
para seguir siempre acordándome:
voluntad buena de dar sombra
fueron tus árboles.


Revista Áurea, 1926-1927
Y además en Cuaderno San Martín, 1929, con variantes, bajo el título "Curso de los recuerdos"

Incluido en Textos recobrados 1919/1929
© 1997, 2007 María Kodama
© 2011 Buenos Aires, Editorial Sudamericana

Foto captura de Jorge Luis Borges. Imágenes inéditas



21/10/17

Jorge Luis Borges: La poesía gauchesca (1928)








Es fama que le preguntaron a Whistler cuánto tiempo había requerido para pintar uno de sus nocturnos y que respondió: "Toda mi vida". Con igual rigor pudo haber dicho que había requerido todos los siglos que precedieron al momento en que lo pintó. De esa correcta aplicación de la ley de causalidad se sigue que el menor de los hechos presupone el inconcebible universo e, inversamente, que el universo necesita del menor de los hechos. Investigar las causas de un fenómeno, siquiera de un fenómeno tan simple como la literatura gauchesca, es proceder en infinito; básteme la mención de dos causas que juzgo principales.
Quienes me han precedido en esta labor se han limitado a una: la vida pastoril que era típica de las cuchillas y de la pampa. Esa causa, apta sin duda para la amplificación oratoria y para la digresión pintoresca, es insuficiente; la vida pastoril ha sido típica de muchas regiones de América, desde Montana y Oregon hasta Chile, pero esos territorios, hasta ahora, se han abstenido enérgicamente de redactar El gaucho Martín Fierro. No bastan, pues, el duro pastor y el desierto. El cowboy, a pesar de los libros documentales de Will James y del insistente cinematógrafo, pesa menos en la literatura de su país que los chacareros del Middle West o que los hombres negros del Sur... Derivar la literatura gauchesca de su materia, el gaucho, es una confusión que desfigura la notoria verdad. No menos necesario para la formación de ese género que la pampa y que las cuchillas fue el carácter urbano de Buenos Aires y de Montevideo. Las guerras de la Independencia, la guerra del Brasil, las guerras anárquicas, hicieron que hombres de cultura civil se compenetraran con el gauchaje; de la azarosa conjunción de esos dos estilos vitales, del asombro que uno produjo en otro, nació la literatura gauchesca. Denostar (algunos lo han hecho) a Juan Cruz Varela o a Francisco Acuña de Figueroa por no haber ejercido, o inventado, esa literatura, es una necedad; sin las humanidades que representan sus odas y paráfrasis, Martín Fierro, en una pulpería de la frontera, no hubiera asesinado, cincuenta años después, al moreno. Tan dilatado y tan incalculable es el arte, tan secreto su juego. Tachar de artificial o de inveraz a la literatura gauchesca porque ésta no es obra de gauchos, sería pedantesco y ridículo; sin embargo, no hay cultivador de ese género que no haya sido alguna vez, por su generación o las venideras, acusado de falsedad. Así, para Lugones, el Aniceto de Ascasubi "es un pobre diablo, mezcla de filosofastro y de zumbón"; para Vicente Rossi, los protagonistas del Fausto son "dos chacareros chupistas y charlatanes"; Vizcacha, "un mensual anciano, maniático"; Fierro, "un fraile federal-oribista con barba y chiripá". Tales definiciones, claro está, son meras curiosidades de la inventiva; su débil y remota justificación es que todo gaucho de la literatura (todo personaje de la literatura) es, de alguna manera, el literato que lo ideó. Se ha repetido que los héroes de Shakespeare son independientes de Shakespeare; para Bernard Shaw, sin embargo, "Macbeth es la tragedia del hombre de letras moderno, como asesino y cliente de brujas"... Sobre la mayor o menor autenticidad de los gauchos escritos, cabe observar, tal vez, que para casi todos nosotros, el gaucho es un objeto ideal, prototípico. De ahí un dilema: si la figura que el autor nos propone se ajusta con rigor a ese prototipo, la juzgamos trillada y convencional; si difiere, nos sentimos burlados y defraudados. Ya veremos después que de todos los héroes de esa poesía, Fierro es el más individual, el que menos responde a una tradición. El arte, siempre, opta por lo individual, lo concreto; el arte no es platónico.
Emprendo, ahora, el examen sucesivo de los poetas.

El iniciador, el Adán, es Bartolomé Hidalgo, montevideano. La circunstancia de que en 1810 fue barbero parece haber fascinado a la crítica; Lugones, que lo censura, estampa la voz "rapabarbas"; Rojas, que lo pondera, no se resigna a prescindir de "rapista". Lo hace, de una plumada, payador, y lo describe en forma ascendente, con acopio de rasgos minuciosos e imaginarios: "vestido el chiripá sobre su calzoncillo abierto en cribas; calzadas las espuelas en la bota sobada del caballero gaucho; abierta sobre el pecho la camiseta oscura, henchida por el viento de las pampas; alzada sobre la frente el ala del chambergo, como si fuera siempre galopando la tierra natal; ennoblecida la cara barbuda por su ojo experto en las baquías de la inmensidad y de la gloria". Harto más memorables que esas licencias de la iconografía, y la sastrería, me parecen dos circunstancias, también registradas por Rojas: el hecho de que Hidalgo fue un soldado, el hecho de que, antes de inventar al capataz Jacinto Chano y al gaucho Ramón Contreras, abundó —disciplina singular en un payador— en sonetos y en odas endecasílabas. Carlos Roxlo juzga que las composiciones rurales de Hidalgo "no han sido superadas aún por ninguno de los que han descollado, imitándolo". Yo pienso lo contrario; pienso que ha sido superado por muchos y que sus diálogos, ahora, lindan con el olvido. Pienso también que su paradójica gloria radica en esa dilatada y diversa superación filial. Hidalgo sobrevive en los otros, Hidalgo es de algún modo los otros. En mi corta experiencia de narrador, he comprobado que saber cómo habla un personaje es saber quién es, que descubrir una entonación, una voz, una sintaxis peculiar, es haber descubierto un destino. Bartolomé Hidalgo descubre la entonación del gaucho; eso es mucho. No repetiré líneas suyas; inevitablemente incurriríamos en el anacronismo de condenarlas, usando como canon las de sus continuadores famosos. Básteme recordar que en las ajenas melodías que oiremos está la voz de Hidalgo, inmortal, secreta y modesta.
Hidalgo falleció oscuramente de una enfermedad pulmonar, en el pueblo de Morón, hacia 1823. Hacia 1841, en Montevideo, rompió a cantar, multiplicado en insolentes seudónimos, el cordobés Hilario Ascasubi. El porvenir no ha sido piadoso con él, ni siquiera justo.

Ascasubi, en vida, fue el "Béranger del Río de la Plata"; muerto, es un precursor borroso de Hernández. Ambas definiciones, como se ve, lo traducen en mero borrador —erróneo ya en el tiempo, ya en el espacio— de otro destino humano. La primera, la contemporánea, no le hizo mal: quienes la apadrinaban no carecían de una directa noción de quién era Ascasubi, y de una suficiente noticia de quién era el francés; ahora, los dos conocimientos ralean. La honesta gloria de Béranger ha declinado, aunque dispone todavía de tres columnas en la Encyclopaedia Britannica, firmadas por nadie menos que Stevenson; y la de Ascasubi... La segunda, la de premonición o aviso del Martín Fierro, es una insensatez: es accidental el parecido de las dos obras, nulo el de sus propósitos. El motivo de esa atribución errónea es curioso. Agotada la edición príncipe de Ascasubi de 1872 y rarísima en librería la de 1900, la empresa La Cultura Argentina quiso facilitar al público alguna de sus obras. Razones de largura y de seriedad eligieron el Santos Vega, impenetrable sucesión de trece mil versos, de siempre acometida y siempre postergada lectura. La gente, fastidiada, ahuyentada, tuvo que recurrir a ese respetuoso sinónimo de la incapacidad meritoria: el concepto de precursor. Pensarlo precursor de su declarado discípulo, Estanislao del Campo, era demasiado evidente; resolvieron emparentarlo con José Hernández. El proyecto adolecía de esta molestia, que razonaremos después: la superioridad del precursor, en esas pocas páginas ocasionales —las descripciones del amanecer, del malón— cuyo tema es igual. Nadie se demoró en esa paradoja, nadie pasó de esta comprobación evidente: la general inferioridad de Ascasubi. (Escribo con algún remordimiento; uno de los distraídos fui yo, en cierta consideración inútil sobre Ascasubi). Una liviana meditación, sin embargo, habría demostrado que postulados bien los propósitos de los dos escritores, una frecuente superioridad parcial de Aniceto era de prever. ¿Qué fin se proponía Hernández? Uno, limitadísimo: la historia del destino de Martín Fierro, referida por éste. No intuimos los hechos, sino al paisano Martín Fierro contándolos. De ahí que la omisión, o atenuación del color local sea típica de Hernández. No especifica día y noche, el pelo de los caballos: afectación que en nuestra literatura de ganaderos tiene correlación con la británica de especificar los aparejos, los derroteros y las maniobras, en su literatura del mar, pampa de los ingleses. No silencia la realidad, pero sólo se refiere a ella en función del carácter del héroe. (Lo mismo, con el ambiente marinero, hace Joseph Conrad.) Así, los muchos bailes que necesariamente figuran en su relato no son nunca descritos. Ascasubi, en cambio, se propone la intuición directa del baile, del juego discontinuo de los cuerpos que se están entendiendo (Paulino Lucero, pág. 204):

Sacó luego a su aparcera
la Juana. Rosa a bailar
y entraron a menudiar
media caña y caña entera.
¡Ah, china! si la cadera
del cuerpo se le cortaba,
pues tanto lo mezquinaba
en cada dengue que hacía,
que medio se le perdía
cuando Lucero le entraba.

Y esta otra décima vistosa, como baraja nueva (Aniceto el Gallo, pág. 176):

Velay Pilar, la Porteña
linda de nuestra campaña,
bailando la media caña:
vean si se desempeña
y el garbo con que desdeña
los entros de ese gauchito,
que sin soltar el ponchito
con la mano en la cintura
le dice en esa postura:
¡mi alma! yo soy compadrito.

Es iluminativo también cotejar la noticia de los malones que hay en el Martín Fierro con la inmediata presentación de Ascasubi. Hernández (La vuelta, canto cuarto) quiere destacar el horror juicioso de Fierro ante la desatinada depredación; Ascasubi (Santos Vega, XIII), las leguas de indios que se vienen encima:

Pero al invadir la Indiada
se siente, porque a la fija
del campo la sabandija
juye delante asustada
y envueltos en la manguiada
vienen perros cimarrones,
zorros, avestruces, liones,
gamas, liebres y venaos y
cruzan atribulaos
por entre las poblaciones.

Entonces los ovejeros
coliando bravos torean
y también revolotean
gritando los teruteros;
pero, eso sí, los primeros
que anuncian la novedá
con toda seguridá
cuando los pampas avanzan
son los chajases que lanzan
volando: ¡chajá! ¡chajá!

Y atrás de esas madrigueras
que los salvajes espantan,
campo ajuera se levantan
como nubes, polvaredas
preñadas todas enteras
de pampas desmelenaos
que al trote largo apuraos,
sobre los potros tendidos
cargan pegando alaridos
y en media luna formaos.

Lo escénico otra vez, otra vez la fruición de contemplar. En esa inclinación está para mí la singularidad de Ascasubi, no en las virtudes de su ira unitaria, destacada por Oyuela y por Rojas. Éste (Obras, IX, pág. 671) imagina la desazón que sus payadas bárbaras produjeron, sin duda, en don Juan Manuel y recuerda el asesinato, dentro de la plaza sitiada de Montevideo, de Florencio Varela. El caso es incomparable: Varela, fundador y redactor de El Comercio del Plata, era persona internacionalmente visible; Ascasubi, payador incesante, se reducía a improvisar los versos caseros del lento y vivo truco del sitio.
Ascasubi, en la bélica Montevideo, cantó un odio feliz. El facit indignatio versum de Juvenal no nos dice la razón de su estilo; tajeador a más no poder, pero tan desaforado y cómodo en las injurias que parece una diversión o una fiesta, un gusto de vistear. Eso deja entrever una suficiente décima de 1849 (Paulino Lucero, pág. 336):

Señor patrón, allá va
esa carta ¡de mi flor!
con la que al Restaurador
le retruco desde acá.
Si usté la lé, encontrará
a lo último del papel
cosas de que nuestro aquel
allá también se reirá;
porque a decir la verdá
es gaucho don Juan Manuel.

Pero contra ese mismo Rosas, tan gaucho, moviliza bailes que parecen evolucionar como ejércitos. Vuelva a serpear y a resonar esta primera vuelta de su media caña del campo, para los libres:

Al potro que en diez años
naides lo ensilló,
don Frutos en Cagancha
    se le acomodó,
    y en el repaso
    le ha pegado un rigor
    superiorazo.
Querelos mi vida —a los Orientales
que son domadores— sin dificultades.
¡Que viva Rivera! ¡que viva Lavalle!
Tenémelo a Rosas... que no se desmaye.
    Media caña,
    acompaña,
    Caña entera,
    como quiera.
Vamos a Entre Ríos, que allá está Badana,
a ver si bailamos esta Media Caña:
que allá está Lavalle tocando el violín,
y don Frutos quiere seguirla hasta el fin.
    Los de Cagancha
    se le afirman al diablo
    en cualquier cancha.

Copio, también, esta peleadora felicidad (Paulino Lucero, página 58):

Vaya un delito rabioso
cosa linda en ciertos casos
en que anda el hambre ganoso
de divertirse a balazos.

Coraje florido, gusto de los colores límpidos y de los objetos precisos, pueden definir a Ascasubi. Así, en el principio del Santos Vega:

El cual iba pelo a pelo
en un potrillo bragao,
flete lindo como un dao
que apenas pisaba el suelo
de livianito y delgao.

Y esta mención de una figura (Aniceto el Gallo, pág. 147):

Velay la estampa del Gallo
que sostiene la bandera
de la Patria verdadera
del Veinticinco de Mayo

Ascasubi, en La refalosa, presenta el pánico normal de los hombres en trance de degüello; pero razones evidentes de fecha le prohibieron el anacronismo de practicar la única invención literaria de la guerra de 1914; el patético tratamiento del miedo. Esa invención —paradójicamente preludiada por Rudyard Kipling, tratada luego con delicadeza por Sheriff y con buena insistencia periodística por el concurrido Remarque— les quedaba todavía muy a trasmano a los hombres de 1850.
Ascasubi peleó en Ituzaingó, defendió las trincheras de Montevideo, peleó en Cepeda, y dejó en versos resplandecientes sus días. No hay el arrastre de destino en sus líneas que hay en el Martín Fierro; hay esa despreocupada, dura inocencia de los hombres de acción, huéspedes continuos de la aventura y nunca del asombro. Hay también su buena zafaduría, porque su destino era la guitarra insolente del compadrito y los fogones de la tropa. Hay asimismo (virtud correlativa de ese vicio y también popular) la felicidad prosódica: el verso baladí que por la sola entonación ya está bien.
De los muchos seudónimos de Ascasubi, Aniceto el Gallo fue el más famoso; acaso el menos agraciado, también. Estanislao del Campo, que lo imitaba, eligió el de Anastasio el Pollo. Ese nombre ha quedado vinculado a una obra celebérrima: el Fausto. Es sabido el origen de ese afortunado ejercicio; Groussac, no sin alguna inevitable perfidia, lo ha referido así: "Estanislao del Campo, oficial mayor del gobierno provincial, tenía ya despachados sin gran estruendo muchos expedientes en versos de cualquier metro y jaez, cuando por agosto del 66, asistiendo a una exhibición del Fausto de Gounod en el Colón, ocurrióle fingir, entre los espectadores del paraíso, al gaucho Anastasio, quien luego refería a un aparcero sus impresiones, interpretando a su modo las fantásticas escenas. Con un poco de vista gorda al argumento, la parodia resultaba divertidísima, y recuerdo que yo mismo festejé en la Revista Argentina la reducción para guitarra, de la aplaudida partitura... Todo se juntaba para el éxito; la boga extraordinaria de la ópera, recién estrenada en Buenos Aires; el sesgo cómico del 'pato' entre el diablo y el doctor, el cual, así parodiado, retrotraía el drama, muy por encima del poema de Goethe, hasta sus orígenes populares y medievales; el sonsonete fácil de las redondillas, en que el trémolo sentimental alternaba diestramente con los puñados de sal gruesa; por fin, en aquellos años de criollismo triunfante, el sabor a mate cimarrón del diálogo gauchesco, en que retozaba a su gusto el hijo de la pampa, si no tal cual fuera jamás en la realidad, por lo menos como lo habían compuesto y 'convencionalizado' cincuenta años de mala literatura".
Hasta aquí, Groussac. Nadie ignora que ese docto escritor creía obligatorio el desdén en su trato con meros sudamericanos; en el caso de Estanislao del Campo (a quien inmediatamente después llama "payador de bufete"), agrega a ese desdén una impostura o, por lo menos, una supresión de la verdad. Pérfidamente lo define como empleado público; minuciosamente olvida que se batió en el sitio de Buenos Aires, en la batalla de Cepeda, en Pavón y en la revolución del 74. Uno de mis abuelos, unitario, que militó con él, solía recordar que del Campo vestía el uniforme de gala para entrar en batalla y que saludó, puesta la diestra en el quepí, las primeras balas de Pavón.
El Fausto ha sido muy diversamente juzgado. Calixto Oyuela, nada benévolo con los escritores gauchescos, lo ha calificado de joya. Es un poema que, al igual de los primitivos, podría prescindir de la imprenta, porque vive en muchas memorias. En memorias de mujeres, singularmente. Ello no importa una censura; hay escritores de indudable valor —Marcel Proust, D. H. Lawrence, Virginia Woolf— que suelen agradar a las mujeres más que a los hombres... Los detractores del Fausto lo acusan de ignorancia y de falsedad. Hasta el pelo del caballo del héroe ha sido examinado y reprobado. En 1896, Rafael Hernández —hermano de José Hernández— anota: "Ese parejero es de color overo rosado, justamente el color que no ha dado jamás un parejero, y conseguirlo sería tan raro como hallar un gato de tres colores"; en 1916 confirma Lugones: "Ningún criollo jinete y rumboso como el protagonista, monta en caballo overo rosado: animal siempre despreciable cuyo destino es tirar el balde en las estancias, o servir de cabalgadura a los muchachos mandaderos". También han sido condenados los versos últimos de la famosa décima inicial:

Capaz de llevar un potro
a sofrenarlo en la luna.

Rafael Hernández observa que al potro no se le pone freno, sino bocado, y que sofrenar el caballo "no es propio de criollo jinete, sino de gringo rabioso". Lugones confirma, o transcribe: "Ningún gaucho sujeta su caballo sofrenándolo. Ésta es una criollada falsa de gringo fanfarrón, que anda jineteando la yegua de su jardinera".
Yo me declaro indigno de terciar en esas controversias rurales; soy más ignorante que el reprobado Estanislao del Campo. Apenas si me atrevo a confesar que aunque los gauchos de más firme ortodoxia menosprecien el pelo overo rosado, el verso

En un overo rosao

sigue —misteriosamente— agradándome. También se ha censurado que un rústico pueda comprender y narrar el argumento de una ópera. Quienes así lo hacen, olvidan que todo arte es convencional; también lo es la payada biográfica de Martín Fierro.
Pasan las circunstancias, pasan los hechos, pasa la erudición de los hombres versados en el pelo de los caballos; lo que no pasa, lo que tal vez será inagotable, es el placer que da la contemplación de la felicidad y de la amistad. Ese placer, quizá no menos raro en las letras que en este mundo corporal de nuestros destinos, es en mi opinión la virtud central del poema. Muchos han alabado las descripciones del amanecer, de la pampa, del anochecer, que el Fausto presenta; yo tengo para mí que la mención preliminar de los bastidores escénicos las ha contaminado de falsedad. Lo esencial es el diálogo, es la clara amistad que trasluce el diálogo. No pertenece el Fausto a la realidad argentina, pertenece —como el tango, como el truco, como Irigoyen— a la mitología argentina.
Más cerca de Ascasubi que de Estanislao del Campo, más cerca de Hernández que de Ascasubi, está el autor que paso a considerar: Antonio Lussich. Que yo sepa, sólo circulan dos informes de su obra, ambos insuficientes. Copio íntegro el primero, que bastó para incitar mi curiosidad. Es de Lugones y figura en la página 189 de El payador.
"Don Antonio Lussich, que acababa de escribir un libro felicitado por Hernández, Los tres gauchos orientales, poniendo en escena tipos gauchos de la revolución uruguaya llamada campaña de Aparicio, diole, a lo que parece, el oportuno estímulo. De haberle enviado esa obra, resultó que Hernández tuviera la feliz ocurrencia. La obra del señor Lussich apareció editada en Buenos Aires por la imprenta de la Tribuna el 14 de junio de 1872. La carta con que Hernández felicitó a Lussich, agradeciéndole el envío del libro, es del 20 del mismo mes y año. Martín Fierro apareció en diciembre. Gallardos y generalmente apropiados al lenguaje y peculiaridades del campesino, los versos del señor Lussich formaban cuartetas, redondillas, décimas y también aquellas sextinas de payador que Hernández debía adoptar como las más típicas."
El elogio es considerable, máxime si atendemos al propósito nacionalista de Lugones, que era exaltar el Martín Fierro y a su reprobación incondicional de Bartolomé Hidalgo, de Ascasubi, de Estanislao del Campo, de Ricardo Gutiérrez, de Echeverría. El otro informe, incomparable de reserva y de longitud, consta en la Historia crítica de la literatura uruguaya de Carlos Roxlo. "La musa" de Lussich, leemos en la página 242 del segundo tomo, "es excesivamente desaliñada y vive en calabozo de prosaísmos; sus descripciones carecen de luminosa y pintoresca policromía".
El mayor interés de la obra de Lussich es su anticipación evidente del inmediato y posterior Martín Fierro. La obra de Lussich profetiza, siquiera de manera esporádica, los rasgos diferenciales del Martín Fierro; bien es verdad que el trato de este último les da un relieve extraordinario que en el texto original acaso no tienen.
El libro de Lussich, al principio, es menos una profecía del Martín Fierro que una repetición de los coloquios de Ramón Contreras y Chano. Entre amargo y amargo, tres veteranos cuentan las patriadas que hicieron. El procedimiento es el habitual, pero los hombres de Lussich no se ciñen a la noticia histórica y abundan en pasajes autobiográficos. Esas frecuentes digresiones de orden personal y patético, ignoradas por Hidalgo o por Ascasubi, son las que prefiguran el Martín Fierro, ya en la entonación, ya en los hechos, ya en las mismas palabras.
Prodigaré las citas, pues he podido comprobar que la obra de Lussich es, virtualmente, inédita.
Vaya como primera transcripción el desafío de estas décimas:

Pero me llaman matrero
pues le juyo a la catana,
porque ese toque de diana,
en mi oreja suena fiero;
libre soy como el pampero
y siempre libre viví,
libre fui cuando salí
dende el vientre de mi madre
sin más perro que me ladre
que el destino que corrí...

Mi envenao tiene una hoja
con un letrero en el lomo
que dice: cuando yo asomo
es pa que alguno se encoja.
Sólo esta cintura afloja
al disponer de mi suerte.
Con él yo siempre fui juerte
y altivo como el lión;
no me salta el corazón
ni le recelo a la muerte.

Soy amacho tirador,
enlazo lindo y con gusto;
tiro las bolas tan justo
que más que acierto es primor.
No se encuentra otro mejor
pa reboliar una lanza,
soy mentao por mi pujanza;
como valor, juerte y crudo
el sable a mi empuje rudo
¡jué pucha! que hace matanza.

Otros ejemplos, esta vez con su correspondencia inmediata o conjetural. Dice Lussich:

Yo tuve ovejas y hacienda;
caballos, casa y manguera;
mi dicha era verdadera
¡hoy se me ha cortao la rienda!
Carchas, majada y querencia
volaron con la patriada,
y hasta una vieja enramada
¡que cayó... supe en mi ausencia!

La guerra se lo comió
y el rastro de lo que jué
será lo que encontraré
cuando al pago caiga yo.

Dirá Hernández:

Tuve en mi pago en un tiempo
hijos, hacienda y mujer
pero empecé a padecer,
me echaron a la frontera
¡Y qué iba a hallar al volver!
tan sólo hallé la Tapera.

Dice Lussich:

Me alcé con tuito el apero,
freno rico y de coscoja,
riendas nuevitas en hoja
y trensadas con esmero;
una carona de cuero
de vaca, muy bien curtida;
hasta una manta fornida
me truje de entre las carchas,
y aunque el chapiao no es pa marchas
lo chanté al pingo en seguida.

Hice sudar al bolsillo
porque nunca fui tacaño:
traiba un gran poncho de paño
que me alcanzaba al tobillo
y un machazo cojinillo
pa descansar mi osamenta;
quise pasar la tormenta
guarecido de hambre y frío
sin dejar del pilcherío
ni una argolla ferrugienta.

Mis espuelas macumbé,
mi rebenque con virolas,
rico facón, güenas bolas,
manea y bosal saqué.
Dentro el tirador dejé
diez pesos en plata blanca
pa allegarme a cualquier banca
pues al naipe tengo apego,
y a más presumo en el juego
no tener la mano manca.

Copas, fiador y pretal,
estribos y cabezadas
con nuestras armas bordadas,
de la gran Banda Oriental.
No he güelto a ver otro igual
recao tan cumpa y paquete
¡ahijuna! encima del flete
como un sol aquello era
¡ni recordarlo quisiera!
pa qué, si es al santo cuete.

Monté un pingo barbiador
como una luz de ligero
¡pucha, si pa un entrevero
era cosa superior!
Su cuerpo daba calor
y el herraje que llevaba
como la luna brillaba
al salir tras de una loma.
Yo con orgullo y no es broma
en su lomo me sentaba.

Dirá Hernández:

Yo llevé un moro de número
¡sobresaliente el matucho!
con él gané en Ayacucho
más plata que agua bendita.
Siempre el gaucho necesita
un pingo pa fiarle un pucho.

Y cargué sin dar más güeltas
con las prendas que tenía;
jergas, poncho, cuanto había
en casa, tuito lo alcé.
A mi china la dejé
media desnuda ese día.

No me faltaba una guasca;
esa ocasión eché el resto:
bozal, mamador, cabresto,
lazo, bolas y manea.
¡El que hoy tan pobre me vea
tal vez no creerá todo esto!

Dice Lussich:

Y ha de sobrar monte o sierra
que me abrigue en su guarida,
que ande la fiera se anida
también el hombre se encierra.

Dirá Hernández:

Ansí es que al venir la noche
iba a buscar mi guarida.
Pues ande el tigre se anida
también el hombre lo pasa,
y no quería que en las casas
me rodiara la partida.

Se advierte que en octubre o noviembre de 1872, Hernández estaba tout sonore encore de los versos que en junio del mismo año le dedicó el amigo Lussich. Se advertirá también la concisión del estilo de Hernández, y su ingenuidad voluntaria. Cuando Fierro enumera: hijos, hacienda y mujer, o exclama, luego de mencionar unos tientos:

¡El que hoy tan pobre me vea
tal vez no creerá todo esto!

sabe que los lectores urbanos no dejarán de agradecer esas simplicidades. Lussich, más espontáneo o atolondrado, no procede jamás de ese modo. Sus ansiedades literarias eran de otro orden, y solían parar en imitaciones de las ternuras más insidiosas del Fausto:

Yo tuve un nardo una vez
y lo acariciaba tanto
que su purísimo encanto
duró lo menos un mes.

Pero ¡ay! una hora de olvido
secó hasta su última hoja.
Así también se deshoja
la ilusión de un bien perdido.

En la segunda parte, que es de 1873, esas imitaciones alternan con otras facsimilares del Martín Fierro, como si reclamara lo suyo don Antonio Lussich.
Huelgan otras confrontaciones. Bastan las anteriores, creo, para justificar esta conclusión: los diálogos de Lussich son un borrador del libro definitivo de Hernández. Un borrador incontinente, lánguido, ocasional, pero utilizado y profético.

Llego a la obra máxima, ahora: el Martín Fierro.
Sospecho que no hay otro libro argentino que haya sabido provocar de la crítica un dispendio igual de inutilidades. Tres profusiones ha tenido el error con nuestro Martín Fierro: una, las admiraciones que condescienden; otra, los elogios groseros, ilimitados; otra, la digresión histórica o filológica. La primera es la tradicional: su prototipo está en la incompetencia benévola de los sueltos de periódicos y de las cartas que usurpan el cuaderno de la edición popular, sus continuadores son insignes y de los otros. Inconscientes disminuidores de lo que alaban, no dejan nunca de celebrar en el Martín Fierro la falta de retórica: palabra que les sirve para nombrar la retórica deficiente —lo mismo que si emplearan arquitectura para significar la intemperie, los derrumbes y las demoliciones. Imaginan que un libro puede no pertenecer a las letras: el Martín Fierro les agrada contra el arte y contra la inteligencia. El entero resultado de su labor cabe en estas líneas de Rojas: "Tanto valiera repudiar el arrullo de la paloma porque no es un madrigal o la canción del viento porque no es una oda. Así esta pintoresca payada se ha de considerar en la rusticidad de su forma y en la ingenuidad de su fondo como una voz elemental de la naturaleza".
La segunda —la del hiperbólico elogio— no ha realizado hasta hoy sino el sacrificio inútil de sus "precursores" y una forzada igualación con el Cantar del Cid y con la Comedia dantesca. Al hablar del coronel Ascasubi, he discutido la primera de esas actividades; de la segunda, básteme referir que su perseverante método es el de pesquisar versos contrahechos o ingratos en las epopeyas antiguas —como si las afinidades en el error fueran probatorias. Por lo demás, todo ese operoso manejo deriva de una superstición: presuponer que determinados géneros literarios (en este caso particular, la epopeya) valen formalmente más que otros. La estrafalaria y cándida necesidad de que el Martín Fierro sea épico ha pretendido comprimir, siquiera de un modo simbólico, la historia secular de la patria, con sus generaciones, sus destierros, sus agonías, sus batallas de Tucumán y de Ituzaingó, en las andanzas de un cuchillero de 1870. Oyuela (Antología poética hispano-americana, tomo tercero, notas) ha desbaratado ya ese complot. "El asunto del Martín Fierro", anota, "no es propiamente nacional, ni menos de raza, ni se relaciona en modo alguno con nuestros orígenes como pueblo, ni como nación políticamente constituida. Trátase en él de las dolorosas vicisitudes de la vida de un gaucho, en el último tercio del siglo anterior, en la época de la decadencia y próxima desaparición de este tipo local y transitorio nuestro, ante una organización social que lo aniquila, contadas o cantadas por el mismo protagonista."
La tercera distrae con mejores tentaciones. Afirma con delicado error, por ejemplo, que el Martín Fierro es una presentación de la pampa. El hecho es que a los hombres de la ciudad, la campaña sólo nos puede ser presentada como un descubrimiento gradual, como una serie de experiencias posibles. Es el procedimiento de las novelas de aprendizaje pampeano, The Purple Land (1885) de Hudson, y Don Segundo Sombra (1926) de Güiraldes, cuyos protagonistas van identificándose con el campo. No es el procedimiento de Hernández, que presupone deliberadamente la pampa y los hábitos diarios de la pampa, sin detallarlos nunca —omisión verosímil en un gaucho, que habla para otros gauchos. Alguien querrá oponerme estos versos, y los precedidos por ellos:

Yo he conocido esta tierra
en que el paisano vivía
y su ranchito tenía,
y sus hijos y mujer.
Era una delicia el ver
cómo pasaba sus días.

El tema, entiendo, no es la miserable edad de oro que nosotros percibiríamos; es la destitución del narrador, su presente nostalgia.
Rojas sólo deja lugar en el porvenir para el estudio filológico del poema —vale decir, para una discusión melancólica sobre la palabra contra o contramilla, más adecuada a la infinita duración del Infierno que al plazo relativamente efímero de nuestra vida. En ese particular, como en todos, una deliberada subordinación del color local es típica de Martín Fierro. Comparado con el de los "precursores", su léxico parece rehuir los rasgos diferenciales del lenguaje del campo, y solicitar el sermo plebeius común. Recuerdo que de chico pudo sorprenderme su sencillez, y que me pareció de compadre criollo, no de paisano. El Fausto era mi norma de habla rural. Ahora —con algún conocimiento de la campaña— el predominio del soberbio cuchillero de pulpería sobre el paisano reservado y solícito, me parece evidente, no tanto por el léxico manejado, cuanto por las repetidas bravatas y el acento agresivo.
Otro recurso para descuidar el poema lo ofrecen los proverbios. Esas lástimas —según las califica definitivamente Lugones— han sido consideradas más de una vez parte sustantiva del libro. Inferir la ética del Martín Fierro, no de los destinos que presenta, sino de los mecánicos dicharachos hereditarios que estorban su decurso, o de las moralidades foráneas que lo epilogan, es una distracción que sólo la reverencia de lo tradicional pudo recomendar. Prefiero ver en esas prédicas, meras verosimilitudes o marcas del estilo directo. Creer en su valor nominal es obligarse infinitamente a contradicción. Así, en el canto VII de La ida ocurre esta copla que lo significa entero al paisano:

Limpié el facón en los pastos,
desaté mi redomón,
monté despacio, y salí
al tranco pa el cañadón.

No necesito restaurar la perdurable escena: el hombre sale de matar, resignado. El mismo hombre que después nos quiere servir esta moralidad:

La sangre que se derrama
no se olvida hasta la muerte.
la impresión es de tal suerte
que a mi pesar, no lo niego,
cai como gotas de juego
en la alma del que la vierte.

La verdadera ética del criollo está en el relato: la que presume que la sangre vertida no es demasiado memorable, y que a los hombres les ocurre matar. (El inglés conoce la locución kill his man, cuya directa versión es matar a su hombre, descífrese matar al hombre que tiene que matar todo hombre.) “Quién no debía una muerte, en mi tiempo", le oí quejarse con dulzura una tarde a un señor de edad. No me olvidaré tampoco de un orillero, que me dijo con gravedad: "Señor Borges, yo habré estado en la cárcel muchas veces, pero siempre por homicidio".
Arribo, así, por eliminación de los percances tradicionales, a una directa consideración del poema. Desde el verso decidido que lo inaugura, casi todo él está en primera persona: hecho que juzgo capital. Fierro cuenta su historia, a partir de la plena edad viril, tiempo en que el hombre es, no dócil tiempo en que lo está buscando la vida. Eso algo nos defrauda: no en vano somos lectores de Dickens, inventor de la infancia, y preferimos la morfología de los caracteres a su adultez. Queríamos saber cómo se llega a ser Martín Fierro...
¿Qué intención la de Hernández? Contar la historia de Martín Fierro, y en esa historia, su carácter. Sirven de prueba todos los episodios del libro. El cualquiera tiempo pasado, normalmente mejor, del canto II, es la verdad del sentimiento del héroe, no de la desolada vida de las estancias en el tiempo de Rosas. La fornida pelea con el negro, en el canto VII, no corresponde ni a la sensación de pelear ni a las momentáneas luces y sombras que rinde la memoria de un hecho, sino al paisano Martín Fierro contándola. (En la guitarra, como solía cantarla a media voz Ricardo Güiraldes, como el chacaneo del acompañamiento recalca bien su intención de triste coraje.) Todo lo corrobora; básteme destacar algunas estrofas. Empiezo por esta comunicación total de un destino:

Había un gringuito cautivo
que siempre hablaba del barco
y lo ahugaron en un charco
por causante de la peste.
Tenía los ojos celestes
como potrillito zarco.

Entre las muchas circunstancias de lástima —atrocidad e inutilidad de esa muerte, recuerdo verosímil del barco, rareza de que venga a ahogarse a la pampa quien atravesó indemne el mar—, la eficacia máxima de la estrofa está en esa posdata o adición patética del recuerdo: tenía los ojos celestes como potrillito zarco, tan significativa de quien supone ya contada una cosa, y a quien le restituye la memoria una imagen más. Tampoco en vano asumen la primera persona estas líneas:

De rodillas a su lao
yo lo encomendé a Jesús.
Faltó a mis ojos la luz,
tuve un terrible desmayo.
Caí como herido del rayo
cuando lo vi muerto a Cruz.

Cuando lo vio muerto a Cruz, Fierro, por un pudor de la pena, da por sentado el fallecimiento del compañero, finge haberlo mostrado.
Esa postulación de una realidad me parece significativa de todo el libro. Su tema —lo repito— no es la imposible presentación de todos los hechos que atravesaron la conciencia de un hombre, ni tampoco la desfigurada, mínima parte que de ellos puede rescatar el recuerdo, sino la narración del paisano, el hombre que se muestra al contar. El proyecto comporta así una doble invención: la de los episodios y la de los sentimientos del héroe, retrospectivos estos últimos o inmediatos. Ese vaivén impide la declaración de algunos detalles: no sabemos, por ejemplo, si la tentación de azotar a la mujer del negro asesinado es una brutalidad de borracho o —eso preferiríamos— una desesperación del aturdimiento, y esa perplejidad de los motivos lo hace más real. En esta discusión de episodios me interesa menos la imposición de una determinada tesis que este convencimiento central: la índole novelística del Martín Fierro, hasta en los pormenores. Novela, novela de organización instintiva o premeditada, es el Martín Fierro: única definición que puede trasmitir puntualmente la clase de placer que nos da y que condice sin escándalo con su fecha. Ésta, quién no lo sabe, es la del siglo novelístico por antonomasia: el de Dostoievski, el de Zola, el de Butler, el de Flaubert, el de Dickens. Cito esos nombres evidentes, pero prefiero unir al de nuestro criollo el de otro americano, también de vida en que abundaron el azar y el recuerdo, el íntimo, insospechado Mark Twain de Huckleberry Finn.
Dije que una novela. Se me recordará que las epopeyas antiguas representan una preforma de la novela. De acuerdo, pero asimilar el libro de Hernández a esa categoría primitiva es agotarse inútilmente en un juego de fingir coincidencias, es renunciar a toda posibilidad de un examen. La legislación de la épica —metros heroicos, intervención de los dioses, destacada situación política de los héroes— no es aplicable aquí. Las condiciones novelísticas, sí lo son.



No está en la primera edición de Discusión (1932)
Buenos Aires, Manuel Gleizer editor, 1932

Este ensayo se incluye recién en la edición 
de Buenos Aires, Emecé, 1957 al cuidado de José Edmundo Clemente 
Se suprimen "Nuestras imposibilidades", y se agrega la presente "La poesía gauchesca"
que agrupa y modifica sus anteriores "El coronel Acasubi" publicado en Sur I, verano 1931
y "Martín Fierro" que se agregaría en El hacedor  (1960)

Incuido en sus Obras Completas I (1923-1949) 2° ed.
© María Kodama 1995, 1996
Primera edición, abril 2011
Buenos Aires, Penguin House Mondadori Grupo Editorial, 2016


Foto: Jorge Luis Borges y el editor  Franco Maria Ricci, 1977 Vía


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