18/10/17

Jorge Luis Borges: La Salamandra






No sólo es un pequeño dragón que vive en el fuego; es también (si el Diccionario de la Academia no se equivoca) "un batracio insectívoro de piel lisa, de color negro intenso con manchas amarillas simétricas". De sus dos caracteres el más conocido es el fabuloso, y a nadie sorprenderá su inclusión en este manual.

En el libro décimo de su Historia, Plinio declara que la Salamandra es tan fría que apaga el fuego con su mero contacto; en el veintiuno recapacita, observando incrédulamente que si tuviera esta virtud que le han atribuido los magos, la usaría para sofocar los incendios. En el libro undécimo, habla de un animal alado y cuadrúpedo, la Pyrausta, que habita en lo interior del fuego de las fundiciones de Chipre; si emerge al aire y vuela un pequeño trecho, cae muerto. El mito posterior de la Salamandra ha incorporado el de ese olvidado animal.

El Fénix fue alegado por los teólogos para probar la resurrección de la carne; la Salamandra, como ejemplo de que en el fuego pueden vivir los cuerpos. En el libro veintiuno de la Ciudad de Dios de San Agustín, hay un capítulo que se llama "Si pueden los cuerpos ser perpetuos en el fuego", y que se abre así:

"¿A qué efecto he de demostrar sino para convencer a los incrédulos de que es posible que los cuerpos humanos, estando animados y vivientes, no sólo nunca se deshagan y disuelvan con la muerte, sino que duren también en los tormentos del fuego eterno? Porque no les agrada que atribuyamos este prodigio a la omnipotencia del Todopoderoso, ruegan que lo demostremos por medio de algún ejemplo. Respondemos a éstos que hay efectivamente algunos animales corruptibles porque son mortales, que, sin embargo viven en medio del fuego".

A la Salamandra y al Fénix recurren también los poetas, como encarecimiento retórico. Así, Quevedo, en los sonetos del cuarto libro del Parnaso español, que "canta hazañas del amor y de la hermosura":

Hago verdad al Fénix en la ardiente
Llama, en que renaciendo me renuevo,
Y la virilidad del fuego pruebo
Y que es padre, y que tiene descendiente
La Salamandra fría, que desmiente
Noticia docta, a defender me atrevo,
Cuando en incendios, que sediento bebo
Mi corazón habita, y no los siente...

Al promediar el siglo XII, circuló por las naciones de Europa una falsa carta, dirigida por el Preste Juan, rey de reyes, al emperador bizantino. Esta epístola, que es un catálogo de prodigios, habla de monstruosas hormigas que excavan oro, y de un Río de Piedras, y de un Mar de Arena con peces vivos, y de un espejo altísimo que revela cuanto ocurre en el reino, y de un cetro labrado de una esmeralda, y de guijarros que confieren invisibilidad o alumbran la noche. Uno de los párrafos dice: "Nuestros dominios dan el gusano llamado Salamandra. Las Salamandras viven en el fuego y hacen capullos, que las señoras del palacio devanan, y usan para tejer telas y vestidos. Para lavar y limpiar estas telas las arrojan al fuego".

De estos lienzos y telas incombustibles que se limpian con fuego, hay mención en Plinio (XIX, 4) y en Marco Polo (I, 39). Aclara este último: "La Salamandra es una substancia, no un animal". Nadie, al principio, le creyó; las telas, fabricadas de amianto, se vendían como piel de Salamandra y fueron testimonio incontrovertible de que la Salamandra existía.

En alguna página de su Vida, Benvenuto Cellini cuenta que, a los cinco años, vio jugar en el fuego a un animalito, parecido a la lagartija. Se lo contó a su padre. Este le dijo que el animal era una Salamandra y le dio una paliza, para que esa admirable visión, tan pocas veces permitida a los hombres, se le grabara en la memoria.

Las Salamandras, en la simbología de la alquimia, son espíritus elementales del fuego. En esta atribución y en un argumento de Aristóteles, que Cicerón ha conservado en el primer libro de su De natura Deorum, se descubre por qué los hombres propendieron a creer en la Salamandra. El médico siciliano Empédocles de Agrigento había formulado la teoría de cuatro "raíces de cosas" cuyas desuniones y uniones, movidas por la Discordia y por el Amor, componen la historia universal. No hay muerte; sólo hay partículas de "raíces", que los latinos llamarían "elementos", y que se desunen. Estas son el fuego, la tierra, el aire y el agua. Son increadas y ninguna es más fuerte que otra. Ahora sabemos (ahora creemos saber) que esta doctrina es falsa, pero los hombres la juzgaron preciosa y generalmente se admite que fue benéfica. "Los cuatro elementos que integran y mantienen el mundo y que aún sobreviven en la poesía y en la imaginación popular tienen una historia larga y gloriosa", ha escrito Theodor Gomperz. Ahora bien, la doctrina exigía una paridad de los cuatro elementos. Si había animales de la tierra y del agua, era preciso que hubiera animales del fuego. Era preciso, para la dignidad de la ciencia, que hubiera Salamandras. En otro artículo veremos cómo Aristóteles logró animales del aire. Leonardo da Vinci entiende que la Salamandra se alimenta de fuego y que éste le sirve para cambiar la piel.



En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Retrato de Jorge Luis Borges 
©Gilbert NENCIOLI/Gamma-Rapho via Getty Images

17/10/17

Jorge Luis Borges: Prólogo a Ema Risso Platero, «Arquitecturas del insomnio»


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La historia de los sueños podría escribirse. Esas especies de apariencia libérrima tienen leyes secretas, y las 1001 Noches, que parecieron un caos venturoso, no son esencialmente menos rígidas que una tragedia clásica. Los símbolos, el vocabulario, los métodos, varían de una época a otra, acaso en forma cíclica; Arquitecturas del insomnio reúne, en su breve ámbito riquísimo, los temas ejemplares de la fantasía de nuestro tiempo y renueva otros que parecen eternos.

En Presencias del silencio tenemos, como en Henry James, como en Poe, el mágico tema del doppelgänger ("sus ojos tenían entonces una expresión tan triste que me asustó mi propia mirada"); en El próximo testamento, como en las previsiones de Séneca, la destrucción del mundo por el agua; en Fines y principios una irónica o risueña cosmogonía y un intruso cuya mera presencia es la perdición de un mundo prefijado y armónico; en Lógica y absurdo, el concepto, caro a Novalis y a los gnósticos, de la vida como una enfermedad ("la vida era sólo una enfermedad de la muerte, ni siquiera una enfermedad grave"), los juegos con el tiempo ("diferentes versiones de lo que hubiera podido ocurrir") y el rasgo circunstancial del muerto reciente que los otros muertos no ven y que se acostumbra, luego, a ser invisible; en Viviendo momentos históricos, el confín de lo real y de lo soñado. Con voluntaria o inocente crueldad contrastan en este último el horror de tales momentos y la invencible trivialidad de quienes los viven...

Las amables ficciones que he enumerado vacilan entre el poema y el cuento y de algún modo prefiguran Ultima confesión, la más firme y la más compleja de todas. El arte literario es un juego de convenciones tácitas; infringirlas parcial o absolutamente es una de las muchas felicidades (de los muchos deberes) de ese juego de límites ignorados. Cada libro es un orbe ideal, pero suele agradarnos que el autor lo confunda con el universo común e incluya en su ámbito hechos que es tradicional ignorar: verbigracia, la existencia del propio libro. Nos agrada que los protagonistas de la segunda parte del Quijote hayan leído la primera, como nosotros; nos agrada que Eneas, al errar por las calles de Cartago, mire esculpidas en el frontispicio de un templo las batallas de Ilion y, entre tantas imágenes dolorosas, también su propia efigie; nos agrada que en la noche seiscientos dos de las 1001 Noches, la reina Shahrazad refiera la historia que sirve de prefacio a las otras, a riesgo de llegar otra vez a la noche en que la refiere, y así hasta lo infinito. Ultima confesión enriquece, con eficaces y patéticas variaciones, ese difícil procedimiento.

Hablar de los procedimientos de un libro, que inevitablemente logra sus fines con una especie de negligente felicidad o de instintivo acierto, es casi una descortesía. Quizá lo más precioso de este volumen sea lo poético, no sólo perceptible en frases aisladas ("y la humedad de los atardeceres, lentos y graves como un secreto") sino en el agradable horror de los argumentos, en las íntimas formas de la invención. Las vigilias del porvenir serán generosas con quien ha concebido y ejecutado estas fervientes páginas.

Buenos Aires, 30 de mayo de 1948


En Ema Risso Platero, Arquitecturas del insomnio
Buenos Aires, Botella al Mar, 1948





Prólogo incluido en Textos recobrados 1931-1955
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© María Kodama 2001
© Emecé Editores, Buenos Aires, 2001


Foto arriba: Ema Risso Platero con Patricio Ganno, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares
En Adolfo Bioy Casares, Borges, Editorial Destino. Edición al cuidado de Daniel Martino, 2006


16/10/17

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Sobre Francia ("En diálogo", II, 81)









Osvaldo Ferrari: Generalmente, cuando hablamos de Francia, Borges, usted suele recordar al país eminentemente literario, al país de la tradición literaria formal, o al país de la literatura, digamos.
Jorge Luis Borges: Sí, y al país de las escuelas literarias. Eso quiere decir que los franceses, los escritores franceses quieren saber exactamente qué están haciendo; por eso un escritor se adelanta a los historiadores de la literatura: el escritor ya se clasifica y escribe en función de esa clasificación. En cambio, Inglaterra es un país de individuos —son individualistas—; a ellos no les interesa la historia de la literatura, no quieren definirse tampoco, sino que parece que se expresaran… y, espontáneamente, ¿no? Y en Francia, bueno, un país… son gente inteligente, lúcida, les interesa mucho el orden; y sobre todo, creen en la historia de la literatura. Creen en la importancia de las escuelas. Por eso usted ve que Francia es el país de los manifiestos literarios, de los cenáculos, de las polémicas. Y todo eso es relativamente raro en otros países: elijo el ejemplo de Inglaterra porque, como dijo Novalis: «Cada inglés es una isla». Cada inglés es un individuo, y no se preocupa mucho de la clasificación que puede ocupar en la historia de la literatura. Es decir, un libro como el de Thibaudet, en que se estudia la literatura francesa, y se la estudia bien; se la estudia por generaciones, y no resulta insensato. En cambio, eso, en otros países, sí resultaría insensato, me parece. Pero en el caso de Francia no. Ahora, eso no quiere decir que Francia carezca de imaginación, de invención; no, quiere decir que por lo general el escritor quiere saber qué está haciendo, que al escritor le interesa la teoría de su obra. Y en otros países parece que interesara menos la teoría, que interesara más la ejecución de la obra, o la imaginación de la obra, si se quiere. Pero esto vendría a ser un argumento más bien a favor de Francia.
Claro.
—A favor de la razón, de la lucidez de la mente de Francia. Pero eso no quiere decir que Francia carezca, bueno, de figuras un poco inexplicables: yo no sé hasta dónde un escritor como Rabelais, o un escritor como Rimbaud, que era simbolista o un escritor como Léon Bloy corresponden a una tradición. Pero a ellos les hubiera gustado la idea de una tradición de la historia de la literatura. Yo actualmente descreo de las escuelas, Flaubert llegó a descreer también, porque Flaubert dijo: «Quand un vers est bon, il perd son style» (Cuando un verso es bueno, pierde su estilo), y creo que también dijo que un buen verso de Boileau —que vendría a representar la tradición clásica, la tradición del siglo de Luis XIV— vale lo que un buen verso de Hugo —que es romántico—. Pero yo iría más lejos, yo diría que cuando un verso es bueno, sí, pierde su escuela y además no importa quién lo haya escrito, y tampoco importa la fecha en que haya sido escrito. Es decir, los versos buenos, o las páginas buenas son las que no se dejan quizá atrapar fácilmente por los historiadores de la literatura. Y yo trato de escribir, digamos, atemporalmente; aunque sé que de hecho no puedo hacerlo, ya que un escritor no tiene por qué proponerse ser moderno, ya que fatalmente lo es: hasta ahora nadie, que yo sepa, ha vivido en el pasado o en el porvenir; cada uno vive en el presente, en su presente. Y ese presente es de muy difícil definición; precisamente porque es algo que está tan cerca de nosotros, es invisible, y tan diverso que es inexplicable. No creo que podamos entender nuestra historia presente; pero quizá, bueno, el siglo XXI —si aceptamos esa clasificación, un poco arbitraria, en siglos— podrá entender lo que sucede ahora. Nosotros no, tenemos que vivir y que padecer las cosas; y de todo eso, claro, lo más vivido es el presente.
Claro, pero es muy especial el caso de Francia; estoy recordando que cuando hablamos de James Joyce, dijimos que en el Ulises, y especialmente en Finnegan’s wake (El velorio de Finnegan), Joyce intentaba realizar algo así como un juicio final a la literatura…
—Y sobre todo a la novela, ¿no? Sí, yo creo que Joyce tiene que haber pensado que Ulises, y ulteriormente Finnegan’s wake son libros finales. De algún modo, cuando él cierra su libro, cierra toda la literatura anterior. Él tiene que haber sentido eso, aunque luego la literatura prosiga…
Pero hay muchos escritores y poetas franceses que yo creo que pensaron como Joyce.
—¿La idea de un libro definitivo?
Sí, o que fueron lo que se llamó revolucionarios dentro de un estilo o de una escuela; pero que finalmente, como usted dice, la tradición histórica de la academia o de las escuelas francesas terminó incorporándolos.
—Bueno, pero es que la tradición está hecha precisamente de esa…
¿De esa dialéctica?
—Sí, de esa dialéctica, o del hecho de que una vez que algo ha sucedido pertenece a la historia. A mí me hizo gracia que actualmente, en Italia, hay un museo futurista. Y lo que es más curioso, hay neofuturistas; es decir, naturalmente el futurismo había resuelto la destrucción de los museos, la destrucción de las bibliotecas, como el primer emperador Shih Huang Ti en la China. Bueno, y sin embargo, ahora el futurismo es una pieza de museo también. No sé si eso habría alegrado o entristecido a los fundadores del futurismo; quizá los habría entristecido. Pero claro, como ese presente quería ser el futuro, y todos los tiempos, incluso el futuro, serán pasados, todo será tema de la historia, todo será pieza de museo. Y lo que yo digo contra la historia será también un hecho histórico, y seré estudiado en función de esta época, y de circunstancias… y, sin duda, sociales, económicas, psicológicas; parece que por el momento estamos condenados a la historia. Ahora, si lográramos olvidar la historia, ya todo cambiaría. Pero no sé si sería importante eso, ya que el lenguaje es un hecho histórico; es decir, podemos olvidar el latín, pero lo que usted y yo estamos hablando, Ferrari, es de algún modo un dialecto latino.
Ciertamente…
—De modo que la historia nos alcanza. Pero hay épocas que tienen menos sentido histórico que otras: ahora tenemos fuertemente desarrollado el sentido histórico, el sentido geográfico también, y el político. Pero todo eso puede desaparecer, yo espero que desaparezca o que se atenúe.
Por eso Murena hablaba del arte, en el escritor, de volverse anacrónico, o contra el tiempo.
—Yo no sabía eso, pero está bien esa idea.
Creo que sí.
—Bueno, Bioy Casares y yo sacamos una revista secreta —tiraba creo que doscientos ejemplares—, que se llamaba Destiempo; justamente no queríamos ser contemporáneos.
Es la misma idea.
—Sí, pero al decir «destiempo» ya estábamos… sin duda ese título corresponde a cierta época. De igual modo que el futurismo ahora… y, se confunde un poco con algo tan anticuado como «L’art nouveau», que se llamó «El arte nuevo»; y que ahora nos parece, bueno, del todo perimido, ¿no?, o algo muy viejo, ya que parece que el pasado cercano, que el pasado inmediato se ve como más arcaico, digamos, o primitivo. Se siente sobre todo esa diferencia.
Creo —por otra parte—, que usted ha sostenido que la vida literaria es inclusive más consciente en Francia que en otros países.
—Sí, y por eso hay escuelas, y además los autores escriben en función de esas escuelas y de esa época. Y ahora es muy común la idea de un compromiso del escritor con su época; pero yo creo que no es necesario que el escritor lo contraiga. Es decir, yo, por independiente que me crea, por anarquista que sea, estoy, desde luego, escribiendo en el año mil novecientos ochenta y cinco; y estoy usando un lenguaje que corresponde a esta época. De modo que tampoco podemos evadirnos de nuestra época.
Es ineludible.
—Es ineludible, de modo que no hay por qué buscarlo, ¿no?; somos fatalmente, incurablemente modernos, no podemos ser otra cosa.
Francia es, entonces, como la Irlanda de los antiguos celtas de la que hablamos antes, otro ejemplo de la vida literaria organizada rigurosamente.
—Sí, y de gente muy consciente que quiere saber lo que hace; y hasta cuando son extravagantes saben que lo son. En cambio, en otros países puede darse algo quizá más inocente que en Francia; quizá la gente pueda ser extravagante sin saberlo, o sin proponérselo. Por otra parte, mientras que los demás países han elegido a un escritor para representarlos, la vida literaria en Francia es tan rica que siempre ha habido por lo menos dos tradiciones contemporáneas; siempre, de modo que no han podido ceñirse a una.
Si yo pienso en el siglo XIX en Francia, creo que sus preferencias serían… trato de adivinar: Verlaine en poesía y Flaubert en novela, me parece.
—Sí, sobre todo Verlaine en la poesía, porque… quizá Flaubert vigilara demasiado su obra, ¿no?; y no era demasiado inventivo creo… Pero yo no sé en qué otro novelista francés podríamos pensar… Ahora, en el caso de Verlaine, ¿qué puede interesarnos la escuela simbolista?; quizá pueda no interesamos nada, pero Verlaine sí tiene que interesarnos. Y el mismo Verlaine se burló de los simbolistas, porque una vez un periodista le habló sobre el simbolismo, y él dijo: «Yo no entiendo alemán». La palabra «simbolismo» le parecía demasiado abstracta.
Y en el caso de Flaubert, me parece que usted ve en él la actitud ejemplar del escritor frente a la literatura.
—Sí, la idea de la literatura… y, como un acto de fe, como algo que se practica, bueno, que se ejerce con rigor; con abnegación también. Y quizás eso pueda tener resultados menos felices que los del escritor que se deja escribir, que se complace en la escritura, que juega un poco con ella. Y yo no creo que Flaubert jugara con la escritura; quizá fuera un sacerdote demasiado consciente de ser un sacerdote para hacerlo bien, ¿no? Quizá le faltara esa inocencia, que yo creo que es necesaria, y que uno encuentra a pesar de todo en Verlaine, ¿eh?; ya que Verlaine, uno piensa en su destino, uno piensa en ciertas perversidades, pero no importa; Verlaine —como Oscar Wilde— es un niño que juega. Y aquí recuerdo aquella frase tan hermosa, que habremos citado más de una vez, de Robert Louis Stevenson, que dijo: «Sí, el arte es un juego, pero hay que jugar con la seriedad de un niño que juega».
Ah, pero qué bueno.
—Es decir, el niño juega gravemente, el niño no se ríe de su juego; y está bien eso, ¿no?
Es un juego serio, claro.
—Sí, es un juego serio; ahí están unidas las dos ideas: la idea del juego, de homo ludens, y al mismo tiempo la idea de que todo juego exige ciertas reglas para existir. Y la literatura tiene también sus leyes; aunque a diferencia del juego de ajedrez, por ejemplo, sus leyes no están del todo definidas. En literatura todo es tan misterioso, es como una especie de magia, yo digo, uno está jugando con palabras, y esas palabras son dos cosas, ante todo, o varias cosas: cada palabra es lo que significa, luego, lo que sugiere, y luego, el sonido. Y ahí ya tenemos esos tres elementos que hacen que cada palabra sea muy compleja. Y luego, como el arte, como la literatura consiste en combinar esas palabras, tiene que haber una suerte de equilibrio entre esos tres elementos: el sentido, la sugestión, la cadencia. Ésos son tres elementos esenciales, y sin duda, si esta conversación dura un rato más, podremos encontrar otros (ríen ambos), ya que la literatura es tan secreta; evidentemente la retórica no la agota.



Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)


Foto: J. L. Borges, M. Kodama y el fotógrafo 
Francois-Marie Banier AFP (Paris, 1983) Vía


14/10/17

Antonio Carrizo - Jorge Luis Borges: «Madre, vos misma. Aquí estamos hablando los dos, et tout le reste est littérature»








Carrizo. Háblenos ahora un poco de doña Leonor. Yo sé que puede ser para usted doloroso, porque la ha...

Borges. No. No es doloroso. Se cumple el cuarto aniversario de su muerte. Yo no creía vivir tanto. Vivió, alcanzó noventa y nueve años. Cuando alcanzó noventa y cinco me dijo: “Noventa y cinco años, se me fue la mano”. Estaba avergonzada, realmente, de vivir tanto y lo veía como una desdicha. Una tía abuela mía murió a los cien años y diez días; pero ya estaba perdida, ya no sabía quién era. Mi madre, sí; casi hasta los últimos quince días sabía bien quién era y estaba muy interesada en todo.

Carrizo. Yo una vez escuché por radio, a su madre, leer un poema suyo.

Borges. Y sin duda lo hizo muy bien. Sin duda mejoró mucho el poema, ¿no?

Carrizo. ¿Atendía usted algunas de sus razones?

Borges. Pero desde luego. Ella colaboró conmigo. Yo estaba dictándole un cuento que se titula La intrusa. Y todo dependía de la frase en la cual el mayor le dice al menor que ha matado a la mujer. Yo no sabía cómo dar con esa frase. Mi madre estaba siguiendo el dictado, muy desagradada —“ Vos siempre con tus guarangos y tus cuchilleros”— pero había entrado en el cuento. Yo le dije: “Ahora llega el momento... aquí está toda la suerte del cuento. Depende de las palabras con las cuales el mayor le dice al menor que él ha matado a la mujer que quieren los dos”. Mi madre me dijo: “Dejame pensar”. Y luego, con una voz del todo distinta, agregó: “Ya sé lo que le dijo”. Como si hubiera ocurrido el hecho. “Bueno, escribilo entonces,” le dije yo. Lo escribió y me lo leyó: A trabajar hermano, esta mañana la maté. Y ella encontró la frase. Y sin esa frase, que fue muy elogiada después, el cuento se hubiera caído a pedazos.
Y era de ella. Luego me dijo: “Espero que esta sea la última vez que tratás estos temas”. Claro, sí, porque a ella no le gustaban, le parecía que era absurdo todo eso. Además me decía que todos los guapos eran flojos, que yo admiraba absurdamente a impostores.

(...)

Carrizo. Mire, Borges, en (...) la presentación de sus Obras Completas, usted ha escrito esto: A Leonor Acevedo de Borges.

Borges. ¡Ah, sí! Y felizmente ella leyó eso; creo que fue lo último que leyó. Después, ella tenía este farragoso volumen a su lado, en la cama, y de vez en cuando yo noté que lo acariciaba. Claro, ya no podía leer; pero pensaba: “Bueno, ésta es la obra de mi hijo. En todo caso es... voluminosa (sonríe); tiene el mérito de la cantidad, ya que no de la calidad”. Ella llegó a ver la primera edición de mis obras completas, en papel biblia. Después ha llegado a ocho o nueve ediciones, pero... más abultadas todavía: hubiera sido mejor para ella. Sí. ¿A ver?

Carrizo. Quiero dejar escrita una confesión, que a un tiempo será íntima y general, ya que las cosas que le ocurren a un hombre le ocurren a todos.

Borges. Bueno, ahora espero con mucha curiosidad, porque yo no recuerdo esta dedicatoria. Pero espero que me haya salido bien.

Carrizo. Estoy hablando de algo ya remoto y perdido, los días de mi santo, los más antiguos.

Borges. Claro, porque antes no se decía “mi cumpleaños”, se decía “el día del Santo”. Aunque no fuera estrictamente el día del Santo. Sí.

Carrizo. Yo recibía los regalos y yo pensaba que no era más que un chico y que no había hecho nada, absolutamente nada, para merecerlos.

Borges. Yo he hablado con otras personas que me han dicho que les ha pasado lo mismo. Que cuando eran chicos les daban vergüenza los regalos. En cambio otros me dicen que no; que los sentían como un tributo merecido. Pero yo no. Yo pensaba: ¿pero qué he hecho yo para que me hagan regalos? Sí.

Carrizo. Por supuesto, nunca lo dije; la niñez es tímida. Desde entonces me has dado tantas cosas y son tantos los años y los recuerdos. Padre, Norah, los abuelos.

Borges. Norah, mi hermana, sí.

Carrizo.tu memoria y en ella la memoria de los mayores. 

Borges. Claro, porque ella me hablaba de lo que la madre le había contado. Me hablaba del tiempo de Rosas, por ejemplo, como si ella hubiera sido contemporánea de la Mazorca, sí.

Carrizo. Claro, y era la memoria.

Borges. Claro, era la memoria de otros.

Carrizo. ...de su memoria.

Borges. La memoria de su memoria, sí. Pero yo recibía todo eso, digamos, a un tiempo ¿no? Y luego, en su memoria había muchas cosas. Por ejemplo, esto que le voy a contar ahora. Son dos circunstancias de Buenos Aires, de la topografía de Buenos Aires, que nadie recuerda ahora. Creo que el doctor Bioy lo ha recordado de un modo vago. Era, “el tercero del Norte”, un arroyo que corría, con veredas altas a los lados, yo no sé si por la calle Córdoba o por la calle Viamonte: había un puente en la esquina de Florida. “El tercero del Sur” que corría por la calle México o por Independencia, también con un puente, para cruzar. Esos “terceros” eran arroyos que formaban las lluvias. Pero ahora creo que han sido enteramente olvidados, ¿no? Nadie recuerda aquel arroyo que corría por Viamonte, o aquel otro por Chile: el “tercero del Norte” y el “tercero del Sur”. Y ella los recordaba muy bien.

Carrizo: Sigue: —los patios, los esclavos...

Borges. Bueno, los esclavos, realmente... He averiguado después que sólo teníamos seis y que la gente rica tenía treinta. (Sonriendo).

Pero con todo, tener seis esclavos no está mal, ¿no? Sobre todo ahora que no hay esclavos de ninguna clase. Y no hay sirvientes, casi, tampoco.

Carrizo. ...el aguatero,/

Borges. El aguatero, sí. Hablaba mi madre del carrito del aguatero, que era un barril con dos ruedas. Y se compraban canecas de agua. La caneca creo que era medio barril. Y además estaba el agua de lluvia recogida por el aljibe. Y no había cortes de agua, desde luego.

Carrizo. Y sigue la memoria de su madre.

Borges. ¿A ver?

Carrizo. ...la carga de los húsares del Perú y el oprobio de Rosas—, 

Borges. Los húsares del Perú: me refiero a la batalla de Junín, que fue decidida por una carga de húsares peruanos y colombianos comandados por mi bisabuelo Suárez, que tenía veintiséis años y que era sobrino de Rosas. Y “el oprobio de Rosas”... Bueno, ya sabemos todos qué significa eso. Además, ella siempre se sentía así.

Yo recuerdo que le habían hecho no sé qué operación. La trajeron en una camilla... Yo me incliné sobre ella, y para indicarme que ahí estaba ella, que ella conservaba su integridad, que ella era Leonor Acevedo Suárez, me dijo, con un hilito de voz: “Salvaje unitaria”. (Pausa). ¡Qué lindo! ¿no?

Carrizo. Es cierto.

Borges. En ese momento, que no tenía sentido hablar de unitarios o federales, ella seguía siendo fiel, ella seguía siendo una “Salvaje unitaria”.  En ese momento en que había estado a punto de morir. Ella decía: “Bueno, aquí estoy yo, con mis convicciones”. Y cuando se encontraban con Capdevila... Capdevila la saludaba también con eso, le decía: “Salvaje unitario, señora”. “Yo también”, le decía mi madre (Sonríe).

Carrizo. Sigue hablándole a su madre: tu prisión valerosa,

Borges. Sí.

Carrizo. cuando tantos hombres callábamos.

Borges. Es cierto. Yo sentí envidia de mi hermana, de mi madre, y de mi sobrino, que padecieron prisión y yo no. A mí me echaron, simplemente, de un pequeño cargo que tenía en una modesta biblioteca del barrio de Almagro. Ganaba doscientos cuarenta pesos; tampoco era muy codiciable aquello.

Carrizo. Sigo: las mañanas del Paso del Molino, de Ginebra y de Austin,

Borges. El Paso del Molino es un barrio al norte, es un barrio de Montevideo. En el Paso del Molino vi algo que no había visto nunca, porque yo venía de la ciudad de Buenos Aires: vi gauchos. Eran troperos que llegaban al Paso del Molino. Y yo nunca había visto gauchos antes, salvo en láminas, o... en fin, a través de Ascasubi y de Hernández; pero ahí, cuando vi gauchos de veras me emocionó mucho. Y los vi en el Paso del Molino, porque un tío mío, Francisco Haedo, tenía una quinta allí. Austin... Bueno, nosotros descubrimos América por la ciudad de Austin, que es la capital de Texas y que es una pequeña ciudad, una pequeña ciudad universitaria. Es lindísima realmente, y es Texas, es decir, es el sur... Es el sudoeste, el Southwest; no tiene nada que ver con las ciudades industriales, por ejemplo.

Carrizo. Claro.

Borges. Porque no hay industrias en Austin.

Carrizo. Sigue diciéndole: las compartidas claridades y sombras, tu fresca ancianidad, tu amor a Dickens y a Eça de Queiroz, madre, vos misma.

Borges. Eça de Queiroz: mi padre le trajo a mi madre una traducción de La ilustre casa de Ramires. Ella no sabía que... bueno, que fuera un autor insigne. Pero ella leyó esa novela y le dijo a mi padre: “Pero esta novela es tan buena como cualquier otra novela; tiene que ser un gran escritor” . Ella no sabía que lo fuera. Es decir, descubrió que era un escritor directamente: leyendo a Eça de Queiroz. En cuanto a Dickens, bueno, lo sabía casi de memoria. Y me dijo que había una gran ventaja en Dickens... Ella tomaba un libro al azar, lo abría al azar —ya conocía los personajes— y seguía leyendo con deleite. Leía una hora así y luego se dormía. Todas las noches leía en cama una página de cualquier libro de Dickens. Los tenía todos, con letra grande.

Carrizo. Usted, en ese párrafo en el que enumera la tantas cosas que ella le ha dado, termina diciéndole: Madre, vos misma, como un don de ella a usted, Borges.

Borges. Sí, yo pensaba en eso. Creo que la palabra vos, es la palabra natural. Porque si yo hubiera dicho tú, sería un poco afectado, en Buenos Aires, ¿no? Aunque Capdevila hablaba del “asqueroso voseo”, yo no lo siento así. Yo digo naturalmente vos. O digo usted. Pero el tú me resulta un poco forzado. Salvo cuando hablo con mis primos orientales, donde se usa... En Montevideo se usa el tú, con las formas verbales del vos. “Tomá tú”, por ejemplo.

Carrizo. Sí.

Borges. Pero yo con ellos uso el porque es natural, pero con un amigo porteño yo nunca usaría el tú.

Carrizo. Y termina esta presentación de las Obras Completas, diciendo: Aquí estamos hablando los dos, "et tout le reste est littérature", como escribió, con excelente literatura, Verlaine.

Borges. Et tout le reste est littérature: está bien. Además, ese recuerdo de Verlaine era algo que nos unía también, porque a ella le gustaba mucho Verlaine y sabía esos versos de memoria. Claro, quizá hubiera podido traducir y todo lo demás es literatura. Pero como él había puesto tout le reste est littérature, tiene que ser así. Si pongo todo lo demás, ya el lector recuerda en seguida que Verlaine había dicho tout le reste, ¿no?

Carrizo. Claro. Es como al traducir: Ser o no ser, ésa es la cuestión.


Borges. No. Cuestión no.

Carrizo. La gente traduce cuestión.

(...)





En Borges el memorioso. Conversaciones de Jorge Luis Borges con Antonio Carrizo 
Fragmentos de Primera mañana (págs. 29-30) y Sexta Mañana (págs. 150-154)
Mexico-Buenos Aires, FCE, 1982
Jorge Luis Borges y su madre en la la puerta de Maipú 994
Al pie: cover de la primera edición de Borges el memorioso


12/10/17

Jorge Luis Borges: El gaucho (1800-1900)








El descubrimiento de América, la caudalosa y no prevista multiplicación del ganado, la ocupación parcial de vastos territorios desiertos por aislados grupos de gente blanca, dieron desde Oregón hasta los confines australes del continente un tipo de pastor ecuestre, hecho a la intemperie, al rigor y a la soledad. Lo llamaron cowboy, vaquero, sertanejo, gaúcho, guaso. Aquí se dijo gaucho y antes gauderio. Existen veintitantas etimologías de la palabra, lo cual es otro modo de decir que no existe ninguna. Sarmiento, en el Facundo, ha propuesto la menos inverosímil: la deriva de guacho, que en lengua quichua vale por huérfano, hijo de nadie.

Fue menos un tipo étnico que un destino. Podía ser de origen hispánico, portugués, mestizo de indio o de negro. No importaba la estirpe. Fue, por lo general, hombre de mediana estatura, curtido por los soles y fuerte, tal como lo vemos aún en las telas de Blanes. Los pintores se encargarían, después, de alargarlo y de idealizarlo… Vicente Fidel López dijo que el gaucho no se sintió nunca español. Indio tampoco, ya que su tarea más ardua era defender las estancias contra las depredaciones de los salvajes. Dio sufridos soldados de caballería a las muchas guerras de nuestra victoriosa historia; fue desangrándose por toda América, desde Chile al Perú, bajo San Martín o Bolívar y en las campañas del Brasil y del Paraguay. Acaso no alcanzó el concepto abstracto de patria; fue leal a una divisa o a un jefe. En las contiendas civiles que precedieron a la organización del país creó un tipo nómada de guerra: la montonera. Su epopeya está parcialmente en el Paulino Lucero, que se subtitula no sin belleza Los Gauchos del Río de la Plata cantando y combatiendo contra los tiranos de la República Argentina y Oriental del Uruguay; su imagen más famosa y perdurable en el Martín Fierro, que atenúa un poco lo épico y, urgido por razones políticas, lo hace abundar en quejas, del todo ajenas a su índole estoica; su crónica cuchillera, en las páginas de Eduardo Gutiérrez; su epitafio o elegía en El payador y en Don Segundo Sombra.

Felizmente para nuestra literatura, no creó un dialecto. Usó el español común de su tiempo, con algún acopio de andalucismos, de arcaísmos y de voces indígenas. Esto permitió que hombres de la ciudad, compenetrados por la guerra o por las andanzas con la vida rural y con sus rigores —Hidalgo, Ascasubi, Estanislao del Campo, Lussich, Hernández— pudieran redactar sin afectación la poesía que denominamos gauchesca y que ha dado a la memoria argentina tantas páginas admirables.

Fue menos inclinado a la religión que a la superstición; recuerdo que Leopoldo Lugones me dijo una vez: la pampa es atea. La magia de las tribus de la llanura apenas lo rozó. Pudo haber respondido como aquel hombre de una saga de Islandia a quien le preguntaron si creía en Jesús, o en Odín: Creo en mi coraje. Conservó y tal vez mejoró el arte secular, ya mencionado en los Comentarios de César, de combatir a capa y espada; la derecha blandía el cuchillo largo, cuya estocada, como entre las gentes afganas, iba hacia arriba para no dejar el pecho indefenso y para interesar más órganos; en la izquierda el poncho enrollado servía de escudo. El tigrero, peón encargado en las estancias de matar los jaguares, usó esa misma esgrima, que fue después la del compadrito de las orillas. No lo movía el interés; en ambas márgenes del Plata fueron asaz frecuentes los casos de hombres que recorrieron las distancias para desafiar a un desconocido, de quien sólo sabían que era diestro en la pelea y valiente.

Fue el primer argentino que penetró en la imaginación de la humanidad. Hacia 1856, Walt Whitman escribió en Nueva York:

Veo al gaucho atravesando los llanos,
Veo al incomparable jinete de caballos tirando el lazo,
Veo sobre las pampas la persecución de la hacienda brava.

Pese a la agricultura y a las modificaciones profundas que la ganadería ha sufrido, no estoy demasiado seguro de que haya muerto el gaucho. Mientras dicto estas líneas en una casa del Barrio Sur de Buenos Aires, hay jinetes que arrean por las leguas la polvorienta tropa y hombres que marcan con un símbolo ardiente el anca de una res. 






En El gaucho del Río de la Plata 1800-1900, Témperas de Eleodoro Marenco 
Nota de Jorge Luis Borges, Buenos Aires, Roche, 1966
Homenaje al Sesquicentenario de la Declaración de la Independencia Argentina
Luego, en Textos Recobrados 1956-1986 (2007)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi 
© 2003 María Kodama 
© Emecé editores Buenos Aires 2003 
Foto:  Jorge Luis Borges en el Aula Magna de la Facultad de Filosofía y Letras, década del sesenta
© Archivo Fotográfico Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires
Al pie: Ejemplar de  El gaucho del Río de la Plata 1800-1900, en puesto porteño de libros usados

11/10/17

Jorge Luis Borges: A Rafael Cansinos Assens *







Larga y final andanza sobre la exaltación arrebatada del ala del viaducto.
A nuestros pies, busca velajes el viento, y las estrellas —corazones absueltos— laten intensidad.
Bien paladeado el gusto de la noche, traspasados de sombra, vuelta ya una costumbre de nuestra               carne la noche.
Noche postrer de nuestro platicar, antes de que se levanten entre nosotros las leguas.
Aun es de entrambos el silencio donde como praderas resplandecen las voces.
Aun el alba es un pájaro perdido en la vileza más lejana del mundo.
Ultima noche resguardada del gran viento de ausencia.
Grato solar del corazón; puño de arduo jinete que sabe sofrenar el ágil mañana.
Es trágica la entraña del adiós como de todo acontecer en que es notorio el Tiempo.
Es duro realizar que ni tendremos en común las estrellas.
Cuando la tarde sea quietud en mi patio, de tus cuartillas surgirá la mañana.
Será la sombra de mi verano tu invierno y tu luz será gloria de mi sombra.
Aún persistimos juntos.
Aún las dos voces logran convenir, como la intensidad y la ternura en las puestas del sol.




En Proa, segunda época, Buenos Aires, Año 1, N° 1, agosto de 1924. 

Y además en: Luna de enfrente, 1925, con variantes. 

Exposición de la actual poesía argentina (1922-1927), de Pedro Juan Vignale y César Tiempo, Buenos Aires, Minerva, 1927. (Se publicaron "Singladura" y "A Rafael Cansinos Assens".)

Incluido en Textos recobrados 1919/1929
© 1997, 2007 María Kodama
© 2011 Buenos Aires, Editorial Sudamericana



* Rafael Cansinos Assens (1883-1964) se afilió al movimiento poético modernista, liderado por Rubén Darío. Colaboró en las revistas Helios, Prometeo, Renacimiento y Ultra, difundiendo las innovaciones del dadaísmo, futurismo y ultraísmo. De 1918 a 1922 dirigió la revista Cervantes. Borges, que se consideraba su discípulo, le profesaba una gran admiración y lo ayudó a publicar en Buenos Aires. (Pléiade, 1993, pág. 1349.) Borges recuerda: "Luego marchamos a Madrid y allí el mayor acontecimiento para mí fue la amistad de Rafael Cansinos Assens. Aún me gusta pensar en mí como su discípulo. Había venido de Sevilla donde había iniciado los estudios sacerdotales, pero habiendo encontrado el nombre de Cansinos en los archivos de la Inquisición, decidió que él era judío. Esto lo llevó al estudio del hebreo y más tarde llegó a hacerse circuncidar. [...] Era un hombre alto, con el desdén andaluz por todo lo castellano. El hecho más notable de Cansinos era que vivía enteramente para la literatura, sin preocuparse del dinero o de la fama. Era un excelente poeta y escribió un libro de salmos -mayormente eróticos- titulado El candelabro de los siete brazos, publicado en 1915. También escribió novelas, cuentos, ensayos, y cuando yo le conocí, presidía un círculo literario". ("Autobiografía", 1970, en Monegal, 1987, pág. 144.) 

Borges escribió otros artículos sobre Rafael Cansinos Assens: "Definición de Cansinos Assens", Martín Fierro, Buenos Aires, N° 12/13, 10 de noviembre de 1924, recogido en Inquisiciones, 1925.

Las luminarias de Hanukah, reseña publicada en El tamaño de mi esperanza, 1926

"R. Cansinos Assens", Síntesis, Buenos Aires, junio de 1927

"La traducción de un incidente", Inicial, Buenos Aires, N° 5, 1924, recogido en Inquisiciones, 1925

Imagen: Rafael Cansinos Assens
Cortesía de Fundación Rafael Cansinos Assens, con testimonio de Rafael Manuel Cansinos Assens [+]


10/10/17

Jorge Luis Borges: El pensamiento en las conferencias. La biblioteca [Discurso]







3 de mayo de 1957

La Biblioteca

Al ser inauguradas las actividades del año en la institución que dirige, el autor de El tiempo, La doctrina de los ciclos y el Arte de injuriar, producciones en las que da la nota de su posición mental y espiritual como escritor, disertó sobre Biblioteca viva.

Es interesante destacar que el tema corresponde a un momento importante en la historia de la casa fundada por Moreno, desde que en el mismo dieron por iniciadas las actividades de la Escuela Nacional de Bibliotecarios.

“En esta escuela —comentó Borges— en la que se habrá de seguir la inspiración del fundador de la casa que hoy la ofrece a los estudios del país, concretándola en una realidad más de la cultura popular; en esta escuela, en la que habrán de estar siempre presentes el pensamiento y el espíritu del hombre que tuvo la misma preocupación que tendría, treinta años después, Domingo Faustino Sarmiento, y que éste condensaría en el angustioso y enérgico apotegma que ponía a consideración de sus conciudadanos la urgente necesidad de “educar al soberano”, se cumplirá ese cometido esencial de velar por los bienes espirituales de la Nación.”

Aludió, por tanto, a la importancia de la iniciativa y luego, entrando en tema, expresó:

“En una de sus Tres comedias para puritanos —el título encierra una paradoja, ya que en el siglo XVII los puritanos cerraron todos los teatros de Inglaterra—, Bernard Shaw refiere el incendio de la Biblioteca de Alejandría y hace exclamar a uno de sus personajes: “¡Está ardiendo la memoria del mundo!”. No sé de una metáfora mejor para definir una biblioteca que esta de la memoria; es tan feliz que casi no es una metáfora, sino la expresión de una verdad. San Agustín habla, en sus Confesiones, de los palacios y cavernas y ciudades de la memoria. Idéntico vértigo nos sobrecoge si pensamos en la cóncava biblioteca que nos rodea, armada, si sus catálogos no me engañan, de seiscientos cuarenta mil silenciosos volúmenes. El pasado argentino, la memoria argentina y buena parte de la memoria del mundo están encerrados en ellos.

”Se conjetura que nuestra memoria es total y que cada hombre está en posesión de todo su pasado y que, dado el estímulo necesario, puede recuperar cada imagen, cada línea leída, cada matiz de la angustia o de la esperanza. Del cerebro humano se ha escrito que es como un palimpsesto en el que se superponen infinitas escrituras. Parejamente, todo está en la vasta Biblioteca, y el arte de la escuela que inauguramos hoy consiste precisamente en su virtud de encontrarle todo, en esa virtud que hace de las bibliotecas no colecciones muertas, sino de libros vivos, capaces de inspirar y dirigir los trabajos del hombre.”


En Miscelánea (Ed. Mondadori)
© 1995, 2011, María Kodama
Publicación original en El Hogar, Buenos Aires, 3 de mayo de 1957
Foto: Jorge Luis Borges en 1976

9/10/17

Jorge Luis Borges en su voz: Del rigor en la ciencia








…En aquel imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el mapa del Imperio, toda una Provincia. Con el tiempo, esos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos Adictas al Estudio de la Cartografía, las Generaciones Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era Inútil y no sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del Sol y de los Inviernos. En los desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas.

Suárez Miranda: Viajes de Varones prudentes,
Libro cuarto, cap. XIV, Lérida, 1658









En "Museo", El hacedor (1960)
Foto arriba: Charles H. Phillips / Getty Images (LIFE)


8/10/17

Jorge Luis Borges: Guardia Roja (dos versiones)






Guardia Roja* 

El viento es la bandera que se enreda en las lanzas
La estepa es una inútil copia del alma
De las colas de los caballos cuelga el villorrio incendiado.
La planicie rendida
no acaba de morirse

                                                     Durante los combates
    el milagro terrible del dolor estiró los instantes
Ya grita el sol
Por el espacio trepan hordas de luces.
En la ciudad lejana
        donde los mediodías tañen los tensos viaductos
y de las luces pende Jesús-Cristo
como un cartel sobre los mundos
se embozarán los hombres                                      en los torsos desnudos.



Guardia Roja**



El viento es la bandera que se enreda en las lanzas
La estepa es una inútil copia del alma
De las colas de los caballos cuelga el villorrio incendiado.

Y la estepa rendida
no acaba de morirse

                        Durante los combates
el milagro terrible del dolor estiró los instantes

Ya grita el sol
Por el espacio trepan hordas de luces.
En la ciudad lejana
                      donde los mediodías tañen los tensos viaductos
y de las luces pende el Nazareno
como un cartel sobre los mundos
se embozarán los hombres                                      
                      en los cuerpos desnudos.




*En Ultra, Madrid, Año 1, Número 5, 17 de marzo de 1921, página 4
**En Tableros, Madrid, Número 1, 15 de noviembre de 1921
Luego en Rythmes rouges (bajo el título Garde rouge), Pleiáde, 1993, pág.38
Y en Textos Recobrados 1919-1929 (2007)
Foto: Jorge Luis Borges en el año 1924


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