28/9/17

Jorge Luis Borges: Imagen de Lafinur [Conferencia dictada en San Luis, noviembre de 1976]






Autoridades, señoras, señores:

Yo escribí una parábola cuyo tema era un hombre que se propone dibujar un universo. Y ese hombre está ante una larga pared. Nada nos cuesta imaginarla infinita. Una larga pared blanca. Y ese hombre empieza a dibujar y dibuja anclas, árboles, peces, naves, martillos, espadas, casas, rostros, leones; sigue dibujando. Y sigue dibujando todas las cosas del mundo. Y podemos suponer, nada nos cuesta suponerlo tampoco, que llega a los cien años, y que le es dado ver esa vasta labor de minucias, ese laberinto de líneas y trazados. Y luego, en aquel último momento de su vida, él ve con sorpresas que lo que ha trazado es su propio retrato, su vieja cara.

Ahora esta parábola no es habitual como puede parecer. Podemos decir que todos los escritores cumplen esa labor, es decir publicamos, escribimos libros, los publicamos o no, eso no tiene ninguna importancia, pero a la larga lo que dejamos es nuestra imagen.

Esa imagen puede ser más importante que cada uno de los textos que hemos escrito. Quizás lo esencial sea dejar una imagen.

Hay escritores, desde luego, que tratan de dejar una imagen. Podemos pensar en Byron, en Baudelaire, y esos nos dejen quizás la imagen que han buscado, porque notamos que quieren dejar esa imagen. Pero si un escritor se abandona a su obra entonces puede trazar su verdadero rostro, su secreto rostro.

Si pensamos en la historia argentina, vemos que esa historia está poblada de hombres. No debemos pensar en la historia argentina en términos de fechas. Las fechas son tristes, de aniversarios, de mármoles, todo eso más o menos inútil. Lo importante es la imagen que un hombre deja.

En la historia argentina, hay personas atroces, como Juan Manuel de Rosas, que han dejado una imagen vívida, y otras personas admirables, San Martín por ejemplo, que han dejado una imagen pálida relativamente. Y hay otros, y eso es lo más importante, que han dejado una imagen querible, y yo diría que Juan Crisóstomo Lafinur es de éstos últimos. Podemos querer a Lafinur a través del vasto espacio de tiempo que nos separa ya que Lafinur nace, y eso lo saben ustedes, en 1797 y muere en 1824. Ciento cincuenta años hace. Pero todavía quedan algunos rasgos, y podemos todavía no admirar yo creo que la admiración es un error sino que podemos querer a Lafinur, lo cual es más importante.

Yo lo he querido siempre, además de los lazos de sangre. Yo soy descendiente de Carmen Lafinur, hermana de Juan Crisóstomo Lafinur y sobrino de Luis Melian Lafinur, y en casa yo recuerdo siempre el retrato de Lafinur y recuerdo algunos versos que mi padre repetía, y casi no puedo repetirlos sin sentir la voz de mi padre. La Oda a la muerte de Belgrano:

(recitando)

¿Por qué tiembla el sepulcro, y desquiciadas
las sempiternas lozas de repente,
al pálido brillar de las antorchas
los justos y la tierra se conmueven?

Y ahora vienen los versos que importan.

(recitando)

Murió Belgrano ¡Oh, Dios! Así sucede
La tumba al carro, el ay doliente al viva
La pálida azucena a los laureles.

Ahora podría decirse que estas imágenes helénicas y romanas son imágenes frías, porque tenemos las pálidas antorchas, tenemos luego el carro triunfal, las azucenas, y los laureles también. Pero todo esto no es frío, todo esto corresponde a la emoción de un hombre que se expresa naturalmente por antiguos e ilustres símbolos, que fue el caso de Lafinur, el poeta clásico de nuestra generación romántica, como dijo Juan María Gutierrez en su libro sobre Juan Cruz Varela, donde hay tantas páginas dedicadas a Juan Crisóstomo Lafinur.

Bueno, vamos a ver rápidamente algo sobre su vida. Los hechos esenciales ustedes los conocen, quizás mejor que yo, que perdí mi vista el año 1955. No he vuelto a leer sus versos desde entonces, pero hace unos días pude hojear la biografía de Gez, y recuerdo además algunas indiscreciones de José Mármol en su novela Amalia donde se habla de Juan Crisóstomo, esa novela olvidada con injusticia que ha fijado, yo creo, nuestra imagen del tiempo de Rosas.

Cuando decimos el tiempo de Rosas no pensamos en el admirable libro Rosas y su tiempo de Ramos Mejía; no pensamos tampoco en las muchas telas de la época o en las posteriores. Pensamos en el libro de José Mármol. Hay algunas indiscreciones que debemos agradecer ya que nos acercan al hombre en la novela malia” en la que se habla de Lafinur. El doctor Gez no las tuvo en cuenta, pero qué puede importarnos ahora pensar que Juan Crisóstomo Lafinur llegó a los 27 años y no siempre fue casto.

¿Qué importancia puede tener eso? Eso lo hace más humano, eso lo acerca a nosotros y explica además la polémica con el padre Castañeda que ha dilucidado Arturo Capdevila en el libro La santa furia y el padre Castañeda. Y ahora volvamos a Juan Crisóstomo Lafinur y pensemos en su infancia. En su infancia en el Valle de La Carolina, que yo visité hace unos años. Recuerdo como me emocionó el gran portón de piedra y luego la inscripción. “Cuna del poeta y filósofo Juan Crisóstomo Lafinur 1797-1824”. Bueno, todo esto me traía a mi infancia, a los grabados del libro de Gez, a cuentos que yo he vivido en casa sobre Lafinur, transmitidos así digamos de generación en generación, y que recordaré alguno ahora.

Por ejemplo este que quiero contar inmediatamente, aunque cronológicamente no esté en su lugar. El hecho es que Juan Crisóstomo Lafinur conocía a toda la gente de Córdoba y la gente solía oír el piano. El piano de la sala. Y eso quería decir que Lafinur había atravesado el zaguán, había atravesado el patio, había entrado a la sala, y estaba tocando el piano. Lafinur se quedaba tocando el piano y luego se iba sin decir adiós a nadie, sin haber saludado a nadie, y esa música era como su saludo, ya que todos sabían que él tenía ese hábito. Como he dicho, hay tantos años que nos separan de Lafinur. Podemos pensar, bueno, Lafinur fue argentino, desde luego lo fue, lo fue íntimamente, entrañablemente, pero lo fue de un modo distinto al nuestro, ya que ahora para nosotros ser argentino puede ser una pereza, un hábito. Pero entonces la Patria era algo nuevo, algo discutible, algo que surgía, entonces volvamos otra vez a las fechas. Lamento tener que hacerlo.

Tenemos en 1816 el Congreso Nacional de Tucumán que es la primera declaración franca de nuestra Independencia, la decisión de que ya no queríamos ser más españoles, queríamos ser otra cosa, una cosa que ignorábamos, una cosa distinta, argentinos, una cosa que existe por obra de aquellos caballeros que se reunieron en aquella vieja casa de Tucumán. Pues bien, Lafinur muere en 1824, muere ocho años después, es decir ser argentino era una cosa nueva. Podemos pensar que se sentía criollo, ya que había nacido en el Valle de La Carolina, en la provincia de San Luis. La palabra criollo tenía un sentido distinto entonces. Desde luego no existía el culto del gaucho que existe ahora y que creo que es un culto erróneo… Es que no sabemos si Lafinur leyó los poemas del padre de todos los poetas gauchescos, de Bartolomé Hidalgo, el Oriental.

Recuerdo que Hernández le envió un ejemplar del Martín Fierro a Mitre, y Mitre en una carta muy conceptuosa como hacía entonces le contestó diciendo “Hidalgo será siempre su Homero”. Es decir Mitre no ignoraba la raíz de esa poesía que luego dio poetas muy superiores a Hidalgo: Hilario Ascasubi, el mismo Hernández, y luego en prosa a Eduardo Gutiérrez.

Pues bien, sin duda Lafinur conoció los poemas gauchescos de Hidalgo y sin duda, dado sus gustos clásicos y románticos, no le ilusionaron. Los veía meramente plebeyos, supongo yo. El culto al gaucho no existía, desde luego no se planteaba el problema en los términos que planteaba Sarmiento después, civilización y barbarie. No, se trataba más bien de ideas nuevas, y es que llegaban a este perdido virreinato, a este polvoriento virreinato, llegaban desde Europa.

Y podemos pensar en libros, en libros que circulan de mano en mano, que son leídos casi en secreto y de esos libros sale la Patria y entre esos libros, la obra de este Condillac, vertido al español recientemente, sobre el conocimiento al hablar de la filosofía de Lafinur, ya que Lafinur fue, según sabemos, filósofo. Ha dejado un tratado de ideología que ha publicado hace poco la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, y luego poeta. Ha dejado aquel hermoso poema a La rosa y luego el gran poema a Belgrano, su amigo personal, que muere en 1820.

Tenemos también su obra yo no puedo decir nada de ella su obra musical. Es decir, música, poesía y filosofía, esas tres cosas fueron caras a Juan Crisóstomo Lafinur. Si no pensamos en esas tres cosas estamos alejándonos de él. Esas cosas fueron lo íntimo de su vida. Esas cosas ocuparon casi todas sus horas. A él sin duda le agrada que lo recuerden como pensador, como discípulo de Condillac, como lejano discípulo de Locke, como hombre que está en contra de las enseñanzas escolásticas y que lo pensemos como poeta y como músico también.

Y luego no se porqué algo me lleva a esas dos fechas, 1797-1824 y decir que Lafinur muere a los 27 años. Lafinur muere alejándose de nosotros, pensemos en los 29 años de Keats, pensemos que los dioses se llevan a quienes quieren, pensemos que de Lafinur apenas conocemos unas posibilidades y esas posibilidades bastan.

Aquí quiero recordar a un poeta, a un gran poeta, Walt Whitman que dice en las primeras páginas de su libro Hojas de hierba: “Leí el libro, la famosa biografía, y pensé, ¿y esto es lo que un hombre llama la vida de un hombre? Eso dirán sobre mí cuando yo haya muerto, con nombres propios y con fechas”. Y luego agrega  y esto viene a ser la esencia “yo pienso que sé muy poco acerca de mi propia vida y dejo algunas indicaciones y para saber quién he sido, para conocer mi propia vida, he escrito este libro”.

Ahora cada uno de nosotros podría decir lo mismo. Sabemos muy poco de nuestra vida ¿Qué es nuestra vida para Dios? ¿Quiénes somos para Dios? Si es que existe Dios, ¿quiénes somos íntimamente? Un nombre no nos dice nada. ¿Qué significa decir yo soy Borges? Nada, absolutamente. Hay algo más íntimo más allá del nombre. ¿Cuál es nuestro secreto nombre ante Dios?

Carlyle llegó a la hipótesis, que le hubiera gustado a Lafinur, que todo el mundo es una escritura sagrada, que el proceso de la historia es una escritura. Dice Carlyle una frase que siempre me ha impresionado, “que estamos obligados a leer y escribir”. Y ahora viene el escalofrío “y en la que también nos escriben; también somos letras de esa misteriosa criptografía de Dios”. Somos signos también. Qué otra cosa podríamos ser sino símbolos, es decir símbolos de algo eterno, ese algo transitorio que es el tiempo y aquí, esta mañana, podemos decir aquella frase de Platón “el tiempo es la imagen noble de la eternidad”.

Qué seguro se sentía Platón de la eternidad cuando contraponía el tiempo fugitivo, el tiempo en que estoy deshaciéndome y desvaneciéndome en la eternidad, en la perdurable eternidad.

Bueno, pensemos en Lafinur otra vez y pensemos en lo que significó la Revolución de Mayo para él y la Declaración de la Independencia. Todo aquello que vemos de algún modo muerto, pensamos en estatuas, en exámenes, en libros de historia, etc. Pero todo aquello es algo contemporáneo. Nosotros somos parte de la historia argentina. Es absurdo suponer que la historia argentina ha cesado; nosotros somos personajes históricos, cada momento de nuestra vida es histórico, aunque no sea especialmente ilustre. La historia es el tiempo y el tiempo es la materia de la que estamos tejidos, de la que estamos hechos los hombres. No hay otra cosa.

Pues, ¿qué había ocurrido? Habían llegado libros a Buenos Aires. Había llegado, por ejemplo, un libro de Condillac, que fue un libro de cabecera de Lafinur. Habían llegado otros que trataban de hacer algo, que trataban de modificar todo, no simplemente una cuestión de nacionalidades, era más profundo y así Lafinur dictó sus clases de ideología, de gnoseología, de estudio del conocimiento.

En la vida de Lafinur tenemos un hecho, un hecho sin duda de índole trágico, por lo menos patético, que no se ha insistido sobre él y ese hecho es que su padre Luis Lafinur fue partidario de la Monarquía. Era partidario de España, él era un oficial español, había nacido en Pamplona, en Navarro. El nombre Lafinur no es un nombre español, no existe ese nombre, es una corrupción española del apellido “Lefaneur”, un apellido belga, muy común entre los belgas-franceses y que luego fue deformado en Lafinur, ciertamente más eufónico.

El padre de Lafinur fue un distinguido militar español, que había guerreado en la margen oriental del Plata contra los contrabandistas, los indios, y los gauchos posiblemente. Y luego participó en la rebelión de Tupac Amarú. Era un militar español y le dieron la administración de las Minas de La Carolina. Yo estuve en las Minas de La Carolina y recuerdo como me emocionó aquel portón con aquel apellido que era también el tiempo y luego el puente, y luego el río, el cual sabía yo que había oro y plata, y la mina, y toda esa alta soledad que enamoró a Lafinur donde un poema suyo habla, dice que está lejos de las brisas de La Carolina. A él le gustaba ser el hijo de La Carolina, a él le gustaba recordar esa región, la recordó en Córdoba, en Mendoza, en Buenos Aires y finalmente la recordó en Chile. Bueno, Lafinur elige la carrera de las armas y conoce lo más triste del destino del soldado que es la víspera de la batalla, la batalla que no llega nunca, la batalla deseada. Estuvo muchos años en el ejército y luego lo abandonó; se dio cuenta que su regimiento no sería enviado a la línea de fuego y luego se hizo amigo de Varela y lo llamó “espejo de cuerpo entero”, ya que usaba una túnica, una sotana brillante. Cambiaron bromas entre los dos y luego tenemos a Lafinur con sus estudios en Córdoba, en el Colegio Monserrat y luego lo tenemos en Buenos Aires enseñando filosofía ¿Enseñando qué? Enseñando la doctrina sensualista, la doctrina de Locke y de su discípulo Condillac que la exagera hasta simplificarla.

Por eso voy a detenerme ahora en la doctrina de Condillac y no en la de Locke demasiado larga y compleja. Locke no fue tan lejos como Condillac. Locke decía por ejemplo que el estaba más seguro de la existencia de Dios que de la existencia del mundo externo y que en el más allá de la prueba histórica y cosmológica, que en él estaba la convicción que existía Dios. Y Lafinur también tuvo esa convicción, aunque lo acusaron injustamente de propagar el ateísmo.

Digamos que Lafinur más allá de la mitología cristiana fue más bien un deísta, él creía en Dios como creía Voltaire. Yo he visto en Suiza una pequeña capilla erigida por Voltaire, con la inscripción “Voltaire erigió esta Iglesia Capilla para Dios”. Voltaire vio que había tantas iglesias a santos y a vírgenes, y ninguna a Dios, que decidió erigir la primer iglesia a Dios. Y Voltaire fue uno de los maestros de Lafinur, según sabemos. Y ahora tenemos a Lafinur en Buenos Aires, y Buenos Aires desde luego es una ciudad menos culta que Córdoba. Están los Pinedo, los Ocampo, Sáenz Valiente, todos esos son apellidos portugueses. Y está también el apellido de mi madre Acevedo, también judío portugués. Es decir, en Buenos Aires había un ambiente distinto del ambiente de Córdoba, especialmente por ser menos tradicional. He leído, en el mismo libro de Ramos Mejía que los mismos virreyes españoles no usaban sus títulos en Buenos Aires porque sabían que se exponían a una broma, al ridículo. En la ciudad de algún modo democrática, o mejor dicho burguesa, civil, tenía eso que tenían los puertos, el hecho de que hay mucha gente extranjera, eso tiene que haber sido una de las causas de la Revolución de Mayo. Esa agitación de ideas, el hecho que la ciudad no fuera tradicional, creo que es importante el hecho que la Revolución nazca en Buenos Aires y no en Córdoba, o en Lima o en México. No, la Revolución nace precisamente en un puerto, en el lugar más abierto a la afluencia de extranjeros y después del impulso que nos dieron las invasiones inglesas cuando las autoridades españolas huyeron y el pueblo de Buenos Aires, capitaneado por Liniers, de quien después hablaremos, fue el que defendió dos veces la Patria contra los invasores ingleses y los obligó a rendirse.

Tenemos este hecho importante. Y el nombre de Liniers que es importante también ya que Luis Lafinur, el padre de Juan Crisóstomo Lafinur fue el secretario de la Junta Antirrevolucionaria, de la junta española que se constituyó en Córdoba. Y nos ha dejado esa palabra Clamor que ahora sigue resonando en la historia: Álzaga, Liniers y en la que no figura el nombre de Lafinur.

Y es un hecho significativo. Se piensa ahora que es divergencia generacional es algo típico, la verdad que siempre existió, y hay una frase muy linda del filósofo judeo alemán Magner que dice”como todos los hombres, comprendió que le había tocado vivir una época de transición”. Todo es una época de transición, el tiempo es una transición, no hay otras épocas. Todo hombre piensa en el pasado como algo quieto y quizá pueda pensar en el porvenir también como una utopía o algo terrible. Lo cierto es que a él le toca vivir en el tiempo y la verdad es que el tiempo es transición. El tiempo es esa nube sustancia de que estamos hechos. Pensemos en Heráclito.

Heráclito que dice nadie baja dos veces al mismo río, dirige admirablemente la metáfora de río, lo que el río sugiere a lo que fluye, a lo que fluye como el tiempo. En cambio si Heráclito hubiese dicho nadie abre dos veces la misma puerta, no habría dicho nada, porque la puerta es maciza. En cambio nadie baja dos veces al mismo río, el río fluye y después de haber leído esta frase y haber comprendido que el río no es el mismo o que las gotas de agua cambian, comprendimos con una suerte de horror inicial que nosotros también somos el río, que nosotros estamos fluyendo como el río.

Pues bien, a Lafinur le tocó sentir eso. Él, partidario de la Revolución, partidario de lo que es ahora la República Argentina y antes fue el Estado argentino, partidario de que todas las cosas se renovaran en ese polvoriento virreinato que fue el nuestro. Y su padre, amigo de Liniers, fue partidario del antiguo estado de cosas. Todo eso tiene que haberlo tocado a Lafinur. Y es una lástima que Gez en su libro, en su libro que agradezco, no se haya detenido en ese aspecto de la vida de Lafinur. Lo que debió haber significado saber que su padre militaba en la otra causa, había conspirado contra lo que él quería, contra lo que ahora es la República, la Patria. En cambio su padre, un militar español, debió ser leal al rey, a las ideas viejas.

Lafinur se traslada a Córdoba, luego a Buenos Aires y dicta su curso por el que fue tan atacado por el padre Castañeda. ¿Cuál era la doctrina que Lafinur defendió? Creo que puedo resumirlo en pocas palabras. Se llamaba sensualismo o sensacionalismo. Digamos sensualismo y esa palabra se presta a diversas interpretaciones. Yo creo que sensualismo significa simplemente lo que dice aquella vieja sentencia “lo que está en la inteligencia estuvo en los sentidos” lo mismo que “salvo en la misma inteligencia”. Y esto nos lleva a dos teorías que interesaron mucho a Lafinur, la doctrina del origen del conocimiento, del origen de las ideas. Y empecemos por la más extraña de todas, la doctrina platónica que podemos formularla de dos modos. Podemos decir que es la doctrina de las ideas innatas, esa la que dice que el hombre nace con ciertas ideas. Y luego tenemos la otra doctrina de que todo nos llega por los sentidos. Y empecemos por la primera que es la más extraña y por ende la más interesante de las dos. Tenemos que distinguir entre el mito y los razonamientos, lo cual es difícil ya que cuando Platón escribe su obra, el hombre podía pensar en dos planos. Ahora sólo podemos pensar de un modo o de otro. Podemos pensar en forma de mitos, de fábulas, en lo que es el poeta o el novelista y podemos pensar en forma de razonamientos, que es lo que hace el lógico, el psicólogo. Pero cinco siglos antes de la era cristiana podía pensarse simultáneamente de los dos modos, y esto lo vemos en aquel admirable diálogo de Platón en el que se cuenta la última tarde de Sócrates, la tarde de la cicuta. Y ahí vemos a Sócrates que está discutiendo algo que no es un problema abstracto, es algo que le toca de cerca, la inmortalidad del alma, “ya dentro de poco, antes que sea de noche, el habrá bebido la cicuta y estará muerto”. El habla con sus amigos de la inmortalidad del alma. Y entonces ¿que método usa? Usa los dos. A veces usa el mito, habla por ejemplo de Ulises, de quien decía que es un hombre ignorado, habla de Orfeo, de que él es un cisne, de Pitágoras, y luego vuelve al razonamiento. Se podía pensar en los dos planos al mismo tiempo, se podía pensar en el mito, y en forma de ideas. En cambio ahora sólo podemos pensar de un modo o de otro.

Pues bien, según el mito platónico, todos antes de nacer habíamos pasado por lo que Mallarmé llama “el cielo anterior donde florece la belleza” y ese cielo es el de los arquetipos. Voy a explicarlo de un modo claro. Nosotros según la escuela, según la explicación que eligió Lafinur, nosotros llegamos a la idea de lo amarillo porque hemos visto muchas cosas amarillas. Hemos visto, por ejemplo, el azufre, hemos visto la luna. O llegamos a la idea de lo rojo porque hemos visto muchas cosas rojas; hemos visto la sangre, hemos visto el coral. O llegamos a la idea de lo blanco porque hemos visto el arroz, el marfil, la luna también es blanca, la nieve, el papel. Y luego resolvemos distraernos de la diferencia que hay entre esos matices de blanco y llamar a esos colores blanco, aunque el color del arroz no es el color de la luna, o el color de la nieve o el de la piel humana. Resolvemos ignorar esas diferencias y fijarnos en lo que tienen en común.

Ahora bien, según la escuela platónica, ocurre lo contrario. Nosotros en el cielo anterior hemos visto la idea de lo blanco, lo amarillo, lo rojo, del bien y otras cosas difíciles de concebir. Por ejemplo la idea del triángulo, el triángulo que no es equilátero, ni isósceles ni escaleno. Es decir que no tiene ni tres lados iguales, ni dos lados iguales, ni tres lados distintos, pero que es todas esas cosas a la vez. Hemos visto el triángulo absoluto, el inconcebible triángulo absoluto. Luego nacemos en este mundo, entonces vamos reconociendo las cosas porque ya las hemos visto en la vida anterior, y esto sería una explicación mítica del concepto de las ideas innatas. Y así llegamos a la doctrina de Platón que dice que aprender es recordar. Ya sabemos todo, cuando nos enseñan algo ya lo sabíamos, lo habíamos olvidado, simplemente. A lo que Beccko, otro de los maestros de Lafinur, agregó “que suerte que ignorar es haber olvidado”.

Ahora en lo que se refiere a las matemáticas es indudable que nuestro conocimiento no es empírico. Por ejemplo, si hemos entendido que siete y cuatro son once, no necesitamos hacer la prueba con piezas de ajedrez, con monedas, con discos, con fichas, con muebles. Ya entendimos que siete y cuatro son once. A lo que Rosen contesta que esa frase se explica porque siete y cuatro son tautología de once, lo mismo decir siete y cuatro que decir once. O sea que sobre ese conocimiento intuitivo se basan todas las matemáticas. Es una tautología inmensa. Condillac supone lo contrario. Supone que todo nos ha llegado por la experiencia. Y todos tendemos a suponer eso. Salvo en el caso de las matemáticas en el cual las cosas no nos llegan por la experiencia. En el caso de la lógica, si yo digo que dos cosas iguales y una tercera son iguales entre sí, todos lo entendemos inmediatamente. No es necesario ensayar ejemplos. En el caso de las matemáticas también. Todos entendemos que significa la sigla natural de los números, y no es dada la sigla natural 1,2,3,4,5,6,7,8,9…si está dada toda la aritmética, toda el álgebra, todo ese edificio cristalino y vasto de las matemáticas. Todo está dado en esa noción de que hay números sucesivos, lo demás son juegos hechos con esa noción, y así no precisamos la experiencia.

En cambio en el caso de otras ciencias la experiencia es necesaria. Por ejemplo nadie antes de Dufeau podía decir que los animales en América eran más chicos que en otros países. Ya que no se conocía el ñandú, que es más chico que el avestruz, el jaguar que es más chico que el tigre, la llama que es más chica que el dromedario. Todo eso es obra del conocimiento. Según la doctrina de Condillac todo nos llega por los sentidos, y Condillac que además de ser un filósofo, muchas veces falible, tuvo una gran imaginación. Imaginó una estatua, una estatua que ya pertenece para siempre a la estética. Una estatua hecha como un hombre, una estatua con los órganos de un hombre. Y en esa estatua hay algo, una mente, pero esa mente es una fábula rasa, una página en blanco, que luego va recibiendo sensaciones. Y él empieza con las más tenues, las menos importantes para nosotros. Con el olfato; a la estatua le acercan una rosa, y la estatua huele la rosa, y sabe que esa fragancia es agradable. Y luego le acercan un cadáver, y la estatua lo huele y siente que ese olor es fétido. Y luego, según Condillac, ya tenemos todo el proceso. Porque una vez que la estatua ha dejado de oler la rosa y oler el muerto, queda una impresión más tenue. Esa impresión sería la memoria. Y luego puede comparar las cosas sensaciones. Puede pensar que le agrada la rosa y le desagrada el cadáver, aunque no sabe que son rosa y son cadáver, pero sí lo juzga con el olfato. Y luego tenemos ya la elección, y luego la estatua puede querer volver a oler la rosa, y tenemos la voluntad. Para Condillac todas las facultades del alma son simples sensaciones transformadas.

Ahora Locke no fue tan lejos y Lafinur enseñó una variante de su doctrina en su cátedra de filosofía en Buenos Aires.

Ahora naturalmente como esa doctrina se llama sensualismo, porque todo nos llega a través de los sentidos, y la mente está constituida simplemente por sensaciones transformadas, naturalmente esa mente se prestaba a los ataques más burdos, se dijo que Lafinur enseñaba sensualidad a los alumnos. No tiene nada que ver, este es un juego de palabra. De ahí que fuera atacado. En el libro de Capdevila, en el libro de Gez también, se conservan los sonetos cambiados del padre Castañeda, de Lafinur y de Juan Cruz Varela acerca de eso. Lo cierto es que Lafinur enseñó una filosofía contraria a la enseñanza escolástica. Desde luego la enseñanza escolástica no había sido tan severa, pero Lafinur ataca quizá menos a Aristóteles que a la imagen que tenía Aristóteles entonces. Y tuvo que abandonar su cátedra, urgido, según nos dicen, por los jesuitas.

El abandona su cátedra, según el libro de Gez, y el libro de Capdevila, y luego tuvo que trasladarse a Córdoba. Y en Córdoba también tuvo que abandonar su cátedra. Luego se fue a Mendoza donde fundó un periódico. También tuvo que abandonar Mendoza y luego se fue a Chile. Es decir este hombre tuvo un destino parecido al de Almafuerte. Almafuerte fundaba, y no tenía ningún derecho oficial a hacerlo, fundaba escuelas en la provincia de Buenos Aires. Y luego tenía que abandonarlas cuando se descubría que carecía de título habilitante y fundaba otra escuela en otro lugar. Fue una especie de pedagogo vagabundo. Y Lafinur también tuvo que pasar de Buenos Aires a Córdoba, de allí a Mendoza, y luego a Chile. En Chile resolvió estudiar abogacía y se casa con la chilena Eulogia Nieto, y muere poco después en una caída violenta de caballo cerca de la cordillera.

Y así concluye Lafinur a los veintisiete años. Estamos recordándolo ahora en 1976 y ha dejado esa figura que ya he dicho, esa imagen suya querible en la historia argentina. ¡Hay tan poca gente querible en el pasado, hay tanta gente admirable, tanta gente digna de estatuas, de aniversarios, de protocolos, de ceremonias oficiales!

Yo he hablado de Lafinur acercándome y alejándome para acercarlo a ustedes, que sin duda quizá lo conozcan más que yo, y crece algo sobre su figura física.

¿Qué cuerpo habitó Lafinur en la tierra? Sabemos por el testimonio de Luis Melián Lafinur, mi tío, que Lafinur era un hombre alto, pálido, moreno, muy buen mozo, altivo, que solía ser tímido y que tenía los ojos azules. Sabemos de su amor por la música. Todo eso nos ha llegado a través de José Mármol. Todo eso hace que podamos querer a Lafinur. Y además creo que debemos pensar en Lafinur no como una figura histórica, lo cual es triste a nadie le gusta ser histórico sino como un contemporáneo. Desde luego no le tocó a él aquella guerra de la civilización y la barbarie, pero él desde luego sostuvo la causa primordial, la causa de la cultura occidental, la causa del pensamiento filosófico, y es lo que estamos estudiando ahora.

De algún modo Lafinur es nuestro contemporáneo, y así yo al hablar de él no estoy hablando de mi tío bisabuelo, no estoy hablando del hermano de aquella Carmen Lafinur que fue madre del Coronel Borges. No, estoy hablando de un amigo nuestro. Y estoy seguro que él anda por aquí de algún modo. Me parece muy raro que él no sepa que estoy hablando de él. Que yo he estado discutiendo aquel problema que tanto le interesaba a él: el origen del conocimiento, que seguramente provenía de las sensaciones y no de las ideas innatas o arquetipos platónicos. Estamos hablando de él, él está ausente en este momento, o quizá no lo esté. Pero yo lo siento como un amigo, siento que Lafinur está oyendo mis palabras, está sintiéndonos a todos nosotros. Está aquí con nosotros.

Muchas gracias.

(aplausos prolongados)

Conferencia dictada en San Luis en noviembre de 1976
Aula Magna del Colegio Nacional Juan Crisóstomo Lafinur
En Biblioteca Pública San Luis Digital
Jorge Luis Borges en Virginia, 1984, Foto Miguel Sayago


27/9/17

Jorge Luis Borges: Trascendentalismo




Uno de los acontecimientos intelectuales más importantes que se han dado en América fue el trascendentalismo. No formó una escuela cerrada sino más bien un movimiento; incluyó escritores, granjeros, artesanos, comerciantes, mujeres casadas o solteras. A partir de 1836, floreció durante un cuarto de siglo. Su centro estaba en Nueva Inglaterra, en la ciudad de Concord. Fue una reacción contra el racionalismo del siglo XVIII, contra la psicología de Locke y contra el unitarianismo. Este sucesor del calvinismo ortodoxo negaba, según lo define su nombre, la Trinidad, pero afirmaba la verdad histórica de los milagros obrados por Jesús.

Sus fuentes fueron múltiples: el panteísmo hindú, las especulaciones neoplatónicas, los místicos persas, la teología visionaria de Swedenborg, el idealismo alemán y los escritos de Coleridge y de Carlyle. Heredó también la preocupación ética de los puritanos. Edwards había enseñado que Dios puede infundir una luz sobrenatural en el alma de los electos; Swedenborg y los cabalistas, que el mundo externo es un espejo del mundo espiritual. Tales ideas influyeron en los poetas y prosistas de Concord. La inmanencia de Dios en el universo fue acaso la doctrina central. Emerson repitió que no hay un ser que no sea un microcosmos, un mundo minúsculo. El alma del individuo se identifica con el alma del mundo, las leyes de la física se confunden con las leyes morales. Si en cada alma está Dios, toda autoridad externa desaparece. A cada hombre le basta su profunda y secreta divinidad.

Emerson y Thoreau son ahora los nombres más conspicuos del movimiento, que influyó asimismo en Longfellow, en Melville y en Whitman.

El más ilustre ejemplo individual del movimiento que estudiamos fue Ralph Emerson (1803-82). Nació en Boston, hijo y nieto de pastores protestantes. Siguió el destino de sus mayores y, después de ordenarse, se hizo cargo de una iglesia unitaria en 1829. Ese mismo año se casó. En 1832, al cabo de una crisis espiritual, en la que sin duda influyó la muerte de su mujer y de sus hermanos, renunció al sacerdocio. Pensaba que "ya había pasado el día de una religión formal". Poco después hizo su primer viaje a Inglaterra. Conoció a Wordsworth, a Landor, a Coleridge y a Carlyle, de quien se creía entonces discípulo. En realidad, los dos eran esencialmente distintos.

Emerson siempre se señaló como anliesclavista; Carlyle era partidario de la esclavitud. De vuelta a Houston, se dedicó a giras y conferencias que le hicieron conocer todo el país. La tribuna tomó el lugar del púlpito. Su fama fue extendiéndose, no sólo por América sino por Europa. Nietzsche escribió que se sentía tan cerca de Emerson que no se atrevía a elogiarlo, porque ello hubiera sido como si se elogiara a sí mismo. Fuera de algunos viajes, Emerson vivió siempre en Concord; en 1853 se casó por segunda vez. Murió el 27 de abril de 1882.

Emerson escribió que nadie ha sido convencido jamás por un razonamiento (Arguments convince nobody) y que basta enunciar una verdad para que ésta se imponga. Esta convicción da a su obra un carácter discontinuo. Abunda en memorables sentencias, a veces llenas de sabiduría, que no proceden de la anterior ni preparan la que vendrá. Sus biógrafos refieren que antes de pronunciar una conferencia o de redactar un ensayo, acumulaba frases sueltas que ordenaba después, un poco al azar. Nuestra exposición del trascendentalismo resume sus doctrinas. Es curioso observar que el panteísmo, que lleva a los hindúes a la inacción, llevó a Emerson a predicar que no hay límites para lo que podemos hacer, ya que en el centro de cada uno de nosotros está la divinidad. "Debes saberlo todo, debes atreverte a todo". La hospitalidad de su espíritu era asombrosa. Bástenos recordar los nombres de las seis conferencias que dictó en 1845: Platón o el filósofo, Swedenborg o el místico, Shakespeare o el poeta, Napoleón o el hombre de mundo, Goethe o el escritor, Montaigne o el escéptico. De los doce volúmenes de su obra, acaso el más curioso es el que incluye sus poemas. Emerson es un gran poeta intelectual. No le interesa Poe, a quien apodó, no sin desdén, the jingle man (el hombre del retintín). Traducimos el poema "Brahma": Si el rojo matador piensa que mata, o el muerto que lo han muerto, no conocen mis sutiles caminos; yo paso y vuelvo. Para mí lo remoto y lo olvidado están cerca, sombra y sol son lo mismo; los desvanecidos dioses están presentes, la vergüenza y la fama son iguales. Calculan mal quienes me omiten; si huyen de mí yo soy las alas; soy el que duda y soy la duda y soy el himno que canta el brahmán. Los fuertes dioses anhelan mi morada, en vano los sagrados siete la anhelan, pero tú, humilde amante del Bien, encuéntrame y da tu espalda al cielo.






El ensayista, naturalista y poeta Henry David Thoreau (1817-62) nació en Concord. En la Universidad de Harvard estudió griego y latín, también le interesaron el Oriente y la historia y hábitos de los pieles rojas. Quería bastarse a sí mismo; sin comprometerse a tareas de largo plazo, fue constructor de botes y de cercos y agrimensor. Dos años vivió en casa de Emerson, a quien se parecía físicamente. En 1845 se retiró a una choza en las orillas del solitario estanque de Walden. La lectura de los clásicos, la composición literaria y la precisa observación de la naturaleza ocuparon sus días. Le gustaba la soledad. En una de sus páginas leemos: "El hombre que encuentro suele ser menos instructivo que el silencio que rompe".

Su más lacónica biografía ha sido trazada por Emerson. "Pocas vidas contienen tantas renunciaciones. No ejerció profesión alguna, no se casó, vivió solo, nunca fue a la iglesia, jamás votó, se negó a pagar impuestos, no comía carne, no probó el vino, no conoció el tabaco y, aunque naturalista, prescindió de trampas y fusiles. No tuvo tentaciones que vencer, no tuvo apetitos, carecía de pasiones, no le atrajeron las elegantes fruslerías".

Su obra comprende más de treinta volúmenes; el más famoso es Walden or Life in the Woods (Walden o la vida en los bosques), publicado en 1854.

En 1849, un año antes de la aparición del Manifiesto Comunista de Marx, había publicado el ensayo Desobediencia civil, que influiría en el pensamiento y el destino de Gandhi. Las primeras líneas afirman que el mejor gobierno es el que gobierna menos y mejor aún es el que no gobierna. Así como rechazaba la idea de un ejército permanente, rechazó la de un gobierno permanente. Creía que el gobierno estorbaba el desarrollo natural del pueblo americano. La única obligación que aceptaba era la de hacer en cada momento lo que le parecía más justo. Prefería obedecer al derecho y no a las leyes. Creía que la lectura de los diarios era superflua, ya que basta leer la noticia de un solo incendio, un solo crimen, para conocerlos todos. Le parecía inútil la acumulación de casos esencialmente idénticos.

Dejó escrito: "Alguna vez perdí un lebrel, un bayo y una tórtola y todavía sigo buscándolos. He interrogado a muchos viajeros; uno había oído el ladrido del lebrel, otro el galope del caballo, otro había visto el vuelo de la tórtola, y todos compartían mi ansiedad". En estas palabras, inspiradas acaso por la memoria de alguna fábula oriental, sentimos la melancolía de Thoreau más que en sus versos. Los historiadores del anarquismo suelen omitir el nombre de Thoreau; esto acaso se debe a que su anarquismo, como casi toda su vida, fue de orden negativo y pacífico.







Ahora un poco olvidado, Henry Wasdwokim Longfellow (1807-82) fue durante su vida el poeta más querido de América. Nació en Portland, Maine. Dictó la cátedra de Lenguas Vivas, en la Universidad de Harvard. Su actividad mental era infatigable. Vertió al inglés a Jorge Manrique, al poeta sueco Elias Tegner, a trovadores provenzales y alemanes y anónimos cantores anglosajones. Versificó pasajes de la Historia de los reyes de Noruega, de Snorri Sturluson. A lo largo de los azarosos años de la Guerra de Secesión, consoló su espíritu ejecutando una de las mejores traducciones inglesas de la Divina comedia, enriquecida de curiosas notas. Escribió en hexámetros el extenso poema Evangeline (1847) y, con el metro de la epopeya finlandesa Kalevala, el Hiawatha, cuyos personajes son pieles rojas que presienten la llegada del hombre blanco. Muchas composiciones de su libro Voices of the Night (Voces de la noche) le valieron el afecto y admiración de sus contemporáneos y perduran aún en las antologías. Releídas ahora, nos dejan la impresión de que sólo les falta un último retoque.





Lejos del trascendentalismo, Henry Timrod (1828-67) cantó las esperanzas, las victorias, las vicisitudes y la final derrota del Sur. Nació en Charleston, New Carolina. Era hijo de un encuadernador alemán; se alistó en las fuerzas confederadas, pero la tuberculosis le vedó el destino militar que anhelaba. En sus versos hay fuego y un sentido clásico de la forma. Murió a los treinta y ocho años.







En Introducción a la literatura norteamericana (1967)
En colaboración con Esther Zemborain de Torres




26/9/17

Jorge Luis Borges: Alfonso Reyes, Teotihuacán y Rulfo, imanes que lo atrajeron a México







La primera vez que Jorge Luis Borges visitó México —diciembre de 1973— quiso sólo tres cosas: encontrarse con Juan Rulfo, visitar Teotihuacan y la Capilla Alfonsina, la casa en la que vivió su amigo entrañable, Alfonso Reyes.
De su relación con el diplomático nació su “amor por México” y por su literatura. De las conversaciones con el ensayista mexicano, Borges comenzó incluso soñó con las tierras mexicanas.
Un día soñó que iba en un barco y que Alfonso Reyes, desde el muelle, se despedía de él con una banderita mexicana, por eso decidió venir a México en 1973 por invitación del escritor Miguel Capistrán, para recibir el Premio Internacional Alfonso Reyes.
El galardón era lo de menos, él quería conocer las entrañas de la nación azteca y a sus literatos: Salvador Elizondo, Juan José Arreola, Adriano González y Juan García Ponce. Pero, pidió con ahínco: “Quiero conversar con mi amigo Rulfo”, una charla que se reconstruyó en la revista Fractal.
También al autor de El aleph le interesaba el pasado prehispánico. A sus 74 años, caminó durante cuatro horas por Teotihuacán. No se vistió como el turista usual: bermudas, gorra y camisa; sino todo lo contrario, portó un traje azul oscuro, corbata amarilla y camisa blanca.
Visitó ese lugar para sentirse “inmerso en esta gran cultura, que no puedo ver, pero sí tocar y sentir”, relatan crónicas de la época. El argentino comenzaba a perder la vista como consecuencia de una enfermedad congénita que ya había afectado a su padre.
De la estancia de Borges en México, quedan como recuerdo las fotografías de Rogelio Cuéllar y Paulina Lavista; y los relatos de la prensa.
Cuéllar se convirtió en la sombra del autor de El libro de arena, y consiguió las imágenes más íntimas de ese viaje.
“A mí lo que me atraía mucho, sabiendo de su ceguera, eran sus ojos. Tengo toda una serie de fotografías de sus ojos”, sostuvo el fotógrafo en una entrevista con La Razón, en 2014 con motivo de los 115 años de su nacimiento.
Por su parte, Paulina Lavista retrató a Borges en Teotihuacán. Son unas imágenes “cargadas de mucha emoción”, rememoró.
La segunda visita tres años después, pero ahora acompañado de María Kokama. En 1978, realizó su tercera visita para grabar un programa para Canal 13 con Octavio Paz. Y se dio tiempo para conocer el Tepozteco.
Su última visita fue en agosto de 1981 para recibir el Premio Ollin Yoliztli de manos del entonces presidente José López Portillo.
“Le debo a México tantas cosas y puedo decir que si enumero nombres se notarán omisiones; pero no puedo olvidar a Octavio Paz, a Arreola, a Rulfo… a López Velarde, Alfonso Reyes, Othón, y sin duda faltan muchos”, dijo en aquella ocasión, de acuerdo con un texto de la periodista María Idalia, publicado en Excélsior.
El escritor también rememoró que el primer libro de historia que leyó fue Historia de la Conquista de México, de William H. Prescott; pero antes de este texto había descubierto el chocolate maya, esos “fueron los primeros dones, y después llegaron otros tantos… Leí una Antología de la Poesía Mexicana y hubo un tiempo en que yo sabía de memoria Suave Patria [de López Velarde]”.
De tal manera, tal como lo expresó María Kodama en 2014: “México ha sido siempre muy bueno y generoso con él; él lo decía. Así que fue amor correspondido”. Y fue así, para Borges esta nación fue “el arquetipo de valor, de cortesía, de inteligencia y conmigo de una incomparable generosidad”.
Tres décadas unidas por el humor 
Alfonso Reyes y Jorge Luis Borges se conocieron personalmente en la casa de Pedro Henríquez Ureña en 1927: “Pedro había llegado a Argentina hace algunos años y muy pronto conoció a Borges. Fue el primero en reseñar un libro suyo, Inquisiciones, en una publicación de importancia como la Revista de Filología Española que publicaba en Madrid el Centro de Estudios Históricos. Previo a este encuentro, se había dado un intercambio de libros entre Alfonso Reyes y Jorge Luis Borges, a través de Guillermo de Torre, cuñado de éste y a quien aquél conocía y con quien tuvo correspondencia”, narra Alfonso Castrejón en un texto publicado en abril en el suplemento cultural de La Razón.

De inmediato tuvieron diversas afinidades, entre las cuales sobresale el sentido del humor, recordó el poeta, narrador, ensayista y periodista Roberto Alifano, quien fue amanuense de Borges durante 11 años (1974-1985), y con el cual tradujo las Fábulas, de Robert Louis Stevenson, la poesía de Hermann Hesse, relatos de Lewis Carroll y a otros autores de poesía y literatura fantástica.
Durante la charla que ofreció el pasado 13 de abril en la Capilla Alfonsina, acompañado por Adolfo Castañón, miembro honorario de la Academia Mexicana de la Lengua, recordó anécdotas de dos grandes de la literatura latinoamericana.
“Una de las cosas que atraía a Borges de Alfonso Reyes era su sentido del humor, nunca se sabía si hablaba en serio o en broma”, explicó el académico argentino. “A Borges le fascinó la agilidad mental de Reyes. Por ejemplo, cuando le preguntó, casi incrédulo, si había conocido realmente al poeta Manuel José Othón, el regiomontano le contestó indirectamente citando un verso del poema Memorabilia de Robert Browning: ‘Did you ever see Shelley plain?’ (‘¿Acaso vio a Shelley cara a cara?’), para arriesgar una traducción utilitaria”, detalló.
“Eran dos seres literarios, dos hombres por los que toda la vida, todas las experiencias humanas pasaban por la literatura, se tamizaban por la literatura”, expresó Alifano. A ambos escritores, señaló Castañón, nunca les interesó la fama. “Si Borges no recibió el Premio Nobel de Literatura fue porque sabía demasiado, pues estudió las antiguas literaturas germánicas”, concluyó.

Texto e imagen en La Razón, México, 14 de junio de 2016

25/9/17

Jorge Luis Borges: Barrio recuperado






Nadie vio la hermosura de las calles
hasta que pavoroso en clamor
se derrumbó el cielo verdoso
en abatimiento de agua y de sombra.
El temporal fue unánime
y aborrecible a las miradas fue el mundo,
pero cuando un arco bendijo
con los colores del perdón la tarde,
y un olor a tierra mojada
alentó los jardines,
nos echamos a caminar por las calles
como por una recuperada heredad,
y en los cristales hubo generosidades de sol
y en las hojas lucientes
dijo su trémula inmortalidad el estío.





En Fervor de Buenos Aires (1923) -cover abajo-.





En la edición de 1923 se tituló Barrio reconquistado
En la reedición de 1969, Barrio recuperado

Imagen arriba: Borges (detalle) con iniciadores revista Sur en 1930
Fundación Sur. Fotografía Estudio Forero
en Victoria Ocampo: Diálogo con Borges
Buenos Aires, Editorial Sur/El Ateneo, 2014


23/9/17

Jorge Luis Borges: La adjetivación (1926)






La invariabilidad de los adjetivos homéricos ha sido lamentada por muchos. Es cansador que a la tierra la declaren siempre sustentadora y que no se olvide nunca Patroclo de ser divino y que toda sangre sea negra. Alejandro Pope (que tradujo a lo plateresco la litada) opina que esos tesoneros epítetos aplicados por Homero a dioses y semidioses eran de carácter litúrgico y que hubiera parecido impío el variarlos. No puedo ni justificar ni refutar esa afirmación, pero es manifiestamente incompleta, puesto que sólo se aplica a los personajes, nunca a las cosas. Remy de Gourmont, en su discurso sobre el estilo, escribe que los adjetivos homéricos fueron encantadores tal vez, pero que ya dejaron de serlo. Ninguna de esas ilustres conjeturas me satisface. Prefiero sospechar que los epítetos de ese anteayer eran lo que todavía son las preposiciones personales e insignificantes partículas que la costumbre pone en ciertas palabras y sobre las que no es dable ejercer originalidad. Sabemos que debe decirse andar a pie y no por pie. Los griegos sabían que debía adjetivarse onda amarga. En ningún caso hay una intención de belleza.
Esa opacidad de los adjetivos debemos suponerla también en los más de los versos castellanos, hasta en los que edificó el Siglo de Oro. Fray Luis de León muestra desalentadores ejemplos de ella en las dos traslaciones que hizo de Job: la una en romance judaizante, en prosa, sin reparos gramaticales y atravesada de segura poesía; la otra en tercetos al itálico modo, en que Dios parece discípulo de Boscán. Copio dos versos. Son del capítulo cuarenta y aluden al elefante, bestia fuera de programa y monstruosa, de cuya invención hace alarde Dios. Dice la versión literal: Debajo de sombrío pace, en escondrijo de caña, en pantanos húmedos. Sombríos su sombra, le cercarán sauces del arroyo.
Dicen los tercetos:
Mora debajo de la sombra fría
de árboles y cañas. En el cieno
y en el pantano hondo es su alegría.

El bosque espeso y de ramas lleno
le cubre con su sombra, y la sauceda
que baña el agua es su descanso ameno.
Sombra fría. Pantano hondo. Bosque espeso. Descanso ameno. Hay cuatro nombres adjetivos aquí, que virtualmente ya están en los nombres sustantivos que califican. ¿Quiere esto decir que era avezadísimo en ripios Fray Luis de León? Pienso que no: bástenos maliciar que algunas reglas del juego de la literatura han cambiado en trescientos años. Los poetas actuales hacen del adjetivo un enriquecimiento, una variación; los antiguos, un descanso, una clase de énfasis.
Quevedo y el escritor sin nombre de la Epístola moral administraron con cuidadosa felicidad los epítetos. Copio unas líneas del segundo:
¡Cuán callada que pasa las montañas
el aura, respirando mansamente!
¡Qué gárrula y sonante por las cañas!
¡Qué muda la virtud por el prudente!
¡Qué redundante y llena de ruido
por el vano, ambicioso y aparente!
Hay conmovida gravedad en la estrofa y los adjetivos gárrula y aparente son las dos alas que la ensalzan.
El solo nombre de Quevedo es argumento convincente de perfección y nadie como él ha sabido ubicar epítetos tan clavados, tan importantes, tan inmortales de antemano, tan pensativos. Abrevió en ellos la entereza de una metáfora (ojos hambrientos de sueño, humilde soledad, caliente mancebía, viento mudo y tullido, boca saqueada, almas vendibles, dignidad meretricia, sangrienta luna); los inventó chacotones (pecaviejero, desengongorado, ensuegrado) y hasta tradujo sustantivos en ellos, dándoles por oficio el adjetivar (quijadas bisabuelas, ruego mercader, palabras murciélagas y razonamientos lechuzas, guedeja réquiem, mulato: hombre crepúsculo). No diré que fue un precursor, pues don Francisco era todo un hombre y no una corazonada de otros venideros ni un proyecto para después.
Gustavo Spiller (The Mind of Man, 1902, página 378) contradice la perspicacia que es incansable tradición de su obra, al entusiasmarse perdidamente con la adjetivación a veces rumbosa de Shakespeare. Registra algunos casos adorables que justifican su idolatría (por ejemplo: world-without-endhour, hora mundi infinita, hora infinita como el mundo), pero no se le desalienta el fervor ante riquezas pobres como éstas: tiempo devorador, tiempo gastador, tiempo infatigable, tiempo de pies ligeros. Tomar esa retahíla baratísima de sinónimos por arte literario es suponer que alguien es un gran matemático, porque primero escribió 3 y en seguida tres y al rato III y, finalmente, raíz cuadrada de nueve. La representación no ha cambiado, cambian los signos.
Diestro adjetivador fue Milton. En el primer libro de su obra capital he registrado estos ejemplos: odio inmortal, remolinos de fuego tempestuoso, fuego penal, noche antigua, oscuridad visible, ciudades lujuriosas, derecho y puro corazón.
Hay una fechoría literaria que no ha sido escudriñada por los retóricos y es la de simular adjetivos. Los parques abandonados, de Julio Herrera y Reissig, y Los crepúsculos del jardín incluyen demasiadas muestras de este jaez. No hablo, aquí de percances inocentones como el de escribir frío invierno; hablo de un sistema premeditado, de epítetos balbucientes y adjetivos tahúres. Examine la imparcialidad del lector la misteriosa adjetivación de esta estrofa y verá que es cierto lo que asevero. Se trata del cuarteto inicial de la composición «El suspiro» (Los peregrinos de piedra, edición de París, página 153).
Quimérico a mi vera concertaba
tu busto albar su delgadez de ondina
con mística quietud de ave marina
en una acuñación escandinava.
Tú, que no puedes, llévame a cuestas. Herrera y Reissig, para definir a su novia (más valdría poner: para indefinirla), ha recurrido a los atributos de la quimera, trinidad de león, de sierpe y de cabra, a los de las ondinas, al misticismo de las gaviotas y los albatros, y, finalmente, a las acuñaciones escandinavas, que no se sabe lo que serán.
Vaya otro ejemplo de adjetivación embustera; esta vez, de Lugones. Es el principio de uno de sus sonetos más celebrados:
La tarde, con ligera pincelada
que iluminó la paz de nuestro asilo,
apuntó en su matiz crisoberilo
una sutil decoración morada.
Estos epítetos demandan un esfuerzo de figuración, cansador. Primero, Lugones nos estimula a imaginar un atardecer en un cielo cuya coloración sea precisamente la de los crisoberilos (yo no soy joyero y me voy), y después, una vez agenciado ese difícil cielo crisoberilo, tendremos que pasarle una pincelada (y no de cualquier modo, sino una pincelada ligera y sin apoyar) para añadirle una decoración morada, una de las que son sutiles, no de las otras. Así no juego, como dicen los chiquilines. ¡Cuánto trabajo! Yo ni lo realizaré, ni creeré nunca que Lugones lo realizó.
Hasta aquí no he hecho sino vehementizar el concepto tradicional de los adjetivos: el de no dejarlos haraganear, el de la incongruencia o congruencia lógica que hay entre ellos y el nombre calificado, el de la variación que le imponen. Sin embargo, hay circunstancias de adjetivación para las que mi criterio es inhábil. Enrique Longfellow, en alguna de sus poesías, habla de la seca chicharra, y es evidente que ese felicísimo epíteto no es alusivo al insecto mismo, ni siquiera al ruido machacón que causan sus élitros, sino al verano y a la siesta que lo rodean. Hay también esa agradabilísima interjección final o epifonema de Estanislao del Campo:
¡Ah, Cristo! ¡Quién lo tuviera!
¡Lindo el overo rosao!
Aquí, un gramático vería dos adjetivos, lindo y rosao, y juzgaría tal vez que el primero adolece de indecisión. Yo no veo más que uno (pues overo rosao es realmente una sola palabra), y en cuanto a lindo, no hemos de reparar si el overo está bien definido por esa palabrita desdibujada, sino en el énfasis que la forma exclamativa le da. Del Campo empieza inventándonos un caballo, y para persuadirnos del todo, se entusiasma con él y hasta lo codicia. ¿No es esto una delicadeza?
Cualquier adjetivo, aunque sea pleonástico o mentiroso, ejerce una facultad: la de obligar a la atención del lector a detenerse en el sustantivo a que se refiere, virtud que se acuerda bien con las descripciones, no con las narraciones.
No me arriesgaré vanamente a formular una doctrina absoluta de los epítetos. Eliminarlos puede fortalecer una frase, rebuscar alguno es honrarla, rebuscar muchos es acreditarla de absurda.




En El tamaño de mi esperanza (1926)
©1995 María Kodama
©2016 Buenos Aires, Penguin Random House

Imagen: 
Borges en Paris 01 mayo 1980 
Foto Francoise Lochon/Getty Images


22/9/17

Jorge Luis Borges: Entrevistas y recepción del premio Ollin Yolitzli en México, 1981







Borges en México: dio entrevistas, firmó autógrafos, dijo “sí” a todo el mundo

En el rostro sereno sobresalen los expresivos ojos claros. Sus movimientos lentos, su voz cansada por los años suplica: “Estoy muy cansado, déjenme”. Jorge Luis Borges acababa de salir del avión que lo condujo desde Buenos Aires, Argentina, a la ciudad de México, donde recibió de manos del presidente José López Portillo el premio Internacional Ollin Yoliztli.

Desde su llegada la pregunta se le repitió constantemente: “¿Qué significa ganar el Ollín Yoliztli?” A sus 82 años de edad la respuesta siempre fue la misma: “Yo no merezco premios. Es una generosa injusticia”.

El escritor y poeta argentino, nacido en 1899, era esperado desde el día 17 de agosto para participar en el Primer Festival Internacional de Poesía, que se celebró en la ciudad de Morelia, Michoacán. Llegó a la clausura. Así, desde el primer día las actividades se sucedieron una a otra. Cansado por los años y los compromisos dio entrevistas, saludó a admiradores, firmó autógrafos.

Del festival de Morelia dice: “Me parece excelente, aunque hay el peligro de que los poetas digan sus versos. Hay ese peligro pero puede decirse que es excelente. Me parece muy bien la idea de que se piense en la poesía, en la cultura y de que no se piense en guerras”.

El lunes 24 participó en la “Noche Internacional de Poesía”, junto con el alemán Günter Grass, el estadunidense Allen Ginsberg, el yugoslavo Vasko Popa, el brasileño Joao Cabral de Melo Neto, el mexicano Octavio Paz, el ruso Andrei Voznesenski y el organizador del Festival en Morelia, Homero Aridjis. Este encuentro se repitió al siguiente día.

Al salir de la sala Ollín Yoliztli un joven le pidió su autógrafo. Borges solicitó papel y lápiz. Sobre el programa dibujó unas líneas “Maestro, por lo menos que diga Jorge Luis”, dijo el solicitante. El poeta hizo notar: “Usted olvida que estoy ciego”.


Desde 1955 cuando Borges perdió la vista, en sus viajes se hace acompañar de una persona de confianza que, además, en Buenos Aires, se encarga de su correspondencia, de sus dictados, de leerle.


Primero fue su madre, quien murió en 1975; según la narración que se hace en la primera parte de la película Los paseos con Borges estrenada el jueves 27 en la Sala Carlos Chávez de la UNAM, “ella siempre era compañera. Ciego yo, siempre estuvo dispuesta al perdón”. Era su secretaria. Ella fue la que en cierta forma promovió su carrera literaria. Pero su padre también “le decía que leyera mucho, que escribiera mucho, que rompiera y no se apresurara a publicar”, narra la película.


Ahora es María Kodama quien lo conduce. Le dice lo que sucede a su alrededor. Le toma dictado y le ayuda a preparar un libro sobre literatura escandinava, “además estoy escribiendo un prólogo a la antología de Quevedo, otra al poeta argentino Leopoldo Lugones; además escribo cuentos fantásticos, poemas”.


Vestido con un traje azul, mientras desayuna hojuelas de maíz —"Me gustan mucho; también el pan me gusta mucho”—, y después de haberle solicitado la entrevista por teléfono, de haberlo despertado de su siesta —”No, no se preocupe, siempre es bello despertar”—.

En el restaurante del hotel donde se hospedó dice a Proceso:
“Los cuentistas dicen que soy poeta, los poetas dicen que soy cuentista. Quizá no sea ninguna de las dos cosas. A mí me gustan mis versos, a mucha gente no. Otros dicen que mis cuentos son mejores, pero no creo que haya una diferencia esencial porque no soy tan variado, aunque soy capaz de hacer cosas distintas”.

Después de establecer que se le hicieran sólo cinco preguntas e ir contándolas, al entrar a ésta dice: “Le tengo una mala noticia: tienen que ser siete, me encantan los impares”. Juega con la numeración: “El cuatro es de mal agüero”. ¿El cinco? “No sé qué significado tiene. Tenemos cinco dedos, no sé si es una ventaja; el pentagrama; el ponche está hecho con cinco ingredientes”.

María le ofrece el café. La conoce desde que ella tenía 12 años ¿Qué piensa de ella? "Esta es mi mejor opinión: No sé cómo aguanta. Es muy joven, muy inteligente y aguanta a un anciano ciego, maniático, deprimente, me sobrelleva, sí”.

Sin embargo, en el rostro de María se refleja el cariño hacia el poeta, pero se niega a contestar preguntas. El mismo Borges le insiste: “Sí, sí, pregúntele a ella. También siete preguntas”. María sonríe tímidamente. Se niega. Borges refuerza: “Entonces pregúntele siete por cuatro, insista ciento una veces, aunque sólo le conteste una”. María se niega.

—¿Desde cuándo la conoce?
—Yo la conozco desde que era chica.
—¿Recuerda alguna anécdota con ella?
—Eso lo tiene que contestar ella.
—¿Usted?
—No recuerdo anécdotas, invento fábulas, ficciones. Quizá bromas.

Durante la ceremonia de entrega del premio Ollín Yoliztli —un millón 750,000 pesos—, Emir Rodríguez Monegal, catedrático de la Universidad de Yale, Estados Unidos, y miembro del Jurado que otorgó el premio a Borges, recordó que en alguna ocasión el poeta hizo la reseña bibliográfica de The Approach to Al’Mutásim, de Bombay por Mir Bahadur Alí.

“Yo pensé en un argumento muy lindo para un libro. Ese libro tenía que ser muy largo. Yo soy muy haragán. Entonces pensé que ese libro había sido escrito, que había sido traducido al inglés y yo comentaba esa traducción. Comentaba y lo criticaba también. Pero ese libro no existió nunca. Fue una broma, digamos, más o menos amistosa”.

El autor de Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente, Historia Universal de la infamia El Aleph, vino a México en 1973 para recibir el premio Alfonso Reyes en la ciudad de México. De Reyes dijo después de recibir el premio: “Me invitaba todos los domingos a comer con él. Estaban él, su mujer, estaba su hijo, estaba yo y quizá nadie más, y hablábamos de literatura, de las literaturas. Y quiero repetir algo que he dicho aquí, en España, en Estados Unidos, en muchos países: Creo que Reyes nos ha dejado la mejor prosa castellana, la que se ha escrito de uno o de otro lado del Atlántico y en cualquier época. De modo que yo sigo siendo discípulo de Reyes, que publicó un libro mío en su colección Cuadernos de Plata”.

Pero además de la obra de Reyes, a Borges le gusta de México el café, el chocolate —”mi padre me dijo que se había pronunciado “chocotatl” y que en España le decían barro de México”, dijo en Los Pinos—, el pan.


Caminar por las calles 

Después de la muerte de su madre era lo único que deseaba. Así, se aceleró la filmación de la película Los paseos con Borges, de Adolfo G. Videla, en la que la lectura de textos y versos la hace el poeta mexicano Eduardo Lizalde.

El viernes 28, Jorge Luis Borges viajó a Yucatán. De ahí se trasladaría a Estados Unidos.
Platicar es una bella palabra que ya no existe en mi país”. ¿Por qué? “No sé, se ha perdido”.
María Kodama: "Es cierto, es una lástima".
Borges reflexiona: “Es una linda palabra porque conversar es muy serio, charlar suena demasiado banal, o frívolo hablar. `Ya hablaremos’, suena muy agresivo, muy negativo. En cambio platicar, es algo sereno”.

Por Sonia Morales
En Proceso, México D.F., 26 de agosto de 1981
Retrato de Borges en su hotel en México DF, el 22 de agosto de 1981
en vísperas de la recepción del premio Ollin Yolitzli el 25 de agosto de ese año 
Foto AFP /Sabetta Bettmann/Getty Images


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