27/9/17

Jorge Luis Borges: Trascendentalismo




Uno de los acontecimientos intelectuales más importantes que se han dado en América fue el trascendentalismo. No formó una escuela cerrada sino más bien un movimiento; incluyó escritores, granjeros, artesanos, comerciantes, mujeres casadas o solteras. A partir de 1836, floreció durante un cuarto de siglo. Su centro estaba en Nueva Inglaterra, en la ciudad de Concord. Fue una reacción contra el racionalismo del siglo XVIII, contra la psicología de Locke y contra el unitarianismo. Este sucesor del calvinismo ortodoxo negaba, según lo define su nombre, la Trinidad, pero afirmaba la verdad histórica de los milagros obrados por Jesús.

Sus fuentes fueron múltiples: el panteísmo hindú, las especulaciones neoplatónicas, los místicos persas, la teología visionaria de Swedenborg, el idealismo alemán y los escritos de Coleridge y de Carlyle. Heredó también la preocupación ética de los puritanos. Edwards había enseñado que Dios puede infundir una luz sobrenatural en el alma de los electos; Swedenborg y los cabalistas, que el mundo externo es un espejo del mundo espiritual. Tales ideas influyeron en los poetas y prosistas de Concord. La inmanencia de Dios en el universo fue acaso la doctrina central. Emerson repitió que no hay un ser que no sea un microcosmos, un mundo minúsculo. El alma del individuo se identifica con el alma del mundo, las leyes de la física se confunden con las leyes morales. Si en cada alma está Dios, toda autoridad externa desaparece. A cada hombre le basta su profunda y secreta divinidad.

Emerson y Thoreau son ahora los nombres más conspicuos del movimiento, que influyó asimismo en Longfellow, en Melville y en Whitman.

El más ilustre ejemplo individual del movimiento que estudiamos fue Ralph Emerson (1803-82). Nació en Boston, hijo y nieto de pastores protestantes. Siguió el destino de sus mayores y, después de ordenarse, se hizo cargo de una iglesia unitaria en 1829. Ese mismo año se casó. En 1832, al cabo de una crisis espiritual, en la que sin duda influyó la muerte de su mujer y de sus hermanos, renunció al sacerdocio. Pensaba que "ya había pasado el día de una religión formal". Poco después hizo su primer viaje a Inglaterra. Conoció a Wordsworth, a Landor, a Coleridge y a Carlyle, de quien se creía entonces discípulo. En realidad, los dos eran esencialmente distintos.

Emerson siempre se señaló como anliesclavista; Carlyle era partidario de la esclavitud. De vuelta a Houston, se dedicó a giras y conferencias que le hicieron conocer todo el país. La tribuna tomó el lugar del púlpito. Su fama fue extendiéndose, no sólo por América sino por Europa. Nietzsche escribió que se sentía tan cerca de Emerson que no se atrevía a elogiarlo, porque ello hubiera sido como si se elogiara a sí mismo. Fuera de algunos viajes, Emerson vivió siempre en Concord; en 1853 se casó por segunda vez. Murió el 27 de abril de 1882.

Emerson escribió que nadie ha sido convencido jamás por un razonamiento (Arguments convince nobody) y que basta enunciar una verdad para que ésta se imponga. Esta convicción da a su obra un carácter discontinuo. Abunda en memorables sentencias, a veces llenas de sabiduría, que no proceden de la anterior ni preparan la que vendrá. Sus biógrafos refieren que antes de pronunciar una conferencia o de redactar un ensayo, acumulaba frases sueltas que ordenaba después, un poco al azar. Nuestra exposición del trascendentalismo resume sus doctrinas. Es curioso observar que el panteísmo, que lleva a los hindúes a la inacción, llevó a Emerson a predicar que no hay límites para lo que podemos hacer, ya que en el centro de cada uno de nosotros está la divinidad. "Debes saberlo todo, debes atreverte a todo". La hospitalidad de su espíritu era asombrosa. Bástenos recordar los nombres de las seis conferencias que dictó en 1845: Platón o el filósofo, Swedenborg o el místico, Shakespeare o el poeta, Napoleón o el hombre de mundo, Goethe o el escritor, Montaigne o el escéptico. De los doce volúmenes de su obra, acaso el más curioso es el que incluye sus poemas. Emerson es un gran poeta intelectual. No le interesa Poe, a quien apodó, no sin desdén, the jingle man (el hombre del retintín). Traducimos el poema "Brahma": Si el rojo matador piensa que mata, o el muerto que lo han muerto, no conocen mis sutiles caminos; yo paso y vuelvo. Para mí lo remoto y lo olvidado están cerca, sombra y sol son lo mismo; los desvanecidos dioses están presentes, la vergüenza y la fama son iguales. Calculan mal quienes me omiten; si huyen de mí yo soy las alas; soy el que duda y soy la duda y soy el himno que canta el brahmán. Los fuertes dioses anhelan mi morada, en vano los sagrados siete la anhelan, pero tú, humilde amante del Bien, encuéntrame y da tu espalda al cielo.






El ensayista, naturalista y poeta Henry David Thoreau (1817-62) nació en Concord. En la Universidad de Harvard estudió griego y latín, también le interesaron el Oriente y la historia y hábitos de los pieles rojas. Quería bastarse a sí mismo; sin comprometerse a tareas de largo plazo, fue constructor de botes y de cercos y agrimensor. Dos años vivió en casa de Emerson, a quien se parecía físicamente. En 1845 se retiró a una choza en las orillas del solitario estanque de Walden. La lectura de los clásicos, la composición literaria y la precisa observación de la naturaleza ocuparon sus días. Le gustaba la soledad. En una de sus páginas leemos: "El hombre que encuentro suele ser menos instructivo que el silencio que rompe".

Su más lacónica biografía ha sido trazada por Emerson. "Pocas vidas contienen tantas renunciaciones. No ejerció profesión alguna, no se casó, vivió solo, nunca fue a la iglesia, jamás votó, se negó a pagar impuestos, no comía carne, no probó el vino, no conoció el tabaco y, aunque naturalista, prescindió de trampas y fusiles. No tuvo tentaciones que vencer, no tuvo apetitos, carecía de pasiones, no le atrajeron las elegantes fruslerías".

Su obra comprende más de treinta volúmenes; el más famoso es Walden or Life in the Woods (Walden o la vida en los bosques), publicado en 1854.

En 1849, un año antes de la aparición del Manifiesto Comunista de Marx, había publicado el ensayo Desobediencia civil, que influiría en el pensamiento y el destino de Gandhi. Las primeras líneas afirman que el mejor gobierno es el que gobierna menos y mejor aún es el que no gobierna. Así como rechazaba la idea de un ejército permanente, rechazó la de un gobierno permanente. Creía que el gobierno estorbaba el desarrollo natural del pueblo americano. La única obligación que aceptaba era la de hacer en cada momento lo que le parecía más justo. Prefería obedecer al derecho y no a las leyes. Creía que la lectura de los diarios era superflua, ya que basta leer la noticia de un solo incendio, un solo crimen, para conocerlos todos. Le parecía inútil la acumulación de casos esencialmente idénticos.

Dejó escrito: "Alguna vez perdí un lebrel, un bayo y una tórtola y todavía sigo buscándolos. He interrogado a muchos viajeros; uno había oído el ladrido del lebrel, otro el galope del caballo, otro había visto el vuelo de la tórtola, y todos compartían mi ansiedad". En estas palabras, inspiradas acaso por la memoria de alguna fábula oriental, sentimos la melancolía de Thoreau más que en sus versos. Los historiadores del anarquismo suelen omitir el nombre de Thoreau; esto acaso se debe a que su anarquismo, como casi toda su vida, fue de orden negativo y pacífico.







Ahora un poco olvidado, Henry Wasdwokim Longfellow (1807-82) fue durante su vida el poeta más querido de América. Nació en Portland, Maine. Dictó la cátedra de Lenguas Vivas, en la Universidad de Harvard. Su actividad mental era infatigable. Vertió al inglés a Jorge Manrique, al poeta sueco Elias Tegner, a trovadores provenzales y alemanes y anónimos cantores anglosajones. Versificó pasajes de la Historia de los reyes de Noruega, de Snorri Sturluson. A lo largo de los azarosos años de la Guerra de Secesión, consoló su espíritu ejecutando una de las mejores traducciones inglesas de la Divina comedia, enriquecida de curiosas notas. Escribió en hexámetros el extenso poema Evangeline (1847) y, con el metro de la epopeya finlandesa Kalevala, el Hiawatha, cuyos personajes son pieles rojas que presienten la llegada del hombre blanco. Muchas composiciones de su libro Voices of the Night (Voces de la noche) le valieron el afecto y admiración de sus contemporáneos y perduran aún en las antologías. Releídas ahora, nos dejan la impresión de que sólo les falta un último retoque.





Lejos del trascendentalismo, Henry Timrod (1828-67) cantó las esperanzas, las victorias, las vicisitudes y la final derrota del Sur. Nació en Charleston, New Carolina. Era hijo de un encuadernador alemán; se alistó en las fuerzas confederadas, pero la tuberculosis le vedó el destino militar que anhelaba. En sus versos hay fuego y un sentido clásico de la forma. Murió a los treinta y ocho años.







En Introducción a la literatura norteamericana (1967)
En colaboración con Esther Zemborain de Torres




26/9/17

Jorge Luis Borges: Alfonso Reyes, Teotihuacán y Rulfo, imanes que lo atrajeron a México







La primera vez que Jorge Luis Borges visitó México —diciembre de 1973— quiso sólo tres cosas: encontrarse con Juan Rulfo, visitar Teotihuacan y la Capilla Alfonsina, la casa en la que vivió su amigo entrañable, Alfonso Reyes.
De su relación con el diplomático nació su “amor por México” y por su literatura. De las conversaciones con el ensayista mexicano, Borges comenzó incluso soñó con las tierras mexicanas.
Un día soñó que iba en un barco y que Alfonso Reyes, desde el muelle, se despedía de él con una banderita mexicana, por eso decidió venir a México en 1973 por invitación del escritor Miguel Capistrán, para recibir el Premio Internacional Alfonso Reyes.
El galardón era lo de menos, él quería conocer las entrañas de la nación azteca y a sus literatos: Salvador Elizondo, Juan José Arreola, Adriano González y Juan García Ponce. Pero, pidió con ahínco: “Quiero conversar con mi amigo Rulfo”, una charla que se reconstruyó en la revista Fractal.
También al autor de El aleph le interesaba el pasado prehispánico. A sus 74 años, caminó durante cuatro horas por Teotihuacán. No se vistió como el turista usual: bermudas, gorra y camisa; sino todo lo contrario, portó un traje azul oscuro, corbata amarilla y camisa blanca.
Visitó ese lugar para sentirse “inmerso en esta gran cultura, que no puedo ver, pero sí tocar y sentir”, relatan crónicas de la época. El argentino comenzaba a perder la vista como consecuencia de una enfermedad congénita que ya había afectado a su padre.
De la estancia de Borges en México, quedan como recuerdo las fotografías de Rogelio Cuéllar y Paulina Lavista; y los relatos de la prensa.
Cuéllar se convirtió en la sombra del autor de El libro de arena, y consiguió las imágenes más íntimas de ese viaje.
“A mí lo que me atraía mucho, sabiendo de su ceguera, eran sus ojos. Tengo toda una serie de fotografías de sus ojos”, sostuvo el fotógrafo en una entrevista con La Razón, en 2014 con motivo de los 115 años de su nacimiento.
Por su parte, Paulina Lavista retrató a Borges en Teotihuacán. Son unas imágenes “cargadas de mucha emoción”, rememoró.
La segunda visita tres años después, pero ahora acompañado de María Kokama. En 1978, realizó su tercera visita para grabar un programa para Canal 13 con Octavio Paz. Y se dio tiempo para conocer el Tepozteco.
Su última visita fue en agosto de 1981 para recibir el Premio Ollin Yoliztli de manos del entonces presidente José López Portillo.
“Le debo a México tantas cosas y puedo decir que si enumero nombres se notarán omisiones; pero no puedo olvidar a Octavio Paz, a Arreola, a Rulfo… a López Velarde, Alfonso Reyes, Othón, y sin duda faltan muchos”, dijo en aquella ocasión, de acuerdo con un texto de la periodista María Idalia, publicado en Excélsior.
El escritor también rememoró que el primer libro de historia que leyó fue Historia de la Conquista de México, de William H. Prescott; pero antes de este texto había descubierto el chocolate maya, esos “fueron los primeros dones, y después llegaron otros tantos… Leí una Antología de la Poesía Mexicana y hubo un tiempo en que yo sabía de memoria Suave Patria [de López Velarde]”.
De tal manera, tal como lo expresó María Kodama en 2014: “México ha sido siempre muy bueno y generoso con él; él lo decía. Así que fue amor correspondido”. Y fue así, para Borges esta nación fue “el arquetipo de valor, de cortesía, de inteligencia y conmigo de una incomparable generosidad”.
Tres décadas unidas por el humor 
Alfonso Reyes y Jorge Luis Borges se conocieron personalmente en la casa de Pedro Henríquez Ureña en 1927: “Pedro había llegado a Argentina hace algunos años y muy pronto conoció a Borges. Fue el primero en reseñar un libro suyo, Inquisiciones, en una publicación de importancia como la Revista de Filología Española que publicaba en Madrid el Centro de Estudios Históricos. Previo a este encuentro, se había dado un intercambio de libros entre Alfonso Reyes y Jorge Luis Borges, a través de Guillermo de Torre, cuñado de éste y a quien aquél conocía y con quien tuvo correspondencia”, narra Alfonso Castrejón en un texto publicado en abril en el suplemento cultural de La Razón.

De inmediato tuvieron diversas afinidades, entre las cuales sobresale el sentido del humor, recordó el poeta, narrador, ensayista y periodista Roberto Alifano, quien fue amanuense de Borges durante 11 años (1974-1985), y con el cual tradujo las Fábulas, de Robert Louis Stevenson, la poesía de Hermann Hesse, relatos de Lewis Carroll y a otros autores de poesía y literatura fantástica.
Durante la charla que ofreció el pasado 13 de abril en la Capilla Alfonsina, acompañado por Adolfo Castañón, miembro honorario de la Academia Mexicana de la Lengua, recordó anécdotas de dos grandes de la literatura latinoamericana.
“Una de las cosas que atraía a Borges de Alfonso Reyes era su sentido del humor, nunca se sabía si hablaba en serio o en broma”, explicó el académico argentino. “A Borges le fascinó la agilidad mental de Reyes. Por ejemplo, cuando le preguntó, casi incrédulo, si había conocido realmente al poeta Manuel José Othón, el regiomontano le contestó indirectamente citando un verso del poema Memorabilia de Robert Browning: ‘Did you ever see Shelley plain?’ (‘¿Acaso vio a Shelley cara a cara?’), para arriesgar una traducción utilitaria”, detalló.
“Eran dos seres literarios, dos hombres por los que toda la vida, todas las experiencias humanas pasaban por la literatura, se tamizaban por la literatura”, expresó Alifano. A ambos escritores, señaló Castañón, nunca les interesó la fama. “Si Borges no recibió el Premio Nobel de Literatura fue porque sabía demasiado, pues estudió las antiguas literaturas germánicas”, concluyó.

Texto e imagen en La Razón, México, 14 de junio de 2016

25/9/17

Jorge Luis Borges: Barrio recuperado






Nadie vio la hermosura de las calles
hasta que pavoroso en clamor
se derrumbó el cielo verdoso
en abatimiento de agua y de sombra.
El temporal fue unánime
y aborrecible a las miradas fue el mundo,
pero cuando un arco bendijo
con los colores del perdón la tarde,
y un olor a tierra mojada
alentó los jardines,
nos echamos a caminar por las calles
como por una recuperada heredad,
y en los cristales hubo generosidades de sol
y en las hojas lucientes
dijo su trémula inmortalidad el estío.





En Fervor de Buenos Aires (1923) -cover abajo-.





En la edición de 1923 se tituló Barrio reconquistado
En la reedición de 1969, Barrio recuperado

Imagen arriba: Borges (detalle) con iniciadores revista Sur en 1930
Fundación Sur. Fotografía Estudio Forero
en Victoria Ocampo: Diálogo con Borges
Buenos Aires, Editorial Sur/El Ateneo, 2014


23/9/17

Jorge Luis Borges: La adjetivación (1926)






La invariabilidad de los adjetivos homéricos ha sido lamentada por muchos. Es cansador que a la tierra la declaren siempre sustentadora y que no se olvide nunca Patroclo de ser divino y que toda sangre sea negra. Alejandro Pope (que tradujo a lo plateresco la litada) opina que esos tesoneros epítetos aplicados por Homero a dioses y semidioses eran de carácter litúrgico y que hubiera parecido impío el variarlos. No puedo ni justificar ni refutar esa afirmación, pero es manifiestamente incompleta, puesto que sólo se aplica a los personajes, nunca a las cosas. Remy de Gourmont, en su discurso sobre el estilo, escribe que los adjetivos homéricos fueron encantadores tal vez, pero que ya dejaron de serlo. Ninguna de esas ilustres conjeturas me satisface. Prefiero sospechar que los epítetos de ese anteayer eran lo que todavía son las preposiciones personales e insignificantes partículas que la costumbre pone en ciertas palabras y sobre las que no es dable ejercer originalidad. Sabemos que debe decirse andar a pie y no por pie. Los griegos sabían que debía adjetivarse onda amarga. En ningún caso hay una intención de belleza.
Esa opacidad de los adjetivos debemos suponerla también en los más de los versos castellanos, hasta en los que edificó el Siglo de Oro. Fray Luis de León muestra desalentadores ejemplos de ella en las dos traslaciones que hizo de Job: la una en romance judaizante, en prosa, sin reparos gramaticales y atravesada de segura poesía; la otra en tercetos al itálico modo, en que Dios parece discípulo de Boscán. Copio dos versos. Son del capítulo cuarenta y aluden al elefante, bestia fuera de programa y monstruosa, de cuya invención hace alarde Dios. Dice la versión literal: Debajo de sombrío pace, en escondrijo de caña, en pantanos húmedos. Sombríos su sombra, le cercarán sauces del arroyo.
Dicen los tercetos:
Mora debajo de la sombra fría
de árboles y cañas. En el cieno
y en el pantano hondo es su alegría.

El bosque espeso y de ramas lleno
le cubre con su sombra, y la sauceda
que baña el agua es su descanso ameno.
Sombra fría. Pantano hondo. Bosque espeso. Descanso ameno. Hay cuatro nombres adjetivos aquí, que virtualmente ya están en los nombres sustantivos que califican. ¿Quiere esto decir que era avezadísimo en ripios Fray Luis de León? Pienso que no: bástenos maliciar que algunas reglas del juego de la literatura han cambiado en trescientos años. Los poetas actuales hacen del adjetivo un enriquecimiento, una variación; los antiguos, un descanso, una clase de énfasis.
Quevedo y el escritor sin nombre de la Epístola moral administraron con cuidadosa felicidad los epítetos. Copio unas líneas del segundo:
¡Cuán callada que pasa las montañas
el aura, respirando mansamente!
¡Qué gárrula y sonante por las cañas!
¡Qué muda la virtud por el prudente!
¡Qué redundante y llena de ruido
por el vano, ambicioso y aparente!
Hay conmovida gravedad en la estrofa y los adjetivos gárrula y aparente son las dos alas que la ensalzan.
El solo nombre de Quevedo es argumento convincente de perfección y nadie como él ha sabido ubicar epítetos tan clavados, tan importantes, tan inmortales de antemano, tan pensativos. Abrevió en ellos la entereza de una metáfora (ojos hambrientos de sueño, humilde soledad, caliente mancebía, viento mudo y tullido, boca saqueada, almas vendibles, dignidad meretricia, sangrienta luna); los inventó chacotones (pecaviejero, desengongorado, ensuegrado) y hasta tradujo sustantivos en ellos, dándoles por oficio el adjetivar (quijadas bisabuelas, ruego mercader, palabras murciélagas y razonamientos lechuzas, guedeja réquiem, mulato: hombre crepúsculo). No diré que fue un precursor, pues don Francisco era todo un hombre y no una corazonada de otros venideros ni un proyecto para después.
Gustavo Spiller (The Mind of Man, 1902, página 378) contradice la perspicacia que es incansable tradición de su obra, al entusiasmarse perdidamente con la adjetivación a veces rumbosa de Shakespeare. Registra algunos casos adorables que justifican su idolatría (por ejemplo: world-without-endhour, hora mundi infinita, hora infinita como el mundo), pero no se le desalienta el fervor ante riquezas pobres como éstas: tiempo devorador, tiempo gastador, tiempo infatigable, tiempo de pies ligeros. Tomar esa retahíla baratísima de sinónimos por arte literario es suponer que alguien es un gran matemático, porque primero escribió 3 y en seguida tres y al rato III y, finalmente, raíz cuadrada de nueve. La representación no ha cambiado, cambian los signos.
Diestro adjetivador fue Milton. En el primer libro de su obra capital he registrado estos ejemplos: odio inmortal, remolinos de fuego tempestuoso, fuego penal, noche antigua, oscuridad visible, ciudades lujuriosas, derecho y puro corazón.
Hay una fechoría literaria que no ha sido escudriñada por los retóricos y es la de simular adjetivos. Los parques abandonados, de Julio Herrera y Reissig, y Los crepúsculos del jardín incluyen demasiadas muestras de este jaez. No hablo, aquí de percances inocentones como el de escribir frío invierno; hablo de un sistema premeditado, de epítetos balbucientes y adjetivos tahúres. Examine la imparcialidad del lector la misteriosa adjetivación de esta estrofa y verá que es cierto lo que asevero. Se trata del cuarteto inicial de la composición «El suspiro» (Los peregrinos de piedra, edición de París, página 153).
Quimérico a mi vera concertaba
tu busto albar su delgadez de ondina
con mística quietud de ave marina
en una acuñación escandinava.
Tú, que no puedes, llévame a cuestas. Herrera y Reissig, para definir a su novia (más valdría poner: para indefinirla), ha recurrido a los atributos de la quimera, trinidad de león, de sierpe y de cabra, a los de las ondinas, al misticismo de las gaviotas y los albatros, y, finalmente, a las acuñaciones escandinavas, que no se sabe lo que serán.
Vaya otro ejemplo de adjetivación embustera; esta vez, de Lugones. Es el principio de uno de sus sonetos más celebrados:
La tarde, con ligera pincelada
que iluminó la paz de nuestro asilo,
apuntó en su matiz crisoberilo
una sutil decoración morada.
Estos epítetos demandan un esfuerzo de figuración, cansador. Primero, Lugones nos estimula a imaginar un atardecer en un cielo cuya coloración sea precisamente la de los crisoberilos (yo no soy joyero y me voy), y después, una vez agenciado ese difícil cielo crisoberilo, tendremos que pasarle una pincelada (y no de cualquier modo, sino una pincelada ligera y sin apoyar) para añadirle una decoración morada, una de las que son sutiles, no de las otras. Así no juego, como dicen los chiquilines. ¡Cuánto trabajo! Yo ni lo realizaré, ni creeré nunca que Lugones lo realizó.
Hasta aquí no he hecho sino vehementizar el concepto tradicional de los adjetivos: el de no dejarlos haraganear, el de la incongruencia o congruencia lógica que hay entre ellos y el nombre calificado, el de la variación que le imponen. Sin embargo, hay circunstancias de adjetivación para las que mi criterio es inhábil. Enrique Longfellow, en alguna de sus poesías, habla de la seca chicharra, y es evidente que ese felicísimo epíteto no es alusivo al insecto mismo, ni siquiera al ruido machacón que causan sus élitros, sino al verano y a la siesta que lo rodean. Hay también esa agradabilísima interjección final o epifonema de Estanislao del Campo:
¡Ah, Cristo! ¡Quién lo tuviera!
¡Lindo el overo rosao!
Aquí, un gramático vería dos adjetivos, lindo y rosao, y juzgaría tal vez que el primero adolece de indecisión. Yo no veo más que uno (pues overo rosao es realmente una sola palabra), y en cuanto a lindo, no hemos de reparar si el overo está bien definido por esa palabrita desdibujada, sino en el énfasis que la forma exclamativa le da. Del Campo empieza inventándonos un caballo, y para persuadirnos del todo, se entusiasma con él y hasta lo codicia. ¿No es esto una delicadeza?
Cualquier adjetivo, aunque sea pleonástico o mentiroso, ejerce una facultad: la de obligar a la atención del lector a detenerse en el sustantivo a que se refiere, virtud que se acuerda bien con las descripciones, no con las narraciones.
No me arriesgaré vanamente a formular una doctrina absoluta de los epítetos. Eliminarlos puede fortalecer una frase, rebuscar alguno es honrarla, rebuscar muchos es acreditarla de absurda.




En El tamaño de mi esperanza (1926)
©1995 María Kodama
©2016 Buenos Aires, Penguin Random House

Imagen: 
Borges en Paris 01 mayo 1980 
Foto Francoise Lochon/Getty Images


22/9/17

Jorge Luis Borges: Entrevistas y recepción del premio Ollin Yolitzli en México, 1981







Borges en México: dio entrevistas, firmó autógrafos, dijo “sí” a todo el mundo

En el rostro sereno sobresalen los expresivos ojos claros. Sus movimientos lentos, su voz cansada por los años suplica: “Estoy muy cansado, déjenme”. Jorge Luis Borges acababa de salir del avión que lo condujo desde Buenos Aires, Argentina, a la ciudad de México, donde recibió de manos del presidente José López Portillo el premio Internacional Ollin Yoliztli.

Desde su llegada la pregunta se le repitió constantemente: “¿Qué significa ganar el Ollín Yoliztli?” A sus 82 años de edad la respuesta siempre fue la misma: “Yo no merezco premios. Es una generosa injusticia”.

El escritor y poeta argentino, nacido en 1899, era esperado desde el día 17 de agosto para participar en el Primer Festival Internacional de Poesía, que se celebró en la ciudad de Morelia, Michoacán. Llegó a la clausura. Así, desde el primer día las actividades se sucedieron una a otra. Cansado por los años y los compromisos dio entrevistas, saludó a admiradores, firmó autógrafos.

Del festival de Morelia dice: “Me parece excelente, aunque hay el peligro de que los poetas digan sus versos. Hay ese peligro pero puede decirse que es excelente. Me parece muy bien la idea de que se piense en la poesía, en la cultura y de que no se piense en guerras”.

El lunes 24 participó en la “Noche Internacional de Poesía”, junto con el alemán Günter Grass, el estadunidense Allen Ginsberg, el yugoslavo Vasko Popa, el brasileño Joao Cabral de Melo Neto, el mexicano Octavio Paz, el ruso Andrei Voznesenski y el organizador del Festival en Morelia, Homero Aridjis. Este encuentro se repitió al siguiente día.

Al salir de la sala Ollín Yoliztli un joven le pidió su autógrafo. Borges solicitó papel y lápiz. Sobre el programa dibujó unas líneas “Maestro, por lo menos que diga Jorge Luis”, dijo el solicitante. El poeta hizo notar: “Usted olvida que estoy ciego”.


Desde 1955 cuando Borges perdió la vista, en sus viajes se hace acompañar de una persona de confianza que, además, en Buenos Aires, se encarga de su correspondencia, de sus dictados, de leerle.


Primero fue su madre, quien murió en 1975; según la narración que se hace en la primera parte de la película Los paseos con Borges estrenada el jueves 27 en la Sala Carlos Chávez de la UNAM, “ella siempre era compañera. Ciego yo, siempre estuvo dispuesta al perdón”. Era su secretaria. Ella fue la que en cierta forma promovió su carrera literaria. Pero su padre también “le decía que leyera mucho, que escribiera mucho, que rompiera y no se apresurara a publicar”, narra la película.


Ahora es María Kodama quien lo conduce. Le dice lo que sucede a su alrededor. Le toma dictado y le ayuda a preparar un libro sobre literatura escandinava, “además estoy escribiendo un prólogo a la antología de Quevedo, otra al poeta argentino Leopoldo Lugones; además escribo cuentos fantásticos, poemas”.


Vestido con un traje azul, mientras desayuna hojuelas de maíz —"Me gustan mucho; también el pan me gusta mucho”—, y después de haberle solicitado la entrevista por teléfono, de haberlo despertado de su siesta —”No, no se preocupe, siempre es bello despertar”—.

En el restaurante del hotel donde se hospedó dice a Proceso:
“Los cuentistas dicen que soy poeta, los poetas dicen que soy cuentista. Quizá no sea ninguna de las dos cosas. A mí me gustan mis versos, a mucha gente no. Otros dicen que mis cuentos son mejores, pero no creo que haya una diferencia esencial porque no soy tan variado, aunque soy capaz de hacer cosas distintas”.

Después de establecer que se le hicieran sólo cinco preguntas e ir contándolas, al entrar a ésta dice: “Le tengo una mala noticia: tienen que ser siete, me encantan los impares”. Juega con la numeración: “El cuatro es de mal agüero”. ¿El cinco? “No sé qué significado tiene. Tenemos cinco dedos, no sé si es una ventaja; el pentagrama; el ponche está hecho con cinco ingredientes”.

María le ofrece el café. La conoce desde que ella tenía 12 años ¿Qué piensa de ella? "Esta es mi mejor opinión: No sé cómo aguanta. Es muy joven, muy inteligente y aguanta a un anciano ciego, maniático, deprimente, me sobrelleva, sí”.

Sin embargo, en el rostro de María se refleja el cariño hacia el poeta, pero se niega a contestar preguntas. El mismo Borges le insiste: “Sí, sí, pregúntele a ella. También siete preguntas”. María sonríe tímidamente. Se niega. Borges refuerza: “Entonces pregúntele siete por cuatro, insista ciento una veces, aunque sólo le conteste una”. María se niega.

—¿Desde cuándo la conoce?
—Yo la conozco desde que era chica.
—¿Recuerda alguna anécdota con ella?
—Eso lo tiene que contestar ella.
—¿Usted?
—No recuerdo anécdotas, invento fábulas, ficciones. Quizá bromas.

Durante la ceremonia de entrega del premio Ollín Yoliztli —un millón 750,000 pesos—, Emir Rodríguez Monegal, catedrático de la Universidad de Yale, Estados Unidos, y miembro del Jurado que otorgó el premio a Borges, recordó que en alguna ocasión el poeta hizo la reseña bibliográfica de The Approach to Al’Mutásim, de Bombay por Mir Bahadur Alí.

“Yo pensé en un argumento muy lindo para un libro. Ese libro tenía que ser muy largo. Yo soy muy haragán. Entonces pensé que ese libro había sido escrito, que había sido traducido al inglés y yo comentaba esa traducción. Comentaba y lo criticaba también. Pero ese libro no existió nunca. Fue una broma, digamos, más o menos amistosa”.

El autor de Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente, Historia Universal de la infamia El Aleph, vino a México en 1973 para recibir el premio Alfonso Reyes en la ciudad de México. De Reyes dijo después de recibir el premio: “Me invitaba todos los domingos a comer con él. Estaban él, su mujer, estaba su hijo, estaba yo y quizá nadie más, y hablábamos de literatura, de las literaturas. Y quiero repetir algo que he dicho aquí, en España, en Estados Unidos, en muchos países: Creo que Reyes nos ha dejado la mejor prosa castellana, la que se ha escrito de uno o de otro lado del Atlántico y en cualquier época. De modo que yo sigo siendo discípulo de Reyes, que publicó un libro mío en su colección Cuadernos de Plata”.

Pero además de la obra de Reyes, a Borges le gusta de México el café, el chocolate —”mi padre me dijo que se había pronunciado “chocotatl” y que en España le decían barro de México”, dijo en Los Pinos—, el pan.


Caminar por las calles 

Después de la muerte de su madre era lo único que deseaba. Así, se aceleró la filmación de la película Los paseos con Borges, de Adolfo G. Videla, en la que la lectura de textos y versos la hace el poeta mexicano Eduardo Lizalde.

El viernes 28, Jorge Luis Borges viajó a Yucatán. De ahí se trasladaría a Estados Unidos.
Platicar es una bella palabra que ya no existe en mi país”. ¿Por qué? “No sé, se ha perdido”.
María Kodama: "Es cierto, es una lástima".
Borges reflexiona: “Es una linda palabra porque conversar es muy serio, charlar suena demasiado banal, o frívolo hablar. `Ya hablaremos’, suena muy agresivo, muy negativo. En cambio platicar, es algo sereno”.

Por Sonia Morales
En Proceso, México D.F., 26 de agosto de 1981
Retrato de Borges en su hotel en México DF, el 22 de agosto de 1981
en vísperas de la recepción del premio Ollin Yolitzli el 25 de agosto de ese año 
Foto AFP /Sabetta Bettmann/Getty Images


21/9/17

Jorge Luis Borges: Prólogo a Norah Lange, «La calle de la tarde»







Las noches y los días de Norah Lange son remansados y lucientes en una quinta que no demarcaré con mentirosa precisión topográfica y de la que me basta señalar que está en la hondura de la tarde, junto a esas calles grandes con las cuales es piadoso el último sol y en que el apagado ladrillo de las altas aceras es un trasunto del poniente cuya luz es como una fiesta pobre para los terrenos finales. En esos aledaños conocí a Norah, preclara por el doble resplandor de sus crenchas y de su altiva juventud, leve sobre la tierra. Leve y altiva y fervorosa como bandera que se cumple en el viento, era también su alma. En ese tibio ayer, que tres años prolijos no han empañado, amanecía el ultraísmo en tierras de América y su voluntad de renuevo que fue traviesa y novelera en Sevilla, resonó fiel y apasionada en nosotros. Aquélla fue la época de Prisma, la hoja mural que dio a las ciegas paredes y a las hornacinas baldías una videncia transitoria y cuya claridad sobre las casas era ventana abierta frente a la resignada costumbre, y de Proa, cuyas tres hojas se dejaban abrir como ese triple espejo que hace movediza y variada la inmóvil gracia del rostro que refleja. Para nuestro sentir los versos contemporáneos eran inútiles como incantaciones gastadas y nos urgía la ambición de una lírica nueva. Hartos estábamos de la insolencia de palabras y de la musical imprecisión que los poetas del 900 amaron y solicitamos un arte impar y eficaz en que la hermosura fuese innegable como la alacridad que el mes de octubre insta en la carne y en la tierra. Ejercimos la imagen, la sentencia, el epíteto, rápidamente compendiosos. Y en esa iniciación advino a nuestra fraternidad Norah Lange y escuchamos sus versos, conmovedores como latidos, y vimos que su voz era semejante a un arco que lograba siempre la pieza y que la pieza era una estrella. ¡Cuánta limpia eficacia en esos versos de chica de quince años! En ellos resplandecen dos distinciones: cronológica y propia de nuestro tiempo la una y misteriosamente individual la segunda. La primera es la noble prodigalidad de metáforas que ilustra las estancias y cuyo encuentro de afinidades imprevisibles justifica la evocación de las grandes fiestas de imágenes que hay en la prosa de Cansinos Assens y la de los escaldas medievales —¿no es Norah, acaso, de raigambre noruega?— que apodaban a los navíos potros del mar y a la sangre, agua de la espada. La segunda es la parvedad de cada poesía, parvedad justa y esencial cuya estirpe más fácil está en las coplas que han brotado a la vera de la guitarra antigua y resurgen hoy junto al pozo, también oscuro y fresco y dolorido, de la guitarra patria.
El tema es el amor: la expectativa ahondada del sentir que hace de nuestras almas cosas desgarradas y ansiosas, como los dardos en el aire, ávidos de su herida. Ese anhelo inicial informa en ella las visiones del mundo y le hace traducir el horizonte en grito alargado y la noche en plegaria y la sucesión de días claros en un rosario lento. Tropos que he sopesado en mi soledad, por caminatas y sosiego, y que me parecen verídicos.
Con enhiesta esperanza, con generosidad de lejanías, con arcilla frágil de ocasos, ha modelado Norah este libro. Quiero que mis palabras encareciéndola sean como las hogueras de cedro que alegraban en una fiesta bíblica las atentas colinas y que presagiaban a los hombres la luna nueva.


Norah Lange: La calle de la tarde. Prólogo de J. L. B. Buenos Aires, Ediciones J. Samet, 1925
Incluido en Inquisiciones (1925) Luego en Prólogo, con un prólogo de prólogos (1975)
Luego antologado en Miscelánea

Barcelona, Random-House Mondadori -DeBolsillo-, 2011


Imagen: Foto de Norah Lange (s/f) dedicada a JLB Vía


19/9/17

Jorge Luis Borges: Sobre la descripción literaria







Lessing, De Quincey, Ruskin, Remy de Gourmont, Unamuno, han preocupado y dilucidado el problema que voy a comentar. No me propongo refutar ni corroborar lo que han dicho; más bien indicaré, con acopio de ejemplos ilustrativos, las fallas habituales del género. La primera es de tipo metafísico; en los ejemplos desiguales que siguen el curioso lector la percibirá fácilmente.

Las torres de las iglesias y las chimeneas de las fábricas yerguen sus pirámides agudas y sus tallos rígidos... (Groussac)

La luna conducía su albo bajel por la extensión serena... (Oyuela)

¡Oh luna que diriges como sportswoman sabia por zodíacos y eclípticas tu lindo cabriolé... (Lugones)

Al variar mínimamente la acomodación ocular, vemos la alberca habitada por todo un paisaje. El huerto se baña en ella: las manzanas nadan reflejadas en el líquido y la luna de prima noche pasea por el fondo su inspectora faz de buzo. (Ortega y Gasset)

El puente viejo tiende su arco sobre el río, uniendo las quintas al campo tranquilo. (Güiraldes)

Si no me engaño, los ilustres fragmentos que he congregado, sufren de una leve incomodidad. A una indivisa imagen sustituyen un sujeto, un verbo y un complemento directo. Para mayor enredo, ese complemento directo resulta ser el mismo sujeto, ligeramente enmascarado. El bajel conducido por la luna es la misma luna; las chimeneas y torres yerguen pirámides agudas y tallos rígidos que son las mismas torres y chimeneas; la luna de prima noche pasea por el fondo de la pileta una inspectora faz, que no difiere de la luna de prima noche. Güiraldes muy superfluamente distingue el arco sobre el río y el puente viejo y deja que dos verbos activos —tender y unir— agiten una sola imagen inmóvil. En el jocoso apóstrofe de Lugones, la luna es una sportswoman que dirige "por zodíacos y eclípticas un lindo cabriolé" —que es la misma luna. Los defensores de ese desdoblamiento verbal pueden argumentar que el acto de percibir una cosa —la frecuentada luna, digamos— no es menos complicado que sus metáforas, pues la memoria y la sugestión intervienen; yo les replicaría con el principio taxativo de Occam: No hay que multiplicar en vano las entidades.

Otro método censurable es la enumeración y definición de las partes de un todo. Me limitaré a un solo ejemplo:

Ofrecía sus pies en sandalias de gamuza morada, ceñidas con una escarcha de gemas... sus brazos y su garganta desnudos, sin una luz de joyas; sus pechos firmes, alzados; su vientre, hundido, sin regazo, huyendo de la opulencia nacida en la cintura; las mejillas, doradas; los ojos, de un resplandor enjuto, agrandados por el antimonio: la boca, con el jugoso encendimiento de algunas flores; la frente, interrumpida por una senda de amatistas que se extraviaba en su cabellera de brillos de acero, repartida sobre los hombros en trenzas de una íntima ondulación. (Miró)

Trece o catorce términos integran la caótica serie; el autor nos invita a concebir esos disjecta membra y a coordinarlos en una sola imagen coherente. Esa operación mental es impracticable: nadie se aviene a imaginar pies del tipo X y añadirles una garganta del tipo Y y mejillas del tipo Z... —Herbert Spencer (The philosophy of style, 1852) ha discutido ya este problema.

Lo anterior no quiere vedar toda enumeración. Las de los Salmos, las de Whitman y las de Blake tienen valor interjectivo; otras existen verbalmente, aunque son irrepresentables. Por ejemplo, ésta:

Salió al punto de en medio de la baraja de corchetes y reos un diablo padre, vejancón y potroso, descarriado de piernas, mellado de vista, cavernoso de carrillos, y con la herramienta de arañar tan larga como la de un escribano. Pareció éste tirando por el ramal de una difunta dromedario, con una jornada de cuerpo, tan pesada, terca y perezosa, que conduciéndola al teatro, le faltó poco para reventar el demonio añejo. (Torres Villarroel)

He denunciado en esta página los dos errores habituales del género. En otras (verbigracia, en Discusión, 1932, págs. 109-114) he razonado el único procedimiento que me parece válido. El procedimiento indirecto, el que maneja con esplendor William Shakespeare en la escena primera del acto quinto del Merchant of Venice.



Sur, Buenos Aires, Año XII, N° 97, octubre de 1942

Y también en Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor
Buenos Aires, Editorial Celtia, 1982

Incluido luego en Borges en Sur (1931-1980)
© 1999, María Kodama
Buenos Aires, Penguin House Grupo Editorial, 2016

Imagen: Jorge Luis Borges at the Lincei Academy for the presentation 
of the Balzan Prize on March 1981 in Rome, Italy
Foto: Stefano Montesi, Corbis/Getty Images


18/9/17

Adolfo Bioy Casares: "Borges" (Jueves, 15 de octubre de 1959)






Jueves, 15 de octubre. Come en casa Borges. Cita unos versos de Lugones: Ya está pronta la heroica escarapela que premia los gallardos episodios.* BORGES: «¿Por qué heroica escarapela? Y los gallardos episodios ya no significan nada; son un simple ruido». MI PADRE: «Lugones a veces tenía mucho de payador ripioso». Cuenta mi padre que cuando él estaba en el colegio había un Romagosa, ingeniero, profesor de Física, que explicaba la materia dibujando con tiza en el pizarrón. Una vez dibujó una balanza, iba a ponerse a explicarla; dijo: «Bueno, la balanza no tiene explicación, se explica sola», la borró y empezó a tomar lecciones. Después murió y por los diarios los muchachos se informaron que había sido un genio.** Yo recuerdo la definición de elasticidad en la Física de Rouquette: «Hay cuerpos elásticos». Borges, citando a Bulwer Lytton, comenta que el talento hace lo que puede, el genio lo que debe.*** Afirma que al ir conociendo a profesores uno va descubriendo lo ignorantes que son: «Los grandes especialistas son un mito. Lo que hay es una sociedad internacional de socorros mutuos, una conspiración amistosa de profesores que se cartean, se mandan libros y se invitan». BORGES: «Los personajes de las novelas de antes, de Dickens o de Balzac, serían de dos dimensiones, porque están hechos de una pieza, según una pasión predominante; los personajes para ser reales deben de tener contradicciones, pero deben ser siempre reconocibles. Como Cristo: es imprevisible siempre, y reconocible siempre. Los novelistas estarán entregados a poner por aquí y por allá pequeñas contradicciones...» Cuenta después la broma de Dickens, que duró dos semanas, cuando fingió estar enamorado de la reina Victoria. Habla de un libro de Trilling**** que ha causado estragos entre los alumnos, con toda clase de ideas falsas. BORGES: «Huckleberry Finn es un esclavista; Huckleberry Finn es realista, Tom Sawyer es idealista; el río es un dios (a brown god, Eliot)».***** Sobre La guerra y la paz, observa que es un error empezar una novela con una gran fiesta, con muchos personajes, que el lector deberá individualizar: «¿Por qué Tolstoi somete al lector a tanto esfuerzo, obligándolo a identificar a cada uno? ¿Por qué, si había un sistema tan admirable como el de Una vez había un hombre, se lo dejó caer?» Dice que Susana Bombal no reconoce ningún tango ni los distingue de las milongas. Recordamos que Kirstein, especialista en ballets, oyendo tango creía que estaba oyendo jazz. En la Academia, Capdevila leyó un discurso en honor de un poeta Romagosa, autor de Vibraciones fugaces. BORGES: «Ya Vibraciones, de Silvina Bullrich, parecía ridículo: ¿te das cuenta, Vibraciones fugaces?» 


* «Salmos del combate» [Las montañas del oro (1897)]. 
**  Cf. Bioy, Adolfo (1958): 278-9. 
***  «Talent does what it can; genius does what it must». Son las últimas palabras de Bulwer Lytton. 
**** The Liberal Imagination; Essays on Literature and Society (1950). Borges se refiere al ensayo «Huckleberry Finn», contenido en el libro.
***** «[...] the river/ Is a strong brown god [...] [El río es un fuerte dios moreno (...).B]» [ELIOT, T. S., «The Dry Savages», I. In Four Quartets (1944)]. Eliot alude al Mississippi.

En Bioy Casares, Adolfo: Borges
Edición al cuidado de Daniel Martino
Barcelona: Ediciones Destino ("Imago Mundi"), 2006
Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares en la década del cuarenta 
Foto propiedad familia Casares, en Clarín, 12 de junio de 2015


17/9/17

Jorge Luis Borges: El Dr. Jekyll y Edward Hyde transformados








Hollywood, por tercera vez, ha difamado a Robert Louis Stevenson. Esta difamación se titula El hombre y la bestia: la ha perpetrado Victor Fleming, que repite con aciaga fidelidad, los errores estéticos y morales de la versión (de la perversión) de Mamoulian. Empiezo por los últimos, los morales. En la novela de 1888, el doctor Jekyll es moralmente dual, como lo son todos los hombres, en tanto que su hipóstasis —Edward Hyde— es malvada sin tregua y sin aleación; en el film de 1941, el doctor Jekyll es un joven patólogo que ejerce la castidad, en tanto que su hipóstasis —Hyde— es un calavera, con rasgos de sadista y de acróbata. El Bien, para los pensadores de Hollywood, es el noviazgo con la pudorosa y pudiente Miss Lana Turner; el Mal (que de tal modo preocupó a David Hume y a los heresiarcas de Alejandría), la cohabitación ilegal con Fröken Ingrid Bergman o Miriam Hopkins. Inútil advertir que Stevenson es del todo inocente de esa limitación o deformación del problema. En el capítulo final de la obra, declara los defectos de Jekyll: la sensualidad y la hipocresía; en uno de los Ethical Studies —año de 1888— quiere enumerar “todas las manifestaciones de lo verdaderamente diabólico” y propone esta lista: “la envidia, la malignidad, la mentira, el silencio mezquino, la verdad calumniosa, el difamador, el pequeño tirano, el quejoso envenenador de la vida doméstica.” (Yo afirmaría que la ética no abarca los hechos sexuales, si no los contaminan la traición, la codicia, o la vanidad).
La estructura del film es aun más rudimental que su teología. En el libro, la identidad de Jekyll y de Hyde es una sorpresa: el autor la reserva para el final del noveno capítulo. El relato alegórico finge ser un cuento policial: no hay lector que adivine que Hyde y Jekyll son la misma persona; el propio título nos hace postular que son dos. Nada tan fácil como trasladar al cinematógrafo ese procedimiento. Imaginemos cualquier problema policial: dos actores que el público reconoce figuran en la trama (George Raft y Spencer Tracy, digamos); pueden usar palabras análogas, pueden mencionar hechos que presuponen un pasado común; cuando el problema es indescifrable, uno de ellos absorbe la droga mágica y se cambia en el otro. (Por supuesto, la buena ejecución de este plan comportaría dos o tres reajustes fonéticos: la modificación de los nombres de los protagonistas). Más civilizado que yo, Victor Fleming elude todo asombro y todo misterio: en las escenas iniciales del film, Spencer Tracy apura sin miedo el versátil brebaje y se transforma en Spencer Tracy con distinta peluca y rasgos negroides.
Más allá de la parábola dualista de Stevenson y cerca de la Asamblea de los pájaros que compuso (en el siglo XII de nuestra era) Farid ud-din Attar, podemos concebir un film panteísta cuyos cuantiosos personajes, al fin, se resuelven en Uno, que es perdurable.





En Discusión (1932) [in fine, "Notas"]

En Obras Completas (1939-1941) Tomo 1
Buenos Aires, Sudamericana 2016
© María Kodama 1995, 1996

Imágenes: 
Arriba Dibujo de Borges por Alma Rosa Pacheco Marcos Vía
Póster Dr. Jekyll and Mr. Hyde (original title) de Rouben Mamoulian
Póster El hombre y la bestia, Dr. Jekyll and Mr. Hyde (original title), de Victor Fleming


16/9/17

Jorge Luis Borges: El Uroboros







Ahora el océano es un mar o un sistema de mares; para los griegos era un río circular que rodeaba la tierra. Todas las aguas fluían de él y no tenía ni desembocadura ni fuentes. Era también un dios o un titán, quizás el más antiguo, porque el Sueño, en el libro decimocuarto de la Ilíada, lo llama origen de los dioses; en la Teogonía de Hesíodo, es el padre de todos los ríos del mundo, que son tres mil, y que encabezan el Alfeo y el Nilo. Un anciano de barba caudalosa era su personificación habitual; la humanidad, al cabo de siglos, dio con un símbolo mejor.

Heráclito había dicho que en la circunferencia el principio y el fin son un solo punto. Un amuleto griego del siglo III, conservado en el Museo Británico, nos da la imagen que mejor puede ilustrar esta infinitud: la serpiente que se muerde la cola o, como bellamente dirá Martínez Estrada, "que empieza al fin de su cola". Uroboros (el que se devora la cola) es el nombre técnico de este monstruo, que luego prodigaron los alquimistas.

Su más famosa aparición está en la cosmogonía escandinava. En la Edda Prosaica o Edda Menor, consta que Loki engendró un lobo y una serpiente. Un oráculo advirtió a los dioses que estas criaturas serían la perdición de la tierra. Al lobo, Fenrir, lo sujetaron con una cadena forjada con seis cosas imaginarias: "el ruido de la pisada del gato, la barba de la mujer, la raíz de la roca, los tendones del oso, el aliento del pez y la saliva del pájaro". A la serpiente, Jórmungandr, "la tiraron al mar que rodea la tierra y en el mar ha crecido de tal manera que ahora también rodea la tierra y se muerde la cola".

En Jótunheim, que es la tierra de los gigantes, Utgarda-Loki desafía al dios Thor a levantar un gato; el dios, empleando toda su fuerza, apenas logra que una de las patas no toque el suelo; el gato es la serpiente. Thor ha sido engañado por artes mágicas.

Cuando llegue el Crepúsculo de los Dioses, la serpiente devorará la tierra, y el lobo, el sol.




En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Retrato de Jorge Luis Borges, Silvio Correa/Agência O Globo, 13-08-1984
Al pie: Amuleto referido en el texo
Ouroboros Magic Gem, 3rd Century, British Museum

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