15/9/17

Jorge Luis Borges: Dos libros








El último libro de Wells —Guide to the New World. A Handbook of Constructive World Revolution— corre el albur de parecer, a primera vista, una mera enciclopedia de injurias. Sus muy legibles páginas denuncian al Führer, «que chilla como un conejo estrujado»; a Goering, «aniquilador de ciudades que, al día siguiente, barren los vidrios rotos y retoman las tareas de la víspera»; a Edén, «el inconsolable viudo quintaesencial de la Liga de las Naciones»; a José Stalin, que en un dialecto irreal sigue vindicando la dictadura del proletariado, «aunque nadie sabe qué es el proletariado, ni cómo y dónde dicta»; al «absurdo Ironside»; a los generales del ejército francés, «derrotados por la conciencia de la ineptitud, por tanques fabricados en Checoslovaquia, por voces y rumores radiotelefónicos y por algunos mandaderos en bicicleta»; a la «evidente voluntad de derrota» (will for defeat) de la aristocracia británica; al «rencoroso conventillo» Irlanda del sur; al Ministerio de Relaciones Exteriores inglés, «que parece no ahorrar el menor esfuerzo para que Alemania gane la guerra que ya ha perdido»; a sir Samuel Hoare, «mental y moralmente tonto»; a los norteamericanos e ingleses «que traicionaron la causa liberal en España»; a los que opinan que esta guerra «es una guerra de ideologías» y no una fórmula criminal «del desorden presente»; a los ingenuos que suponen que basta exorcizar o destruir a los demonios Goering y Hitler para que el mundo sea paradisíaco.
He congregado algunas invectivas de Wells: no son literariamente memorables; algunas me parecen injustas, pero demuestran la imparcialidad de sus odios o de su indignación. Demuestran asimismo la libertad de que gozan los escritores en Inglaterra, en las horas centrales de una batalla. Más importante que esos malhumores epigramáticos (de los que apenas he citado unos pocos y que sería muy fácil triplicar o cuadruplicar) es la doctrina de este manual revolucionario. Esa doctrina es resumible en esta disyuntiva precisa: o Inglaterra identifica su causa con la de una revolución general (con la de un mundo federado), o la victoria es inaccesible e inútil. El capítulo XII (págs. 48-54) fija los fundamentos del mundo nuevo. Los tres capítulos finales discuten algunos problemas menores.
Wells, increíblemente, no es nazi. Increíblemente, pues casi todos mis contemporáneos lo son, aunque lo nieguen o lo ignoren. Desde 1925, no hay publicista que no opine que el hecho inevitable y trivial de haber nacido en un determinado país y de pertenecer a tal raza (o a tal buena mixtura de razas) no sea un privilegio singular y un talismán suficiente. Vindicadores de la democracia, que se creen muy diversos de Goebbels, instan a sus lectores, en el dialecto mismo del enemigo, a escuchar los latidos de un corazón que recoge los íntimos mandatos de la sangre y de la tierra. Recuerdo, durante la guerra civil española, ciertas discusiones indescifrables. Unos se declaraban republicanos; otros, nacionalistas; otros, marxistas; todos, con un léxico de Gauleiter, hablaban de la Raza y del Pueblo. Hasta los hombres de la hoz y el martillo resultaban racistas… También recuerdo con algún estupor cierta asamblea que se convocó para confundir el antisemitismo. Varias razones hay para que yo no sea un antisemita; la principal es ésta: la diferencia entre judíos y no judíos me parece, en general, insignificante; a veces, ilusoria o imperceptible. Nadie, aquel día, quiso compartir mi opinión; todos juraron que un judío alemán difiere vastamente de un alemán. Vanamente les recordé que no otra cosa dice Adolfo Hitler; vanamente insinué que una asamblea contra el racismo no debe tolerar la doctrina de una Raza Elegida; vanamente alegué la sabia declaración de Mark Twain: «Yo no pregunto de qué raza es un hombre; basta que sea un ser humano; nadie puede ser nada peor» (The Man that Corrupted Hadleyburg, pág. 204).
En este libro, como en otros —The Fate of Homo Sapiens, 1939; The Common Sense of War and Peace, 1940—, Wells nos exhorta a recordar nuestra humanidad esencial y a refrenar nuestros miserables rasgos diferenciales, por patéticos o pintorescos que sean. En verdad, esa reprensión no es exorbitante: se limita a exigir de los Estados, para su mejor convivencia, lo que una cortesía elemental exige de los individuos. «Nadie en su recto juicio —declara Wells— piensa que los hombres de Gran Bretaña son un pueblo elegido, una más noble especie de nazis, que disputan la hegemonía del mundo a los alemanes. Son el frente de batalla de la humanidad. Si no son ese frente, no son nada. Ese deber es un privilegio.»
Let the Peopk Think es el título de una selección de los ensayos de Bertrand Russell. Wells, en la obra cuyo comentario he esbozado, nos insta a repensar la historia del mundo sin preferencia de carácter geográfico, económico o étnico; Russell también dispensa consejos de universalidad. En el tercer artículo —"Free thought and official propaganda"— propone que las escuelas primarias enseñen el arte de leer con incredulidad los periódicos. Entiendo que esa disciplina socrática no sería inútil. De las personas que conozco, muy pocas la deletrean siquiera. Se dejan embaucar por artificios tipográficos o sintácticos; piensan que un hecho ha acontecido porque está impreso en grandes letras negras; confunden la verdad con el cuerpo doce; no quieren entender que la afirmación: Todas las tentativas del agresor para avanzar más allá de B han fracasado de manera sangrienta es un mero eufemismo para admitir la pérdida de B. Peor aún: ejercen una especie de magia, piensan que formular un temor es colaborar con el enemigo… Russell propone que el Estado trate de inmunizar a los hombres contra esas agüerías, y esos sofismas. Por ejemplo sugiere que los alumnos estudien las últimas derrotas de Napoleón, a través de los boletines del Moniteur, ostensiblemente triunfales. Planea deberes como éste: una vez estudiada en textos ingleses la historia de la guerra con Francia, reescribir esa historia, desde el punto de vista francés. Nuestros «nacionalistas» ya ejercen ese método paradójico: enseñan la historia argentina desde un punto de vista español, cuando no quichua o querandí.
De los otros artículos, no es el menos certero el que se titula "Genealogía del fascismo". El autor empieza por observar que los hechos políticos proceden de especulaciones muy anteriores y que suele mediar mucho tiempo entre la divulgación de una doctrina y su aplicación. Así es: la «actualidad candente», que nos exaspera o exalta y que con alguna frecuencia nos aniquila, no es otra cosa que una reverberación imperfecta de viejas discusiones. Hitler, horrendo en públicos ejércitos y en secretos espías, es un pleonasmo de Carlyle (1795-1881) y aun de J. G. Fichte (1762-1814); Lenin, una transcripción de Karl Marx. De allí que el verdadero intelectual rehuya los debates contemporáneos: la realidad es siempre anacrónica.
Russell imputa la teoría del fascismo a Fichte y a Carlyle. El primero, en la cuarta y quinta de las famosas Reden an die deutsche Nation, funda la superioridad de los alemanes en la no interrumpida posesión de un idioma puro. Esa razón es casi inagotablemente falaz; podemos conjeturar que no hay en la tierra un idioma puro (aunque lo fueran las palabras, no lo son las representaciones; aunque los puristas digan deporte, se representan sport); podemos recordar que el alemán es menos «puro» que el vascuence o el hotentote; podemos interrogar por qué es preferible un idioma sin mezcla… Más compleja y más elocuente es la contribución de Carlyle. Éste, en 1843, escribió que la democracia es la desesperación de no encontrar héroes que nos dirijan. En 1870 aclamó la victoria de la «paciente, noble, profunda, sólida y piadosa Alemania» sobre la «fanfarrona, vanagloriosa, gesticulante, pendenciera, intranquila, hipersensible Francia» (Miscellanies, tomo séptimo, pág. 251). Alabó la Edad Media, condenó las bolsas de viento parlamentarias, vindicó la memoria del dios Thor, de Guillermo el Bastardo, de Knox, de Cromwell, de Federico II, del taciturno doctor Francia y de Napoleón, anheló un mundo que no fuera «el caos provisto de urnas electorales», abominó de la abolición de la esclavitud, propuso la conversión de las estatuas —«horrendos solecismos de bronce»— en útiles bañaderas de bronce, ponderó la pena de muerte, se alegró de que en toda población hubiera un cuartel, aduló, e inventó, la Raza Teutónica. Quienes anhelen otras imprecaciones o apoteosis, pueden interrogar Past and Present (1843) y los Latterday Pamphlets, que son de 1850.
Bertrand Russell concluye: «En cierto modo, es lícito afirmar que el ambiente de principios del siglo XVIII era racional y el de nuestro tiempo, antirracional». Yo eliminaría el tímido adverbio que encabeza la frase.



En Otras inquisiciones (1952)
Imagen: Borges soñado por Miguel Ruibal 
en Terrassa (Barcelona)  Sep. 2017 [+] [+]



14/9/17

Jorge Luis Borges: Tuve la precaución de ser ciego







"Se han equivocado, porque tuve la precaución de ser ciego" afirmó Jorge Luis Borges en París, hace algunos años, ante un grupo de estudiantes que intentaban boicotear un acto en el que participaba, provocando un apagón. La anécdota fue recordada ayer por el ex ministro de Cultura francés Jack Lang, al aludir a la muerte del escritor argentino, que ha causado consternación en Europa. Las reacciones al fallecimiento de Borges coinciden en subrayar la importancia y la altura literaria del escritor, cuya fama, como se puede apreciar en el poema que se publica en esta página, le sorprendía a él mismo.

La muerte de Jorge Luis Borges ha sido acogida en Francia como si se tratara de la desaparición de una gran gloria nacional: el diario Libération le dedicó ayer seis páginas; Le Figaro y Le Matin, dos, y las radios y cadenas de televisión abrieron el domingo sus noticiarios con la información de su muerte y breves reportajes biográficos, informa Soledad Gallego-Díaz desde París. Borges era el escritor de lengua castellana más conocido en Francia y el más traducido: 22 libros desde 1957 hasta hoy. La editorial Gallimard decidió recientemente publicar sus obras completas en la prestigiosa colección La Pléiade."No sabemos aún cuándo podremos publicar el volumen dedicado a Borges", explicó un portavoz de Gallimard, "porque no hemos reunido todavía los manuscritos ni las nuevas traducciones que hemos encargado. Sin embargo, el compromiso es firme, y el propio Borges estuvo de acuerdo". Borges había recibido todo tipo de homenajes oficiales en Francia, incluida la Legión de Honor, que le fue impuesta por el presidente François Mitterrand.

El ex ministro de Cultura francés Jack Lang, que le invitó oficialmente a París en 1982, señaló ayer que la obra de Borges merecía el Premio Nobel. El escritor Michel Tournier le rindió también homenaje como escritor y como hombre: no se puede hablar de él sin evocar su ceguera, sin pensar en Montherlant, que se suicidó cuando tuvo la certeza de que se volvía ciego, o en Jean-Paul Sartre, que se negó a continuar su obra. Jorge Luis Borges reaccionó de forma distinta. Todavía recuerdo que cuando los estudiantes parisienses intentaron boicotear un acto académico al que asistía provocando un apagón, les respondió riendo: "Se han equivocado, porque tuve la precaución de ser ciego".

Por su parte, el actual ministro de Cultura, François Leotard, rindió homenaje al escritor argentino y le calificó como "una de las grandes figuras de la literatura contemporánea". Para Leotard, "la extrema originalidad de su escritura surgía de mezclar constantemente verdad y ficción, razón y fulgor lírico, humor y metafísica", informa EFE.


"Era la literatura"

Los escritores italianos se sienten como huérfanos sin Borges. Era un autor que habían conocido tarde, pero al que se habían aficionado como si no debiese morir. "Más que un literato, era la literatura; más que los libros, y habiendo leído todo Borges, era también el lector", ha afirmado Guido Cerenotti. Alberto Moravia recordaba ayer que cada encuentro con Borges le dejaba en su espíritu siempre "el poso de una gran emoción", informa desde Roma Juan Arias. En Italia, donde se le sigue dando gran relieve a la obra literaria dejada por el que ha sido considerado el "mayor genio de la lengua castellana de los últimos tiempos", se insiste en que Borges era más que un escritor: "Es como si se hubiese ya desencarnado en vida para convertirse en voz del misterio", se afirma. 

Uno de los mayores escritores actuales, verdadero genio de la lengua de Dante, Giorgio Manganelli, ha escrito en Il Messagero que si "el nada que decir" es el destino de la literatura, la grandeza de Borges consistió "en el uso de la ironía para prohibirse entrar en profundidad".

Borges aseguraba "tener Portugal en la sangre y en la memoria". En la visita que realizó a este país, en octubre de 1984, el escritor recordó el cariño que sentía "hacia la tierra de sus mayores" y que le llevó a editar las obras de Eça de Querioz y apreciar la poesía portuguesa en general y de Fernando Pessoa en particular, informa Nicole Guardiola desde Lisboa. 

El comité que concede los Nobel de literatura fue acusado ayer, en un artículo que publica The Washington Post, de padecer "absoluta ceguera", por haberse olvidado del literato argentino, informa Efe. La Prensa de Estados Unidos destaca el fallecimiento de Borges en primera página. 

Asimismo, la prensa diaria de Alemania Occidental dedicó amplio espacio en sus páginas de cultura a evocar la figura de Jorge Luis Borges, según informa Hermann Tertsch desde Bonn. En el Frankfurter Aligemeine Zeitung, Hans Peter Borde publicó un artículo en el que califica a Borges como el autor que más que ningún otro representa la idea de la literatura mundial. 

Los medios periodísticos más importantes del Reino Unido se han hecho eco de la muerte de Borges, sin escatimar elogios, informa desde Londres Conxa Rodríguez. Para The Observer, el hijo único de un abogado culto y de una profesora que le hablaba en inglés" se convirtió en el mejor escritor de América Latina. Para The Sunday Times, "Borges era un experto en las cosas más inesperadas, no sólo en el menospreciado tango, sobre el que escribió con perspicaz conocimiento, y explicó sus inicios en la sociedad no en los salones de té sino en los prostíbulos de Buenos Aires".

Haber visto crecer a Buenos Aires, crecer y declinar.Recordar el patio de tierra y la parra, el zaguán y el aljibe.
Haber heredado el inglés, haber interrogado el sajón.
Profesar el amor del alemán y la nostalgia del latín.
Haber conversado en Palermo con un viejo asesino.
Agradecer el ajedrez y el jazmín, los tigres y el hexámetro.
Leer a Macedonio Fernández con la voz que fue suya.
Conocer las ilustres incertidumbres que son la metafísica.
Haber honrado espadas y razonablemente querer la paz.
No ser codicioso de islas.
No haber salido de mi biblioteca.
Ser Alonso Quijano y no atreverme a ser don Quijote.
Haber enseñado lo que no sé a quienes sabrán más que yo.
Agradecer los dones de la luna y de Paul Verlaine.
Haber urdido algún endecasílabo.
Haber vuelto a contar antiguas historias.
Haber ordenado en el dialecto de nuestro tiempo las cinco o seis metáforas.
Haber eludido sobornos.
Ser ciudadano de Ginebra, de Montevideo, de Austin y (como todos los hombres) de Roma.
Ser devoto de Conrad.
Ser esa cosa que nadie puede definir: argentino.
Ser ciego.
Ninguna de esas cosas es rara y su conjunto me depara una fama que no acabo de comprender.

(Publicado en La cifra, 1981)

En El País, Madrid, 17 de junio de 1986
Gigantografía homenaje a Jorge Luis Borges
Plaza Vaticano, Buenos Aires, Foto Florencia Giani


13/9/17

Jorge Luis Borges: El destino de Ulfilas






Ulfilas, obispo de los godos y padre de las literaturas germánicas, figurará hasta el fin de esta nota, pero tal vez no será su protagonista. En el siglo III, las hordas blancas que asolaban las fronteras de Roma traían de la guerra largos arreos de cautivos cristianos; una fuente griega del siglo V dice que los mayores de Ulfilas, oriundos del Asia Menor, fueron arrebatados y conducidos al Norte del Danubio. Ulfilas (Wulfila, Lobezno) nació en 311; es verosímil suponer que en sus venas confluyeron sangre siria y sangre germánica. Enviado en rehenes a Constantinopla, profesó el arrianismo, doctrina (o herejía) cristiana que enseña que el Padre es anterior al Hijo, "pues el que engendra es anterior a lo engendrado", si bien admite que la misteriosa generación ocurrió antes del tiempo y fuera del tiempo... Ejerció, durante unos años, el cargo de lector de las Escrituras; en 341, Eusebio de Nicomedia (negador de que el Hijo fuera consustancial con el Padre) lo elevó directamente al episcopado y le encomendó la dura misión de evangelizar a los godos. Ulfilas, en su patria, pudo formar y dirigir una creciente comunidad de conversos. El éxito de su labor misionera despertó la ira del rey; un carro, con el tosco ídolo de Thunor o de Woden, recorrió el país y quienes le negaron su adoración fueron entregados al fuego. El rigor continuó; hacia el año 348, Ulfilas atravesó el Danubio con su pueblo, sus rebaños y sus majadas, y los condujo a una retirada región. Lejos del tumulto guerrero de sus hermanos, los conversos emprendieron en esa tierra (que yace al pie de la cordillera de los Balkanes) una vida pacífica y pastoril. Dos siglos después, el historiador Jordanes escribiría: "Otros godos hubo también llamados menores, nación inmensa, cuyo obispo y jefe fue Vúlfilas, que, según es fama, los instruyó en el arte de la escritura; son los que habitan ahora en Eucópolis, en la región de Mesia. Pobres e imbeles, se establecieron al pie de una montaña, sin otro caudal que el ganado, los campos y los bosques. Sus tierras, abundantes en frutos de toda especie, dan poco trigo, y en lo que se refiere a las viñas, muchos no saben que hay tal cosa en el mundo; sólo se alimentan de leche" (De rebus Geticis, LI). Ulfilas, guiando a su pueblo de pastores a una tierra de promisión, recuerda fatalmente a Moisés; es razonable imaginar que éste fue su arquetipo y que en la travesía del Danubio se reflejó la travesía del Mar Rojo.

Ulfilas redactó tratados polémicos en griego y en latín; de los primeros ni una línea perdura, y de los latinos sólo la breve confesión en que reiteró, en la hora de la muerte, su fe: Ego Ulfilas semper sic credidi... Su obra capital fue la traducción gótica de la Biblia. Para escribirla, tuvo que crear un alfabeto, porque los godos carecían de escritura cursiva y el alfabeto rúnico empleado para la escritura epigráfica en alhajas de metal, en discos, en armas, en piedras sepulcrales y en remos, evocaba las viejas hechicerías y las viejas divinidades. Runa, en los idiomas germánicos, significaba letra y misterio; el dios Odín, en la Edda Mayor, dice que para alcanzar esas letras mágicas, pendió durante nueve noches de un árbol cuya raíz no han visto los hombres, "herido de lanza, ofrecido a Odín, yo mismo a mí mismo"... Cinco letras rúnicas tomó Ulfilas, dieciocho griegas, una cuyo origen se ignora y una latina, y con ellas fabricó la escritura que se llamó ulfilana y también mesogótica.

Es sabido que en griego la palabra Biblia es plural; quiere decir libros y designa el heterogéneo conjunto de los sesenta y tantos libros canónicos de Roma y de Israel. Trasladar esa larga literatura, a veces compleja y abstrusa, a un dialecto de guerreros y de pastores, es un trabajo que parecería, a priori, imposible. Doce siglos después, Lutero confesó que Job se mostraba tan reacio a la traducción como a los consuelos de Elifaz y Bildad y que exigir que los profetas hebreos hablaran alemán era como exigir que el ruiseñor imitara al tordo; si esto se dijo de una lengua ya trabajada por los trovadores y por los místicos, ¡cómo habrá luchado el antecesor con ese otro alemán visigótico de los aduares del Mar Negro! Razones prudenciales, nos dicen, le aconsejaron omitir los Libros de los Reyes, que corrían el albur de estimular el instinto bélico de la raza; todo lo demás lo tradujo. Prodigó, como es natural, barbarismos y neologismos: tuvo que civilizar el idioma. Habló de Aiwwa, de Iudaland y de Paitrus (Eva, Judea, Pedro). Escribió aikklesjo, aiwaggeljo, anathaima, diabaulus, diakaunus y praufetes (iglesia, evangelio, anatema, diablo, diácono y profeta). Sonreír de estas deformaciones es fácil y acaso inevitable, pero mejor es recordar que no hay lengua (salvo la que habló Adán en el Paraíso) que no sea una torpe deformación de otras coetáneas o anteriores. Los idiomas germánicos permiten palabras compuestas; Ulfilas forja o emplea gud-hus (casa de Dios) por templo, y figgra-gulth (oro del dedo) por anillo. Fuego de la mano lo llamarán, seis siglos después, los poetas cortesanos de Islandia... En el Evangelio de Marcos (8: 36) está escrito: "¿Qué aprovechará al hombre si granjeare todo el mundo y pierde su alma?"; Ulfilas traduce mundo (cosmos, orden, en el original) por fair-hvus (fair house, bella habitación). En la Epístola de San Pablo a los Gálatas recurre [a] la palabra gentiles, que se opone a cristianos; Ulfilas, fiel al rigor etimológico, la traduce por thiudos, plural de thiudisks (popular) que dará, al cabo de unos siglos, teutsch y tudesco*. Ker deplora la servil literalidad del trabajo de Ulfilas; olvida el embarazo que tiene que infundir en el traductor un texto sagrado.

Más de treinta años gobernó a los godos Ulfilas, como jefe temporal y como prelado. En 381, el concilio de Constantinopla afirmó (contra los macedonios y los arrianos) que el Hijo y el Espíritu Santo son consustanciales con el Padre; se atribuye a esta controversia y a la condenación de su fe la última enfermedad y la muerte del venerable traductor. Esta ocurrió en la primavera de 382, en Constantinopla. En la misma ciudad (y maravillado por ella hasta el servilismo) murió en esos días el rey que había hecho quemar a quienes no adoraban al ídolo.

Cuando la Biblia visigótica se escribió, no había otro libro germánico. Palabras sueltas grabadas en un hierro de lanza o en un collar, ásperos cantos para entrar en batalla o para suplicar a los dioses, ensalmos para componer huesos dislocados o para mitigar un dolor reumático, agotaban la pobre "literatura" de las tribus del Norte. Más de tres siglos pasarían antes que surgiera en Nortumbria la Gesta de Beowulf, y ya los visigodos tenían la Biblia, los visigodos que saquearon a Roma y fundaron la monarquía de España.

A principios de la era cristiana, los dialectos teutónicos se habían dividido en tres grupos: el oriental, el occidental y el septentrional. El septentrional dio la donsk tunga (lengua danesa) de los vikings, que llegó a las costas de América y a las ciudades de Constantinopla y de Kiev; el occidental, las lenguas de Alemania y de Inglaterra, que hoy abarcan el mundo; el oriental, que Ulfilas adiestró para un complejo porvenir literario, ha perecido enteramente.


* Ovidio y Juvenal usaron paganus como sinónimo de rústico; después el nombre se aplicó a los aldeanos (a los hombres del pagus, del pago) que permanecían fieles al culto de los antiguos los dioses. Gibbon ha sugerido que el cristianismo no opuso paganus a urbanus sino a miles; el cristiano era soldado de Cristo; el idólatra, un mero paisano o civil. En España guarda los dos sentidos de rústico y de no militar.

Buenos Aires Literaria
Buenos Aires, Año I, N° 5, febrero de 1953


Existe otro texto anterior titulado "Ulfilas", publicado en el libro Antiguas literaturas germánicas, México, Fondo de Cultura Económica, 1951. Véase También Jorge Luis Borges, Literaturas germánicas medievales, 1978, en Obras completas en colaboración
Esta versión ha sido ampliada por el autor.

Incluido en Textos recobrados 1931-1955
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi 
© María Kodama 2001 
© Emecé Editores 2001


Arriba: Fotos de Jorge Luis Borges en librería Alberto Casares
Suipacha 541, septiembre 2012
Fuente Visto en Baires 

Abajo Caracteres ulfilanos en la primera página Códice Argenteus






12/9/17

Oscar Peyrou: Esmeralda 860. A propósito de recuerdos de Borges, Bioy y Gombrowicz







Los veía tan a menudo, que no recuerdo casi nada de ellos. En el piso de mis tías, en la calle de la Esmeralda, siempre había invitados. Aunque hablaban todos los días por teléfono, Bioy y Silvina Ocampo no aparecían casi nunca por ese lugar enorme, luminoso y oscuro. Para mí, era la casa de Julia y Graziella, aunque también ahí vivía mi tío Manuel. Era un quinto piso y tenía un balcón de hierro. Cuando miraba hacia abajo, me daba vértigo. En la década de 1940, Borges pensó en suicidarse arrojándose desde allí.
Borges, su hermana Norah, su madre y  Adolfo  de  Obieta  (hijo de Macedonio Fernández) iban a todas las celebraciones familiares.  Una vez, Norah apareció con su marido, Guillermo de Torre.  Lo invitaron a acomodarse en el sillón en el que se sentaba mi abuelo  un sacrilegio y se quedó allí, al margen.
La voz de Norah era extremadamente aguda y decía con frecuencia "querido". Por eso contrastaba con su hermano. Borges siempre iba vestido de gris y casi nunca hablaba de literatura. Manuel y él solían hacer chistes y juegos de palabras. Pero se reían poco. Una vez hubo una discusión entre Borges y Xul Solar sobre cómo se pronunciaba la palabra fuego en islandés antiguo. La diferencia se limitaba a una vocal. Xul Solar era pintor y había inventado un juego. Lo llamaba el Pan-Juego. Era una especie de ajedrez tridimensional que se jugaba en tres tableros paralelos. Las piezas, además de su valor original, representaban un color, una letra, un número y un sonido. Cada movimiento tenía por finalidad un acorde, una representación cromática, una cifra y una frase. Creo que en Buenos Aires sólo había una persona capaz de jugar con Xul. Cuando murió, su viuda le confesó a Julia: "Cuando nos casamos, me regaló el Este".
Julia y Norah eran muy amigas. Las dos pintaban ángeles. La madre de Borges era pequeña y cariñosa. Amaba a Eça de Queiroz. Parecía muy dulce. Me sorprendió enterarme que controlaba tanto a su hijo. Durante unos años también iba a la casa de Esmeralda el cubano Virgilio Piñera. Era simpático y fumaba. Creo que a Manuel no le caía muy bien. Tampoco Witold Gombrowicz, muy amigo de Graziella.
En cada uno de los dormitorios de los hermanos reinaban diferentes ídolos. En el de Julia, Joyce, Cary, Klee, Chagall, Lord Dunsany; en el de Manuel, Faulkner, Edgar Lee Masters, Capote, Sandburg, y en el de Graziella, Dickens y Bernard Shaw de quien estaba enamorada.
Julia tenía los ojos azul oscuro y el aspecto etéreo de los ángeles de sus cuadros. Le gustaba más Klee que Picasso. Cuando murió, yo ya estaba en Madrid. Para despedirme, apoyé suavemente la mano sobre una de sus acuarelas. Manuel era, según Borges, un hombre reservado. Algo extravagante y generoso. Yo pensaba que le gustaba Faulkner porque en alguna de las novelas del autor norteamericano los protagonistas son un tío y su sobrino.
Las pasiones de Manuel Peyrou fueron la literatura, las mujeres, los juegos de palabras, la gastronomía y las paradojas. Siempre imaginé que, con cierta perversidad, él y Bioy narraban sus conquistas a Borges y que éste seguía esos amores ajenos con nervioso interés y turbación.
Manuel tuvo una novia que murió durante una operación sencilla. Ella tuvo una premonición porque le dejó dinero para que publicara su primer libro. Cuando me enteré de esta historia mi tío adquirió un trágico prestigio. Cuando estaba ausente, buscaba en su habitación rastros de esa mujer misteriosa. Solo hallé una caja de cartuchos Remington del 32 largo con la punta chata y una ristra de petardos rojos.
Se consideraba un aventurero sedentario. En una entrevista dijo: "Me gusta la aventura cuando ésta es tan cómoda como la ausencia de aventura. Me parezco a ese personaje de un cuento inglés que quería cometer un desliz siempre que el desliz fuera confortable, honesto, apropiado a la clase media de su país, y entonces decidió raptar a su mujer, con lo cual conciliaba la aventura con la respetabilidad".
Graziella hacía traducciones y escribía cuentos. Una vez, tras su muerte, estaba hojeando una biografía de Gombrowicz y la vi en una fotografía con el escritor polaco, que la menciona en varias cartas. Fue una sorpresa. Severo Sarduy me había dicho que mis tías tenían uno de los salones literarios más importantes de Buenos Aires. Es una exageración. Imagino que para ellas, un salón literario era algo vulgar. Sólo se trataba de amigos que pasaban a tomar el té. Para ellas el asunto no debía tener mayor importancia.
En El País, Madrid, 29 de marzo de 2003
Retrato de Jorge Luis Borges, Foto ilgiornale.it

11/9/17

Jorge Luis Borges: Sarmiento




Antes de la historia está el mito y por ese crepúsculo andan formas que, incomprensiblemente, son otras: el hombre que también es un pez, el águila que también es león, el hombre con cabeza de toro, como Dante lo soñó, a través de unas ambiguas palabras de las Metamorfosis, el toro con cabeza de hombre. Tales monstruos pueden ser fruto de un arte combinatorio de la imaginación, ciertamente más prodigiosa que la de Lulio, pero también pueden figurar la sospecha de que cada cosa es las otras y de que no hay un ser que no encierre una íntima y secreta pluralidad. Sarmiento, creo, fue un hombre deslumbrado y casi cegado por la simultánea y doble visión de una miseria actual de la patria y de una futura grandeza. En los muchos volúmenes de su obra son muchos los lugares que atestiguan esta contradictoria visión; acaso ninguno es más claro que este fragmento de una carta que escribió desde Chile a Juan Carlos Gómez y que Luis Melián Lafinur ha dado a la imprenta: “Montevideo es una miseria, Buenos Aires una aldea, la república Argentina una estancia. Los estados del Plata, reunidos, son un casco de potencia de primer orden, un pedazo del mundo, frente de la raza humana, enfrentada en América, la tela para grandes cosas”. Wilde pensaba que en cualquier momento de nuestra vida somos todo lo que hemos sido y todo lo que seremos; Sarmiento parece haber sentido en cada faceta del tiempo la esencia múltiple de la patria. Su despiadada percepción de la pobre realidad del país fue, sin duda, un escándalo para quienes lo veían magnificado por el sentimiento romántico o por el sentimiento neoclásico; su percepción fastuosa de una grandeza venidera o latente fue, sin duda, un escándalo para quienes no percibían sino la realidad mediocre o atroz. Él veía el anverso y el reverso, y los dos a un tiempo y los dos con una claridad de relámpago.
En la niñez el Facundo nos ofrecía el mismo deleitable sabor de fábula que las invenciones de Verne o que las piraterías de Stevenson; la segunda dictadura nos ha enseñado que la violencia y la barbarie no son un paraíso perdido, sino un riesgo inmediato. Desde mil novecientos cuarenta y tantos somos contemporáneos de Sarmiento y del proceso histórico analizado y anatematizado por él; antes lo éramos también, pero no lo sabíamos. El color temporal y el color local son otros ahora, pero las páginas de Sarmiento nos muestran de un modo irrefutable y terrible su actualidad o eternidad.
Buenos Aires, febrero de 1961
En diario La Nación, Buenos Aires, 12 de febrero de 1961
Y en La Gaceta, publicación del Fondo de Cultura Económica, México, Año VI [7], Nº 80, abril de 1961
Y en Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor, Buenos Aires, Celtia, 1982


Luego en Textos recobrados 1956-1985
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi 
© 2003 María Kodama 
© Emecé editores Buenos Aires, 2003



Véase también: Sarmiento y Sarmiento

Imagen: Sarmiento por Auguste Rodin en los Bosques de Palermo
Interesante dónde está emplazada: Los predios de Rosas, mirando hacia fuera
Foto: Isaías Garde, 2007

10/9/17

Carlos Mastronardi: Borges






XXIII

Una vez más hacemos memoria de las opiniones y pareceres que oímos de labios de Borges a lo largo de muchos diálogos animosos. Una parte considerable de nuestra reconstrucción corresponde a sus años de juventud, pero es evidente que no seguimos aquí un orden estrictamente cronológico. Nos libramos a los azares del recuerdo y del olvido, proceder que justamente por antimetético acaso permite recuperar la fluidez y el sabor de una conversación que se renueva a través de muchos días. Borges (ese doctor Johnson sudamericano de quien somos el atento Boswell), acuña juicios y observaciones sin recurrir a énfasis alguno, como si buscara con inocencia, ajeno a los efectos que originan sus palabras, el esclarecimiento de una cuestión que le preocupa. El tono y el ritmo entrecortado de sus frases dejan la impresión de que está pidiendo excusas por cuanto dice. Se advierte que huye de la brillantez y disimula sus aciertos.
Al pasar junto al atrio de una iglesia, oímos la voz de un mendigo. Después de responder a su llamado, planteamos el inmemorial problema estético: ¿por qué razón el mendigo del teatro o de la novela puede conmovernos más que su modelo real? No ha de ser arriesgamos porque el alma humana se nutre de ficciones. Borges habla:
"Nos conmueve más porque lo conocemos. En el transcurso de dos o tres horas podemos mirarlo de un modo no eventual. El que acabamos de ver es apenas una imagen, una percepción suelta que estuvo en nuestro espíritu unos pocos segundos. En ese término, que es el de una instantánea impresión visual, no pudimos identificarnos con él. Con mucha frecuencia, la vida cotidiana sólo nos suministra sombras. Atado a preocupaciones y tareas, el espíritu mira sin ver. Por cierto, estos descosidos pareceres no jubilan tan compleja cuestión".

XXIV

Borges sólo siente el deleite de la música a través de las palabras. En el terreno literario, desde sus años de juventud, cuando todavía su visión era normal, se muestra distante y apartado de los efectos plásticos, de los modos expresivos que tienden a rescatar colores. Todo artista es un centro vivo de afinidades y oposiciones. En cierta medida, Borges se forma por oposición al Modernismo, cuyos adeptos abundan en hallazgos cromáticos. Apenas cumplidos los 23 años, como lo declara de manera explícita el prólogo de Fervor de Buenos Aires, su primer libro, se decide por la opacidad y practica una poesía voluntariamente despojada de alusiones al mundo externo. No entra en sus planes el esplendor que se alcanza por la vía descriptiva. Si nos atenemos a los fines que se propone, habrá de parecernos extraño que la música arte cuya única condición es el tiempo no resuene en su intimidad, por cierto compleja y rica. Descartada la sustancia extensa, se diría que ninguna de las artes sujetas al principio de sucesión puede ser ajena a su alma. Sin embargo, oye algunas piezas musicales con la misma indiferencia con que oye al doctor Capdevila. Las rapsodias de Brahms constituyen una excepción digna de mencionarse. El agrado que en él suscitan estas obras de raíz popular es aprendizaje y don de Graciela Peyrou, cuya hospitalidad melodiosa rinde así buen fruto.
Por lo demás, siempre que se habla de música, Borges se limita a decir que le gustan mucho los tangos. Acaso se trate de una actitud que viene de su primera mocedad y que ahora reitera, con alguna coquetería, de manera automática. No se esfuerza por conocer el orbe puramente temporal del concierto y la sinfonía. Ya transpuestos sus 40 años, lo invito a una audición de violín a la que debo asistir por obligación periodística. En la puerta del desaparecido teatro Ateneo, lugar del espectáculo, aclara con timidez: 
"Creo que es la segunda vez que asisto a un concierto".
La luz de la sala es precaria; en un entreacto, alguien se queja de la escasa visibilidad. Como tantos otros, el quejoso quiere apreciar la proeza física, el esfuerzo muscular del violinista. De tal modo, el arte se vuelve fisiología. Borges observa que la luz no es necesaria: 
"El violinista no ejercita un arte del espacio. Podemos estar a oscuras".

XXXVII

Agosto de 1948. Hoy me encontré con Borges, quien me habló de la muchacha a la cual profesa una ternura unilateral. (Por lo visto, "mi pecho es de violetas para la confidencia", como diría M. Fernández). 
Alimento del recuerdo y del venidero análisis, esa cruel aporía, esa indiferente belleza —según la define le trae una dicha que ya quiere ser desdicha. Evocó de este modo sus últimos encuentros con ella: "Era tan agradable su compañía, me alegraba tanto poder nombrarla y sentir el resplandor de su cabellera, que casi olvidé la indiferencia que me destina". En otra ocasión, quizá bajo un estado de ánimo más sombrío, me confió que estar con ella, salir con ella, son hechos que subrayan la imposibilidad de interesarla y atraerla. "Cuando hay varias personas, agrega lo íntimo no pesa y se borra esa triste impresión". Es evidente que cultiva el infortunio con lúcida complacencia. Como todo lo habitual, ese infortunio ya se ha vuelto benigno, llevadero.

XL

El interés que en el despiertan los libros, nada tiene de sistemático. No se somete al orden sucesivo que fijó el autor, sino que saltea páginas o vuelve sobre las ya leídas, según las exigencias de su curiosidad y de su gusto. Se detiene aquí y allá, retoma la marcha y a veces prescinde de algunos capítulos, pues su naturaleza le impide hacer de la lectura una grave ceremonia, y mucho menos un deber fríamente impuesto a su espíritu. Quizá no leyó todo el Quijote; quizá no leyó todas las cláusulas y períodos que integran El mundo como voluntad y representación, pero vuelve siempre a esas obras, con las cuales mantiene íntimo trato desde sus años mozos. A lo largo de lustros y decenios, muchas noches lo vieron repasar las páginas de aquellos libros que, si ya no le traen sorpresa, hoy como ayer responden a sus apetencias profundas. Regresa a los pasajes o las líneas que lo tocan de manera esencial. No asume la obligación, pongamos por caso, de estudiar todo Berkeley, todo Hume o todo Carlyle, pero siempre está con ellos. Por lo demás, Borges separa con prontitud lo principal de lo accesorio. Su agudeza inquisitiva le permite discernir y desprender, aun de los textos más farragosos, la virginal riqueza que nos traen. Esta pericia de rastreador merece destacarse; es sabido que muchos lectores se pierden en la maraña de frases digresivas y de proposiciones incidentales que acumulan filósofos y ensayistas.
Respecto de las novelas, Borges estima que, a diferencia de las narraciones breves, son obras para entrar y salir, pues en ellas importan los quietos caracteres o los graduales ambientes, no los hechos que se precipitan hacia un fin determinado. El deleite que encuentra en Proust y en Joyce es de tal índole que no puede seguirlos con el solo afán de informarse acerca de ellos, como si fueran dos objetos de solemnes estudios monográficos. Borges los llama y convoca desde su propia intimidad, sólo atento al noble agrado que le dispensan. De ahí que pueda hablar de estos escritores y de muchos otros, clásicos o modernos, con la misma soltura con que habla del reciente acto literario o del amigo con el cual acaba de encontrarse.

L

Hacia el cuarenta y tantos, cuando la guerra mundial es el tema o la pesadilla de todos, Borges publica un libro de relatos fantásticos. Los diarios, con atención excluyente, dedican numerosas páginas a las operaciones militares que se cumplen en Europa, en Asia y en África. No obstante tratarse de una obra excelente, de una obra que en cierto modo corrige o atempera la excesiva realidad que viven los hombres, la de Borges sólo obtiene un breve comentario periodístico. Fuera de esa mínima gacetilla, ningpun eco, ninguna resonancia. Pero se resigna a ese dilatado silencio y formula esta pregunta con ánimo sereno: 
"¿Cómo competir con el bombardeo de Londres?".

LI

Afirma que son dos las grandes fuentes en que abreva la cultura occidental. Estas antiguas fuentes surten de mitos, símbolos y alegorías a todo el mundo civilizado. El sitio de Troya y el sacrificio de Cristo Helena y la Cruz son los incesantes manantiales donde bebemos. Y agrega con voluntad de síntesis:
"Dos agonías inmortales la agonía de un Dios humanizado y la de una ciudad largamente sitiada por el hierro y el fuego viven en la memoria de los hombres y renuevan sin cesar las posibilidades del arte."

LIV

Se habla de la dietética criolla y se elogian algunas costumbres culinarias locales. Borges menciona con agrado la mazamorra, el dulce de leche y el pastel de humita, pero dice que no es adepto al puchero. Su rechazo, por ser de índole abstracta, excluye la decisión inmediata de los sentidos: 
"No me gusta el plato heterogéneo. Tiendo a lo elemental. La carbonada y el puchero, en mi opinión, por cierto falible, son nuestros platos más barrocos, más parecidos a las mixturas de Góngora y de Gracián. Poco entiendo de estas cosas. Además, es muy bueno comer pero no es tan bueno hablar de comidas."
Cierto escritor francés, huésped de Buenos Aires y muy aficionado a la buena mesa, pregunta a Borges cuál es nuestro plato nacional típico. Con bien sazonada ironía, éste responde que los ravioles.

LVII

El poeta Francisco Luis Bernárdez, cuyo teísmo se lleva bien con la filosofía de Unamuno, cita algunas páginas de El sentimiento trágico de la vida y afirma que la inmortalidad personal, con la plena posesión del pasado, constituye el punto de partida de toda indagación metafísica, por ser el problema previo a todo problema. Borges observa que se trata de una cuestión subordinada, ya que primero debemos saber en qué madera estamos plasmados y cuáles son los fines del universo, si es que realmente responde a fines inteligibles. Piensa que la inmortalidad personal, en un mundo de espectros que no llevan rumbo alguno, carece de sentido: la perennidad del alma requiere justificación y solicita coherencia. ¿Para qué fatigarlo a Dios?

LXXIII

El novelista M. L. cultiva cierto dandysmo intelectual que se resuelve en humoradas y extravagancias siempre llamativas. La gente letrada lo mira con prevención, y a veces con desafecto. Sin embargo, las honras y las distinciones lo ponen en evidencia. Entre irónico y asombrado, Borges comenta: 
"M. L. es el hombre más aborrecido y más agasajado de Buenos Aires ¿No es raro? Uno oye censuras pero presencia banquetes innumerables."

LXXV

Se refiere a cierto escritor que languidece entre costosos objetos suntuarios. En su casa pueden verse dice muchas cosas que deparan bienestar, pero el destino literario de ese poderoso es incierto. Estas circunstancias personales lo llevan a la siguiente conclusión general:
"El adulto no identifica la felicidad con la mera posesión de objetos. A diferencia del niño, los artefactos no le traen dicha. El hombre realmente adulto no desea cosas; más bien codicia símbolos."


En: Mastronardi, Carlos; Borges
Academia Argentina de Letras, Buenos Aires (2007)
Fragmentos publicados en La Nación, 22 de julio de 2007
Ilustración: Borges y Mastronardi, por Cejas

9/9/17

Dos Cartas sobre «El Desafío» de Jorge Luis Borges








(La publicación de uno de los capítulos [El Desafío]
que integran la «Historia del tango» valió
a su autor estas dos cartas, que ahora enriquecen el libro)
C. del Uruguay (E. R.),
27 de enero de 1953
Señor 
Jorge Luis Borges
He leído en La Nación del 28 de diciembre «El Desafío».
Dado el interés que usted manifiesta por hechos de la naturaleza del que narra, pienso que le será grato conocer uno que contaba mi padre, fallecido hace muchos años, diciéndose testigo presencial del mismo.
Lugar: el saladero «San José» de Puerto Ruiz, próximo a Gualeguay, que giraba bajo la firma Laurencena, Parachú y Marcó.
Época: Allá por los 60.
Entre el personal del saladero, casi exclusivamente de vascos, figuraba un negro de nombre Fustel, cuya fama como diestro en el manejo del facón había trascendido los límites de la provincia, como usted verá.
Un buen día llegó a Puerto Ruiz un paisano lujosamente vestido al estilo de la época: chiripá de merino negro, calzoncillo cribado, pañuelo de seda al cuello, cinto cubierto de monedas de plata, en buen caballo aperado regiamente: freno, pretal, estribos y cabezada de plata con adornos de oro y facón haciendo juego.
Se dio a conocer diciendo que venía del saladero «Fray Bentos», donde se había enterado de la fama de Fustel, y que, considerándose muy hombre, deseaba probarse con él.
Fue fácil ponerles en contacto, y no habiendo motivos de ninguna clase de malquerencia, se concertó el lance para el día y hora determinados, en el mismo lugar.
En el centro de una gran rueda formada por todo el personal del saladero y vecinos, comenzó la pelea, en la que ambos hombres demostraban admirable destreza.
Después de largo rato de lucha, el negro Fustel consiguió alcanzar a su rival con la punta del facón en la frente, haciéndole una herida que aunque pequeña empezó a manar bastante sangre.
Al verse herido, el forastero tiró el facón y, tendiéndole la mano a su contrincante, le dijo: «Usted es más hombre, amigo».
Se hicieron muy buenos amigos, y al despedirse se cambiaron los facones en prueba de amistad.
Se me ocurre que manejado por su prestigiosa pluma, este hecho, que creo histórico (mi padre nunca mintió), podría servirle para rehacer el libreto de su film, cambiando el nombre de «Los orilleros» por «Nobleza Gaucha», o algo parecido.
Lo saluda con especial consideración
Ernesto T. Marcó

§§§
Chivilcoy,
diciembre 28 de 1952
Señor Jorge Luis Borges, en La Nación

De mi distinguida consideración:
Ref.: Comentarios a «El Desafío» (28/12/52)

Escribo esto con un propósito de información y no de rectificación, por cuanto lo esencial no sufre alteración alguna, variando sólo algunas formas del hecho.
Muchas veces escuché a mi padre detalles del duelo que sirve a la sustancia de El Desafío aparecido en La Nación de hoy, quien a la sazón habitaba en un campo de su propiedad sito en las proximidades de la «Pulpería de Doña Hipólita», cuya playa aledaña fue el escenario en que se desarrolló el terrible duelo entre Wenceslao y el paisano azuleño —el mismo visitante se lo dijo a Wenceslao que procedía del Azul, hasta donde llegaran las mentas de la destreza de éste— que vino a dirimir posiciones.
Cerca de una parva de pasto seco comieron los rivales, seguramente estudiándose, y cuando tal vez los ánimos se acaloraron, vino la invitación a un visteo hecha por el sureño y aceptada en el acto por el nuestro.
Saltarín como era el azuleño, resultaba inalcanzable para el facón de su rival, prolongándose la lucha en perjuicio de Wenceslao. Desde arriba de la parva un peón de Doña Hipólita, que había cerrado la puerta de su pulpería en vista del cariz de la cuestión, presenciaba atemorizado las alternativas de la pelea. Resuelto Wenceslao a obtener una decisión, descubrió su guardia ofreciendo su brazo izquierdo protegido por el poncho que tenía arrollado. Cayó como el rayo el del Azul con un terrible hachazo descargado sobre la muñeca de su contrincante al tiempo que la punta aguzada del facón de Wenceslao lo alcanzaba en un ojo. Un alarido salvaje rasgó el silencio de la pampa, y el azuleño puesto en fuga se refugió tras la sólida puerta de la pulpería mientras Wenceslao pisaba su mano izquierda sostenida por una tira de piel y de un tajo la separaba del brazo, metía el muñón en la pechera de su blusa y corría tras del fugitivo, rugiendo como un león y reclamando su presencia para continuar la lucha.
Desde ese entonces a Wenceslao se le conocía por el manco Wenceslao. Vivía de su trabajo en tientos. Nunca provocaba. Su presencia en las pulperías fue prenda de paz, pues bastaba su enérgica advertencia proferida calmosamente, con su voz varonil, para desalentar a los pendencieros. Dentro de esa pobreza fue un señor. Su vida sencilla tuvo trascendencia, porque su orgullosa personalidad no toleró el insulto y ni siquiera el desdén, y su profundo conocimiento de las debilidades humanas le hizo dudar de la imparcialidad de la justicia de aquel entonces y por eso acostumbróse a hacérsela por sí mismo. Ahí estuvo su error, en cuanto a su propia conservación.
La trastada de un gringo lo obligó a proceder, y de allí partió su desgracia. Una numerosa comisión policial integrada por civiles lo acorraló en una pulpería adonde fuera en busca de los vicios. La lucha a arma blanca, de 5 a 1, se resolvía ventajosamente para Wenceslao cuando el certero disparo de un civil tendió para siempre al héroe del cuartel 13.
Lo demás es exacto. Vivía en un rancho con la madre. Los vecinos, entre ellos mi padre, lo ayudaron para construirlo. Nunca robó.
Hago propicia la oportunidad para saludar al talentoso escritor con expresiones de mi admiración y simpatía.
Juan B. Lauhirat



En Evaristo Carriego (1930)
Imagen: Borges por Leon Anthony Enriquez (2014) [+]


7/9/17

Jorge Luis Borges: Por los viales de Nîmes









Como esas calles patrias
cuya firmeza en mi recordación es reclamo
esta alameda provenzal
tiende su fácil rectitud latina
por un ancho suburbio
donde hay despejo y generosidad de llanura.
El agua va rezando por una acequia
el dolor que conviene a su peregrinación insentida
y la susurración es ensayo de alma
y la noche es benigna como un árbol
y la soledad persuade a la andanza.
Este lugar es semejante a la dicha;
I yo no soy feliz.
El cielo está viviendo un plenilunio
y un portalejo me declara una música
que en el amor se muere
y con alivio dolorido resurje. [sic]
Mi oscuridá difícil mortifica la calma.
Tenaces me suscitan
la afrenta de estar triste en la hermosura
y el deshonor de insatisfecha esperanza.




Luna de enfrente, Buenos Aires, Editorial Proa, 1925
Poema excluido por Borges en la edición de 1943 y siguientes

En Textos recobrados 1919-1929 (1997)
Buenos Aires, Sudamericana, 2011


Nota de esta edición:

Luna de enfrente, 1925, contenía veintisiete poemas. Al reeditar su poesía en 1943 Borges excluyó: "Tarde cualquiera", "La vuelta a Buenos Aires", "A la calle Serrano", "Patrias", "Soleares", "Por los viales de Nîmes", "El año cuarenta" y "En Villa Alvear". Incluimos a continuación estos ocho poemas que no fueron publicados en revistas antes de la primera edición del libro. Publicamos también las primeras versiones editadas de "Los llanos" (pág. 182), "Jactancia de quietud", "Singladura" y "A Rafael Cansinos Assens" (págs. 196-197), "Montevideo" (pág. 199), "Dualidá en una despedida" (pág. 203) y "Antelación de amor" (pág. 204). Los restantes poemas que integraban la primera edición de Luna de enfrente fueron corregidos por Borges a lo largo del tiempo; puede encontrarse su última versión en Luna de enfrente y Cuaderno San Martín, Buenos Aires, Emecé Editores, 3a edición, 1995.
El colofón de Luna de enfrente dice: "Este libro se acabó de imprimir el día 4 de Noviembre de 1925 en los talleres de G. Ricordi e C. que tienen su residencia en Buenos Aires. Calle Bolívar, 1610".


Entrevista de los periodistas Paloma Chamorro, José Luis Jover y el poeta y biógrafo del autor, Marcos Ricardo Barnatán, a sus 77 años.


6/9/17

Luis Izquierdo: Eterno presente






El don más preciado de la memoria es el olvido, la conciencia de que, cortocircuitada aquélla, permanece éste en una extraña levitación que llamamos presente. Retóricamente corre el año de 1985, y Jorge Luis Borges acaba de cumplir los 86. Entre las muy escasas, ésa es una de las más paradójicas y sutiles gracias de que, disponemos. Rara además, pues el argentino provoca a menudo las convenciones heredadas, orillando una ausencia de ecuanimidad tan convencida como educada y sujeta a renovables cambios. El desconcierto periódico que ocasiona es la exacta compensación ante la rigidez del culto literario establecido. Ha contribuido al acervo, en su caso nada común, de una lengua cuyos límites intenta arbitrar la Academia. Borges recuerda a Paul Groussac, lamentándose a cada nueva edición del diccionario por los encantos que aún conservaba la anterior.


En discurso fluido, fiel y lateral como los datos que sólo están ahí para empujarnos a una búsqueda que no reside en comprobaciones puntuales, Jorge Luis Borges dicta unos relatos y una elasticidad mental improcesable. Sencillamente, hace acopio de una biblioteca sin títulos ni autores, absorbidos todos como están en la pura evocación imaginativa del emancipado.
Perplejidad, indiferencia y ambigüedad. Se diría que el paradójico visionario o el único dotado de certeros ojos reclama para poder seguir tirando esa rasa trinidad irreductible de realidades que postula como derechos para el receptor postrero del mínimo consuelo inútil que es la literatura. Han pasado tantas cosas y parecen pesar tan poco, que esa doble conciencia viene a anular el orgullo de quien se escandaliza, con toda razón, de que no estalle de una vez la rebeldía o de un solo golpe concluya la impostura. Mas ya que permanece la imposibilidad de la primera y sería temeraria la creencia en la repentina eliminación de la segunda, su decir se limita a mantener a raya las asechanzas e intenta modos de decir distantes y reparadores de esa pertinacia, irreductible también, que es la existencia.
Frágil balance pensativo
Es un decir de frágil balance pensativo, nunca detenido en un fiel inmóvil y que se prolonga en poemas o narraciones permutables. Esos poemas y prosas se intercambian matices y rehúyen el tono declaratorio. A fuer de conservador, Borges resulta indefinible como la inaveriguable línea de separación si existe entre el deslizamiento de poesía a narración y ensayo en sus páginas.
Como ciudadanos de Babel es imposible no reconocernos en Borges. Su rioplatense (ese correctivo natural frente a las discriminaciones del maestro Castro) alberga tanta savia europeo americana que los sonetos llegan a redimir, por ejemplo, la gastada utillería de los recursos para el pulimento. Jugando a la eternidad en inglés o alemán (de Everness a Ewigkeit), desgrana su admirable y monótona variación disidente contra lo castizo. Y contribuye así tanto más a conservar aun frente a sus opiniones, aleatorias al fin como la evaluación que de sus cuentos hace para mantener el reto con los lectores la relación viva con algún autor tal vez no tan eximiamente menor como él. Sin duda nos ha enseñado a verlo todo más contingente, en un medio expresivo demasiado proclive a los pronunciamientos tajantes. Seguiré gustando, tal vez mejor, de Antonio Machado y de García Lorca, de Alberti y de Hernández, de Baroja y de Galdós, pero no me quedará más remedio que comprender la mirada reticente de un antípoda imprescindible.
Jorge Luis Borges difumina la determinante anfractuosidad de las rotundidades sólidas que con frecuencia coagulan el castellano. Con el adverbio al frente el matiz por delante, su frase pierde la pasión por emitir un juicio y deviene suasoria. El castellano más dialogante y sutil, el más capaz de un juego dilatador de posibles coloquios infinitos, es la difícil sencillez de Borges.
¿Pero hay coloquios posibles, verdaderos, sin pasión que los reactive? Ante la historia parecería que Borges se siente después de la historia, o al margen, saboreando la agridulce atmósfera del presente. Puede desconcertar (¿todavía?) su utópico no ha lugar de un hombre que está cansado, pero siempre permanecerá con nosotros el sentido, de una lengua recuperada en sus travesías con Melville, Kafka, Henry James o el mismo Julien Green. El don más preciado de la lengua, decía, es la entreverada conjugación de la memoria y del olvido. No hecha, por supuesto, coágulo de agravios ni arsenal de deslumbramientos áureos, sino comunicación fluida de bondad e inteligencia según la ley rigurosa de Cervantes, como dijo Luis Cernuda. Ése es el único diccionario de un presente navegable. Vivir y ver; y saber, con Borges, de esa fragua, esa luna y esa tarde.
En El País, Madrid, 26 de agosto de 1985
Jorge Luis Borges, 1932, 
 Alamy Stock Photo


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