18/8/17

Jorge Luis Borges: Hilario Ascasubi (1807-1875)








Alguna vez hubo una dicha. El hombre
aceptaba el amor y la batalla
con igual regocijo. La canalla
sentimental no había usurpado el nombre
del pueblo. En esa aurora, hoy ultrajada,
vivió Ascasubi y se batió, cantando
entre los gauchos de la patria cuando
los llamó una divisa a la patriada.
Fue muchos hombres. Fue el cantor y el coro;
por el río del tiempo fue Proteo.
Fue soldado en la azul Montevideo
y en California, buscador de oro.
Fue suya la alegría de una espada
en la mañana. Hoy somos noche y nada.




En La moneda de hierro (1976)
Foto: Hilario Ascasubi (dominio público/sin atribución) Vía

Véase también JLB, El coronel Ascasubi



17/8/17

Jorge Luis Borges: Montevideo (Dos versiones)






I

Mi corazón resbala por la tarde como el cansancio por la piedad de un declive.
La noche nueva es como un ala sobre tus azoteas.
Eres el Buenos Aires que tuvimos, el que en los años se alejó quietamente.
Eres remansada y clara en la tarde como el recuerdo de una lisa amistad.
El cariño brota en tus piedras como un pastito humilde.
Eres festiva y nuestra, como la estrella que duplica un bañado.
Puerta falsa en el tiempo, tus calles miran al pasado más leve.
Claror de donde la mañana nos llega, sobre la dulce turbiedad de las aguas.
Antes de iluminar mi celosía su bajo sol bienaventura tus quintas.
Ciudad que se oye como un verso.
Calles con luz de patio.*


II

Resbalo por tu tarde como el cansancio por la piedad de un declive.
La noche nueva es como un ala sobre tus azoteas.
Eres el Buenos Aires que tuvimos, el que en los años se alejó quietamente.
Eres nuestra y fiestera, como la estrella que duplican las aguas.
Puerta falsa en el tiempo, tus calles miran al pasado más leve.
Claror de donde la mañana nos llega, sobre las dulces aguas turbias.
Antes de iluminar mi celosía tu bajo sol bienaventura tus quintas.
Ciudad que se oye como un verso.
Calles con luz de patio.**


*Primera publicación en Martín Fierro, Periódico Quincenal de Arte y Crítica Libre, Segunda época, 
Buenos Aires, Año 1, N° 8-9, 6 de septiembre de 1924.
Luego en Índice de la nueva poesía americana, Buenos Aires, El Inca, 1926
Y en Textos Recobrados 1919-1929 (2007)

**En Luna de enfrente (1925), suprimido en ediciones ulteriores

Foto: Borges en la Sala Verdi, Montevideo, 1984

16/8/17

Alberto Manguel: Con Borges [Parte 7]








[...]

Los tigres eran su bestia emblemática, desde los primeros años de su infancia. «Qué lástima no haber nacido tigre», me dijo una tarde mientras leíamos un cuento de Kipling en el que aparecía el fantasma de ese animal. Su madre recordaba la vez en que, a los tres o cuatro años, había tenido que apartarlo a gritos de la jaula del tigre, llegado el momento de volver a casa; y uno de sus primeros garabatos, que ella guardaba, presentaba un tigre a rayas, hecho con lápices de cera en la doble página de un cuaderno. Tiempo después, las manchas de un jaguar que vio en el Jardín Zoológico de Buenos Aires lo llevaron a imaginar un sistema de escritura impreso en la piel de la fiera: el espléndido resultado fue el cuento «La escritura de Dios». La sola mención de la palabra tigre lo llevaba muchas veces a repetir una observación hecha por su hermana Norah, cuando ambos eran niños: «Los tigres parecen creados para el amor». Pocos meses antes de su muerte, un rico estanciero argentino lo invitó a su finca y le prometió «una sorpresa». Borges se sentó en un banco, al aire libre, y de súbito sintió muy cerca el calor de un gran cuerpo y unas fuertes garras contra sus hombros. El doméstico tigre del estanciero rendía así homenaje a su soñador. Borges no tuvo miedo. Sólo le molestó el aliento caliente, con olor a carne cruda. «Había olvidado que los tigres son carnívoros.»
Vamos en taxi a casa de Bioy y Silvina, un departamento espacioso que ofrece la visión de un parque. Desde hace décadas, Borges pasa varias tardes por semana en este departamento. La comida es horrible (verdura hervida y, de postre, unas cucharadas de dulce de leche), pero Borges no se da cuenta. Esta noche, cada uno de ellos, Bioy, Silvina Ocampo y Borges, se cuentan sus sueños. Con su voz áspera y grave, Silvina dice que ha soñado que se ahogaba, pero que el sueño no fue una pesadilla: no hubo dolor, no tuvo miedo, simplemente sintió que estaba disolviéndose, volviéndose agua. Luego Bioy menciona que en su sueño él se encontraba frente a un par de puertas. Sabía, con esa certeza que uno posee a menudo en sueños, que la puerta de la derecha lo llevaría a una pesadilla; resolvió franquear la de la izquierda y tuvo un sueño sin incidentes. Borges observa que ambos sueños, el de Silvina y el de Bioy, son en cierto aspecto idénticos, ya que ambos soñadores han sorteado la pesadilla con éxito, uno rindiéndose a ella, el otro negándose a penetrarla. Luego relata un sueño descrito por Boecio en el siglo V. En él, Boecio asiste a una carrera de caballos: ve los caballos, la línea de salida y los diferentes y sucesivos momentos de la carrera hasta que un caballo cruza la meta. Entonces Boecio ve a otro soñador: uno que lo observa a él, observa los caballos, la carrera, todo al mismo tiempo, en un solo instante. Para aquel soñador, que es Dios, el resultado de la carrera depende de los jinetes, pero ese resultado ya es sabido por el Soñador. Para Dios —dice Borges—, el sueño de Silvina sería a la vez placentero y digno de una pesadilla, mientras que en el sueño de Bioy el protagonista habría atravesado al mismo tiempo ambas puertas. «Para ese soñador colosal todo sueño equivale a la eternidad, en la cual están contenidos cada sueño y cada soñador.»
Borges conoció a Bioy en 1930. Fue Victoria Ocampo quien introdujo ante el tímido Borges de treinta y un años al brillante joven de diecisiete. Su amistad —contaba Borges— se convirtió en el vínculo más importante de su vida, proporcionándole no sólo un compañero intelectual sino alguien que, por su interés en la psicología y en las menudencias sociales de la literatura, atemperaría el gusto de Borges por la pura imaginación. Borges jugaba con la ironía y con el sobrentendido. Bioy, con una engañosa ingenuidad que induce al lector a creer que las intenciones de tal o cual personaje reflejan la verdad de alguna situación, cuando, de hecho, la traicionan o la ignoran. Borges consignó el método de trabajo de su amigo al comienzo de «Tlön Uqbar, Urbis Tertius», relato en el que Bioy es uno de los personajes: «Bioy Casares había cenado conmigo esa noche y nos demoró una vasta polémica sobre la ejecución de una novela en primera persona cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en diversas contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores —a muy pocos lectores— la adivinación de una realidad atroz o banal». «Quisiera escribir una historia que tuviese las cualidades de un sueño —decía Borges—. Lo he intentado muchas veces pero dudo que alguna vez lo consiga.»
Borges era un soñador apasionado y le entusiasmaba narrar sus sueños. En ellos, en su «esfera ilimitada», sentía que le era dado sobrepasar los límites de sus pensamientos y de sus temores, y que en total libertad podía representar sus propias tramas. Disfrutaba especialmente de esos minutos antes de caer dormido, ese lapso entre vigilia y sueño durante el cual, como decía, era «consciente de estar perdiendo la conciencia». «Me digo cosas sin sentido, veo lugares desconocidos, y me dejo deslizar por la pendiente de los sueños.» En ocasiones un sueño le prodigaba una pista o un punto de partida para un texto: «La memoria de Shakespeare», por ejemplo, empezó con una frase que oyó en un sueño: «Le vendo la memoria de Shakespeare». «Las ruinas circulares» (la historia de un hombre que sueña con otro, hasta descubrir que él también es soñado) empezó con otro sueño que le deparó una semana de absoluto arrobamiento: el único momento —dijo—, en que llegó a sentirse realmente «inspirado», sin dominio consciente sobre su obra. (Puede ser que el argumento, y acaso el sueño, se inspiren en un pasaje de la Eneida, ya que el desembarco de Eneas en el mundo de los muertos, «en medio de las pálidas cortaderas de una cenicienta ribera de fango», es indudablemente igual al desembarco del soñador en la isla de las Ruinas Circulares.)
Dos pesadillas acecharon a Borges a lo largo de su vida: los espejos y el laberinto. El laberinto, que de niño descubrió en una lámina de cobre con el grabado de las «Siete maravillas del mundo», le inspiraba el temor a una «casa sin puertas» en cuyo centro lo esperara un monstruo; los espejos le despertaban la aterradora sospecha de que un día reflejarían un rostro que no fuese el suyo o, peor aún, absolutamente ninguno. Héctor Bianciotti recuerda que Borges, enfermo en Ginebra poco antes de su muerte, le pidió a Marguerite Yourcenar, que había ido a visitarlo, que fuera a ver el piso que su familia había ocupado durante su estancia en Suiza y que volviera para describírselo en su estado actual. Ella cumplió con el encargo, pero piadosamente omitió un detalle: ahora, cuando uno franqueaba el umbral, un inmenso espejo con marco de oro duplicaba al sorprendido visitante, de la cabeza a los pies. Yourcenar le ahorró a Borges esa angustiosa intrusión.
Sin duda alguna, Bioy encarnaba uno de los numerosos hombres que Borges sabía que nunca podría ser. Los dos compartían la pasión intelectual, pero Bioy, a diferencia de Borges, era buen mozo, rico y consumado deportista. Cuando Borges escribió: «Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca / Aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach», quizá pensaba en Bioy, el seductor. Bioy nunca ocultó el hecho de que las mujeres eran su mayor pasión (si de algo se ocupan sus diarios es de mujeres, más que de libros). Para Borges, el conocimiento del amor provenía de la literatura: de las palabras del Antonio de Shakespeare, de las del soldado de Kipling en «Without Benefit of Clergy», de los poemas de Swinburne y Enrique Banchs. Para Bioy se trataba de un ejercicio diario, al cual se dedicaba con la devoción de un entomólogo. Solía citar a Víctor Hugo: «aimer, c’est agir», pero agregaba que ésta era una verdad que debía escondérseles a las mujeres. Amaba a Francia y su literatura, tanto como Borges amaba a Inglaterra y la literatura anglosajona. Esto no era motivo de discordia sino punto de inicio para incontables conversaciones. De hecho, todo entre estos dos hombres parecía conducir a un intercambio de ideas. Verlos trabajar juntos en una de las habitaciones traseras del departamento de Bioy me hacía pensar en alquimistas dispuestos a crear un homúnculo: de su colaboración nacía algo que era la combinación de los rasgos de ambos y que, no obstante, no se parecía a ninguno de los dos. Con esa nueva voz, que no era ni tan satírica como la de Bioy ni tan lógica como la de Borges, concibieron las historias y los ensayos burlones de H. Bustos Domecq, un hombre de letras argentino que observa con aparente inocencia lo absurdo de su sociedad. Bustos Domecq se entretenía sobre todo con los caprichos y las infelicidades del idioma argentino, y uno de sus relatos lleva como epígrafe únicamente la fuente de la cita: Isaías, VI, 5. El lector curioso (o erudito) averiguará que la cita comienza textualmente: «¡Ay de mí!, que soy muerto, que siendo hombre inmundo de labios y habitando en medio de un pueblo que tiene labios inmundos...» Bioy compartía con Borges todas las cosas que oía entre la gente de «labios inmundos» y ambos se desternillaban de risa.
Su vínculo con Silvina era distinto. Durante la cena, Borges y Bioy evocaban, alteraban o inventaban un vasto surtido de anécdotas literarias, recitaban pasajes de la mejor y la peor literatura y más que nada pasaban un buen rato, riendo estrepitosamente. Sólo en raras ocasiones se sumaba al diálogo Silvina. Aunque había compilado con Borges y Bioy una antología fundamental de la literatura fantástica, aunque había escrito con Bioy la novela policial Los que aman, odian, su sensibilidad literaria difería claramente de la de ellos, y se hallaba más próxima al humor negro de los surrealistas, por quienes Borges sentía escasa simpatía. Curiosamente, para alguien que admiraba a los cuchilleros y a los gángsters, Borges encontraba sus cuentos demasiado crueles. Silvina era poeta, dramaturga y pintora también, pero será sin duda recordada por sus cuentos breves, sardónicos y falazmente simples, que en su mayoría pertenecen a la ficción fantástica pero que ella construía con la minuciosa atención de un cronista de la vida cotidiana. Italo Calvino, que prologó la edición italiana de su obra, confesó que no sabía de «otro escritor que capte mejor la magia de los rituales de todos los días, la cara oscura que nuestros espejos nos ocultan».
Una tarde, mientras Bioy y Borges trabajaban en una de las habitaciones del fondo, desde donde llegaban muy a menudo erupciones de risas compartidas, Silvina extrajo un ejemplar de Alicia y leyó un par de sus fragmentos predilectos con su voz cadenciosa y lúgubre. De pronto, en medio de «La morsa y el carpintero», me sugirió que escribiésemos juntos una novela policial fantástica para la cual ya había escogido el título perfecto, Una tarea bochornosa, basándose en el «a dismal thing to do» del alegato de las ostras. El proyecto nunca avanzó más allá de la planificación de un homicidio horripilante; sin embargo, condujo a extensas polémicas sobre el humor de Emily Dickinson, sobre la influencia de la ficción policíaca en la obra de Kafka, sobre si la literatura puede ser modernizada a través de la traducción, sobre la circunstancia de que Andrew Marvell sólo escribió un buen poema, sobre el consejo que Giorgio De Chirico le había dado cuando era su maestro de pintura: que un pintor nunca debe mostrar los trazos de pincel, o sobre el curiosamente feo poema de amor que Pablo Neruda abre diciendo: «Eras la boina gris...». «Boina, boina», no paraba de repetir Silvina. Y preguntaba, grave y temblorosa: «¿Te gusta esa palabra?» Durante la charla, en la cual llevaba la voz principal con una especie de mágico ritmo que horas después a uno lo seguía hechizando, Silvina solía ocultar su cara en la penumbra y sus ojos tras unas lentes ahumadas porque pensaba que era fea. En cambio, le gustaba mostrar sus hermosas piernas, que cruzaba y descruzaba sin cesar.
Borges nunca vio en Silvina a alguien de igual peso intelectual: los intereses y los escritos de ella estaban lejos de los suyos. Los poemas de Silvina tienen algo de Emily Dickinson y algo de Ronsard; la temática, no obstante, es inequívocamente suya: el país imperfecto al que amaba, los jardines de la ciudad y también los pequeños momentos de dicha, perplejidad o venganza. Sus cuadros —en su mayoría retratos— poseen los colores y las superficies planas de De Chirico, pero muestran extrañas diferencias en relación con el modelo original, revelando algo prohibido o siniestro. En sus cuentos se narra algo fantástico cotidiano: una moribunda pasa revista de repente a todos los objetos que poseyó en su vida y se da cuenta de que ellos constituyen su infierno privado; una niña invita a su fiesta de cumpleaños a los siete pecados capitales, que aparentan ser otras siete niñitas; un bebé es abandonado en un hotel por horas y se convierte en el instrumento involuntario para la venganza de una mujer; dos colegiales intercambian sus destinos pero no consiguen escapar de ellos. En la mayor parte de su obra de ficción, los protagonistas son niños o animales, en los cuales Silvina creía ver una inteligencia más allá de la razón. Adoraba a los perros. Cuando su perro favorito murió, Borges la encontró llorando e intentó consolarla diciéndole que existía, más allá de todos los perros, un perro platónico, y que cada perro era, a su modo, ese Perro. Silvina se enfureció y le dijo bruscamente adónde podía irse con su perro arquetípico.
Al final de su vida (murió en 1993, a los ochenta y ocho años), Silvina sufría de Alzheimer y deambulaba por su vasto departamento incapaz de recordar quién era o en dónde se hallaba. Un día, un amigo la vio leyendo un libro de cuentos. Llena de entusiasmo, miró a su amigo (al que no reconocía, desde luego, si bien para entonces ya se había habituado a la presencia de extraños) y le dijo que quería leerle algo maravilloso que acababa de descubrir. Era un cuento de uno de sus primeros y más famosos libros: Autobiografía de Irene. El amigo le dijo que estaba en lo cierto. Era una obra maestra.

Borges no habla mucho de sus relaciones amistosas con los escritores que conoce, pero a veces confiesa que es su lector, como si ellos perteneciesen menos al mundo cotidiano que al mundo del bibliotecario. Hasta en el reino de la amistad predomina la función de lector. Lector, y no escritor. Según Borges, el lector usurpa la tarea del escritor. «Uno no puede saber si un poeta es bueno o es malo si no tiene idea de lo que se propuso hacer», me dice mientras recorremos la calle Florida, deteniéndonos cada vez que alguna frase lo exige. La multitud pasa apresurada y muchos reconocen al viejo ciego. «Y si uno no puede entender un poema, no puede adivinar cuál ha sido la intención.» Luego cita un verso de Corneille, un autor al que no admira, para elogiar el elegante oxímoron: «Esa oscura claridad que cae de las estrellas». «Bueno —dice—, ahora somos un poco Corneille.» Y se ríe antes de reanudar la marcha. Corneille o Shakespeare, Homero o los soldados de Hastings: para Borges la lectura es una forma de ser todos esos hombres que él supo que no sería jamás: hombres de acción, grandes amantes, valientes guerreros. Para él, la lectura es una suerte de panteísmo, esa antigua escuela filosófica que tanto interesó a Spinoza. Le menciono su cuento «El inmortal», en el que Homero vive a través de los siglos, incapaz de morir y bajo diferentes nombres. Borges se detiene una vez más y dice: «Los panteístas imaginaban un mundo habitado por un solo individuo, Dios, y en él Dios sueña con todas las criaturas del mundo, incluyéndonos a nosotros. Para esta filosofía, todos somos el sueño de Dios y lo ignoramos». Y en seguida: «¿Acaso sabe Dios que unos pedacitos de Él están caminando ahora mismo entre la muchedumbre, por la calle Florida?» Y deteniéndose otra vez: «Pero tal vez esto no sea asunto nuestro. ¿No le parece?»
[...]









Con Borges
Madrid, Alianza Editorial, 2004, Págs. 65-82
Título original: Chez Borges
Alberto Manguel, 2001

Las fotos incluidas en el libro son de Sara Facio
Traducción: Traducido del inglés por Eduardo Berti
Al pie: cover de la edición papel



Fotos Patricia Damiano: Ex Biblioteca Nacional de Buenos Aires
México 564, en restauración, año 2013
Fuente: Visto en Baires



15/8/17

Jorge Luis Borges: Graves en Deyá







Mientras dicto estas líneas, acaso mientras lees estas líneas, Robert Graves, ya fuera del tiempo y de los guarismos del tiempo, está muriéndose en Mallorca. Muriéndose y no agonizando, porque agonía es lucha. Nada más lejos de una lucha y más cerca de un éxtasis que aquel anciano inmóvil, sentado, a quien acompañaban su mujer, sus hijos, sus nietos, el más pequeño en sus rodillas, y varios peregrinos de diversas partes del Mundo. (Entre ellos, creo, un persa.) El alto cuerpo seguía cumpliendo con sus deberes, aunque ni veía, ni oía, ni articulaba una palabra; el alma estaba sola. Creí que no nos distinguía, pero al decirle adiós me estrechó la mano y besó la mano de María Kodama. Desde la puerta del jardín, su mujer nos dijo: You must come back! This is Heaven! Esto ocurrió en 1981. Volvimos en 1982. La mujer le daba de comer con una cuchara y todos estaban muy tristes y esperaban el fin. Sé que las fechas que he indicado son para él un solo instante eterno.

El lector no habrá olvidado La Diosa Blanca; recordaré aquí el argumento de uno de sus poemas.

Alejandro no muere en Babilonia a la edad de treinta y dos años. Después de una batalla se pierde y busca su camino por una selva durante muchas noches. Al fin ve las hogueras de un campamento. Hombres de ojos oblicuos y de tez amarilla lo recogen, lo salvan y finalmente lo alistan en su ejército. Fiel a su suerte de soldado, sirve en largas campañas por los desiertos de una geografía que ignora. Un día pagan a la tropa. Reconoce un perfil en una moneda de plata y se dice: Esta es la medalla que hice acuñar para celebrar la victoria de Arbela cuando yo era Alejandro de Macedonia.


Esta fábula merecería ser muy antigua.


En Atlas (1984)
Foto: Jorge Luis Borges en Buenos Aires, 1974

14/8/17

Fernando Savater: Borges. La tiranía de las bibliotecas







Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros,
la primera impresión fue de extravagante felicidad.
Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto.
(J. L. Borges)


De sus años juveniles de iniciación literaria comentó luego Borges: “Los gnósticos afirmaban que la única manera de evitar un pecado era cometerlo, y así librarse de él. En mis libros de aquella época creo haber cometido la mayoría de los pecados literarios, algunos bajo la influencia de un gran escritor, Leopoldo Lugones, a quien admiro mucho. Esos pecados eran la afectación, el color local, la búsqueda de lo inesperado y el estilo del siglo XVII” (Autobiografía). Con su característica discreción, omite señalar que también se inició en las destrezas que luego nos lo hicieron imprescindible: el comercio estético con los temas filosóficos, el uso de la reflexión como fuente de emoción poética, la habilidad para condensar una doctrina o una biografía en pocas líneas sin pérdida de lo más sustancioso, el uso magistral de la hipálage (“fumando pensativos cigarros”), la erudición como retórica amable o misteriosa pero nunca como pedantería, la consideración dignificante de géneros o autores habitualmente tenidos por “menores”, etc... Y todo ello, defectos y virtudes, bañado en la luz propia de un goce juguetón en el ejercicio de las letras –como lector primero, como autor después– que nunca volverá a ser tan patente, aunque por suerte jamás desaparezca del todo. Muchos años después Borges comentó a un confidente que era el deleite de poder ver las palabras escritas –fuese por otro o por él mismo, sobre todo por él mismo– el don precioso que la ceguera le arrebató: no es lo mismo escuchar o recordar lo leído que leer, no resulta igualmente jocundo escribir viendo aparecer las frases felices que dictar lo que sólo podrán paladear con los ojos los demás. El arte continúa y hasta se ahonda, pero la diversión del creador disminuye irreparablemente. En 1938, cuando muere ciego su padre, Borges ya ha sufrido la primera de las ocho operaciones oculares que intentarán frenar su deriva hacia esa oscuridad que no es exactamente tal, sino más bien una niebla lechosa progresivamente espesa donde se van desvaneciendo los colores hasta que sólo puede reconocerse el tenaz amarillo. Hace años leí en algún sitio que los taxis de Nueva York son de color amarillo porque es el más fácil de distinguir entre la bruma y la ventisca, por baja que sea la visibilidad. Claro que Borges preferirá hablar, cuando lo elogie en los poemas cuidadosamente no patéticos escritos durante su ceguera, del “oro de los tigres”: resulta literariamente menos chocante que cantar al “oro de los taxis”. Trátese de niebla o de tiniebla, lo cierto es que el día que vio morir ciego a su padre Borges ya sabía que estaba destinado a seguirle también en esa minusvalía, no sólo en sus afanes literarios o filosóficos.

Ese acontecimiento decisivo ocurrió en el mes de febrero; en diciembre, otro suceso conmociona la vida del joven escritor. También está ligado a lo precario de su vista. La tarde de Nochebuena, al subir corriendo unas escaleras, se golpea en la cabeza con el batiente recién pintado de una ventana. El traumatismo es leve, pero la herida se infecta y se le declara una septicemia que lo mantiene quince días, delirando, al borde de la muerte. Cuando comienza a recuperarse, le obsesiona la curiosa idea de que quizá sus capacidades intelectuales han quedado mermadas irreparablemente. Peculiar inseguridad, que contribuye a definirle mejor que otros datos biográficos..., si es cierto que la padeció y no se trata de una construcción post festum, la cual tampoco dejaría de ser significativa. Según la versión canónica, el convaleciente pidió a su madre que le leyese unas páginas; al rato, se echó a llorar de alivio porque las comprendía. Pero aún faltaba la auténtica prueba de fuego: volver a escribir. Borges no se atrevió a intentar un poema o un ensayito, sus géneros habituales, porque si fracasaba en ellos quedaría irremisiblemente condenado. Prefirió acometer algo totalmente nuevo, con el fin de que así una eventual incompetencia pudiera justificarse de modo que no quedase desahuciado para empeños más rutinarios. ¿No es conmovedor todo este tanteo, ya fuese auténtico o ya se trate de una elaboración posterior con la que se fragua el mismo año de la muerte del padre la ocasión de un nuevo nacimiento, la conquista de la definitiva personalidad creadora? Sea como fuese, Borges eligió iniciarse en el género fantástico y escribió Pierre Menard, autor del Quijote.

De Shakespeare puede decirse que siempre es interesante, que nunca carece de ramalazos de excelencia, pero que sólo en media docena de sus obras es propiamente él mismo, el incomparable y altísimo Shakespeare. Salvando las distancias –como el interesado se hubiera apresurado a hacer antes que nadie– también de Borges es lícito predicar algo semejante: aunque ninguna de sus páginas carece de meritorias “magias parciales”, sólo en un puñado de relatos, de poemas y de ensayos llega a ser plenamente Borges. Sin duda una de estas piezas en estado de gracia es la crónica de Pierre Menard, el inverosímil y sin embargo familiar homme des lettres que se atrevió a emular –¿mejorándola?– la más alta creación de Cervantes. En este relato disfrazado de reseña bio-bibliográfica afronta Borges uno de sus temas favoritos: la figura patética y risible del literato mediocre cuya pretenciosidad sin talento sirve sin embargo como espejo deformante (al modo esperpéntico de los de las ferias o aquellos del Callejón del Gato mencionados por Valle Inclán) para estudiar la tarea del escritor... y quizá también las perplejidades de ese vicio impune que es la pasión de leer. La anécdota es ya de sobra conocida: la historia de un idiota contada por otro aún mayor, la recensión póstuma de los estrafalarios empeños literarios del exquisito y modernísimo Pierre Menard (cuyo acmé creativo se sitúa a mediados de los años treinta, es decir, cuando Borges escribe su cuento) emprendida por un admirador estólido. La gran obra de Menard había de ser nada menos que el Quijote, es decir, una novela que coincidiera palabra por palabra y línea por línea con la de Cervantes pero que desde luego no pudiera confundirse en modo alguno con ella.

Este colmo de “intertextualidad” –como dicen ahora– encierra un apólogo sobre ese tipo de obra de arte contemporánea que sólo se basa en la decisión del artista de designarla como tal, sea el preexistente urinario para Duchamp o el preexistente Quijote cervantino para Menard, y que no puede prescindir del discurso explicativo que legitima su propósito estético. Borges parodia ese discurso con evidente delectación (suya y del lector), como hará años después junto a Bioy Casares en sus desaforadas Crónicas de H. Bustos Domecq. Este relato es muy moderno... a costa de burlarse de los contemporáneos. Acabada su aventura ultraísta, Borges descreerá notoriamente de cualquier forma de vanguardismo; se conformará con ser profundamente original, pero renunciando a la pirotecnia de experimentos provocadores. Prefiere suscitar el asombro ante lo familiar que el mero desconcierto y la incomodidad del lector. Sin embargo, en Pierre Menard, autor del Quijote hay un curioso contagio cervantino: del mismo modo que la novela de Cervantes trasciende con mucho su propósito inicial –¡si es que lo fue!– de reducir al absurdo las novelas de caballerías, también el seudocuento borgiano rebasa con creces la mera sátira del amaneramiento de los nuevos culteranos. Hay algo más, mucho más, una insinuación inquietante en cuyo desentrañamiento los exégetas se encarnizan: quizá la de que, en el momento de leer, el autor del texto y su paciente se confunden, o que los clásicos son esas obras que es imposible recordar sin la tentación de amputarlas de la cronología, o que el texto literario vive mientras los hombres mueren repitiéndolo o... tantas otras sugerencias como se han hecho y pueden hacerse, desde la sensibilidad reflexiva o el acartonamiento pedante. Más que un pensador, en el sentido académico de la expresión, Borges es un escritor que da que pensar a los teóricos, que inaugura o renueva perplejidades filosóficas. Puede que sea en Pierre Menard donde se manifiesta así inequívocamente por primera vez. A mí, caprichosamente, la relectura de esta pieza suele remitirme íntimamente a un dístico muy posterior del mismo autor, titulado Un poeta menor:

La meta es el olvido.
Yo he llegado antes.

Al año siguiente de aparecer Pierre Menard, en 1940, se casan con la mayor discreción sus amigos Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares. Diez años antes, en casa de las Ocampo la imperiosa y emprendedora Victoria, la desconcertante y poética Silvina, habían sido presentados Borges y Bioy, dando comienzo no sólo a una amistad de por vida y a una fecunda colaboración literaria, sino incluso a una especie de singularísima simbiosis que procreó a otro autor, Honorio Bustos Domecq, realmente distinto de ambos aunque para nada indigno de ninguno de los dos. Cuando se conocieron, Bioy era un muchacho aficionado a las letras de diecisiete años y Borges un admirado escritor joven que acababa de rebasar los treinta. No miren hacia Rimbaud y Verlaine porque no hace al caso (aunque según Diderot no hay amistad entrañable “sans un peu de testicule”). Es fama que su primera obra conjunta fue un prospecto publicitario que cantaba las higiénicas virtudes de cierto yogur. El mismo año de la boda entre Adolfo y Silvina, en la que Jorge Luis ofició como testigo, firmaron los tres una Antología de la literatura fantástica que me parece una obra maestra por lo menos igual a lo mejor que cada uno de los tres escribió por separado. El propio Borges, nunca ditirámbico respecto a sus producciones, la reputó como “uno de los pocos libros que merecerían salvarse de un nuevo diluvio universal”. Aunque mi ejemplar –de la colección “Piragua” en editorial Sudamericana– está ya notablemente descuajeringado por el uso y abuso entusiasta, sin duda sería uno de los cuatro o cinco libros que también yo intentaría rescatar de esa catástrofe bíblica o de un más módico incendio doméstico. Sólo haberme revelado Enoch Soames de Max Beerbohm o La noche en la posada de lord Dunsany bastarían para sentirme agradecido para siempre a ese sabio compendio de maravillas. También las dos antologías del cuento policial que prepararon pocos años más tarde (cuando este tipo de selecciones, frecuentes en inglés, no lo eran apenas en nuestra lengua) son excelentes, así como la colección de novelas de misterio El séptimo círculo –el lugar de condena de los violentos en el infierno de Dante–, que dirigieron al alimón y que me sigue resultando la mejor del género que conozco.

Estas tareas conjuntas prueban sobradamente que Borges y Bioy fueron lectores perspicaces y generosos, de los que saben contagiar el vicio de la lectura. Y que no estaban aquejados del síndrome de la excelsitud literaria, que prescribe poner los ojos en blanco ante Hoffmansthal y despachar con una mueca de asco la simple mención de Agatha Christie: el paladar del auténtico gourmet de la escritura disfruta con las rarezas de los sibaritas pero también con los platos populares bien especiados. No hay que confundir la anemia con el buen gusto. En este aspecto, sin duda la influencia de Bioy Casares en Borges fue beneficiosa y contribuyó a desinhibir su estilo y su temática. “Al contradecir mi gusto por lo patético, lo sentencioso y lo barroco, Bioy me hizo sentir que la discreción y el control son más convenientes. Si se me permite una afirmación tajante, diría que Bioy me fue llevando poco a poco hacia el clasicismo” (Autobiografía). Pero también reforzó su tendencia satírica, a veces hasta el trazo grueso y la parodia casi sobreactuada. A esta línea pertenecen los Seis problemas para don Isidro Parodi (1942), firmados por su alter ego conjunto Bustos Domecq, con los que añaden a la nutrida saga de los detectives extravagantes (el lord exquisito, el obeso que nunca sale de su invernadero de orquídeas, el ciego al que sin embargo nada se le escapa...) el desaforado caso de un sabueso encarcelado que resuelve los enigmas sin moverse –et pour cause!– de su celda. La mayoría de las narraciones policiales acaban con la cárcel para el culpable; los casos de Parodi –el apellido es bien significativo– empiezan con el investigador entre rejas... Cada uno de los relatos plantea un enigma que es a la vez extravagante y perfecto, como las historias que Chesterton urde en torno al padre Brown o a mister Pond; también como los del autor inglés, suelen encerrar una parábola moral; pero además subrayan la vertiente satírica hasta lo inmisericorde y se burlan de los usos literarios o sociales del día con un júbilo irreverente que en ocasiones provoca francamente carcajadas, en un estilo que ha alcanzado luego su cima en España con algunas novelas de Eduardo Mendoza. En un relato posterior del bifronte Bustos Domecq, La fiesta del monstruo (que no pertenece a la saga del perspicaz Parodi), estos procedimientos hilarantes y esperpénticos funcionan con estremecedora eficacia para denunciar la brutalidad parafascista del populismo peronista. Se trata de la narración más políticamente “comprometida” de ambos autores, así como de una de las obras maestras panfletarias del siglo, mucho más cerca en tal línea de Swift o del expresionismo de Grosz que de Chesterton.

Quizá éste sea un momento tan bueno o tan inoportuno como cualquier otro para hablar de la relación entre Borges y la política. Es paradójico y sintomático de la hipocresía intelectual de nuestra época que las actitudes políticas de un autor tan políticamente templado y distraído en ese tema como Borges se hayan llegado a convertir en un problema mayor para bastantes de sus lectores. Si creyésemos a algunos imbéciles, Borges sería uno de esos casos tristes y célebres –como Céline– de gran escritor cuya mentalidad aberrantemente reaccionaria apenas puede ser soportada en honor de sus méritos estéticos. Podríamos recordar ahora que en su adolescencia escribió poemas en elogio de la revolución de octubre; que se prodigó en dicterios contra Rosas y los tiranos; que después, a diferencia de muchos de sus amigos y contemporáneos argentinos, se decantó inequívocamente a favor de los republicanos españoles en nuestra contienda civil; que denunció con vehemencia la ambición de Hitler y penetró con profundidad en lo perverso de su programa, escribiendo las páginas admirables del Deutsches Requiem; que en 1939 afirmó en la revista Sur: “Es posible que una derrota alemana sea la ruina de Alemania; es indiscutible que su victoria sería la ruina y el envilecimiento del orbe. No me refiero al imaginario peligro de una aventura colonial sudamericana; pienso en los imitadores autóctonos, en los Uebermenschen caseros, que el inexorable azar nos depararía. Espero que los años nos traerán la venturosa aniquilación de Adolf Hitler, hijo atroz de Versalles”; que en su prólogo a De los héroes, de Thomas Carlyle (1949), observó lo siguiente: “Carlyle, hace poco más de cien años, creía percibir a su alrededor la disolución de un mundo caduco y no veía otro remedio que la abolición de los parlamentos y la entrega incondicional del poder a hombres fuertes y silenciosos. Rusia, Alemania, Italia han apurado hasta las heces el beneficio de esta universal panacea; los resultados son el servilismo, el temor, la brutalidad, la indigencia mental y la delación” (conviene recordar que cuando Borges escribió esto algunos de los que luego fueron sus detractores estaban encantados al menos con los hombres “fuertes y silenciosos” de la Unión Soviética); que señaló el resentimiento nacionalista antiinglés de los germanófilos porteños y celebró su derrota también en Sur, en una nota titulada 1941 que acaba así: “Yo pienso en Inglaterra como se piensa en una persona querida, en algo irreemplazable e individual. Es capaz de culpables indecisiones, de atroces lentitudes (tolera a Franco, tolera a las sucursales de Franco), pero es también capaz de rectificaciones y contriciones, de volver a librar, cuando la sombra de una espada cae sobre el mundo, la cíclica batalla de Waterloo”. Después de acabada la contienda mundial, a finales de 1945, un destacado militar germanófilo –el coronel Perón– se hace con el poder en Argentina: para castigarle por haber firmado diversos manifiestos antifascistas, Borges es destituido de su puesto de bibliotecario y “promovido” a inspector de pollos, gallinas y conejos en los mercados municipales. El demagogo populista distinguirá a la familia con su animadversión y un par de años después su madre y su hermana Norah serán detenidas por haber repartido propaganda antiperonista. Ciertamente no parece que esta trayectoria de más de media vida sea la de un monstruo de la ultraderecha. También es no menos cierto que el Borges maduro fue un burgués ilustrado, con poquísima simpatía por los sublevadores del pueblo, que se fue haciendo cada vez más conservador con el paso de los años y el aumento de su incapacidad física. Detestó a los montoneros guevaristas, hizo bromas de café sobre la democracia como “abuso de la estadística” y soltó deplorables boutades políticas (y sobre todo humanamente) incorrectas sobre los negros o –¡cielos!– los vascos. Es importante hacer notar que estas bobadas aparecen solamente en charlas referidas por otros o entrevistas, nunca en sus obras literarias. Por lo visto no se resistía a decir cualquier cosa que le pasara por la cabeza, si creía que iba a resultar graciosa o chocante a un auditorio complaciente (en oírla y –ay– en propalarla). Algunas de sus impertinencias son realmente divertidas: en cierta ocasión, ya semiciego, al pasar frente al cartel electoral de un partido nacionalista que exultaba “Dios, familia y propiedad” comentó a su acompañante: “¡Caramba, qué tres incomodidades!”. También consta que saludó en un principio como liberadores a Videla y compañía (error en el que también incurrieron muchos comunistas argentinos de la época), aunque luego condenó sin rodeos sus procedimientos criminales, aceptó una condecoración no buscada de manos de Pinochet durante una visita a Chile, etc... Sin duda actitudes discutibles, a veces notablemente inoportunas, poco perspicaces y hasta culpables de escasa gallardía en lo que al asunto de Pinochet se refiere, pero reveladoras, más que de convicciones reaccionarias, de un progresivo desinterés por la actualidad política y de un encierro en su privado mundo literario, fomentado por su ceguera. En el peor de los casos, nada ideológicamente más indecente que el entusiasmo de Pablo Neruda por Stalin y el comunismo soviético, o de García Márquez (y tantos otros más, algunos hasta hoy mismo) por la obtusa dictadura de Fidel Castro. No deja de ser cosa misteriosa que un homenaje de Pinochet pueda alejar del Nobel a quien se lo merecía de sobra, mientras que Castro o la orden de Lenin no hayan privado de él a otros sin duda también merecedores de ese galardón. En cualquier caso, la importancia de la ideología política en la obra de Borges es difícilmente perceptible: no fue un escritor “comprometido” (en una ocasión observó que hablar de “literatura comprometida” le resultaba tan incongruente como elogiar la “equitación protestante”) ni con la izquierda ni con la derecha, pero tampoco con el debate político mismo, que fue la verdadera religión del siglo XX. Se ocupó poco del gobierno de las personas y prácticamente nada de la administración de las cosas: en ese aspecto sí que resultó realmente reaccionario, pero mucho más por no considerar importante tener opiniones válidas que por tenerlas equivocadas. Fue en este campo un agnóstico bastante despreocupado, la actitud que más irrita a los creyentes y a los justicieros. Puede no ser una postura digna de elogio, pero tampoco me parece que deba ser execrada.

Sin embargo quizá Borges siempre se mantuviese fiel a otro tipo de compromiso social, el más necesario para un poeta que se dirige a cada lector –irrepetible y frágil– entre el estruendo vocinglero de los políticos, tan democráticamente imprescindible como a veces insoportable. Lo ha analizado bien el profesor Juan Arana, de la Universidad de Sevilla, en el ensayo titulado precisamente El compromiso del escritor, que se incluye en su libro sobre Borges La eternidad de lo efímero. Ahí comenta la más alta responsabilidad del “urdidor de verbalismos”, antihagiográfíca descripción dada por el propio Borges de su tarea como escritor, y señala que “su misión es modesta, pero importante: si otros consiguen con su esfuerzo que sea habitable el mundo en que estamos, éste consigue con el suyo que seamos capaces de compartirlo y de vivirlo también en nuestro espíritu”. Y concluye: “El compromiso supremo del escritor consiste en permitir a sus obras que ejerzan su salvífica misión sin malograrlas con sus anecdóticas pretensiones”. Aunque no me atrevería a insistir sin matizar en la función “salvífica” de la literatura, por excelente que ésta sea, creo que Arana atina en lo fundamental. No sólo absuelve en cierto sentido a Borges, sino que lo hace con argumentos semejantes a los que Borges habría empleado... si se hubiera entretenido culpablemente en buscar su absolución.

Sea como fuere, la inquina peronista contra el poeta y su familia sacudió benéficamente y en cierto sentido agilizó la existencia de Borges. Desplazado de su papel de “subbibliotecario” –por emplear un término melvillano– en la Miguel Cané, empezó a perfilarse su destino esencial como guardián mayor de la Biblioteca de Babel. Descartada la opción de inspeccionar la fauna avícola local a que se le condenaba irrisoriamente, aumentó su papel como conferenciante y suave profesor de literatura ante públicos de Argentina y Uruguay. La tarea de hablar en público es la condena y el triunfo paradójico de muchos tímidos. Los mejores conferenciantes no son los que hablan sin miedo sino los que vencen su miedo a hablar: esa secreta fragilidad hace su discurso más delicado, más precioso. Tal fue el caso de Borges, que –además del agobio ante la multitud expectante– debió sobreponerse siempre a un leve tartamudeo. El poeta José Bergamín me contó que tuvo ocasión de escucharle una vez en Montevideo, a comienzos de los años cincuenta: antes de empezar, dispuso sobre la mesa montones de libros que luego no empleó ni una sola vez en la charla. Cuando le preguntó para qué necesitaba tantos volúmenes que no iba a consultar, Borges repuso: “Los uso como parapeto”‘. Yo, que no soporto ni charlas ni sermones ni lecciones ni arengas de más de diez minutos de duración (aunque, ay, he vivido gran parte de mi vida dándolas), le escuché un par de veces con arrobo. Era ya viejo y entonces la ceguera oficiaba como un parapeto ante el público más eficaz que las pilas de libros; en cuanto al tartamudeo, se había convertido en coquetería o cláusula de estilo. ¿Cómo definirlo? Era delicioso: cálida e inteligentemente delicioso. Un charmeur con ideas. Nada que ver con esos insoportables sabios, orgullosos de su rigor, que hasta para amenizar una entrega de premios en el fin de curso de una escuela nos infligen la lectura de veinte folios, so pretexto de que ellos no saben improvisar: pues si no saben, que se callen y se queden en casa, que mañana les leeremos. Algunos pedantes que dicen haber asistido a sus clases de literatura o de filosofía denuncian sus supuestas citas inexactas o sus imprecisiones cronológicas. Pero para corregir esos desvíos –si los hay, lo que conociendo la fabulosa memoria de Borges es dudoso– están los manuales, las enciclopedias y ahora los CD-roms. Lo insustituible, en cambio, es el aura de ceremonia cultural que su palabra vacilante sabía crear, la celebración vivida de una conciencia intelectual que busca asilo grato en otros, entre la perplejidad del mundo y el maremoto jubiloso de los libros. Brotaba ante los oyentes del manantial mismo, con engañosa espontaneidad, tanteando y perdiéndose en meandros sólo aparentemente caprichosos, contagiando hasta a los más lerdos –eruditos aparte– de las dudas y victoriosos hallazgos que constituyen la reflexión personal.

Los griegos hablaban del acmé en la vida de un hombre, es decir, el momento en que alcanza su plena madurez vital, que ellos cifraban cronológicamente en torno a los treinta y cinco años. También cada escritor tiene su propio acmé creativo, menos sujeto a determinaciones de edad, tempranísimo por ejemplo para Rimbaud pero mucho más tardío para un Bernard Shaw. A mi juicio, Borges alcanzó su acmé literario en las décadas cuarenta y cincuenta del pasado siglo, en las que escribe los relatos de Ficciones (1944) y El Aleph (1949), así como los ensayos de Otras inquisiciones (1952) y parte de los poemas y prosas breves de El hacedor (1960), es decir, sus cuatro mejores libros. Digo “mejores” queriendo decir más redondos, más definitivos, más completos y también más irrevocablemente audaces, los de mayor empuje: sin duda compuso antes y después otras muchas páginas memorables, pero en las de ese período se le nota dueño jubiloso de sus medios y –pese a sus eternas reticencias irónicas y lemas de modestia– conscientemente magistral. Algunos exégetas se atribulan intentando dirimir si fue ante todo poeta, narrador o ensayista, y aportan irrefutables pruebas de maestría en cada uno de esos órdenes. Pero la verdadera gracia de Borges cuando está “en estado de gracia” (y no le quitaremos al término ninguna de sus connotaciones teológicas para no disgustar a George Steiner) resulta de que nunca es “ante todo” sólo una de esas cosas, sino que sabe ser narrativo en sus poemas, poético en sus ensayos y filosóficamente indagatorio en sus cuentos. No es que su género sea la ficción, sino que convierte en ficciones los géneros literarios. Ése es precisamente su tema de fondo, la imposibilidad característicamente moderna de la literatura –de los textos producidos por hombres de letras postreramente cultos, fatigados o deslumbrados por haberlo ya leído todo– de atenerse a un registro exclusivo y excluyente de voz como si no supieran más, como si no tuviesen, ellos y sus lectores, permanentemente el resto de los datos expresivos en la memoria y pudieran desde algún ángulo alcanzar la realidad sin constatar esa broza simbólica que la configura y la trastorna. Es así como logra acuñar unos cuantos mitos que operan entre los letrados (lectores y escritores) de finales del siglo XX al modo que durante tanto tiempo lo han hecho aquellos platónicos de la caverna y del auriga que pretende controlar los opuestos caballos del alma, o también aquel genio engañoso propuesto por Descartes: la biblioteca que abarca y se confunde con el universo, la lotería que va ampliando su juego hasta regir todos los incidentes de la vida humana desde los más íntimos hasta los de mayor trascendencia colectiva, la noticia enciclopédica de un mundo ficticio que acaba dotándolo de existencia real, el mago que logra dar vida al personaje que ha soñado sólo para descubrir más tarde que también él existe gracias al sueño de otro, el punto milagroso pero situado en cualquier lugar trivial donde puede contemplarse toda la vertiginosa complejidad del cosmos, etc... Parábolas narradas sin énfasis excesivo, siempre desde un ángulo levemente irónico que aumenta su rara capacidad de sugestión, con ademanes de erudición paródica, algo así como un Kafka cuya graduación desoladora se rebaja con un chorrito de Lewis Carroll: no llegan a ofrecer un presagio o un diagnóstico de nuestras tribulaciones, sino más bien un experimento imaginario que nos permite acercarnos a ellas como al desgaire, por su lado menos candente pero mentalmente más estimulante. Ello explica que se presten con tanta propiedad a servir de exempla en elucubraciones filosóficas (no creo que haya otro autor tan fructuosamente saqueado por los principales ensayistas a partir de los años sesenta del siglo XX) y también, más desdichadamente, que puedan convertirse sin demasiada resistencia en pábulo de blandas jaculatorias seudopoéticas.

En cuanto a fuerza narrativa en el sentido más tradicional, los dos cuentos que prefiero son Las ruinas circulares y El Aleph. El primero de ellos es admirablemente intenso y leyéndolo se comprende que su autor lo escribiera en un par de semanas como poseído por una obsesión, algo que según confesión propia nunca había llegado a ocurrirle antes ni le pasó después. A pesar de que Borges es muy poco “paisajístico”, este relato logra crear la visión de un paraje exótico y trastornado, como algunas de las mejores páginas de Poe o de lord Dunsany (autores con cuyo mundo narrativo y simbólico me parece que estas “ruinas” guardan especial parentesco). Los esfuerzos del nigromante por dar bulto corporal y animado a la criatura de su sueño contagian desazonadoramente al lector, que es probable que llegue a prever el nihilista regreso al infinito del desenlace, aunque no por ello deja de sentirse conmocionado por él. Sin duda se trata de una pequeña obra maestra del género fantástico, cuya ambigua riqueza queda muy mermada si lo reducimos a una mera metáfora de las zozobras del creador novelesco en busca de personajes alimentados con la entraña de su imaginación. Por supuesto, es imposible no escuchar como música de fondo el dictamen de Shakespeare en La tempestad sobre que estamos tejidos de la misma urdimbre que los sueños... o recordar a la Alicia de Lewis Carroll –tan querido por Borges–, que sueña al Rey Rojo, quien a su vez está soñándola a ella, y es advertida en su sueño de que si el soñado rey despierta ella se desvanecerá como la luz de una vela al apagarse la llama porque sólo consiste en un sueño del soñado.

El Aleph es, si no me equivoco, el logro narrativo más perfecto y memorable de Borges. Fue lo primero que leí de él y creo que me acerqué al monte por el lado bueno: de ahí que no me haya costado escalarlo y que siempre me haya encontrado tan a gusto hasta en sus tramos más escarpados. Ese cuento lo tiene todo, humor, sentimiento, metafísica, costumbrismo y el toque fantástico que maravilla pero también sobrecoge. De sus breves páginas nos queda el recuerdo, no sólo del nódulo asombroso que recoge por completo la catarata inabarcable de la realidad, sino también de dos personajes: el trujamán del milagro, ese Carlos Argentino Daneri de fatuidad risible y casi conmovedora (pariente ufano del Enoch Soames de Beerbohm) y desde luego Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, la amada doblemente imposible por muerta y por infiel. A través de la genial caricatura del poetastro se ejecuta a todo un sistema ostentoso de superficialidad literaria, pero quizá también –más secretamente– a la ambición misma del empeño literario que pretende dar cuenta del vertiginoso e instantáneo universo mezclando sucesivamente un repertorio de convenciones. Como en el caso de Pierre Menard, el gran autor no puede sino durar más en su fracaso que el chapucero presuntuoso y entusiasta. Sin embargo, El Aleph aún reserva otras lecciones: por ejemplo, que el infinito se anuda sin prosopopeya en cualquier polvoriento y desdeñado rincón de lo cotidiano, o que si se cumpliera nuestro anhelo de abarcar contemplativamente cuanto existe no por ello quedaríamos menos inermes ni nostálgicos ante ese dato irremediable... Desde luego, no son precisas estas interpretaciones ni tantas otras posibles para disfrutar del encanto ligero y hondo del relato, que –a modo del buen vino– acaricia el paladar a su paso y luego deja un regusto aromático y persistente.

También apetece volver sobre otras historias, como La lotería en Babilonia y su descripción de una sociedad –que conocemos demasiado bien, a fin de cuentas– en la que todos pugnan insensatamente por obtener recompensas y rehuir castigos no menos arbitrarios, dictados por una conspiración inasible que vincula sin remedio los deseos con el azar. Quizá se refería a algo semejante Diderot, cuando aludió dos siglos antes al mundo como “un vasto garito donde he pasado sesenta años, con el cubilete en la mano, tesseras agitans (sacudiendo los dados)”. En La muerte y la brújula se ofrece al lector algo así como la sublimación de una narración detectivesca, que lleva al límite la hermandad enigmática entre el asesino y el sabueso que le persigue, dos caras de un mismo destino. O Funes el memorioso, otra de las predilectas, que consigue el difícil triunfo de ser una parábola inolvidable sobre la memoria y también el retrato de alguien que, como el rey Midas, es privilegiado con un don aparentemente envidiable que le sume en una inhumana desventura (algo que se repite de modo distinto en El inmortal). Uno de los relatos más sutiles y mejor ambientados es La busca de Averroes, que describe la ocasional pero infranqueable impotencia de un sabio para conocer algo que otros, por gratuitas circunstancias, tienen al alcance de la mano. Al recrear a su Averroes, histórica y geográficamente incapacitado para comprender el teatro, seguramente Borges se acordó del poeta latino Horacio, que inventó cisnes negros como ejemplo de lo imposible sin saber que en ese mismo momento eran aves familiares para los nativos de la ignota Australia. En La secta del fénix – estupendo ejemplo de understatement irónico a la inglesa que debe hacer las delicias de los psicoanalistas obstinados en husmear los calzoncillos del poeta– describe con aire misterioso los procedimientos de una secta cuya sede es el mundo entero y cuyo único dogma consiste en la iniciación en un ritual aparentemente trivial o grotesco, pero que sella para siempre la vida del iniciado: nunca nombra, claro, que tal ceremonia no es sino la cópula carnal. En fin, es ocioso prolongar este florilegio porque cada lector tendrá sin duda sus propios favoritos en ese puñado de inteligentes delicias.

Los ensayos de Otras inquisiciones (una antología de lo mejor que había publicado hasta la fecha en el género, compilada con la ayuda del exquisito José Bianco, secretario de redacción de la revista Sur) y los poemas de El hacedor muestran también en su mayoría una plenitud creadora semejante. En uno de los primeros, el dedicado a Oscar Wilde, constata: “Leyendo y releyendo, a lo largo de los años, a Wilde, noto un hecho que sus panegiristas no parecen haber sospechado siquiera: el hecho comprobable y elemental de que Wilde, casi siempre, tiene razón”. Algo semejante podríamos afirmar sin reticencias del Borges ensayista: deslumbrados por su estilo concentrado y epigramático, por su complacencia en un humorismo tajante y en una erudición de meandros caprichosos, por una adjetivación cuya precisión –buscada, no rebuscada– se convierte en desconcertante originalidad, los entusiastas olvidan frecuentemente en sus comentarios el fundamental acierto de la mayoría de los de Borges. Es caprichoso en sus intereses, pero nunca gratuito o inconsecuente en sus razonamientos. Incluso cuando parece más chocante, merece la pena atenderle porque acabamos por concordar con él, como por ejemplo cuando subraya que al jocundo Chesterton le subyace un espanto mayor que al inquietante y opresivo Kafka.

Jamás consiente en prodigar malhumoradas boutades, como las que por lo visto tanto entretienen a Nabokov en sus comentarios sobre literatura. Como nunca ha leído por obligación, es más propenso al elogio que al denuesto y cultiva la admiración, esa virtud que brota de lo admirable que pueda haber en nosotros, sin dejar por ello de aplicar ocasionalmente algún desdén inmisericorde y atinado. Pero como es un lector finísimo, la admiración por un autor no llega a nublar la perspicacia con que descubre sus mecanismos expresivos o la recurrencia obsesiva de sus temas de fondo. No sólo se preocupa de lo que un escritor o pensador dice, sino sobre todo de lo que nos dice, es decir, de la interacción que suscita con quienes lo leen. Su mejor arte estriba en leer de manera inusual, descentrada, a esos autores sobre los que ya estamos acostumbrados a discursos definitivamente acuñados: opera un sutil cambio de perspectiva –como el que propone al final de Pierre Menard– que no descarta leer obras de filosofía como si perteneciesen al género fantástico o las obras de Agatha Christie como si hubieran sido escritas por santo Tomás de Aquino. Sobre todo es un incomparable espoleador del instinto literario, por lo que sus notas despiertan invariablemente el apetito de leer, sea al autor comentado o a otros, pero sin limitarse nunca a revertir obscenamente en la celebración de sí mismo: a diferencia de otros grandes de la literatura que lo son también del egotismo, su voz contagiosa es permanentemente transitiva, nunca conminatoriamente autorreferencial. Y sin embargo su forma de leer está íntimamente ligada con su tarea de escritor: pese a su explícita y falsamente humilde preferencia por la lectura frente a la escritura, nunca es tan enconadamente escritor como cuando consigna y subraya lo que lee.

Sus poemas de El hacedor optan ya en la mayoría de los casos por la rima y un cierto aire conservador, explícito y articulado, que le separan definitivamente del descoyuntamiento verbal o la elipsis llevada hasta el enigma que caracterizan gran parte de la poesía contemporánea. Descarta definitivamente las orgías jeroglíficas y el prestigio alálico del espontaneísmo automático. Así consigue algunos de sus mejores sonetos, como los dos de Ajedrez o Blind Pew, aunque todavía no suele componerlos al modo shakespeariano, es decir, concluidos en pareado. El otro tigre es su más bello homenaje al listado felino que fue durante toda su vida el emblema zoológico de su particular mitología; pero también es una reiteración de uno de sus temas centrales tanto en verso como en prosa, la persecución inacabable mediante palabras de esa realidad que siempre transcurre, inasible y magnífica, allá donde los símbolos no alcanzan:

... Bien lo sé, pero algo
me impone esta aventura indefinida,
insensata y antigua, y persevero
en buscar por el tiempo de la tarde
el otro tigre, el que no está en el verso.

Quizá sin embargo la página más notable de El hacedor no sea un poema sino la prosa perpleja de Borges y yo, en la que transcribe su extrañeza y su incomodidad ante el hombre público, el estereotipo literario en que se ha ido gradualmente convirtiendo (y que aún deberá monumentalizarse mucho más con los años). El escritor compone un texto que quizá nunca le pertenece del todo, que se debe a la función poética del lenguaje mismo o a la tradición artística, pero ese texto a su vez se convierte en pedestal de una figura enfática, el Autor (¿el Hacedor?), destinado a sobrevivir exento al atribulado ser humano que comparte su nombre y que se borrará definitivamente al apagarse su intimidad sin huellas. Incluso esa protesta – magistral en su brevedad– sabe Borges que una vez escrita dejará inmediatamente de pertenecerle para anotarse en el acervo del “otro”. Durante los años de la dictadura peronista, pese a estar preterido por las instituciones oficiales (como ya mencionamos su madre y su hermana llegaron a ser detenidas por repartir propaganda contra el régimen), el prestigio de Borges se consolida definitivamente. En 1950 es nombrado por tres años presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, una corporación notoriamente antiperonista, y al final de ese período aparece el primer volumen de sus Obras completas que comienza a publicar Emecé. No se dedica a conejos ni a gallinas para ganarse el sustento, sino que ocupa la cátedra de literatura inglesa en la Asociación Argentina de Cultura Inglesa y también en el Colegio Libre de Estudios Superiores. Por esta época comienza a interesarse por la antigua literatura anglosajona, interés que luego le llevará al estudio del anglosajón y cuyo primer fruto es la publicación –en 1951 y en el Fondo de Cultura Económica de México– del libro después ampliado Antiguas literaturas germánicas, en colaboración con Delia Ingenieros. Por supuesto, su primacía en las letras argentinas y su incipiente proyección internacional no dejan de atraerle virulentos antagonismos. H. A. Murena (cuyo nombre, paradójicamente, está ligado para muchos españoles de mi generación al descubrimiento de Walter Benjamín y de la Dialéctica del Iluminismo de Adorno y Horkheimer, en sus traducciones editadas por Sur) volvió a atacar en la revista de Victoria Ocampo el cosmopolitismo borgiano. Al mismo tiempo, una piara mafiosa de profesores celtibéricos obstaculiza la invitación a dictar un curso en Estados Unidos que le ha cursado el Wellesley College, tachándolo de ser “un enemigo profesional de la literatura española”. Aun en los casos raros y dichosos en que no se convierten en pretexto de crímenes, todos los nacionalismos son siempre una escuela de estupidez. El propio Borges se refirió una vez a “ciertas vanidades raciales que todos oscuramente poseen, sobre todo los tontos y los maleantes”. Tontos o maleantes: la mayoría de los nacionalistas que he conocido se encuadran en una de estas categorías y a menudo en ambas.

En septiembre de 1955, un levantamiento cívico-militar derroca al general Perón, que se exilia en Paraguay antes de refugiarse durante largos años en Madrid, bajo el manto de Franco. Al mes siguiente, el nuevo gobierno nombra a Borges director de la Biblioteca Nacional. Pero también por entonces fracasa su última operación ocular y los médicos le prohíben leer y escribir, tratando de no agravar definitivamente su ya casi total ceguera. Ahora Borges se encuentra al frente de la Gran Casa de Todos los Libros y precisamente ahora se ve imposibilitado de disfrutarlos, destino paradójico que ya correspondió antes que a él a otros dos directores de la misma institución, José Mármol y el argentino de origen francés Paul Groussac (a cuya obra dedicará un ensayo penetrante y condescendiente). Es entonces cuando dicta Borges su Poema de los dones, que famosamente empieza así:

Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez los libros y la noche...

El inmenso tesoro que tanta felicidad ha sabido proporcionarle deberá quedar ahora “intacto y secreto” de veras. Empieza el momento gratificante de la memoria.



En Vidas literarias: Jorge Luis Borges, III
Editorial Omega, 2002

Cortesía de Ignoria

Foto EFE sin atribución: Fernando Savater Vía


11/8/17

Jorge Luis Borges: El Oeste







A medida que los Estados Unidos crecen hacia el poniente y el sur, a medida que la guerra de Méjico y la conquista del Oeste dilatan sus ya vastas fronteras, surge una nueva generación de escritores, del todo ajenos al puritanismo de Nueva Inglaterra o al trascendentalismo de Concord. Longfellow y Timrod pertenecen aún a la tradición de las letras británicas; los nuevos hombres cuyas voces nos llegan desde el Mississippi o las soledades de California ni siquiera tienen que rebelarse contra esa tradición.

El primero fue SAMUEL LANGHORNE CLEMENS (1835-1910), que dio fama mundial a su pseudónimo Mark Twain. Clemens fue tipógrafo, periodista, piloto fluvial, subteniente de las fuerzas del Sur, buscador de oro en California, autor humorístico, conferenciante, director de un diario, novelista, editor, hombre de negocios, doctor honoris causa de universidades americanas e inglesas y, los últimos años de su vida, una celebridad. Nació en Florida, pequeña aldea de Missouri. La población era de cien almas; Mark Twain se jactó de haberla aumentado en uno por ciento, "cosa que muchos personajes insignes no hubieran podido hacer por su patria". Poco después, su familia se mudó a Hannibal a orillas del Mississippi. Durante su vida entera lo acompañaron la imagen y la nostalgia del río, que le inspiró sus mejores libros, Tom Sawyer y Huckleberry Finn. A los veintiún años concibió el proyecto de explorar las fuentes del Amazonas, pero al llegar a Nueva Orleans, resolvió ser piloto del Mississippi. Esta época le reveló los más diversos tipos de humanidad; años después escribiría: "Cada vez que en la ficción o en la historia encuentro un personaje bien definido me intereso personalmente en él, porque ya nos conocemos, porque nos hemos encontrado en el río". En 1861 la Guerra de Secesión cerró la navegación fluvial; Mark Twain, al cabo de unos quince días de andanzas militares, acompañó a su hermano al Oeste. Hicieron la larga travesía en diligencia. En San Francisco de California, Brett Harte y el humorista Artemus Ward lo iniciaron en la literatura; desde entonces usó el pseudónimo de Mark Twain, que, en el lenguaje de los pilotos del río, significa dos brazas. En 1865, un breve relato, The Celebrated Jumping Frog of Calaveras County (La célebre rana saltarina del partido de Calaveras), le dio fama continental. Luego vendrían las giras de conferencias, los viajes por Europa, por Tierra Santa, por el Pacífico, los libros que se traducirían a todas las lenguas, el casamiento, el bienestar, los reveses económicos, la muerte de la mujer y de los hijos, el renombre, la soledad secreta y el pesimismo.
Mark Twain fue para sus contemporáneos un humorista, un hombre cuyas menores ocurrencias eran divulgadas por él telégrafo de un confín a otro del planeta. Esas bromas, ahora, nos llegan un poco gastadas. Queda y quedará, sin embargo, Huckleberry Finn, de la que surgió, según Hemingway, toda la novela americana. El estilo es oral, los dos protagonistas, un chico travieso y un negro prófugo, navegan en una balsa, de noche, por las anchas aguas del Mississippi y nos muestran así la vida del Sur antes de la Guerra Civil. Movido por un sentimiento generoso que no acaba de comprender, el chico ayuda al esclavo, pero lo acosa el remordimiento de hacerse cómplice de la fuga de un hombre que es propiedad de una señorita del pueblo. De este gran libro, que abunda en admirables evocaciones de la mañana, de los atardeceres y de las pobres costas del río, han nacido, con el tiempo, otros dos cuyo esquema es el mismo: Kim (1901) de Kipling y Don Segundo Sombra (1926) de Ricardo Güiraldes. Se publicó en 1884; por primera vez un escritor de América usaba, sin afectación, el lenguaje de América. John Brown ha escrito: "Huckleberry Finn enseñó a hablar a toda la novela americana".
El cometa de Halley brilló en el cielo cuando nació Mark Twain; éste predijo que no acabarían sus días hasta que volviera el cometa. Así ocurrió: en 1910 volvió la estrella y murió el hombre.
El novelista Howell ha escrito: "Emerson, Longfellow y Holmes —los he conocido— se asemejaban unos a otros, pero Clemens era único, incomparable, el Lincoln de nuestra literatura".
La vastedad de las desiertas regiones ganadas para los Estados Unidos en el Oeste obligó a sus pobladores a ejercer las más diversas actividades.

Así BRETT HARTE (1836-1902), nacido en Albany, amigo y protector de Mark Twain, fue sucesivamente maestro de escuela, empleado de farmacia, minero, mensajero, tipógrafo, reportero, autor de cuentos cortos, colaborador regular del Golden Era y, a partir de 1868, director de la importante revista The Overland Monthly. En sus páginas aparecieron esas breves y patéticas obras maestras "The Luck of Roaring Camp" (La suerte de Roaring Camp), "The Outcasts of Poker Fiat" (Los expulsados de Poker Fiat), "Tennessee's Partner" (El socio de Tennessee), que el autor reuniría bajo el título de The Californians Sketches (Bocetos californianos) y que fueron, acaso, una primera revelación del Oeste. Un poema humorístico, The Heathen Chinese (El chino pagano), lo hizo famoso desde el Pacífico al Atlántico. En 1878, a pedido suyo, fue nombrado cónsul en la ciudad de Crefeld, en Prusia, y luego en Glasgow. Sus últimos años los pasó en Londres. Brett Harte y Mark Twain, típicos escritores del Oeste, procedían de otras regiones; JOHN GRIFFITH LONDON (1876-1916), que tomó el nombre de Jack London, nació en San Francisco de California. Su destino no fue menos heterogéneo que el de los anteriores; conoció la pobreza, fue peón de granja, peón de estancia, vendedor de diarios, vagabundo, jefe de una pandilla y marinero. No fueron extrañas a su experiencia la mendicidad y la cárcel. Resolvió educarse, en tres meses dio las materias de dos años de estudio y entró en la Universidad de California. En 1897 ocurrió el descubrimiento de oro en Alaska. London se lanzó a la aventura y, en pleno invierno, atravesó el paso de Chilkoot. No halló el tesoro que buscaba y emprendió con dos compañeros la travesía del canal de Behring, en un bote abierto. Publicó en 1903 su novela The Call of the Wild (El llamado de la selva), de la que vendió un millón y medio de ejemplares. Es la historia de un perro que ha sido lobo y vuelve al fin a serlo. Un libro anterior, The God of his Fathers (El Dios de sus padres), no había logrado un éxito igual. Durante la guerra ruso-japonesa en 1904 fue enviado como corresponsal. Murió a los cuarenta años, dejando unos cincuenta volúmenes, de los que recordaremos aquí The People of the Pit (La gente del abismo), para el cual exploró personalmente los bajos fondos de Londres, The Sea Wolf (El lobo de mar), cuyo protagonista es un capitán que predica y ejerce la violencia, y Before Adam (Antes de Adán), novela prehistórica. Su narrador recobra en sueños fragmentarios los azarosos días que ha vivido en una encarnación anterior. Jack London escribió también admirables cuentos de aventureros y algunos relatos fantásticos, entre ellos "The Shadow and the Flash" (La sombra y el destello), que refiere la rivalidad y el duelo final de dos hombres invisibles. Su estilo corresponde a la realidad pero a una realidad recreada y exaltada por él. La vitalidad que animó su vida anima su obra, que seguirá atrayendo a las generaciones más jóvenes.

FRANK NORRIS (1870-1902) nació en Chicago, pero su obra pertenece al Oeste. Se educó en San Francisco, estudió arte medieval en París y fue sucesivamente corresponsal de guerra en África del Sur y en Cuba. Sus primeros trabajos fueron románticos, pero a fines del siglo XIX se convirtió al naturalismo de Zola y publicó la novela Me Teague (1899), cuyo escenario son los bajos fondos de San Francisco. Dejó inconclusa una trilogía cuyo protagonista es el trigo, desde su producción hasta las especulaciones de bolsa y su exportación a Europa. A diferencia de su maestro, que se documentaba en bibliotecas, Frank Norris, antes de emprender la redacción de su triple novela, trabajó como peón en una chana californiana. Creyó que ciertas fuerzas impersonales —el trigo, los ferrocarriles, la ley de la oferta y la demanda— son más importantes que el individuo y acaban por dominarlo, pero también creyó en la inmortalidad. Se lo considera precursor de Theodore Dreiser, a quien ayudó a publicar su primera novela, Sister Carne.


En Introducción a la literatura norteamericana (1967)
En colaboración con Esther Zemborain de Torres
Foto: Jorge Luis Borges y María Kodama en la Mark Twain Cave, Missouri,
Antes Mc Dougal´s Cave, sitio donde transcurre el relato de Las aventuras de Tom Sawyer



10/8/17

Jorge Luis Borges: Unas notas para «La cifra»









Las dos catedrales: La filosofía y la teología son, lo sospecho, dos especies de la literatura fantástica. Dos especies espléndidas. En efecto, ¿qué son las noches de Sharazad o el hombre invisible, al lado de la infinita sustancia, dotada de infinitos atributos, de Baruch Spinoza o de los arquetipos platónicos? A éstos me he referido en Poema, así como en Correr o ser o en Beppo. Recuerdo, al pasar, que ciertas escuelas de la China se preguntaron si hay un arquetipo, un li, del sillón y otro del sillón de bambú. El curioso lector puede interrogar A Short History of Chinese Philosophy (Macmillan, 1948), de Fung Yu-Lan.

Aquél: Esta composición, como casi todas las otras, abusa de la enumeración caótica. De esta figura, que con tanta felicidad prodigó Walt Whitman, sólo puedo decir que debe parecer un caos, un desorden, y ser íntimamente un cosmos, un orden.

Eclesiastés, 1-9: En el versículo de referencia algunos han visto una alusión al tiempo circular de los pitagóricos. Creo que tal concepto es del todo ajeno a los hábitos del pensamiento hebreo.

Andrés Armoa: El lector español debe imaginar que su historia ocurre en la provincia de Buenos Aires, hacia mil ochocientos setenta y tantos.

El tercer hombre: Esta página, cuyo tema son los secretos vínculos que unen a todos los seres del mundo, es fundamentalmente igual a la que se llama El bastón de laca.



En La cifra  —in fine— (1981)
Foto: Borges en Palermo 1984, Archeological Museum
© Ferdinando Scianna/Magnum Photos


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