7/8/17

Jorge Luis Borges: Los Trolls






En Inglaterra, las Valquirias quedaron relegadas a las aldeas y degeneraron en brujas; en las naciones escandinavas los gigantes de la antigua mitología, que habitaban en Jotunheim y guerreaban con el dios Thor, han decaído en rústicos Trolls. En la cosmogonía que da principio a la Edda Mayor, se lee que, el día del Crepúsculo de los Dioses, los gigantes escalarán y romperán Bifrost, el arco iris, y destruirán el mundo, secundados por un lobo y una serpiente; los Trolls de la superstición popular son Elfos malignos y estúpidos, que moran en las cuevas de las montañas o en deleznables chozas. Los más distinguidos están dotados de dos o tres cabezas.
El poema dramático Peer Gynt (1867) de Henrik Ibsen les asegura su fama. Ibsen imagina que son, ante todo, nacionalistas; piensan, o tratan de pensar que el brebaje atroz que fabrican es delicioso y que sus cuevas son alcázares. Para que Peer Gynt no perciba la sordidez de su ámbito, le proponen arrancarle los ojos.


En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Foto: Jorge Luis Borges en la Biblioteca Nacional, por Sara Facio

6/8/17

Jorge Luis Borges: Nuestras imposibilidades







Esta fraccionaria noticia de los caracteres más inmediatamente afligentes del argentino, requiere una previa limitación. Su objeto es el argentino de las ciudades, el misterioso espécimen cotidiano que venera el alto esplendor de las profesiones de saladerista o de martillero, que viaja en ómnibus y lo considera un instrumento letal, que menosprecia a los Estados Unidos y festeja que Buenos Aires casi se pueda hombrear con Chicago homicidamente, que rechaza la sola posibilidad de un ruso incircunciso y lampiño, que intuye una secreta relación entre la perversa o nula virilidad y el tabaco rubio, que ejerce con amor la pantomima digital del seriola, que deglute en especiales noches de júbilo, porciones de aparato digestivo o evacuativo o genésico, en establecimientos tradicionales de aparición reciente que se denominan parrillas, que se vanagloria a la vez de nuestro idealismo latino y de nuestra viveza porteña, que ingenuamente sólo cree en la viveza. No me limitaré pues al criollo: tipo deliberado ahora de conversador matero y de anecdotista, sin obligaciones previas raciales. El criollo actual —el de nuestra provincia, a lo menos— es una variedad lingüística, una conducta que se ejerce para incomodar unas veces, otras para agradar. Sirva de ejemplo de lo último el gaucho entrado en años, cuyas ironías y orgullos representan una delicada forma de servilismo, puesto que satisfacen a opinión corriente sobre él... El criollo, pienso, deberá ser investigado en esas regiones donde una concurrencia forastera no lo ha estilizado y falseado —verbigracia, en los departamentos del norte de la República Oriental. Vuelvo, pues, a nuestro cotidiano argentino. No inquiero su completa definición, sino la de sus rasgos más fáciles.

El primero es la penuria imaginativa. Para el argentino ejemplar, todo lo infrecuente es monstruoso —y como tal, ridículo. El disidente que se deje la barba en tiempo de los rasurados o que en los barrios del chambergo prefiere culminar en galera, es un milagro y una inverosimilitud y un escándalo para quienes lo ven. En el sainete nacional, los tipos del Gallego y del Gringo son un mero reverso paródico de los criollos. No son malvados —lo cual importaría una dignidad—; son irrisorios, momentáneos y nadie. Se agitan vanamente: la seriedad fundamental de morir les está negada. Esa fantasmidad corresponde a las seguridades erróneas de nuestro pueblo, con tosca precisión. Eso, para el pueblo, es el extranjero: un sujeto imperdonable equivocado y bastante irreal. La inepcia de nuestros actores, ayuda. Ahora, desde que los once compadritos buenos de Buenos Aires fueron maltratados por los once compadritos malos de Montevideo, el extranjero an sich es el uruguayo. Si se miente y exige una diferencia con extranjeros irreconocibles, nominales ¿qué no será con los auténticos? Imposible admitirlos como una parte responsable del mundo. El fracaso del intenso film Hallelujah ante los espectadores de este país —mejor, el fracaso de los espectadores extensos de este país ante el film Hallelujah— se debió a una invencible coalición de esa incapacidad, exasperada por tratarse de negros, con otra no menos deplorable y sintomática: la de tolerar sin burla un fervor. Esa mortal y cómoda negligencia de lo inargentino del mundo, comporta una fastuosa valoración del lugar ocupado entre las naciones por nuestra patria. Hará unos meses, a raíz del lógico resultado de unas elecciones provinciales de gobernador, se habló del oro ruso; como si la política interna de una subdivisión de esta descolorida república, fuera perceptible desde Moscú, y los apasionara. Una buena voluntad megalomaníaca permite esas leyendas. La completa nuestra incuriosidad efusivamente delatada por todas las revistas gráficas de Buenos Aires, tan desconocedoras de los cinco continentes y de los siete mares como solícitas de los veraneantes costosos a Mar del Plata, que integran su rastrero fervor, su veneración, su vigilia. No solamente la visión general es paupérrima aquí, sino la domiciliaria, doméstica. El Buenos Aires esquemático del porteño, es harto conocido: el Centro, el Barrio Norte (con aséptica omisión de sus conventillos), la Boca del Riachuelo y Belgrano. Lo demás es una inconveniente Cimeria, un vano paradero conjetural de los revueltos ómnibus La Suburbana y de los resignados Lacroze.

El otro rasgo que procuraré demostrar, es la fruición incontenible de los fracasos. En los cinematógrafos de esta ciudad, toda frustración de una expectativa es aclamada por las venturosas plateas como si fuera cómica. Igual sucede cuando hay lucha: jamás interesa la felicidad del ganador, sino la buena humillación del vencido. Cuando, en uno de los films heroicos de Sternberg, hacia un final ruinoso de fiesta, el alto pistolero Bull Weed se adelanta sobre las serpentinas muertas del alba para matar a su crapuloso rival, y éste lo ve avanzar contra él, irresistible y torpe, y huye de la muerte visible —una brusca apoteosis de carcajadas festeja ese temor y nos recuerda el hemisferio en que estamos. En los cinematógrafos pobres, basta la menor señal de agresión para que se entusiasme el público. Ese disponible rencor tuvo su articulación felicísima en el imperativo ¡sufra!, que ya se ha retirado de las bocas, no de las voluntades. Es significativa también la interjección ¡toma!, usada por la mujer argentina para coronar cualquier enumeración de esplendores —verbigracia, las etapas opulentas de un veraneo—; como si valieran las dichas por la envidiosa irritación que producen. (Anotemos —de paso— que el más sincero elogio español es el participio envidiado.) Otra suficiente ilustración de la facilidad porteña del odio la ofrecen los cuantiosos anónimos, entre los que debemos incluir el nuevo anónimo auditivo, sin rastros: la afrentosa llamada telefónica, la emisión invulnerable de injurias. Ese impersonal y modesto género literario, ignoro si es de invención argentina, pero sí de aplicación perpetua y feliz. Hay virtuosos en esta capital que sazonan lo procaz de sus vocativos con la estudiosa intempestividad de la hora. Tampoco nuestros conciudadanos olvidan que la suma velocidad puede ser una forma de la reserva y que las injurias vociferadas a los de a pie desde un instantáneo automóvil quedan generalmente impunes. Es verdad que tampoco el destinatario suele ser identificado y que el breve espectáculo de su ira se achica hasta perderse, pero siempre es un alivio afrentar. Añadiré otro ejemplo curioso: el de la sodomía. En todos los países de la tierra, una indivisible reprobación recae sobre los dos ejecutores del inimaginable contacto. Abominación hicieron los dos; su sangre sobre ellos, dice el Levítico. No así entre el malevaje de Buenos Aires, que reclama una especie de veneración para el agente activo —porque lo embromó al compañero—. Entrego esa dialéctica fecal a los apologistas de la viveza, del alacraneo y de la cachada, que tanto infierno encubren.

Penuria imaginativa y rencor definen nuestra parte de muerte. Abona lo primero un muy generalizable artículo de Unamuno sobre La imaginación en Cochabamba; lo segundo, el incomparable espectáculo de un gobierno conservador, que está forzando a toda la república a ingresar en el socialismo, sólo por fastidiar y entristecer a un partido medio.

Hace muchas generaciones que soy argentino; formulo sin alegría estas quejas.



Sur, Buenos Aires, Año I, N° 4, primavera de 1931 [clasificado como "Notas"]

Y también en:
Jorge Luis Borges, Discusión, Buenos Aires, Manuel Gleizer editor, 1932
Jorge Luis Borges, Ficcionario, México, Fondo de Cultura Económica, 1985

Antologado luego en Borges en Sur (1931-1980)
© 1999, María Kodama
Buenos Aires, Penguin House Grupo Editorial, 2016


5/8/17

Jorge Luis Borges: Borges, Jorge Luis







  La ya avanzada edad me ha enseñado la resignación de ser Borges.

  El informe de Brodie, 1970


  Ustedes se equivocan conmigo. Yo soy una alucinación colectiva.

  Krauze, 1979


  El gran historiador Toynbee me dijo que el escritor que más admiraba en el mundo era Borges. Se lo dije a él. Era previsible su réplica:  «¿Qué culpa tengo yo de que él tenga tan mal gusto?».

  Petit, 1980


 Yo no sé quién soy. Tal vez no sea nadie. Posiblemente una ilusión creada por la generosidad de ustedes.

  El País, 1980


  He ido aprendiendo a ser Borges.

  Tapia, 1982


  «¿Borges? ¡Un bluff!» Y yo le contesté: «De acuerdo amigo, pero un bluff involuntario».

  Molachino, 1984






En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges (1988)
Foto: Borges en una plaza de Buenos Aires, 1978 
Portada del libro Borges A/Z  
Colección La Biblioteca de Babel

4/8/17

Manifiesto de escritores y artistas (1945)







En los campos de batalla, el nazismo está viviendo sus últimos momentos. Mientras todas las naciones con un sentido de la dignidad humana se unieron para aniquilar a esta fuerza del mal, nuestro país fue conducido al aislamiento por una sucesión de gobiernos divorciados de la voluntad popular. Pero el pueblo argentino demostró en todo momento su más franca oposición al nazismo, como en las jornadas que siguieron a la liberación de París y en la voz valiente de las publicaciones que salieron en medio de duras circunstancias. Son estas expresiones las que han salvado la dignidad de nuestra patria.

La guerra ha llegado a su última fase y ya las tres grandes potencias que principalmente sobrellevaron el peso de la lucha han tomado —en acuerdo con la voluntad de las Naciones Unidas—, las medidas que organizarán la paz y que impedirán el resurgimiento del nazismo. Ausentes en los momentos más delicados, y ausentes en la Conferencia de México, es inútil que quienes sostuvieron la política llevada por el país, intenten ahora tardías rectificaciones.

Como artistas y escritores conscientes de la hora, lucharemos en la medida de nuestra fuerza para que se restablezcan en nuestra patria las libertades fundamentales. Sintetizamos nuestra posición en los siguientes puntos:

1) Levantamiento inmediato del estado de sitio y restablecimiento de las garantías constitucionales, en primer lugar, las de prensa, palabra y reunión.

2) Libertad inmediata de los presos políticos y sociales.

3) Restablecimiento pleno de la autonomía universitaria de acuerdo a los postulados de la Reforma y restablecimiento de la ley 1420 de enseñanza laica. Reincorporación, previo desagravio, de los profesores, maestros y estudiantes separados arbitrariamente.

4) Convocatoria a elecciones, libres de fraude y violencia.

5) Cumplimiento de los compromisos internacionales contraídos, para reanudar así las relaciones amistosas con los países democráticos del mundo y colaborar con las Naciones Unidas en la paz progresista que se prepara.

6) Disolución de las organizaciones quintacolumnistas y represión severa del espionaje nazi.

Entendemos que el pueblo argentino sólo puede alcanzar estos propósitos con la unidad de todas las fuerzas democráticas.


Juan E. Acuña, José Alonso, Ben Ami, José Allegreto, Carmelo Arelen Quin, José Babini, Adolfo Bioy Casares, Edgar Bayley, Jorge Luis Borges, Norah Borges, Antonio Berni, Leónidas Barletta, Vicente Barbieri, Amadeo Vilches, Saulo Benavente, Córdova Iturburu, Dardo Cúneo, Horacio Cóppola, Juan C. Castagnino, Elías Castelnuovo, Gertrudis Chale, Andrés Calabrese.

Juana Ch. de Dourge, Manuel O. Espinosa, Norberto Frontini, Enrique Fernández Chelo, Luis Falcini, Tristán Fernández, Alfredo González Garaño, Luis Gudiño Kramer, Lila Guerrero, Carlos Giambiagi, Marcelo Gianelli, Eloisa Ferraría Acosta.

Gregorio Halperín, Renata D. de Halperín, José B. Heredia, Néstor Ibarra, Gyula Kosice, Bernardo Kordon, Agrupación "Liluli", Agrupación "La Carpa", Raúl Larra, José Luis Lanuza, José Ramón Luna, López Armesto, Raúl Lozza, Luis P. Reissig.

Ernesto Morales, Ulyses Petit de Murat, Raúl A. Monsegur, Horacio March, Juan José Manauta, Alfredo Martínez Howard, José Marial, Emilio Novas, Joaquín Neyra, Juan L. Ortiz, David Oberlaender, Luis Ordaz, María Rosa Oliver, Roger Plá, Elías Piterbarg, Pablo Palant, Sigfredo Pastor, Gerardo Pisarello, Anselmo Piccoli, Orlando Pierri, Manuel Peyrou, Alicia Pérez Peñalba, Angela Romera Vela, Carlos Ruiz Daudet, Marcelino Román, Marta Samatán, Marisa Serrano Vernengo, Ernesto Sábato, Luis Seoane, Lino Spilimbergo, Arturo Sánchez Riva, Amaro Villanueva, Aníbal S. Vázquez, Alfredo Varela, Domingo Viau, Abraham Vigo, Enrique Wernicke, Álvaro Yunque.

Antinazi. Por una Argentina Libre y Democrática
Buenos Aires, Año 1, N° 5, jueves 22 de marzo de 1945*



[*] Éste es uno de los tantos manifiestos en contra del Eje y a favor de la democracia que Borges acostumbraba a firmar. En la revista Antinazi, con la firma de Borges, se publicaron también: "La SADE y la normalidad", N°24, 2 de agosto de 1945; "Solicitan cortésmente", N°28, 30 de agosto de 1945; "Rifa de una Biblioteca", N°58, 4 de abril de 1946. Antinazi aparece con ese nombre entre 1945 y 1946 (N°1 al 67), cuando la revista Argentina Libre (Buenos Aires, N°1, 7 de marzo de 1940; N°297, 9 de octubre de 1947) es clausurada.

Véase también «Y esto ocurrió en Buenos Aires en 1946»

En Textos recobrados 1931-1955
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi 
© María Kodama 2001 
© Emecé Editores 2001
Foto: Captura video "La mandrágora" en RTVE.es (1999)


3/8/17

Jorge Luis Borges: La poesía gauchesca*







    En las literaturas de América, el género gauchesco constituye un fenómeno singular. Quienes han intentado una explicación se han limitado a señalar al protagonista de esta poesía; han estudiado al gaucho; han indagado su vida y sus costumbres. Todo ello, útil y necesario sin duda, no agota el problema; la vida pastoril ha sido típica de muchas regiones de América, desde Montana y Oregón hasta Chile; esas regiones, sin embargo, no han producido un género análogo al género gauchesco. ¿Qué circunstancias determinaron, en las repúblicas del Plata, el origen de esta poesía?
Es notorio que los “gauchescos” —así los denomina Ricardo Rojas— no fueron gauchos; fueron hombres de ciudad, compenetrados, por los trabajos rurales o por el azar de las guerras, con la vida del gaucho. Fue necesaria, pues, para el génesis de la literatura gauchesca, la conjunción de dos estilos vitales: el urbano y el pastoril; no menos necesaria fue la homogeneidad de la población criolla de estas provincias; los jornaleros de las ciudades —el aguatero, el carrero, el cuarteador, el matarife— no diferían esencialmente del gaucho. Tampoco había notables diferencias lingüísticas; la entonación y el vocabulario del gaucho eran fácilmente accesibles al hombre urbano. Éste hallaba en el campo un espectáculo que era lo bastante curioso para ser memorable y lo bastante afín para ser íntimo. El campo, con sus grandes distancias, con su bárbara ganadería, con sus elementales peligros, con su sabor homérico, sería en la memoria una experiencia de libertad y de plenitud.
Movido por el propósito de exaltar la obra de José Hernández, Lugones ha negado a los otros escritores gauchescos el conocimiento del gaucho. Este juicio importa un anacronismo; a mediados del siglo XIX el gaucho no era en estas repúblicas un personaje exótico; lo difícil, acaso lo imposible, era no conocerlo. Hernández parece más versado que sus predecesores en las tareas de la estancia; no en la intuición del gaucho, común a todos ellos.
Dos personajes esenciales hay en la literatura que nos ocupa: el gaucho y el indio. El primero, según el diccionario de la Academia, es “el hombre natural de las pampas del Río de la Plata en la Argentina, Uruguay y Río Grande do Sul”. La nota agrega que los gauchos “son por lo común mestizos de español e indio, grandes jinetes dedicados a la ganadería o a la vida errante”. La ganadería, en efecto, es fundamental para la determinación del tipo gaucho; éste propende a desaparecer de aquellas regiones en que predomina la agricultura. Cabría simplemente añadir, citando a Martínez Estrada, que el gaucho no es un tipo étnico sino social.
Vemos al indio en la literatura gauchesca a través de los ojos del que era su natural enemigo. La imagen es hostil, y en el Martín Fierro, atroz. El mundo de los gauchos, según lo describe el poema, es áspero y elemental; el de los indios es diabólico. Los escritores que han estudiado al indio de la pampa corroboran esa visión.
En su Historia de la literatura argentina, Ricardo Rojas quiere derivar el género gauchesco de la poesía popular de los payadores; entiendo que esa genealogía es errónea: el rústico, en trance de versificar, procura no emplear voces rústicas. Tampoco busca temas cotidianos ni cultiva el color local. Ensaya temas nobles y abstractos; un certero ejemplo de esta poesía nos ofrece Hernández en la payada de Martín Fierro con el Moreno, que trata del cielo, de la tierra, del mar, de la noche, del amor, de la ley, del tiempo, de la medida, del peso y de la cantidad. De esos abstractos y ambiciosos ejercicios no hubiera procedido jamás el género gauchesco, tan rico en realidades.
Salvo excepciones, limitadas, por lo común a la obra de Ascasubi, la poesía gauchesca se ha expresado en versos octosílabos, metro tan popular que he conocido algún payador que tomaba los endecasílabos de Carriego por octosílabos mal medidos y comentaba con resignación y piedad: “No se ha esmerado el mozo”. En el suburbio de Buenos Aires, en el siglo XX, ese payador era idealmente contemporáneo de aquellos literatos españoles que, al decir de Lugones, “No aceptaron el verso endecasílabo cuando fue introducido de Italia, declarando no percibir su armonía”.
Ya que, por una convención del género, la poesía gauchesca se presenta como pensada y dicha por gauchos, omítese en ella determinadas explicaciones y descripciones, que serían inverosímiles, por demasiado artificiosas y literarias, o superfluas, porque se dan por sabidas. Cabe afirmar que, en general, la poesía gauchesca no describe la vida de la llanura, sino que la presupone. Habla de pampa, de baguales, de estancias, para personas que tienen imágenes claras de esas palabras. Ni Facundo de Sarmiento ni Don Segundo Sombra de Güiraldes postulan tal conocimiento de parte del lector; por eso, y no sólo por razones de vocabulario, son acaso, más accesibles a un extranjero.
Los cielitos de Bartolomé Hidalgo inauguran hacia 1811 la poesía gauchesca. Roxlo, declara que Hidalgo no ha sido superado aún “por ninguno de los que han descollado imitándolo”. Es lícito disentir; Hidalgo ha sido superado y en ello estriba su paradójica fortuna. En él se cumple el doble destino de los precursores; prefigura a quienes lo siguen y es creado por los hombres ulteriores a quienes prefigura. Ascasubi, Del Campo, Lussich y Hernández son inconcebibles sin él, pero, también, lo definen y lo mejoran. Sin esa ilustre descendencia, la obra de Hidalgo sería una mera curiosidad y acaso no podríamos percibir sus rasgos diferenciales.
La entonación de la poesía gauchesca se da, íntegramente, en Hidalgo. Tiene este poeta una voz mesurada y viril, una voz honesta y antigua, que no volveremos a oír hasta el Martín Fierro. Asimismo, le corresponde a Hidalgo el hallazgo de algunos motivos esenciales: el diálogo entre paisanos, el ambiente sugerido por alusiones, las perplejidades del gaucho en la ciudad.
El segundo poeta gauchesco, Hilario Ascasubi, fácil y a veces afortunado improvisador, está como perdido en la magnitud de su obra populosa y ocasional. Los Trovos de Paulino Lucero, que luego subtituló hermosamente O los gauchos del Río de la Plata cantando y combatiendo contra los tiranos de las Repúblicas Argentina y Oriental del Uruguay, fueron escritos a lo largo de las vicisitudes de la historia, entre el grito de los capitanes y la algazara; las muchas referencias contemporáneas, en su hora comprensibles e inevitables, hoy los oscurecen y abruman. Determinados pasajes, sin embargo, nos revelan a un poeta no inferior a ninguno de los “gauchescos” y, por cierto, singularísimo. Lo épico y un vívido sentido de lo visual distinguen a Ascasubi.
Estanislao del Campo, el tercer poeta gauchesco, se considera continuador de Ascasubi (Aniceto el Gallo) y firma, filialmente, Anastasio el Pollo. Hereda, de Ascasubi, la tradición que éste heredó de Bartolomé Hidalgo: el diálogo gauchesco en que uno de los interlocutores refiere a otro sus andanzas por la ciudad. Posee, como Ascasubi, notable sensibilidad visual y una frecuente propensión al humorismo. Nunca este humorismo es agresivo o amargo; su manantial es la felicidad.
En 1872, José Hernández publica la obra maestra del género: El Gaucho Martín Fierro. Más que otros textos de la literatura gauchesca, el Martín Fierro ha sido imaginado, por así decirlo, de adentro para afuera. Basta, para evidenciar este aserto, comparar la primera estrofa del poema de Hernández con la primera estrofa del Fausto. En ésta, el gaucho es un espectáculo que el autor nos presenta; el lenguaje, deliberadamente recargado de voces y de giros vernáculos, tiene un cariz casi paródico. En aquélla, el hombre está dado, inmediatamente, en la voz. Martín Fierro nos relata su vida, y aún más importante que los hechos es la manera de relatarlos. Así, en el canto VII de la primera parte, cuenta que en un baile campestre ha provocado y matado a un negro y después nos dice:
Limpié el facón en los pastos,
desaté mi redomón,
monté despacio y salí
al tranco pa el cañadón.
La indiferencia, la amargura, la resignación del matador, y hasta una suerte de insolencia tranquila, están en esas pocas palabras.
Martín Fierro fue quizá concebido por Hernández como personaje genérico, pero afortunadamente, priman en él los rasgos individuales. Su historia no es acaso la historia de todos los gauchos; sin embargo, cuando la leemos, nos parece verosímil, necesaria y, aun, inevitable. Aceptamos los hechos que la integran como aceptamos los hechos que integran la realidad y, como ante éstos, no nos preguntamos si son ingeniosos o extraños; nos persuaden con su mero ocurrir. Somos, al leerlo, Martín Fierro; en esta identificación hay como una secreta maestría, ya que el autor la logra sin recurrir a lentos análisis de estados de conciencia.
Pese a la estructura métrica y a algunos toques épicos o elegíacos —la valerosa muerte de Cruz, el combate de Fierro con el indio, la nostálgica descripción de los tiempos que fueron—, la obra de Hernández deja un sabor final de novela.



[*] Versión abreviada del prólogo de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, Poesía gauchesca, México, Fondo de Cultura Económica, 1955. El prólogo está recogido en Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Museo, Textos inéditos, Buenos Aires, Emecé, 2002, págs. 119-137. (N. del E.)


En Ars, Revista de Arte, Buenos Aires, Año XX, Nº 89, 1960. Número de Adhesión al 
Sesquicentenario de la Revolución de Mayo, dedicado a la cultura en la Argentina, en el 
vigésimo aniversario de la revista. 

Luego, en Textos Recobrados 1956-1986 (2007)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi 
© 2003 María Kodama 
© Emecé editores Buenos Aires 2003

Foto: Jaime Rest y Jorge Luis Borges durante una conferencia 
Auditorio Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, ca. 1954
Acervo Jaime Rest


2/8/17

«Y esto ocurrió en Buenos Aires en 1946»












Jorge Luis Borges, escritor que enorgullece a la Argentina,
fue enviado a inspeccionar gallinas



Bajo estos mismos títulos dice un diario porteño:

«Ha sido comentado en los más diversos tonos en los ambientes artísticos, la medida adoptada por las autoridades edilicias contra el escritor Jorge Luis Borges, quien desde hace dieciocho años desempeña un puesto importante en una biblioteca del municipio. No es necesario abundar acá en consideraciones acerca de los sólidos méritos del prestigioso escritor a quien de cierta manera puede considerárselo como jefe de una escuela: "el borgismo ", que de ciencia cierta existe, pero que algún día será analizada ampliamente. La producción, la obra y la acción de Borges son, asimismo, tan vastamente conocidas dentro y fuera del país, que no es necesario que nos detengamos a analizarlas en estos momentos. Pero el escritor es quien va a hablar.

—¡Hola, don Jorge Luis! ¿Cómo le va?

—Ya lo ve, vivito y coleando.

—¿ Y qué le pasó en la Municipalidad que se cuentan las cosas más dispares acerca de su traslado, cesantía o lo que fuere?

—Nada; una cosa muy sencilla. Yo toda la vida he tenido dos "hobbyes" por no decir dos debilidades: los libros y firmar. Cuando chico firmaba en las paredes. ¿Se acuerdan ustedes de aquellos poemas murales? Me ha gustado siempre firmar lo que escribo y a veces, cuando algo de un amigo me gusta mucho, también lo firmaría.

—Sí, bueno, está bien; pero eso ¿qué tiene que ver con el asunto de la Municipalidad?

—A eso iba. Como a mí me da por firmar todo lo firmable, resulta que firmé cuanto manifiesto me trajeron los amigos*. Esos manifiestos ingenuos en que se afirma que la verdad debe triunfar y que la libertad es libre, como dice el paisano.

—Bueno, pero ¿qué pasó, entonces?

—Un momento; en los poemas no hay que pegar saltos. Hace pocos días me mandaron llamar para comunicarme que había sido trasladado de mi puesto de bibliotecario al de inspector de aves —léase gallináceas— a un mercado de la calle Córdoba. Aduje yo que sabía mucho menos de gallinas que de libros y que si bien me deleitaba leyendo "La serpiente emplumada", de Lawrence, de ello no debe sacarse la conclusión que sepa de otras plumas o diferenciar la gallina de los huevos de oro de un gallo de riña. Se me respondió que no se trataba de idoneidad sino de una sanción por andarme haciendo el democrático ostentando mi firma en toda cuanta declaración salía por ahí. Comprendí, entonces, que se trataba de molestarme o de humillarme simplemente. Naturalmente que si, como ustedes dicen, me hubieran trasladado a las funciones de agente de tránsito, a lo mejor me da por calzarme el uniforme, y ya me hubieran visto allá arriba en la garita armando un verdadero despatarro.

— Y usted, ¿qué actitud adoptó?

—Ninguna; me fui a casa. Tenía un libro de Eluard y otro de Vercors para los cuales no encontraba manera de roer tiempo a otras cosas y leerlos. Y me puse a leer y me olvidé del mundo. Pero al día siguiente, la realidad me dio un vuelco; de la Municipalidad me comunicaban que hacía veinticuatro horas que estaban esperando mi renuncia y que estaba ya en mora. Estaban, pues, plenamente convencidos de que no iba a aceptar la situación y que iba a renunciar. Me conocían, ¿verdad?

—Indudablemente.

—Eso es todo; la verdad, nada más que la verdad, sólo la verdad.»


Diario El Plata, Montevideo, 25 de julio de 1946**


Notas

* Uno de muchos ejemplos es el Manifiesto de escritores y artistas (En Antinazi. Por una Argentina Libre y Democrática, Buenos Aires, Año 1, N° 5, jueves 22 de marzo de 1945). En breve será incluido en este blog.

** El 15 de agosto de 1946, la revista Argentina Libre publica el discurso pronunciado por Leónidas Barletta, en la comida de desagravio que la Sociedad Argentina de Escritores (S.A.D.E.) ofrece a Borges, a raíz de su destitución del cargo de bibliotecario.  En ese mismo número, se publica también "Dele-Dele", palabras de agradecimiento de Borges, recogidas simultáneamente con otro título en la revista Sur. 
Véase también Borges en Sur, Buenos Aires, Emecé Editores, 1999, págs. 303-304.


Incluido en Textos recobrados 1931-1955
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi 
© María Kodama 2001
© Emecé Editores 2001



31/7/17

Jorge Luis Borges: La clepsidra







No de agua, de miel, será la última
gota de la clepsidra. La veremos
resplandecer y hundirse en la tiniebla,
pero en ella estarán las beatitudes
que al rojo Adán otorgó Alguien o Algo:
el recíproco amor y tu fragancia,
el acto de entender el universo,
siquiera falazmente, aquel instante
en que Virgilio da con el hexámetro,
el agua de la sed y el pan del hambre,
en el aire la delicada nieve,
el tacto del volumen que buscamos
en la desidia de los anaqueles,
el goce de la espada en la batalla,
el mar que libre roturó Inglaterra,
el alivio de oír tras el silencio
el esperado acorde, una memoria
preciosa y olvidada, la fatiga,
el instante en que el sueño nos disgrega.


En La moneda de hierro (1976)

30/7/17

Jorge Luis Borges: Elegía de la patria






De hierro, no de oro, fue la aurora.
La forjaron un puerto y un desierto,
unos cuantos señores y el abierto
ámbito elemental de ayer y ahora.
Vino después la guerra con el godo.
Siempre el valor y siempre la victoria.
El Brasil y el tirano. Aquella historia
desenfrenada. El todo por el todo.
Cifras rojas de los aniversarios,
pompas del mármol, arduos monumentos,
pompas de la palabra, parlamentos,
centenarios y sesquicentenarios,
son la ceniza apenas, la soflama
de los vestigios de esa antigua llama.


En La moneda de hierro (1976)
Retrato de Jorge Luis Borges
Fundación Internacional Jorge Luis Borges


29/7/17

Borges y Joyce, 50 años después* [Entrevista de O. Nayarláez, 1981]




Borges no puede disimular cierta emoción y algo de molestia cuando le decimos el motivo de la entrevista.
—¿Joyce? ¿Así que usted me quiere hacer hablar de James Joyce? ¿Y de lo que queda en mí de Joyce? ¡No! Eso no tiene importancia, lo importante es la personalidad de Joyce. La relación que yo pueda tener con él es insignificante.
[¿Cuándo leyó a Joyce?]
—No recuerdo bien, pero debe de haber sido el 27 o el 28, un año antes de la muerte de Güiraldes. Cuando me lo presentaron a Ricardo, en el hotel Phoenix, en Córdoba y San Martín, me preguntó si yo sabía inglés. En aquel tiempo pocos lo sabían, era un idioma un poco secreto. Todo el mundo sabía francés. Y cuando Güiraldes se enteró de que yo sabía inglés, dijo: “¡Qué suertudo!” “Creo que sí”, le dije, “pero, ¿por qué me dice eso?” “Porque puede leer a Kipling en el original.” A él le gustaba mucho Kipling pero lo había leído en francés. Tiempo después Güiraldes me entregaba un grueso volumen, era la edición inglesa del Ulises. Ante ese libro realmente sentí lo que es el vértigo; me encontré como perdido.
Después escribí un artículo muy inadecuado. Güiraldes me pidió que tradujera la última página del Ulises y lo hice muy mal. Eso se publicó en Proa, la revista fundada por Brandán Caraffa.
Borges trata de cuidar las palabras, y a cada rato insiste en que no quiere hablar mal de Joyce… Por fin se decide:
—Yo creo que Joyce cometió un error capital, creer que su estilo, su talento, eran los de un novelista. Él era, en realidad, un escritor esencialmente verbal. La novela es desde luego verbal en el sentido en que tiene que valerse de palabras pero no un arte verbal en el sentido que lo es la poesía.
El talento de Joyce era esencialmente verbal. No sé si poético es la palabra. Es lo que Shaw llamaba word music. Joyce es música verbal e invención de palabras. Una novela se hace más bien imaginando personajes, penetrando en ellos. Eso no sucede con Joyce. Si se lee o se trata de leer el Ulises, al final no se conoce a los personajes. En el Ulises se conocen miles de situaciones pero no se conocen los personajes como pueden conocerse los de Conrad, Dostoievski y otros. Joyce cometió ese error. Aunque creo que fue uno de los máximos artífices verbales, eso nada tiene que ver con la novela. En una novela hay que pensar en los personajes, en los caracteres, en lo que sucede, más que en las palabras empleadas.
El arte de Joyce es pues, ante todo, verbal. Espléndido, desde luego, pero creo que si hubiera elegido ser poeta, si se hubiera limitado a ser poeta, aunque ser poeta no tiene nada de limitado, hubiera sido mejor… En todo caso más legible. Porque el Ulises es bastante ininteligible y el Finnegan's Wake es ilegible.
Ya dije que cuando leí el Ulises por primera vez me encontré perdido… Yo no sabía nada de la teoría de Joyce. Después leí el libro de Stuart Gilbert, de mucho más fácil lectura que la obra de Joyce, y otro libro titulado Una ganzúa para Finnegans Wake. Me gustaron mucho, pero cuando trataba de leer el Ulises y el Finnegans Wake me resultaba imposible. En cambio sé de memoria muchos versos, muchas poesías de Joyce y creo que El retrato del artista adolescente es un libro admirable y también algunos cuentos, no todos, porque la imaginación de Joyce es totalmente verbal. Si yo pienso en Finnegan's Wake, recuerdo frases de igual modo que recuerdo versos de un poema. Es una obra fragmentaria, sí. Esto no lo digo contra Joyce. Yo lo admiro pero hubiera querido de él una obra aún más admirable que la que ha producido.
Se ha entendido que hay un paralelismo entre la Odisea y el Ulises. Yo no sé si ese paralelismo es benéfico. Yo diría que no; no tiene nada que ver. Además, en el libro de Stuart Gilbert, que fue secretario de Joyce, se lee por ejemplo que en tal capítulo del Ulises casi todas las metáforas están tomadas de la respiración, de los pulmones; en otro se habla de lo sexual; en otro, del cerebro, de la inteligencia. O bien, que en un capítulo predomina el color rojo, en otro, el amarillo, en otro, el negro, etc. Pero yo no sé si ésas son virtudes. No hacen a la obra, y no hacen sobre todo al goce de la obra. Posiblemente Joyce pensó que eso podía facilitar su labor o le gustaba la idea, pero no quisiera decir una palabra contra Joyce.
Indudablemente Joyce fue un gran poeta. Chamber Music, por ejemplo, es gran poesía, poesía verbal como la de Quevedo y Lugones. Un ejemplo de poesía verbal, de Quevedo: “Su tumba son de Flandes las campañas / Y su epitafio la sangrienta Luna”. “Su epitafio la sangrienta Luna” es un verso espléndido, es poesía verbal. Si tuviera que traducirlo con otras palabras desaparecería la poesía. Poesía verbal, poesía de este tipo es la que hizo Joyce, quizá mejor que nadie, en cualquier época, y en cualquier idioma. Pero es una lástima que todo eso esté perdido en dos vastas obras ilegibles. La traducción de esa música verbal, la de Joyce, me parece imposible. Es como traducir la música en palabras. El caso más sencillo: ¿Cómo traducir la música del tango El choclo? El tango El choclo es simplemente eso.
Joyce mismo colaboró en la traducción francesa del Ulises, dirigida por Valéry Larbaud, que es muy mala, y no por culpa de Joyce o de Larbaud. Es mala, entre otras cosas, por la facultad de Joyce de acuñar palabras compuestas, que pueden usarse en griego, en inglés, y en alemán, pero no en francés y en castellano, idiomas éstos en las que resultan pesadísimas y artificiales. El mismo Joyce tiene que haberse dado cuenta de esto.
[¿Tradujo usted el Ulises?]
—No, no es cierto, yo no he traducido el Ulises. Puede ser sí que me hayan ofrecido la traducción al castellano. Al cabo de ochenta años a uno pueden haberle ocurrido todas las cosas. Pero yo me di cuenta de que la obra era intraducible.
Mi memoria está llena de pasajes de Joyce, pero no pienso en sus personajes…
¿Qué importancia tiene que el Ulises no sea una novela? Las grandes obras se escriben muchas veces a pesar de sus autores.
—Sí, pero él se propuso hacer una novela…
Pero si no es una novela, ¿no tenía derecho a hacer el Ulises?
—Tenía derecho, pero hubiera sido mejor para sus lectores si hubiera intentado otra cosa. Yo soy uno de sus lectores.
¿Y qué problema hay además en que se trate de una obra fragmentaria, una especie de homenaje al “lector salteado” de Macedonio Fernández que ya previó la lectura de a ratos, de restos, de fragmentos?
—Joyce quiso hacer una novela y cometió un error, porque podría haber escrito poemas de una o dos páginas. Como creo que fue un error de Góngora escribir las Soledades, pues no tenía talento para lo narrativo. Góngora tenía talento para frases como Joyce. Es un pequeño Joyce, ¿no?
En cuanto a la lectura fragmentaria [Borges] agrega:
—Es la única lectura posible. Es lo que ocurre ya. El futuro es ilimitado, uno puede decir cualquier cosa y se cumplirá, pero quizá lo que quede de los escritores es lo que está en las antologías. Lo demás es historia de la literatura, es erudición, es una pequeña pedantería. Las obras completas son un error. Yo no quiero pecar de vanidoso, pero si cuando yo muera quedan un par de cuentos y un poema puedo darme por satisfecho. Mi Antología personal** incluso ha tenido que admitir cosas que no me gustan porque el editor me ha dicho que… No nos podemos librar de la Historia, todo se hace en función de ella, pero en los países orientales eso no existe. Y toda la poesía, toda la escritura se consideran contemporáneas. En cambio a nosotros nos interesa mucho la Historia, la sucesión cronológica, la idea de maestros y discípulos… Y todo eso es ajeno a lo estético…
¿Y para terminar?
—Yo sé que en algunas de sus inextricables páginas está Joyce esperándome en pasajes que me han acompañado toda la vida.



[*] Borges publicó en la revista Proa “El Ulises de Joyce” y “La última hoja del Ulises”, recogidos respectivamente en Inquisiciones, 1925, en Inquisiciones. Otras Inquisiciones, 2011, y en Textos recobrados 1919-1929, Barcelona, Debolsillo, 2011. Publicó también en la revista Sur, “Joyce y los neologismos”, 1939, y “Fragmento sobre Joyce”, 1941, recogidos en Borges en Sur y en Miscelánea(N. del E.)
[**]  Borges se refiere a una Antología en preparación que no llegaría a realizar. (N. del E.)

En revista Referente
Buenos Aires, Año I, N° 1, invierno de 1981
Entrevista de O. Nayarález

Luego en Textos recobrados 1956-1985 ("La Argentina y Buenos Aires")
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi 
© 2003 María Kodama 
© Emecé editores Buenos Aires 2003

Foto: Hands of James Joyce, Paris 1938, by Gisèle Freund, 1938




28/7/17

Jorge Luis Borges: Fervor de Buenos Aires [Prólogo, 1969]







No he reescrito el libro. He mitigado sus excesos barrocos, he limado asperezas, he tachado sensiblerías y vaguedades y, en el decurso de esta labor a veces grata y otras veces incómoda, he sentido que aquel muchacho que en 1923 lo escribió ya era esencialmente ¿qué significa esencialmente? el señor que ahora se resigna o corrige. Somos el mismo; los dos descreemos del fracaso y del éxito, de las escuelas literarias y de sus dogmas; los dos somos devotos de Schopenhauer, de Stevenson y de Whitman. Para mí, Fervor de Buenos Aires prefigura todo lo que haría después. Por lo que dejaba entrever, por lo que prometía de algún modo, lo aprobaron generosamente Enrique Díez-Canedo y Alfonso Reyes.
Como los de 1969, los jóvenes de 1923 eran tímidos. Temerosos de una íntima pobreza, trataban como ahora, de escamotearla bajo inocentes novedades ruidosas. Yo, por ejemplo, me propuse demasiados fines: remedar ciertas fealdades (que me gustaban) de Miguel de Unamuno, ser un escritor español del siglo diecisiete, ser Macedonio Fernández, descubrir las metáforas que Lugones ya había descubierto, cantar un Buenos Aires de casas bajas y, hacia el poniente o hacia el Sur, de quintas con verjas.
En aquel tiempo, buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas, el centro y la serenidad.

J. L. B.
Buenos Aires, 18 de agosto de 1969

A quien leyere

Si las páginas de este libro consienten algún verso feliz, perdóneme el lector la descortesía de haberlo usurpado yo, previamente. Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios, y yo su redactor. 

[Prólogo edición 1923]



En Fervor de Buenos Aires (1923)
Ilustración de Pablo Racioppi para 'Fervor de Buenos Aires'
Edición especial a 90 años de su primera publicación

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