28/4/17

Jorge Luis Borges: El coronel Ascasubi






Ascasubi, en vida, fue el Béranger del Río de la Plata; en muerte, un precursor humoso de Hernández. Ambas definiciones, como se ve, lo traducen en mero borrador -erróneo ya en el tiempo, ya en el espacio- de otro destino humano. La primera, la contemporánea, no le hizo mal: quienes la apadrinaban, no carecían de una directa noción de quién era Ascasubi, y de una suficiente noticia de quién era el francés; ahora, los dos conocimientos ralean. La honesta gloria de Béranger ha declinado, aunque dispone todavía de tres columnas en la Encyclopaedia britannica, firmadas por nadie menos que Stevenson; y la de Ascasubi... La segunda, la de premonición o aviso del Martín Fierro, es una insensatez: es accidental el parecido entre las dos obras y es nulo entre las intenciones que las gobiernan. El motivo de esa atribución errónea es curioso. Agotada la edición príncipe de Ascasubi de 1872 y rarísima en librería la de 1900, la empresa La cultura argentina determinó facilitar al público alguna de sus obras. Razones de largura y de seriedad eligieron el Santos Vega, impenetrable sucesión de trece mil versos, de siempre acometida y siempre postergada lectura. La gente, fastidiada, ahuyentada, tuvo que recurrir a ese respetuoso sinónimo de la incapacidad meritoria: el concepto de precursor. Pensarlo precursor de su declarado discípulo, Estanislao del Campo, era demasiado evidente; resolvieron emparentarlo con José Hernández. El proyecto adolecía de esta molestia, que razonaremos después: la superioridad del precursor sobre el precorrido, en esas pocas páginas ocasionales -las descripciones del amanecer, del malón- cuyo tema es igual. Nadie se demoró en esa paradoja, nadie pasó de esta comprobación evidente: la general inferioridad de Ascasubi (Escribo con justicia y con penitencia: uno de los distraídos fui yo, en cierta consideración inútil sobre Ascasubi, que está en Inquisiciones). Una liviana meditación, sin embargo, habría demostrado que, postulados bien los propósitos de los dos escritores, una frecuente superioridad parcial de Aniceto era de prever. ¿Qué fin se proponía Hernández? Uno limitadísimo: la relación del destino de Martín Fierro, en su propia boca. La fornida pelea con el negro, pongo por caso, no corresponde ni a la sensación de pelear ni a las inquietas lucideces y fallas que rinde la memoria de un hecho, sino a la narración estoica del peleador. No intuimos la pelea, sino al paisano Martín Fierro contándola. Igual afirmo de lo demás de la historia, siempre en función del héroe. De ahí que una deliberada subordinación del color local sea típica de Hernández. No especifica día y noche el pelo de los caballos: afectación que en nuestra literatura de ganaderos tiene correlación con la británica de especificar los aparejos, los derroteros y las maniobras, en su literatura del mar -pampa de los ingleses. No silencia la realidad, pero sólo se refiere a ella en función del carácter del héroe (Lo mismo, con el ambiente marinero, hace Joseph Conrad). Así, los muchos bailes que necesariamente aparecen en su relato (La ida, canto tercero, canto séptimo, canto onceno) no son nunca descritos. Ascasubi, en cambio, se propone la intuición directa del baile, del juego discontinuo de los cuerpos que se están entendiendo (Paulino Lucero, página 204):

Sacó luego a su aparcera
la Juana Rosa a bailar
y entraron a menudiar
media caña y caña entera.
¡Ah china! si la cadera
del cuerpo se le cortaba,
pues tanto lo mezquinaba
en cada dengue que hacía,
que medio se le perdía
cuando Lucero le entraba.


Y esta otra décima vistosa, como tapia rosada (Aniceto el Gallo, página 176):

Velay Pilar, la Porteña
linda de nuestra campaña,
bailando la media caña:
vean si se desempeña
y el garbo con que desdeña
los entros de ese gauchito,
que sin soltar el ponchito
con la mano en la cintura
le dice en esa postura:
¡mi alma! yo soy compadrito.


Es iluminativo también cotejar la noticia de los malones que hay en el Martín Fierro, con la inmediata presentación de Ascasubi. Hernández (La vuelta, canto cuarto) quiere destacar el horror juicioso de Fierro ante la desatinada depredación; Ascasubi (Santos Vega, XIII), las leguas de indios que se vienen encima:

Pero al invadir la Indiada
se siente, porque a la fija
del campo la sabandija
juye adelante asustada
y envueltos en la manguiada
vienen perros cimarrones,
zorros, avestruces, liones,
gamas, liebres y venaos
y cruzan atribulaos
por entre las poblaciones.

Entonces los ovejeros
coliando bravos torean
y también revolotean
gritando los teruteros;
pero, eso sí, los primeros
que anuncian la novedá
con toda seguridá
cuando los indios avanzan
son los chajases que lanzan
volando: ¡chajá! ¡chajá!

Y atrás de esas madrigueras
que los salvajes espantan,
campo ajuera se levantan
como nubes, polvaderas
preñadas todas enteras
de pampas desmelenaos
que al trote largo apuraos,
sobre los potros tendidos,
cargan pegando alaridos
y en media luna formaos.

Lo escénico otra vez, otra vez la fruición de contemplar. En esa inclinación está para mí la singularidad de Ascasubi, no en las virtudes de su ira unitaria, enfatizada por Oyuela y por Rojas. Éste (Obras, tomo noveno, página 671) imagina la desazón que sus payadas bárbaras debieron producir en don Juan Manuel y recuerda el asesinato, dentro de la plaza sitiada de Montevideo, de Florencio Varela. El caso es incomparable: Varela, fundador y redactor de El comercio del Plata, era persona internacionalmente visible; Ascasubi, payador incesante, se reducía a improvisar los versos caseros del lento y vivo truco del sitio. No hay que olvidar que las dificultades del sitiador no eran de orden táctico solamente, y que el más resuelto y secreto defensor de Montevideo fue el mismo Rosas, muy suspicaz de un crecimiento peligroso de Oribe, muy demorador de sus actos.

Ascasubi, en la bélica Montevideo, cantó un odio feliz. El facit indignatio versum de Juvenal no nos dice la razón de su estilo: tajeador a más no poder, pero tan desaforado y cómodo en las injurias que parece una diversión o una fiesta, un gusto de vistear. Eso deja entrever una suficiente décima de 1849 (Paulino Lucero, página 336):

Señor patrón, allá va
esa carta ¡de mi flor!
con la que al Restaurador
le retruco desde acá.
Si usté la lé, encontrará
a lo último del papel
cosas de que nuestro aquél
allá también se reirá:
porque a decir la verdá
es gaucho don Juan Manuel.

Pero contra ese mismo Rosas, tan gaucho, moviliza bailes que parecen evolucionar como ejércitos. Vuelva a serpear y a resonar esta primera vuelta de su media caña del campo para los libres (Paulino Lucero , página 117):

Al potro que en diez años
naides lo ensilló,
don Frutos en Cagancha
se le acomodó,
y en el repaso
le ha pegado un rigor
superiorazo.
Querelos mi vida -a los Orientales
que son domadores- sin dificultades.
¡Que viva Rivera! ¡Que viva Lavalle!
Tenémelo a Rosas... que no se desmaye.
Media caña,
a campaña.
Caña entera,
como quiera.
Vamos a Entre Ríos, que allá está Badana,
a ver si bailamos esta Media Caña,
que allá está Lavalle tocando el violín
y don Frutos quiere seguirla hasta el fin.
Los de Cagancha
se la afirman al diablo
en cualquier cancha.
Copio, también, esta peleadora felicidad (Paulino Lucero, página 58):

Vaya un cielito rabioso,
cosa linda en ciertos casos
en que anda el hombre ganoso
de divertirse a balazos.

(La edición de mil novecientos prefiere un hombre, y temo que la primera también; pero mi voz, pero mi sangre, pero mi apellido, juran que es una errata y que la lección genuina es el hombre. No quiero terciar en la discusión, pero es notorio que el coronel Ascasubi era persona de lo más servicial, y que se hubiera comedido de entrada a realizar el cambio.)

Valor florido, gusto de los colores límpidos y de los objetos precisos, pueden definir a Ascasubi. Así, en el principio del Santos Vega:

El cual iba pelo a pelo
en un potrillo bragao,
flete lindo como un dao
que apenas pisaba el suelo
de livianito y delgao.

Y esta mención de una figura (Aniceto el Gallo, página 147):

Velay la estampa del Gallo
que sostiene la bandera
de la Patria verdadera
del Veinticinco de Mayo.

Ascasubi, en La refalosa, presenta el pánico normal de los hombres en trance de degüello; pero razones evidentes de fecha no le dejaron cometer el anacronismo de practicar la única invención literaria de la guerra de mil novecientos catorce: el respetuoso tratamiento del miedo. Esa invención -preludiada paradójicamente por Rudyard Kipling (The seven seas, páginas 214, 179), tratada luego con delicadeza por Sheriff y con buena insistencia periodística por el concurrido Remarque- les quedaba todavía muy a trasmano a los unitarios de mil ochocientos cincuenta, para quienes el miedo no era patético, sino un percance con probabilidades de absurdo. No hay cosa indigna que no haya sido traducida en risible: ejemplos, el dolor, el hambre, la estafa, la humillación, los vómitos, en la novela picaresca -error casi tan lúgubre como el de desplegar esas miserias para patetizar. Ascasubi peleó en Ituzaingó, defendió las trincheras de Montevideo, peleó en Cepeda, y dejó en versos resplandecientes sus días. No hay el arrastre de destino en sus líneas que hay en el Martín Fierro; hay esa despreocupada, dura inocencia de los hombres de acción, de los huéspedes continuos de la aventura y nunca del asombro. Hay alegría en ellos y burla, pero jamás nostalgia; de ahí su desacuerdo feliz con las efusiones germánicas (pasadas por museo de Luján) de su continuador sedicente, Héctor Pedro Blomberg. Hay su buena zafaduría, porque su destino era la guitarra insolente del compadrito y los fogones de la tropa. Hay asimismo (virtud correlativa de ese vicio y también popular) la felicidad prosódica: el verso baladí que por la sola entonación ya está bien.

Yo sé que el mozo cordobés Hilario Ascasubi pasó mil días de navegación sobre el mar, en un barco velero con nombre de colores, La rosa argentina, y sé también que fue encarcelado por Rosas y que se dejó caer -quince metros- desde la altura del murallón a la zanja del cuartel del Retiro, y que ese claro sacudón cenital y esos años de agua lo hicieron firme y como traspasado de luz. Basta nombrarlo para estar en mitología de esta esquina de América.





Sur, Año I, verano 1931
En Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes 

Foto arriba: Hilario Ascasubi (autografiada - dominio público) Vía
Al pie Portada vía

27/4/17

Jorge Luis Borges: Henry James, un escritor admirable





He compilado una enciclopédica antología de la literatura fantástica; he traducido a Kafka a Stevenson, a Melville y a Bloy. No sé de una labor más asombrosa que la de Henry James. Los escritores que he mencionado son, desde la primera línea, maravillosos; proponen un universo que es casi profesionalmente irreal. James, antes de manifestar lo que es, un habitante irónico y resignado del infierno, corre el albur de parecer un mero novelista mundano, más incoloro que otros. Iniciada la lectura de un libro suyo, nos molestan algunas ambigüedades, algún rasgo superficial; al cabo de unas páginas comprendemos que esas deliberadas negligencias enriquecen el texto. James ha sido acusado de incurrir en temas melodramáticos. Nada más absurdo. Ello se debe a que los hechos, para este escritor, son meras hipérboles o énfasis de la trama. Las situaciones no surgen de los caracteres; los caracteres han sido imaginados para justificar las situaciones. Paradójicamente, James no es un novelista psicológico. Así, en The American, el crimen de Madame de Bellegarde es increíble en sí, pero aceptable como cifra de la corrupción de una antigua familia.
La edición definitiva de su obra abarca 35 volúmenes, que él mismo revisó minuciosamente. La parte principal de esa escrupulosa acumulación consta de novelas y cuentos; también incluye una biografía de Hawthorne, a quien siempre admiró, y de estudios críticos sobre Turgueniev y Flaubert, de quienes fue amigo íntimo. Tenía en poco a Zola y, por intrincadas razones, a lbsen. Protegió a Wells, que le correspondió con ingratitud. Fue padrino de casamiento de Kipling y tuvo trato con Stevenson, con quien intercambió alguna correspondencia.
La obra completa encierra estudios de muy diversa índole: el arte de narrar, el hallazgo de temas aún no explorados, la vida literaria como tema, el procedimiento indirecto, las virtudes y los riesgos de la improvisación, lo sobrenatural, los males y los muertos, el curso del tiempo, lo inadmisible del dialecto, el relato en primera persona, el destierro del americano en Europa, el destierro del hombre en el universo... Estos análisis, debidamente organizados en un volumen, integrarían una esclarecedora retórica.
En los teatros de Londres presentó varias comedias, que fueron saludadas con unánimes silbidos y con la respetuosa censura de Bernard Shaw. Nunca fue popular, y acaso a él tampoco le interesó serlo. La crítica británica le ofrendó una distraída y frígida gloria que, como casi siempre sucede, solía excluir la lectura. "Sus biografías", ha escrito Ludwig Lewinsohn, "son más significativas por lo que omiten que por lo que contienen".
Hermano del ilustre psicólogo que fundó el pragmatismo, Henry James nació en Nueva York, el día 15 de abril de 1843. Su padre, un converso swedenborgiano, que tenía su mismo nombre, quería que los hijos fueran cosmopolitas, es decir, ciudadanos del mundo en el sentido estoico de la palabra, y dispuso que los educaran en Inglaterra, en Francia, en Ginebra y en Roma.
En 1860, Henry regresó a América, donde emprendió y abandonó un vago estudio del derecho. A partir de 1864 se dedicó a las letras, con creciente abnegación, lucidez y felicidad. Residió en Londres y en Sussex, y sus ulteriores viajes a América fueron ocasionales y nunca pasaron de Nueva Inglaterra.
En 1915 adoptó la ciudadanía británica, por entender que el deber moral de su patria era declarar la guerra a Alemania. Murió el 28 de febrero de 1916. "Ahora, por fin, esa cosa distinguida, la muerte", dijo en la hora de la agonía.
En El País, Madrid, 31 de mayo de 1986, p. 11
Retrato de Jorge Luis Borges por ©Huadi


26/4/17

Jorge Luis Borges - Alicia Jurado: El Buddha histórico






En el caso del Buddha, como en el de otros fundadores de religiones, el problema esencial del investigador reside en el hecho de que no hay dos testimonios, sino uno solo: el de la leyenda. Los hechos históricos están ocultos en la leyenda, que no es una invención arbitraria, sino una deformación o magnificación de la realidad. Es sabido que los literatos del Indostán suelen buscar hipérboles y esplendores, pero no rasgos circunstanciales; si estos se encuentran en la leyenda, podemos conjeturar que son verdaderos. En el capítulo anterior, hemos visto que Siddharta tenía veintinueve años cuando abandonó su palacio; esta cifra ha de ser exacta, ya que no parece tener ninguna connotación simbólica. Se nos dice que fue discípulo de diversos maestros; esto también es verosímil, ya que más impresionante hubiera resultado decir que todo lo sacó de sí y que nadie le enseñó nada. Idéntico razonamiento cabe aplicar a la causa inmediata de su enfermedad y de su muerte: ningún evangelista hubiera inventado la carne salada o las trufas que apresuraron el fin del famoso asceta.
Siddharta, antes de ser un asceta, fue un príncipe; es casi inevitable que quienes divulgaron su historia exageraran el esplendor que lo rodeó al comienzo, para aumentar el contraste de ambas etapas de su vida. En Suddhodana, Oldenberg ve a un grande y rico terrateniente cuya riqueza provenía del cultivo del arroz y no a un monarca. El hecho de que su nombre se haya traducido por Arroz Puro o El que Tiene Alimento Puro parece justificar esa hipótesis.
Lo legendario envuelve toda la vida del Buddha, pero es más profuso en la etapa que antecede a la proclamación de su ley. El itinerario de sus viajes debe de ser auténtico, dada su precisa topografía. Nos queda, pues, la crónica minuciosa de cuarenta y cinco años de magisterio, de la que basta extirpar algunos milagros.
Acaso no sea inútil señalar que el siglo VI a. de C., en que floreció el Buddha, fue un siglo de filósofos: Confucio, Lao Tse, Pitágoras y Heráclito fueron contemporáneos suyos.
Para el occidental, la comparación de la historia o leyenda del Buddha con la historia o leyenda de Jesús es quizá inevitable. Esta última abunda en inolvidables rasgos patéticos y en circunstancias de insuperable dramaticidad; comparada con la de un dios que condesciende a tomar la forma de un hombre y muere crucificado entre dos ladrones, la otra historia del príncipe que deja su palacio y profesa una vida austera es harto más pobre. Reflexionemos, sin embargo, acerca de que la negación de la personalidad es uno de los dogmas esenciales del budismo y que haber inventado una personalidad muy atrayente, desde el punto de vista humano, hubiera sido desvirtuar el propósito a fundamental de la doctrina. Jesús conforta a sus discípulos diciéndoles que si dos de ellos se reúnen en su nombre, Él será el tercero; el Buddha, en circunstancias análogas, dice que él deja a los discípulos su doctrina. Edward Conze ha observado muy justamente que la existencia de Gautama como individuo es de escasa importancia para la fe budista. Agrega, según el espíritu del Gran Vehículo, que el Buddha es una suerte de arquetipo que se manifiesta en el mundo en diversas épocas y con diversas personalidades, cuyas idiosincrasias carecen de mayor importancia. La pasión de Cristo ocurre una vez y es el centro de la historia de la humanidad; el nacimiento y la enseñanza del Buddha se repiten cíclicamente para cada período histórico y Gautama es un eslabón en una cadena infinita que se dilata hacia el pasado y el porvenir.
La fastuosa vida y la numerosa poligamia del Buddha legendario pueden chocar a ciertos prejuicios occidentales; conviene recordar que corresponden a la concepción hindú, según la cual el renunciamiento es la corona de la vida y no su principio. Aun ahora, en el Indostán, no es infrecuente el caso de hombres que, en los umbrales de la vejez, dejan su familia y su fortuna y salen a los caminos a practicar la vida errante del asceta.
Escribe Edward Conze: «… para el historiador cristiano o agnóstico, sólo es real el Buddha humano, y el Buddha espiritual o mágico no son más que ficciones. Otro es el punto de vista del creyente. La esencia del Buddha y su cuerpo glorioso se destacan en primer término, en tanto que su cuerpo humano y su existencia histórica son meros harapos que recubren aquella gloria espiritual».
Las dificultades que se presentan al historiador occidental del budismo son un caso particular de un problema más amplio. Como Schopenhauer, los hindúes desdeñan la historia; carecen de sentido cronológico. Alberuni, escritor árabe de principios del siglo XI, qué pasó trece años en la India, escribe: «A los hindúes poco les importa el orden de los hechos históricos o la sucesión de los reyes. Si les hacen preguntas, inventan cualquier contestación». Oldenberg, que procura defenderlos de ese dictamen, invoca una historia o crónica titulada El río de monarcas, en la que un rajá reina durante trescientos años, y otro setecientos años después de haber reinado su hijo. Deussen, en cambio, observa: «Los historiadores comunes (que no perdonan a un Platón no haber sido un Demóstenes) deberían tratar de entender que los hindúes están a una altura que no les permite encantarse, como los egipcios, compilando listas de reyes o, para decirlo en el lenguaje de Platón, enumerando sombras». La verdad, por escandalosa que sea, es que a los hindúes les importan más las ideas que las fechas y que los nombres propios. Sin inverosimilitud se ha conjeturado que la indicación de Kapilavastu (morada de Kapila) como ciudad natal de Gautama puede ser una manera simbólica de sugerir la gran influencia de Kapila, fundador de la escuela Sankhya, sobre el budismo.
Para el hindú que estudia filosofía, las diversas doctrinas son idealmente contemporáneas. La más o menos precisa cronología de los sistemas filosóficos de la India ha sido fijada por europeos: por Max Müller, por Garbe, por Deussen.


Título original: Qué es el budismo
Jorge Luis Borges y Alicia Jurado, 1976

Luego en J. L. Borges: Obras completas en colaboración
© María Kodama 1995
©Emecé Editores 1979 y ss.

Foto: Borges y Alicia Jurado en la misa por los 90 años 
de Leonor Acevedo (sin atribución)


25/4/17

Jorge Luis Borges por José Bianco






Alguna vez Borges me contó que su padre era un hombre letrado, liberal, amplio de espíritu, a quien impacientaban un poco ciertos miembros de su familia, muy convencionales y católicos, de una piedad excesivamente apegada a las minucias. Sospecho que Borges ha heredado de su padre buena parte de su talento y originalidad.
Mi relación con Borges se hizo más asidua a través de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares. Tantas veces he comido con Borges en casa de ellos, primero en Coronel Díaz, después en Santa Fe, después en Aguado, y por último en Posadas, donde viven actualmente, en la misma casa donde lo conocí. Cuando entré a trabajar a Sur, en mayo de 1938, pocas cosas me daban más alegría que las colaboraciones de Borges. Me parecía, en cierto modo, que justificaban la revista. Recuerdo que a consecuencia de una operación en la que estuvo a punto de morir (en aquella época no existían los antibióticos) Borges temió por su integridad mental. Durante la convalecencia y después, ya curado, decidió abordar un género nuevo, escribir algo completamente distinto de lo que había hecho hasta entonces; que no se pudiera decir: “Es mejor o peor que el Borges de antes”. Así nació su primer cuento fantástico de inspiración metafísica: “Pierre Menard, autor del Quijote”. Borges estaba tan preocupado por el texto que acababa de entregarme –quizá ni él mismo se daba cuenta clara del resultado de su talento–, que a la mañana siguiente me llamó para saber qué me había parecido. Le dije la verdad: “Nunca he leído nada semejante”, y me apresuré a publicarlo, encabezando el número 56 de Sur.
Sé que Borges no lo considera el mejor de sus cuentos; a mí, sin embargo, me parece uno de los más atractivos. Proponerse escribir íntegramente el Quijote con las mismas palabras de Cervantes, pero cuatro siglos después, y por un literato francés que es su antítesis, ¿a quién, sino a Borges, se le podía ocurrir esa idea? Me llevé el cuento a casa, lo leí y releí aquella noche, y mientras lo leía, admirado, asombrado, no podía dejar de sonreír. “El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos –dice Borges– pero el segundo es casi infinitamente más rico.” Y Borges coteja un párrafo de Cervantes con otro de Menard:
“‘... la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir’.
Redactada en el siglo diecisiete –continúa Borges–, redactada por el ‘ingenio lego’ Cervantes, esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio (el subrayado es mío), escribe:”
Y Borges repite el párrafo. Después:
“La historia, madre de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él no es lo que sucedió: es lo que juzgamos que sucedió. Las cláusulas finales –ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir– son descaradamente pragmáticas.”
¿No eran explicables mi admiración y mi asombro?
Hacia 1958 Borges escribió versos con metro y rima. Soy bastante anticuado en materia de poesía y ya por entonces el verso libre, salvo algunas excepciones, empezaba a fatigarme. Auden dice que el poeta no debe escribir versos libres hasta los cuarenta años, es decir hasta que no llegue a la plenitud de la vida. Borges piensa lo mismo. Recientemente, en un diálogo con Jorge Cruz, dijo que cuando escribió Fervor de Buenos Aires cometió el error, tan común entre los jóvenes, de suponer que el verso libre a la manera de Walt Whitman era el más sencillo. Después comprendió que era el más difícil. Es fácil imaginar con qué júbilo recibí cuatro sonetos de Borges. Este Borges, en cierto modo nuevo, aparecería en Sur antes que en ninguna otra publicación. No fue posible. Sur era por entonces una revista bimensual. Un poema de Borges, también con metro y rima, un poema que después se haría famoso, “Límites”, apareció quince días antes en el Suplemento Literario de La Nación. Ahora voy a reproducir los dos últimos tercetos del primer soneto que me dio Borges, un soneto cuya inspiración conocía y que por eso, acaso, tanto me conmovió. Se llama “Una brújula”:
Detrás del nombre hay lo que no se nombra;
hoy he sentido gravitar su sombra
en esta aguja azul, lúcida y leve,
que hacia el confín de un mar tiende su empeño,
con algo de reloj visto en un sueño
y algo de ave dormida que se mueve.

Una mañana, varios años antes, yo había ido a casa de Borges no sé con qué motivo, quizá para consultar la Enciclopedia Británica, y la señora de Borges me hizo quedar a comer. Cuando terminó el almuerzo, Borges me condujo hasta su cuarto y abrió un cajón del escritorio. Adentro había una barrita de lacre rojo y una brújula. El lacre rojo y la brújula eran en verdad fascinantes, mágicos. Inspiraban una suerte de veneración. Después Borges cerró el cajón del escritorio. Entonces comprendí por qué se había limitado a mostrármelos, sin decir una palabra.

En  ABC Madrid, 21 de junio de 1986, pág. 55Bajo el título El estimulante ejercicio de la paradojaLuego en Bianco, José: Ficción y reflexiónMéxico, Fondo de Cultura Económica, 1988Y en Página 12, Buenos Aires, 10 de febrero de 2008José Bianco, Victoria Ocampo saludando a doña Leonor Acevedo y Jorge Luis Borges. Fotografía Acervo Victoria Ocampo



24/4/17

Jorge Luis Borges: Paréntesis pasional *





La tarde es el divino juglar que viene el [sic] danzante, rítmico y ágil, y que apaga el sol con su diestra y en su izquierda eleva la Luna. Sus pies azules leves danzan sobre una Alfombra fragante, pues poco ha que huyó la lluvia y algunos viejos nubarrones maculan todavía a lo lejos la Inmensidad de púrpura donde laten áureas estrellas.

En la plaza rendida alza su ala única la Fuente. Yo voy con pecho henchido y alma feliz. Marcho al encuentro de la Amada, de la Amada del toisón fulgente y deslumbrante cuerpo.

¡Evohé! (salve, amigos lejanos, Whitman, Isaac, Adriano, Abramowicz, Johannes Becher...).

Yo paso junto a un Árbol. Mi mano cóncava acaricia la rugosa corteza y murmuro: Heil Dir Freund Baum... Yo lo saludo con vocablos germánicos, pues creo que un gran árbol fuerte y viril comprenderá aquellas palabras fuertes y viriles. Y el otro hermano, el Viento, al tañer las Hojas infinitas que me doselan, me transmite la respuesta franca y fuerte del Árbol.

Y ahora me ilumina la Amada. Sus verdes Ojos ríen. Sus dientecitos ríen y de mis labios manan palabras de Ternura.

Y mi brazo rodea el rítmico talle. Ella charla de cosas Absurdas e Importantes; me habla de sus hermanas, de una Garita [sic] enferma de nimiedades, del Taller.

Gentes... Colores... Risas...

Hay algo de Alcahuetesco en la Noche. La Noche es cómplice. La Noche es buena. En los excelsos reverberos hay milagros palpitantes de Luz. Escalamos la larga cuesta hasta la Cervecería.

La Cervecería es un edificio vulgar y Magnífico. En la calle, al pie de sus fogosos ventanales, ruedan bruñidas Placas amarillas. Entramos. Extáticos Surtidores que son verdes palmeras vierten Frescura.

Gentes... Colores... Risas...

Una orquesta Ramplona exuda un Aquelarre de notas. Los músicos de frac y rígida pechera parecen Dibujos malos a Pluma. Pero los rostros congestionados y rojos son apopléjicos.

Con su galería turbia de vidrios, esta Cervecería no es más que el ebrio Barco de los Locos con rumbo a Orion y Aldebarán, y que, empujado por el cósmico oleaje, ha encallado en este promontorio alto que, chorreante, se desmorona hasta el Ródano.

Bastas y azules Humaredas bailan en los cigarros y en las pipas. Los estudiantes charlan y ríen y comen con voracidades famélicas de camposanto y algunos que están Ebrios pretenden abrazar a las camareras. La Cervecería es de un alto Mirador. A mis pies vibran la Ciudad y las Montañas y el Río de Plata que Siete Puentes cicatrizan.

Las cafeteras vierten Insomnio en las tazas boquiabiertas y cándidas. ¿Qué Alcohol incendiará tu Alma, oh mi Amada? Pídeme lo que quieras pues estoy rico; tengo tres Escudos sonoros en el bolsillo.

¡Vino, vino fulgente como el reír del Sol, rojo como las Crenchas rojas que enguirnaldan tu cabeza inviolada!

Música... Risotadas...

El vino ya ha llegado; la Botella lacrada yace entre Témpanos de Hielo en un gran Cubo de Plata con dos Argollas que muerden dos testas rudas de Leones.

Y cantan roja Luz las Copas.

—A la tienne!

En nuestras venas ríe triunfante el Vino. Una marchita vendedora ofrece flores. Otra botella. Y yo bebo en la Copa de la Amada. Y ella en la mía. ¡Cuán bello! ¡Cuán pueril!

(¿Qué me importa la metafísica ni el mundo? [¿]Qué me importa el mohín desdeñoso de los críticos? Sólo tú existes, Dicha de mi alma victoriosa.)

Un reloj vierte la Media Noche Sagrada. Contorciones [sic] violentas de los Músicos; un violinista se degüella rítmicamente. Acordes múltiples.

La oscuridad nos brinda su Frescura. Salimos. Afuera, un gran Perro negro aúlla a la Luna de Marfil. Divino Grial inasequible. Ficha eternamente apostada en los tapetes verdes del cielo.

Descendemos la cuesta, y atravesando el Puente veo que la Noche siembra de Estrellas el Río. Amada, yo sembraré mil Besos sobre tu cuerpo.

¡Cuán sumisas y quietas, cuán sonoras y quedas, están las calles! Diríase que se han arrodillado todas las casas. Todo parece azul. Diríase que la noche se ha arrodillado sobre las calles azules.

Bésame. Bésame... Ya las dudas han muerto. Ya las penas han muerto y contigo a mi lado me siento fuerte como un Dios. Yo soy un Dios. Yo puedo crear la Vida.

El borroso zaguán. La escalera indecisa. Luego, la Alcoba. La Alcoba es íntima y discreta. Hay profundos espejos y Alcatifas de Persia y hondos Divanes y un amplio Lecho sumiso.

La vida es un gran Himno de Goce.

Mi alma deslumbrada de tinieblas vibra como una Cuerda de Guitarra al contemplar a la Amada. Mañana ya seremos extraños el uno para el otro, pero ahora yo vivo sólo para ti, para el Jardín claro y excelso que es tu cuerpo nimbado de Ternura.

Hemos de soñar juntos mientras susurre esta frondosa noche hasta el instante en que se llene de cenizas la alcoba y nos quebrante el yugo de un día nuevo y los faroles se ahorquen en las esquinas... Tu Frente surge en la media-luz como una aurora. Tu frente es el espejo esmerilado que atesora el marfil [sic] de todos los novilunios. Tu frente es la bandera de marfil que ondeará levemente, diciendo tu rendición y mi victoria.

¡Oh Amada, nuestros Besos incendiarán la Noche! (oh sica adámica). Y deja abierta la Ventana, pues quiero invitar al Universo a mis Bodas: quiero que el Aire, el Mar, las Aguas y los Árboles, gocen de tus carnes astrales gocen el febril breve Festín de tu belleza y de mi fuerza.

* * *

Ahora mi paladar es rojo yugo que unce la llama roja de tu lengua... La oscuridad se llena de auroras.

* * *

Ahora tu cuerpo, deliciosamente, como una estrella, tiembla en mis brazos....

* * *

Ya todas las tinieblas se han dormido.




[*] Este texto está firmado "José-Luis Borges"




Grecia, Sevilla, Año 3, N° 38, 20 de enero de 1920
Antologado en Textos recobrados 1919-1929 (1997)
Buenos Aires, Sudamericana, 2011

Foto: De izquierda a derecha, Jorge Luis Borges, Sergio Piñero, Carlos Mastronardi y Guillermo de Torre. 1927. Vía

Al pie: Placa en Sevilla donde Grecia, la revista de literatura con este nombre comienza a publicarse quincenalmente a partir de 1918 bajo la dirección de Isaac del Vando Villar, un poeta de Albaida del Aljarafe que ayudó a poner las bases del Ultraísmo literario - Fuente



23/4/17

Jorge Luis Borges: A un gato







No son más silenciosos los espejos
ni más furtiva el alba aventurera;
eres, bajo la luna, esa pantera
que nos es dado divisar de lejos.
Por obra indescifrable de un decreto
divino, te buscamos vanamente;
más remoto que el Ganges y el poniente,
tuya es la soledad, tuyo el secreto.
Tu lomo condesciende a la morosa
caricia de mi mano. Has admitido,
desde esa eternidad que ya es olvido,
el amor de la mano recelosa.
En otro tiempo estás. Eres el dueño
de un ámbito cerrado como un sueño.


En El oro de los tigres (1972)
Foto: Borges y Beppo, en Álbum Borges, Ed. Gallimard, París, 1999

22/4/17

Jaime Alazraki: Jorge Luis Borges (a modo de introducción)





Jaime Alazraki y María Kodama
en Centro Cultural Borges 2009



Pocos escritores hispanoamericanos con la excepción de Darío, han recibido la atención que la crítica ha otorgado a la obra de Borges, y ninguno dentro de las literaturas hispánicas ha despertado tanto interés como el autor de El Aleph entre estudiosos y lectores de habla española. Se escribe copiosamente sobre Borges en los Estados Unidos, Francia, Alemania, Italia, Inglaterra y, menos, en países tan alejados del ámbito hispánico como Taiwan e Israel. Es natural que una obra tan meticulosamente estudiada se resista a resúmenes totalizantes. Lo que sigue es una lectura de Borges que incorpora, a veces subliminalmente, varias lecturas, un intento de presentar a Borges capitalizando las múltiples calas practicadas en su obra y los hallazgos registrados a lo largo de muchos años de indagación crítica. Quiere ser apenas un punto de partida, una iniciación. Los cabalistas leían las Escrituras con la convicción de que cada palabra del Pentateuco tiene seiscientos mil rostros o estratos de significación. Tal pareciera ser la condición de toda literatura, ya que de otro modo no se explicaría que estudiemos a Homero con la certeza de tocar planos aún no alcanzados, sentidos no percibidos, alguna forma inadvertida. Estas páginas, pues, deben leerse como una primera excursión. El lector interesado en recorrer más detenidamente este pasillo o aquella antesala encontrará en la bibliografía un tablero de posibles llaves.

John Barth se ha referido a Borges como "uno de los viejos maestros de la literatura de este siglo". El lector que frecuenta con relativa constancia el mundo de las letras ha tropezado, seguramente, con el nombre de Borges en los textos más heterogéneos, en contextos que aparentemente muy poco tienen que ver con su obra; como Joyce, Kafka o Faulkner, el nombre de Borges además de ser un apelativo se ha convertido en un concepto: su creación ha generado una dimensión que designamos con el adjetivo "borgeano". De la misma manera que una buena parte de la literatura contemporánea hispanoamericana no puede explicarse en su totalidad sin tener en cuenta a Borges como uno de sus más importantes catalizadores, no es exagerado afirmar que el mapa de la ficción del siglo XX quedaría incompleto sin su nombre. Borges ha conferido una realidad adamantina a esa irrealidad que no hemos dejado de citar y repetir durante siglos: "Life is a tale told by a fool with sound and fury", o "Dreams are the stuff men are made of", o simplemente "la vida es sueño".

A través de una cita de Hume, Borges retoma y continúa: "El mundo es tal vez el bosquejo rudimentario de algún dios infantil, que lo abandonó a medio hacer, avergonzado de su ejecución deficiente; es obra de un dios subalterno, de quien los dioses superiores se burlan; es la confusa producción de una divinidad decrépita y jubilada, que ya se ha muerto"; para concluir: "La imposibilidad de penetrar el esquema divino del universo no puede, sin embargo, disuadirnos de planear esquemas humanos, aunque nos conste que éstos son provisorios" (O.I.143). Estos esquemas son el quehacer de la filosofía y la teología: "Es aventurado pensar -dice Borges- que una coordinación de palabras (otra cosa no son las filosofías) puede parecerse mucho al mundo" (D.136). La conclusión que se nos impone es el valor de esos sistemas, que de antemano sabemos falibles, como "juegos verbales", como literatura.

Borges concluye Otras inquisiciones con este juicio:"Dos tendencias he descubierto, al corregir las pruebas, en los misceláneos trabajos de este volumen. Una, a estimar las ideas religiosas o filosóficas por su valor estético y aun por lo que encierran de singular y de maravillosas" (O.I. 259); y en otro lugar: "Las invenciones de la filosofía no son menos fantásticas que las del arte" (O.I. 68), por eso en Tlön -el planeta ordenado de la ficción de Borges- la metafísica es "una rama de la literatura fantástica" (F.23). "¿Qué son -pregunta Borges- los prodigios de Wells o de Edgar Allan Poe -una flor que nos llega del porvenir, un muerto sometido a la hipnosis- confrontados con la invención de Dios, con la teoría laboriosa de un ser que de algún modo es tres y que solitariamente perdura en el tiempo?" (D. 172). Consecuentemente, nos confiesa que en su Antología de la literatura fantástica, compilada con Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, hay una culpable omisión: faltan los insospechados y mayores maestros del género: Parménides, Platón, Juan Escoto Erígena, Alberto Magno, Spinoza, Leibnitz, Kant, Francis Bradley (D. 172).

Estos "maestros del género fantástico" serán también los maestros de Borges narrador. Los temas de sus cuentos están inspirados en esas hipótesis metafísicas acumuladas a lo largo de muchos siglos de historia de filosofía y en sistemas teológicos que son el andamiaje de varias religiones. Borges, escéptico de la veracidad de las unas y de las revelaciones de las otras, las despoja del prurito de verdad absoluta y de la pretendida divinidad y hace de ellas materia prima para sus invenciones. De esta manera, les devuelve el carácter de creación estética, de maravilla, por el que esencialmente valen o se justifican.

En los cuentos de Borges encontramos ecos de esas doctrinas que funcionan como un cañamazo sobre el cual se dibuja su ficción. Terminada la lectura de cualquiera de sus narraciones, presentimos que bajo el diseño reverbera la presencia de una metafísica, de cierta teología que, de alguna manera, explica el relato y, a la vez, le confiere ese sabor trascendental que tienen sus cuentos, aunque Borges lo niegue y se burle de tales trascendentalismos. En sus cuentos se dan lo particular y lo general, lo individual y lo alegórico, pero confundiéndose el uno en el otro e integrándose en una unidad donde es difícil distinguir lo individual de lo genérico. Intuimos un reverso, un sentido que se prolonga más allá de los hechos del relato, y es este sentido que proyecta la fábula de la narración sobre un plano de valores genéricos o simbólicos.

En La Biblioteca de Babel, se nos dice desde el comienzo que la Biblioteca es también el universo; la Biblioteca, sin perder su validez de tal, deviene una metáfora del universo, de su caos, de la imposibilidad de encontrar la fórmula total -el libro total- "que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás" (F.92). Esta coincidencia o confusión de los dos planos -el individual y el abstracto- ha sido estudiada por el propio Borges en un ensayo dedicado a Hawthorne, y no pocas de sus finas observaciones son aplicables a su propia obra; en dicho ensayo dice, aludiendo a la grieta que se abrió en la mitad del foro en The Marble Faun, de Hawthorne: "Es un símbolo múltiple, un símbolo capaz de muchos valores, acaso incompatibles. Para la razón, para el entendimiento lógico, esta variedad de valores puede constituir un escándalo, no así para los sueños que tiene su álgebra singular y secreta, y en cuyo ambiguo territorio una cosa puede ser muchas" (O.I. 92). Los cuentos de Borges pueden leerse como directa narración de hechos novelescos; sabemos, sin embargo, que detrás de esos hechos novelescos se mueven otras intuiciones.

En Deutsches Requiem el protagonista será fusilado por torturador y asesino, pero representa también el destino de la Alemania nazi, de la misma manera que las perplejidades de Averroes ante las palabras griegas "comedia" y "tragedia" son un símbolo de las perplejidades del Islam respecto a la cultura griega en el cuento La busca de Averroes.

De esta manera, Borges proyecta lo individual sobre un plano más amplio, y tanto lo singular se explica en lo genérico como lo genérico en lo singular, o, para decirlo con las palabras de Borges: "La hambrienta y flaca loba del primer canto de la Divina Comedia no es un emblema o letra de la avaricia: es una loba y es también la avaricia, como en los sueños"(D. 64). Como los sueños las narraciones de Borges son símbolos capaces de muchos valores y proponen al lector una doble o triple intuición. El punto de partida de esta concepción simbólica o alegórica de sus cuentos la encontramos en una nota del ensayo Historia de la eternidad: allí Borges dice explícitamente: "Lo genérico puede ser más intenso que lo concreto", para luego explicar:

Casos ilustrativos no faltan, de chico, veraneando en el norte de la provincia, la llanura redonda y los hombres que mateaban en la cocina me interesaron, pero mi felicidad fue terrible cuando supe que este redondel era "pampa" y esos varones "gauchos". Igual, el imaginativo que se enamora. Lo genérico (el repetido nombre, el tipo, la patria, el destino adorable que le atribuye) prima sobre los rasgos individuales, que se toleran en gracia de lo anterior. (H.E. 21-22)

En muchos de sus cuentos, Borges atribuye a lo concreto un valor genérico; la valentonada del protagonista de Hombre de la esquina rosada es asimismo símbolo de la primera virtud para los argentinos: el valor de morir antes de ser escarnecido o vencido. Las realidades concretas de sus cuentos son lo que el mundo concreto es para los místicos: un sistema de símbolos. Borges ilumina lo concreto con la perspectiva de lo genérico y le confiere, así, una intensidad que no tiene como ente individual.

Al confundir los límites de lo individual y de lo genérico, de lo relativo de una realidad singular y de lo absoluto de una abstracción, Borges amplía el ámbito de sus relatos otorgándoles una elasticidad, una simultaneidad, que si a primera vista los torna fantásticos, "irreales", en última instancia los salva de una simplificación demasiado grosera de la inasible y compleja realidad. Es cierto que, para Borges, esas doctrinas que forman el trasfondo de sus relatos están muy lejos de ser verdades esenciales; es verdad que él las juzga como literatura, como invenciones de la imaginación que a lo más valen como maravillas, pero esos sistemas metafísicos que él maneja constituyen la síntesis de la inteligencia (o imaginación) humana en un esfuerzo por penetrar los arcanos del universo, y que las teologías que él usa como ingredientes literarios de sus narraciones son, hasta hoy a través de siglos de historia, el sostén teórico de religiones cuyos creyentes se cuentan por millones.

El hecho de que esas metafísicas y teologías aparezcan en sus ficciones como la solución del acertijo que plantean los hechos narrados, en sus ensayos para interpretar los fenómenos de la cultura, y en sus poemas para dar expresión a lo inapelable del destino humano, no sólo no contradice ese valor de maravilla que Borges les confiere: es una forma de rubricar el carácter de invención de toda literatura, para decir desde otra perspectiva que la "irrealidad es condición del arte" (F. 162). De esta manera, la metafísica y la teología -que son creaciones de la mente humana- tienen vigencia no en la realidad que es inconocible, sino en la literatura que es un sueño más de la imaginación de los hombres.

Pero los cuentos, ensayos y poemas de Borges van, todavía, más allá: sugieren que ante la impotencia del hombre para percibir las leyes que rigen el orden de la realidad, el hombre ha inventado su propia realidad, ordenada, según leyes humanas que puede llegar a conocer. Esta tragedia epistemológica del hombre es el tema de su cuento Tlön, Uqbar, Orbis Tertius: Tlön es un planeta creado por el conocimiento humano, y como tal sus leyes son accesibles al hombre. Más adelante retornaremos este cuento; por ahora basta señalar que de la misma manera que el conocimiento humano ha creado su Tlön, la imaginación humana ha creado la literatura: la irrealidad de Tlön y de la literatura sólo son tales en relación a esa otra realidad inconocible, pero en relación al hombre, en cambio, esa irrealidad constituye su única realidad. Por eso el contexto de la literatura no es la realidad, sino esa irrealidad -el lenguaje- que el hombre se ha creado para su consumo y que ahora se ha convertido en su realidad. Nada más natural, pues, que lo que la metafísica pretende hacer, sin éxito, en el plano de la realidad (penetrarla e interpretarla), pueda realizarse con éxito en el ámbito de las ficciones de Borges: es precisamente en ese ámbito -la literatura- donde las hipótesis de la filosofía y las doctrinas de la teología recobran su vigencia.

Este esfuerzo epistemológico está expresado subliminalmente en sus cuentos. Sus motivaciones metafísicas y teológicas y sus invenciones literarias se resuelven en símbolos y alegorías. El lector piensa de inmediato en las parábolas y paradojas de Kafka. Sin embargo, y a pesar de las semejanzas en el nivel de estilo -en ambos se ha subrayado la textura realista de la prosa, en ambos se ha notado una densidad y claridad de código- nada más desemejante en intención y alcance. La narrativa de Kafka es una forma de rebelión contra ese mundo reglado y ordenado por la lógica aristotélica, es un esfuerzo por trascender esa realidad inventada por la razón; para lograrlo Kafka vuelve al mito, al símbolo, a la parábola, en resumen a esas formas que buscan llegar a la realidad por un camino muy distinto al seguido por la razón. Por eso se ha dicho de la obra de Kafka: "Para entender su mensaje, su estupenda revelación de una realidad antes sólo en lampos entrevista, es preciso reconocer que todo lo que realmente acontece se cumple conforme al lenguaje del mito, porque es mito puro". Por esto mismo algunas de sus narraciones se resisten a toda comprensión lógica y permanecen impenetrables dentro de su hermetismo. En Borges también encontramos un sistema de mitos -el panteísmo (todo está en todas partes y cualquier cosa es todas las cosas), el mundo como sueño o libro de Dios, el tiempo cíclico, la ley de causalidad, el idealismo de todos los tiempos-, pero en ellos Borges ha mitificado los "hallazgos" de la filosofía y las "revelaciones" de la teología. En esta operación (hay que recordar que la primera busca reemplazar el mito por la razón, y la segunda, el exorcismo por la doctrina, para comprender la enormidad de la ironía) Borges reduce esas ideas a creaciones de la imaginación, a intuiciones que ya no se diferencian fundamentalmente de cualquier otra forma mítica. Esos "mitos de la inteligencia" serían devueltos, así, a esa única realidad a la cual corresponden: no el mundo creado por los dioses, sino aquel inventado por los hombres. Mientras las parábolas de Kafka tienen su único contexto en esa realidad intuida por el propio Kafka, los símbolos troquelados por Borges encuentran siempre un contexto preciso en teorías y doctrinas creadas por la inteligencia humana. No hay filósofo de cierta importancia que haya escapado a la atención de Borges: desde Parménides hasta Russell ha seguido con denuedo los avatares de la metafísica. No menos denodada es su devoción a la teología: "todo hombre culto es un teólogo, y para serlo no es indispensable la fe" (O.I.110) ha escrito y consecuentemente ha frecuentado -directa o indirectamente- obras como Sefer Yetsirah, el Zohar, la Mishnah, el Talmud, el Alcoran, Corpus Dionyssiacum, Melinda Pañha, el Buddhacarita, Majjhima Nikaya, Lalitavistara, Bhagavad Gita, Upanishads, y otras, sin mencionar obras de consulta y, claro está, la Biblia, de la que es lector incansable. En sus libros de ensayo ha dejado los resultados de esas excursiones o, como él las llama, "inquisiciones".

Esta estructuración de sus cuentos es visible en particular en La otra muerte. Aquí Borges cuenta la historia de un campesino -Pedro Damián- que muere dos muertes: una como valiente soldado en una batalla en 1904, y otra, en su lecho de enfermo en 1946. Para explicar la incoherencia, Borges propone primero dos conjeturas que no le satisfacen, pero que le conducen a una tercera:

...la verdadera (la que hoy creo verdadera), que a la vez es más simple y más inaudita. De un modo casi mágico la descubrí en el tratado De Omnipotentia, de Pier Damiani, a cuyo estudio me llevaron dos versos del canto XXI del Paradiso, que plantean precisamente un problema de identidad. En el quinto capítulo de aquel tratado, Pier Damiani sostiene, contra Aristóteles y contra Fredegario de Tours, que Dios puede efectuar que no haya sido lo que alguna vez fue. Leí esas viejas discusiones teológicas y empecé a comprender la trágica historia de Pedro Damián. (A. 77)

Aquí la doctrina aparece a posteriori para explicar las incongruencias de la fábula. Pero al final del cuento Borges nos dice que su historia "le fue sugerida por los argumentos de Pier Damiani", el teólogo italiano del siglo XI. Las dos posibilidades presentadas por el propio Borges en un mismo cuento, invalidan, de por sí, toda prioridad. La posibilidad de que, escrito el relato, la doctrina haya venido en su ayuda para explicar sus contradicciones es también indicativo de una visión de mundo que gobierna muchos de sus cuentos: no sabemos qué cosa es el universo, pero elaboramos interminables esquemas para explicarlo, luego entendemos el universo según esos esquemas. Al presentar la tercera conjetura Borges dice: "la verdadera" y agrega entre paréntesis "la que hoy creo verdadera", rubricando así el carácter inconocible de toda realidad; sin embargo, allí están esbozadas las tres conjeturas, los esquemas para explicar las dos muertes de Pedro Damián, que él planea aunque las sabe provisorias. La motivación teológica o metafísica y la invención literaria se amalgaman en una unidad ahora indivisible; todo intento de encontrar prioridad o ascendencia de la una sobre la otra será tan sólo un arbitrio ajeno a la naturaleza de la creación literaria. Hacia el final del cuento Borges subraya la infinita e inabarcable riqueza de la realidad con una ironía que no podemos menos que llamar borgeana:

Hacia 1951 creeré haber fabricado un cuento fantástico y habré historiado un hecho real; también el inocente Virgilio, hará dos mil años, creyó anunciar el nacimiento de un hombre y vaticinaba el de Dios.

Todas las combinaciones vislumbradas por la imaginación humana están ya contenidas, potencial o virtualmente, en la realidad. Más aún, la imaginación humana se queda corta en relación a la vastedad del universo. Borges, inquieto frecuentador de bestiarios ha compilado su propio Manual de zoología fantástica; hacia el final del prólogo nos dice: "Quien recorra nuestro manual comprobará que la zoología de los sueños es más pobre que la zoología de Dios".



Jaime Alazraki: Nacido en Argentina en 1934. Estudió en la Universidad Hebrea de Jerusalén y se doctoró en la Columbia University, en 1967. Desde entonces fue profesor de la Universidad de California, San Diego, y en la actualidad es catedrático de Harvard Univ. Ha publicado "Poética y poesía de Pablo Neruda" (1965), "La prosa narrativa de Jorge Luis Borges" (1968, 1974), "J.L.Borges" (1971), "El escritor y la crítica; Borges ("1975), "Versiones-inversiones-reversiones"; "El Espejo como modelo estructural del relato en los cuentos de Borges" (1977), en colaboración con I.Ivask, y "The Final Island: The fiction of Julio Cortázar". Murió en Barcelona en 2014.

*J. Alazraki emplea las siguientes abreviaturas en este texto: O.I (Otras Inquisiciones), D. (Discusión), F. (Ficciones), A.(El Aleph), H. (El hacedor), O.P. (Obra poética), H.E. (Historia de la Eternidad)



Jaime Alazraki, Introducción de "Narrativa y crítica de nuestra Hispanoamérica", 1978

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Vía Zoopat




21/4/17

Rubén Loza Aguerrebere: Abecedario de Borges






Me ha parecido interesante divulgar este abecedario borgeano, fruto de una entrevista, donde por cada letra elige una palabra y de inmediato la define.

Por la “A” escoge “amor”. Por la “B”, su apellido. Y así da forma a su alfabeto fantástico, aunque de manera incompleta, ya que pasó por alto algunas letras del abecedario, ignoro por qué. 

Revelador de las sutilezas de su mente, de sus juegos verbales y proverbial buen humor, sigue, pues, el alfabeto fantástico de Borges.

Arte: El arte es un medio para transformar los hechos que, no sabemos por qué, llamamos realidad.
Borges: Una generosa invención de mucha gente.
Ceguera: Es un estado al que me he resignado sin patetismo.
Dios o dolor: Yo digo que no es menos cierto que la existencia del dolor, la de Dios.
Ejemplo: No sé si existen ejemplos. Para cada hecho hay una cosa única.
Fábula o fantasía: Fábula, sí; fantasía o fábula. Creo que fábula es mejor: es la única cosa esencial.
Heráclito: Fue uno de los primeros en sentir que todo es fugaz, sin excluirse el mismo Heráclito.
Ignorancia o inocencia: Soy muy ignorante y muy inocente.
Juego: Porque todo es juego. Incluso el universo.
Kafka: Kafka, sí.
Libertad: No creo en el libre arbitrio. No creo que exista la libertad.
Muerte: La única cosa que atiendo con impaciencia.
Noche: Una cosa que no siento más.
Poesía: La poesía es una modesta magia hecha de ritmos y de imágenes.
Recuerdo: El recuerdo es un modo de modificar el pasado.
Soledad: Busco poblarla con sueños.
Tiempo: El tiempo es el enigma esencial de la metafísica.
Universo: No sabemos si existe.
Violencia: Aborrezco la violencia.
Zoo: Me gustan los tigres.



Texto tomado del blog personal del autor, Rubén Loza Aguerrebere
Foto: Rubén Loza Aguerrebere y Jorge Luis Borges
Integrada a la portada de Conversación con las Catedrales: Encuentros con Vargas Llosa y Borges (Madrid: Funambulista, 2014)



20/4/17

Jorge Luis Borges: La perpetua carrera de Aquiles y la tortuga







Las implicaciones de la palabra joya —valiosa pequeñez, delicadeza que no está sujeta a la fragilidad, facilidad suma de traslación, limpidez que no excluye lo impenetrable, flor para los años— la hacen de uso legítimo aquí. No sé de mejor calificación para la paradoja de Aquiles, tan indiferente a las decisivas refutaciones que desde más de veintitrés siglos la derogan, que ya podemos saludarla inmortal. Las reiteradas visitas del misterio que esa perduración postula, las finas ignorancias a que fue invitada por ella la humanidad, son generosidades que no podemos no agradecerle. Vivámosla otra vez, siquiera para convencernos de perplejidad y de arcano íntimo. Pienso dedicar unas páginas —unos compartidos minutos— a su presentación y a la de sus correctivos más afamados. Es sabido que su inventor fue Zenón de Elea, discípulo de Parménides, negador de que pudiera suceder algo en el universo.
La biblioteca me facilita un par de versiones de la paradoja gloriosa. La primera es la del hispanísimo Diccionario hispano-americano, en su volumen vigésimo tercero, y se reduce a esta cautelosa noticia: El movimiento no existe: Aquiles no podría alcanzar a la perezosa tortuga. Declino esa reserva y busco la menos apurada exposición de G. H. Lewes, cuya Biographical History of Philosophy fue la primera lectura especulativa que yo abordé, no sé si vanidosa o curiosamente. Escribo de esta manera su exposición: Aquiles, símbolo de rapidez, tiene que alcanzar la tortuga, símbolo de morosidad. Aquiles corre diez veces más ligero que la tortuga y le da diez metros de ventaja. Aquiles corre esos diez metros, la tortuga corre uno; Aquiles corre ese metro, la tortuga corre un decímetro; Aquiles corre ese decímetro, la tortuga corre un centímetro; Aquiles corre ese centímetro, la tortuga un milímetro; Aquiles el milímetro, la tortuga un décimo de milímetro, y así infinitamente, de modo que Aquiles puede correr para siempre sin alcanzarla. Así la paradoja inmortal.
Paso a las llamadas refutaciones. Las de mayores años —la de Aristóteles y la de Hobbes están implícitas en la formulada por Stuart Mill. El problema, para él, no es más que uno de tantos ejemplos de la falacia de confusión. Cree, con esta distinción, abrogarlo:
En la conclusión del sofisma, para siempre quiere decir cualquier imaginable lapso de tiempo; en las premisas, cualquier número de subdivisiones de tiempo. Significa que podemos dividir diez unidades por diez, y el cociente otra vez por diez, cuantas veces queramos, y que no encuentran fin las subdivisiones del recorrido, ni por consiguiente las del tiempo en que se realiza. Pero un ilimitado número de subdivisiones puede efectuarse con lo que es limitado. El argumento no prueba otra infinitud de duración que la contenible en cinco minutos. Mientras los cinco minutos no hayan pasado, lo que falta puede ser dividido por diez, y otra vez por diez, cuantas veces se nos antoje, lo cual es compatible con el hecho de que la duración total sea cinco minutos. Prueba, en resumen, que atravesar ese espacio finito requiere un tiempo infinitamente divisible, pero no infinito. (Mill, Sistema de lógica, libro quinto, capítulo siete.)
No anteveo el parecer del lector, pero estoy sintiendo que la proyectada refutación de Stuart Mill no es otra cosa que una exposición de la paradoja. Basta fijar la velocidad de Aquiles a un segundo por metro, para establecer el tiempo que necesita.

10 + 1 + 1/10 + 1/100 + 1/1000 + 1/10.000 ...

El límite de la suma de esta infinita progresión geométrica es doce (más exactamente, once y un quinto; más exactamente, once con tres veinticincoavos), pero no es alcanzado nunca. Es decir, el trayecto del héroe será infinito y éste correrá para siempre, pero su derrotero se extenuará antes de doce metros, y su eternidad no verá la terminación de doce segundos. Esa disolución metódica, esa ilimitada caída en precipicios cada vez más minúsculos, no es realmente hostil al problema: es imaginárselo bien. No olvidemos tampoco atestiguar que los corredores decrecen, no sólo por la disminución visual de la perspectiva, sino por la disminución admirable a que los obliga la ocupación de sitios microscópicos. Realicemos también que esos precipicios eslabonados corrompen el espacio y con mayor vértigo el tiempo vivo, en su doble desesperada persecución de la inmovilidad y del éxtasis.
Otra voluntad de refutación fue la comunicada en mil novecientos diez por Henri Bergson, en el notorio Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia: nombre que comienza por ser una petición de principio. Aquí está su página:
Por una parte, atribuimos al movimiento la divisibilidad misma del espacio que recorre, olvidando que puede dividirse bien un objeto, pero no un acto; por otra, nos habituamos a proyectar este acto mismo en el espacio, a aplicarlo a la línea que recorre el móvil, a solidificarlo, en una palabra. De esta confusión entre el movimiento y el espacio recorrido nacen, en nuestra opinión, los sofismas de la escuela de Elea; porque el intervalo que separa dos puntos es infinitamente divisible, y si el movimiento se compusiera de partes como las del intervalo, jamás el intervalo sería franqueado. Pero la verdad es que cada uno de los pasos de Aquiles es un indivisible acto simple, y que después de un número dado de estos actos, Aquiles hubiera adelantado a la tortuga. La ilusión de los Eleatas provenía de la identificación de esta serie de actos individuales sui generis, con el espacio homogéneo que los apoya. Como este espacio puede ser dividido y recompuesto según una ley cualquiera, se creyeron autorizados a rehacer el movimiento total de Aquiles, no ya con pasos de Aquiles, sino con pasos de tortuga. A Aquiles persiguiendo una tortuga sustituyeron, en realidad, dos tortugas regladas la una sobre la otra, dos tortugas de acuerdo en dar la misma clase de pasos o de actos simultáneos, para no alcanzarse jamás. ¿Por qué Aquiles adelanta a la tortuga? Porque cada uno de los pasos de Aquiles y cada uno de los pasos de la tortuga son indivisibles en tanto que movimientos, y magnitudes distintas en tanto que espacio: de suerte que no tardará en darse la suma, para el espacio recorrido por Aquiles, como una longitud superior a la suma del espacio recorrido por la tortuga y de la ventaja que tenía respecto de él. Es lo que no tiene en cuenta Zenón cuando recompone el movimiento de Aquiles, según la misma ley que el movimiento de la tortuga, olvidando que sólo el espacio se presta a un modo de composición y descomposición arbitrarias, y confundiéndolo así con el movimiento. (Datos inmediatos, versión española de Barnés, páginas 89, 90. Corrijo, de paso, alguna distracción evidente del traductor). El argumento es concesivo. Bergson admite que es infinitamente divisible el espacio, pero niega que lo sea el tiempo. Exhibe dos tortugas en lugar de una para distraer al lector. Acollara un tiempo y un espacio que son incompatibles: el brusco tiempo discontinuo de James, con su perfecta efervescencia de novedad, y el espacio divisible hasta lo infinito de la creencia común.
Arribo, por eliminación, a la única refutación que conozco, a la única de inspiración condigna del original, virtud que la estética de la inteligencia está reclamando. Es la formulada por Russell. La encontré en la obra nobilísima de William James, Some Problems of Philosophy, y la concepción total que postula puede estudiarse en los libros ulteriores de su inventor —Introduction to Mathematical Philosophy, 1919; Our Know ledge of the External World, 1926—, libros de una lucidez inhumana, insatisfactorios e intensos. Para Russell, la operación de contar es (intrínsecamente) la de equiparar dos series. Por ejemplo, si los primogénitos de todas las casas de Egipto fueron muertos por el Ángel, salvo los que habitaban en casa que tenía en la puerta una señal roja, es evidente que tantos se salvaron como señales rojas había, sin que esto importe enumerar cuántos fueron. Aquí es indefinida la cantidad; otras operaciones hay en que es infinita también. La serie natural de los números es infinita, pero podemos demostrar que son tantos los impares como los pares.

Al 1 corresponde el 2
" 3 " " 4
" 5 " " 6, etcétera

La prueba es tan irreprochable como baladí, pero no difiere de la siguiente de que hay tantos múltiplos de tres mil dieciocho como números hay.

Al 1 corresponde el 3018
"   2            "         " 6036
"   3            "         " 9054
"   4            "         " 12072, etcétera

Lo mismo puede afirmarse de sus potencias por más que éstas se vayan rarificando a medida que progresemos.

Al 1 corresponde el 3018
"   2           "       "  30182, el 9.108.324
"   3..., etcétera

Una genial aceptación de estos hechos ha inspirado la fórmula de que una colección infinita —verbigracia, la serie de los números naturales— es una colección cuyos miembros pueden desdoblarse a su vez en series infinitas. La parte, en esas elevadas latitudes de la numeración, no es menos copiosa que el todo: la cantidad precisa de puntos que hay en el universo es la que hay en un metro de universo, o en un decímetro, o en la más honda trayectoria estelar. El problema de Aquiles cabe dentro de esa heroica respuesta. Cada sitio ocupado por la tortuga guarda proporción con otro de Aquiles, y la minuciosa correspondencia, punto por punto, de ambas series simétricas basta para publicarlas iguales. No queda ningún remanente periódico de la ventaja inicial dada a la tortuga: el punto final en su trayecto, el último en el trayecto de Aquiles y el último en el tiempo de la carrera, son términos que matemáticamente coinciden. Tal es la solución de Russell. James, sin recusar la superioridad técnica del contrario, prefiere disentir. Las declaraciones de Russell (escribe) eluden la verdadera dificultad, que atañe a la categoría creciente del infinito, no a la categoría estable, que es la única tenida en cuenta por él, cuando presupone que la carrera ha sido corrida y que el problema es el de equilibrar los trayectos. Por otra parte, no se precisan dos: el de cada cual de los corredores o el mero lapso del tiempo vacío, implica la dificultad, que es la de alcanzar una meta cuando un previo intervalo sigue presentándose vuelta a vuelta y obstruyendo el camino (Some Problems of Philosophy, 1911, pág. 181).
He arribado al final de mi noticia, no de nuestra cavilación. La paradoja de Zenón de Elea, según indicó James, es atentatoria no solamente a la realidad del espacio, sino a la más invulnerable y fina del tiempo. Agrego que la existencia en un cuerpo físico, la permanencia inmóvil, la fluencia de una tarde en la vida, se alarman de aventura por ella. Esa descomposición, es mediante la sola palabra infinito, palabra (y después concepto) de zozobra que hemos engendrado con temeridad y que una vez consentida en un pensamiento, estalla y lo mata. (Hay otros escarmientos antiguos contra el comercio de tan alevosa palabra: hay la leyenda china del cetro de los reyes de Liang, que era disminuido en una mitad por cada nuevo rey; el cetro, mutilado por dinastías, persiste aún). Mi opinión, después de las calificadísimas que he presentado, corre el doble riesgo de parecer impertinente y trivial. La formularé, sin embargo: Zenón es incontestable, salvo que confesemos la idealidad del espacio y del tiempo. Aceptemos el idealismo, aceptemos el crecimiento concreto de lo percibido, y eludiremos la pululación de abismos de la paradoja.
¿Tocar nuestro concepto del universo, por ese pedacito de tiniebla griega?, interrogará mi lector.



En Discusión (1932)
Luego en OOCC Tomo I (1923-1949) 
Buenos Aires, Emecé, 1996

Imagen: Escultura caricaturesca realizada por Alfredo Sabat, parte de la muestra "Borges Ilustrado", un recorrido por la relación entre el arte gráfico y el autor de El Aleph, en el Museo del Humor de Buenos Aires. Foto original color: EFE


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