7/4/17

Jorge Luis Borges: Palabras Finales (prólogo, breve y discutidor)








¿Quién se anima a entrar en un libro? El hombre en predisposición de lector se anima a comprarlo vale decir, compra el compromiso de leerlo y entra por el lado del prólogo, que por ser el más conversado y menos escrito es el lado fácil. El prólogo debe continuar las persuasiones de la vidriera, de la carátula, de la faja, y arrepentir cualquier deserción. Si el libro es ilegible y famoso, se le exige aún más. Se esperan de él un resumen práctico de la obra y una lista de sus frases rumbosas para citar y una o dos opiniones autorizadas para opinar y la nómina de sus páginas más llevaderas, si es que las tiene. Aquí ventajosamente para el lector no se precisan ni sustituciones ni estímulos. Este libro es congregación de muchos poetas de hombres que al contarse ellos, nos noticiarán novedades íntimas de nosotros y yo soy el guardián inútil que charla. 

¿Qué justificación la mía en este zaguán? Ninguna, salvo ese río de sangre oriental que va por mi pecho; ninguna salvo los días orientales que hay en mis días y cuyo recuerdo sé merecer. Esas historias el abuelo montevideano que salió con el ejército grande el cincuenta y uno para vivir veinte años de guerra; la abuela mercedina que juntaba en idéntico clima de execración a Oribe y a Rosas me hacen partícipe, en algún modo misterioso pero constante, de lo uruguayo. Quedan mis recuerdos, también. Muchos de los primitivos que encuentro en mí, son de Montevideo; algunos una siesta, un olor a tierra mojada, una luz distinta ya no sabría decir de qué banda son. Esa fusión o confusión, esa comunidad, puede ser hermosa. 

Mi paisano, el no uruguayo recorredor de esta antología, tendrá con ella dos maneras de gustos. Eso yo puedo prometérselo. Uno será el de sentirse muy igual a quienes la escriben; el otro, el de saberlos algo distintos. Esa distinción no es dañosa: yo tengo para mí que todo amor y toda amistad no son más que un justo vaivén de la aproximación y de la distancia. El querer tiene su hemisferio de sombra como la luna. 

¿Qué distinciones hay entre los versos de esta orilla y los de la orilla de enfrente? La más notoria es la de los símbolos manejados. Aquí la pampa o su inauguración, el suburbio; allí los árboles y el mar. El desacuerdo es lógico: el horizonte del Uruguay es de arboledas y de cuchillas, cuando no de agua larga; el nuestro, de tierra. El anca del escarceador Pegaso oriental lleva marcados una hojita y un pez, símbolos del agua y del monte. Siempre, esas dos tutelas están. Nombrada o no, el agua induce una vehemencia de ola en los versos; con o sin nombre, el bosque enseña su sentir dramático de conflicto, de ramas que se atraviesan como voluntades. Su repetición vistosa, también. 

Dos condiciones juveniles la belicosidad y la seriedad resuelven el proceder poético de los uruguayos. La primera está en el personificado Juan Moreira de Podestá y en los matreros con divisa de José Trelles y en el ya inmortal compadrito trágico Florencio Sánchez y en las atropelladas de Ipuche y en el 

¡A ver quién me lo niega!

con que sale a pelear por una metáfora suya, Silva Valdés. La segunda surge de comparar la cursilería cálida y franca de Los parques abandonados de Herrera y Reissig con la vergonzante y desconfiada cursilería, entorpecida de ironías que son prudencias, que está en El libro fiel de Lugones. El humorismo es esporádico en los uruguayos, como la vehemencia en nosotros. (Cualquier intensidad, hasta la intensidad de lo cursi, puede valer). 

Obligación final de mi prólogo es no dejar en blanco esta observación. Los argentinos vivimos en la haragana seguridad de ser de un gran país, de un país cuyo solo exceso territorial podría evidenciarnos, cuando no la prole de sus toros y la feracidad alimenticia de su llanura. Si la lluvia providencial y el gringo providencial no nos fallan, seremos la Villa Chicago de este planeta y aún su panadería. Los orientales, no. De ahí su claro que heroica voluntad de diferenciarse, su tesón de ser ellos, su alma buscadora y madrugadora. Si muchas veces, encima de buscadora fue encontradora, es ruin envidiarlos. El sol, por las mañanas, suele pasar por San Felipe de Montevideo antes que por aquí. 


En Antología de la moderna poesía uruguaya, 1900-1927
seleccionada por Ildefonso Pereda Valdés y palabras finales de JLB

Buenos Aires, El Ateneo, 1927

También en Textos recobrados 1919-1929
© María Kodama 1997/2007

© 2011 Editorial Sudamericana

Imágenes: Tapa y portada de la Antología


6/4/17

Jorge Luis Borges traduce a Francis Ponge [bilingüe]






Del agua

Más abajo que yo, siempre más abajo que yo está el agua. Siempre la miro con los ojos bajos. Como el suelo, como una parte del suelo, como una modificación del suelo.

Es blanca y brillante, informe y fresca, pasiva y obstinada en su único vicio: el peso; y dispone de medios excepcionales para satisfacer ese vicio: contornea, atraviesa, corroe, se infiltra.

En su propio interior funciona también el vicio: se desfonda sin cesar, renuncia a cada instante a toda forma, sólo tiende a humillarse, se acuesta boca abajo en el suelo, casi cadáver, como los monjes de ciertas órdenes. Cada vez más abajo: tal parece ser su divisa: lo contrario de excelsior.

***

Casi se podría decir que el agua está loca, por esa histérica necesidad de no obedecer más que a su peso, que la posee como una idea fija.

Es verdad que todas las cosas del mundo conocen esa necesidad, que siempre y en todas partes debe satisfacerse. Este armario, por ejemplo, se muestra muy testarudo en su deseo de adherirse al suelo, y si algún día llega a encontrarse en equilibrio inestable preferirá deshacerse antes que oponérsele. Pero, en fin, hasta cierto punto juega con el peso, lo desafía: no se está desfondando en todas sus partes; la cornisa, las molduras no se prestan a ello. Hay en el armario una resistencia en beneficio de su personalidad y de su forma.

Líquido es, por definición, lo que prefiere obedecer al Peso para mantener su forma, lo que rechaza toda forma para obedecer a su peso. Y lo que pierde todo su aplomo por obra de esa idea fija, de ese escrúpulo enfermizo. De ese vicio, que lo convierte en una cosa rápida, precipitada o estancada, amorfa o feroz, amorfa y feroz, feroz taladro, por ejemplo, astuto, filtrador, contorneador, a tal punto que se puede hacer de él lo que se quiera, y llevar el agua en caños para después hacerla brotar verticalmente y gozar por último de su modo de deshacerse en lluvia: una verdadera esclava.

... Sin embargo el sol y la luna le envidian esta influencia exclusiva, y tratan de mortificarla cuando, por ocupar grandes extensiones, les presenta un fácil blanco, o cuando se encuentra en estado de menor resistencia, dispersa en delgados aguazales. El sol le arranca entonces mayor tributo. La obliga a un perpetuo ciclismo, la trata como a una ardilla en su rueda.

***

El agua se me escapa... se me escurre entre los dedos. ¡Y no sólo eso! Ni siquiera resulta tan limpia (como un lagarto o una rana): me deja huellas en las manos, manchas que tardan relativamente mucho en desaparecer o que tengo que secar. Se me escapa, y sin embargo me marca; y poca cosa puedo hacer en contra.

Ideológicamente es lo mismo: se me escapa, escapa de toda definición, pero deja en mi espíritu, y en este papel, huellas, huellas informes.

***

Inquietud del agua: sensible al menor cambio de declive. Que salta las escaleras con los dos pies al mismo tiempo. Que, pueril de obediencia, abandona en seguida sus juegos cuando la llaman cambiándole la dirección de la pendiente.


Revista Sur, Buenos Aires, Año, XVI, N° 147-148-149, enero, febrero, marzo de 1947


Orillas del mar

El mar hasta la cercanía de sus límites es una cosa sencilla que se repite ola por ola. Pero para llegar a las cosas más sencillas en la naturaleza es necesario emplear muchas formas, muchos modales; para las cosas más profundas sutilizarlas de alguna manera. Por eso, y también por rencor contra su inmensidad que lo abruma, el hombre se precipita a las orillas o a la intersección de las cosas grandes para definirlas. Pues la razón en el seno de lo uniforme rebota peligrosamente y se enrarece: un espíritu necesitado de nociones debe ante todo hacer provisión de apariencias.

Mientras que el aire hasta cuando está atormentado por las variaciones de su temperatura o por una trágica necesidad de influencia y de informaciones directas sobre cada cosa sólo superficialmente hojea y dobla las puntas del voluminoso tomo marino, el otro elemento más estable que nos sostiene hunde en él oblicuamente hasta la empuñadura rocosa anchos cuchillos de tierra que se quedan inmóviles en su espesor. A veces encontrándose con un músculo enérgico una hoja vuelve a salir poco a poco: es lo que se llama una playa.

Desorientada al aire libre, pero rechazada por las profundidades aunque hasta cierto punto tenga familiaridad con ellas, esta parte de la extensión se estira entre lo uno y lo otro más o menos leonada y estéril, y por lo común no sostiene más que un tesoro de desechos incansablemente alisados y recogidos por el destructor.

Un concierto elemental, por lo discreto más delicioso y digno de reflexión, se ha ajustado allí desde la eternidad para nadie: desde que se formó por operación sobre una chatura sin límites del espíritu de insistencia que suele soplar de los cielos, la ola llegada de lejos sin choques y sin reproche al fin por primera vez encuentra a quién hablar. Pero una sola y breve palabra se confía a los cantos rodados y a las conchillas, que se muestran muy conmovidas, y la ola expira prefiriéndola; y todas las que la siguen expirarán también haciendo otro tanto, a veces quizá con fuerza algo mayor. Cada una por encima de la otra cuando llega a la orquesta se levanta un poco el cuello, se descubre, y da su nombre al destinatario. Mil señores homónimos son así admitidos el mismo día a la presentación por el mar prolijo y prolífico en ofrecimientos labiales a cada orilla.

Así también en vuestro foro, oh cantos rodados, no es, para una grosera arenga, algún villano del Danubio el que viene a hacerse oír: sino el Danubio mismo, mezclado con todos los otros ríos del mundo después que han perdido su sentido y su pretensión y están profundamente reservados en una desilusión amarga sólo al gusto de quien se cuidara mucho de apreciar por absorción su cualidad más secreta, el sabor. Porque es, en efecto, después de la anarquía de los ríos, a su abandono en el profundo y copiosamente habitado lugar común de la materia líquida a lo que se ha dado el nombre de mar. De ahí que éste parecerá aun a sus propias orillas siempre ausente: aprovechando el alejamiento recíproco que les impide comunicarse entre sí como no sea a través de él o por grandes rodeos, hace creer sin duda a cada una que se dirige especialmente hacia ella. En realidad, cortés con todo el mundo, y más que cortés: capaz para cada cual de todos los arrebatos, de todas las convicciones sucesivas, conserva en el fondo de su permanente tazón su posesión infinita de corrientes. Sale apenas de sus bordes, por sí mismo pone freno al furor de sus olas y, como la medusa que él abandona a los pescadores como imagen reducida o muestra de sí propio, se limita a hacer una reverencia extática por todas sus orillas.

Eso es lo que ocurre con la antigua vestidura de Neptuno, amontonamiento pseudo-orgánico de velos unidamente extendidos sobre las tres cuartas partes del mundo. Ni el ciego puñal de las rocas, ni la más perforadora de las tormentas que hacen girar atados de hojas al mismo tiempo, ni el ojo atentó del hombre usado con dificultad y por lo demás sin control en un medio inaccesible a los orificios destapados de los otros sentidos y trastornado más todavía por un brazo que se hunde para agarrar, han leído ese libro.

Revista Sur, Buenos Aires, Año XVI, N° 147-148-149, enero, febrero, marzo e 1947




De L'Eau

Plus bas que moi, toujours plus bas que moi se trouve l’eau. C’est toujours les yeux baissés que je la regarde. Comme le sol, comme une partie du sol, comme une modification du sol.

Elle est blanche et brillante, informe et fraîche, passive et obstinée dans son seul vice : la pesanteur; disposant de moyens exceptionnels pour satisfaire ce vice : contournant, transperçant, érodant, filtrant.

À l’intérieur d’elle-même ce vice aussi joue : elle s’effondre sans cesse, renonce à chaque instant à toute forme, ne tend qu’à s'humilier, se couche à plat ventre sur le sol, quasi cadavre, comme les moines de certains ordres. Toujours plus bas : telle semble être sa devise : le contraire d’excelsior.

***

On pourrait presque dire que l'eau est folle, à cause de cet hystérique besoin de n'obéir qu'à sa pesanteur, qui la possède comme une idée fixe.

Certes, tout au monde connaît ce besoin, qui toujours et en tous lieux doit être satisfait. Cette armoire, par exemple, se montre fort têtue dans son désir d’adhérer au sol, et si elle se trouve un jour en équilibre instable, elle préférera s’abîmer plutôt que d’y contrevenir. Mais enfin, dans une certaine mesure, elle joue avec la pesanteur, elle la défie : elle ne s’effondre pas dans toutes ses parties, sa corniche, ses moulures ne s’y conforment pas. Il existe en elle une résistance au profit de sa personnalité et de sa forme.

Liquide est par définition ce qui préfère obéir à la pesanteur, plutôt que maintenir sa forme, ce qui refuse toute forme pour obéir à sa pesanteur. Et qui perd toute tenue à cause de cette idée fixe, de ce scrupule maladif. De ce vice, qui le rend rapide, précipité ou stagnant; amorphe ou féroce, amorphe et féroce, féroce térébrant, par exemple; rusé, filtrant, contournant; si bien que l’on peut faire de lui ce que l’on veut, et conduire l’eau dans des tuyaux pour la faire ensuite jaillir verticalement afin de jouir enfin de sa façon de s’abîmer en pluie : une véritable esclave.

... Cependant le soleil et la lune sont jaloux de cette influence exclusive, et ils essayent de s’exercer sur elle lorsqu’elle se trouve offrir la prise de grandes étendues, surtout si elle y est en état de moindre résistance, dispersée en flaques minces. Le soleil alors prélève un plus grand tribut. Il la force à un cyclisme perpétuel, il la traite comme un écureuil dans sa roue.

***

L’eau m’échappe... me file entre les doigts. Et encore ! Ce n’est même pas si net (qu’un lézard ou une grenouille) : il m’en reste aux mains des traces, des taches, relativement longues à sécher ou qu’il faut essuyer. Elle m’échappe et cependant me manque, sans que j’y puisse grand chose.

Idéologiquement c’est la même chose : elle m’échappe, échappe à toute définition, mais laisse dans mon esprit et sur ce papier des traces, des taches informes.

***

Inquiétude de l’eau : sensible au moindre changement de la déclivité. Sautant les escaliers les deux pieds à la fois. Joueuse, puérile d’obéissance, revenant tout de suite lorsqu’on la rappelle en changeant la pente de ce côté-ci.


Bords de Mer

La mer jusqu'à l'approche de ses limites est une chose sim­ple qui se répète flot par flot. Mais les choses les plus sim­ples dans la nature ne s'abordent pas sans y mettre beaucoup de formes, faire beaucoup de façons, les choses les plus profondes sans subir quelque amenuisement. C'est pourquoi l'homme, et par rancune aussi contre leur immensité qui l'assomme, se précipite aux bords ou à l'intersection des grandes choses pour les définir. Car la raison au sein de l'uniforme dangereusement ballotte et se raréfie: un esprit en mal de notions doit d'abord s'approvisionner d'apparences.

Tandis que l'air même tracassé soit par les variations de sa température ou par un tragique besoin d'influence et d'informations par lui-même sur chaque chose ne feuillette pourtant et corne que superficiellement le volumineux tome marin, l'autre élément plus stable qui nous supporte y plonge obliquement jusqu'à leur garde rocheuse de larges couteaux terreux qui séjournent dans l'épaisseur. Parfois à la rencontre d'un muscle énergique une lame ressort peu à peu: c'est ce qu'on appelle une plage.

Dépaysée à l'air, mais repoussée par les profondeurs quoique jusqu'à un certain point familiarisée avec elles, cette portion de l'étendue s'allonge entre les deux plus ou moins fauve et stérile, et ne supporte ordinairement qu'un trésor de débris inlassablement polis et ramassés par le destructeur.

Un concert élémentaire, par sa discrétion plus délicieux et sujet à réflexion, est accordé là depuis l'éternité pour personne: depuis sa formation par l'opération sur une platitude sans bornes de l'esprit d'insistance qui souffle parfois des deux, le flot venu de loin sans heurts et sans reproche enfin pour la première fois trouve a qui parler. Mais une seule et brève parole est confiée aux cailloux et aux coquillages, qui s'en montrent assez remués, et il expire en la proférant; et tous ceux qui le suivent expireront aussi en proférant la pareille, parfois par temps à peine un peu plus fort clamée. Chacun par-dessus l'autre parvenu à l'orchestre se hausse un peu le col, se découvre, et se nomme à qui il fut adressé. Mille homonymes seigneurs ainsi sont admis le même jour à la présentation par la mer prolixe et prolifique en offres labiales a chacun de ses bords.

Aussi bien sur votre forum, ô galets, n'est-ce pas, pour une harangue grossière, quelque paysan du Danube qui vient se faire entendre: mais le Danube lui-même, mêlé à tous les autres fleuves du monde après avoir perdu leur sens et leur prétention, et profondément réservés dans une désillusion amère seulement au goût de qui aurait à conscience d'en apprécier par absorption la qualité la plus secrète, la saveur.

C'est en effet après l'anarchie des fleuves à leur relâ­chement dans le profond et copieusement habité lieu com­mun de la matière liquide, que l'on a donné le nom de mer. Voilà pourquoi à ses propres bords celle-ci semblera toujours absente: profitant de l'éloignement réciproque qui leur interdit de communiquer entre eux sinon à travers elle ou par des grands détours, elle laisse sans doute croire à chacun d'eux qu'elle se dirige spécialement vers lui. En réalité, polie avec tout le monde, et plus que polie: capable pour chacun d'eux de tous les emportements, de toutes les convictions successives, elle garde au fond de sa cuvette à demeure son infinie possession de courants. Elle ne sort jamais de ses bornes qu'un peu, met elle-même un frein à la fureur de ses flots, et comme la méduse qu'elle abandonne aux pêcheurs pour image réduite ou échantillon d'elle-même, fait seulement une révérence extatique par tous ses bords.

Ainsi en est-il de l'antique robe de Neptune, cet amon­cellement pseudo-organique de voiles sur les trois quarts du monde uniment répandus. Ni par l'aveugle poignard des roches, ni par la plus creusante tempête tournant des paquets de feuilles à la fois, ni par l'œil attentif de l'homme employé avec peine et d'ailleurs sans contrôle dans un milieu interdit aux orifices débouchés des autres sens et qu'un bras plongé pour saisir trouble plus encore, ce livre au fond n'a été lu.




Ambos textos en Francis Ponge, Le parti pris des choses, 1942
Luego, antologados en Borges en Sur (1931-1980)
Buenos Aires, Sudamericana, 2016
© 1999, María Kodama
Foto Francis Ponge 1986 © Henri Cartier-Bresson/Magnum Photos 
Vía Zoopat



5/4/17

Jorge Luis Borges: Un sueño eterno [Entrevista sobre Franz Kafka]






Mi primer recuerdo de Kafka es del año 1916, cuando decidí aprender el idioma alemán. Antes lo había intentado con el ruso, pero fracasé. El alemán me resultó mucho más sencillo y la tarea fue grata. Tenía un diccionario alemán-inglés y al cabo de unos meses no sé si lograba entender lo que leía, pero sí podía gozar de la poesía de algunos autores. Fue entonces cuando leí el primer libro de Kafka que, aunque no lo recuerdo ahora exactamente, creo que se llamaba Once cuentos.
Me llamó la atención que Kafka escribiera tan sencillo, que yo mismo pudiera entenderlo, a pesar de que el movimiento impresionista, que era tan importante en esa época, fue en general un movimiento barroco que jugaba con las infinitas posibilidades del idioma alemán. Después, tuve oportunidad de leer El Proceso y a partir de ese momento lo he leído continuamente. La diferencia esencial con sus contemporáneos y hasta con los grandes escritores de otras épocas, Bernard Shaw o Chesterton, por ejemplo, es que con ellos uno está obligado a tomar la referencia ambiental, la connotación con el tiempo y el lugar. Es también el caso de Ibsen o de Dickens.
Kafka, en cambio, tiene textos, sobre todo en los cuentos, donde se establece algo eterno. A Kafka podemos leerlo y pensar que sus fábulas son tan antiguas como la historia, que esos sueños fueron soñados por hombres de otra época sin necesidad de vincularlos a Alemania o a Arabia. El hecho de haber escrito un texto que trasciende el momento en que se escribió, es notable. Se puede pensar que se redactó en Persia o en China y ahí está su valor. Y cuando Kafka hace referencias es profético. El hombre que está aprisionado por un orden, el hombre contra el Estado, ese fue uno de sus temas preferidos.
Yo traduje el libro de cuentos cuyo primer título es La trasformación y nunca supe por qué a todos les dio por ponerle La metamorfosis. Es un disparate, yo no sé a quién se le ocurrió traducir así esa palabra del más sencillo alemán. Cuando trabajé con la obra el editor insistió en dejarla así porque ya se había hecho famosa y se la vinculaba a Kafka. Creo que los cuentos son superiores a sus novelas. Las novelas, por otra parte, nunca concluyen. Tienen un número infinito de capítulos, porque su tema es de un número infinito de postulaciones.
A mí me gustan más sus relatos breves y aunque no hay ahora ninguna razón para que elija a uno sobre otro, tomaría aquel cuento sobre la construcción de la muralla. Yo he escrito también algunos cuentos en los cuales traté ambiciosa e inútilmente de ser Kafka. Hay uno, titulado La biblioteca de Babel y algún otro, que fueron ejercicios en donde traté de ser Kafka. Esos cuentos interesaron pero yo me di cuenta que no había cumplido mi propósito y que debía buscar otro camino. Kafka fue tranquilo y hasta un poco secreto y yo elegí ser escandaloso.
Empecé siendo barroco, como todos los jóvenes escritores y ahora trato de no serlo. Intenté también ser anónimo, pero cualquier cosa que escriba se conoce inmediatamente. Kafka no quiso publicar mucho en vida y encargó que destruyeran su obra. Esto me recuerda el caso de Virgilio que también le encargó a sus amigos que destruyeran la inconclusa Eneida. La desobediencia de estos hizo que, felizmente para nosotros, la obra se conservara. Yo creo que ni Virgilio ni Kafka querían en realidad que su obra se destruyera. De otro modo habrían hecho ellos mismos el trabajo. Si yo le encargo la tarea a un amigo, es un modo de decir que no me hago responsable. Mi padre escribió muchísimo y quemó todo antes de morir.
Kafka ha sido uno de los grandes autores de toda la literatura. Para mí es el primero de este siglo. Yo estuve en los actos del centenario de Joyce y cuando alguien lo comparó con Kafka dije que eso era una blasfemia. Es que Joyce es importante dentro de la lengua inglesa y de sus infinitas posibilidades, pero es intraducible. En cambio Kafka escribía en un alemán muy sencillo y delicado. A él le importaba la obra no la fama, eso es indudable. De todos modos, Kafka, ese soñador que no quiso que sus sueños fueran conocidos, ahora es parte de ese sueño universal que es la memoria. Nosotros sabemos cuáles son sus fechas, cuál es su vida, que es de origen judío y demás, todo eso va a ser olvidado, pero sus cuentos seguirán contándose.


Transcripción de los comentarios de viva voz hechos por Jorge Luis Borges
Entrevista publicada en El País, Madrid, 3 de julio de 1983

Jorge Luis Borges durante la firma de ejemplares de su obra, Foto Héctor Atilio Carballo 
Todos los derechos reservados ©Borges Todo El Año

4/4/17

Jorge Luis Borges: Dakar







Dakar está en la encrucijada del sol, del desierto y del mar.
El sol nos tapa el firmamento, el arenal acecha en los caminos, el mar es un encono.
He visto a un jefe en cuya manta era más ardiente el azul que en el cielo incendiado.
La mezquita cerca del biógrafo luce una claridad de plegaria.
La resolana aleja las chozas, el sol como un ladrón escala los muros.
África tiene en la eternidad su destino, donde hay hazañas, ídolos, reinos, arduos bosques y espadas.
Yo he logrado un atardecer y una aldea.



En Luna de enfrente (1925)
Foto: Borges (sin atribución) Vía El Mercurio


3/4/17

Jorge Luis Borges: Adolfo Bioy Casares, un relato admirable






Se conjetura que no queda lejos la fecha en que la historia no podrá ser escrita por exceso de datos; Gibbon, en el siglo XVIII, pudo edificar su admirable Decline and fall porque el tiempo, que también se llama olvido, ya había simplificado mucho las cosas. En el caso de Adolfo Bioy Casares éstas son tantas, para mí, que sé que mencionar una sola es omitir un número indefinido, y casi infinito, de otras. Prefiero aventurar un juicio. En una época de escritores caóticos que se vanaglorian de serlo, Bioy es un hombre clásico. No ha cesado aún el debate de los antiguos y de los modernos; Bioy es ajeno a los dos bandos. Es el menos supersticioso de los lectores. Juzga que el sereno Aulo Gelio de Capdevila es harto superior a los énfasis de Lugones, o de Quevedo. Tiene en poco al ya canonizado Baudelaire. Prefiere (me lo dijo anoche) la obra de Jane Austen a la de Balzac. Profesa, ante el escándalo general, el culto de Voltaire y del doctor Johnson y el desdén de Poe y de Góngora. En su casa, en la sobremesa, suele leer la Epístola a Horacio, de Menéndez y Pelayo, y se demora en algún verso: "La náyade en el agua de la fuente", o "Que el níveo toro a la de cien ciudades / Creta conduzca a la robada ninfa". Es inmune a todos los fanatismos. Soy muy sensible a los halagos de lo patético y de lo sentencioso; Bioy ha tratado siempre de corregirme, con adversa fortuna.
Como casi todos los escritores, Bioy empezó siendo genial, es decir, más o menos irresponsable. De sus primeros libros, de los que hoy no quiere acordarse, lee largos párrafos para hacernos reír, y no siempre revela quién fue el autor.
Su imaginación se complace en la invención continua de fábulas. Algunas corresponden a lo que malamente se llama ciencia ficción. He dicho malamente porque en los idiomas germánicos el primero de los dos nombres sustantivos que forman una palabra compuesta se convierte en un adjetivo. Sciencia-fiction significa, de hecho, ficción científica. Ese género fue iniciado por Francis Bacon, padre de la ciencia experimental, en su inconclusa Nova Atlantis, que data de 1626. Famosamente lo siguieron Wells y Jules Verne. El primero estimó que un relato fantástico debe admitir un solo hecho fantástico y que los otros deben ser cotidianos. En El hombre invisible se refiere a un solo hombre invisible; en La guerra de los mundos, a la invasión de nuestro planeta por los marcianos, pero jamás a una invasión de seres invisibles. Ahora descreemos de la magia y depositamos nuestra fe, o nuestro temor, en la ciencia. Bioy ha indagado, y sigue indagando, las posibilidades literarias que nos ofrece.
En este punto quiero advertir a quien me lee, que si el placer de la sorpresa le gusta más que el placer de la previsión debe suspender aquí la lectura, porque voy a contar el argumento de las extrañas páginas que le esperan.Su protagonista es un horrible que resuelve ser inmortal para seguir pensando, imaginando y haciendo el bien. Podemos recordar a aquel griego que se arrancó los ojos en un jardín para que los colores y las formas del universo no distrajeran su pensamiento. Eladio Heller renuncia al mundo corporal y a la acción, pero no es un asceta. Es un hedonista que se recluye en un instrumento. La historia no es autobiográfica; la refieren, casi sin comprenderla, las mediocres personas que lo rodean. El desenlace ha sido prefigurado por el episodio del perro.
Este relato de Bioy, como La invención de Morel, recurre a la ciencia. No así El sueño de los héroes o el Diario de la guerra del cerdo, que fluyen vastamente.
*Se refiere a Los afanes, de Adolfo Bioy Casares [Nota de Florencia Giani]
Y en Clarín, Buenos Aires, 5 de junio de 1986, Suplemento Cultural, p.1
Imagen: Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares compartiendo una Navidad
Fotografía de Héctor Atilio Carballo


2/4/17

Jorge Luis Borges: Susana Bombal







Alta en la tarde, altiva y alabada,
cruza el casto jardín y está en la exacta
luz del instante irreversible y puro
que nos da este jardín y la alta imagen
silenciosa. La veo aquí y ahora,
pero también la veo en un antiguo
crepúsculo de Ur de los Caldeos
o descendiendo por las lentas gradas
de un templo, que es innumerable polvo
del planeta y que fue piedra y soberbia,
o descifrando el mágico alfabeto
de las estrellas de otras latitudes
o aspirando una rosa en Inglaterra.
Está donde haya música, en el leve
azul, en el hexámetro del griego,
en nuestras soledades que la buscan,
en el espejo de agua de la fuente,
en el mármol del tiempo, en una espada,
en la serenidad de una terraza
que divisa ponientes y jardines.

Y detrás de los mitos y las máscaras,
el alma, que está sola.


Buenos Aires, 3 de noviembre de 1970

En El oro de los tigres (1972)
Foto: Borges con Randoll Coate (diseñador de laberintos) 
y Susana Bombal (en Mendoza, sin atribución) Vía [+]



1/4/17

Jorge Luis Borges: Evocación de Manuel Peyrou






Manuel Peyrou nació en Buenos Aires a finales de mayo de 1902 y murió en la misma ciudad el 1 de enero de 1974. Su destino, acaso como todo destino que nos es dado ver de cerca, fue muy singular. Conocía con precisión la topografía de París y de Nueva York, y no hizo nunca, que yo sepa, el menor esfuerzo para viajar a esas dos ciudades que amaba entrañablemente. Francia le había llegado por la sangre y por la sombra tutelar de sus libros; América, por las grandes voces de Whitman, de Lee Masters y de Sandburg, por la épica del jinete y de la llanura y por las tempestades del jazz. Peyrou no ignoraba que la nostalgia es la mejor relación que un hombre puede tener con un país. Fue, quizá, el hombre más reservado que conocí, pero aceptaba y alentaba las confidencias. Spiller ha escrito que los recuerdos que 60 o 70 años de vida dejan en una memoria abarcarían, evocados en orden, dos o tres días; yo recuerdo con intensidad a mi amigo Manuel Peyrou, pero las anécdotas que me es dado comunicar son escasas. No olvido, sin embargo, su hábito del epigrama. Ema Risso Platero, que nos ha dejado también, solía llamarlo el Ingenioso. Fue periodista del diario La Prensa y vivió con plenitud la vida corporal, la vida del afecto y esa otra curiosa vida íntima de la imaginación literaria. En sus primeros textos, como todo escritor que no es un irresponsable, Peyrou trató de ser Chesterton o una escéptica variante de Chesterton. En La noche repetida y en El árbol de Judas, lo atareó la vieja mitología cuchillera de su barrio, de nuestro barrio, Palermo. Sus últimas novelas reflejan, como resignados espejos, el melancólico decurso de nuestra historia, a partir de aquella revolución de la que esperábamos tanto.
Manuel Peyrou profesó el arte, hoy casi perdido, de urdir curiosos argumentos y de narrarlos de un modo lúcido, con sentencias claras y eufónicas. Ahora, si no me engaño, se prefieren las frases truncas, la cacofonía y el abuso de las malas palabras que los condiscípulos nos revelan en la escuela primaria y que se aluden fácilmente después. La literatura actual se complace en las facilidades del caos y de la azarosa improvisación. En nuestros días se da el nombre de cuento a cualquier presentación de estados mentales o de impresiones físicas; se olvida, asimismo, que la palabra escrita procede de la palabra oral y busca análogos encantos. Acaso todo cuento debe escribirse para el último párrafo o acaso para la última línea; la exigencia puede parecer una exageración, pero es la exageración o simplificación de un hecho indudable. Si mal no recuerdo, Julio Cortázar dijo alguna vez que el cuento debe ganar por knockout. Un prefijado desenlace debe ordenar las vicisitudes de toda fábula. Peyrou, que cumplió con esta exigencia, ha legado a la memoria de los lectores muchos relatos ejemplares.
Emerson escribe que la poesía nace de la poesía; el estímulo de La espada dormida, uno de los mejores cuentos de Peyrou, le fue dado por el drama Cymbeline, que Shakespeare tomó de ciertas páginas de Holinshed, no sin algún recuerdo de Boccaccio. Edgar Allan Poe, inventor del género policial, resolvió que el primer detective de la literatura fuera un meditabundo. En el Reino Unido se mantiene esa tradición de crímenes tranquilos; Estados Unidos propende a los énfasis de lo violento y de lo carnal. El placer peculiar que La espada dormida (el título es hermoso) brinda al lector no es menos interesante que emotivo. Boileau dictaminó que el lector quiere ser respetado; nuestro amigo, a lo largo de toda su obra, siempre observó esos buenos modales, que hoy parecen arcaicos.
Con el mismo grado y con la misma curiosidad que sentí por primera vez, hace ya tantos años, releo la obra de mi amigo Manuel Peyrou.







Y en El Mercurio, Santiago de Chile, 16 de marzo de 1986, p. E3
Registrada en hemeroteca digital de la Biblioteca Nacional de Chile
Fotografía de Jorge Luis Borges y Manuel Peyrou tomada por Adolfo Bioy Casares

31/3/17

Jorge Luis Borges: Emerson







Ese alto caballero americano
cierra el volumen de Montaigne y sale
en busca de un goce que no vale
menos, la tarde que ya exalta el llano.
Hacia el hondo poniente y su declive
hacia el confín que ese poniente dora
camina por los campos como ahora
por la memoria de quien esto escribe.
Piensa: Leí los libros esenciales
y otros compuse que el oscuro olvido
no ha de borrar. Un dios me ha concedido
lo que es dado saber a los mortales.
Por todo el continente anda mi nombre;
no he vivido. Quisiera ser otro hombre.



En El otro, el mismo (1964)
Imagen: Ralph Waldo Emerson Vía


30/3/17

Jorge Luis Borges: Evocación de Macedonio Fernández






En el decurso de una larga vida me ha sido dado conversar con personas famosas; ninguna me impresionó tanto como Macedonio Fernández, o siquiera de un modo análogo. Presidía, hace ya más de medio siglo, una perdida tertulia en cierto café de Balvanera. Para quienes concurríamos a ella, toda la semana no era otra cosa que la víspera de la noche del sábado. Norah, mi hermana, nos llamaba los macedonios. El diálogo empezaba a las nueve y se dilataba hasta el alba. Macedonio hablaba como al margen del diálogo, y, sin embargo, el diálogo era su centro. Trataba siempre de ocultar, no de exhibir, su inteligencia extraordinaria. Prefería el tono interrogativo, el sabio tono interrogativo de modesta consulta, a la afirmación categórica o magistral. Jamás pontificaba; su elocuencia era de pocas palabras y hasta de frases truncas. Usaba un tono habitual de cautelosa perplejidad. Creo poder remedar, pero no definir, esa voz llana, enronquecida por el tabaco. Recuerdo la vasta frente, la melena gris y el bigote gris, los ojos de un color indefinido, la figura breve y casi vulgar. El cuerpo era para Macedonio casi un pretexto para el espíritu. Una vez me dijo que un hombre podría vivir eternamente si respondía a los dictámenes del alma. Su simpatía por lo francés era imperfecta; de Víctor Hugo llegó a enfatizar con estas palabras cuando alguien se lo mentó: "Salí de ahí con ese gallego insoportable. El lector se ha ido y él sigue hablando". A los españoles prefería juzgarlos por Cervantes, que era uno de sus dioses, y no por Gracián o por Góngora, que le parecían unas calamidades. La actividad mental de Macedonio Fernández era incesante y rápida, aunque su exposición fuera lenta. Seguía su idea imperturbablemente; ni las confirmaciones ni las refutaciones ajenas le interesaban. La indolencia nos mueve a presuponer que los otros están hechos a nuestra imagen; Macedonio cometía el generoso error de atribuir su inteligencia a todos los hombres. En primer término la atribuía a los argentinos, que constituían, como es natural, sus más frecuentes interlocutores. Quería personalmente y apreciaba literariamente a Leopoldo Lugones, de quien fue muy amigo, pero alguna vez comentó delante mío: "No entiendo por qué, a pesar de sus muchas lecturas y de su indiscutible talento, no se decide aún a escribir un buen libro". Lugones, que carecía del sentido del humor, indudablemente se habría irritado de haber oído aquella broma inofensiva. El mecanismo de sus bromas se asemejaba al de Mark Twain.
Escribir no era una tarea para Macedonio Fernández. Vivía para pensar. Cotidianamente se abandonaba a las vicisitudes y sorpresas del pensamiento, como el nadador a un gran río, y esa manera de pensar que se llama escribir no le costaba el menor esfuerzo. En la soledad de su pieza o en la agitación de un café, colmaba páginas y páginas con la escritura perfilada de una época que desconocía la máquina de escribir y para la cual una clara caligrafía era parte de los buenos modales. Macedonio no le daba el menor valor a su palabra escrita; al mudarse de alojamiento, solía olvidar sus manuscritos de índole literaria o metafísica, que se habían acumulado sobre la mesa y que llenaban los cajones y los armarios. Mucho se perdió así, acaso irrevocablemente. Recuerdo haberle reprochado esa distracción; me dijo que suponer que podemos perder algo es una soberbia, ya que la mente humana es tan pobre que está condenada a encontrar, perder o redescubrir siempre las mismas cosas. Con los años he llegado a aceptar esa verdad.
A Macedonio la literatura le interesaba menos que el pensamiento y la publicación menos que la literatura. Consideraba que escribir y publicar eran tareas subalternas. Sus relatos tienen el sabor de lo espontáneo; también la frescura y el descuido del artículo periodístico. Mallarmé o Milton buscaban la justificación de su vida en la redacción de un poema o acaso de una página; Macedonio quería comprender el universo y saber quién era o saber si era alguien.
De Jorge Guillermo Borges, mi padre, yo heredé la amistad y el culto de Macedonio. Después de una estada de varios años en Europa, llegué a Buenos Aires hacia 1921 añorando el estilo generoso de la vida oral que había descubierto en Madrid. Macedonio me hizo olvidar esa nostalgia. Rafael Cansinos Asséns, el gran escritor judeo-español, fue mi última emoción en Europa; en ese admirable maestro estaban todas las lenguas y todas las literaturas. Yo frecuenté su tertulia madrileña y en él hallé a Europa y a todos los ayeres de Europa. Cansinos era la suma del tiempo; Macedonio fue la joven eternidad.
Imagen: Página sobre Jorge Luis Borges y Macedonio Fernández 
En revista Confirmado, año 1969

29/3/17

Jorge Luis Borges - Alicia Jurado: El Buddha legendario





Paul Deussen ha observado que la leyenda del Buddha es un testimonio, no de lo que el Buddha fue, sino de lo que llegó a ser en muy poco tiempo; otros investigadores agregan que en lo legendario, en lo mítico, la esencia del budismo ha encontrado su expresión más profunda. La leyenda nos revela lo que creyeron innumerables generaciones de hombres piadosos y sigue perdurando en la mente de gran parte de la humanidad.
La biografía empieza en el cielo. El Bodhisattva (el que llegará a ser el Buddha, título que significa «El Despierto») ha logrado, por méritos acumulados en infinitas encarnaciones anteriores, nacer en el cuarto cielo de los dioses. Mira, desde lo alto, la tierra y considera el siglo, el continente, el reino y la casta en que renacerá para ser el Buddha y salvar a los hombres. Elige a su madre, la reina Maya (este nombre significa la fuerza mágica que crea el ilusorio universo), mujer de Suddhodana, que es rey en la ciudad de Kapilavastu, al sur del Nepal. Maya sueña que en su costado entra un elefante de seis colmillos, con el cuerpo del color de la nieve y la cabeza del color del rubí. Al despertar, la reina no siente dolor ni siquiera peso, sino bienestar y agilidad. Los dioses crean un palacio en su cuerpo; en ese recinto el Bodhisattva espera su hora rezando. En el segundo mes de la primavera la reina atraviesa un jardín; un árbol cuyas hojas resplandecen como el plumaje del pavo real le tiende una rama; la reina la acepta con naturalidad; el Bodhisattva se levanta en aquel momento y nace por el flanco derecho sin lastimarla. El recién nacido da siete pasos, mira a derecha e izquierda, arriba, abajo, atrás y adelante; ve que en el universo no hay otro igual a él y anuncia con voz de león: «Soy el primero y el mejor; éste es mi último nacimiento; vengo a dar término al dolor, a la enfermedad y a la muerte». Dos nubes vierten agua fría y caliente para el baño de la madre y del hijo; los ciegos ven, los sordos oyen, los lisiados caminan, los instrumentos de música tocan solos; los dioses del cuarto cielo se regocijan, cantan y bailan; los réprobos en el infierno olvidan su pena. En aquel mismo instante nacen su futura mujer, Yasodhara; su cochero, su caballo, su elefante y el árbol a cuya sombra llegará a la liberación. El niño recibe el nombre de Siddharta; también es conocido por el de Gautama, que fue adoptado por su familia, los Sakyas.
La madre muere a los siete días de haber nacido el Bodhisattva y sube al cielo de los treinta y tres Devas. Un visionario, Asita, oye el júbilo de estas divinidades, baja de la montaña, toma al niño en brazos y dice: «Es el incomparable». Comprueba en él las marcas del elegido: una especie de alta corona orgánica en mitad del cráneo, pestañas de buey, cuarenta dientes muy unidos y blancos, quijada de león, altura igual a la extensión de los brazos abiertos, color dorado, membranas interdigitales y un centenar de formas dibujadas en la planta del pie, entre las que figuran el tigre, el elefante, la flor de loto, el monte piramidal Meru, la rueda y la esvástica. Luego Asita llora, porque se sabe demasiado viejo para recibir la doctrina que el Buddha predicará en el futuro.
Los intérpretes del sueño de Maya han profetizado que su hijo será dueño del mundo (un gran rey) o redentor del mundo. Su padre quiere lo primero; hace levantar tres palacios para Siddharta, de los que excluye toda cosa que pueda revelarle la caducidad, el dolor o la muerte. El príncipe se casa al cumplir los diecinueve años; antes debe ser vencedor en varios certámenes que incluyen la caligrafía, la botánica, la gramática, la lucha, la carrera, el salto y la natación. También debe triunfar en la prueba del arco; la flecha disparada por Siddharta cae más lejos que ninguna otra y, donde cae, brota una fuente[*]. Estos lauros son símbolos de su futura victoria sobre el Demonio.
Diez años de ilusoria felicidad transcurren para el príncipe, dedicados al goce de los sentidos en su palacio, cuyo harén encierra ochenta y cuatro mil mujeres, pero Siddharta sale una mañana en su coche y ve con estupor a un hombre encorvado «cuyo pelo no es como el de los otros, cuyo cuerpo no es como el de los otros», que se apoya en un bastón para caminar y cuya carne tiembla. Pregunta qué hombre es ése: el cochero explica que es un anciano y que todos los hombres de la tierra serán como él. En otra salida ve a un hombre que la lepra devora; el cochero explica que es un enfermo y que nadie está exento de este peligro. En otra ve a un hombre que llevan en un féretro; ese hombre inmóvil es un muerto, le explican, y morir es la ley de todo el que nace. En la última salida ve a un monje de las órdenes mendicantes que no desea ni morir ni vivir (en las últimas formas de la leyenda las cuatro figuras son fantasmas o ángeles). La paz está en su cara; Siddharta ha encontrado el camino.
La noche en que toma la decisión de renunciar al mundo, le anuncian que su mujer ha dado a luz un hijo. Regresa al palacio; a medianoche se despierta, recorre el harén y ve a las mujeres dormidas. A una le babea la boca; otra, con el pelo suelto y desordenado, parece pisoteada por elefantes; otra habla en sueños; otra muestra su cuerpo lleno de úlceras; todas parecen muertas. Siddharta dice: «Así son las mujeres, impuras y monstruosas en el mundo de los seres mortales; pero el hombre, engañado por sus adornos, las juzga codiciables». Entra en el aposento de Yasodhara; la ve dormida con la mano en la cabeza del hijo. Piensa: «Si retiro esa mano de su lugar, mi mujer se despertará; cuando sea Buddha volveré y tocaré a mi hijo».
Huye del palacio, rumbo al Oriente. Los cascos del caballo no tocan la tierra, las puertas de la ciudad se abren solas. Atraviesa un río, despide al servidor que lo acompaña, le entrega su caballo y sus vestiduras y se corta el pelo con la espada. Lo arroja al aire y los dioses lo recogen como reliquia. Un ángel que ha tomado forma de asceta le entrega las tres piezas del traje amarillo, el cinturón, la navaja, la escudilla para limosnas, la aguja y el cedazo para filtrar el agua. El caballo regresa y muere de pena.
Siddharta queda siete días en la soledad. Busca después a los ascetas que habitan en la selva; unos están vestidos de hierbas, otros de hojas. Todos se alimentan de frutos; unos comen una vez al día, otros cada dos días, otros cada tres. Rinden culto al agua, al fuego, al sol o a la luna. Hay quien está parado en un pie y hay quienes duermen en un lecho de espinas. Estos hombres le hablan de dos maestros que viven en el norte; las razones de estos maestros no lo satisfacen.
Siddharta se va a las montañas, donde pasa seis duros años entregado a la mortificación y al ayuno. No cambia de lugar cuando cae sobre él la lluvia o el sol; los dioses creen que ha muerto. Entiende, al fin, que los ejercicios de mortificación son inútiles; se levanta, se baña en las aguas del río y come un poco de arroz. Su cuerpo recobra inmediatamente el antiguo fulgor, los signos que Asita reconoció y la perdida aureola. Pájaros vuelan sobre su cabeza para rendirle honor y el Bodhisattva se sienta a la sombra del Árbol del Conocimiento y se pone a pensar. Resuelve no levantarse de ahí hasta haber logrado la iluminación.
Mara, dios del amor, del pecado y de la muerte, ataca entonces a Siddharta. Este mágico duelo o batalla dura una parte de la noche. Mara, antes de combatir, se sueña vencido, perdida su diadema, marchitas las flores y secos los estanques de sus palacios, rotas las cuerdas de sus instrumentos de música, cubierta de polvo la cabeza. Sueña que en la pelea no puede sacar la espada; congrega, sin embargo, un vasto ejército de demonios, tigres, leones, panteras, gigantes y serpientes —algunos eran grandes como palmeras y otros pequeños como niños—, cabalga un elefante de ciento cincuenta millas de alzada y asume un cuerpo con quinientas cabezas, quinientas lenguas de fuego y mil brazos, cada uno con un arma distinta. Los ejércitos de Mara arrojan montañas de fuego sobre Siddharta; éstas, por obra de su amor, se convierten en palacios de flores. Los proyectiles forman un alto baldaquín sobre su cabeza. Mara, vencido, ordena a sus hijas que lo tienten; estas lo asedian y le dicen que están hechas para el amor y para la música, pero Siddharta les recuerda que son ilusorias e irreales. Señalándolas con el dedo, las transforma en viejas decrépitas. Cubierto de confusión, el ejército de Mara se desbanda.
Solo e inmóvil bajo el árbol, Siddharta ve sus infinitas encarnaciones anteriores y las de todas las criaturas; abarca de un vistazo los innumerables mundos del universo; después, la concatenación de todas las causas y efectos. Intuye al alba las cuatro verdades sagradas. Ya no es el príncipe Siddharta, es el Buddha. Las jerarquías de los dioses y los buddhas venideros lo adoran, pero él exclama:
He recorrido el círculo de muchas encarnaciones
buscando al arquitecto. Es duro nacer tantas veces.
Arquitecto, al fin te encontré. Nunca volverás a construir la casa.
Aquí termina (dice Karl Friedriech Köppen) la más antigua forma de la leyenda, el evangelio del Nepal y del Tíbet.
Siete días más queda el Buddha bajo el árbol sagrado; los dioses lo alimentan, lo visten, queman incienso, le arrojan flores y lo adoran. Llueve y un rey de las serpientes, un Naga, se enrosca siete veces alrededor del cuerpo del Buddha y forma un techo con sus siete cabezas. Cuando el cielo se aclara, el Naga se transforma en un joven brahmán que se prosterna y dice: «No he querido asustarte; mi propósito fue protegerte del agua y del frío». Al cabo de una breve conversación, el Naga se convierte al budismo. Su ejemplo es imitado por un dios, que ingresa como adepto laico a la orden. Los cuatro reyes del espacio ofrecen al Buddha cuatro escudillas de piedra; éste, para no desairar a ninguno, las funde en una sola, que durante cuarenta años le servirá para recibir las limosnas. Brahma baja del firmamento con un gran séquito y suplica al Buddha que inicie la predicación que salvará a los hombres. El Buddha accede; el genio de la tierra comunica esta decisión a los genios del aire, que a su vez transmiten la buena nueva a las divinidades de todos los cielos.
El Buddha se encamina a Benarés. Entra por la puerta occidental de la ciudad, pide limosna y se dirige al Parque de los Ciervos. Busca a cinco monjes que fueron sus compañeros y que se apartaron de él cuando renunció a los rigores del ascetismo; hace girar para ellos, ahora, la Rueda de la Ley: les muestra la Vía Media, que equidista de la vida carnal y de la vida austera, y les enseña la aniquilación del dolor por la aniquilación del deseo. Los monjes se convierten. En aquel día, dice uno de los libros canónicos, hubo seis santos en la tierra. De esta manera, se constituyen las tres cosas sagradas: el Buddha, su doctrina y su orden.
Un día, el Buddha llega al Ganges y se ve obligado a cruzarlo volando por el aire porque no tiene las monedas que le exige el barquero; otro, convierte a un Naga, tras un coloquio en que los dos exhalan bocanadas de humo y de fuego. Finalmente, el Buddha encierra al Naga en su escudilla.
Llamado por su padre, el Buddha vuelve a Kapilavastu acompañado de veinte mil discípulos. Ahí, entre otros, convierte a su hijo Rahula y a su primo Ananda. Unos pescadores le traen un enorme pez que tiene cien cabezas distintas: de asno, de perro, de caballo, de mono… El Buddha explica que en una encarnación anterior el pez ha sido un monje que se burlaba de la inepcia de sus hermanos llamándolos «cabeza de mono» o «cabeza de asno».
Devadatta, primo y discípulo del Buddha, ensaya una reforma de la orden: propone que los monjes anden vestidos de harapos, duerman a la intemperie, se abstengan de comer pescado, no entren en las aldeas y no acepten invitaciones. Deseoso de usurpar el lugar del Buddha, sugiere al príncipe de Magadha el asesinato de aquel. Dieciséis arqueros mercenarios se apuestan en el camino para matarlo. Cuando aparece el Buddha, su virtud y su poder se imponen a los asesinos, que desisten de su propósito. Devadatta, entonces, suelta contra él un elefante salvaje; el animal detiene su carrera y cae de rodillas, subyugado por el amor. Otras versiones multiplican el número de elefantes, que además están ebrios; cinco leones rugientes salen de los cinco dedos del Buddha, y los elefantes, asustados y arrepentidos, se ponen a llorar. La tierra, al fin, traga a Devadatta, que cae en uno de los infiernos, donde le asignan un cuerpo en llamas de mil seiscientas millas de largo. El Buddha explica que esa enemistad es antigua. Hace muchos siglos una enorme tortuga salvó la vida y el equipaje de un mercader llamado Ingrato, que había naufragado; Ingrato aprovechó el sueño de su bienhechora para comérsela y el Buddha concluye su narración con estas palabras: «El que fue mercader es hoy Devadatta y yo fui esa tortuga».
En la ciudad de Vesali, acepta la invitación de la famosa cortesana Ambapali, que luego regala su parque a la orden. Recordemos que Jesús, en casa del fariseo, tampoco desdeña el bálsamo que una pecadora le ofrece (Lucas, VII, 36-50).
Al cabo de los años Mara busca de nuevo al Buddha y le aconseja que abandone esta vida, ahora que está fundada la orden y que ésta cuenta con un número suficiente de monjes. El Buddha le contesta que ha resuelto morir al cabo de tres meses. Escuchadas estas palabras, la tierra se estremece, el sol queda oscurecido, se desencadenan tormentas y todas las criaturas tienen miedo. La leyenda explica que el Buddha hubiera podido vivir millares de siglos y que su muerte es voluntaria. Poco después, el Buddha sube al Cielo de Indra y le encomienda la conservación de su ley; luego baja al Palacio de las Serpientes, que también prometen guardarla. Las divinidades, las serpientes, los demonios, los genios de la tierra y de las estrellas, los genios de los árboles y de los bosques piden al Buddha que dilate su muerte, pero éste declara que la fugacidad es la ley de todos los seres y también la suya. Cunda, el hijo de un herrero, le ofrece en Kusinara un trozo de carne salada de cerdo o, según otros, unas trufas; esta comida agrava el mal que el Buddha ya sentía y cuyos signos había reprimido por un ejercicio de su voluntad, para no entrar en el Nirvana sin despedirse de sus monjes. Se baña, bebe agua y se tiende bajo unos árboles para morir. Los árboles bruscamente florecen; saben tal vez que ese hombre viejo y tan enfermo es el Buddha. Éste, en la hora de su muerte, profetiza futuros cismas y discordias, recomienda la observación de la ley y dispone sus ritos funerarios. Muere acostado sobre el flanco derecho, la cabeza hacia el norte, la cara vuelta hacia el poniente. Entra en el éxtasis y muere en el éxtasis. Muere al anochecer, en esa hora en que parece fácil la muerte.
A las puertas de la ciudad queman el cadáver y celebran ritos solemnes, como si fuera el de un gran rey, el del rey que Siddharta no quiso ser. Antes de entregarlo a las llamas lo honran con danzas, elegías y juegos que duran seis días. El séptimo colocan el cadáver en la pira; cuatro, ocho y dieciséis personas tratan en vano de encenderla; finalmente sale una llama del corazón del Buddha y consume el cuerpo. Una urna recibe los huesos calcinados, sobre los que se vierte miel para que ninguna partícula se pierda. El conjunto se divide en tres partes: una para los dioses, que la guardan en túmulos celestiales; otra para los Nagas, que la guardan en túmulos subterráneos; otra para ocho reyes, que edifican en la tierra ocho monumentos, a los que acudirán generaciones de peregrinos.
Tal es, a grandes rasgos, la vida legendaria del Buddha. Antes de juzgarla, conviene recordar ciertas cosas.
Paul Deussen, en 1887, jugó con la conjetura de que los posibles habitantes de Marte mandaran a la tierra un proyectil con la historia y exposición de su filosofía y consideró el interés que despertarían esas doctrinas, sin duda tan diferentes de las nuestras. Observó después que la filosofía del Indostán, revelada en los siglos XVIII y XIX, era para nosotros no menos extraña y preciosa que la de otro planeta. Todo, efectivamente, es distinto, hasta las connotaciones de las palabras. Cuando leemos que el Buddha entró en el costado de su madre en forma de joven elefante blanco con seis colmillos, nuestra impresión es de mera monstruosidad. El seis, sin embargo, es número habitual para los hindúes, que adoran a seis divinidades llamadas las seis puertas de Brahma y que han dividido el espacio en seis rumbos: norte, sur, este, oeste, arriba, abajo. La escultura y la pintura indostánicas, por lo demás, han difundido imágenes múltiples para ilustrar la doctrina panteísta de que Dios es todos los seres. En cuanto al elefante, animal doméstico, es símbolo de mansedumbre.
Para este resumen de la leyenda del Buddha, se han consultado dos textos. El primero es el Lalitavistara, nombre que Winternitz traduce de esta manera: Minuciosa narración del juego (de un Buddha). Al estudiar la escuela del Gran Vehículo, veremos la justificación de tales palabras. La obra ha sido redactada en los primeros siglos de nuestra era. El segundo texto es el Buddhacarita, poema épico atribuido a Asvaghosha, que vivió en el primer siglo de la era cristiana. Una biografía tibetana del poeta afirma que este recorría los mercados acompañado de cantores y de cantoras, predicando la fe del Buddha al son de melancólicas endechas cuya letra y cuya música eran de su invención. El poema fue escrito en sánscrito y vertido al chino, al tibetano y, en 1894, al inglés.



[*] En busca de esta fuente es uno de los temas centrales de Kim de Kipling.
Título original: Qué es el budismo 
Jorge Luis Borges y Alicia Jurado, 1976

Luego en J. L. Borges: Obras completas en colaboración
© María Kodama 1995
©Emecé Editores 1979 y ss.

Foto: Borges en Cnel Suárez con Alicia Jurado en el Cine Cervantes. (s-d) 
El Intendente Cnel Raúl Lucio Pedernera le entrega una medalla 
que recuerda a Cnel Suárez Vía


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