24/1/17

Jorge Luis Borges: El reloj de arena






Está bien que se mida con la dura
sombra que una columna en el estío
arroja o con el agua de aquel río
en que Heráclito vio nuestra locura.
El tiempo, ya que al tiempo y al destino
se parecen los dos: la imponderable
sombra diurna y el curso irrevocable
del agua que prosigue su camino.
Está bien, pero el tiempo en los desiertos
otra sustancia halló, suave y pesada,
que parece haber sido imaginada
para medir el tiempo de los muertos.
Surge así el alegórico instrumento
de los grabados de los diccionarios,
la pieza que los grises anticuarios
relegarán al mundo ceniciento
del alfil desparejo, de la espada
inerme, del borroso telescopio,
del sándalo mordido por el opio,
del polvo, del azar y de la nada.
¿Quién no se ha demorado ante el severo
y tétrico instrumento que acompaña
en la diestra del dios a la guadaña
y cuyas líneas repitió Durero?
Por el ápice abierto el cono inverso
deja caer la cautelosa arena,
oro gradual que se desprende y llena
el cóncavo cristal de su universo.
Hay un agrado en observar la arcana
arena que resbala y que declina
y, a punto de caer, se arremolina
con una prisa que es del todo humana.
La arena de los ciclos es la misma
e infinita es la historia de la arena;
así, bajo tus dichas o tu pena,
la invulnerable eternidad se abisma.
No se detiene nunca la caída.
Yo me desangro, no el cristal. El rito
de decantar la arena es infinito
y con la arena se nos va la vida.
En los minutos de la arena creo
sentir el tiempo cósmico: la historia
que encierra en sus espejos la memoria
o que ha disuelto el mágico Leteo.
El pilar de humo y el pilar de fuego,
Cartago y Roma y su apretada guerra,
Simón Mago, los siete pies de tierra
que el rey sajón ofrece al rey noruego,
todo lo arrastra y pierde este incansable
hilo sutil de arena numerosa.
No he de salvarme yo, fortuita cosa
de tiempo, que es materia deleznable.




En El hacedor (1960)

Imagen: Albrecht Dürer: Death and the Lansquenet  (1510)
Woodcut on paper
George Khuner Collection, Bequest of Marianne Khuner, 1984 
Metropolitan Museum [+]


23/1/17

Jorge Luis Borges: El mar






El mar. El joven mar. El mar de Ulises
y el de aquel otro Ulises que la gente
del Islam apodó famosamente
Es-Sindibad del Mar. El mar de grises
olas de Erico el Rojo, alto en su proa,
y el de aquel caballero que escribía
a la vez la epopeya y la elegía
de su patria, en la ciénaga de Goa.
El mar de Trafalgar. El que Inglaterra
cantó a lo largo de su larga historia,
el arduo mar que ensangrentó de gloria
en el diario ejercicio de la guerra.
El incesante mar que en la serena
mañana surca la infinita arena.


En El oro de los tigres (1972)
Borges en el Ateneo Esteban Echeverría de San Fernando, 24 de octubre de 1975

Foto Cortesía de Esteban Gilardoni

22/1/17

Jorge Luis Borges: Sobre el "Vathek" de William Beckford








Wilde atribuye la siguiente broma a Carlyle: una biografía de Miguel Angel que omitiera toda mención de las obras de Miguel Angel. Tan compleja es la realidad, tan fragmentaria y tan simplificada la historia, que un observador omnisciente podría redactar un número indefinido, y casi infinito, de biografías de un hombre, que destacan hechos independientes y de las que tendríamos que leer muchas antes de comprender que el protagonista es el mismo. Simplifiquemos desaforadamente una vida: imaginemos que la integran trece mil hechos. Una de las hipotéticas biografías registraría la serie 11, 22, 33…; otra, la serie 9, 13, 17, 21..; otra, la serie 3, 12, 21, 30, 39… No es inconcebible una historia de los sueños de un hombre; otra, de los órganos de su cuerpo; otra, de las falacias cometidas por él; otra, de todos los momentos en que se imaginó las pirámides; otra, de su comercio con la noche y con las auroras. Lo anterior puede parecer meramente quimérico; desgraciadamente, no lo es. Nadie se resigna a escribir la biografía literaria de un escritor, la biografía militar de un soldado; todos prefieren la biografía genealógica, la biografía económica, la biografía psiquiátrica, la biografía quirúrgica, la biografía tipográfica. Setecientas páginas en octavo comprende cierta vida de Poe; el autor, fascinado por los cambios de domicilio, apenas logra rescatar un paréntesis para el "Maelstrom" y para la cosmogonía de Eureka. Otro ejemplo: esta curiosa revelación del prólogo de una biografía de Bolívar: «En este libro se habla tan escasamente de batallas como en el que el mismo autor escribió sobre Napoleón». La broma de Carlyle predecía nuestra literatura contemporánea: en 1943 lo paradójico es una biografía de Miguel Angel que tolere alguna mención de las obras de Miguel Angel.
El examen de una reciente biografía de William Beckford (1760-1844) me dicta las anteriores observaciones. William Beckford, de Fonthill, encarnó un tipo suficientemente trivial de millonario, gran señor, viajero, bibliófilo, constructor de palacios y libertino; Chapman, su biógrafo, desentraña (o procura desentrañar) su vida laberíntica, pero prescinde de un análisis de Vathek, novela a cuyas últimas diez páginas William Beckford debe su gloria.
He confrontado varias críticas de Vathek. El prólogo que Mallarmé redactó para su reimpresión de 1876, abunda en observaciones felices (ejemplo: hace notar que la novela principia en la azotea de una torre desde la que se lee el firmamento, para concluir en un subterráneo encantado), pero está escrito en un dialecto etimológico del francés, de ingrata o imposible lectura. Belloc (A Conversation with an Angel, 1928) opina sobre Beckford sin condescender a razones; equipara su prosa a la de Voltaire y lo juzga uno de los hombres más viles de su época, one of the vilest men of his time. Quizá el juicio más lúcido es el de Saintsbury, en el undécimo volumen de la Cambridge History of English Literature.
Esencialmente la fábula de Vathek no es compleja. Vathek (Harún Benalmotásim Vatiq Bilá, noveno califa abasida) erige una torre babilónica para descifrar los planetas. Estos le auguran una sucesión de prodigios, cuyo instrumento será un hombre sin par, que vendrá de una tierra desconocida. Un mercader llega a la capital del imperio: su cara es tan atroz que los guardias que lo conducen ante el califa avanzan con los ojos cerrados. El mercader vende una cimitarra al califa; luego desaparece. Grabados en la hoja hay misteriosos caracteres cambiantes que burlan la curiosidad de Vathek. Un hombre (que luego desaparece también) los descifra; un día significan: Soy la menor maravilla de una región donde todo es maravilloso y digno del mayor príncipe de la tierra; otro: Ay de quien temerariamente aspira a saber lo que debería ignorar. El califa se entrega a las artes mágicas; la voz del mercader, en la oscuridad, le propone abjurar la fe musulmana y adorar los poderes de las tinieblas. Si lo hace, le será franqueado el Alcázar del Fuego Subterráneo. Bajo sus bóvedas podrá contemplar los tesoros que los astros le prometieron, los talismanes que sojuzgan el mundo, las diademas de los sultanes preadamitas y de Suleimán Bendaúd. El ávido califa se rinde; el mercader le exige cuarenta sacrificios humanos. Transcurren muchos años sangrientos; Vathek, negra de abominaciones el alma, llega a una montaña desierta. La tierra se abre; con terror y con esperanza, Vathek baja hasta el fondo del mundo. Una silenciosa y pálida muchedumbre de personas que no se miran erra por las soberbias galerías de un palacio infinito. No le ha mentido el mercader: el Alcázar del Fuego Subterráneo abunda en esplendores y en talismanes, pero también es el Infierno. (En la congénere historia del doctor Fausto, y en las muchas leyendas medievales que la prefiguraron, el Infierno es el castigo del pecador que pacta con los dioses del Mal; en ésta es el castigo y la tentación.)
Saintsbury y Andrew Lang declaran o sugieren que la invención del Alcázar del Fuego Subterráneo es la mayor gloria de Beckford. Yo afirmo que se trata del primer Infierno realmente atroz de la literatura[*]. Arriesgo esta paradoja: el más ilustre de los avernos literarios, el dolente regno de la Comedia, no es un lugar atroz; es un lugar en el que ocurren hechos atroces. La distinción es válida.
Stevenson (A Chapter on Dreams) refiere que en los sueños de la niñez lo perseguía un matiz abominable del color pardo; Chesterton (The Man who was Thursday, IV) imagina que en los confines occidentales del mundo acaso existe un árbol que ya es más, y menos, que un árbol, y en los confines orientales, algo, una torre, cuya sola arquitectura es malvada. Poe, en el Manuscrito encontrado en una botella, habla de un mar austral donde crece el volumen de la nave como el cuerpo viviente del marinero; Melville dedica muchas páginas de Moby Dick a dilucidar el horror de la blancura insoportable de la ballena… He prodigado ejemplos; quizá hubiera bastado observar que el Infierno dantesco magnifica la noción de una cárcel; el de Beckford, los túneles de una pesadilla. La Divina Comedia es el libro más justificable y más firme de todas las literaturas: Vathek es una mera curiosidad, the perfume and suppliance of a minute; creo, sin embargo, que Vathek pronostica, siquiera de un modo rudimentario, los satánicos esplendores de Thomas de Quincey y de Poe, de Charles Baudelaire y de Huysmans. Hay un intraducible epíteto inglés, el epíteto uncanny, para denotar el horror sobrenatural; ese epíteto (unheimlich en alemán) es aplicable a ciertas páginas de Vathek; que yo recuerde, a ningún otro libro anterior.
Chapman indica algunos libros que influyeron en Beckford: la Bibliothéque Orientale, de Barthélemy d'Herbelot; los Quatre Facardins, de Hamilton; La Princesa de Babylone, de Voltaire; las siempre denigradas y admirables Mille et une Nuits, de Galland. Yo complementaría esa lista con las Carceri d'invenzione, de Piranesi; aguafuertes alabadas por Beckford, que representan poderosos palacios, que son también laberintos inextricables. Beckford, en el primer capítulo de Vathek, enumera cinco palacios dedicados a los cinco sentidos; Marino, en el Adone, ya había descrito cinco jardines análogos.
Sólo tres días y dos noches del invierno de 1782 requirió William Beckford para redactar la trágica historia de su califa. La escribió en idioma francés; Henley la tradujo al inglés en 1785. El original es infiel a la traducción; Saintsbury observa que el francés del siglo XVIII es menos apto que el inglés para comunicar los «indefinidos horrores» (la frase es de Beckford) de la singularísima historia.
La versión inglesa de Henley figura en el volumen 856 de la Everyman's Library; la editorial Perrin, de París, ha publicado el texto original, revisado y prologado por Mallarmé. Es raro que la laboriosa bibliografía de Chapman ignore esa revisión y ese prólogo.

Buenos Aires, 1943




[*] De la literatura, he dicho, no de la mística: el electivo Infierno de Swedenborg —De coelo et inferno, 545, 554— es de fecha anterior. 

En Otras inquisiciones (1952)

William (Thomas) Beckford, by Sir Joshua Reynolds, 1782 
NPG 5340 - © National Portrait Gallery, London 
© National Portrait Gallery, London Purchased
1980 Primary Collection NPG 5340

Abajo: Portadilla Vathek, London, 1815

Véase también Vathek


21/1/17

Jorge Luis Borges: Patrias






Quiero la casa baja;
la casa que enseguida llega al cielo,
la casa que no aguante otros altos que el aire.
Quiero la casa grande,
la orillada de un patio
con sus leguas de cielo y su jeme de pampa.
Quiero el tiempo allanado:
el tiempo con baldíos de ansiar y no hacer nada.
Quiero el tiempo hecho plaza,
no el día picaneado por los relojes yanquis
sino el día que miden despacito los mates.
Quiero la novia clara:
firmeza de la dicha, corazón de la gracia,
quiero su carne nueva que la sombra no apaga.
Quiero la novia que sea luego la esposa,
que sienta que las cosas están por el amor,
no el amor en las cosas.
Quiero casi la gloria:
quiero ver en los otros alargarse mi gesto
como la luna sola que está en muchos espejos.
Quiero tener aljibe donde acudan los otros
y que mi agua de cielo les alegre los cántaros
y que alguna muchacha venga a verse en el pozo.
Quiero la calle mansa
con las balaustraditas repartiéndose el cielo
y los buenos zaguanes rogados de esperanza.
Quiero la calle huraña
que desgarren la puesta del sol y la salida.
Quiero esa calle Plaza que me llevó a la dicha.
(Mientras, ...sigan viviéndome
la dicha que la Quica tiene en sus ojos grandes
y la guitarra austera de Ricardo Güiraldes).


En Luna de enfrente (1925), suprimido en ediciones ulteriores
Luego en Textos Recobrados 1919-1929 (2007)
Foto 'Esto es Buenos Aires' según Jorge Luis Borges
Horacio Coppola, 1931, ©Sucesión de Horacio Coppola

20/1/17

Jorge Luis Borges: Demonios del judaísmo / Los Demonios de Swedenborg








Demonios del judaísmo

Entre el mundo de la carne y del espíritu, la superstición judaica presuponía un orbe que habitaban ángeles y demonios. El censo de su población excedía las posibilidades de la aritmética. Egipto, Babilonia y Persia contribuyeron, a lo largo del tiempo, a la formación de ese orbe fantástico. Acaso por influjo cristiano (sugiere Trachtenberg) la Demonología o Ciencia de los Demonios importó menos que la Angelología o Ciencia de los Ángeles.
Nombremos, sin embargo, a Keteh Merirí, Señor del Medio Día y de los Calurosos Veranos. Unos niños que iban a la escuela se encontraron con él; todos murieron salvo dos. Durante el siglo XIII la Demonología Judaica se pobló de intrusos latinos, franceses y alemanes, que acabaron por confundirse con los que registra el Talmud.

Los Demonios de Swedenborg

Los Demonios de Emmanuel Swedenborg (1688-1772) no constituyen una especie; proceden del género humano. No están felices en esa región de pantanos, de desierto, de selvas, de aldeas arrasadas por el fuego, de lupanares, y de oscuras guaridas, pero en el Cielo serían más desdichados. A veces un rayo de luz celestial les llega desde lo alto; los Demonios lo sienten como una quemadura y como un hedor fétido. Se creen hermosos, pero muchos tienen caras bestiales o caras que son meros trozos de carne o no tienen caras. Viven en el odio recíproco y en la armada violencia; si se juntan lo hacen para destruirse o para destruir a alguien. Dios prohíbe a los hombres y a los ángeles trazar un mapa del Infierno, pero sabemos que su forma general es la de un Demonio. Los Infiernos más sórdidos y atroces están en el oeste.





En El libro de los seres imaginarios (1967)
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Foto: Captura del documental Borges. El eterno retorno de Patricia Enis y Fernando Flores
Abajo:Margarita Guerrero en portada de su El huérfano del mar



19/1/17

Jorge Luis Borges: Límites






Hay una línea de Verlaine que no volveré a recordar,
hay una calle próxima que está vedada a mis pasos,
hay un espejo que me ha visto por última vez,
hay una puerta que he cerrado hasta el fin del mundo.
Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos)
hay alguno que ya nunca abriré.
Este verano cumpliré cincuenta años;
la muerte me desgasta, incesante.
De Inscripciones (Montevideo, 1923) de Julio Platero Haedo*


*Heterónimo de Jorge Luis Borges [Nota de Florencia Giani]

En El hacedor (1960)
Foto: Borges luego de dictar la conferencia Todos nuestros ayeres, San Fernando 27 de octubre 1971
Cortesía de Esteban Gilardoni

18/1/17

Adolfo Bioy Casares: "Borges" (Jueves 20 de julio de 1972). Manuel Puig y Severo Sarduy







Comen en casa Borges y Manuel Puig. Borges me propone que leamos textos para el concurso de Emecé (del que soy jurado; él, no). Acepto, agradecido. Comenta: «We are not at the mercy of genius». Aparece un cuento con una cópula. «No van a querer premiarlo —dice—. Es bueno, pero no pueden premiarlo.» Pueden premiarlo: la escena no es tremenda ni excepcional; pero el cuento es mediocre. Borges es muy sensible a los géneros: una historia fantástica le gusta; una novela realista lo aburre, aunque la primera sea peor que la segunda. 
BIOY (a Puig): «Te felicito por el artículo de L'Express». PUIG: «Nooo. Qué hooorror. Tenía que salir con fotografííía. Un artículo sin foto es otra cosa, no marcha». BIOY (a Borges): «En L'Express hay un artículo muy elogioso sobre un libro de Puig». PUIG (para ser amable con Borges): «En el artículo lo nooombran. Citan una frase suya sobre los tangos». BORGES: «Nunca debí escribir sobre los tangos. Estoy condenado a que citen siempre cosas que dije en momentos, bueno, que tal vez no fueron de la mayor sinceridad. Estoy pagando esas debilidades...» PUIG (a mí): «Tenés que leerle a Borges párrafos del libro de Sarduy.1 Está muy bien. Da una enviiidia». BORGES: «¿De quién es el libro?» PUIG: «De Sarduy, un chico cubano que tiene un éxito bárbaro en París». BORGES: «Un éxito en París equivale al fracaso. ¿Qué significa tener éxito en París? Nada. Todo el mundo sabe que allí las cosas ocurren por moda. Lo que hoy aplauden mañana olvidan. La moda de hoy no es más inteligente que la de ayer; triunfa por estar de moda». PUIG: «No sé. A mí me parece muy bien que en este mundo horrible de hoy un buen escritor pueda vivir de sus libros, como cualquier comerciante. Yo me alegro de que un chico como Sarduy tenga éxito en París». BORGES: «Los escritores hoy son comerciantes. (Pausa) Por su profesión, todo escritor pertenece a la clase media... Hablando mal de Suiza, Gudiño Kieffer me dijo: "Es un país de burgueses". Respondí: "¿Qué prefiere usted? ¿Un país de pordioseros? ¿Un país de millonarios? Yo creo que si usted piensa comprenderá que usted mismo quiere que todos los países sean de burgueses".2 No piensa nada: tiene una idea romántica de las cosas. Si lo que desea son desgracias y peligros, ya le llegarán. Y estupideces e injusticias. "Pero no es una gran potencia", dijo Gudiño. "Mejor para ellos." "Yo quiero que mi país sea una gran potencia." "¿Ha pensado en lo odiosos que vamos a ser, con nuestro nacionalismo? Lo importante es que la gente sea feliz. No creo que en una gran potencia la gente sea indefectiblemente feliz."»


1. Cobra: la historia de un maricón; Borges no aguantaría la lectura (Nota de ABC).
2. Para la discusión entre Borges y Eduardo Gudiño Kieffer, véase La Nación 6/8/72.

En Bioy Casares, Adolfo: Borges
Edición al cuidado de Daniel Martino
Barcelona: Ediciones Destino ("Imago Mundi"), 2006


Imagen: Jorge Luis Borges escucha a Severo Sarduy en París, en 1982 Foto: Pepe Fernández
Fuente


17/1/17

Jorge Luis Borges: El gaucho







Hijo de algún confín de la llanura
abierta, elemental, casi secreta,
tiraba el firme lazo que sujeta
al firme toro de cerviz oscura.

Se batió con el indio y con el godo,
murió en reyertas de baraja y taba;
dio su vida a la patria, que ignoraba,
y así perdiendo, fue perdiendo todo.

Hoy es polvo de tiempo y de planeta;
nombres no quedan, pero el nombre dura.
Fue tantos otros y hoy es una quieta
pieza que mueve la literatura.

Fue el matrero, el sargento y la partida.
Fue el que cruzó la heroica cordillera.
Fue soldado de Urquiza o de Rivera,
lo mismo da. Fue el que mató a Laprida.

Dios le quedaba lejos. Profesaron
la antigua fe del hierro y del coraje,
que no consiente súplicas ni gaje.
Por esa fe murieron y mataron.

En los azares de la montonera
murió por el color de una divisa;
fue el que no pidió nada, ni siquiera
la gloria, que es estrépito y ceniza.

Fue el hombre gris que, oscuro en la pausada
penumbra del galpón, sueña y matea,
mientras en el Oriente ya clarea
la luz de la desierta madrugada.

Nunca dijo: Soy gaucho. Fue su suerte
no imaginar la suerte de los otros.
No menos ignorante que nosotros,
no menos solitario, entró en la muerte.


En El oro de los tigres (1972)
Borges en San Fernando, 27 de octubre de 1971, fotografía de sus manos
Cortesía de Esteban Gilardoni

16/1/17

Jorge Luis Borges: Ricardo Güiraldes






Nadie podrá olvidar su cortesía;
era la no buscada, la primera
forma de su bondad, la verdadera
cifra de un alma clara como el día.
No he de olvidar tampoco la bizarra
serenidad, el fino rostro fuerte,
las luces de la gloria y de la muerte,
la mano interrogando la guitarra.
Como en el puro sueño de un espejo
(tú eres la realidad, yo su reflejo)
te veo conversando con nosotros
en Quintana. Ahí estás, mágico y muerto.
Tuyo, Ricardo, ahora es el abierto
campo de ayer, el alba de los potros.




En Elogio de la sombra (1969)
Imagen: Café Royal-Keller. Grupo Florida
Caricaturas de Borges, Evar Méndez, Oliverio Girondo, 
Macedonio Fernández y Ricardo Güiraldes, entre otros
Fuente: CeDInCi


15/1/17

Jorge Luis Borges: El mar







Antes que el sueño (o el terror) tejiera
mitologías y cosmogonías,
antes que el tiempo se acuñara en días,
el mar, el siempre mar, ya estaba y era.
¿Quién es el mar? ¿Quién es aquel violento
y antiguo ser que roe los pilares
de la tierra y es uno y muchos mares
y abismo y resplandor y azar y viento?
Quien lo mira lo ve por vez primera,
siempre. Con el asombro que las cosas
elementales dejan, las hermosas
tardes, la luna, el fuego de una hoguera.
¿Quién es el mar, quién soy? Lo sabré el día
ulterior que sucede a la agonía.


En El otro, el mismo (1964)
Borges en el Ateneo Esteban Echeverría, San Fernando, 24 de octubre de 1975
Foto cortesía de Esteban Gilardoni


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