15/12/16

Jorge Luis Borges: Definición del germanófilo







13 de diciembre de 1940


Los implacables detractores de la etimología razonan que el origen de las palabras no enseña lo que éstas significan ahora; los defensores pueden replicar que enseña, siempre, lo que éstas ahora no significan. Enseña, verbigracia, que los pontífices no son constructores de puentes; que las miniaturas no están pintadas al minio; que la materia del cristal no es el hielo; que el leopardo no es un mestizo de pantera y de león; que un candidato puede no haber sido blanqueado; que los sarcófagos no son lo contrario de los vegetarianos; que los aligatores no son lagartos; que las rúbricas no son rojas como el rubor; que el descubridor de América no es Américo Vespucci y que los germanófilos no son devotos de Alemania.

Lo anterior no es una falsedad, ni siquiera una exageración. He tenido el candor de conversar con muchos germanófilos argentinos; he intentado hablar de Alemania y de lo indestructible alemán; he mencionado a Hölderlin, a Lutero, a Schopenhauer o a Leibnitz; he comprobado que el interlocutor "germanófilo" apenas identificaba esos nombres y prefería hablar de un archipiélago más o menos antártico que descubrieron en 1592 los ingleses y cuyas relaciones con Alemania no he percibido aún. 

La ignorancia plenaria de lo germánico no agota, sin embargo, la definición de nuestros germanófilos. Hay otros rasgos privativos, quizá tan necesarios como el primero. Uno de ellos: al germanófilo le entristece muchísimo que las compañías de ferrocarriles de cierta república sudamericana tengan accionistas ingleses. También le apesadumbran los rigores de la guerra sudafricana de 1902. Es, asimismo, antisemita; quiere expulsar de nuestro país a una comunidad eslavogermánica en la que predominan apellidos de origen alemán (Rosenblatt, Gruenberg, Nierenstein, Lilienthal) y que habla un dialecto alemán: el yiddish o juedisch.

De lo anterior cabría tal vez inferir que el germanófilo es realmente un anglófobo. Ignora con perfección a Alemania, pero se resigna al entusiasmo por un país que combate a Inglaterra. Ya veremos que tal es la verdad, pero no toda la verdad, ni siquiera su parte significativa. Para demostrarlo reconstruiré, reduciéndola a lo esencial, una conversación que he tenido con muchos germanófilos, y en la que juro no volver a incurrir, porque el tiempo otorgado a los mortales no es infinito y el fruto de esas conferencias es vano.

Invariablemente mi interlocutor ha empezado por condenar el Pacto de Versalles, impuesto por la mera fuerza a Alemania en 1919. Invariablemente yo he ilustrado ese fallo condenatorio con un texto de Wells o de Bernard Shaw, que denunciaron en la hora de la victoria ese documento implacable. El germanófilo no ha rehusado nunca ese texto. Ha proclamado que un país victorioso debe prescindir de la opresión y de la venganza. Ha proclamado que era natural que Alemania quisiera anular ese ultraje. Yo he compartido su opinión. Después, inmediatamente después, ha ocurrido lo inexplicable. Mi prodigioso interlocutor ha razonado que la antigua injusticia padecida por Alemania la autoriza en 1940 a destruir no sólo a Inglaterra y a Francia (¿por qué no a Italia?), sino también a Dinamarca, a Holanda, a Noruega: libres de toda culpa en esa injusticia. En 1919 Alemania fue maltratada por enemigos: esa todopoderosa razón le permite incendiar, arrasar, conquistar todas las naciones de Europa y quizá del orbe... El razonamiento es monstruoso, como se ve.

Tímidamente yo señalo ese monstruo a mi interlocutor. Este se burla de mis anticuados escrúpulos y alega razones jesuíticas o nietzscheanas: el fin justifica los medios, la necesidad carece de ley, no hay otra ley que la voluntad del más fuerte, el Reich es fuerte, la aviación del Reich ha destruido a Coventry, etcétera. Yo murmuro que me resigno a pasar de la moral de Jesús a la de Zarathustra o de Hormiga Negra, pero que nuestra rápida conversión nos prohíbe apiadarnos de la injusticia que en 1919 sufre Alemania. En esa fecha que él no quiere olvidar, Inglaterra y Francia eran fuertes; no hay otra ley que la voluntad de los fuertes; por consiguiente, esas naciones calumniadas procedieron muy bien al querer hundir a Alemania, y no cabe aplicarles otra censura que la de haber estado indecisas (y hasta culpablemente piadosas) en la ejecución de ese plan. Desdeñando esas áridas abstracciones, mi interlocutor inicia o esboza el panegírico de Hitler: varón providencial cuyos infatigables discursos predican la extinción de todos los charlatanes y demagogos, y cuyas bombas incendiarias, no mitigadas por palabreras declaraciones de guerra, anuncian desde el firmamento la ruina de los imperialismos rapaces. Después, inmediatamente después, ocurre el segundo prodigio. Es de naturaleza moral y es casi increíble.

Descubro, siempre, que mi interlocutor idolatra a Hitler, no a pesar de las bombas cenitales y de las invasiones fulmíneas, de las ametralladoras, de las delaciones y de los perjurios, sino a causa de esas costumbres y de esos instrumentos. Le alegra lo malvado, lo atroz. La victoria germánica no le importa; quiere la humillación de Inglaterra, el satisfactorio incendio de Londres. Admira a Hitler como ayer admiraba a sus precursores en el submundo criminal de Chicago. La discusión resulta imposible porque las fechorías que imputo a Hitler son encantos y méritos para él. Los apologistas de Artigas, de Ramírez, de Quiroga, de Rosas o de Urquiza disculpan o mitigan sus crímenes; el defensor de Hitler deriva de ellos un deleite especial. El hitlerista, siempre, es un rencoroso, un adorador secreto, y a veces público, de la "viveza" forajida y de la crueldad. Es, por penuria imaginativa, un hombre que postula que el porvenir no puede diferir del presente, y que Alemania, victoriosa hasta ahora, no puede empezar a perder. Es el hombre ladino que anhela estar de parte de los que vencen.

No es imposible que Adolf Hitler tenga alguna justificación; sé que los germanófilos no la tienen.



En Textos cautivos (1986)
Foto: Borges en su casa en 1981
por Eduardo Di Baia/AP



14/12/16

Jorge Luis Borges: Los dones






Le fue dada la música invisible
que es don del tiempo y que en el tiempo cesa;
le fue dada la trágica belleza,
le fue dado el amor, cosa terrible.

Le fue dado saber que entre las bellas
mujeres de la tierra sólo hay una;
pudo una tarde descubrir la luna
y con la luna el álgebra de estrellas.

Le fue dada la infamia. Dócilmente
estudió los delitos de la espada,
la ruina de Cartago, la apretada
batalla del Oriente y del Poniente.

Le fue dado el lenguaje, esa mentira,
le fue dada la carne, que es arcilla,
le fue dada la obscena pesadilla
y en el cristal el otro, el que nos mira.

De los libros que el tiempo ha acumulado
le fueron concedidas unas hojas;
de Elea, unas contadas paradojas,
que el desgaste del tiempo no ha gastado.

La erguida sangre del amor humano
(la imagen es de un griego) le fue dada
por Aquel cuyo nombre es una espada
y que dicta las letras a la mano.

Otras cosas le dieron y sus nombres:
el cubo, la pirámide, la esfera,
la innumerable arena, la madera
y un cuerpo para andar entre los hombres.

Fue digno del sabor de cada día;
tal es tu historia, que es también la mía.


En Atlas (1984)
Foto:  Jorge Luis Borges, Montevideo, 1982, durante una filmación para la BBC
Foto ©El País, Uruguay


13/12/16

Jorge Luis Borges: La vuelta a Buenos Aires








Otra vez en mi derredor la ciudad se dispersa en arrabal como bandera gironada.
Otra vez alcanzables por los ojos padecen las estrellas como en la cercanía
     de amorosa mano hay caricias.
Está su límpido desvelo sobre la bondad de los patios y la hurañía de las verjas agrestes.
En mis miradas el recuerdo de largo cielo y mar; en los oídos el tropel de huraños vocablos.
Y la noche tan sola como mi corazón sin arrimo.
La ineficaz incantanción de mis versos ha enmudecido como la misma olvidanza.
En este sitio apalabré felicidades a mis ventura[s], encandiladas y ágiles como las liviana[s] enseñas.
Desdeñador de limpia soledad, hecho tan ávido como la carne el espíritu.
Enmarañada en esperanzas el alma como la diestra del varón en crenchas de mujer.
En ti, villa de antaño, hoy se lamenta mi soledad pordiosera.
Arduo silencio brota donde yo puse generosidad de esperar.
Son forasteros en mi carne los besos y único el viento es abrazador de mi tronco.
Ya no sabe amor de mi sombra.
Yo te rezé [sic] mis palabras todas, mi patria, y me ves tan aislado como el viento.
Acaso todos me dejaron para que te quisiese sólo a vos:
Visión de calles doloridas: mi Buenos Aires, mi contemplación, mi vagancia.



Luna de enfrente, Buenos Aires, Editorial Proa, 1925
Poema excluido por Borges en la edición de 1943

En Textos recobrados 1919-1929 (1997)
Buenos Aires, Sudamericana, 2011


Nota de esta edición:
Luna de enfrente, 1925, contenía veintisiete poemas. Al reeditar su poesía en 1943 Borges excluyó: "Tarde cualquiera", "La vuelta a Buenos Aires", "A la calle Serrano", "Patrias", "Soleares", "Por los viales de Nimes", "El año cuarenta" y "En Villa Alvear". Incluimos a continuación estos ocho poemas que no fueron publicados en revistas antes de la primera edición del libro. Publicamos también las primeras versiones editadas de "Los llanos" (pág. 182), 'Jactancia de quietud", "Singladura" y "A Rafael Cansinos Assens" (págs. 196-197), "Montevideo" (pág. 199), "Dualidad en una despedida" (pág. 203) y "Antelación de amor" (pág. 204). Los restantes poemas que integraban la primera edición de Luna de enfrente fueron corregidos por Borges a lo largo del tiempo; puede encontrarse su última versión en Luna de enfrente y Cuaderno San Martín, Buenos Aires, Emecé Editores, 3a edición, 1995.El colofón de Luna de enfrente dice: "Este libro se acabó de imprimir el día 4 de Noviembre de 1925 en los talleres de G. Ricordi e C. que tienen su residencia en Buenos Aires. Calle Bolívar, 1610".

Imagen: Borges y María Kodama en New York
Foto de Pedro Meyer [+] Sitio oficial



12/12/16

Jorge Luis Borges: Prólogo a "El Paso de los Libres" de Arturo Jauretche







La patriada (que no se debe confundir con el cuartelazo, prudente operación comercial de éxito seguro) es uno de los pocos rasgos decentes de la odiosa historia de América. Si fracasa, le dicen chirinada —y casi nunca deja de fracasar. En el benigno ayer, el estanciero le prestaba sus peones (y alguna vez su vida o la de sus hijos) con esperanza razonable de triunfo, o sino de olvido y postergación; ahora el ferrocarril, los aeroplanos, el chismoso telégrafo* y la ametralladora versátil, aseguran el pronto desempeño de la expedición punitiva y la vindicación del Orden. En la patriada actual, cabe decir que está descontado el fracaso: un fracaso amargado por la irrisión. Sus hombres corren el albur de la muerte, de una muerte que será decretada insignificante. La muerte, siéndolo todo, es nada: también los amenazan el destierro, la escasez, la caricatura y el régimen carcelario. Afrontarlos, demanda un coraje particular. El fracaso previsto y verosímil borra los contactos de la patriada con las operaciones militares de orden común, sólo atentas a la victoria, y la aproxima al duelo, que excluye enteramente las ideas de ganar o perder —sin que ello importe tolerar la menor negligencia, o escatimar coraje—. Ya lo dice Jauretche, en una de sus estrofas más firmes:

En cambio murió Ramón 
jugando a risa la herida: 
siendo grande la ocasión 
lo de menos es la vida.

Recordemos que ese Ramón Hernández murió de veras y que el poeta que labró más tarde la estrofa compartió con el hombre que murió esa madrugada y esa batalla. El hecho, en sí, es patético. Yo pienso en los corteses cantores de Islandia y de Noruega, diestros en artes de piratería también; yo pienso en el capitán Hilario Ascasubi "cantando y combatiendo los tiranos del Río de la Plata". 
No en vano he mencionado ese nombre. El Paso de los libres está en la tradición de Ascasubi —y del también conspirador José Hernández. La adecuación de la manera de esos poetas al episodio actual es tan feliz que no delata el menor esfuerzo. La tradición, que para muchos es una traba, ha sido un instrumento venturoso para Jauretche. Le ha permitido realizar obra viva, obra que el tiempo cuidará de no preterir, obra que merecerá —yo lo creo— la amistad de las guitarras y de los hombres. 

Salto Oriental, noviembre 22 de 1934.








*En el prólogo de Ediciones Coyoacán, Buenos Aires, 1960, dice "teléfono".

En: Jauretche, Arturo; El Paso de los LibresEditorial "La Boina Blanca",  Buenos Aires,  (1934)
Y en: Jauretche, Arturo;  El Paso de los Libres, Ediciones Coyoacán,  Buenos Aires, (1960). 
Jauretche, Arturo; El Paso de los Libres, Ediciones Corregidor,  Buenos Aires,  (1992).
Luego en: Textos Recobrados 1931-1955 (2007)
Portadilla y cover de la primera edición

11/12/16

Jorge Luis Borges: El ápice







No te habrá de salvar lo que dejaron
escrito aquellos que tu miedo implora;
no eres los otros y te ves ahora
centro del laberinto que tramaron

tus pasos. No te salva la agonía
de Jesús o de Sócrates ni el fuerte
Siddharta de oro que aceptó la muerte
en un jardín, al declinar el día.

Polvo también es la palabra escrita
por tu mano o el verbo pronunciado
por tu boca. No hay lástima en el Hado

y la noche de Dios es infinita.
Tu materia es el tiempo, el incesante
tiempo. Eres cada solitario instante.




En La cifra  (1981)
Imagen: Wall Poem, Leiden: Jorge Luis Borges, El Apice
Groenhovenstraat 18, Leiden, The Netherlands
Crédito: I Harsten, 2008



10/12/16

Jorge Luis Borges: Edgar Allan Poe










Detrás de  Poe (como detrás de Swift, de Carlyle, de Almafuerte) hay una neurosis. Interpretar su obra en función de esa anomalía puede ser abusivo o legítimo. Es abusivo cuando se alega la neurosis para invalidar o negar la obra; es legítimo cuando se busca en la neurosis un medio para entender su génesis. Arthur Schopenhauer ha escrito que no hay circunstancia de nuestra vida que no sea voluntaria; en la neurosis, como en otras desdichas, podemos ver un artificio del individuo para lograr un fin. La neurosis de Poe le habría servido para renovar el cuento fantástico, para multiplicar las formas literarias del horror. También cabría decir que Poe sacrificó la vida a la obra, el destino mortal al destino póstumo.
Nuestro siglo es más desventurado que el XIX; a ese triste privilegio se debe que los infiernos elaborados ulteriormente (por Henry James, por Kafka) sean más complejos y más íntimos que el de Poe. La muerte y la locura fueron los símbolos de que éste se valió para comunicar su horror de la vida; en sus libros tuvo que simular que vivir es hermoso y que lo atroz es la destrucción de la vida, por obra de la muerte y de la locura. Tales símbolos atenúan su sentimiento; para el pobre Poe el mero hecho de existir era atroz. Acusado de imitar la literatura alemana, pudo responder, con verdad: El terror no es de Alemania, es del alma .
Harto más firme y duradera que las poesías de Poe es la figura de Poe como poeta, legada a la imaginación de los hombres. (Lo mismo ocurre con Lord Byron, tal vez con Goethe). Algún verso memorable Was it not Fate, that, on this July midnight honra y acaso justifica sus páginas; lo demás es mera trivialidad, sensiblería, mal gusto, débiles remedos de Thomas Moore.
Aldous Huxley se ha distraído vertiendo al singular dialecto de Poe alguna estrofa sentenciosa de Milton; el resultado es lamentable, si bien cabría objetar que un párrafo de El escarabajo de oro o de Berenice , traducido a la inextricable prosa del Tetrachordon , lo sería aún más. Nuestra imagen de Poe, la de un artífice que premedita y ejecuta su obra con lenta lucidez, al margen del favor popular, procede menos de las piezas de Poe que de la doctrina que enuncia en el ensayo The philosophy of composition. De esa doctrina, no de Dreamland o de Israfel, se derivan Mallarmé y Paul Valéry.
Poe se creía poeta, sólo poeta, pero las circunstancias lo llevaron a escribir cuentos, y esos cuentos a cuya escritura se resignó y que debió encarar como tareas ocasionales son su inmortalidad. En algunos (La verdad sobre el caso del Sr. Valdemar, Un descenso al Maelström) brilla la invención circunstancial; otros (Ligeia, La máscara de la Muerte Roja, Eleonora) prescinden de ella con soberbia y con inexplicable eficacia. De otros (Los crímenes en la Rue Morgue, La carta robada) procede el caudaloso género policial que hoy fatiga las prensas y que no morirá del todo, porque también lo ilustran Wilkie Collins y Stevenson y Chesterton. Detrás de todos, animándolos, dándoles fantástica vida, están la angustia y el terror de Edgar Allan Poe.
Espejo de las arduas escuelas que ejercen el arte solitario y no quieren ser voz de los muchos, padre de Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valéry, Poe indisolublemente pertenece a la historia de las letras occidentales, que no se comprende sin él. También, y esto es más importante y más íntimo, pertenece a lo intemporal y a lo eterno, por algún verso y por muchas páginas incomparables. De éstas yo destacaría las últimas del Relato de Arthur Gordon Pym de Nantucket, que es una sistemática pesadilla cuyo tema secreto es el color blanco.
Shakespeare ha escrito que son dulces los empleos de la adversidad; sin la neurosis, el alcohol, la pobreza, la soledad irreparable, no existiría la obra de Poe. Esto creó un mundo imaginario para eludir un mundo real; el mundo que soñó perdurará, el otro es casi un sueño.
Inaugurada por Baudelaire, y no desdeñada por Shaw, hay la costumbre pérfida de admirar a Poe contra los Estados Unidos, de juzgar al poeta como un ángel extraviado, para su mal, en ese frío y ávido infierno. La verdad es que Poe hubiera padecido en cualquier país. Nadie, por lo demás, admira a Baudelaire contra Francia o a Coleridge contra Inglaterra.


En La Nación, Buenos Aires, 2 de octubre de 1949
Y en La Nación, Buenos Aires, 25 de agosto de 1999
Luego en Textos Recobrados 1931-1955 (2007)
Retrato de Jorge Luis Borges, Foto ©Archivo El Universal México


9/12/16

Jorge Luis Borges: Soneto para un tango en la nochecita







¿Quién se lo dijo todo al tango querenciero
cuya dulzura larga con amor me detuvo
frente a unos balconcitos de destino modesto
de ese barrio con árboles que ni siquiera es tuyo?

Lo cierto es que en su pena vi un corralón austero
que vislumbré hace meses en un vago suburbio
y entre cuyos tapiales hubo todo el poniente.
Lo cierto es que al oírlo te quise más que nunca.

Arrimado a la música me quedé en la vereda
frente a la sola luna, corazón de la calle
y entre el viento larguero que pasó arreando noche.

El infinito tango me llevaba hacia todo.
A las estrellas nuevas. Al azar de ser hombre.
Y a ese claro recuerdo que buscan bien mis ojos.




Publicado originalmente en Caras y Caretas
(Buenos Aires, año 29, N° 1432, 3 de marzo de 1926)
Luego en Textos Recobrados 1919-1929 (2007)


Imagen: Dibujo de Borges por  Norah Borges en 1926 Vía





8/12/16

Jorge Luis Borges: Dualidá en una despedida







Tarde que socavó nuestro adiós.
Tarde acerada y deleitosa y monstruosa como un ángel oscuro.
Tarde cuando vivieron nuestros labios en la desnuda intimidad de los besos.
El tiempo inevitable se desbordaba sobre el abrazo inútil.
Prodigábamos pasión juntamente, no para nosotros sino para la soledad ya inmediata [cercana]*.
Nos rechazó la luz; la noche había llegado con urgencia.
Fuimos hasta la verja en esa gravedad de la sombra que ya el lucero alivia.
Como quien vuelve de un perdido prado yo volví de tu abrazo.
Como quien vuelve de un país de espadas yo volví de tus lágrimas.
Tarde que dura vívida como un sueño entre las otras tardes.
Después yo fui alcanzando y rebasando noches y singladuras.



*Modificación hecha en 1969 a la versión original de 1925   
[Originalmente publicada como Dualidá de una despedida 
Versión reeditada luego en Textos recobrados 1919-1929 (2007)

Y registrada en Proa, segunda época, Buenos Aires, Año 2, N° 8, marzo de 1925:

Tarde que socavó nuestro adiós.
Tarde acerada y gustadora y monstruosa cual un Ángel oscuro.
Tarde cuando vivieron nuestros labios en la desnuda y triste intimidad de los besos.
Nos adunó la perfección del sufrir.
El tiempo inevitable se divulgaba sobre el inútil tajamar del abrazo.
Prodigábamos pasión juntamente, no a nosotros tal vez sino a la venidera soledad.
Yo iba saqueando el porvenir en tus labios aún no amados de amor.
Nos rechazó la luz: la noche vino con urgencia de grito.
Solicitamos juntos la verja en esa dura gravedad de la sombra que ya el lucero alivia.
Como quien vuelve de una pradería yo volví de tu abrazo.
Como quien sale de un país de espadas volví de tu sollozado querer.
Tarde que se alza como sueño notorio entre la errante soñación de otras tardes.
Después yo fui alcanzando y rebasando noches y singladuras.
A semejanza del candelabro judío que por gradual encendimiento se ilustra,
en luminarias de sucesiva esperanza te anhela mi amor de todas las horas.]

En Luna de enfrente (1925) 
Foto ©Pedro Raota, Borges en el cementerio de la Recoleta


7/12/16

Jorge Luis Borges: El incesto







César informa que, antes de cruzar el Rubicón y marchar sobre Roma, soñó que cohabitaba con su madre. Como es sabido, los desaforados senadores que terminaron con César a golpes de puñal, no lograron impedir lo que estaba dispuesto por los dioses. Porque la Ciudad quedó preñada del Amo («hijo de Rómulo y descendiente de Afrodita»), y el prodigioso retoño pronto fue el Imperio Romano.

Rodericus Bartius, Los que son números y los que no lo son (1964)


En Libro de sueños (1975)
Foto: Homero Aridjis with Jorge Luis Borges in 1981 Vía


6/12/16

Jorge Luis Borges: Glosa a "Arrabal" por Héctor Basaldúa






¿Qué hay en los amarillos de Basaldúa, qué hay en sus tristes lupanares de las afueras, qué hay en sus prostitutas inocentes como animales y en sus compadres de cuchillo y de sexo, qué hay (quisiera saberlo) en todo ese mundo de modestas infamias, de fechorías pretéritas y plebeyas? ¿Qué virtud venenosa puede cifrarse en el hampa de ayer, en la música ignorante de sus milongas, en el mero nombre del Títere, cuchillero del barrio del Maldonado, y de los Iberra, cuatreros del partido de Lomas? (El mayor debía a la justicia más muertes que el menor, pero éste que era codicioso, lo asesinó y se agregó los muertos del otro.)
Una explicación evidente es que el oficio del criminal tiene, como el del marinero y el del soldado, esa dignity of danger, esa dignidad del peligro, que Samuel Johnson admiró y definió. Otra, no excluida por la primera, es que el culto vernáculo del Compadre es una variante del misterioso prestigio que ejerce el mal. Los maniqueos no ignoraban que el hombre está hecho de tiniebla y de luz, de unas centellas de la terra lucida y de barro de la terra pestifera; quizás nuestra parte de sombra goza con figuras del mal —y nuestra parte luminosa, con su ejecución eficiente. (El teósofo alemán Jakob Böhme imaginó también esa dualidad en el centro de Dios.)
Desde luego, lo anterior no agota el problema. La concepción del mal tolera o exige símbolos imponentes —el sol negro de los alquimistas, la inversa trinidad glacial que llora con sus ojos en el fondo de los círculos infernales, la oscuridad visible y el fuego tempestuoso de Milton, el inestable rey esculpido en fuego que entrevió William Morris y cuya prodigiosa cabalgadura fluctuaba como las apariencias de un sueño, los ejércitos del Tercer Reich o de los mogoles—; tales emblemas nos afectan de un modo inexorable, sin el menor asomo de esa nostálgica indulgencia y vaga ternura que despierta en nosotros la evocación de los orilleros antiguos. "El mar tiene un sabor amargo, porque llena las calles de mercaderes y engendra incertidumbres y falsedades en las almas humanas", escribió curiosamente Platón; el compadre y el gaucho —el plebeyo de las ciudades y el de los campos— han ascendido a símbolos de la época que antecedió en esta república a esos dones marinos. (Parejamente, Dante pudo deplorar la gente nova e i subiti guadagni que habían corrompido a su patria.) También encarnan el hermoso individualismo que, según nos dicen, nos caracterizó, alguna vez. Compadre y gaucho convergen en Martín Fierro, y Martín Fierro es, en la simplificación de la gloria, el hombre que pelea con los partidos, el man versus the State por decirlo con palabras de otro hombre que también peleó solo, el cuchillo perdido contra los sables.
Pero lo básico es tal vez la figuración del compadre como una forma ingenua, y un poco desdichada, del mal. Para Rodion Raskólnikov, por ejemplo, el mal es una sombra de la soberbia, un ejercicio valeroso y consciente de nuestra libertad; para el compadre, es una fatalidad que se acepta, de un modo indiferente, o humilde. Como todos los hombres a morir, el compadre se resigna también a matar, y "desgraciarse" es dar una puñalada definitiva. Lo demás (y en el duro arrabal, esto pudo tener justificación) es mera hipocresía o pedantería. Análogamente, el heresiarca de los sertões, conselheiro, sintió que la virtud es una vanidad, una "quasi impiedade", y el aventurero inglés Alfred Horn declaró, hacia el término de sus días, que hay cosas que persisten en la memoria y una de ellas es la cara del primer hombre que uno ha tenido que matar.
He procurado en esta página investigar el valor simbólico del compadre, pero las lúcidas y sensibles estampas de Basaldúa son, claro está, símbolos de ese símbolo. Hanslick observó que la música es un lenguaje que podemos hablar y comprender, pero no traducir; quizá la observación es aplicable a todos los lenguajes y símbolos —incluso a los verbales. 
De las estampas de Basaldúa yo diría que éstas nos dicen algo, un secreto, que a un tiempo es inasible y preciso, perdido en el instante en que lo sabemos y memorable. También yo escribiría que están a punto de decirnos todas las cosas. 
Pobres compadres del recuerdo, fundidos en un solo arquetipo, que se eterniza en una pitada o un corte, contra el fondo ya exangüe e inofensivo del tiempo que se fue y que ahora es un entrevero de imágenes, hechas de fuego que no quema y de agua fantasmal que no moja.

1954, Buenos Aires


En Textos Recobrados 1931-1955 (1997)
Cover de la primera publicación:
En Arrabal, por Héctor Basaldúa, con Glosa de Jorge Luis Borges 
Ediciones Galería Bonino, Buenos Aires, 1954


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