4/11/16

Jorge Luis Borges: Novela policial, "science-fiction" y el lejano Oeste







En 1840, Edgar Allan Poe enriqueció la literatura con un género nuevo. Este género es, ante todo, ingenioso y artificial; los crímenes, por lo común, no se descubren mediante razonamientos abstractos sino por obra del azar, de informaciones o delaciones. Poe inventa el primer detective de la literatura, el caballero Charles Auguste Dupin, de París. Inventa asimismo el artificio, clásico después, de que las hazañas del héroe sean referidas por un amigo, admirativo y mediocre. Recordemos al ulterior Sherlock Holmes y a su biógrafo, el doctor Watson. Poe ha dejado cinco cuentos de índole policial, insuperados, según Chesterton. En el primero, "The Murders in the Rue Morgue" ("Los crímenes de la calle Morgue"), se investiga la muerte atroz de dos mujeres cometida en una bohardilla aparentemente cerrada; el culpable es un mono. "The Purloined Letter" ("La carta robada") inaugura la idea de esconder un objeto precioso, exhibiéndolo a la vista de todos, para que nadie se fije en él. "The Mystery of Marie Roget" ("El misterio de Marie Roget") se reduce a la discusión abstracta y a la solución probable de un crimen, sin aventura alguna. En "Thou are the Man" ("Tú eres el hombre"), el culpable, como en cierto relato de Israel Zangwhile, resulta ser el propio detective. En "The Gold Bug" ("El escarabajo de oro"), el investigador descifra un texto criptográfico, que le revelará el preciso lugar de un tesoro escondido. Poe ha tenido muchos continuadores; bástenos mencionar por ahora a su contemporáneo Dickens, a Stevenson y Chesterton. 
La tradición intelectual del género iniciado por Edgar Allan Poe ha encontrado continuadores más puros en Inglaterra que en su patria. Recordaremos entre los norteamericanos algunos nombres. 

WILLARD HUNTINGTON WRIGHT (1888-1939) nació en Charlotiesville, Virginia. Estudió en California y en Harvard, en París y en Munich. Dirigió, con Mencken, y con Nathan, la famosa revista The Smart Set. Su destino literario es curioso: sus libros serios, Lo que Nietzsche enseñó, Pintura moderna, El porvenir de la pintura, pertenecen hoy al olvido; las novelas policiales que escribió para distraer una convalecencia lo hicieron célebre. Las publicó bajo el pseudónimo de S. S. Van Dine. Recordemos El caso Benson, El crimen de la Canaria, El Crimen del casino. El héroe Filo Vanee es, por su urbanidad y pedantería, una evidente proyección del autor. 

ERLE STANLEY GARDNER nació en 1889 en Maiden, Massachussetts. Como Jack London, fue minero en Alaska. Se recibió de abogado en California, donde ejerció con brillo su profesión durante más de veinte años. También es abogado Perry Mason, protagonista de la larga serie de sus novelas. Citaremos El obispo tartamudo, El canario rengo, La vaca musical, El cadáver en fuga, Asesinato imperfecto, El cómplice nervioso. Su obras fueron traducidas a dieciséis idiomas. Su fama en los Estados Unidos superó a la de Conan Doyle. Muchas veces empleó el pseudónimo de A. A. Fair. 

Frederick Dannay y Lee Manfred, su primo, han hecho famoso el pseudónimo de ELLERY QUEEN, que es asimismo el protagonista de sus novelas, redactadas en tercera persona. Iniciaron su conjunta carrera con The Roman Hat Mystery (El misterio del sombrero romano) (1929), que ganó un premio. De sus muchos libros mencionaremos The Egyptian Cross Mystery (El misterio de la Cruz egipcia), The Chinese Orange Mystery (El misterio de la naranja china), The Greek Coffin Mystery (El misterio del féretro griego), The Siamise Twin Mystery (El misterio de los hermanos siameses), The Spanish Cape Mystery (El misterio de la capa española). Sus libros se distinguen por la escrupulosa probidad, los vívidos rasgos dramáticos y la resolución ingeniosa de los problemas. Han sido elogiados por Priestley. 

DASHIELL HAMMETT nació en Maryland en 1894. Fue vendedor de diarios, mensajero, estibador, agente de publicidad y durante siete años detective en la famosa agencia Pinkerton. La novela policial, hasta él, había sido abstracta e intelectual; Hammett nos hace conocer la realidad del mundo criminal y de las tareas policiales. Sus detectives no son menos violentos que los forajidos que persiguen. Citemos Red Harvest (Cosecha roja) (1929), The Dain Curse (La maldición de los Dain), The Maltese Falcon (El halcón maltés), The Glass Key (La llave de vidrio), The Thin Man (El hombre flaco). El ambiente de su obra es desagradable. 

La novela policial ha sido desplazada gradualmente por la novela de espionaje y por las ficciones científicas (science-fiction). Ciertos relatos de E. A. Poe ("El caso del señor Valdemar", "La mistificación del globo") ya prefiguran este último género, pero sus más indiscutibles creadores son europeos: en Francia, Julio Verne, cuyas anticipaciones han resultado, en buena parte, proféticas; en Inglaterra, H. G. Wells, cuyos libros tienen mucho de pesadilla. K. Amis ha definido así la science-fiction: "es un relato en prosa cuyo tema es una situación que no podría presentarse en el mundo que conocemos, pero cuya base en la hipótesis de una innovación de cualquier orden, de origen humano o extraterrestre, en el campo de la ciencia y de la tecnología, o, si se quiere, de la pseudo-ciencia o de la pseudo-tecnología". 

Los primeros medios de difusión de la science-fiction fueron revistas y no libros. En abril de 1911 aparece en Modern Electrics el folletín "Ralph 124 C 4: novela del año 1966". Lo escribió el fundador de la revista, Hugo Gernsback y mereció el premio Hugo, creado ulteriormente, que sigue recordando su nombre y que se destina a este género literario. En 1926 Gernsback fundó Amazing Stories, actualmente existen en los Estados Unidos más de veinte revistas análogas. No se trata de un género popular; los lectores son, en general, ingenieros, químicos, hombres de ciencia, tecnólogos y estudiantes, con un predominio notable de hombres. Su entusiasmo suele llevarlos a agruparse en clubs que abarcan todo el ámbito del país y se cuentan por decenas. Una de estas federaciones se llama no sin humorismo "Los pequeños monstruos de América". 

HOWARD PHILLIPS LOVECRAFT (1890-1937) nació en Providence, Rhode Island. Muy sensible y de salud delicada, fue educado por su madre viuda y sus tías. Gustaba, como Hawthorne, de la soledad y aunque trabajaba de día lo hacía con las persianas bajas. 
En 1924 se casó y fijó su residencia en Brooklyn; en 1929 se divorció y volvió a Providence, donde retomó su vida de soledad. Murió de cáncer. Detestaba el presente y profesaba el culto del siglo XVIII. 
Lo atraía la ciencia; su primer artículo trataba de astronomía. En vida publicó un solo libro; después de su muerte, sus amigos reunieron en volúmenes su obra considerable, antes dispersa en antologías y revistas. Estudiosamente imitó el patético estilo y las resonancias de Poe y escribió pesadillas cósmicas. En sus relatos hay seres de remotos planetas y de épocas antiguas o futuras que moran en cuerpos humanos para estudiar el universo o, inversamente, almas de nuestro tiempo que, durante el sueño, exploran mundos monstruosos, lejanos en el tiempo y en el espacio. Entre sus obras recordaremos The Colour Out of Space (El color que cayó del cielo), The Dunwich Horror (El horror de Dunwich), The Rats in the Wall (Las ratas en la pared). 
Dejó asimismo un epistolario copioso. Al influjo de Poe cabe agregar el del cuentista visionario Arthur Machen. 

ROBERT HEINLEIN (1907) nació en Bulton. Su vida es heterogénea; ensayó la aviación, la marina, la física, la química, la venta de propiedades, la política, la arquitectura y, a partir de 1934, las letras. Su precaria salud lo obligó a esos cambios. Heinlein opina que, después de la poesía, la science-fiction es el más arduo de los géneros literarios y el único capaz de reflejar el espíritu genuino de nuestro tiempo. Su obra múltiple está destinada principalmente a los jóvenes. Ha abordado la radio, la televisión y el cinematógrafo. De su labor, que ha sido traducida a muchos idiomas, mencionaremos los siguientes títulos: Beyond the Horizon (Más allá del horizonte) (1948), Red Planet (Planeta rojo) (1949), Farmer in the Sky (Granjero en el cielo), The Man who Sold the Moon (El hombre que vendió la luna) (1950), Between the Planets (Entre los planetas) (1951), Assignement in Eternity (Nombramiento en la eternidad). 

De ascendencia holandesa, ALFRED ELTON VAN VOGT (1912) nació en el Canadá. Se crió en las praderas de Saskatchawara; desde niño tuvo la extraña certidumbre de ser una persona común, rodeada de personas comunes, lejos de toda posible grandeza. A los doce años inició su carrera literaria con la publicación de un cuento autobiográfico al cual siguieron otros análogos o de carácter sentimental. Siempre lo atrajo la science-fiction, pero sus primeros ensayos en este género datan de 1939. Uno de sus temas preferidos es el de un hombre que no sabe quién es y que va en busca de sí mismo sin lograr del todo su intento. Lo mecánico le interesa menos que lo mental. Su obra se inspira en las matemáticas, en la lógica, en la semántica, la cibernética y la hipnosis. Lo heterogéneo de estas fuentes ha hecho que los puristas de la science-fiction lo acusen de heterodoxia. Van Vogt ha escrito que basta liberarse de falsos preconceptos para lograr metas más altas. Ha publicado un libro sobre la eficacia terapéutica de la hipnosis. Mencionaremos sus relatos Slan (1946), The Book of Ptah (El libro de Ptah) (1948), epopeya de un orbe imaginario, The World of A (El mundo de A) (1948), basado en la semántica general. En colaboración con Hedna May Hull, su mujer, escribió Out of the Unknown (Desde lo desconocido) (1948). 

Mayor renombre que los anteriores ha alcanzado RAY BRADBURY (1920). Nació en Waulkegan, Illinois. Desde niño las aventuras de Tarzán y el ejercicio de la prestidigitación lo habían acostumbrado a vivir en un mundo fantástico. La temprana lectura de Amazing Stories lo llevó a la science-fiction. A los doce años le regalaron una máquina de escribir. En 1935, mientras estaba en el colegio, siguió un curso sobre la técnica del relato. Desde entonces se habituó a escribir cada día mil o dos mil palabras. A partir de 1941 colaboró en diversas revistas del género así como en el American Mercury. En 1946 ganó el premio de The Best American Short Stories, que había sido el ideal de su niñez. Su primer libro, Dark Carnival (Carnaval obscuro) data de 1947; Crónicas marcianas, de 1950; The Illustrated Man (El hombre ilustrado), de 1951; Farenheit 451, de 1953; The Golden Apples of the Sun (Las manzanas de oro del Sol), de 1953, título tomado de Yeats; Switch on the Night (Encienda la noche), de 1955. Estos libros han sido traducidos a casi todos los idiomas. 
"La science-fiction es un martillo maravilloso; me propongo usarlo para que los hombres vivan como quieran", ha escrito Bradbury. Amis, que censura su sentimentalismo, admite su excelencia literaria y su fuerza irónica. Bradbury ve en la conquista del espacio una extensión de la mecanización y del tedio de nuestra cultura contemporánea. En su obra asoman la pesadilla y a veces la crueldad, pero ante todo la tristeza. Los porvenires que anticipa nada tienen de utópicos; son más bien advertencias de peligros que la humanidad puede y debe eludir. 

Pasemos ahora al Western. Aunque de otro linaje, el cowboy no habrá diferido mayormente del gaucho. Los dos fueron jinetes de la llanura; los dos lucharon con el indio, con los rigores del desierto y con la hacienda brava. Fueron desangrándose en guerras que acaso no acabaron de comprender. Pese a esta identidad fundamental, las literaturas que inspiraron son muy distintas. Para los escritores argentinos —recordemos el Martín Fierro y las novelas de Eduardo Gutiérrez— el gaucho encarna la rebeldía y no pocas veces el crimen; la preocupación ética de los norteamericanos, basada en el protestantismo, los llevó a representar en el cowboy el triunfo del bien sobre el mal. El gaucho de la tradición literaria suele ser un matrero; el cowboy puede ser un sheriff o un hacendado. Ahora ambos personajes son legendarios. El cinematógrafo ha difundido en el mundo entero el mito del cowboy, curiosamente Italia y el Japón se han dedicado a producir películas del Oeste, del todo ajenas a su historia y a su cultura. 

La literatura del cowboy tiene su humilde origen en los dime novels o novelas de diez centavos cuya circulación empezó hacia 1860 y duró hasta fines del siglo. Los temas eran históricos, y en general su estilo se asemejaba a la manera romántica de Dumas. Agotada la historia de la Colonia, de la Independencia y de la Guerra Civil, abordaron la conquista del Oeste, the Winning of the West. Como figura representativa de la frontera surge entonces el cowboy

De los cultores de este género, el más conocido es ZANE GREY (1872-1939). Nació en Zanesville, Ohio. Fue hijo de un hachero, se educó en una Universidad de Pennsylvania y ejerció la profesión de dentista antes de dedicarse a las letras. Sus primeras publicaciones datan de 1904. De las sesenta novelas que ha dejado mencionaremos El último de los llaneros (1908), Oro del desierto (1913), El jinete misterioso (1921). Muchas de éstas fueron llevadas al cinematógrafo. De su obra, que ha sido traducida a casi todos los idiomas y sigue siendo muy leída, en particular por los niños y los jóvenes, se han vendido en conjunto más de trece millones de ejemplares. 

A diferencia de la poesía gauchesca, que nació poco después de la revolución de 1810, el western norteamericano es un género subalterno y tardío. Fuerza es admitir, sin embargo, que es una forma de la épica y que ha legado un símbolo al mundo, el cowboy solitario, justo y valiente.



En Introducción a la literatura norteamericana (1967)
En colaboración con Esther Zemborain de Torres
Imagen: Exposición 30 años de la muerte de Borges en el Teatro Colón 
Fotos seleccionadas por Amanda Ortega (Incluidas las propias)


3/11/16

Borges profesor. Clase 18: Robert Browning. La oscuridad de su obra. Sus poemas







Vida de Robert Browning
La oscuridad de su obra. Sus poemas


Hablaremos hoy del más oscuro de los poetas de Inglaterra: Robert Browning. Este apellido pertenece al grupo de apellidos que, aunque están al parecer en idioma inglés, son de origen sajón. Robert Browning fue hijo de un inglés, pero su abuela era escocesa y su abuelo —uno de ellos— fue alemán de origen judío. Era lo que hoy llamaríamos un inglés típico, por la mezcla de sangres. En cuanto a su familia y sociedad, estaban en buena posición, pertenecían a la alta burguesía. Es decir, Browning nació en un barrio aristocrático, pero en el que había conventillos.
Browning nace en 1812, el mismo año que nace Dickens, pero el paralelo termina ahí. Sus vidas y ellos mismos son muy distintos. Robert Browning se educó, más que en ningún otro lugar, en la biblioteca de su padre. Tuvo de resultas de esto una vasta cultura, ya que todo le interesaba y todo leía, y especialmente la cultura judía. Sabía idiomas, por ejemplo el griego. El practicar y traducir fue su refugio espiritual durante muchos años, sobre todo en los últimos de su vida.
Su vida de hombre rico que se supo desde un principio destinado a la poesía fue, sin embargo, una vida dramática. Y tanto es así que esa vida fue llevada posteriormente a la escena y a la pantalla del cinematógrafo. Es decir que es una vida que despierta interés por su trama. La que luego fue su esposa,333 Elizabeth Barrett, había sufrido de joven una áspera caída que le lesionó la columna vertebral. Elizabeth vivió desde entonces en su casa, rodeada de un ambiente de médicos, de gente que cuchicheaba, que hablaba en voz baja. Estaba dominada por su padre, y el padre creía que el deber de su hija era resignarse a su condición de inválida. Así que le estaba absolutamente prohibido recibir visitas, para evitar que éstas la alterasen. Elizabeth tenía sin embargo vocación poética. Publicó al fin un libro, Poesías traducidas del portugués, que llamó poderosamente la atención de Robert Browning.334 El libro de Miss Barrett era sin duda el libro de una mujer apasionada. Así que Browning le escribe, y entablaron ambos una relación epistolar. Las cartas son oscuras, están escritas en un dialecto común a los dos, propio, construido con alusiones a poetas griegos. Hasta que al fin Browning le propuso ir a visitarla. Ella reaccionó alarmadísima. Le respondió que era imposible, que los médicos le habían prohibido la agitación que le produciría la visita de un desconocido. Se enamoraron y él le propuso matrimonio. Ella dio entonces el paso decisivo de su vida: accedió a dar una vuelta en coche a espaldas de su padre. Hacía años que ella no salía de casa. Estaba asombrada. Bajó del coche, caminó unos pasos y comprobó que el aire frío de la tarde no le hacía daño. Tocó un árbol, silenciosamente. Y le contestó a Browning que escaparía con él y que se casarían en secreto.
A los pocos días de casados huyeron a Italia. El padre no perdonó nunca a Elizabeth, ni siquiera en el momento en que la enfermedad de ella se agravó. Tiró —como él siempre hacía— sus cartas y no perdonó lo que él consideraba una traición. Robert y Elizabeth se establecieron en Italia. Era la época de la liberación. La casa de los Browning estaba permanentemente vigilada. Browning sentía un vivo amor por Italia, como muchos de sus contemporáneos. Le interesaba la lucha de un país contra otro por su libertad. Le interesaba, entonces, la lucha de Italia contra Austria. Consiguió al fin que su mujer se restableciera satisfactoriamente, hasta el punto de escalar montañas a su lado. No tuvieron hijos.335 Fueron, sin embargo, muy felices. Hasta que al fin ella muere, y entonces Browning escribió su obra capital: The Ring and the Book, El anillo y el libro. Vuelve entonces por último a Londres y se dedica a la literatura. Es ya un autor famoso, y es tenido por oscuro —como fueron tenidos Góngora y otros—. Se llegó al punto de que en Londres se fundó una Browning Society dedicada a interpretar sus poemas. Hoy, de cada poema hay dos o varias explicaciones. En la enciclopedia se pueden buscar los títulos de los poemas de Browning, y se encuentran una o varias explicaciones que se han dado. En las reuniones de esa sociedad, los miembros leían artículos, a veces polémicos, en los que cada uno daba su interpretación de algún poema. Browning solía asistir a esas reuniones. Iba, aceptaba el té, oía las interpretaciones, agradecía y decía que le habían dado mucho que pensar. Pero nunca se comprometía con ninguno.
Es notable que Browning fuera tan amigo de Tennyson, que se jactaba de que su obra entera era de una claridad virgiliana. Y sin embargo los dos fueron muy amigos y ninguno aceptaba que se hablara mal del otro. Robert Browning siguió publicando libros, entre ellos una traducción de Eurípides. Muere en 1889, envuelto en una especie de gloria un poco extraña. Después de la muerte de su mujer hubo otro amor, pero que nunca fue probado fehacientemente. Elizabeth era una mujer que no sólo era poetisa, sino que le interesaba la política italiana. Browning conoció el latín, el alemán, el griego, el inglés antiguo. La oscuridad de Browning no es una oscuridad verbal. No hay un verso en sus poemas que no sea comprensible. Pero la interpretación total de sus poemas es difícil, y hay algunos en que se ha declarado la imposibilidad de comprensión. Es una oscuridad psicológica. Oscar Wilde dijo del novelista George Meredith,336 por su obra, que era un Browning en prosa. Browning usó, según él, el verso como un medio para escribir prosa.337
Browning tenía una facilidad casi fatal para el verso. Abundó en rimas que Valle-Inclán338 siguió luego en su Pipa de Kif, poemas exclusivamente escritos con rimas de ese tipo. Si Browning hubiera elegido la prosa y no el verso, sería uno de los grandes cuentistas de la lengua inglesa. Pero en esa época se le daba predominante importancia a la poesía, y los versos de Browning se distinguen especialmente por sus virtudes musicales. A Browning le interesaron también los estudios de la casuística, rama filosófica que se ocupa de la ética. Le interesaron los caracteres complejos y contradictorios. Entonces inventó una forma de poemas lírico-dramáticos en primera persona, en los que quien habla no es el autor sino un personaje. Esto tiene un lejano precedente en el «Lamento de Deor».
Ahora, veamos los poemas. Veamos uno de los menos conocidos, pero más característicos, «Fears and Scruples»,339«Temores y escrúpulos». Es un poema de dos páginas, que no es oscuro, pero como todos los poemas de Browning tiene la virtud de no parecerse a ningún otro poema de los suyos. El protagonista, el «yo» del poema, en un hombre desconocido del que ni siquiera se nos dice el nombre o la época en que vivió. Este hombre cuenta, o cree contar, con un amigo famoso al que ha visto en muy pocas ocasiones. Lo ha mirado y sonreído. El amigo es autor de hazañas ilustres, el amigo es famoso en todo el mundo, y él mantiene correspondencia con el amigo desconocido. El pobre hombre admite que las hazañas han sido atribuidas a otro y no a su amigo ilustre. Ha llevado las cartas que recibe a que las examinaran peritos calígrafos y le han dicho que son apócrifas. Pero él acaba por decir que cree en esas cartas, en la autenticidad de ellas y de las hazañas, y que toda su vida ha sido enriquecida por esa amistad. Los otros niegan, tratan de quitarle esa fe. Y al final aparece la pregunta: «¿Y si ese amigo fuera Dios?» Y de esta manera el poema resulta una parábola del hombre que reza y no sabe si su plegaria cae en el vacío o es recogida por alguien, por un remoto oyente. «What is that friend who is God?», ¿Qué es ese amigo que es Dios?
Veamos ahora otro poema. Éste es «Mi última duquesa», en el que se refiere a Ferrara.340 El que habla es el duque de Ferrara, en la época del Renacimiento. Habla con un señor que viene de parte de otro aristócrata para arreglar el casamiento del duque, que es viudo, con la hija de aquel aristócrata. El duque recibe al huésped en una sala del palacio, donde le muestra una cortina y le dice: «Esta cortina no suele descorrerse». Aquí se muestra el carácter celoso del duque, porque lo que la cortina mantiene oculto es un óleo de la última mujer. El huésped, al fin, admira la espléndida tela. El duque habla entonces de la sonrisa de su mujer. Dice que sonreía a todos, que sonreía con facilidad, quizá con demasiada facilidad. Era muy bella, «la pintura no puede reproducir exactamente sus mejillas». Era muy bella y su corazón se alegraba fácilmente. Se amaban; la quería y ella lo había querido. Pero al verla tan feliz sospechaba que en sus ausencias ella seguía feliz y sonriente. Entonces dio órdenes y «todas sus sonrisas cesaron». Comprendemos entonces que el duque ha hecho envenenar a su mujer. Luego bajan por la escalera para ir a comer, y el duque le muestra a su huésped una estatua. Antes se ha hablado de la dote, pero este asunto no trae preocupación, porque sabe de la generosidad del aristócrata, y sabe también que su futura esposa sabrá ser duquesa de Ferrara, honor que ella acepta —no sabemos si como un cumplido o sin darse cuenta de lo que representa—. El fin general del poema es mostrar el carácter del duque, tal como se nos presenta.
«Cómo esto lo impresionó a un contemporáneo»341 es el título de un curioso poema que ocurre en Valladolid. El protagonista puede ser, acaso, Cervantes, o algún otro famoso escritor español. El «yo» del poema es el de un señor burgués que dice que conoció en su vida solamente a un poeta, que puede describirlo aproximadamente, aunque no está del todo seguro de que sea un poeta. Y lo describe diciendo que era un hombre vestido con dignidad modesta que llegó a ser conocido por todos. El traje lo llevaba gastado en los codos y en los bordes del pantalón. La capa en un tiempo había sido lujosa. Recorría la ciudad seguido por su perro, y al caminar proyectaba sobre las calles llenas de sol una sombra negra y alta. No miraba a nadie, pero todos lo miraban a él. Y sin embargo, aunque a nadie miraba, parecía que se fijaba en todo. Por la ciudad corrió la voz de que ese hombre era realmente el que gobernaba la ciudad, que no era el alcalde. Y en esto nos recuerda las actitudes de Víctor Hugo que, desterrado, se llamaba a sí mismo a pesar de eso «el testigo de Dios» y «el sonámbulo del océano». Es de notar que también Shakespeare habla de «los espías de Dios».342
Se decía [de este hombre] que todas las noches mandaba informes al rey —aquí debemos pensar en la palabra «rey» como igual a «Dios»—, y que en su casa vivía suntuosamente, y era servido por esclavas desnudas, y que en las paredes había grandes telas de Tiziano. Pero el burgués lo siguió una vez y comprobó que eso era falso: el hombre se sentaba en la puerta, con las piernas cruzadas sobre el perro. La casa era nueva, recién habitada, y en la mesa comía con el ama de llaves. Jugaba luego con la baraja y, antes de las doce, se iba a dormir. Lo imagina luego al morir, y luego imagina huestes de ángeles que lo rodean y lo llevan a Dios por su servicio u oficio de observar a los hombres. El burgués concluye diciendo que «nunca fui capaz de escribir un verso, vamos a divertirnos».343
Otro poema es «Karshish»,344 narrado por un médico árabe. Es un poema extenso, escrito por el médico a su maestro. La época es la del gobernador anterior al Islam. Dice que el maestro lo sabe todo, que él recoge las migajas que caen de aquella sabiduría.
La primera parte del poema es puramente profesional; demuestra el interés de Browning por la medicina. Lo esencial del poema es un caso de catalepsia. Antes el relator ha hablado de sus experiencias extrañas: fue asaltado por bandoleros, herido; debió usar una piedra pómez, hierbas medicinales, piel de serpiente. Como decía, lo esencial del poema es un caso de catalepsia inducida para provocar una curación.
Es llevado a una aldea. Allí un hombre que estuvo enfermo fue curado por un médico que le produjo un estado semejante a la muerte. Hasta el corazón dejó de latir, y entonces el médico fue a verlo y el enfermo le dijo que había estado muerto y que había resucitado. El médico trató de conversar con él, pero el otro no oía nada, no le importaba nada, o bien le importaba todo. Entonces quiso conocer al médico, y le dijeron que aquel que había curado al hombre había muerto en un motín, y otros le dijeron que murió ejecutado. Vuelve entonces a saludar al maestro y el poema concluye. El enfermo resucitado es Lázaro, el médico muerto es Cristo. Y todo así, indicado de paso por el poeta.
Poema análogo a éste es aquel en que aparece un «tirano de Siracusa».345 Un artista universal recibe una carta del tirano. A este artista le ha tocado vivir una época tardía. Dice que sus poemas son perfectos como los de Homero, sólo que ha llegado después de Homero. Ha escrito sobre filosofía. El filósofo ignoraba cómo el hombre es devuelto a la ignorancia. Y el tirano quiere saber si es que hay alguna esperanza de inmortalidad para el hombre. El filósofo, que ha leído los diálogos platónicos, que habla de Sócrates, dice que hay una secta que afirma eso, que afirma que Dios se ha encarnado en un hombre. Y el filósofo dice que la secta está equivocada. El filósofo y el tirano han estado cerca de la verdad cristiana, pero ninguno de los dos la ve, no se dan cuenta. En Anatole France podemos encontrar un argumento semejante.

Miércoles 30 de noviembre de 1966



Notas


333 Elizabeth Barrett Browning (1806-1861). Además de ser considerada una excelente poeta, fue estudiante y traductora de griego y tomó fuertes posiciones acerca de la esclavitud, la causa nacionalista italiana y la situación de la mujer en la sociedad victoriana de su época. Oscar Wilde, en su nota periodística «La tumba de Keats», publicada originariamente en el periódico Irish Monthly en julio de 1877, equipara a Elizabeth Barrett con Edmund Spenser, Shakespeare, Lord Byron, Percy Shelley y el mismo John Keats, junto a los que integraría el «gran cortejo de los dulces cantores de Inglaterra». No incluye en la lista a Robert Browning.
334 La obra de Elizabeth Barrett que impresionó a Browning fue en realidad el libro Poems, publicado en 1844. Browning le escribió a Elizabeth diciendo: «Amo sus versos con todo mi corazón, querida Miss Barrett... y la amo también a usted». Luego de un largo cortejo, Robert Browning y Elizabeth Barrett se casaron en secreto el 12 de septiembre de 1846 y escaparon a Italia. Los Sonnets from the Portuguese o Poesías traducidas del portugués reflejan los sentimientos de Elizabeth hacia Browning durante los primeros años de su relación. Elizabeth comenzó a escribir estos poemas en 1845, pero no se los mostró a nadie —ni siquiera a Browning— hasta 1848. No fueron publicados sino hasta 1850, dentro de una edición aumentada del libro Poems. A pesar de su título, que intenta disimular el origen personal de estos poemas, no se trata en realidad de traducciones del portugués sino de obras propias de Elizabeth Barrett Browning.
335 Robert Browning y Elizabeth tuvieron en realidad un hijo, Robert Wiedemann «Pen» Barrett Browning, quien nació el 9 de marzo de 1849 en Florencia. Tras el fallecimiento de Elizabeth, en 1861, Pen Browning volvió con su padre a Inglaterra. En 1887, a la edad de 38 años, Pen se casó con Fannie Coddington, pero su matrimonio no duró y terminaron separándose tres años más tarde. Falleció en Asolo, Italia, en el año 1912.
336 George Meredith, escritor inglés (1828-1909). Oscar Wilde dice de él en el diálogo «La decadencia de la mentira»: «¡Ah, Meredith! ¿Quién podría definirlo? Su estilo es un ocaso iluminado por súbitos relámpagos. Como escritor es un maestro en todo salvo en el idioma. Como novelista puede contarlo todo menos una historia. Como artista lo posee todo menos la armonía».
337 En su artículo «Fantoches y actores», aparecido en el Daily Telegraph el 20 de febrero de 1892, Oscar Wilde describe las obras de Robert Browning como «debidas al método introspectivo o de una extraña y estéril psicología».
338 Ramón María del Valle Inclán, escritor y poeta español (1866-1936).
339 A continuación se transcribe íntegramente el poema: «Here’s my case, Of old I used to love him / This same unseen friend, before I knew: / Dream there was none like him, none above him, — / Wake to hope and trust my dream was true. // Loved I not his letters full of beauty? / Not his actions famous far and wide?/ Absent, he would know I vowed him duty; / Present, he would find me at his side. // Pleasant fancy! For I had but letters, / Only knew of actions by hearsay: / He himself was busied with my betters; / What of that? My turn must come some day. // “Some day” proving — no day! Here’s the puzzle. / Passed and passed my turn is. Why complain? He’s so busied! If I could but muzzle / People’s foolish mouths that give me pain! // “Letters?” (hear them!) “You a judge of writing? / Ask the experts! —How they shake the head / O’er these characters, your friend’s inditing— / Call them forgery from A to Z!” // “Actions? Where’s your certain proof’ (they bother) / “He, of all you find so greatand good, / He, he only, claims this, that, the other / Action — claimed by men, a multitude?” // I can simply wish I might refute you, / Wish my friend would, —by a word, a wink,— / Bid me stop that foolish mouth, —you brute you! / He keeps absent,— whyl cannot think. // Never mind! Though foolishness may flout me, / One thing’s sure enough: ‘tis neither frost, / No, nor fre, shall freeze or bum from out me / Thanks for truth — though falsehood, gained — though lost. // All my days, I’ll go the softlier, sadlier, / For that dream’s sake! How forget the thrill / Through and through meas I thought “The gladlier / Lives my friend because I love him still!” // Ah, but there’s a menace someone utters! / “What and if your friend at home play tricks? / Peep at hide-and-seek behind the shutters? / Mean your eyes should pierce through solid bricks?” // “What and if he, frowning, wake you, dreamy/ Lay on you the blame that bricks — conceal?/ Say ‘At least I saw who did not see me,/ Does see now, and presently shall feel’?” // “Why, that makes your friend a monster!” say you: / “Had his house no window? At first nod, / Would you not have hailed him?” Hush, I pray you! / What if this friend happen to be — God
340 «My Last Duchess. —Ferrara», incluido en Dramatic Romances (1845).
341 «How it Strikes a Contemporary», en Men and Women(1855).
342 «... so we’ll live, / And pray, and sing, and tell old tales, and laugh / At gilded butterflies, and hear poor rogues / Talk of courtnews; and we’ll talk with them too, / Who loses and who wins; who’s in, who’s out; And take upon’s the mystery of things, / As if we were God’s spies». King Lear, acto 5, escena 3.
343 «Well, I could never write a verse, —could you? / Let’s to the Prado and make the most of time».
344 «An Epistle Containing the Strange Medical Experience of Karshish, the Arab Physician», en Men and Women (1855).
345 Este poema se titula «Cleon» y pertenece también al libro Men and Women



En Borges profesor 
Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires 
Edición, investigación y notas: Martín Arias & Martín Hadis 
Buenos Aires © María Kodama, 2000

Foto: Borges (1975) by Willis Barnstone 
at Borges at Eighty: Conversations, AA.VV., 1982 
Edition, foreword and photographs: Willis Barnstone 
Contributing authors: Willis Barnstone, Alastair Reid, 
Dick Cavett, Alberto Coffa, Kenneth Brechner & Jaime Alazraki



2/11/16

Jorge Luis Borges: Mis libros







    Mis libros (que no saben que yo existo)
    son tan parte de mí como este rostro
    de sienes grises y de grises ojos
    que vanamente busco en los cristales
    y que recorro con la mano cóncava.
    No sin alguna lógica amargura
    pienso que las palabras esenciales
    que me expresan están en esas hojas
    que no saben quién soy, no en las que he escrito.
    Mejor así. Las voces de los muertos
    me dirán para siempre.


      En La rosa profunda (1975)
      Borges fotografiado en su casa junto a su biblioteca 
      Buenos Aires, 24 de agosto de 1980, Foto EFE

1/11/16

Jorge Luis Borges: Las causas








Los ponientes y las generaciones.
Los días y ninguno fue el primero.
La frescura del agua en la garganta
de Adán. El ordenado Paraíso.
El ojo descifrando la tiniebla.
El amor de los lobos en el alba.
La palabra. El hexámetro. El espejo.
La Torre de Babel y la soberbia.
La luna que miraban los caldeos.
Las arenas innúmeras del Ganges.
Chuang-Tzu y la mariposa que lo sueña.*
Las manzanas de oro de las islas.
Los pasos del errante laberinto.
El infinito lienzo de Penélope.
El tiempo circular de los estoicos.
La moneda en la boca del que ha muerto.
El peso de la espada en la balanza.
Cada gota de agua en la clepsidra.
Las águilas, los fastos, las legiones.
César en la mañana de Farsalia.
La sombra de las cruces en la tierra.
El ajedrez y el álgebra del persa.
Los rastros de las largas migraciones.
La conquista de reinos por la espada.
La brújula incesante. El mar abierto.
El eco del reloj en la memoria.
El rey ajusticiado por el hacha.
El polvo incalculable que fue ejércitos.
La voz del ruiseñor en Dinamarca.
La escrupulosa línea del calígrafo.
El rostro del suicida en el espejo.
El naipe del tahúr. El oro ávido.
Las formas de la nube en el desierto.
Cada arabesco del calidoscopio.
Cada remordimiento y cada lágrima.
Se precisaron todas esas cosas
para que nuestras manos se encontraran.


[*] Unos quinientos años antes de la Era Cristiana, alguien escribió: 
Chuang-Tzu soñó que era una mariposa y no sabía al despertar 
si era un hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa 
que ahora soñaba ser un hombre.


En Historia de la noche (1977)

Foto Stefano Montesi


31/10/16

Jorge Luis Borges: Formas de una leyenda






   A la gente le repugna ver un anciano, un enfermo o un muerto, y sin embargo está sometida a la muerte, a las enfermedades y a la vejez; el Buddha declaró que esta reflexión lo indujo a abandonar su casa y sus padres y a vestir la ropa amarilla de los ascetas. El testimonio consta en uno de los libros del canon; otro registra la parábola de los cinco mensajeros secretos que envían los dioses; son un párvulo, un anciano encorvado, un tullido, un criminal en los tormentos y un muerto, y avisan que nuestro destino es nacer, caducar, enfermar, sufrir justo castigo y morir. El Juez de las Sombras (en las mitologías del Indostán, Yama desempeña ese cargo, porque fue el primer hombre que murió) pregunta al pecador si no ha visto a los mensajeros; éste admite que sí, pero no ha descifrado su aviso; los esbirros lo encierran en una casa que está llena de fuego. Acaso el Buddha no inventó esta amenazadora parábola; bástenos saber que la dijo (Majjhima nikaya, 130) y que no la vinculó nunca, tal vez, a su propia vida.

   La realidad puede ser demasiado compleja para la transmisión oral; la leyenda la recrea de una manera que sólo accidentalmente es falsa y que le permite andar por el mundo, de boca en boca. En la parábola y en la declaración figuran un hombre viejo, un hombre enfermo y un hombre muerto; el tiempo hizo de los dos textos uno y forjó, confundiéndolos, otra historia.

    Siddhartha, el Bodhisattva, el pre-Buddha, es hijo de un gran rey, Suddhodana, de la estirpe del sol. La noche de su concepción, la madre sueña que en su lado derecho entra un elefante, del color de la nieve y con seis colmillos. Los adivinos interpretan que su hijo reinará sobre el mundo o hará girar la rueda de la doctrina y enseñará a los hombres cómo librarse de la vida y la muerte. El rey prefiere que Siddhartha logre grandeza temporal y no eterna, y lo recluye en un palacio, del que han sido apartadas todas las cosas que pueden revelarle que es corruptible. Veintinueve años de ilusoria felicidad transcurren así, dedicados al goce de los sentidos, pero Siddhartha, una mañana, sale en su coche y ve con estupor a un hombre encorvado, «cuyo pelo no es como el de los otros, cuyo cuerpo no es como el de los otros», que se apoya en un bastón para caminar y cuya carne tiembla. Pregunta qué hombre es ése; el cochero explica que es un anciano y que todos los hombres de la tierra serán como él. Siddhartha, inquieto, da orden de volver inmediatamente pero en otra salida ve a un hombre que devora la fiebre, lleno de lepra y de úlceras; el cochero explica que es un enfermo y que nadie está exento de ese peligro. En otra salida ve a un hombre que llevan en un féretro, ese hombre inmóvil es un muerto, le explican, y morir es la ley de todo el que nace. En otra salida, la última, ve a un monje de las órdenes mendicantes que no desea ni morir ni vivir. La paz está en su cara; Siddhartha ha encontrado el camino.

   Hardy (Der Buddhismus nach älteren Pali-Werken) alabó el colorido de esta leyenda; un indólogo contemporáneo, A. Foucher, cuyo tono de burla no siempre es inteligente o urbano, escribe que, admitida la ignorancia previa del Bodhisattva, la historia no carece de gradación dramática ni de valor filosófico. A principios del siglo V de nuestra era, el monje Fa-Hien peregrinó a los reinos del Indostán en busca de libros sagrados y vio las ruinas de la ciudad de Kapilavastu y cuatro imágenes que Asoka erigió, al norte, al sur, al este y al oeste de las murallas, para conmemorar los encuentros. A principios del siglo VII un monje cristiano redactó la novela que se titula Barlaam y Josafat; Josafat (Josafat, Bodhisattva) es hijo de un rey de la India; los astrólogos predicen que reinará sobre un reino mayor, que es el de la Gloria; el rey lo encierra en un palacio, pero Josafat descubre la infortunada condición de los hombres bajo las especies de un ciego, de un leproso y de un moribundo y es convertido, finalmente, a la fe por el ermitaño Barlaam. Esta versión cristiana de la leyenda fue traducida a muchos idiomas, incluso el holandés y el latín; a instancia de Hákon Hákonarson, se produjo en Islandia, a mediados del siglo XIII, una Barlaams saga. El cardenal César Baronio incluyó a Josafat en su revisión (1585-1590) del Martirologio romano; en 1615, Diego de Couto denunció, en su continuación de las Décadas, las analogías de la fingida fábula indiana con la verdadera y piadosa historia de San Josafat. Todo esto y mucho más hallará el lector en el primer volumen de Orígenes de la novela de Menéndez y Pelayo.

   La leyenda que en tierras occidentales determinó que el Buddha fuera canonizado por Roma tenía, sin embargo, un defecto: los encuentros que postula son eficaces pero también son increíbles. Cuatro salidas de Siddhartha y cuatro figuras didácticas no condicen con los hábitos del azar. Menos atentos a lo estético que a la conversión de la gente, los doctores quisieron justificar esta anomalía; Koeppen (Die Religión des Buddha, I, 82) anota que en la última forma de la leyenda, el leproso, el muerto y el monje son simulacros que las divinidades producen para instruir a Siddhartha. Así, en el tercer libro de la epopeya sánscrita Buddhacarita, se dice que los dioses crearon a un muerto y que ningún hombre lo vio mientras lo llevaban, fuera del cochero y del príncipe. En una biografía legendaria del siglo XVI, las cuatro apariciones son cuatro metamorfosis de un dios (Wieger, Vies chinoises du Bouddha, 37-41). Más lejos había ido el Lalitavistara. De esa compilación de prosa y de verso, escrita en un sánscrito impuro, es costumbre hablar con alguna sorna; en sus páginas la historia del Redentor se infla hasta la opresión y hasta el vértigo. El Buddha, a quien rodean doce mil monjes y treinta y dos mil Bodhisattvas, revela el texto de la obra a los dioses; desde el cuarto cielo fijó el período, el continente, el reino y la casta en que renacería para morir por última vez; ochenta mil timbales acompañan las palabras de su discurso y en el cuerpo de su madre hay la fuerza de diez mil elefantes. El Buddha, en el extraño poema, dirige cada etapa de su destino; hace que las divinidades proyecten las cuatro figuras simbólicas y, cuando interroga al cochero, ya sabe quiénes son y qué significan. Foucher ve en este rasgo un mero servilismo de los autores, que no pueden tolerar que el Buddha no sepa lo que sabe un sirviente; el enigma merece, a mi entender, otra solución. El Buddha crea las imágenes y luego inquiere de un tercero el sentido que encierran. Teológicamente cabría tal vez contestar: el libro es de la escuela del Mahayana, que enseña que el Buddha temporal es emanación o reflejo de un Buddha eterno; el del cielo ordena las cosas, el de la tierra las padece o las ejecuta. (Nuestro siglo, con otra mitología o vocabulario, habla de lo inconsciente.) La humanidad del Hijo, segunda persona de Dios, pudo gritar desde la cruz: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?; la del Buddha, análogamente, pudo espantarse de las formas que había creado su propia divinidad… Para desatar el problema, no son indispensables, por lo demás, tales sutilezas dogmáticas, basta recordar que todas las religiones del Indostán y en particular el budismo enseñan que el mundo es ilusorio. Minuciosa relación del juego (de un Buddha) quiere decir Lalitavistara, según Winternitz; un juego o un sueño es, para el Mahayana, la vida del Buddha sobre la tierra, que es otro sueño. Siddhartha elige su nación y sus padres. Siddhartha labra cuatro formas que lo colmarán de estupor, Siddhartha ordena que otra forma declare el sentido de las primeras; todo ello es razonable si lo pensamos un sueño de Siddhartha. Mejor aún si lo pensamos un sueño en el que figura Siddhartha (como figuran el leproso y el monje) y que nadie sueña, porque a los ojos del budismo del Norte el mundo y los prosélitos y el Nirvana y la rueda de las transmigraciones y el Buddha son igualmente irreales. Nadie se apaga en el Nirvana, leemos en un tratado famoso, porque la extinción de innumerables seres en el Nirvana es como la desaparición de una fantasmagoría que un hechicero en una encrucijada crea por artes mágicas, y en otro lugar está escrito que lodo es mera vacuidad, mero nombre, y también el libro que lo declara y el hombre que lo lee. Paradójicamente, los  excesos numéricos del poema quitan, no agregan, realidad; doce mil monjes y treinta y dos mil Bodhisattvas son menos concretos que un monje y que un Bodhisattva. Las vastas formas y los vastos guarismos (el capítulo XII incluye una serie de veintitrés palabras que indican la unidad seguida de un número creciente de ceros, desde 9 a 49, 51 y 53) son vastas y monstruosas burbujas, énfasis de la Nada. Lo irreal, así, ha ido agrietando la historia; primero hizo fantásticas las figuras, después al príncipe y, con el príncipe, a todas las generaciones y al universo.

   A fines del siglo XIX, Oscar Wilde propuso una variante; el príncipe feliz muere en la reclusión del palacio, sin haber descubierto el dolor, pero su efigie póstuma lo divisa desde lo alto del pedestal.

   La cronología del Indostán es incierta; mi erudición lo es mucho más; Koeppen y Hermann Beckh son quizá tan falibles como el compilador que arriesga esta nota; no me sorprendería que mi historia de la leyenda fuera legendaria, hecha de verdad sustancial y de errores accidentales.


En Otras inquisiciones (1952)
Borges y María Kodama  ante la huella del pie de Buddha
Templo Zenkoji, Japón, Foto Fundación Jorge Luis Borges

30/10/16

José Edmundo Clemente: Las tres inmortalidades de Jorge Luis Borges






[I]

La palabra eternidad tenía para Borges el prestigio de las cosas que a uno «se le hace cuento que empezaron». Sin embargo, como título del célebre poema, prefiere al mito, más cerca de la inmortalidad, del inicio lejano de la vida, aunque sin final previsto. Eviterna. O tal vez, para no alejarse demasiado de su querida ciudad. De ahí que reafirmara a mítica la «Fundación mitológica de Buenos Aires». Así la sentía más propia. («La manzana pareja que persiste en mi barrio: / Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga»). Al cabo, la eternidad es una vaga flor intelectual cuyo perfume hay que pensarlo, y la inmortalidad ya es una angustia de nuestra piel, de los que morimos.

La diferencia está en el tiempo. Que no es poca. El tiempo se mide con la vida del hombre, con las fechas que marchitan su biografía perecedera y con leyendas que conforman las sombras de su pasado y se proyectan al futuro lejano. Exageración del tiempo llamada inmortalidad. Mito al revés; desmesura de la esperanza. Fatiga, el término es borgeano, que alisa la frescura de los días cotidianos en tediosa rutina familiar, donde el todo es igual al cero, por cuanto, «en un plazo infinito, le ocurren a todo hombre todas las cosas». Y concluye, «ser todo es lo mismo que no ser».

Asiduo lector de Homero, resume en «El inmortal» la empecinada trayectoria del genial poeta a través de ásperos siglos, ciudades, culturas, guerras, traductores artesanales, críticos vanidosos y profesores apresurados; a más de haber padecido a los «teucros de Zelea que beben el agua negra del Esepo» y otros avatares troyanos. Al final del cuento, Homero, cansado, se acerca a un árbol espinoso que le provoca una lenta gota de sangre, con mayor eficacia que la flecha cretense que lo rozara cuando buscaba la mítica Ciudad de los Inmortales. Entonces descubre con alegría que es mortal, que la muerte es el descanso buscado. Ya no tendrá que ser aeda oficioso de palacios efímeros, simular ceguera compasiva, ni alternar con multitudes callejeras. Ahora está pleno, con la plenitud absoluta del vacío.

Que 2800 años no son nada, puede ser una frase tranquilizadora para un viajero de vuelta a casa, pero no para el que sigue alejándose. «Dilatar la vida de un hombre es dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes», completaría Borges como sutil justificación. Palabras; palabras que parecen sospechosas de travieso guiño minimizador de la estima homérica, cuando en verdad se trata de una recurrente ironía borgeana, clave de su literatura. Ironía, pince-sans-rire le gustaba llamarla, para enfatizar de lo vano que sería matar a un poeta, porque la poesía es un resplandor sin límites terrenales. Como la emoción, como el sentimiento, como la belleza. ¿Acaso El hacedor no es un homenaje a la condición que en todos los idiomas inmortaliza a Homero? «El rumor de las Odiseas e Ilíadas que era su destino cantar y dejar resonando cóncavamente en la memoria humana», completará.



II

Continuando con la inmortalidad ajena, Borges «mata» a Martín Fierro en su cuento «El fin». Tranquilamente, como quien entretiene el ancho aburrimiento de la tarde pampeana con un bordoneo de guitarras pendencieras. Con esta folclórica ejecución une -¿sin querer?- a los dos grandes poetas que Lugones había señalado en El payador y en Los estudios helénicos como los épicos mayores de la historia literaria. Opinión que Borges comparte con la dedicatoria a Lugones de El hacedor. Los bordes de la admiración tienen simetría en los bordes de la realidad. Homero y Hernández, la Ilíada y Martín Fierro, punta y cabo. Comienzo de la cultura occidental y prestigio de la nuestra.

Al término de la Segunda Parte, Hernández despide a sus personajes en la soledad de la pampa, convertida ahora en la verdadera protagonista del poema. Dominante en su redonda perfección. Única. Sol horizontal. Fierro, sus hijos y el hijo de Cruz, deciden cambiar sus nombres y se alejan cada uno por rumbos diferentes, sin rostro ni pasado. Como pueblo en busca de su destino, pueblo que ahora somos nosotros, para que habitemos la Tercera Parte premonizada en los versos finales («mi obra he de continuar / hasta dársela concluida»). Metáfora que nos deja como legado, por ser los destinatarios naturales del mensaje.

Borges corrige el destino de Fierro y lo baja hasta la vieja pulpería donde se realizara aquel cosmogónico contrapunto con el hermano del negro muerto en el desgraciado duelo, del que se arrepintiera más tarde. En aquel antológico encuentro nada quedó en pie. Truenos, lluvias, volcanes; canto del cielo, de la tierra, del mar. Tiempo, medida, peso y cantidad.

Ahora, en el crepúsculo de este costado del cielo, se cruzaron las dagas animosas del hermano del muerto y la de Fierro, que ya cansado de caminos, de explicaciones y de penurias, se movía con lentitud. Con los años la sangre avanza a trancos cortos. La tarde caía despaciosamente como si quisiera demorar el final. La suerte de Fierro anocheció hasta quedar en completa sombra. Literariamente. Sólo literariamente; Martín Fierro es un personaje poético y nunca muere un héroe literario en manos extrañas. Su inmortalidad se mantiene intacta; solamente lo puede matar su creador. Y los personajes lo saben.



III

Le contaba Borges a Jean de Milleret (Entretiens) que en ocasión de acudir a un encuentro, en su casa, con una señorita invitada, preocupado por su retraso, y como el ascensor estaba descompuesto, trepó rápidamente por la escalera. En el camino tropezó con una ventana mal cerrada y se golpeó fuertemente la frente. La herida fue muy peligrosa y tuvieron que internarlo de inmediato por temor a una septicemia. Permaneció internado varios días, con mucha fiebre y horribles pesadillas, agravadas con insomnios muy dolorosos. Esto fue, agregó Borges, el origen de «El Sur».

En este hermoso cuento, Juan Dahlmann (Borges) viaja a una estancia del Sur para convalecer de una operación consecuente de un accidente evocador del verdadero. Dahlmann (Borges) es un hombre introvertido,  lector de Las Mil y Una Noches y con «el hábito de estrofas del Martín Fierro». El viaje en tren lo reencuentra consigo y disfruta de la tranquila monotonía del paisaje sureño, recordando antiguas alegrías. Al llegar, hace tiempo en un almacén local hasta que le preparen la jardinera que lo llevará a su residencia. Sin que nadie lo previera es provocado por un matón lugareño que lo insulta y desafía a un duelo cuchillero, pero dada su debilidad y su estado post-operatorio resuelve no hacer caso y salir del lugar. En tanto, alguien le alcanza una daga. El patrón, queriéndolo ayudar, le dice «señor Dahlmann (Borges) no haga caso a ese provocador». Al ser reconocido por su nombre, Dahlmann (Borges) sabe que ya no es nadie, que no puede eludir la pelea. Acepta el desafío desventajoso y cobarde, y sale a la llanura.

La llanura bonaerense, escenario de esa muerte supuesta, es tan lisa como la eternidad. Transparente y abierta como el viento. Aquí las palabras vuelven a encontrarse. Eterno es el tiempo inmóvil, es decir cuando no es tiempo, porque la esencia del tiempo es su latido. La inmortalidad sería apenas simulacro de perduración futura donde los rumbos semánticos se demoran para compartir el prestigio de continuidad vital. La inmortalidad es el instinto del alma; la eternidad, la fe en ese instinto. Abstracción de la esperanza. Por ello, en estas páginas que recuerdan las tres inmortalidades de Jorge Luis Borges, se nos hace cuento que ya no esté con nosotros; lo juzgamos «tan eterno como el agua y el aire».











En Homenaje a Jorge Luis Borges
Anejo I del Boletín de la Academia Argentina de Letras
Buenos Aires, 1999
Fuente: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes

Foto: José Edmundo Clemente y Jorge Luis Borges en el despacho de la Biblioteca Nacional


29/10/16

Jorge Luis Borges: Things that might have been







Pienso en las cosas que pudieron ser y no fueron.
El tratado de mitología sajona que Beda no escribió.
La obra inconcebible que a Dante le fue dado acaso entrever,
ya corregido el último verso de la Comedia.
La historia sin la tarde de la Cruz y la tarde de la cicuta.
La historia sin el rostro de Helena.
El hombre sin los ojos, que nos han deparado la luna.
En las tres jornadas de Gettysburg la victoria del Sur.
El amor que no compartimos.
El dilatado imperio que los Vikings no quisieron fundar.
El orbe sin la rueda o sin la rosa.
El juicio de John Donne sobre Shakespeare.
El otro cuerno del Unicornio.
El ave fabulosa de Irlanda, que está en dos lugares a un tiempo.
El hijo que no tuve.


En Historia de la Noche (1976)
Foto: Borges del brazo de Alberto Casares  saliendo de Librería Casares
27 de noviembre de 1985,  el día previo a su partida definitiva a Europa
Imagen Archivo La Nación

28/10/16

Adolfo Bioy Casares: "Borges" (Miércoles 28 de agosto de 1963). Sobre Montevideo








Miércoles, 28 de agosto. Come en casa Borges, de vuelta de Montevideo. BORGES: «En Montevideo todo está como era entonces.1 Toda esa gente era muy simpática. Uno va allá y ve ese mundo de escritores, tan ocupados en sus problemas locales, como si tuvieran realidad. Están en el infierno y lo ignoran. Nosotros estamos en otro infierno: sabemos que ellos están en uno y no lo saben, y eso nos recuerda que nosotros hemos de estar en uno parecido pero distinto. Tenemos ganas de volver pronto, para no seguir con esa visión y esa intuición desagradables. Los escritores viven en un mundo falso, con ideas como la del destino cósmico del Uruguay. Los periodistas que me visitaron son mucho mejores: leen telegramas de todas partes del mundo y tienen una idea más justa de las cosas. Los escritores creen que no deben decir nada sencillamente. Hablé con un periodista inteligente, acompañado de un joven escritor, que no entendía nada. A propósito del film sobre Lawrence, les dije: "Si el carácter del héroe es un poco ambiguo, esto puede atribuirse en parte —Lawrence era ambiguo— a ese pudor de los ingleses de no mostrar héroes muy heroicos. Imagínense lo que sería un film de ustedes sobre Artigas o uno nuestro sobre San Martín...". "Es lo que digo —se quejó el joven poeta—, ¿por qué el cinematógrafo argentino no exalta los grandes mitos nacionales, San Martín y el gaucho?" "Bueno, bueno..." —dijo el periodista—».
Estuvo con Ipuche, el autor de La defensa de Paysandú: «Se hizo católico. Es alto, criollo de ciudad o pueblo de campo, con aire de artesano a quien uno llama señor. Muy orgulloso y honrado. Siempre iba a verme al hotel. Lo invitaba a comer y no aceptaba. El gobierno uruguayo le compró los derechos de sus libros, para publicar las obras completas. El pago es una mensualidad, una suerte de jubilación. No publicarán probablemente las obras. "Ya bastantes gastos tienen en pagarme", explica. En su libro sobre el Ciclo de Paysandú, le salen algunas frases involuntariamente cómicas, como: "En Paysandú sólo quedaron dos indios hieráticos, asustando a la soledad". Compara a Hernández con un teru teru: de Rafael Hernández dice: "Hermano del inmortal teru teru". Lo ignora todo de muchos de sus personajes: los cubre de elogios, pero uno adivina que debieron ser personas oscuras. Qué diferente el autor de "El Álamo",2 que hace notar que la gente común, en la hora de prueba, se sobrepuso a la propia mediocridad y obró heroicamente: es el efecto que se puede sacar de la situación. No lo cree así Ipuche, o ni se le ocurre la posibilidad, y torpemente insiste en que todos eran gente extraordinaria. Si tiene que decir que a Fulano lo ascendieron a capitán, escribe: "Le alcanzaron el título romántico de capitán". De los charrúas poco se sabe; los nombres que se conocen provienen de Barco Centenera, donde se proveyó Zorrilla de San Martín; Barco Centenera menciona a un indio Capicán,3 del que sólo queda el nombre; pues bien: Ipuche habla del destino capicánico del Uruguay. Según Ipuche, a Zorrilla de San Martín, que tomó buenos modelos —Bécquer y Carlyle—, las cosas no le salieron mal; en cambio al doctor Carlos Roxlo, a quien todos adulaban, así le salieron... Sus lecturas eran pocas y su modelo, Quintana. Según Ipuche, Silva Valdés cree que ha evolucionado porque ahora escribe coplas chabacanas. Objeta Ipuche: "Cualquiera escribe coplas chabacanas"».
BORGES (a su sobrino Miguel): «Vos, que sos aficionado a la Historia, ¿leíste el libro de Ipuche?» MIGUEL: «No es un libro para leer». BIOY: «Antes aquí se publicaban muchos libros que no eran para leer. Yo mismo los he escrito. Quiero creer que en ese sentido nuestra literatura ha progresado y que hoy tales libros son menos frecuentes». 
Cuenta Borges: «En Tucumán hicieron un sable para regalarlo a Artigas. Se lo mandaron, pero el sable quedó en Córdoba, porque las guerras civiles de la Banda Oriental volvían azarosa la llegada del portador. Alguien, mucho después de la muerte de Artigas, buscó el sable en Córdoba y lo llevó al Uruguay. A Ipuche le bastó verlo para retemplar su ánimo y redimirse de errores. No sé por qué veneran tanto ese objeto que Artigas ni siquiera vio. Bueno, el famoso sable corvo de San Martín no habrá tenido un trato mucho más asiduo con su dueño».
A veces me he preguntado si la preferencia de Borges por Ipuche correspondería a alguna política, acaso no del todo consciente, de apoyar al menos consagrado de dos autores que siempre se nombran juntos.  Ahora creo que no: creo que piensa, por momentos, que en Silva Valdés hay aún menos mérito; o que siquiera Ipuche es más original en su modesta poética.
BORGES: «Silva Valdés me habló de un malevo del barrio del Cerro que, para conquistar a las mujeres, se presentaba con la bragueta abierta y decía: "Ahí lo tenés. Prendete si tenés ganas". A ese malevo se lo podía calificar de misógino. Dabove contaba de otro malevo, que en el momento de irse decía: "Atención, que me voy"». BIOY: «Qué infeliz. Pensar que tal vez fuera un temible malevo». BORGES: «Y bueno, es lo mismo: un infeliz».
Clara Silva comentó que la apenaba el hecho de que Victoria fuera contraria al Uruguay. BORGES: «¿Contraria? ¿Por qué?». CLARA: «Porque no publica en Sur libros uruguayos». Borges observa después: «¿Cómo explicarle que no tiene un criterio geográfico?» 
Parece que Mastronardi publicó no sé dónde (en alguna revista o diario poco visible) un artículo contra Zum Felde, titulado «Ego Zum Felde».4 BORGES: «Si a uno se le ocurre esa broma, es difícil contenerse y no escribir el artículo». En el Uruguay, el artículo cayó muy bien. 
De Emir Rodríguez Monegal, que casó con una millonaria de vieja familia y pasó de comunizante a conservador de vieja cepa, dice: «Me parece que se le va la mano. Está corrompu, riche et triomphant».



1. Alusión a «La vuelta al hogar» (1887) de O. V. Andrade. 
2. Se refiere probablemente a Walt Whitman, autor de «Song of Myself» (1856), en que se habla de la batalla.
3. En el canto XIV del poema Argentina y conquista del Río de la Plata (1602), Martín del Barco Centenera describe la batalla entre los hombres de Garay y los charrúas; menciona a los caciques Tabobá, Abayubá y Zapicán. J. Zorrilla de San Martín, en Tabaré (1888), cita a Sapicán, «el cacique más anciano» [II, 4], a Abayubá [II, 5], a Tabobá [II, 6].
4. Juego de palabras contra Alberto Z. F. y Ego Sum (1939) de Carlos Reyles.


En Bioy Casares, Adolfo: Borges
Edición al cuidado de Daniel Martino
Barcelona: Ediciones Destino ("Imago Mundi"), 2006

Foto de FAF: Sección del stand dedicado a Borges en la Feria Internacional del Libro de Montevideo (2016)




27/10/16

Jorge Luis Borges: Los silfos







A cada una de las cuatro raíces o elementos en que los griegos habían dividido la materia, correspondió después un espíritu. En la obra de Paracelso, alquimista y médico suizo del siglo XVI, figuran cuatro espíritus elementales: los Gnomos de la tierra, las Ninfas del agua, las Salamandras del fuego, y los Silfos o Sílfides del aire. Estas palabras son de origen griego. Littré ha buscado la etimología de "Silfo" en las lenguas celtas, pero es del todo inverosímil que Paracelso conociera o siquiera sospechara esas lenguas.
Nadie cree en los Silfos, ahora; pero la locución "figura de sílfide" sigue aplicándose a las mujeres esbeltas, como elogio trivial. Los Silfos ocupan un lugar intermedio entre los seres materiales y los inmateriales. La poesía romántica y el ballet no los han desdeñado.


En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Foto Jorge Luis Borges ©Paul Benoit/Associated Press


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