22/10/16

Horacio Castillo: Borges y Grecia







El interés de Borges por Grecia comienza en su infancia. A los siete u ocho años, según ha comentado, leía mitología griega; inclusive escribió en inglés -lengua que balbuceó casi antes que el castellano- un trabajo sobre el tema. Le impresionaron especialmente los doce trabajos de Hércules, el viaje de los Argonautas y el mito del laberinto, que -dirá- lo «poseyó para siempre». También otros temas que, con el progreso de sus conocimientos, se fueron fijando en su imaginación: Ulises, Elena, Endimión, Proteo, las Sirenas, Edipo. A este último le dedica un poema en El otro, el mismo y a Proteo dos en El oro de los tigres (O. C., pp. 1108 y 1109). Ulises, además de ser aludido en numerosos textos, le inspira una de las estrofas de «Arte poética» (O. C., p. 843):

Cuentan que Ulises, harto de prodigios,
lloró de amor al divisar su Itaca
verde y humilde. El arte es esa Itaca
de verde eternidad, no de prodigios.

Su interés por la poesía griega queda demostrado por las citas de Hesíodo, Esquilo, Píndaro, Teócrito o Apolonio de Rodas y, en particular, por su aproximación a Homero. Esta aproximación, dado su «oportuno desconocimiento del griego», se produjo a través de las versiones inglesas, a las que dedica un escolio en Discusión. Si bien dicho análisis se refiere al problema de la traducción, Borges incursiona en la cuestión del epíteto formulario con certera intuición: «El rapsoda -escribe- sabía que lo correcto era adjetivar divino Patroclo. En caso alguno había un propósito estético» (O. C., p. 240). En Historia de la eternidad, al estudiar los kenningar, vuelve sobre el asunto y señala que tales metáforas no valen por su significado -que es nulo- sino por «el heterogéneo contacto de sus palabras» (O. C., p. 368).
Sin perjuicio de este interés, el entusiasmo de Borges se orientó, también desde la infancia, hacia la filosofía griega. Su padre, profesor de psicología, le reveló a edad temprana la aporía de Aquiles y la tortuga: «Me impresionó profundamente esa singularidad, me pareció una pesadilla: que la competencia continuaba, que Aquiles no podía alcanzar a la tortuga, que la tortuga estaba siempre delante de Aquiles y que así seguía eternamente». Su atención se concentró no solo en Zenón sino en Heráclito, el pitagorismo y Platón, de quien cita varios diálogos: Timeo, Ion, Parménides, República, Político, Fedro, Cratilo. Asimismo se interesó en Demócrito y Plotino y hasta en Apolodoro, de cuya Biblioteca toma el epígrafe de «La casa de Asterión». Todo ello enriquecido por obras de las que ha dado expresa cuenta, como Die Philosophie der Griechen, de Paul Deussen; La philosophie de Platon, de Alfred Fouille; Passages Illustrating Neoplatonism, de E. R. Doods, entre otras (O. C., p. 367).
Borges no presumió del saber académico. Escribe:

No habré sido un filólogo,
no habré inquirido las declinaciones, los modos, 
la laboriosa mutación de las letras,
la de que se endurece en te,
la equivalencia de la ge y de la ka,
pero a lo largo de mis años he profesado
la pasión del lenguaje.
                                  (en Un lectorO. C., p. 1016)

No obstante esa limitación, sus muchas lecturas y su gran intuición le bastaron para conformar un mundo de ideas que lo acompañaría siempre y, lo que es más, fundó su literatura y hasta su estilo. Ese mundo de ideas, de filiación griega, puede reducirse a tres cuestiones: todo fluye, todo vuelve, todo es ilusorio. La primera de ellas, el panta rei heraclíteo, aparece en su libro inicial, Fervor de Buenos Aires, concretamente en el poema «Final de año». Después lo veremos reaparecer, una y otra vez, a lo largo de toda su obra, ya como argumento, ya como imagen, así en «El reloj de arena», «Arte poética» y «Heráclito» (O. C., p. 979):

¿Qué trama es ésta
del será, del es y del fue?
¿Qué río es éste por el cual corre el Ganges?

En «Nueva refutación del tiempo» (O. C., p. 763) y en otro poema titulado «Heráclito» cita, con mayor o menor fidelidad, el Fragmento 91: «No se puede entrar dos veces en el mismo río». Poeta al fin, Borges se detiene en la primera parte del texto de Heráclito que, como sabemos, continúa así: «...ni tocar dos veces una sustancia mortal en el mismo estado, sino que por la vivacidad y rapidez de su cambio se dispersa y recoge de nuevo (o, mejor, ni de nuevo, ni sucesivamente, sino al mismo tiempo se compone y se disuelve), se acerca y se aleja». Si hubiera avanzado en esa otra dirección -lo que añoramos- podría haber iluminado desde otra perspectiva las alturas de Hegel.

La segunda vertiente griega de Borges es el pitagorismo y la idea del eterno retorno. Se insinúa, también tempranamente, en el poema «El truco» de Fervor de Buenos Aires (O. C., p. 22) y en el capítulo del mismo nombre [*] de Evaristo Carriego (O. C., p. 145). Más tarde, en Historia de la eternidad, le dedica los capítulos «La doctrina de los ciclos» y «El tiempo circular» (O. C., pp. 385 y 393). En el primero, con apoyo en Rutherford y Cantor y fundándose en las leyes de la termodinámica, expresa: «Basta proyectar una luz sobre una superficie negra para que se convierta en calor. El calor, en cambio, ya no volverá a la forma de luz. Esa comprobación, de aspecto inofensivo e insípido, anula el "laberinto circular" del Eterno Retorno» (O. C., p. 391). Esta réplica entra en contradicción con su lírica, pues en «La noche cíclica» profesa la «rotación pitagórica», la doctrina de los «arduos alumnos de Pitágoras» sobre el regreso cíclico de astros, hombres y átomos (O. C., p. 864):

Vuelve la noche cóncava que descifró Anaxágoras;
vuelve a mi carne humana la eternidad constante
y el recuerdo ¿el proyecto? de un poema incesante:
«lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras...»

Su tercera obsesión, también de fuente griega, es Zenón de Elea. Como dijimos, fue su padre quien, a edad temprana, le reveló la paradoja de Aquiles y la tortuga. Tanto es su fervor, que «la tortuga de Zenón» aparece entre los enunciados del «Otro poema de los dones» (O. C., p. 937). Le apasiona ese «pedacito de tiniebla griega» porque -dice en «La perpetua carrera de Aquiles y la tortuga»- atenta contra la realidad del espacio y del tiempo y, salvo que confesemos la idealidad de estos, es a su juicio incontestable. «Aceptemos el idealismo, aceptemos el crecimiento concreto de lo percibido, y eludiremos la pululación de los abismos de la paradoja» (O. C., p. 248). Sin embargo, tras esta condescendencia idealista, no tarda en aparecer la contradicción , y en términos dramáticos:

Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino (a diferencia del infierno de Swedenborg y del infierno de la mitología tibetana) no es espantoso por irreal: es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.
                                                                                                                   (O. C., p. 771)

Estas tres líneas de pensamiento, de origen griego, convergen en otra idea genuinamente griega: el laberinto. Si todo -en esa pasmosa cosmogonía- fluye pero permanece inmutable; si para superar la contradicción hay que admitir que no existen el espacio ni el tiempo ni la materia; si, para colmo, esa anulación del mundo es puro «consuelo» porque lo real es real, porque yo soy real, entonces el Ser es efectivamente un laberinto. Esta es la idea central de su obra. Se insinúa en su glosa sobre el truco, que equipara a un laberinto de cartón pintado, y la vemos, impregnada de pathos, en el despertar del sueño que cierra «La duración del infierno»: «Pensé con miedo ¿dónde estoy? y comprendí que no lo sabía. Pensé ¿quién soy? y no me pude reconocer» (O. C., p. 238). Después será un motivo recurrente en sus especulaciones sobre el tiempo o sobre Dios; en su cuentística: «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», «El jardín de senderos que se bifurcan», «La casa de Asterión», «Los dos reyes y los dos laberintos»; en poemas como «Laberinto» y «El laberinto», entre otros. Según esa metáfora, el mundo es una infinita multiplicación de elementos aparentes, donde el hombre está solo, o más bien es único, y espera como Asterión la redención de la muerte. Pero, pese a esa índole inexorable, el laberinto abre una esperanza, porque entonces -dice- existe un objetivo: un proyecto escondido o secreto, en medio del caos aparente. «La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo orden (que, repetido, sería un orden; el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza» (O. C., p. 471).
Desde otro punto de vista -el de Grecia moderna- se han señalado semejanzas entre Borges y Constantino Kavafis. Según Nasos Vagenás, Borges reconoció haberlo «leído» tardíamente, cuando ya había perdido la vista, pues -dice- las traducciones del alejandrino tardaron en aparecer en castellano. Se trata, más que de influencia, de ciertas afinidades con respecto al modernismo, la ironía, la historia, el intelectualismo, la «frialdad» y, sobre todo, la forma de hacer poesía con medios no poéticos, o mejor dicho, con los medios poéticos conocidos. Escribe Vagenás: «Y por poesía entiendo principalmente sus cuentos -los textos de Borges que se consideran cuentos- y especialmente aquellos que componen sus libros Ficciones y El Aleph, porque creo que éstos constituyen las más altas conquistas de su arte». Agrega: «Estos textos no son un nuevo modo de relato, como generalmente se cree, sino un nuevo modo de poesía. Kavafis hace poesía con los medios de la prosa. Borges hace poesía con los medios del ensayo». Vagenás dice algo más todavía: «Los textos de Borges no provienen tanto de la vida como de pensamientos que los hombres han registrado de la vida. Es decir, provienen sobre todo de la vida del espíritu. Con la misma disposición que Kavafis se vuelve hacia la historia, Borges extrae sus relatos de la filosofía y la teología, y ésa es una de las razones por las cuales los poemas de Kavafis se parecen a la prosa y los poemas de Borges al ensayo»
Hay, además, otro tipo de equivalencias que no dejan de llamar la atención, por ejemplo ciertos títulos:

Kavafis                                                  Borges
«En Alejandría, 31 A. C.»      «Alejandría, 641 A. D.»
                                              «Brunanburh, 937 A. D.»
«Días de l903»                       «1964»
«Días de 1896»                      «1971»
«Días de 1901»                      «1891»
«En un viejo libro»                  «Composición escrita en
                                                  un ejemplar de la Gesta 
                                                  de Beowulf»
«Ante la tumba de 
Endimión»                              «Endimión en Latmos»
«Mar en la mañana»               «El mar»
«En la tarde»                          «La tarde»
«Un viejo»                              «A quien ya no es joven»

Pueden encontrarse otras correspondencias, como la preocupación por rescatar personajes y circunstancias históricas, reminiscencias literarias, ficciones arqueológicas o la «asombrosa semejanza estructural y temática» entre el cuento «Tema del traidor y del héroe», de Borges y el poema «Demarato»[**], de Kavafis. Pero sería temerario ir más allá de la mera coincidencia, a lo sumo de fuentes comunes -la historia, la literatura, la Antología Palatina, los escritores ingleses del siglo XIX- y de un método también común: «Borges y Kavafis utilizan la mente -de una manera especial- para formular con mayor evidencia sus sentimientos».
Borges percibió la Grecia real. Escribió sobre Atenas, fechó en Cnossos «El hilo de la fábula» y hasta experimentó la revelación dionisíaca: «Una valerosa y venturosa música griega nos acaba de revelar que la muerte es más inverosímil que la vida y que, por consiguiente, el alma perdura cuando su cuerpo es caos». Los mismos griegos lo consideraron muy cerca de ellos, más cerca que ningún otro creador, y también: un Homero, un Dédalo de nuestra época vagando por las calles de Atenas, como lo pinta Vagenás en su poema «Jorge Luis Borges en la calle Panepistimíu»:

Sobreviviente de tu muerte
tanteando un sofocante sol ático
remontas lentamente la calle Panepistimíu con tu fino
y polvoriento bastón de Chesterton.

Ciego Borges.
Famoso.
Tu voz me refresca los huesos.
En el fondo eres griego.
La luz se ha posado sobre tus hombros.

       Detrás
de tus oscuras membranas distingues
la embriagadora sombra de Solomós.
Homero te sigue en un taxi negro.
Desvelado.
Sin peinar.
Apagando un cigarrillo tras otro.
Recoge la moneda
que cae cada tanto
de tus dientes brillantes.

El helenismo de Borges no es el exultante de Lugones, ni el de Hölderlin, ni el de Nietzsche; tampoco el decorativo de Darío o José María de Heredia. Borges fue fundamentalmente un sofista. Un sofista no en el sentido hostil que acuñó Sócrates, ni en el peyorativo de Platón y Aristóteles: sofista por la importancia atribuida a la retórica, el placer dialéctico, la sutileza, el culto de la paradoja y la pretensión de ejercer sobre todas las cosas un espíritu de revisión y de crítica. Como los metafísicos de Tlön, Borges no buscó la verdad, ni siquiera la verosimilitud: buscó el asombro, y hasta su estilo que participa de esas connotaciones, es en última instancia un sofisma.
En 1984, al recibir el título de doctor honoris causa en la Universidad de Creta, dijo que regresaba a Grecia veinticinco siglos después de aquel momento en que todo empezó allí: el pensamiento, la dialéctica, la poesía, la filosofía. Agregó: «Pueden considerarme como un griego exiliado en Sud América, que regresa a su patria o como si yo estuviese siempre en Grecia -quiero decir espiritualmente, no materialmente». Y, sofista al fin, concluyó: «Pueden, pues, elegir. Sin embargo quisiera que ustedes entendieran -sé que lo entienden, o mejor que lo sienten (uno siente mejor de lo que entiende)- que es aquí donde me siento feliz; muy feliz de encontrarme en Grecia y de que me encontraré siempre aquí, aun cuando mi cuerpo esté ausente».


En Homenaje a Jorge Luis Borges
Academia Argentina de Letras, 1999
y en CVC Biblioteca Virtual Cervantes

Foto sin atribución y poemas de Horacio Castillo 


[*] No pertenece a Evaristo Carriego, sino 
a El idioma de los argentinos (1928)
[**] Kavafis: Poesía completa, pág. 116


21/10/16

Jorge Luis Borges: El idioma analítico de John Wilkins



He comprobado que la decimocuarta edición de la Encyclopaedia Britannica suprime el artículo sobre John Wilkins. Esa omisión es justa, si recordamos la trivialidad del artículo (veinte renglones de meras circunstancias biográficas: Wilkins nació en 1614, Wilkins murió en 1672, Wilkins fue capellán de Carlos Luis, príncipe italiano; Wilkins fue nombrado rector de uno de los colegios Oxford, Wilkins fue el primer secretario de la Real Sociedad de Londres, etc.); es culpable, si consideramos la obra especulativa de Wilkins. Éste abundó en felices curiosidades: le interesaron la teología, la criptografía, la música, la fabricación de colmenas transparentes, el curso de un planeta invisible, la posibilidad de un viaje a la luna, la posibilidad y los principios de un lenguaje mundial. A este último problema dedicó el libro An Essay Towards a Real Character and a Philosophical Language (600 páginas en cuarto mayor, 1668). No hay ejemplares de ese libro en nuestra Biblioteca Nacional; he interrogado, para redactar esta nota, The life and Times of John Wilkins (1910), de P. A. Wrigh Henderson; el Woertebuch der Philosophie (1924), de Fritz Mathner; Delphos (1935), de E. Sylvia Pankhurst; Dangerous Thoughts (1939), de Lancelot Hogben.
Todos, alguna vez, hemos padecido esos debates inapelables que una dama, con acopio de interjecciones y de anacolutos jura que la palabra luna es más (o menos) expresiva que la palabra moon. Fuera de la evidente observación de que el monosílabo moon es tal vez más apto para representar un objeto muy simple que la palabra bisilábica luna, nada es posible contribuir a tales debates; descontadas las palabras descompuestas y las derivaciones, todos los idiomas del mundo (sin excluir el volapük Johann Martin Schleyer y la romántica interlingua de Peano) son igualmente inexpresivos. No hay edición de la Gramática de la Real Academia que no pondere “el envidiado tesoro de voces pintorescas, felices y expresivas de la riquísima lengua española”, pero se trata de una mera jactancia, sin corroboración. Por lo pronto, esa misma Real Academia elabora cada tantos años un diccionario, que define las voces del español… En el idioma universal que ideó Wilkins al promediar el siglo XVII, cada palabra se define a sí misma. Descartes, en una epístola fechada en noviembre de 1629, ya había anotado que mediante el sistema decimal de numeración, podemos aprender en un solo día a nombrar todas las cantidades hasta el infinito y a escribirlas en un idioma nuevo que es el de los guarismos*; también había propuesto la formación de un idioma análogo, general, que organizara y abarcara todos los pensamientos humanos. John Wilkins, hacia 1664, acometió esa empresa.
Dividió el universo en cuarenta categorías o géneros, subdivisibles luego en diferencias, subdivisibles a su vez en especies. Asignó a cada género sin monosílabo de dos letras; a cada diferencia, una consonante; a cada especie, una vocal. Por ejemplo: de, quiere decir elemento; deb, el primero de los elementos, el fuego; deba, una porción del elemento del fuego, una llama. En el idioma análogo de Letellier (1850) a, quiere decir animal; ab, mamífero; abo, carnívoro; aboj, felino; aboje, gato; abi, herbívoro; abiv, equino; etc. En el Bonifacio Sotos Ochando (1854), imaba, quiere decir edificio; imaca, serrallo; image, hospital; imafo, lazareto; imarri, casa; imaru, quinta; imedo, poste; imede, pilar; imego, suelo; imela, techo; imogo, ventana; bire, encuadernador; birer, encuadernar. (Debo este último censo a un libro impreso en Buenos Aires en 1886: el Curso de lengua universal, del doctor Pedro Mata).
Las palabras del idioma analítico de John Wilkins no son torpes símbolos arbitrarios; cada una de las letras que las integran es significativa, como lo fueron las de la Sagrada Escritura para los cabalistas. Mauthner observa que los niños podrían aprender ese idioma sin saber que es artificioso; después en el colegio, descubrirán que es también una clave universal y una enciclopedia secreta.
Ya definido el procedimiento de Wilkins, falta examinar un problema de imposible o difícil postergación: el valor de la tabla cuadragesimal que es base del idioma. Consideremos la octava categoría, la de las piedras. Wilkins las divide en comunes (pedernal, cascajo, pizarra), módicas (mármol, ámbar, coral), preciosas (perla, ópalo), transparente (amatista, zafiro) e insolubles (hulla, greda y arsénico). Casi tan alarmante como la octava, es la novena categoría. Esta nos revela que los metales pueden ser imperfectos (bermellón, azogue), artificiales (bronce, latón), recrementicios (limaduras, herrumbre) y naturales (oro, estaño, cobre). La belleza figura en la categoría decimosexta; es un pez vivíparo, oblongo. Esas ambigüedades, redundancias y deficiencias recuerdan las que el doctor Franz Kuhn atribuye a cierta enciclopedia china que se titula Emporio celestial de conocimientos benévolos. En sus remotas páginas está escrito que los animales se dividen en (a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (1) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas. El Instituto Bibliográfico de Bruselas también ejerce el caos: ha parcelado el universo en 1000 subdivisiones, de las cuales la 262 corresponde al Papa; la 282, a la Iglesia Católica Romana; la 263, al Día del Señor; la 268, a las escuelas dominicales; la 298, al mormonismo, y la 294, al brahmanismo, budismo, shintoísmo y taoísmo. No rehúsa las subdivisiones heterogéneas, verbigracia, la 179: “Crueldad con los animales. Protección de los animales. El duelo y el suicidio desde el punto de vista de la moral. Vicios y defectos varios. Virtudes y cualidades varias.”
He registrado las arbitrariedades de Wilkins, del desconocido (o apócrifo) enciclopedista chino y del Instituto Bibliográfico de Bruselas; notoriamente no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural. La razón es muy simple: no sabemos qué cosa es el universo. “El mundo -escribe David Hume- es tal vez el bosquejo rudimentario de algún dios infantil, que lo abandonó a medio hacer, avergonzado de su ejecución deficiente; es obra de un dios subalterno, de quien los dioses superiores se burlan; es la confusa producción de una divinidad decrépita y jubilada, que ya se ha muerto” (Dialogues Concerning Natural Religion, V. 1779). Cabe ir más lejos; cabe sospechar que no hay universo en el sentido orgánico, unificador, que tiene esa ambiciosa palabra. Si lo hay, falta conjeturar su propósito; falta conjeturar las palabras, las definiciones, las etimologías, las sinonimias, del secreto diccionario de Dios.
La imposibilidad de penetrar el esquema divino del universo, no puede, sin embargo, disuadirnos de planear esquemas humanos, aunque nos conste que éstos son provisorios. El idioma analítico de Wilkins no es el menos admirable de ésos esquemas. Los géneros y especies que lo componen son contradictorios y vagos; el artificio de que las letras de las palabras indiquen subdivisiones y divisiones es, sin duda, ingenioso. La palabra salmón no nos dice nada; zana, la voz correspondiente; delfine (para el hombre versado en las cuarenta categorías y en los géneros de esas categorías) un pez escamoso, fluvial, de carne rojiza. Teóricamente, no es inconcebible un idioma donde el nombre de cada ser indicara todos los pormenores de su destino, pasado y venidero.)
Esperanzas y utopías aparte, acaso lo más lúcido que sobre el lenguaje se ha escrito son estas palabras de Chesterton: “El hombre sabe que hay en el alma tintes más desconcertantes, más innumerables y más anónimos que los colores de una selva otoñal… cree, sin embargo, que esos tintes, en todas sus fusiones y conversiones, son representables con precisión por un mecanismo arbitrario de gruñidos y de chillidos. Cree que del interior de un bolsista salen realmente ruidos que significan todos los misterios de la memoria y todas las agonías del anhelo” (G.F.Watts, 1904, pág.88).



[*] Teóricamente, el número de sistemas de numeración es ilimitado. El más complejo (para uso de las divinidades y de los ángeles) registraría un número infinito de símbolos, uno para cada número entero; el más simple sólo requiere dos. Cero se escribe 0, uno 1, dos 10, tres 11, cuatro 100, cinco 101, seis 110, siete 111, ocho 1000… Es invención de Leibniz, a quien estimularon (parece) los hexagramas enigmáticos del I King. La de Zacharie Tourneur (París, 1942)


En Otras inquisiciones (1952)
Image: Frontispiece of John Wilkins An Essay towards a Real Character and a Philosophical Language (1668)
Al pie: An 18th Century engraving of John Wilkins, Chester. National Library of Wales


20/10/16

Jorge Luis Borges: Edipo y el enigma







Cuadrúpedo en la aurora, alto en el día
y con tres pies errando por el vano
ámbito de la tarde, así veía
la eterna esfinge a su inconstante hermano,
el hombre, y con la tarde un hombre vino
que descifró aterrado en el espejo
de la monstruosa imagen, el reflejo
de su declinación y su destino.
Somos Edipo y de un eterno modo
la larga y triple bestia somos, todo
lo que seremos y lo que hemos sido.
Nos aniquilaría ver la ingente
forma de nuestro ser; piadosamente
Dios nos depara sucesión y olvido.



En El otro, el mismo (1964)
Foto original color: Madrid, 29 de febrero de 1980 EFE


19/10/16

Jorge Luis Borges: Pedro Páramo [Juan Rulfo]







Emily Dickinson creía que publicar no es parte esencial del destino de un escritor. Juan Rulfo parece compartir ese parecer. Devoto de la lectura, de la soledad y de la escritura de manuscritos, que revisaba, corregía y destruía, no publicó su primer libro —El llano en llamas, 1953— hasta casi cumplidos los cuarenta años. Un terco amigo, Efrén Hernández, le arrancó los originales y los llevó a la imprenta. Esta serie de diecinueve cuentos prefigura de algún modo la novela que lo ha hecho famoso en muchos países y en muchas lenguas. Desde el momento en que el narrador, que busca a Pedro Páramo, su padre, se cruza con un desconocido que le declara que son hermanos y que toda la gente del pueblo se llama Páramo, el lector ya sabe que ha entrado en un texto fantástico, cuyas indefinidas ramificaciones no le es dado prever, pero cuya gravitación ya lo atrapa. Muy diversos son los análisis que ha ensayado la crítica. Acaso el más legible y el más complejo sea el de Emir Rodríguez Monegal. La historia, la geografía, la política, la técnica de Faulkner y de ciertos escritores rusos y escandinavos, la sociología y el simbolismo, han sido interrogados con afán, pero nadie ha logrado, hasta ahora, destejer el arco iris, para usar la extraña metáfora de John Keats. 
Pedro Páramo es una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispánica, y aun de la literatura.


En Biblioteca Personal (1987)
Foto de Borges y Rulfo por Rogelio Cuéllar
Encuentro en México, 1973

18/10/16

Jorge Luis Borges: Un sajón (449 A.D.)






Ya se había hundido la encorvada luna;
lento en el alba el hombre rubio y rudo
pisó con receloso pie desnudo
la arena minuciosa de la duna.
Más allá de la pálida bahía,
blancas tierras miró y negros alcores,
en esa hora elemental del día
en que Dios no ha creado los colores.
Era tenaz. Obraron su fortuna
remos, redes, arado, espada, escudo;
la dura mano que guerreaba pudo
grabar con hierro una porfiada runa.
De una tierra de ciénagas venía
a esta que roen los pesados mares;
sobre él se abovedaba como el día
el Destino, y también sobre sus lares,
Woden o Thunor, que con torpe mano
engalanó de trapos y de clavos
y en cuyo altar sacrificó al arcano
caballos, perros, pájaros y esclavos.
Para cantar memorias o alabanzas
amonedaba laboriosos nombres;
la guerra era el encuentro de los hombres
y también el encuentro de las lanzas.
Su mundo era de magias en los mares,
de reyes y de lobos y del Hado
que no perdona y del horror sagrado
que hay en el corazón de los pinares.
Traía las palabras esenciales
de una lengua que el tiempo exaltaría
a música de Shakespeare: noche, día,
agua, fuego, colores y metales,
hambre, sed, amargura, sueño, guerra,
muerte y los otros hábitos humanos;
en arduos montes y en abiertos llanos,
sus hijos engendraron a Inglaterra.



En El otro, el mismo (1964)
Foto captura: Borges. Encuentro con las artes y las letras 1976 RTVE


17/10/16

Jorge Luis Borges: Ronda






El Islam, que fue espadas 
que desolaron el poniente y la aurora 
y estrépito de ejércitos en la tierra 
y una revelación y una disciplina 
y la aniquilación de los ídolos 
y la conversión de todas las cosas 
en un terrible Dios, que está solo, 
y la rosa y el vino del sufí 
y la rimada prosa alcoránica 
y ríos que repiten alminares 
y el idioma infinito de la arena 
y ese otro idioma, el álgebra, 
y ese largo jardín, las Mil y Una Noches, 
y hombres que comentaron a Aristóteles 
y dinastías que son ahora nombres del polvo 
y Tamerlán y Omar, que destruyeron, 
es aquí, en Ronda, 
en la delicada penumbra de la ceguera, 
un cóncavo silencio de patios, 
un ocio del jazmín 
y un tenue rumor de agua, que conjuraba 
memorias de desiertos.

En La cifra (1981)
Retrato de Jorge Luis Borges
Archivo ANDINA, Perú

16/10/16

Marta Contreras: El arco, la lira, la rosa. Octavio Paz y Jorge Luis Borges





La lectura de El arco y la lira de Octavio Paz nos introduce en el problema de la delimitación y explicitación del fenómeno poético. La forma de abordar el tema está determinada por la condición de poeta del autor y por algunas peculiaridades de su búsqueda de sentido. El lenguaje de O. Paz no pretende ser científico y la explicación implica una experiencia cognoscitiva que integra modelos diferentes que los occidentales a la comprensión de lo humano en general. El discurso de Paz es rítmico, poético por la reiteración y por la capacidad sugestiva de la paradoja.

En cada uno de los capítulos de su libro O. Paz abre y reitera diferentes maneras de comprensión del fenómeno poético en sus diversas facetas. En ese desarrollo el concepto de revelación poética tiene gran importancia:

La revelación poética implica una búsqueda interior. Búsqueda que no se parece en nada a la introspección o el análisis; más que búsqueda, actividad psíquica capaz de provocar la pasividad propicia a la aparición de las imágenes.1

Esta interpretación de la producción poética parece muy diferente de la manera en que Jorge Luis Borges resuelve su vía de acceso a la comprensión del fenómeno poético. Ambos escritores coexisten en el tiempo, pero ambos proponen un juego diferente en la interpretación del fenómeno poético. Ambas explicaciones se iluminan mutuamente en sus diferencias y encuentros. Sin plantearnos la necesidad de elegir un enfoque u otro a priori, nos parece más interesante una simple confrontación entre una poética, la de Paz, y un poema de Borges, La rosa, para que en la sola puesta en relación y autorizados por la contigüidad de sus naturalezas se haga evidente ya sea la semejanza, ya sea la diferencia; y esto, por el puro placer de darse cuenta.

El primer término que atrae Paz a su descripción es revelación. Con criterio genético revelación es el nombre del momento en que el poeta encuentra o ve una dimensión diferente de su andar por el mundo habitual, algún aspecto de lo cotidiano en su esencia o verdadero ser y esto, en palabras. Esto implica aceptar que la realidad tiene una forma aparente y una esencia conocible más allá de esa forma aparente.

El origen de la creación poética es una forma de conocimiento privilegiada superior o al menos más profunda. En la poética de Octavio Paz el conocimiento poético es una revelación cuyo contenido es “nuestra condición original”, es decir, lo sagrado, la pertenencia a Dios. La recuperación de esa conciencia por medio de la revelación poética lleva a lo que el poeta llama “la creación de nosotros mismos”. El descubrimiento de la condición original tiene otra vía de realización además de la revelación poética, se trata del amor entendido como fusión y anulación del yo. En ambos casos la experiencia de lo sagrado no debe entenderse como una comprensión estática y determinista del hombre sino como la comprensión de su naturaleza temporal y por ello de ser haciéndose permanentemente, en camino de la recuperación total de su condición primigenia.

La expresión de la revelación plantea un segundo problema, el de cómo puede llegar a ser o transformarse en palabras. El análisis de este asunto lleva a Paz a revisar diferentes enfoques que sintetizaremos a continuación. Primeramente él acepta que en el momento de la escritura alguien otro dicta al poeta las palabras de una manera misteriosa, irreductible e inexplicable. Por otra parte señala que, si bien es cierto, la voz del poeta es siempre social y común, no lo es menos que “el poema no es el eco de la sociedad, sino que es, al mismo tiempo, su criatura y su hacedor, según ocurre con el resto de las actividades humanas.” Una manera de mediar en esta oposición es la de situarse en otra perspectiva para ver la creación poética y su origen. Si anulamos la oposición entre sujeto y objeto, entre yo y el mundo que caracterizan una cierta modalidad de proyectar la función y lugar de las palabras del poema y del poeta, entonces podríamos ver la inutilidad de una oposición que mantiene en una tensión irresuelta la discusión sobre el origen (naturaleza) de la poesía.

Por este propósito espiritual de orientación surrealista llegamos a definir el quehacer poético como involuntario, como un acto que se produce como negación del sujeto. Se acepta como indescifrable el misterio de la otra voz, la que dicta, la que sopla en el instante de la precipitación verbal. “El hombre es temporalidad y cambio y la otredad constituye su propia manera de ser. El hombre se realiza o cumple cuando se hace otro. Al hacerse otro se recobra, reconquista su ser original anterior a la caída o despeño en el mundo, anterior a la escisión en yo y otro.”2

La inventio retórica se llena de misterio y niega su carácter consciente y voluntario para transformarse en una instancia cuasi mágica al borde de lo sagrado, en el espacio de lo inexplicable. Para Aristóteles el proceso creador era posible por medio de una técnica, es decir, un saber que pone en juego la fantasía entendida como la capacidad de impresionar imágenes y la inteligencia capaz de combinar estas imágenes para producir unas nuevas sujetas a leyes propias. Se puede componer de acuerdo a una técnica aprendida aplicada a un material básico disponible en la tradición (las historias y los temas consagrados) por medio del lenguaje sujeto a ciertas condiciones de la tekné artística (ritmo, leyes de composición del argumento, magnitud, etc.).

El romanticismo abre una vía diversa de explicación al fenómeno poético, vía que va a dar al surrealismo al poner un fondo de referencia a la investigación en lo irracional: el inconsciente. La generación poética que podríamos llamar también proceso de producción es un momento en un proceso más amplio de un circuito artístico de partes indisolubles. La descripción que hace Paz de este circuito implica la instancia de la persona como agente portavoz o intermediario y a la vez como receptor de la revelación. En un primer momento la persona es activa, protagonista de una búsqueda, en el momento de la revelación otro habla por ella, la persona es vehículo de otro. La imagen que resulta de este proceso, a su vez, cobra vida propia y se independiza para quedar disponible a un lector que puede ser destinatario de la revelación como antes lo fue el poeta.

Tanto la creación como la recepción son parte de un recorrido cognoscitivo y espiritual. Se concibe al hombre, al poeta, como un sujeto que busca el saber, que busca el destino. Ambos propósitos relacionados se despliegan en la actividad poética, praxis privilegiada que pone en contacto al ser con lo sagrado presente o ausente. La poesía es una forma verbal de interrogación por el sentido. 

Queda pendiente esclarecer qué se entiende por “actividad psíquica capaz de provocar la pasividad propicia a la aparición de las imágenes”. Se podría pensar que este estado es el que se llama contemplativo en otros contextos y que se ha asociado en la tradición a la actividad mística y artística. En cuanto a imagen verbal, Octavio Paz la concibe en términos aristotélicos. El poema perfecciona lo real proponiendo un deber ser que le es propio y que se estructura con leyes internas del texto mismo. Esta autonomía del texto hace posible que en él coexista lo irreconciliable. La paradoja es el lenguaje poético por excelencia y es considerado por el poeta como lenguaje sagrado, esencial, es decir, como la palabra por antonomasia. 

Las imágenes verbales o cuerpo significante no queda constituido como un espacio estático, muerto, apenas residuo de un acto anterior perdido, sino que, y en esto reside su condición de gran arte, la obra inaugura en la lectura un sistema de relaciones vivas, vigentes, es decir, un texto. Del mismo modo que la entrada en el espacio sagrado del templo modifica la conciencia del devoto quien despliega y deposita su humanidad aspirante o dolorida en la red tejida de los sentidos que como creyente lo sostienen, así del mismo modo el poema se abre con la lectura a la entrada de un lector en un espacio de reconocimiento, de búsqueda y encuentro, en la zona de la memoria y del cuerpo donde los signos encuentran correspondencia, apertura, iluminación. Así el circuito se reabre y se completa al iniciarse.

Leamos ahora un poema de Jorge Luis Borges y veamos qué pasa con esa lectura y nuestro intento de acotar un cierto concepto de poesía. He elegido el tema clásico de la rosa en una reescritura del maestro de literaturas Jorge L. Borges.

La rosa 3
1. La rosa,
2. la inmarcesible rosa que no canto,
3. la que es peso y fragancia,
4. la del negro jardín en la alta noche,
5. la de cualquier jardín y cualquier tarde,
6. la rosa que resurge de la tenue
7. ceniza por el arte de la alquimia,
8. la rosa de los persas y de Ariosto,
9. la que siempre está sola,
10. la que siempre es la rosa de las rosas,
11. la joven flor platónica,
12. la ardiente y ciega rosa que no canto,
13. la rosa inalcanzable.
El poema es representación, imagen poética verbal cuyo diseño podemos describir para hacer evidente cómo se ha tejido su artificio. Estamos pensando el poema como una forma disponible, como una hechura a la mano que se cierra y se abre a los impulsos de la lectura. El poema tiene una disposición regular desde el punto de vista de la medida de los versos:
1 - 3
2 - 11
3 - 7
4 - 11
5 - 11
6 - 11
7 - 11
8 - 11
9 - 7
10 - 11
11 - 7
12 - 11
13 - 7
Versos impares combinados. Un verso inicial de tres sílabas y alternancia de versos de 7 y 11 sílabas. La distribución de las medidas es simétrica. El primer verso da la clave del tema y el último lo cierra dejándolo abierto al intento imposible de alcanzar. La distribución del poema corresponde a la forma de repetición geminatio.4 En este tipo de forma se repite una palabra o un grupo de palabras preferentemente al comienzo de cada verso. En este caso cada verso contiene un repetición, excepto el verso 7 que es el verso central que divide el poema en dos. Las dos mitades son equivalentes en su medida y complementarias en su carga semántica. El esquema de esta geminatio es el siguiente:
1 - x x
2 - x x
3 - x
4 - x
5 - x
6 - x x
7 -
8 - x
9 - x
10 - x x
11 - x
12 - x x
13 - x x
La repetición de la rosa modela un poema en el que cada verso propone una igualdad que se diversifica o difiere en la serie de amplificaciones que componen el poema. Cada verso es símil de un pétalo de la rosa que siendo hecha de muchos de ellos es, a la vez, uno solo que se repite repitiendo la rosa su forma que la distingue y en la que se distingue cada uno de ellos.

Se suma a la geminatio la repetición de otras palabras dentro del poema lo que resulta en una construcción hecha con pocos elementos. Así se repite en los versos 2 y 11 una frase clave del poema que no canto; en los versos 4 y 5 se repite jardín; en el verso 5 se repite cualquier; en los versos 9 y 10 se repite siempre. La repetición en todos los casos es doble. Al duplicarse la inclusión de estos elementos del poema se intensifica su carga semántica definiéndose así el poema con un perfil muy claro, escueto y concentrado.

Siguiendo con los procedimientos de repetición que estructuran el poema se destacan dos paralelismos bimembres en los versos 4 y 5:
negro jardín     alta noche
cualquier jardín     cualquier tarde

La forma discursiva del poema es la letanía. Esta forma consiste en la enumeración de los múltiples nombres que una entidad sagrada recibe como manifestaciones de sus muchas virtudes o de la riqueza de su ser. La manera de acceder a la polifacética riqueza del objeto de la enunciación es la distribución de frases semejantes en su construcción que acumulan rasgos extraordinarios sobre él. La enunciación del poema está al servicio de la semejanza o equivalencia de lo que cada frase significa con respecto a la anterior o a la siguiente con la interrupción del verso 7 que se constituye en el gozne fónico, sintáctico y semántico que define la naturaleza alquímica de la rosa. El entramado de la serie de versos se diseña como una repetición formal (fónica morfológica) y por la acumulación de rasgos semánticos que producen una rosa recargada de connotaciones, una rosa en profundidad en el tiempo, una rosa humana de acuerdo al contexto de Borges.

La representación de la rosa es la representación de una serie de rosas, los rasgos incluidos en ella son paradojales. La rosa se construye en la enumeración de elementos que se oponen y complementan. El verso 7 rompe la letanía y funciona como una bisagra que permite el movimiento de la progresiva creación de la rosa en el poema. Allí está la articulación del proceso alquímico que da nombre al misterio de las rosas, de la rosa en su unidad y multiplicidad.

La rosa que se despliega hacia arriba y hacia abajo en el poema cristaliza en esta unidad central de dos versos 6 y 7 en la cual se explica la causa del proceso por el cual se puede repetir su emergencia desde la tierra: privilegiada evidencia de una transmutación alquímica precisa e ilimitada a la vez. Precisa en su forma, e ilimitada en la recurrencia del proceso que la hace reconocible cada vez en su multiplicidad abrumadora y asombrosa.

Se ofrece en el poema una síntesis de una experiencia de conocimiento sobre leyes humanas y naturales en tanto que se refieren a procesos en el tiempo. La rosa es puesta en perspectiva del tiempo natural en su proceso de regeneración y permanencia y del tiempo histórico que la ha preservado en memorias del arte de diversas materializaciones de la cultura humana. Esto va ligado a la experiencia de un hablante que incorporando lo anterior se sitúa una vez más enfrente de la rosa para una contemplación reflexiva que la recupera en la pintura verbal para la posteridad, otra vez en su condición pasajera y eterna, es decir, en la condición paradojal de su ser.

La rosa que no se marchita es una rosa que se marchita y muere, pero que puede recuperar su plenitud siempre. La rosa es temporal e intemporal. Pertenece a la historia y en ese sentido, fue, pero sigue siendo de modo que está fuera del tiempo y es la rosa ideal de Platón. Pensada y vivida por los persas y por Ariosto, la rosa ha estado en un escenario filosófico, artístico y refinado o ha sido un emblema heroico. Del marco de la pasión al de la abstracción, la rosa sigue existiendo en las paradojas que son las de la historia, las de la vida humana. 

Los elementos componentes de las paradojas se desprenden unos de otros y van formando un cuerpo cerrado, perfectamente coherente y cuya expresión es el círculo. Como si las dos partes del poema se miraran entre sí y por la mediación de la actividad alquímica crearan la sugestión del infinito a partir del registro de una forma finita que se reproduce infinitamente en el tiempo. Desde las formas concretas que asume la historia en cada momento se desprende una idea, la joven flor platónica y la ardiente y ciega rosa que no canto.

La representación de la rosa en el poema pone en evidencia la heterogeneidad y lo contradictorio de una realidad cuya densidad puede sugerirse por el uso de un lenguaje no lineal. Así, la repetición crea circuitos comunicantes de múltiples dimensiones que se mueven para hacer la rosa en el poema en su redondez, en su reaparición, en la pregunta con que viene cargada desde hace tiempo.

Las marcas de persona permiten identificar a un sujeto que restringe su grado de persona ya sea porque es otro el que canta o porque el sentido del canto ha sido subvertido. La enunciación en el texto enuncia un fracaso, una no acción, un no canto. Pero el enunciado evidencia paradojalmente el éxito de un canto que hace, como pedía Huidobro, florecer la rosa en el poema. 

La negación apunta a una despersonalización o desidentificación del que enuncia con su enunciado de modo que no sea un hacedor o creador sino uno que cita, que verifica, que acude a la memoria registrada en la historia. Esto convierte su propia presencia en el texto en la reaparición de un otro que ya ha sido y que dejará de ser, pero que, singularmente aparecerá otra vez en la lectura de alguien. La poética expresa de Borges permite más o menos confirmar esta aproximación al poema.

La rosa poema es una nominalización o construcción por serie sucesiva de nombres. Desde este punto de vista y como un detalle sugestivo está el hecho de que los sustantivos y adjetivos suman 31 palabras en el poema en tanto que los verbos sólo cinco. Nueve sustantivos son la palabra rosa. La restricción de la capacidad enunciativa se manifiesta finalmente en el hecho de que el poema es un largo nombre, sujeto o sustantivo sin predicación. La frase, la predicación siempre hechura del sujeto no llega a realizarse.

La descripción que Octavio Paz hace de la poesía puede encontrarse con algunos aspectos que hemos comentado de este poema. El poema es imagen de un conocimiento que para Paz se llama revelación. El sujeto que enuncia en el poema de Borges, se ha retirado a la distancia y en pasividad propone la contemplación de un objeto que no le pertenece, en cuyo proceso no participa ni puede intervenir, pero que sin embargo lo toca y lo atraviesa por su carácter contradictorio profundamente paradójico, revelador de su propia naturaleza humana.



Notas

1 Octavio Paz. El arco y la lira
México: Fondo de Cultura Económica, 1956, p. 54.

2 Octavio Paz. El arco y la lira, op. cit., p.180. 238.

3 Jorge Luis Borges. Obra poética 1923-1977
Buenos Aires: Alianza Editorial y Emecé Editores, 1981, p. 38.

4 La geminatio consiste en la repetición de la misma palabra o del mismo grupo de 
palabras en un lugar de la frase, generalmente en su comienzo. 
Heinrich Lausberg. Manual de Retórica Literaria. 
Madrid: Ed. Gredos, 1976, párrafo 616, p. 99, vol. II.



Octavio Paz: Dossier III
Autores varios. Edición y publicación virtual
por Ediciones del Sur. Córdoba. Argentina. Junio de 2004

Imagen: Jorge Luis Borges junto a Octavio Paz en México
Foto Rogelio Cuéllar, Archivo La Jornada



Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...