23/8/16

Georges Charbonnier: «El escritor y su obra. Ocho entrevistas con JLB» 2. El ultraísmo







GEORGES CHARBONNIER: La primera entrevista de esta serie fue un panorama de Jorge Luis Borges. Las que siguen estarán consagradas a la literatura en general.
Sabemos que la revista L’Herne dedicó recientemente a Jorge Luis Borges un número especial; no sabríamos recomendar lo suficiente a nuestros oyentes la consulta de esta obra.
Hoy, nos remontaremos a muchos años atrás, al período que sucedió a la guerra de 1914-1918, y pediremos a Jorge Luis Borges que nos precise el sentido de una palabra poco conocida en Francia, la palabra «ultraísmo».
Jorge Luis Borges, la palabra «ultraísmo» nos intriga. Sabemos que esa palabra designa un movimiento literario, un movimiento literario sudamericano. Sabemos que, cronológicamente, este movimiento tiene lugar poco después del período europeo dadá, pero no sabemos qué es el ultraísmo. ¿Qué es, pues, el ultraísmo?
JORGE LUIS BORGES: Creo que lo mejor sería ignorar totalmente el ultraísmo. Se trata de un movimiento literario que tuvo su origen en España: se quería imitar a poetas, qué diré yo, del género de Pierre Reverdy. Se quería imitar a Apollinaire, al chileno Huidobro. Una teoría, que hoy encuentro totalmente falsa, quería reducir la poesía a la metáfora y creía en la posibilidad de hacer nuevas metáforas.
Y bien, yo creí, o intenté creer, en este credo literario. ¡Ahora lo encuentro falso de toda falsedad! No veo ninguna razón para suponer que la metáfora sea el único artificio literario posible, cuando lo cierto es que hay otros. Y, después, también se hizo lo mismo en Buenos Aires.
G. C.: La palabra metáfora conoció la misma fortuna en Francia. Hace tres o cuatro años, revistas, artículos y ensayos estaban llenos de ellas. La moda cambió. La metonimia remplaza a la metáfora.
J. L. B.: ¡No creo que se gane mucho con el cambio!
G. C.: ¡Desde luego!
J. L. B.: Así, pues, hicimos un movimiento literario. Negábamos la rima. Queríamos negar la música del verso. Sólo queríamos encontrar nuevas metáforas. Desgraciadamente para nosotros, había ya en Buenos Aires un poeta, Leopoldo Lugones. Leopoldo Lugones había publicado un libro en 1909. Era un hombre bastante joven para nosotros —en efecto, éramos de 1920. Lugones había predicado y practicado la misma idea: la de renovar las metáforas.
Creo que este movimiento no tiene ninguna importancia o, lo que es otra forma de decir lo mismo, que sólo es importante para los historiadores de la literatura. Lo que es una manera de ser insignificante, según yo.
No creo que sea posible encontrar nuevas metáforas. Creo que hay metáforas que corresponden a afinidades verdaderas entre las cosas. Podríamos citar un montón de metáforas en que se trata de la vida y el sueño, de la muerte y el dormir, del tiempo y del río, de las estrellas y los ojos, de las mujeres y las flores. Diría que estas metáforas, estos lugares comunes, estas trivialidades si se quiere, son verdaderas metáforas. Todo hombre en un momento determinado de su vida piensa, o siente más bien, de esta manera. Cuando se quiere hacer nuevas metáforas, se inventan afinidades que no existen. No se obtiene otro resultado que pasmar o irritar un poco al lector.
Creo que el ultraísmo hizo su época. Estoy un poco avergonzado de haber firmado sus manifiestos. En cuanto a negar la música del verso, encuentro que se trata de un error evidente. Creo que la música es la esencia del verso, es decir, la correspondencia entre la emoción y el sonido del verso. Lo mismo diría de la prosa. En cuanto a la rima: no veo qué razones hay para renunciar a un medio tan agradable como la rima.
En todo caso, esta historia del ultraísmo corresponde a una época muy lejana. Yo era ultraísta en 1921. Estamos en 1964. Si aún quedan colegas de esa época le dirán exactamente lo que yo digo. Esa época era muy divertida para nosotros. Nos divertimos mucho creyéndonos revolucionarios, pensando que la poesía empezaba en nosotros, pensando que si encontrábamos bellas metáforas en Shakespeare o en Hugo era, evidentemente, porque eran precursores nuestros. ¡Precursores nuestros! Eran otras épocas. Sería necesario olvidarlas.
Todo esto podría servir, más o menos, para los exámenes de literatura argentina o española, pero no tiene ninguna importancia. Los «creacionistas», etc. En el caso de los poetas que intentábamos imitar, diría que Apollinaire es a veces un gran poeta, pero más bien a pesar de sus teorías. En todo caso, creo que las teorías literarias no tienen ninguna importancia. En esa época, ese poeta, que seguramente era un gran poeta, dijo que el tiempo de la rima había pasado. Tenía razón en cuanto a sí mismo, puesto que podía hacer admirables versos libres. Si Hugo hubiera dicho lo mismo, se habría equivocado, porque él podía rimar de una manera que me parece muy bella.
Las teorías en sí mismas no tienen, para mí, ninguna importancia. Lo importante es lo que se hace con ellas y esto depende del genio de cada poeta. Es inútil discutir una teoría estética. Es preciso ver a qué objeto ha servido.
G. C.: Anecdóticamente, regreso al ultraísmo…
J. L. B.: Sí, ¿por qué no?
G. C.: ¿Cómo se manifestó —anecdóticamente— el ultraísmo?
J. L. B.: Se manifestó a través de poemas muy cortos, escritos de una manera voluntariamente ingrata o prosaica, y en cada línea había una metáfora generalmente viciosa, ¡no sé por qué razón hacíamos tantas metáforas sobre la luna! Después se descubrió que Lugones o Laforgue ya las habían hecho. También teníamos una vaga idea de ser modernos: de vez en vez había ascensores o aviones en nuestros poemas. No muy numerosos, pero todo esto, creo yo…
G. C.: ¿Tenían relaciones con el movimiento dadá europeo?
J. L. B.: Sí, sí, pero me parece que el movimiento dadá era más interesante. Correspondía a una idea, digamos, de nihilismo, de desesperación de la literatura. Quedamos muy decepcionados cuando supimos —después— que los dadaístas no eran verdaderos escépticos. Por ejemplo, cuando discutíamos sobre la paternidad del dadaísmo, pensábamos que el verdadero dadaísta habría debido decir: «Pero, sí, evidentemente, eres tú el inventor del verdadero dadaísmo y no yo». En fin, supimos que los dadaístas eran escritores tan profesionales como los demás, igualmente celosos, igualmente vanidosos.
G. C.: Cada uno de ellos gastó treinta años reclamando la paternidad del dadaísmo: «Soy yo quien lo inventó de verdad».
J. L. B.: Sí, es decir, para demostrar que no eran escépticos. Si hubieran sido verdaderos dadaístas habrían dicho: «No, no, yo no he inventado nada, ¡eres tú quien lo ha hecho!».
G. C.: Ésta ha sido la actitud de Picabia. Picabia decía: «¿Dadá? No lo conozco, de ninguna manera estoy en él». Pero era el único que mantenía esta actitud. Los demás tenían verdaderos museos dadá
J. L. B.: Bien cierto. Verlaine hizo el simbolismo. Cuando se le hablaba del simbolismo, decía: «¿El simbolismo? No sé alemán». Encontraba que el simbolismo era algo pedante. Creo recordar que a los simbolistas los llamaba «cimbalistas». Es decir ¡no se interesaba por las teorías! Igualmente, cuando atacó la rima, lo hizo en versos rimados. Recuérdelo usted:
Oh! qui dira les torts de la Rime
Quel enfant sourd ou quel nègre fou
Nous a forgé ce bijou d’un sou
Qui sonne creux et faux sous la lime?*
Al atacar a la rima, mostraba que podía manejarla con toda facilidad.
G. C.: Los ultraístas, con la edad…
J. L. B.: Se han vuelto otra cosa.
G. C.: ¿Se volvieron hacia el surrealismo?
J. L. B.: No, no en Argentina, que yo sepa. Creo que mi generación se volvió más bien hacia la poesía regular, hacia lo clásico, o hacia el romanticismo. Y cuando llegó el surrealismo, se lo miró con cierta desconfianza. Hubo surrealistas en nuestro país, pero no eran estos mismos, eran jóvenes que nos veían un poco como a viejos pomposos, a nosotros, los viejos que fuimos ultraístas en nuestra época. Sin duda, esto es inevitable.
G. C.: ¿La aparición del surrealismo es reciente en Argentina? Si no la aparición, ¿por lo menos la consideración de la existencia del surrealismo?
J. L. B.: Creo que hay algunos surrealistas, pero perdí la vista hace unos diez años, tengo mis deberes, en fin, mi trabajo de director de la Biblioteca Nacional, mi cátedra de Biblioteca inglesa y norteamericana en la Universidad, estudio el anglosajón, me atrevo a estudiar el noruego para leer textos escandinavos, las eddas y las sagas, tal como leo las elegías y la poesía heroica sajona y quiero escribir de vez en cuando. De ninguna manera estoy al corriente de la literatura más joven.
G. C.: Aquí el surrealismo no es ya una literatura joven.
J. L. B.: No, evidentemente.
G. C.: De ninguna manera.
J. L. B.: De acuerdo, pero en América del Sur las cosas llegan siempre con retraso; se recibe muy lentamente las aportaciones literarias.
G. C.: La guerra fue un toque de agonía para el surrealismo.
J. L. B.: Sí, evidentemente. Pero tengo la impresión de que cuando yo tenía, digamos, veinte o veinticinco años, en Buenos Aires, hablo de lo que conozco, en Montevideo, que también conozco bien, y en Madrid, la literatura podía ser una pasión. Éramos grupos de jóvenes. Nos reuníamos hacia las 11 de la noche, el sábado, y podíamos hablar de literatura, hablar en pro o en contra de las metáforas y la rima, hasta el amanecer. Podíamos discutir también de filosofía. Hablábamos mucho de la existencia o de la inexistencia del yo, del tiempo, de Dios, de la inmortalidad, del universo, del infinito, etc., ¡y todo esto era apasionante para nosotros! Podíamos discutir hasta el amanecer de todas estas cosas.
Creo que ahora la pasión de un joven sería más bien la política. Personalmente, la política me interesa bien poco. Desde luego, estoy contra todos los estados totalitarios. Fui contrario al nazismo. Estoy contra el comunismo. Estoy contra la dictadura que acabamos de sufrir. Se trata de convicciones personales, pero tampoco demasiado interesantes para mí. Es un poco como decir: «No estoy en pro del canibalismo, no». Lo declaro, pero no puedo hablar mucho tiempo de ello.
Creo que ahora, para los jóvenes, la política puede ser una pasión. Mientras que en mi época —todo ello le parecerá a usted un juego muy viejo— la literatura podía ser una pasión. No sólo las cosas de las que he hablado —metáforas, rimas, etc.—, sino también las posibilidades mismas del lenguaje, las relaciones posibles del lenguaje con el universo, con la experiencia humana: todo ello nos apasionaba. No sé si todo esto es válido todavía. Puedo equivocarme. Quizá, en este momento, cenáculos de jóvenes, en las ciudades que he mencionado, están a punto de discutir, con un vocabulario evidentemente distinto, con citas distintas, estos mismos problemas. Esto no es imposible.
G. C.: Hace treinta años podían ustedes alimentar una pasión por la literatura. Supongo que sus homólogos actuales son capaces de alimentar la misma pasión.
J. L. B.: Sí, pero no sé si estos homólogos tienen cenáculos como nosotros. Tengo la impresión —que puede ser falsa— de que casi ya no hay cenáculos. En todo caso, en Argentina, nosotros, los escritores, estamos evidentemente interesados en la literatura: es nuestra vida, es nuestro destino. Pero ya no nos reunimos para discutirla. Cada quien hace su obra en casa y discute sus problemas consigo mismo. En la soledad.
Sé que hay grupos de amigos. Por ejemplo, he hablado con frecuencia de literatura con Adolfo Bioy Casares, Carlos Mastronardi, Manuel Peyrou, con Mujica Láinez, Marisa Vásquez, que me acompaña en este momento, pero esto no significa que haya cenáculos literarios. En mi tiempo sí los había. Cenáculos que contaban, qué diré yo, con quince o veinte personas que se reunían expresamente para hablar de literatura. Seguimos hablando de literatura, pero ya no en forma bien organizada.
G. C.: No, de acuerdo. Aquí hablamos siempre mucho de literatura, pero la organización es menor. Es algo que yo creo extremadamente feliz. Permite más libertad. Entre las dos guerras, la literatura fue violentamente organizada y regida, no por los poderes públicos sino por algunos escritores autócratas…
J. L. B.: Esto ya no existe.
G. C.: No.
J. L. B.: Creo que esto hizo daño. Creo que una de las causas de la riqueza de la literatura inglesa es que nunca ha habido, en Inglaterra, movimientos literarios. Heine decía que todo inglés es una isla. Creo que esto puede aplicarse también a los hombres de letras: cada quien hace su obra; hay muy pocos manifiestos y escuelas. Hubo prerrafaelitas, etc.; lo que hicieron bien nada tiene que ver con el movimiento en sí.
Creo que los movimientos literarios, los cenáculos, las escuelas, son propias del periodismo, de la propaganda, más que de la literatura misma. No sé si tengan una influencia bienhechora. Quizá sí para los escritores muy jóvenes que tienen necesidad de hablar de literatura y que no encuentran un ambiente hospitalario para ello. Ahí son buenas las escuelas. Si no, creo que son útiles para los historiadores de la literatura. Lo mismo diría de la división de los escritores en generaciones.
Y además, repito, creo que las convicciones de un escritor, aun las convicciones estéticas, no son muy importantes. Lo importante es lo que hace. Dado un grupo de escritores con las mismas teorías: las obras son muy distintas. Es suficiente con pensar en los simbolistas, por ejemplo, o en los poetas que se llamaban cubistas. Eran bien distintos irnos de otros, sobre todo cuando hacían cosas valederas. Creo que fue Flaubert quien dijo —y exageraba—: «Si un verso es bueno, pierde su escuela. Un verso de Boileau vale un buen verso de Hugo». Evidentemente exageraba. Pero también tiene algo de verdad.
Si una cosa está lograda, lo está para todo el mundo, aparte de todas las discusiones estéticas. La obra se vuelve clásica, es decir, más allá de toda discusión.
Pero evidentemente no se puede hablar sin simplificar, y no se simplifica sin deformar las cosas. La verdad siempre es más compleja. Aventuro simplemente estas ideas que me han venido a la mente para responder a sus preguntas. Las aventuro con timidez. Simplemente.



* «¿Quién de la Rima dirá los males? / ¿Qué niño sordo, qué loco negro / nos ha forjado tan falsa alhaja / que si la liman nos suena a hueco?» («Art poétique», en Jadis et naguère [traducción de Luis Guarner]).





Georges Charbonnier, El escritor y su obra
Entrevistas de Georges Charbonnier con Jorge Luis Borges
Título original: Entretiens avec Jorge Luis Borges
Georges Charbonnier, 1967
Traducción: Martí Soler

Foto: Georges Charbonnier, producer to France Culture,
academic and art critic, April 01, 1967 (Getty Images)


22/8/16

Jorge Luis Borges: Vathek







Los sueños, que tejen buena parte de nuestra vida, han sido prolijamente estudiados, desde Artemidoro hasta Jung; no así la pesadilla, el tigre del género. Vaga ceniza del olvido y de la memoria, los sueños de la noche son lo que van dejando los días; la pesadilla nos depara un sabor singular, del todo ajeno a la vigilia común. En determinadas obras de arte reconocemos ese inequívoco sabor. Pienso en el doble castillo del cuarto canto del Infierno, en las cárceles de Piranesi, en ciertas páginas de De Quincey y de May Sinclair y en el Vathek de Beckford.

William Beckford (1760-1844) heredó una vasta fortuna, que dedicó al estudio y al ejercicio de las artes, a la edificación de palacios, a los placeres, a la ostentosa reclusión, a la colección de libros y de grabados y, siquiera al principio, a esa douceur de vivre que sólo conocieron, se afirma, aquellos a quienes le fue dado vivir antes de la revolución francesa. Su maestro de música fue Mozart. Erigió altas torres efímeras en Portugal y en Inglarerra, en Cintra y en Fonthill. Encarnó para sus contemporáneos el tipo de lord excéntrico. Se pareció de algún modo a Byron o a la imagen que hoy tenemos de Byron. A los diecisiete años redactó biografías satíricas de pintores flamencos, cuya labor admiraba. Su madre descreía, como Gibbon, de las universidades inglesas; William se educó en Ginebra. Recorrió los Países Bajos e Italia, a los que dedicó un libro anónimo en forma epistolar, que casi inmediatamente destruyó y del que sólo quedan seis ejemplares. Durante un tiempo circuló la versión de que tres días y dos noches de 1781 le bastaron para escribir Vathek. Esta leyenda es una prueba de la unidad del libro. Beckford lo redactó en francés; el inglés era entonces, como las otras lenguas germánicas, un tanto lateral. En 1876, Mallarmé prologó una reimpresión del original.

La influencia tutelar del Libro de las mil y una noches no es menos evidente en estas páginas que la invención y la buena ejecución de la fábula. Andrew Lang declara o sugiere que la invención del Alcázar del Fuego Subterráneo es la mayor gloria de este volumen.


En Biblioteca Personal (1987)
Luego en Obra Crítica (2000)
Foto: Borges saliendo de la Galería del Este
Luego de visitar la Librería de la Ciudad 

21/8/16

Jorge Luis Borges: Daniel y los sueños de Nabucodonosor






La visión de la estatua

En el año doce de su reinado Nabucodonosor tuvo un sueño que lo agitó pero al despertar no podía recordarlo. Llamó a magos, astrólogos, encantadores y caldeos y les exigió una explicación. Adujeron los caldeos que no podían explicar lo que no conocían. Nabucodonosor les juró que si no le mostraban el sueño y le daban una interpretación, serían descuartizados y sus casas convertidas en muladares, pero que si lo hacían recibirían mercedes y mucha honra. No pudieron hacerlo y el rey decretó la muerte de todos los sabios de Babilonia. La sentencia alcanzaba a Daniel y sus compañeros. Daniel obtuvo un plazo. Fue a su casa e instó a sus compañeros a pedir al Dios de los cielos la revelación del misterio. El misterio fue revelado a Daniel en una visión de la noche. Pudo llegar hasta Nabucodonosor (quien lo llamaba Baltasar) y dijo: Lo que pide el rey es un misterio que ni sabios, ni astrólogos, ni magos ni adivinos son capaces de descubrir; pero hay en los cielos un Dios que revela lo secreto y que ha dado a conocer a Nabucodonosor lo que sucederá con el correr de los tiempos. He aquí tu sueño y la visión que has tenido en tu lecho: Tú, ¡oh rey!, mirabas y estabas viendo una estatua, muy grande y de brillo extraordinario. Estaba de pie ante ti y su aspecto era terrible. La cabeza era de oro puro; el pecho y los brazos, de plata; el vientre y las caderas, de bronce; las piernas, de hierro; y los pies, parte de hierro y parte de barro. Tú observabas, cuando una piedra (no lanzada por mano) hirió a la estatua en los pies y la destrozó. El hierro, el barro, el bronce, la plata y el oro se desmenuzaron y fueron como tamo de las eras en verano; se los llevó el viento y no quedó traza de ellos, mientras la piedra se transformó en montaña que llenó toda la tierra. Hasta aquí el sueño; oíd su interpretación. Tú, ¡oh rey!, eres rey de reyes porque el Dios de los cielos te ha dado el imperio, el poder, la fuerza y la gloria; El ha puesto en tus manos a los hijos de los hombres dondequiera que habitasen; a las bestias de los campos, a las aves del cielo, y te ha dado el dominio de todo; tú eres la cabeza de oro. Después de ti surgirá un reino menor que el tuyo, y luego un tercero, que será de bronce y dominará sobre la tierra. Habrá un cuarto reino, fuerte como el hierro y que todo lo destrozará. Lo que viste de los pies y los dedos, parte de barro de alfareros, parte de hierro, es que este reino será dividido, pero tendrá en sí algo de la fuerza del hierro que viste mezclado con el barro. Se mezclarán alianzas humanas, pero no se pegarán, como no se pegan entre sí el barro y el hierro. En tiempo de esos reyes, el Dios de los cielos suscitará un reino que no será destruido jamás, que permanecerá por siempre y desmenuzará a los otros reinos. Eso es lo que significa la piedra que viste desprenderse del monte sin ayuda de mano, y que desmenuzó el hierro, el bronce, el barro, la plata y el oro. Dios ha dado a conocer al rey lo que sucederá; el sueño es verdadero, y cierta su interpretación.

Nabucodonosor honró a Daniel y reconoció al verdadero Dios entre los dioses y Señor de los reyes, que revela los secretos.

Daniel, 2, 1-47


La visión del árbol

Yo, Nabucodonosor, vivía feliz en mi palacio, hasta que tuve un sueño que me espantó. Los sabios de Babilonia no supieron interpretarlo, e hice venir ante mí a Daniel, llamado Baltasar por el nombre de mi dios, y jefe de los magos. Le expliqué las visiones de mi espíritu mientras estaba en el lecho: Miraba yo, y vi en medio de la tierra un árbol alto sobremanera, muy fuerte y cuya cima tocaba en los cielos, visible desde todos los confines. Era de hermosa copa y abundantes frutos, y había en él mantenimiento para todos. Entonces bajó del cielo uno de esos que velan y son santos, quien me gritó: Abatid el árbol y cortad sus ramas, sacudid su follaje y diseminad sus frutos, que huyan de debajo de él las bestias y las aves del cielo de sus ramas; mas dejad en la tierra tronco con sus raíces y atadlo con cadenas de hierro y bronce, y quede entre las hierbas del campo, que lo empape el rocío y tenga por parte suya, como las bestias, las hierbas de la tierra. Quítesele su corazón de hombre y désele uno de bestia, y pasen sobre él siete tiempos. Esta sentencia es decreto de los vígiles y resolución de los santos, para que sepan los vivientes que el Altísimo es dueño del reino de los hombres y lo da a quien le place, y puede poner sobre él al más bajo de los hombres.

Daniel quedó estupefacto, turbados sus pensamientos. Dijo: Mi señor, que el sueño sea para tus enemigos, y la interpretación para tus adversarios. El árbol que has visto eres tú, ¡oh rey!, que has venido a ser grande y fuerte, y cuya grandeza se ha acrecentado y llegado hasta los cielos, y cuya dominación se extiende hasta los confines de la tierra. Mas te arrojarán de en medio de los hombres y morarás entre las bestias del campo, y te darán de comer hierba como a los bueyes, te empapará el rocío del cielo y pasarán sobre ti siete tiempos hasta que sepas que el Altísimo es el dueño del reino de los hombres y se lo da a quien le place. Lo de dejar el tronco donde se hallan las raíces significa que tu reino te quedará cuando conozcas que el cielo es quien domina. Por tanto, ¡oh rey!, sírvete aceptar mis consejos: redime tus pecados con justicia y tus inquietudes con misericordia a los pobres, y quizá se prolongará tu dicha.

Todo esto tuvo cumplimiento en Nabucodonosor, rey.

Daniel 4, 1-25



En Libro de sueños (1975)
Foto: Borges Stadt  Paranaein Interview - August 1969 
Ullstein Bild / Getty Images



20/8/16

Jorge Luis Borges: Entrevista con Gabriel Levinas [El Porteño, septiembre de 1983]












En agosto de 1983, tras la publicación de una nota sobre los niños apropiados por la dictadura, que apareciera en el Número 20 de la revista El Porteño, el local periodístico de Cochabamba al 700 fue reventado mediante la colocación de un artefacto explosivo. Su director, Gabriel Levinas, solicitó a Borges, entonces, una entrevista que se publicaría en el siguiente número mensual de la revista.



—Van llegando las elecciones y la cosa se pone más crítica en torno a los derechos humanos…
—¿Usted está seguro que están llegando las elecciones?
—Yo creo que van a llegar.
—Sí, creo que son tan impopulares que no pueden animarse a demorarlas más. Donde está sentado usted estuvo sentada la Sra. Fallaci. Después la atacaron de muy bajo, yo lo vi por televisión. Decían “la fea ésa”. No importa que una mujer sea fea o linda; puede importar… para otras cosas, pero es tan bajo eso de acusar a una mujer de fealdad…
—Nosotros hemos publicado el famoso reportaje que le hizo a Galtieri.
—Galtieri se mostró como un imbécil, desde luego.
—El reportaje muestra en manos de quien estuvimos.
—Bueno, yo no diría estuvimos; de hecho estamos. Estamos con facsímiles, con variantes… Están arrepentidos de que haya salido mal, pero no de que hayan ocurrido estas cosas; están arrepentidos de las consecuencias, pero no de los actos.
—Pero esta Ley de Amnistía…
—Bueno, pero es para salvarse ellos.
—De alguna manera es un reconocimiento de que hubo delito.
—Cuando una amnistía está propuesta por la delincuencia es muy sospechosa…; si temo que me arresten, soy partidario de la amnistía. Eso empobrece nuestra imagen.
—La cuestión es que nosotros le hemos dado espacio al tema de los derechos humanos.
—¡Con toda razón! Ellos hablan tanto de la imagen argentina; la imagen que de Argentina se tiene en todo el mundo es la de un país donde es frecuente la violación de los derechos.
—Su respuesta no se hizo esperar, la otra noche pusieron una bomba en la redacción.
—La verdad que uno siente nostalgia del tiempo de Rosas… la edad de oro. Ahora disponen de un instrumental más adelantado. Antes, los puñales de parra, de troncoso…
—La bomba logró abrir la caja fuerte, retirar carpetas, sacar papeles, rollos... Una bomba muy sofisticada.
—(Risas) Es casi un robo…
—Hemos tenido bastante apoyo; por supuesto la gente del gobierno no mandó su repudio.
—Claro que no.
—Aunque sea para guardar las apariencias. Me imagino que un gobierno tiene la obligación de proteger a sus ciudadanos y la libertad de prensa.
—La libertad de prensa no existe. La autocensura ha agravado las cosas, claro. Si todo el país está acobardado… ¿Qué puedo hacer yo por ustedes?
—Darnos su apoyo…
—Sí, pero ¿cómo puedo manifestarlo? Por ejemplo, pasado mañana van a presentar un libro mío en El Ateneo… ¿Usted conoce a un señor Montenegro? Bueno, hemos hecho unos diálogos que ahora van a salir en forma de libro y van a ser presentados pasado mañana en El Ateneo. Y yo hablo oficialmente de eso. No se qué puede suceder, pero… en mi caso yo creo que soy más o menos conocido… Al mismo tiempo creo que mi deber es aprovechar esa impunidad o esa relativa impunidad para decir lo que pienso en la época más terrible de la Nazi Argentina, que debe ser ésta.
—El motivo por el cual nos interesó hablar de los derechos humanos…
—¡Es que es una cosa terrible! ¿Cuánta gente ha sido secuestrada y luego asesinada? Creo que 27.000, no?
—Dicen que alrededor de 30.000. 
—Aunque fueran tres, estaría mal.
—Estaría mal uno.
—Estaría mal uno, claro. Hay otra cosa que sería peor aún: que fueran menos y ellos se jactaran de que son más. Quizás no son 27.000 sino 27, pero a ellos les gusta mostrarse así, como terribles. La imagen que ellos tienen clara es ésa.
—Si ellos hubieran sido certeros en lo que buscaban, mucha gente no hubiera tenido miedo, pero como no eran certeros, daban miedo.
—No, porque eso se hace indiscriminadamente. A mí me dijeron esto, no sé si es cierto: que cuando arrestaban a alguien, en poder de ese alguien había en general una libreta con direcciones, con números de teléfono, y entonces esas personas eran secuestradas también. Me dijeron que en Rosario había una especie de rivalidad entre el Ejército y la Policía, a quién se llevaban primero, a quién secuestraban, quién se llevaba la radio, el saqueo de la casa… Y eso ocurrió en Rosario, habrá ocurrido aquí también, en todo el país.
—Lo que motivó este atentado —aparentemente, yo no puedo meterme en el cerebro de esta gente— fue…
—Hablar de cerebro… es una metáfora muy arriesgada.
…Fue una nota sobre niños desaparecidos. Narramos historias en que habían torturado a niños para que los padres hablaran.
—La verdad que realmente es persuasivo eso. Es horrible. Y pensar, señor, que su destino personal y el mío, está en manos de esos insensatos, ¿no? Nosotros y tantos millones de argentinos… Y no se arrepienten de nada; han pasado seis años, siete y no se han arrepentido de nada de lo que han hecho, no han confesado un solo error. Y además, como hay complicidad entre ellos… lo que hace un aviador será acordado por todos los marinos y militares, aunque sin duda es un mundo de rivalidades.
—¿Y qué tengo que hacer yo?
—Yo soy un hombre viejo, un hombre que no pertenece a ningún partido político… Ni siquiera sé por quién voy a votar —si es que voy a votar—, o sea en contra de quien voy a votar y no a favor de quién… No, la verdad que… a buen puerto va por agua, yo no sé qué aconsejarle a usted. ¿Ustedes van a seguir con la revista?
—La idea es seguir.
—Lo que puede hacer es juntar algunas firmas como protesta, para condenar este atentado. Si se publicara eso, convendría que hubiera pocas firmas, pero que esas firmas fueran publicables inmediatamente. Y que se publicaran por orden alfabético para no hacer jerarquías, ¿no? No porque mi apellido empiece con “B”. Si hay listas de nombres, los únicos que se ven son los del principio y los del fin; si uno no se llama Zúñiga o Arias, es hombre perdido.
—Lo más extraño del atentado es que yo estoy a 20 metros del Comando de Inteligencia del Ejército. Que un cobarde tenga la valentía de poner una bomba a 20 metros del Comando, con tres comisarías cerca, es una contradicción rara.
—Bueno, cuenta con la complicidad general. Es lo más terrible de todo, si se cuenta conque hay comisarías y comandos de inteligencia, y todo eso… Bueno, el hecho de colocar una bomba es inverosímil.
—Lo que me parece terrible es que una cosa que sale escrita sea contestada con una bomba, en lugar de ser contestada con tinta.
—Si usted afirma la realidad de esos actos violentos, el hecho de arrojar una bomba es más una confirmación que una refutación, una lógica muy rara. Es como darle la razón de un modo terrible. ¡Qué horror! ¿Qué reacciones hubo, señor?
—En Estados Unidos esto salió en el Washington Post, en el New York Times, en la CBS, en toda la cadena de radio de allí. Sale también en la televisión para la United Press para Europa… en México también se le dio amplia difusión. Acá salí en todos los diarios. Clarín inclusive editorializó netamente a favor de la libertad de prensa…
La Nación ha sido como siempre bastante floja, no?
—También publicó una carta editorial. ¿Usted viaja ahora?
—Me han hablado de la posibilidad o probabilidad de ser nombrado ciudadano romano, honorario, desde luego. Podemos decir que los romanos somos muchos, porque de algún modo todos somos ciudadanos romanos, pero fuera de eso… es el mayor honor que un país pueda darle a uno, ¿no? Es más eso que ser comendador de tal orden o doctor en la Universidad, es aceptarme a mí mismo como uno de ellos. Si eso ocurre se va a dar una casualidad bastante rara: yo soy ciudadano honorario de Texas —una vez estuve cuatro meses en Texas—, después viene otro que es distinto: vecino honorario de Adrogué, y ahora ciudadano romano, ¿qué le parece? Cuando fui ciudadano honorario de Adrogué, fue el intendente el que lo hizo; yo le agradecí, y dije —un poco en broma, todos se rieron—: “yo creía ser vecino viejo y ahora soy vecino, es casi como si me echaran ustedes”. No, pero la intención no era ésa, era una intención amistosa. Pero ciudadano de Roma… Roma sigue siendo… como decía Kipling “the very Rome”.
Yo no sé realmente qué puedo decide; sólo tiene que buscar cuatro o cinco firmas, cuente desde luego con la mía, de personas que puedan ser inmediatamente identificadas por el lector, que el lector no diga “¿Y éste quién es?”
—¿Y cómo opina usted que debería ser el texto?
—…En un episodio penoso como éste. Pero eso puede redactarlo otro, yo no sé escribir ese tipo de textos. ¿A quién podrían ver ustedes? Yo estoy pensando, la gente es muy timorata en nuestro país; es un país singularmente manso éste.
—En Roma, cuando mataron a Aldo Moro, la gente estaba toda en diez minutos en la calle sin que nadie hubiera organizado nada.
—Yo no me imagino eso en Buenos Aires; cuando pasa algo así la gente se queda en sus casas por las dudas.
—…Permitiendo que estas cosas ocurran.
—Yo pienso en gente que yo conozco. Beatriz Jurado está en Holanda.
—Bioy Casares, él está acá.
—Pero es más bien tímido ese hombre, ¿no? Tienen que ser hombres que se identifican: por ejemplo un excelente escritor como José Bianco… O… Roy Bartolomew ¿no?, pero Roy no porque es de La Nación y tengo la impresión de que en La Nación todos reciben órdenes de cómo deben pensar, o se comunican de uno a otro. Yo estuve en La Nación hace poco y me di cuenta de que todos eran partidarios de Alfonsín, por ejemplo, no se admitía que alguien disintiera. A alguien que hizo una observación le dijeron que no había que decir eso, porque decir que Alfonsín no iba a ganar era obrar para que no ganara, como una especie de magia; si uno repite una cosa, eso va a ser profético… “wishfull thinking”.
La Academia Argentina de Letras es una institución bastante mediocre, ¿no?
—Las academias son —casi siempre— instituciones mediocres, están ligadas al poder, no al talento.
—Son académicos los que se toman el trabajo de serlo, ¿no? Mujica Láinez y yo somos académicos, pero somos por una trampa de la Academia. La Academia Argentina de Letras había recibido a Eva Perón. Entonces cuando fue la revolución del ’55 pensaron que eso podía recordarse y podían ser disueltos. Entonces rápidamente nos nombraron académicos, sin consultarnos, a Mujica Láinez y a mí, y nosotros aceptamos porque había una gran ola de esperanza. Por eso lo hicieron, porque habían sido complacientes con el peronismo antes; para desinfectarse eligieron a dos personas notoriamente antiperonistas como Mujica Láinez y yo.
Son personas básicamente secretas, no recuerdo los nombres de ellos… Abruzzeze, Battistessa.
—Battistessa es el que dice que sabe mucho de Dante. ¿no?
—A juzgar por la traducción de él, no sabe nada.
Una posibilidad interesante sería tomar una foto de cuatro o cinco personas que mencionamos en el lugar del hecho; tendría otra carga.
—Pero yo no sé quiénes pueden ser los otros. Porque hay personas al lado de quienes no quiero estar, por ejemplo, Neustadt.
—Pero usted se imagina que yo no lo llamaría. La idea es elegir de cada rama de las artes una de las personas más significativas.
—Es usted el que elige, no yo, siempre que no haya personas como Neustadt. Para cualquier cosa que usted necesite yo estoy a sus órdenes. A mí me parece que, ya que yo gozo de cierta impunidad, mi deber es decir las cosas que otros no pueden decir por razones tan obvias como esa bomba. Es horrible, estamos en manos de estas personas. Estas personas hablando continuamente de derecho, nuestro derecho… ¿y quién los ha elegido? El presidente, o uno de los presidentes de turno, jura sobre los Evangelios respetar la Constitución, que está violando en el momento mismo de jurarla.


Texto e imágenes de entrevista con Gabriel Levinas
En El Porteño, Número 21, Septiembre 1983





19/8/16

Jorge Luis Borges: El Gato de Cheshire y los Gatos de Kilkenny






En inglés existe la locución "grin like a Cheshire cat" ("sonreír sardónicamente como un gato de Cheshire"). Se han propuesto varias explicaciones. Una, que en Cheshire vendían quesos en forma de gato que ríe. Otra, que Cheshire es un condado palatino o "earldom" y que esa distinción nobiliaria causó la hilaridad de los gatos. Otra, que en tiempos de Ricardo Tercero hubo un guardabosque, Caterling, que sonreía ferozmente al batirse con los cazadores furtivos.
En la novela onírica Alice in Wonderland publicada en 1865, Lewis Carroll otorgó al Gato de Cheshire el don de desaparecer gradualmente, hasta no dejar otra cosa que la sonrisa, sin dientes y sin boca. De los Gatos de Kilkenny se refiere que riñeron furiosamente y se devoraron hasta no dejar más que las colas. El cuento data del siglo XVIII.



En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Imagen: ilustración de John Tenniel para la edición 
de 1866 de Alice in Wonderland, de Lewis Carroll



18/8/16

Leonor Acevedo, Jorge Luis Borges y Elsa Astete







Jorge Luis Borges, el casi legendario escritor argentino, llegó el último viernes a las siete de la tarde a la librería Atlántida acompañado por su madre y su esposa, Elsa Astete Millán. Sonriente y apoyado en su bastón escuchó cómo el doctor Bonifacio del Carril, en nombre de la editorial Emecé, presentaba la "Nueva antología personal", su último libro. Claramente, la capacidad de creación de Borges se mantiene fresca, intacta. Adela Grondona, Fermín Estrella Gutiérrez, Radaelli, Olivera, Juan de Dios y José Clemente se encontraban entre los presentes. El poeta Carlos Mastronardi habló sobre la significación de la obra y citó varios pasajes. Sobre el final se escuchó la palabra emocionada de Borges: "Esto que está ocurriendo ahora es un símbolo de generosa y verdadera amistad." A su alrededor, el silencio era tremendo. Después estalló el aplauso.


Texto y foto en revista Gente y la Actualidad, agosto de 1968
En la imagen: Leonor Acevedo, Jorge Luis Borges y Elsa Astete




17/8/16

Jorge Luis Borges: Indagación de la palabra





I
Quiero repartir una de mis ignorancias a los demás: quiero publicar una volvedora indecisión de mi pensamiento, a ver si algún otro dubitador me ayuda a dudarla y si su media luz compartida se vuelve luz. El sujeto es casi gramatical y así lo anuncio para aviso de aquellos lectores que han censurado (con intención de amistad) mis gramatiquerías y que solicitan de mí una obra humana. Yo podría contestar que lo más humano (esto es, lo menos mineral, vegetal, animal y aun angelical) es precisamente la gramática; pero los entiendo y así les pido su venia para esta vez. Queden para otra página mi padecimiento y mi regocijo, si alguien quiere leerlos.
La tarea de mi cavilación es ésta: ¿Mediante qué proceso psicológico entendemos una oración?
Para examinarlo (no me atrevo a pensar que para resolverlo) analicemos una oración cualquiera, no según las (artificiales) clasificaciones analógicas que registran las diversas gramáticas, sino en busca del contenido que entregan sus palabras al que las recorre. Séase esta frase conocidísima y de claridad no dudosa: En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, y lo que subsigue.
Emprendo el análisis.
En. Ésta no es entera palabra, es promesa de otras que seguirán. Indica que las inmediatamente venideras no son lo principal del contexto, sino la ubicación de lo principal, ya en el tiempo, ya en el espacio.
Un. Propiamente, esta palabra dice la unidad de la calificada por ella. Aquí, no. Aquí es anuncio de una existencia real, pero no mayormente individuada o delimitada.
Lugar. Ésta es la palabra de ubicación, prometida por la partícula en. Su oficio es meramente sintáctico: no consigue añadir la menor representación a la sugerida por las dos anteriores. Representarse en y representarse en un lugar es indiferente, puesto que cualquier en está en un lugar y lo implica. Se me responderá que lugar es un nombre sustantivo, una cosa, y que Cervantes no lo escribió para significar una porción del espacio, sino con la acepción de villorrio, pueblo o aldea. A lo primero, respondo que es aventurado aludir a cosas en sí, después de Mach, de Hume y de Berkeley, y que para un sincero lector sólo hay una diferencia de énfasis entre la preposición en y el nombre sustantivo lugar; a lo segundo, que la distinción es verídica, pero que recién más tarde es notoria.
De. Ésta suele ser palabra de dependencia, de posesión. Aquí es sinónima (algo inesperadamente) de en. Aquí significa que el teatro de la todavía misteriosa oración central de esta cláusula está situado a su vez en otro lugar, que nos será revelado en seguida.
La. Ésta casi palabra (nos dicen) es derivación de illa, que significaba aquella en latín. Es decir, antes fue palabra orientada, palabra justificada y como animada por algún gesto; ahora es fantasma de illa, sin más tarea que indicar un género gramatical: clasificación asexuadísima, desde luego, que supone virilidad en los alfileres y no en las lanzas. (De paso, cabe recordar lo que escribe Graebner acerca del género gramatical: Hoy prima la opinión de que, originariamente, los géneros gramaticales representan una escala de valor, y que el género femenino representa en muchas lenguas —en las semíticas— un valor inferior al masculino.)
Mancha. Este nombre es diversamente representable. Cervantes lo escribió para que su realidad conocida prestase bulto a la realidad inaudita de su don Quijote. El ingenioso hidalgo ha sabido pagar con creces la deuda: si las naciones han oído hablar de la Mancha, obra es de él.
¿Quiere decir lo anterior que la nominación de la Mancha ya era un paisaje para los contemporáneos del novelista? Me atrevo a asegurar lo contrario; su realidad no era visual, era sentimental, era realidad de provincianería chata, irreparable, insalvable. No precisaban visualizarla para entenderla; decir la Mancha era como decirnos Pigüé. El paisaje castellano de entonces era uno de los misterios manifiestos (offenbare Geheimnisse) goetheanos. Cervantes no lo vio: basta considerar las campiñas al itálico modo que para mayor amenidad de su novela fue distribuyendo. Más docto en paisajes manchegos que él, fue Quevedo: léase (en carta dirigida a don Alonso Messía de Leiva) esa su durísima descripción que empieza: Por la Mancha, en invierno, donde las nubes y los arroyos, como en otras partes producen alamedas, allí lodazales y pantanos..., y remata así, a los muchos renglones: Amaneció; bajeza me parece de la aurora acordarse de tal sitio.


Creo inútil la pormenorizada continuación de este análisis. Notaré solamente que la terminación de este miembro está señalada por una coma. Esta rayita curva indica que la locución sucesiva: de cuyo nombre, debe referirse, no a la Mancha (de cuyo nombre sí quiso acordarse el autor), sino al lugar. Es decir, esta rayita curva o signo ortográfico o pausa breve para compendiar o átomo de silencio, no difiere sustancialmente de una palabra. Tan intencionadas son las comas o tan ínfimas las palabras.
Investiguemos ahora lo general.
Es doctrina de cuantas gramáticas he manejado (y hasta de la inteligentísima de Andrés Bello) que toda palabra aislada es un signo, y marca una idea autónoma. Esta doctrina se apoya en el consenso del vulgo y los diccionarios la fortalecen. ¿Cómo negar que es una unidad para el pensamiento, cada palabra, si el diccionario (en desorden alfabético) las registra a todas y las incomunica y sin apelación las define? La empresa es dura, pero nos la impone el análisis anterior. Imposible creer que el solo concepto En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, esté organizado por doce ideas. Tarea de ángeles y no de hombres sería conversar, si esto fuera así. No lo es y la prueba es que igual concepto cabe en mayor o menor número de palabras. En un pueblo manchego cuyo nombre no quiero recordar, es equivalente y son nueve signos en vez de doce. Es decir, las palabras no son la realidad del lenguaje, las palabras —sueltas— no existen.
Ésa es la doctrina crociana. Croce, para fundamentarla, niega las partes de la oración y asevera que son una intromisión de la lógica, una insolencia. La oración (arguye) es indivisible y las categorías gramaticales que la desarman son abstracciones añadidas a la realidad. Una cosa es la expresión hablada y otra su elaboración póstuma en sustantivos o en adjetivos o en verbos.
Manuel de Montolíu, en su declaración (y a veces refutación) del crocismo, dilucida bien esa tesis y la resume así, no sin demasiado misterio: La única realidad lingüística es la oración. Y este concepto de oración se ha de entender no en el sentido que se le da en las gramáticas, sino en el sentido de un organismo expresivo de sentido perfecto, que tanto comprende una sencilla exclamación como un vasto poema (El lenguaje como fenómeno estético. Buenos Aires, 1926).
Psicológicamente, esa conclusión de Montolíu-Croce es insostenible. Su versión concreta sería: No entendemos primero la proposición en y después el artículo un y luego el nombre sustantivo lugar y en seguida la preposición de; preferimos apoderarnos, en un solo acto de cognición, de todo el capítulo y aun de toda la obra.
Me dirán que hago trampa y que el alcance de esa doctrina no es psicológico, sino estético. A eso respondo que una equivocación psicológica no puede ser también un acierto estético. Además, ¿no dejó dicho ya Schopenhauer que la forma de nuestra inteligencia es el tiempo, línea angostísima que sólo nos presenta las cosas una por una? Lo espantoso de esa estrechez es que los poemas a que alude reverencialmente Montolíu-Croce alcanzan unidad en la flaqueza de nuestra memoria, pero no en la tarea sucesiva de quien los escribió ni en la de quien los lee. (Dije espantoso, porque esa heterogeneidad de la sucesión despedaza no sólo las dilatadas composiciones, sino toda página escrita). Alguna cercanía de esa posible verdad fue la razonada por Poe, en su discurso del principio poético, al sentenciar que no hay poemas largos y que el Paraíso Perdido es (efectualmente) una serie de composiciones breves. Digo en español su parecer: Si para mantener la unidad de la obra de Milton, su totalidad de efecto o de impresión, la leemos (como sería preciso) de una sentada, el resultado es sólo un continuo vaivén de excitación y de abatimiento… De esto se sigue que el efecto final, colecticio o absoluto de la mejor epopeya bajo el sol, será forzosamente una nadería, y así es la verdad.
¿Qué opinión asumir? Los gramáticos implican que deletreamos, palabra por palabra, la comprensión; los seguidores de Croce, que la abarcamos de un solo vistazo mágico. Yo descreo de ambas posibilidades. Spiller, en su hermosísima Psicología (conste que uso deliberadamente el epíteto) formula una tercera respuesta. La resumiré; demasiado bien sé que los resúmenes añaden un falso aire categórico y definitivo a lo que compendian. Spiller se fija en la estructura de las oraciones y las disocia en pequeños grupos sintácticos, que responden a unidades de representación. Así, en la frase ejemplar que hemos desarmado, es evidente que las dos palabras la Mancha son una sola. Es evidente que se trata de un nombre propio, tan indivisible por la conciencia como Castilla o las Cinco Esquinas o Buenos Aires. Sin embargo, aquí la unidad de representación es mayor: es la locución de la Mancha, sinónima, advertimos ya, de manchego. (En latín convivieron las dos fórmulas de posesión y para decir el valor de César, hubo virtus Cæsárea y virtus Cæsaris; en ruso, cualquier nombre sustantivo es variable en nombre adjetivo). Otra unidad para el entendimiento es la locución no quiero acordarme, a la que añadiremos tal vez la palabra de, pues el verbo activo recordar y el verbo reflejo y construido con preposición acordarse de, sólo en las gramáticas son distintos. (Buena prueba de la arbitrariedad de nuestra escritura, es que hacemos de acordarme una sola palabra, y dos de me acuerdo). Continuando el análisis, repartiremos en cuatro unidades nuestro período: En un lugar / de la Mancha / de cuyo nombre / no quiero acordarme, o En un lugar de / la Mancha / de (cuyo nombre) no quiero acordarme.
He aplicado (tal vez con desaforada libertad) el método introspectivo de Spiller. Del otro, del que asevera que toda palabra es significativa, ya hice una reducción al absurdo (involuntaria, honesta y cuidada) en la primera mitad de este razonamiento. Ignoro si Spiller tiene razón; básteme demostrar la buena aplicabilidad de su tesis.
Elijamos el problema conversadísimo de si el nombre sustantivo debe posponerse al nombre adjetivo (como en los idiomas germánicos) o el adjetivo al sustantivo, como en español. En Inglaterra dicen obligatoriamente a brown horse, un colorado caballo; nosotros, obligatoriamente también, posponemos el adjetivo. Herbert Spencer mantiene que la costumbre sintáctica del inglés es más servicial y la justifica así: Basta escuchar la voz caballo para imaginarlo y si después nos dicen que es colorado, esta añadidura no siempre se avendrá con la imagen de él que ya prefiguramos o tendimos a preformar. Es decir, deberemos corregir una imagen: tarea que la anteposición del adjetivo hace desaparecer. Colorado es noción abstracta y se limita a preparar la conciencia.

Los contrarios pueden argumentar que las nociones de caballo y de colorado son parejamente concretas o parejamente abstractas para el espíritu. La verdad, sin embargo, es que la controversia es absurda: los símbolos amalgamados caballo-colorado y brown-horse ya son unidades de pensamiento.
¿Cuántas unidades de pensamiento incluye el lenguaje? Esta pregunta carece de posibilidad de contestación. Para el jugador, son unidades las locuciones ajedrecísticas tomar al paso, enroque largo, gambito de dama, peón cuatro rey, caballo rey tres alfil; para el principiante, son verdaderas oraciones de intelección gradual.
El inventario de todas las unidades representativas es imposible; su ordenación o clasificación lo es también. Evidenciar esto último, será lo inmediato de mi tarea.

II
La definición que daré de la palabra es —como las otras— verbal, es decir también de palabras, es como decir palabrera. Quedamos en que lo determinante de la palabra es su función de unidad representativa y en lo tornadizo y contingente de esa función. Así, el término inmanencia es una palabra para los ejercitados en la metafísica, pero es una genuina oración para el que sin saberla la escucha y debe desarmarla en in y en manere: dentro quedarse. (Innebleibendes Werk, dentroquedada acción, tradujo con prolijidad hermosa el maestro Eckhart). Inversamente, casi todas las oraciones para el solo análisis gramatical, y verdaderas palabras —es decir, unidades representativas para el que muchas veces las oye. Decir En un lugar de la Mancha es casi decir pueblito, aldehuela (la connotación hispánica de ésta la hace mejor); decir

La codicia en las manos de la suerte 
se arroja al mar

es invitar una sola representación; distinta, claro está, según los oyentes, pero una sola al fin.
Hay oraciones que son a manera de radicales y de las que siempre pueden deducirse otras con o sin voluntad de innovar, pero de un carácter derivativo tan sin embozo que no serán engaño de nadie. Séase la habitualísima frase luna de plata. Inútil forcejearle novedad cambiando el sufijo; inútil escribir luna de oro, de ámbar, de piedra, de marfil, de tierra, de arena, de agua, de azufre, de desierto, de caña, de tabaco, de herrumbre. El lector —que ya es un literato, también— siempre sospechará que jugamos a las variantes y sentirá ¡a lo sumo! una antítesis entre la desengañada sufijación de luna de tierra o la posiblemente mágica de agua, y la consabida. Escribiré otro caso. Es una sentencia de Joubert, citada favorablemente por Matías Arnold (Critical Essays, VII). Trata de Bossuet y es así: Más que un hombre es una naturaleza humana, con la moderación de un santo, la justicia de un obispo, la prudencia de un doctor y el poderío de un gran espíritu. Aquí Joubert jugó a las variantes no sin descaro; escribió (y acaso pensó) la moderación de un santo y acto continuo esa fatalidad que hay en el lenguaje se adueñó de él y eslabonó tres cláusulas más, todas de aire simétrico y todas rellenadas con negligencia. Es como si afirmara… con la moderación de un santo, el esto de un otro, el qué sé yo de un quién sabe qué y el cualquier cosa de un gran espíritu. El original no es menos borroso que esta armazón; las entonadas cláusulas de ambos equivalen —no ya a palabras— sino a simulaciones enfáticas de palabras. Si la prosa, con su mínima presencia de ritmo, trae estas servidumbres, ¿cuáles no traerá el verso, que simplona y temerariamente añade otras más a las no maliciadas por él y siempre en acecho?
En lo atañedero a definiciones de la palabra, tan imprecisa es ella que el concepto heterodoxo aquí defendido (palabra = representación) puede caber en la fórmula sancionada: Llámase palabra la sílaba o conjunto de sílabas que tiene existencia independiente para expresar una idea. Eso, claro está, siempre que lo determinativo de esos conjuntos no sean los espacios en blanco que hay entre una seudo palabra escrita y las otras. De esa alucinación ortográfica se sigue que, aunque manchego es una sola palabra, de la Mancha es tres.
Hablé de la fatalidad del lenguaje. El hombre, en declive confidencial de recuerdos, cuenta de la novia que tuvo y la exalta así: Era tan linda que... y esa conjunción, esa insignificativa partícula, ya lo está forzando a hiperbolizar, a mentir, a inventar un caso. El escritor dice de unos ojos de niña: Ojos como... y juzga necesario alegar un término especial de comparación. Olvida que la poesía está realizada por ese como, olvida que el solo acto de comparar (es decir, de suponer difíciles virtudes que sólo por mediación se dejan pensar) ya es lo poético. Escribe, resignado, ojos como soles.
La lingüística desordena esa frase en dos categorías: semantemas, palabras de representación (ojos, soles) y morfemas, meros engranajes de la sintaxis. Como le parece un morfema aunque el entero clima emocional de la frase esté determinado por él. Ojos como soles le parece una operación del entendimiento, un juicio problemático que relaciona el concepto de ojos con el de sol. Cualquiera sabe intuitivamente que eso está mal. Sabe que no ha de imaginárselo al sol y que la intención es denotar ojos que ojalá me miraran siempre, o si no ojos con cuya dueña quiero estar bien. Es frase que se va del análisis.


Es cosa servicial un resumen. Dos proposiciones, negativas la una de la otra, han sido postuladas por mí. Una es la no existencia de las categorías gramaticales o partes de la oración y el reemplazarlas por unidades representativas, que pueden ser de una palabra usual o de muchas. (La representación no tiene sintaxis. Que alguien me enseñe a no confundir el vuelo de un pájaro con un pájaro que vuela). Otra es el poderío de la continuidad sintáctica sobre el discurso. Ese poderío es de avergonzar, ya que sabemos que la sintaxis no es nada. La antinomia es honda. El no atinar —el no poder atinar— con la solución, es tragedia general de todo escribir. Yo acepto esa tragedia, esa desviación traicionera de lo que se habla, ese no pensar del todo en cosa ninguna.
Dos intentonas —ambas condenadas a muerte— fueron hechas para salvarnos. Una fue la desesperada de Lulio, que buscó refugio paradójico en el mismo corazón de la contingencia; otra, la de Spinoza. Lulio —dicen que a instigación de Jesús— inventó la sedicente máquina de pensar, que era una suerte de bolillero glorificado, aunque de mecanismo distinto; Spinoza no postuló arriba de ocho definiciones y siete axiomas para allanarnos, ordine geométrico, el universo. Como se ve, ni éste con su metafísica geometrizada, ni aquél con su alfabeto traducible en palabras y éstas en oraciones, consiguió eludir el lenguaje. Ambos alimentaron de él sus sistemas. Sólo pueden soslayarlo los ángeles, que conversan por especies inteligibles: es decir, por representaciones directas y sin ministerio alguno verbal.
¿Y nosotros, los nunca ángeles, los verbales, los que
en este bajo, relativo suelo
escribimos, los que sotopensamos que ascender a letras de molde es la máxima realidad de las experiencias? Que la resignación-virtud a que debemos resignarnos sea con nosotros. Ella será nuestro destino: hacernos a la sintaxis, a su concatenación traicionera, a la imprecisión, a los talveces, a los demasiados énfasis, a los peros, al hemisferio de mentira y de sombra en nuestro decir. Y confesar (no sin algún irónico desengaño) que la menos imposible clasificación de nuestro lenguaje es la mecánica de oraciones de activa, de pasiva, de gerundio, impersonales y las que restan.
La diferencia entre los estilos es la de su costumbre sintáctica. Es evidente que sobre la armazón de una frase pueden hacerse muchas. Ya registré cómo de luna de plata salió luna de arena; ésta —por la colaboración posible del uso— podría ascender de mera variante a representación autonómica. No de intuiciones originales —hay pocas—, sino de variaciones y casualidades y travesuras, suele alimentarse la lengua. La lengua: es decir humilladoramente el pensar.
No hay que pensar en la ordenación por ideas afines. Son demasiadas las ordenaciones posibles para que alguna de ellas sea única. Todas las ideas pueden ser palabras sinónimas para el arte: su clima, su temperatura emocional suele ser común. De esta no posibilidad de una clasificación psicológica no diré más: es desengaño que la organización (desorganización) alfabética de los diccionarios pone de manifiesto. Fritz Mauthner Wörterbuch der Philosophie, volumen primero, páginas 379-401) lo prueba con lindísima soma.


En El idioma de los argentinos (1928)
1995 María Kodama
2016 Penguin Random House
Foto: Borges (sin atribución)
Agencia SIGLA Vía IberLibro


Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...