4/8/16

Jorge Luis Borges: Espejos







Realmente es terrible que haya espejos: siempre he sentido el terror de los espejos. Creo que Poe lo sintió también. Hay un trabajo suyo, uno de los menos conocidos, sobre el decorado de las habitaciones. Una de las condiciones que pone es que los espejos estén situados de modo que una persona sentada no se refleje. Esto nos informa de su temor de verse en el espejo. Lo vemos en su cuento William Wilson sobre el doble y en el cuento de Arthur Gordon Pym. Hay una tribu antártica, un hombre de esa tribu que ve por primera vez un espejo y cae horrorizado.
Nos hemos acostumbrado a los espejos, pero hay algo de temible en esa duplicación visual de la realidad.

  «La poesía», Siete noches, 1980


No me gustan nada o me gustan demasiado. Ahora claro, que me he librado de ellos. Porque la ceguera es un modo drástico de borrar los espejos.


Carrizo, 1982










En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges, 1988
Retrato de Borges sin atribución, ca. 1983
Portada del libro Borges A/Z
Colección La Biblioteca de Babel


3/8/16

Jorge Luis Borges: Prólogos [Ficciones]








Para El jardín de senderos que se bifurcan (1941)
Luego incluido en Ficciones (1944)


Las siete piezas de este libro no requieren mayor elucidación. La séptima —El jardín de senderos que se bifurcan— es policial; sus lectores asistirán a la ejecución y a todos los preliminares de un crimen, cuyo propósito no ignoran pero que no comprenderán, me parece, hasta el último párrafo. Las otras son fantásticas; una —La lotería en Babilonia— no es del todo inocente de simbolismo. No soy el primer autor de la narración La biblioteca de Babel; los curiosos de su historia y de su prehistoria pueden interrogar cierta página del número 59 de SUR, que registra los nombres heterogéneos de Leucipo y de Lasswitz, de Lewis Carroll y de Aristóteles. En Las ruinas circulares todo es irreal; en Pierre Menard, autor del Quijote lo es el destino que su protagonista se impone. La nómina de escritos que le atribuyo no es demasiado divertida pero no es arbitraria; es un diagrama de su historia mental…
Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos. Mejor procedimiento es simular que esos libros ya existen y ofrecer un resumen, un comentario. Así procedió Carlyle en Sartor Resartus; así Butler en The Fair Haven; obras que tienen la imperfección de ser libros también, no menos tautológicos que los otros. Más razonable, más inepto, más haragán, he preferido la escritura de notas sobre libros imaginarios. Éstas son Tlön, Uqbar, Orbis Tertius y el Examen de la obra de Herbert Quain.




Para Artificios (1944)
Incluido en Ficciones (1944)

Aunque de ejecución menos torpe, las piezas de este libro no difieren de las que forman el anterior. Dos, acaso, permiten una mención detenida: La muerte y la brújula, Funes el memorioso. La segunda es una larga metáfora del insomnio. La primera, pese a los nombres alemanes o escandinavos, ocurre en un Buenos Aires de sueños: la torcida Rue de Toulon es el Paseo de julio; Triste-le-Roy, el hotel donde Herbert Ashe recibió, y tal vez no leyó, el tomo undécimo de una enciclopedia ilusoria. Ya redactada esa ficción, he pensado en la conveniencia de amplificar el tiempo y el espacio que abarca: la venganza podría ser heredada; los plazos podrían computarse por años, tal vez por siglos; la primera letra del Nombre podría articularse en Islandia; la segunda, en Méjico; la tercera, en el Indostán. ¿Agregaré que los Hasidim incluyeron santos y que el sacrificio de cuatro vidas para obtener las cuatro letras que imponen el Nombre es una fantasía que me dictó la forma de mi cuento?
Posdata de 1956. Tres cuentos he agregado a la serie: El Sur, La secta del Fénix, El Fin. Fuera de un personaje —Recabarren— cuya inmovilidad y pasividad sirven de contraste, nada o casi nada es invención mía en el decurso breve del último; todo lo que hay en él está implícito en un libro famoso y yo he sido el primero en desentrañarlo o, por lo menos, en declararlo. En la alegoría del Fénix me impuse el problema de sugerir un hecho común —el Secreto— de una manera vacilante y gradual que resultara, al fin, inequívoca; no sé hasta dónde la fortuna me ha acompañado. De El Sur, que es acaso mi mejor cuento, básteme prevenir que es posible leerlo como directa narración de hechos novelescos y también de otro modo.
Schopenhauer, De Quincey, Stevenson, Mauthner; Shaw, Chesterton, Leon Bloy, forman el censo heterogéneo de los autores que continuamente releo. En la fantasía cristológica titulada Tres versiones de Judas, creo percibir el remoto influjo del último.
J. L. B.
Buenos Aires, 29 de agosto de 1944



Con los dos prólogos completamos Ficciones en este sitio.

Acá el Indice Scroll:




Imagen: Dibujo al lápiz de De Bustos 1976



2/8/16

Jorge Luis Borges: Estambul






   Cartago es el ejemplo más evidente de una cultura calumniada, nada podemos saber de ella, nada pudo saber Flaubert, sino lo que refieren sus enemigos, que fueron implacables. No es imposible que algo parecido ocurra con Turquía. Pensamos en un país de crueldad; esa noción data de las Cruzadas, que fueron la empresa más cruel que registra la historia y la menos denunciada de todas. Pensamos en el odio cristiano acaso no inferior al odio, igualmente fanático, del Islam. En el Occidente le ha faltado un gran nombre turco a los otomanos. El único que nos ha llegado es el de Suleimán el Magnífico (e solo in parte vide il Saladino).

  ¿Qué puedo yo saber de Turquía al cabo de tres días? He visto una ciudad espléndida, el Bósforo, el Cuerno de Oro y la entrada al Mar Negro, en cuyas márgenes se descubrieron piedras rúnicas. He oído un idioma agradable, que me suena a un alemán más suave. Por aquí andarán los fantasmas de muchas y diversas naciones; prefiero pensar que los escandinavos formaban la guardia del emperador de Bizancio, a los que se unieron los sajones que huyeron de Inglaterra después de la jornada de Hastings. Es indudable que debemos volver a Turquía para empezar a descubrirla.



En Atlas (1984)
Foto: Jorge Luis Borges en Turquía
Muestra Atlas, Feria del Libro, Buenos Aires, 2016




1/8/16

Esteban Peicovich: Borges, el palabrista [5 de 5]






¿Matar a Borges? Consejo atribuido a Witold Gombrowicz al irse en 1963


Con Borges no se puede. Buscan enterrarlo y no hay caso. Ahora, a 30 años, Beatriz Sarlo recoge el testigo que Witold Gombrowicz arrojó desde el paquebote de su partida en 1969. Sus huérfanos escribas clamaban desde la dársena les tirara un último consejo y al áspero polaco no se le ocurrió mejor adiós que dejarlos turulatos:
Maten a Borges.
Esta sentencia parricida inútil suele pulsar en los talleres literarios pero muere en su intento. Estos días el ojo polifemo de Beatriz Sarlo lo volvió a reanimar. Su notable instrumental social la deja siempre en la calle de enfrente. Ella confiesa que la poesía de Borges le resulta compleja y allí debe estar la madre del borrego. Visualizar a Borges desde la sporca política de nuestro revisionismo es tarea fallida. ¿Ver de entrarle con cuchillo crítico para “matarlo” y dejar pasar a los retenidos por su genio? Suena a chiste. Nunca en otros mundos se propusieron matar a Shakespeare, a Cervantes o a Tolstoi. La literatura de los pueblos se renueva sin envejecer. Que el autor del Quijote recaudara impuestos, Tolstoi tuviera siervos o el Big Willy fantasmal esté envuelto en maledicencias mil, no explica sus obras. Para la sociología dos más dos son cuatro mientras la poesía mantiene su amor por el cinco.
Insistir en clavar la mariposa Borges en la pared del dogma social es tiempo ocioso. Las ideas últimas de Borges eran las de un ácrata sublimado que sólo ponía bombas en sus frases y jamás urdió plan alguno para mejorar la realidad urbana. Lo suyo fue intentar tomar el Palacio de Invierno de la Mitología, o, al menos, vivaquear en el pasado para traernos traducidos los cuentos y leyendas de Occidente y de Oriente. En cuanto a “lo argentino” propuso un destino universal a una sociedad sin cultura precolombina indagando e interpolando como pocos en nuestras poéticas del campo (Ascasubi) y del barrio (Carriego). Su prosa entretejió temas de allá y de acá hasta replicar el asesinato de Julio César en la pampa y cerrarlo con un “Pero, che…”, lo cual sí supo ver claro Sarlo al apuntar que era “un escritor bifronte que fue al mismo tiempo cosmopolita y nacionalista”. Aunque al precio de una lagrimita: “Su reputación en el mundo lo ha purgado de nacionalidad”. (dicho esto con mi amoroso respeto por la gran Sarlo, quien me descoloca cuando afirma no poder entrar en la poesía de Borges “porque me resulta compleja”, y por otro lado valorar “la luz perfecta de sus textos”).
Pero bien. Borges está cumpliendo 116 años. El calendario fraguado insiste en contar que pasaron treinta años del día en que se ocultó tras obituario y lápida. No tomo en serio el dato, aunque acepté, por elegancia social, rizar el rizo de la fecha y recordar algunos momentos en que como cronista observé al monstruo y recogí tinos y desatinos que siguen más a mano de mi memoria.
Quiero decir que si realmente Borges murió (asunto incierto) y si estamos a treinta años de esa presunción, darnos a recordarlo puede ser borgeanamente un toque de ironía. Eso pretendieron estas cinco notas. Servir en su efeméride un trago de Borges. Bebida espirituosa y espiritual que como ninguna otra fortifica la perplejidad, bifurca el sentido y promueve sanitaria suspensión del juicio. Efectos, los tres, que contribuyen a la mejora del alma. Mas en ácidos tiempos de peste, como éste, en el que no es seguro que se sepa bien quiénes somos ni quién fue ese planetario argentino que fraguó como domicilio virtual tres metros cuadrados de Ginebra. Para ello se preparó. Fundó una nueva imaginería, nos cautivó, nos engulló y luego hizo como que se murió. Esta decisión la tomó en aquel día aparente de 1986. Pasados 30 años sobran pruebas de que el almácigo contiguo al de Calvino es fraguado y que Borges no “sobremuere” en ese camposanto como el periodismo divulga y los turistas aceptan.
¿Matar a Borges? No se lo propusieron Antonio Di Benedetto ni Juan José Saer, que brillan con impecable salud literaria a prueba de infundios. A mí se me da por imaginar (animista y maniático que soy) que Borges hizo “la del tero” en Ginebra y se recicló en invisible ballena voladora y que como tal mamífero inusual ocupa a su antojo librerías y bibliotecas del mundo. Que la pasa disparando asombro como Kafka angustia o Beckett estupor. A diferencia de Pessoa, Borges no eligió replicarse sino ser persona sucesiva en otros. El primer Borges en el que trasbordó fue, como es sabido, el Otro. A esos dos Borges siguieron millones más. Cada uno destinado al sueño de su singular biblioteca final en la que pulsa creciente formación de rémoras, de lapas, de satélites, de escribas periféricos, que quedaron fijados al infinito catálogo de sus espejos deslumbrantes y que para nada se proponen matarlo pues habitan en su interior.
No hay modo de escapar. Todos somos Borges. Desde el iletrado más perfecto del campo o la ciudad, no hay manera de abandonar su área de influencia. La que disparó ese díscolo genial que fue Gombrowicz en su minuto final de Argentina ante sofocados apóstoles quedó en la nada. Otras posteriores, igual. Es que ¿quién va y mata a quien llevaba de la mano a su propio niño intacto preservado hasta el mismo instante de aparentar morirse? ¿Al niño que no quiso dejar de ser y supo preservar de normas, cursilería, banalidad y los acosos de la adulterada adultez?
Insisto: nadie como él para eludir las trampas y escombros de la banal y mortal cotidianeidad. Lo supo pronto y por eso extendió su prolífica infancia, a nueve décadas. Creció en talla, calzó pantalones largos, conoció mujer (tal vez hasta bíblicamente), llegaron a vaciársele la mirada y apergaminársele la piel, pero del castillo de su inocencia inicial (esto es, de la eternidad) no salió nunca. Rechazó toda su vida obtener pasaporte de adulto y consecuente con su tozudez no se adulteró. Distante de todo contacto con la mismidad, al grosero fluir de la historia lo cambió por un mundo atemporal. Dedicó su genial curriculum a jugar con las muñecas de las fábulas. Y decidió para sí (nada menos) que la Creación lo fuera a su imagen y semejanza. Sólo alguien precoz hasta morir podría hacerlo. Y Georgie lo hizo.


Sitio de Esteban Peicovich [Facebook] [Twitter]
Foto: Borges en su casa (La Maga Colección 1996) 
Incluida en nota Los otros sobre Borges, el palabrista de E. Peicovich 





31/7/16

Jorge Luis Borges: Gunnar Thorgilsson (1816-1879)







La memoria del tiempo
está llena de espadas y de naves
y de polvo de imperios
y de rumor de hexámetros
y de altos caballos de guerra
y de clamores y de Shakespeare.
Yo quiero recordar aquel beso
con el que me besabas en Islandia.


En Historia de la noche (1977)
Foto: Borges en 1979, El Diario Montañés



30/7/16

Esteban Peicovich: Borges, el palabrista [4 de 5]






Nadie imagine a Borges desnudo, vocinglero, sensual. Nadie lo toque. Hojearlo apenas, que su carne es papiro tras papiro, y esa escuálida, trémula voz de infante que asombra y desasombra, que juega con la grandes muñecas de los mitos, desayuna con Macbeth, codea a los fantasmas.
B:¿A dónde vamos? ¿A dónde vamos?
—A la cafetería. Se llama Azalea. 
B:¡Qué nombre! ¿no?
Despaciosamente lo acerco a la mesa, lo siento, descanso su bastón, miro sus pies. Están en el suelo, situados al azar, distintos, ajenos a la biblioteca que sostienen. Él se pone a olfatear. El animal Borges tratando de olisquear una palabra cicerone. Alguien dice “café”. Él mueve la cabeza. Dice también “café”. Escucha cómo la palabra “café” va hacia el camarero, cómo se apaga mientras el camarero la lleva. Sonríe: sabe que esa palabra va camino de dejar de ser palabra para regresar hecha café.
—Lo mismo sucede con la poesía...
(Sí, bien pudiera Borges estar imaginando algo así, me digo, imaginándolo)
¿Qué hace ahora bajando de mi brazo en un ascensor Otis? ¿Cómo será descender ciego en un ascensor que ya tiene su propia ceguera vertical? Le aprieto el brazo para que no se caiga. Para que no tiemble más. Hay algo hueco en ese brazo, en este cuerpo condenado a pendular sin brújula del día a la noche. Parece tener miedo este Borges secuestrado así, en un hotel, por un cronista (que responde a Cronos) y tiembla. Es un maniquí de cera que podría disolverse ante el zumbido del Otis que nos llevará a tierra. Al salir se repone, y aguarda tieso, moviendo su bastón (que no es blanco como el de los ciegos que no ven). Aun en su invalidez Borges no deja de hechizar. De la obviedad extrae asombro. Su oficio es sorprender. 
B: ¿A dónde vamos? ¿A dónde vamos?
Otra de las charlas transcurrió a metros del Museo del Prado, en un hotel muy british: el Palace. Era la mañana de un mayo florido. Tras el desayuno María nos comentó que aprovecharía el tiempo de la entrevista para ir de compras. Fue escucharla y Borges ponerse de pie  con gesto rápido y seguro. Lo vi sacar su cartera del bolsillo del pantalón. Le escuché:
—María, ¿cuánto dinero necesitamos para hoy?
Así, con solemnidad de ciego, adelantó la cartera, abriéndola para que María tomase los billetes previstos. Un hábito que a él le alegraba cumplir cada mañana. María se metió en la ciudad y nos quedamos allí, a compartir un nuevo café “hablado”.
—Borges... ¿soñó usted anoche? 
B: Sí, soñé que hablaba con Alfonso Reyes. Tenía un tamaño desmesurado y yo ante él era más bien petiso. Reyes se me apareció con una cara como de tártaro. No entendí una sola palabra de lo que él decía y me daba mucha vergüenza. Estuvo a punto de ser una pesadilla, pero me desperté. Sentí el sabor único de la pesadilla. Tiene un sabor peculiar. Podría ser una prueba de que existe el infierno. 
—Entre las pocas reiteraciones que se notan en usted, está la de andar siempre quitando valor a su vida y a su obra, ¿por qué?
B: Porque creo que hay una equivocación. No creo merecer la atención que me dirige la gente. Quiero corregir ese error, aunque me beneficia a mí, desde luego. Trato de disuadir a la gente sobre lo que yo escribo. Cuando Frías me propuso hacer una edición de mis Obras Completas, yo le dije: “No, usted sólo venderá un ejemplar. ¿Por qué no hace una edición de las obras completas de Bioy Casares, de Sábato, de Cortázar?” Le di cinco o seis nombres, entre ellos el de un enemigo mío, pero no el mío, porque era para clavarse con ese libro, no convenía: “Y, mire, con la propaganda se hace todo”, me dijo él.
—¿Así le dijo? Bueno, pero usted está mucho más allá de ese tipo de especulaciones. Su obra tiene respuesta mundial...
B: Eso no tiene nada que ver. también Perón fue elegido por nueve millones de votos. El consenso no significa nada. También puede ser el consenso en el error  ¿no?
—Sabe… a veces me parece que usted al escribir es más riguroso que  al hablar ... 
B: Lo que escribo es algo que he pulido, y cuando hablo, sólo doy lo que puedo dar hablando: pastillas, virutas. Una especie de arcilla que no ha sido plasmada. En fin, déjelo así, yo no soy ingenioso. 
—¿Cuál de los “dos” no es el ingenioso? ¿El “otro” o usted?
 B: ¿Cómo dice?
 —Me apoyo en su afirmación de que existen “dos” Borges…
B: Habrá más, habrá más...
—¿Y con cuál hablo ahora? 
B: En este momento con uno bastante sencillo. Le estoy contestando con sinceridad. 
—Le creo ¿pero a qué se refiere cuando dice que es dos Borges y no uno? 
B: Los dos Borges vendrían a ser el Borges privado y el Borges público. El público sería ese que sale con su palabra.
—Y ¿cuál de los dos, o son los dos, los que defienden la pena de muerte?
B: Lo que no se puede defender es la cárcel. La pena de muerte está bien. Yo, por ejemplo, preferiría ser ejecutado. Estar encarcelado me parece espantoso. Creo que si alguien comete una culpa, está bien que lo fusilen. A mí no me importaría. Al contrario, si me dijeran que van a ejecutarme esta noche, diría... “Pero qué suerte, vamos a simplificar todo”.
Destino literario si los hay, Borges vivió más allá de la sordidez del día a día. Aun ciego, “veía” el mundo como era, y también “a su manera”. Es una de esas grandes y raras flores que da la especie. Como Kafka. Como Beckett. Testigo literario de una sociedad variada y rara como la argentina, nos castigó en lo imbécil y nos representó en lo genial. Y en lo utópico. Nunca olvido lo más agudo que le escuché opinar sobre nuestra política:
B: “Tal vez llegue un tiempo en el que merezcamos no tener gobierno”
—Sí. Y ojalá que su vaticinio se nos cumpla. Me baso en William Blake quien decía que “todo lo que existe fue imaginado alguna vez”.
B: Qué hermoso ¿no? Me obliga a recordar otra espléndida frase de Blake: Muchachas de suave plata y de furioso oro. ¿Qué le parece? “Muchachas de suave...” aunque allí la palabra es “furioso”. Es uno de los versos más lindos del mundo.
—Para mí, en cambio, es aquel suyo que dice: Yo que he sido todos los hombres, no he sido nunca aquel en cuyos brazos desfallecía Matilde Urbach.
B: Ahora lo corregí...
—¿Por qué lo hizo? Es perfecto. No había que tocarlo más...
B: Es que suena mejor. Si no queda muy sibilante. Ahora es así: Yo que he sido todos los hombres, no he sido nunca aquel en cuyo amor desfallecía Matilde Urbach.
De la poesía a la necesidad elemental sólo hay un paso. Borges de pronto dirá la frase que todo periodista cultural que se precie le habrá escuchado alguna vez: 
B: Por favor, ¿me puede acompañar al baño?
Y sí. Lo ayudé a alzarse y lo fui guiando al cuarto de baño, un espacio clásico, inglés, dotado también de mingitorio vertical, dos gateras de mármol. Hasta allí lo acerco y lo embalso. Él, que ya conocía el lugar, tantea con el brazo izquierdo la pared, se apoya y luego con la derecha se va abriendo la bragueta con lentitud. Yo me separo un metro, atento a una posible caída y le digo algo así como: 
—Usted tranquilo, Borges, estoy aquí cerca, tómese su tiempo.
(Es la espontánea boludez que dicta la ocasión: la boludez cortés) Y él que va, y mientras sostiene lo suyo, me dice:

B: Dígame, Peicovich ¿Usted sabe algo de John Birch?
Y yo, seducido, tratando de no mostrar una grieta ante el máximo gurú, hago “la gran argentina”: 

—Algo he visto por ahí, pero todavía no lo leí… Creo que es alguien que… ¿Qué escribió?
B: No, m’hijo. John Birch es como le dicen los ingleses a la pija. Y Lady Jane le dicen a la concha.

Mi carcajada se escuchó en Portugal.
(Guardo prueba de esta lección que recibí de Borges pues el grabador siguió en mi mano y registró la perla de la entrevista. En mis programas de radio éste es el audio más solicitado. Les asombra que el hombre que escribió Yo que he sido todos los hombres, no he sido aquel en cuyos brazos desfallecía Matilde Urbach pudiera decir pija y concha. A mí en cambio me deslumbra la anécdota. Es la más jocosa (y ética) que me dejó el periodismo).



Fuente: Diario Perfil, 15 de julio de 2016
Basado en Esteban Peicovich: El palabrista. Borges visto y oído
Buenos Aires, Marea Editorial, 2006
Y en Esteban Peicovich: Borges, el palabrista  Buenos Aires, Libertarias/Prodhufi, 1995
Digitalización: Alacena roja
Sitio de Esteban Peicovich 
Foto: Borges y Esteban Peicovich 
Vía El palabrero




29/7/16

Jorge Luis Borges: El sueño de Coleridge






El fragmento lírico Kubla Khan (cincuenta y tantos versos rimados e irregulares de prosodia exquisita) fue soñado por el poeta inglés Samuel Taylor Coleridge, en uno de los días del verano de 1797. Coleridge escribe que se había retirado a una granja en el confín de Exmoor; una indisposición lo obligó a tomar un hipnótico; el sueño lo venció momentos después de la lectura de un pasaje de Purchas, que refiere la edificación de un palacio por Kublai Khan, el emperador cuya fama occidental labró Marco Polo. En el sueño de Coleridge, el texto casualmente leído procedió a germinar y a multiplicarse; el hombre que dormía intuyó una serie de imágenes visuales y, simplemente, de palabras que las manifestaban; al cabo de unas horas se despertó, con la certidumbre de haber compuesto, o recibido, un poema de unos trescientos versos. Los recordaba con singular claridad y pudo transcribir el fragmento que perdura en sus obras. Una visita inesperada lo interrumpió y le fue imposible, después, recordar el resto. "Descubrí, con no pequeña sorpresa y mortificación —cuenta Coleridge—, que si bien retenía de un modo vago la forma general de la visión, todo lo demás, salvo unas ocho o diez líneas sueltas, había desaparecido como las imágenes en la superficie de un río en el que se arroja una piedra, pero, ay de mí, sin la ulterior restauración de estas últimas". Swinburne sintió que lo rescatado era el más alto ejemplo de la música del inglés y que el hombre capaz de analizarlo podría (la metáfora es de Jahn Keats) destejer un arco iris. Las traducciones o resúmenes de poemas cuya virtud fundamental es la música son vanas y pueden ser perjudiciales; bástenos retener, por ahora, que a Coleridge le fue dada en un sueño una página de no discutido esplendor.

El caso, aunque extraordinario, no es único. En el estudio psicológico The World of Dreams, Havelock Ellis lo ha equiparado con el del violinista y compositor Giuseppe Tartini, que soñó que el Diablo (su esclavo) ejecutaba en el violín una prodigiosa sonata; el soñador, al despertar, dedujo de su imperfecto recuerdo el Trillo del Diavolo. Otro clásico ejemplo de cerebración inconsciente es el de Robert Louis Stevenson, a quien un sueño (según él mismo ha referido en su Chapter on Dreams) le dio el argumento de Olalla y otro, en 1884, el de Jekyll & Hyde. Tartini, quiso imitar en la vigilia la música de un sueño; Stevenson recibió del sueño argumentos, es decir, formas generales; más afín a la inspiración verbal de Coleridge es la que Beda el Venerable atribuye a Caedmon (Historia ecclessiastica gentis Anglorum, IV, 24). El caso ocurrió a fines del siglo VII, en la Inglaterra misionera y guerrera de los reinos sajones. Caedmon era un rudo pastor y ya no era joven; una noche, se escurrió de una fiesta porque previó que le pasarían el arpa, y se sabía incapaz de cantar. Se echó a dormir en el establo, entre los caballos, y en el sueño alguien lo llamó por su nombre y le ordenó que cantara. Caedmon contestó que no sabía, pero el otro le dijo: "Canta el principio de las cosas creadas." Caedmon, entonces, dijo versos que jamás había oído. No los olvidó, al despertar, y pudo repetirlos ante los monjes del cercano monasterio de Hild. No aprendió a leer, pero los monjes le explicaban pasajes de la historia sagrada y él "los rumiaba como un limpio animal y los convertía en versos dulcísimos, y de esa manera cantó la creación del mundo y del hombre y toda la historia del Génesis y el éxodo de los hijos de Israel y su entrada en la tierra de promisión, y muchas otras cosas de la Escritura, y la encarnación, pasión, resurrección y ascensión del Señor, y la venida del Espíritu Santo y la enseñanza de los apóstoles, y también el terror del Juicio Final, el horror de las penas infernales, las dulzuras del cielo y las mercedes y los juicios de Dios." Fue el primer poeta sagrado de la nación inglesa; "nadie se igualó a él —dice Beda—, porque no aprendió de los hombres sino de Dios." Años después, profetizó la hora en que iba a morir y la esperó durmiendo. Esperemos que haya vuelto a encontrarse con su ángel.

A primera vista, el sueño de Coleridge corre el albur de parecer menos asombroso que el de su precursor. Kubla Khan es una composición admirable y las nueve líneas del himno soñado por Caedmon casi no presentan otra virtud que su origen onírico, pero Coleridge ya era un poeta y a Caedmon le fue revelada una vocación. Hay, sin embargo, un hecho ulterior, que magnifica hasta lo insondable la maravilla del sueño en que se engendró Kubla Khan. Si este hecho es verdadero, la historia del sueño de Coleridge es anterior en muchos siglos a Coleridge y no ha tocado aún a su fin.

El poeta soñó en 1797 (otros entienden que en 1798) y publicó su relación del sueño en 1816, a manera de glosa o justificación del poema inconcluso. Veinte años después, apareció en París, fragmentariamente, la primera versión occidental de una de esas historias universales en que la literatura persa es tan rica, el Compendio de Historias de Rashid ed-Din, que data del siglo XIV. En una página se lee: "Al este de Shang-tu, Kublai Khan erigió un palacio, según un plano que había visto en un sueño y que guardaba en la memoria". Quien esto escribió era visir de Ghazan Mahmud, que descendía de Kublai.

Un emperador mogol, en el siglo XIII, sueña un palacio y lo edifica conforme a la visión; en el siglo XVIII, un poeta inglés que no pudo saber que esa fábrica se derivó de un sueño, sueña un poema sobre el palacio. Confrontadas con esta simetría, que trabaja con almas de hombres que duermen y abarca continentes y siglos, nada o muy poco son, me parece, las levitaciones, resurrecciones y apariciones de los libros piadosos.

¿Qué explicación preferiremos? Quienes de antemano rechazan lo sobrenatural (yo trato, siempre, de pertenecer a ese gremio) juzgarán que la historia de los dos sueños es una coincidencia, un dibujo trazado por el azar, como las formas de leones o de caballos que a veces configuran las nubes. Otros argüirán que el poeta supo de algún modo que el emperador había soñado el palacio y dijo haber soñado el poema para crear una espléndida ficción que asimismo paliara o justificara lo truncado y rapsódico de los versos(1). Esta conjetura es verosímil, pero nos obliga a postular, arbitrariamente, un texto no identificado por los sinólogos en el que Coleridge pudo leer, antes de 1816, el sueño de Kublai(2). Más encantadoras son las hipótesis que trascienden lo racional. Por ejemplo, cabe suponer que el alma del emperador, destruido el palacio, penetró en el alma de Coleridge, para que éste lo reconstruyera en palabras, más duraderas que los mármoles y metales.

El primer sueño agregó a la realidad un palacio; el segundo, que se produjo cinco siglos después, un poema (o principio de poema) sugerido por el palacio; la similitud de los sueños deja entrever un plan; el período enorme revela un ejecutor sobrehumano. Indagar el propósito de ese inmortal o de ese longevo sería, tal vez, no menos atrevido que inútil, pero es lícito sospechar que no lo ha logrado. En 1691, el P. Gerbillon, de la Compañía de Jesús, comprobó que del palacio de Kublai Khan sólo quedaban ruinas; del poema nos consta que apenas se rescataron cincuenta versos. Tales hechos permiten conjeturar que la serie de sueños y de trabajos no ha tocado a su fin. Al primer soñador le fue deparada en la noche la visión del palacio y lo construyó; al segundo, que no supo del sueño del anterior, el poema sobre el palacio. Si no marra el esquema, alguien, en una noche de la que nos apartan los siglos, soñará el mismo sueño y no sospechará que otros lo soñaron y le dará la forma de un mármol o de una música. Quizá la serie de los sueños no tenga fin, quizá la clave esté en el último.

Ya escrito lo anterior, entreveo o creo entrever otra explicación. Acaso un arquetipo no revelado aún a los hombres, un objeto eterno (para usar la nomenclatura de Whitehead), esté ingresando paulatinamente en el mundo; su primera manifestación fue el palacio; la segunda el poema. Quien los hubiera comparado habría visto que eran esencialmente iguales.



Notas

[1] A principios del siglo XIX o a fines del XVIII, juzgado por lectores de gusto clásico, Kubla Khan era harto más desaforado que ahora. En 1884, el primer biógrafo de Coleridge, Traill, pudo aún escribir: «El extravagante poema onírico Kubla Khan es poco más que una curiosidad psicológica.»

[2] Véase John Livingston Lowes: The Road to Xanadu, 1927, págs. 358, 585.


En Otras inquisiciones (1952)

Foto sin atribución: Borges posiblemente por Rogelio Cuéllar
Archivo El Uiversal (Mexico)




28/7/16

Esteban Peicovich: Borges, el palabrista [3 de 5]






Son varios los Borges verbales que pulsan en mi memoria. Sobresale, por primero, aquel de 1956, cuando aún no era Homero sino un Buda encastillado en la Biblioteca Nacional. Rodeado por noventa mil libros un mujerío a sus pies le leía cuentos en un inglés cipayo a la orilla del río menos inglés del mundo. Cada tanto, un bibliotecario furtivo le traía la copia de un manuscrito hebreo o el muy gozado versículo de Blake donde dice que todo lo que existe fue imaginado alguna vez. De aquel día me quedó un libro dedicado injustamente: “A Esteban Peicovich, del impoeta Jorge Luis Borges”. Años después, al recordarle la insólita autocalificación, respondió:
B: No es humildad. No se preocupe. Ya voy a volver a la poesía.
Sus anécdotas y ninguneos podrían alimentar un género literario. (“¿Marinetti?, un cretino fosforescente”; “¿Así que Machado tuvo un hermano?”; “¿En qué quedamos, Gerardo o Diego?”. Su dardo impreso más filoso apareció en  1980, en El País.  Junto a Calvino y Beckett el diario había requerido opiniones sobre la Enciclopedia Británica. Borges no dudó: “Debo  todo mi conocimiento literario a haber leído la Enciclopedia Británica y no haber leído jamás a Enrique Larreta.”
Pese a tener al periodismo entre sus fobias todo encuentro verbal con Borges fluía feliz. Un mediodía de 1984, en el bar del Hotel Mamounia, de Marraquech, le propuse, como aperitivo, el muy light cuestionario “a la Proust”:
 B: No creo que él lo haya hecho. Produce una serie de trivialidades. Eso lo hizo  la cocinera de Proust.
—Aseguran que le fue hecho al propio Proust.
B: O los enemigos de Proust. Es una especie de juego de sociedad.
—¿Cómo no intentar jugar con el más grande jugador que tenemos...?
B: ¡Pero claro!
—¿Cuál es el color de Borges?
 B: Mi color es el amarillo.
—¿El animal?
B: Bueno, podría ser el leopardo.
¿La flor?
B: El jazmín.
¿El pájaro?
B: Mis conocimientos ornitológicos son tan breves que no sé si distingo muy bien entre un pájaro y otro.
—Pero sí entre el colibrí y el cuervo.
B:  Pájaros muy literarios. ¿Qué pájaros naturales hay?
—Y, desde la paloma hasta el gorrión. Nuestro gorrión.
B: ¿El gorrión? Fue importado por Bieckert. No los había en la República Argentina. Yo diría la gaviota, sugiere el mar, está bien.
—¿A qué personaje histórico admira más?
B: Voy a ser muy localista: vamos a poner Sarmiento.
—¿Y el personaje histórico mujer?
B: Carlota Corday.
—¿Que personaje varón de la ficción le impresionó más?
B: Lord Jim, de Conrad.
—¿Y el personaje femenino?
B: Yo casi me olvido de que haya mujeres.
—Lo ayudo: desde Julieta a la Celestina.
B: ¿Lo dejamos en blanco?
—¿Y su pintor, Borges?
B: Podrían ser dos: Rembrandt y Turner.
—¿El músico?
B: El único músico al cual yo me he acercado con toda la humildad y la ignorancia: Brahms.
—¿El dramaturgo?
B: Uno tiene que decir Shakespeare. No, yo voy a decir Bernard Shaw.
—¿Y la película que recuerda más?
B: Ser o no ser, de Lubitsch. Creo que nadie la conoce, ¿no?
—La mencionan mucho en las historias del cine, la consideran. ¿Y el libro?
B: El mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer. Bien…Sigamos jugando con Proust.
—Sigamos jugando, aunque cometí una herejía. Le pedí una película  y no las había en tiempos de Proust.
B: Dentro de la trivialidad general, está bien.
—Dígame, ¿cuál es su filia más definida?
B: Ponga todo lo escandinavo.
—¿Y la fobia?
B: Como fobia, la publicidad.
Le pregunto si quiere otro café. Dice que después. Algo lo irrita; algo, inmediatamente después, lo alegra. Y ríe.
B: ¿El primer recuerdo? El de un cartel y un arco iris. Puede ser Adrogué, puede ser Palermo o, si están del otro lado del Río de la Plata, puede ser una quinta en Paso del Molino, en Montevideo. Yo tengo un recuerdo así bien platense, digamos.
—¿Y recuerda su primer juguete?
 B: Era un palo de escoba. Luego me regalaron uno con una cabeza de caballo, y luego otro caballo. Pero para mí, el único, el verdadero caballo, era el palo de escoba. A los otros los veía como apócrifos.
—¿A qué edad conoció a la primera mujer?
B: Creo que como todos los hombres yo estoy enamorado desde siempre. Aunque el amor pueden ser imágenes del cine, del deporte... Antes nos enamorábamos de las mujeres del cine. Yo he sido fiel a Mary Pickford y a Katherine Hepburn.
—¿Usted rezó alguna vez?
B: Sí, siempre. Mi madre me pidió que rezara. Yo la quiero tanto y ella me lo pidió. Es un modo de estar cerca de ella también, ¿no? Ahora yo no sé si no estoy hablando en un teléfono al vacío, ¿no? Pero si no hay Dios yo no me comprometo con eso.
—¿Y Cristo?
B: No creo que fuera el hijo de Dios. Como figura histórica es incomparable.
—¿Y en cuanto a lo que nos ha quedado de Cristo: su palabra, sus parábolas...?
B: Hay un rasgo de Cristo que no me gusta y es el demagógico. “Los últimos serán los primeros”. ¿Por qué los últimos van a ser los primeros? O: “Dichosos los que lloran porque serán consolados”. No, los que lloran no pueden ser dichosos. Él tendía a exaltar la desdicha. Prefiero lo de Bernard Shaw cuando fueron a verlo unos obreros irlandeses patriotas y se habló de cómo Irlanda había sufrido, no sé, en manos de los daneses, de los ingleses, de medio mundo. Shaw les dijo: “Sí, pero el haber sido matados todos, no es un mérito”. Tenía razón: haber sufrido no es un mérito.
—¿Qué es un obrero para usted?
B: No pienso en la gente según el gremio. Yo veo en cada hombre a un individuo. El hecho de que sea un obrero, un estudiante, o que sea un profesor, es algo secundario; el oficio no es importante. Yo he conocido a gentes de toda clase, incluso a obreros y malevos también, y me di cuenta de un hecho. Por ejemplo, yo tenía amigos míos que eran tipógrafos y porque eran tipógrafos no eran menos importantes que si fueran A, B, C o D. Por eso le digo, ¿qué piensa usted del estudiante, del millonario? Bueno, qué sé yo.
—¿Quién es más real para usted, Macbeth o Perón?
B: Bueno, Macbeth, desde luego.
—¿Para usted la literatura es más real que la Historia?
B: La que llamamos Historia está hecha de memorias y de imágenes. El que usted ha mencionado es un personaje de la memoria, salvo que yo nunca pienso en él. A la larga todos nos convertimos en personajes de la memoria ajena. Macbeth lo es. Rosas también.
—¿Y Perón?
B: También, salvo que yo prefiero no mencionarlo. Ponga Rosas, que es lo mismo.
¿A qué le tiene miedo Borges, si tiene algún miedo?
B: A una larga vida. He vivido demasiado. Mi enemigo es la longevidad y estoy incurriendo en ella. Es lo que más me aterra. Puedo cesar en cualquier momento...
—¿Por qué cosa merecería Borges ir al infierno?
B: A veces he sido egoísta, insensible al afecto de otros. También por haber capitaneado el movimiento ultraísta, ¿no? El ultraísmo ha llevado a todos a los círculos del infierno dantesco, sí.
—¿Y si el infierno fuera una biblioteca, Borges?
B: Entonces no sería un infierno. Bueno, claro, depende de los autores, ¿no? Creo que si del infierno están excluidos los malos autores, incluso yo, entonces ya no selecciono, ¿no? Ahora, si llego a encontrarme con libros míos allí, mejor entonces, sí.
—¿Qué libro suyo tendría que estar en el infierno?
B: El que voy a publicar el año que viene. El no escrito todavía....
—¿Cuál ha sido el momento más grave de su vida?
B: He sido desdichado tantas veces que se precisaría una especie de concurso. Habría que elegir entre muchos momentos. Eso es lo grave.


Fuente: Diario Perfil, 8 de julio de 2016
Basado en Esteban Peicovich: El palabrista. Borges visto y oído
Buenos Aires, Marea Editorial, 2006

Y en Esteban Peicovich: Borges, el palabrista  Buenos Aires, Libertarias/Prodhufi, 1995
Digitalización: Alacena roja
Sitio de Esteban Peicovich [Facebook]
Foto: Borges y Esteban Peicovich 1980
Vía Perfil CEdoc

Borges, el palabrista/1
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