28/7/16

Esteban Peicovich: Borges, el palabrista [3 de 5]






Son varios los Borges verbales que pulsan en mi memoria. Sobresale, por primero, aquel de 1956, cuando aún no era Homero sino un Buda encastillado en la Biblioteca Nacional. Rodeado por noventa mil libros un mujerío a sus pies le leía cuentos en un inglés cipayo a la orilla del río menos inglés del mundo. Cada tanto, un bibliotecario furtivo le traía la copia de un manuscrito hebreo o el muy gozado versículo de Blake donde dice que todo lo que existe fue imaginado alguna vez. De aquel día me quedó un libro dedicado injustamente: “A Esteban Peicovich, del impoeta Jorge Luis Borges”. Años después, al recordarle la insólita autocalificación, respondió:
B: No es humildad. No se preocupe. Ya voy a volver a la poesía.
Sus anécdotas y ninguneos podrían alimentar un género literario. (“¿Marinetti?, un cretino fosforescente”; “¿Así que Machado tuvo un hermano?”; “¿En qué quedamos, Gerardo o Diego?”. Su dardo impreso más filoso apareció en  1980, en El País.  Junto a Calvino y Beckett el diario había requerido opiniones sobre la Enciclopedia Británica. Borges no dudó: “Debo  todo mi conocimiento literario a haber leído la Enciclopedia Británica y no haber leído jamás a Enrique Larreta.”
Pese a tener al periodismo entre sus fobias todo encuentro verbal con Borges fluía feliz. Un mediodía de 1984, en el bar del Hotel Mamounia, de Marraquech, le propuse, como aperitivo, el muy light cuestionario “a la Proust”:
 B: No creo que él lo haya hecho. Produce una serie de trivialidades. Eso lo hizo  la cocinera de Proust.
—Aseguran que le fue hecho al propio Proust.
B: O los enemigos de Proust. Es una especie de juego de sociedad.
—¿Cómo no intentar jugar con el más grande jugador que tenemos...?
B: ¡Pero claro!
—¿Cuál es el color de Borges?
 B: Mi color es el amarillo.
—¿El animal?
B: Bueno, podría ser el leopardo.
¿La flor?
B: El jazmín.
¿El pájaro?
B: Mis conocimientos ornitológicos son tan breves que no sé si distingo muy bien entre un pájaro y otro.
—Pero sí entre el colibrí y el cuervo.
B:  Pájaros muy literarios. ¿Qué pájaros naturales hay?
—Y, desde la paloma hasta el gorrión. Nuestro gorrión.
B: ¿El gorrión? Fue importado por Bieckert. No los había en la República Argentina. Yo diría la gaviota, sugiere el mar, está bien.
—¿A qué personaje histórico admira más?
B: Voy a ser muy localista: vamos a poner Sarmiento.
—¿Y el personaje histórico mujer?
B: Carlota Corday.
—¿Que personaje varón de la ficción le impresionó más?
B: Lord Jim, de Conrad.
—¿Y el personaje femenino?
B: Yo casi me olvido de que haya mujeres.
—Lo ayudo: desde Julieta a la Celestina.
B: ¿Lo dejamos en blanco?
—¿Y su pintor, Borges?
B: Podrían ser dos: Rembrandt y Turner.
—¿El músico?
B: El único músico al cual yo me he acercado con toda la humildad y la ignorancia: Brahms.
—¿El dramaturgo?
B: Uno tiene que decir Shakespeare. No, yo voy a decir Bernard Shaw.
—¿Y la película que recuerda más?
B: Ser o no ser, de Lubitsch. Creo que nadie la conoce, ¿no?
—La mencionan mucho en las historias del cine, la consideran. ¿Y el libro?
B: El mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer. Bien…Sigamos jugando con Proust.
—Sigamos jugando, aunque cometí una herejía. Le pedí una película  y no las había en tiempos de Proust.
B: Dentro de la trivialidad general, está bien.
—Dígame, ¿cuál es su filia más definida?
B: Ponga todo lo escandinavo.
—¿Y la fobia?
B: Como fobia, la publicidad.
Le pregunto si quiere otro café. Dice que después. Algo lo irrita; algo, inmediatamente después, lo alegra. Y ríe.
B: ¿El primer recuerdo? El de un cartel y un arco iris. Puede ser Adrogué, puede ser Palermo o, si están del otro lado del Río de la Plata, puede ser una quinta en Paso del Molino, en Montevideo. Yo tengo un recuerdo así bien platense, digamos.
—¿Y recuerda su primer juguete?
 B: Era un palo de escoba. Luego me regalaron uno con una cabeza de caballo, y luego otro caballo. Pero para mí, el único, el verdadero caballo, era el palo de escoba. A los otros los veía como apócrifos.
—¿A qué edad conoció a la primera mujer?
B: Creo que como todos los hombres yo estoy enamorado desde siempre. Aunque el amor pueden ser imágenes del cine, del deporte... Antes nos enamorábamos de las mujeres del cine. Yo he sido fiel a Mary Pickford y a Katherine Hepburn.
—¿Usted rezó alguna vez?
B: Sí, siempre. Mi madre me pidió que rezara. Yo la quiero tanto y ella me lo pidió. Es un modo de estar cerca de ella también, ¿no? Ahora yo no sé si no estoy hablando en un teléfono al vacío, ¿no? Pero si no hay Dios yo no me comprometo con eso.
—¿Y Cristo?
B: No creo que fuera el hijo de Dios. Como figura histórica es incomparable.
—¿Y en cuanto a lo que nos ha quedado de Cristo: su palabra, sus parábolas...?
B: Hay un rasgo de Cristo que no me gusta y es el demagógico. “Los últimos serán los primeros”. ¿Por qué los últimos van a ser los primeros? O: “Dichosos los que lloran porque serán consolados”. No, los que lloran no pueden ser dichosos. Él tendía a exaltar la desdicha. Prefiero lo de Bernard Shaw cuando fueron a verlo unos obreros irlandeses patriotas y se habló de cómo Irlanda había sufrido, no sé, en manos de los daneses, de los ingleses, de medio mundo. Shaw les dijo: “Sí, pero el haber sido matados todos, no es un mérito”. Tenía razón: haber sufrido no es un mérito.
—¿Qué es un obrero para usted?
B: No pienso en la gente según el gremio. Yo veo en cada hombre a un individuo. El hecho de que sea un obrero, un estudiante, o que sea un profesor, es algo secundario; el oficio no es importante. Yo he conocido a gentes de toda clase, incluso a obreros y malevos también, y me di cuenta de un hecho. Por ejemplo, yo tenía amigos míos que eran tipógrafos y porque eran tipógrafos no eran menos importantes que si fueran A, B, C o D. Por eso le digo, ¿qué piensa usted del estudiante, del millonario? Bueno, qué sé yo.
—¿Quién es más real para usted, Macbeth o Perón?
B: Bueno, Macbeth, desde luego.
—¿Para usted la literatura es más real que la Historia?
B: La que llamamos Historia está hecha de memorias y de imágenes. El que usted ha mencionado es un personaje de la memoria, salvo que yo nunca pienso en él. A la larga todos nos convertimos en personajes de la memoria ajena. Macbeth lo es. Rosas también.
—¿Y Perón?
B: También, salvo que yo prefiero no mencionarlo. Ponga Rosas, que es lo mismo.
¿A qué le tiene miedo Borges, si tiene algún miedo?
B: A una larga vida. He vivido demasiado. Mi enemigo es la longevidad y estoy incurriendo en ella. Es lo que más me aterra. Puedo cesar en cualquier momento...
—¿Por qué cosa merecería Borges ir al infierno?
B: A veces he sido egoísta, insensible al afecto de otros. También por haber capitaneado el movimiento ultraísta, ¿no? El ultraísmo ha llevado a todos a los círculos del infierno dantesco, sí.
—¿Y si el infierno fuera una biblioteca, Borges?
B: Entonces no sería un infierno. Bueno, claro, depende de los autores, ¿no? Creo que si del infierno están excluidos los malos autores, incluso yo, entonces ya no selecciono, ¿no? Ahora, si llego a encontrarme con libros míos allí, mejor entonces, sí.
—¿Qué libro suyo tendría que estar en el infierno?
B: El que voy a publicar el año que viene. El no escrito todavía....
—¿Cuál ha sido el momento más grave de su vida?
B: He sido desdichado tantas veces que se precisaría una especie de concurso. Habría que elegir entre muchos momentos. Eso es lo grave.


Fuente: Diario Perfil, 8 de julio de 2016
Basado en Esteban Peicovich: El palabrista. Borges visto y oído
Buenos Aires, Marea Editorial, 2006

Y en Esteban Peicovich: Borges, el palabrista  Buenos Aires, Libertarias/Prodhufi, 1995
Digitalización: Alacena roja
Sitio de Esteban Peicovich [Facebook]
Foto: Borges y Esteban Peicovich 1980
Vía Perfil CEdoc

Borges, el palabrista/1
Borges, el palabrista/2
Borges, el palabrista/4
Borges, el palabrista/5


27/7/16

Jorge Luis Borges: Entrevista con Xavier Rubert de Ventos en 1982







Éste es un fragmento del diá­logo que mantuve con Bor­ges en su casa de Buenos Ai­res, el verano de 1982, desde que me abrió la puerta su vie­ja criada hasta que vino a ce­nar con nosotros su hermana Norah, viuda de Guillermo de Torre. Pese a ser "analfabe­ta" (como precisaba Borges con cierto orgullo), la criada no ca­recía de reflejos ágiles ni de una admirable capacidad de utilizar en su provecho los acontecimientos imprevistos. En menos de 10 minutos pasó así de dialogar suspicazmente desde el resquicio de la puerta y cerrármela en las narices a entregarme a su amo, explicarme que debía parar la lavadora al sonar un pitido y a esca­par de la casa para no volver hasta tres horas más tarde (luego Var­gas Llosa me ha contado que a él le pasó algo parecido). En este tiempo tuve yo que abrir la puerta, contestar al teléfono, acom­pañarle a que me enseñara sus cuadros de tigres y el vestido rosa de su madre desplegado sobre la cama... Al día siguiente me pi­dió que le acompañara al cementerio donde iban a enterrarla, y allí nos recogió María Kodama, que venía de la Universidad.
 -Dice usted que nació en un suburbio de calles aventuradas y ocasos invisibles, y añade: "Pero lo cierto es que me crié en un jardín, detrás de una verja con lanzas, y con una biblioteca ilimitada de libros ingleses".
-Sí, era la biblioteca de mi padre y de mi abuelo... Sí, de mi padre, de mi abuela y de mi bisabuelo.
-¿No será eso su personal experiencia de un destino general de América? Mario Faustino dijo que lo propio de América fue "nacer adulta", con una jurisprudencia ya desarrollada, una joya arabista, una prosa ya barroca... Aun hoy mismo, en la Repú­blica Dominicana le insultan a uno en la calle llamándole "he­reje" o "sin concepto".
-No había pensado en eso. Pero creo que, de algún modo, todos somos europeos. Europeos en el exilio, en el destierro, ¿no? Creo que los americanos somos europeos desterrados. Y eso nos hace heredar toda la cultura occidental. No sé si lo he­mos aprovechado hasta ahora... quizá Estados Unidos lo hizo mejor que esta América. En todo caso, yo creo que no tengo nada en común, bueno, digamos con los aborígenes. Tengo una gota de sangre guaraní por ahí, pero eso no cuenta mayormen­te. Y creo que somos, sí, occidentales. Salvo que eso de occi­dentales también es falso, ya que en la cultura occidental Israel no es menos importante que Grecia. Entendida Roma como ex­tensión de Grecia, desde luego. Pero creo que sentimos eso y de­bemos tratar de merecerlo.
-Para usted Buenos Aires es "un viejo hábito"...
-Sí, yo no conozco bien la ciudad. Como casi todo el mun­do, conozco lo que se llama el centro, que topográficamente es un extremo de la ciudad.
-A mí me sorprendió que Keyserling hablara de la esencia o del carácter de Buenos Aires como el "no te metás", que se correspondería con el catalán "no t'hi emboliquis".
-Sí, pero hay también el otro adagio, "primero tira tu lanza", que sería lo con­trario.
-¿Coexisten ambos en su país? ¿Coe­xisten como en la plaza de Mayo, donde según usted se mezclan "la clara guerra contra los españoles y la oscura guerra contra el gaucho"?
-Exactamente. Aunque no sé; yo no puedo hablar con ninguna autoridad so­bre Buenos Aires. Es una ciudad que dejé de ver hacia 1950 y tantos.
-Pero sobre la que no ha dejado de escribir.
-No, he seguido escribiendo, pero siempre he pensado en aquel Buenos Ai­res pretérito, un Buenos Aires que ha desaparecido. Sin embar­go, ocurre una cosa curiosa, y es ésta: yo puedo estar en Lucer­na, puedo estar en Tokio; pero eso es durante la vigilia. Cuan­do sueño, sin embargo, siempre sigo estando en Buenos Aires. Y sobre todo en la Biblioteca Nacional, en la calle de México, o, si no, en aquel Buenos Aires de casas bajas de mi niñez. Es decir, algo mío se queda en Buenos Aires aun cuando viajo. Yo he viajado por buena parte del mundo, pero nunca sueño en es­tos lugares. ¿Cómo le diría yo?; estoy en Japón, estoy en Egip­to, estoy en Irlanda, estoy en Tejas, pero eso durante la vigilia. Cuando sueño, estoy en Buenos Aires, en un Buenos Aires que, desde luego, sólo existe en la memoria de hombres viejos como yo...
-Entonces usted sólo creería en la nacionalidad que se sueña.
-Sí, en una nacionalidad onírica...
-Y por tanto muy épica...
-¡Pero, desde luego! Yo creo que el nacionalismo ha traído muchos males. Ante todo, va contra la pareja distribución de los bienes espirituales y materiales; eso es una. Y la otra es que na­cionalismo da a creer que cada país es el único; que el idioma que cada uno habla es evidentemente el mejor... Mañana va a salir un poema mío, en el que hablo de eso. Hablo de lo que me parece eso de estar parcelado en países, cada uno con su mito­logía peculiar, con antiguas o recientes tradiciones, con un pa­sado sin duda heroico, con agravios, con litigios...
-Usted es muy pacífico, pero se enfrentó valientemente a los peronistas...
-Sí, tengo valor cívico, que no valor físico. Mi cirujano y mi dentista lo saben muy bien. Una vez, a mi madre la amenazaron de muerte por el teléfono, a las tres o a las cuatro de la mañana. Una voz grosera le dijo: "Yo los voy a matar, a vos y a tu hijo". "¿Por qué, señor?", dijo mi madre. "Por­que soy peronista". Ella le contestó: "Bueno, en el caso de mi hijo es muy fá­cil, está ciego; sale todas las mañanas a las diez de esta casa. En cuanto a mí, les aconsejo que se apuren, que no pierdan tiempo telefoneando, porque he cumpli­do 80 y tantos años, y a lo mejor me les muero antes".
"Me les muero". Eso no puede decir­se en otros idiomas. Sí, quizá en inglés: "I die on you". Pero no tiene tanta fuer­za, ¿no? Sí, "me les muero antes"... En­tonces el otro cortó la comunicación. Le pregunté: "¿Qué pasó, madre? ¿Sonó el teléfono?". "Sí", me dijo, "un sonso..." Y me repitió la conversación. Luego, cla­ro, no pasó nada. A veces hay un placer de la amenaza. Después quedan desaho­gados. Uno ha cumplido con su deber y no tiene por qué pasar a mayores.
-Usted decía también que el dolor más terrible es el previsto, el anticipado.
-Sí, claro. La mejor muerte para el moribundo sería un paro cardiaco, ¿no? Ser fulminado sería lo mejor. Pero para los que quedan, no. Mejor prepararse el día de la muerte.
-¿Por qué me ha pedido que nos acercáramos a su tumba, a su bóveda?
-La verdad es que la palabra es un poco triste, ¿no? Pero es mi bóveda...
-... Y la bóveda de sus antepasados.
-Sí. Pero curiosamente yo siento que no están aquí. Si yo pienso en mi madre, yo pienso que ella está en mi casa, y que el hecho de que sus restos estén aquí es... bueno, es verdadero, pero yo no puedo sentirlo. Y sé que está aquí mi abuela y mis abuelos... Están los parientes míos, tantos amigos... Yo sé que eso es un hecho real, pero para mí no es un hecho, digamos, emocional. Siento que realmente ellos están en otra parte; cier­tamente no encerrados aquí...murió hace seis años, está allí, en mi casa. En cambio, aquí sé que están sus restos, pero me parece que eso, emocionalmente, no es cierto. ¿No es mejor pensarlo así? Sería muy triste pensar que está aquí...
-Pero a usted le he oído iro­nizar también sobre la muerte en una milonga que dice: "No hay cosa como la muerte...".
-Sí. "... para mejorar la gen­te". Y luego tengo otra de un condenado a muerte, que es: "Manuel Flores va a morir. / Eso es moneda corriente. / Morir es una costumbre, / que suele tener la gente". Respecto a la "otra vida", no sé qué decirle: ambas cosas son igualmente increíbles. La inmortalidad personal es in­creíble, pero la muerte personal también lo es.
-Aparte de creíble o no, ¿re­sulta para usted querible? Se lo pregunto porque en algunos tex­tos parece que usted no sólo no crea, sino que tampoco quiera esta inmortalidad.
-Ah no; en mi caso personal, no. Ahora, si yo pudiera ser in­mortal en otra situación, y con el olvido total de haber sido Borges, pues bien, entonces acepto la inmortalidad. Pero no sé si tengo derecho a decir "acepto". Creo que en el budismo se niega la existencia del alma. Se supone que cada individuo, du­rante su vida, construye una suerte de organismo mental, que es el karma, y que ése es heredado por otros, no por él, ya que si no creemos en el yo no podemos creer en la muerte personal, ¿no? Buena parte del libro Las cuestiones del rey Milinda (Milinda es una evolución sánscrita del Menandro, que es un catecismo budista), buena parte de este libro está dedicada a la negación del yo. El yo como el que han negado Hume, Fernández y Schopenhauer.
-En este sentido, es usted muy poco unamuniano...
-Ah, desde luego. Unamuno estaba loco. Yo no sé cómo no estaba cansado de ser Unamuno. Y eso que no vivió tanto como yo. Yo estoy harto de Borges. Cada mañana, al despertar y en­contrarme con él, me digo...
-¿"A ése le tengo ya muy conocido..."?
-Eso, una tristeza, sí. Ya estoy harto de ese... un interlocutor permanente.
-Una actitud no tan distinta, sin embargo, de la de Kierkegaard, que deseaba lo absolutamente Otro. Esta posición radi­calmente religiosa, ¿no conecta de algún modo con una posi­ción radicalmente nihilista como la suya?
-Sí, claro. Esto "otro" sería Dios, ¿no?
-No sé; Dios o la Nada. En todo caso, la no-continuidad de lo humano más allá de este mundo.
-Hay ya un exceso de lo hu­mano aquí.
-Y no desearía usted, en ningún caso, su continuación.
-No, yo no. Tengo la espe­ranza -mi padre tenía la misma- de morir enteramente, de morir en cuerpo y alma, si es que el alma existe.
-¿Y cómo comprende usted que para mucha gente eso no constituya una esperanza, sino un desasosiego?
-Yo conozco a mucha gente religiosa, y están un poco aterra­dos. Porque o esperan el paraíso -lo cual, como dijo Bernard Shaw, es un soborno- o se temen el infierno. En cambio, una per­sona que no cree en ninguna de las dos posibilidades, una perso­na como yo, que no se cree dig­na de castigos o de recompensas eternas, puede estar tranquila. Pero todo es tan raro, la verdad, que a lo mejor perseguimos este diálogo en otro mundo...
-Usted escribió: "Descreo de la democracia, ese curioso abu­so de la estadística". Y en otro lugar habló de la dictadura di­ciendo que favorece la opresión, favorece el servilismo y, lo que es peor, favorece la idiotez.
-Curiosamente, aunque yo haya dicho estas últimas pala­bras, estoy de acuerdo con ellas. En cuanto a la democracia, creo que por ahora (y ahora puede significar cien años) en este país somos indignos de ella. En cuanto a la dictadura, ya conocemos sus efectos devastadores. Pero yo, realmente, no entiendo de política. Soy un tranquilo e inofensivo anarquista spenceriano. Y de anarquismo saben ustedes, los catalanes.
-¿Conoció usted a nuestros modernistas y noucentistas: Rusiñol, Maragall, Bertrana, Ors...?
-Ah, sí, a Ors sí. ¿Vive todavía este muchacho?
-Murió hace ya algunos años. ¿Le conoció usted personal­mente?
-No, me interesaron muchísimo algunos ensayos suyos. Muy finos, muy finos... Hasta que leí una especie de novela suya, no recuerdo ahora el nombre, que me pareció intolerable. No leí nada más de él.
-¿Se refiere a La bien plantada?
-Eso, La bien plantada. Inaceptable. Las medidas del torso, la cintura y los to­billos de la protagonista eran absoluta­mente intolerables. Decidí no volver a abrir un libro suyo.
-Lo que sí ha continuado manejando fue el Diccionario Etimológico de Coromines. (Cojo de la estantería una primera edición desgastada por el uso, y con el Coromines en las manos, hablamos del Cratilo platónico, del carácter representa­tivo o arbitrario de las palabras, de su historia y transformación).
-Vea cómo el término sajón bleich, que significa sin color, de­rivó de un modo contrapuesto: en castellano a blanco y en inglés a black (negro).
-¿Será por algo parecido por lo que los chistes procaces son en castellano chistes verdes y en inglés chistes azules?
-La verdad, no entiendo esta inversión por la que el verde, que debería sugerir algo natural, vino a significar en castellano todo lo contrario. Pero encontraré la solución. En cuanto la halle, le escribo enseguida. (Borges habla siempre de temas retóricos, etimológicos o incluso poéticos en términos de verdad, de solución, de exactitud).
-¿Pero tiene usted aún el Coromines en las manos?
-Sí.
-Pues busque el término jazz... Mire, en el inglés criollo de Nueva Orleans to jazz quería decir fornicar. O, más precisamente, fornicar de un modo breve, espasmódico, violento, como sugiere el sonido mismo de la palabra. Es como tango, que no viene, como creía Lugones, del tangere latino, sino de la etimología africana que veíamos antes en el Coromines. Nolli me tangere-just jazz it... Aunque tampoco estoy seguro. Si yo pudiera con­sultar... pero hace ya años que no veo.
-Tres cosas se pierden al perder de vis­ta "el mundo de la representación" -como llamaría usted al mundo físico-, el mundo de los libros y el mundo de la pro­pia escritura. Son tres pérdidas distintas.
-Cierto. -¿Cuál ha ido más dolorosa para us­ted?
-No. A mí me gustaría sobre todo leer, leer por ejemplo un ver­so erótico de Eduardo Marquina donde todo es un juego de refle­jos en espejos. Y me gustaría también ver las caras de las personas que quiero... las caras de mis amigos. Y también los lugares don­de estuve con amigos: la librería Salvat-Papasseit en Barcelona. Pero venga usted y acompáñeme a la otra habitación, donde le en­señaré los cuadros de tigres y el último vestido de mi madre.


En El País, 25 de enero de 1998

Retrato de Borges en su casa
Foto ©Amanda Ortega 



26/7/16

Esteban Peicovich: Borges, el palabrista [2 de 5]





De los pecados capitales, de su "odio" hacia Perón y Rosas, de Hitler

El lunes 21 de abril de 1980, sintiéndose solo en la trastienda de una sastrería de Madrid, Borges parecía beatífico y feliz. Acababa de probar, con éxito, el jacquet que vestiría en Alcalá de Henares para recibir de manos de un rey el premio Cervantes. Apoyado en un báculo de bambú negro comprado en Chinatown por dieciséis dólares, su rostro de inocencias y dudas sugería la imagen de la luna. Cuál fue la emoción que lo envolvió y apagó su “grave pecado” de no haber sido feliz, no lo sé. Pero de pronto, así como así, sus labios se movieron y del tarareo pasó a cantar en voz alta lo que parecía sonar a una milonga.
“Sí, milonga rioplatense. Se llama “Los orientales” —aclaró cuando volvimos al hotel. Ya en el bar, la obviedad de los primeros instantes dejó paso a las sorpresas.
—B: El café parece que no aparece, ¿no?
—Aquí se lo traen... pero con la mitad de café, ¿le ponemos la otra mitad de leche?
—B: Sí, con leche, sí. Medialunas no han traído, ¿no?
—Han traído, sí. Aquí la llaman “croissant”.
B: Cuando yo era chico mi madre decía “croissant”. Luego quedó “medialuna”. Porque “croissant” es una palabra fina, que correspondía a las confiterías. Después, en las lecherías ya no podía llamarse “croissant”, que es lo mismo. Luna creciente o media luna, es igual.
—¿Y usted qué opina, Borges, de los famosos pecados capitales?
B: Stevenson decía que los siete pecados capitales eran uno solo: la crueldad. El pecado contra el Espíritu Santo. Los demás no tienen importancia.
—Sin embargo la crueldad no está entre los siete. Y sí la pereza. ¿Cómo se lleva con ella?
B: Yo creo que he trabajado tanto porque soy muy haragán.
—¿Y con la envidia?
B: No, nunca. Por ejemplo, he estado enamorado y he sabido que otra persona amaba a la misma mujer que yo. Y yo pensaba, en fin, esto nos une. Los dos nos damos cuenta de que esta mujer es admirable y él debe sentir amistad por mí y yo sentir amistad por él. La idea de la rivalidad, de los celos, de la envidia, es horrible. Pero fíjese que cuando he confesado esto me han dicho que no, que es un bizantinismo, que es una paradoja, que eso no puede ser.
—A mí me parece una belleza.
B: ¿Cómo dice? Usted es la primera persona que no se escandaliza. Me alegra, sabe. Porque si yo quiero a una mujer y otro hombre la quiere también, quiere decir que nos parecemos de algún modo, ¿no? Nos encontramos en lo mismo. Es como si alguien dijera que le gusta el álgebra, pues a mí también; o la literatura, y a mí también; fulana de tal, a mí también. Eso nos une, digo yo.
—¿Cuál ha sido el pecado de gula de Borges?
B: La gula sería, a ver... los copos de maíz, el café y el dulce de leche. También el de guayaba. En general me gusta la comida seca. La comida mojada no me gusta.
—¿El vino sería una comida mojada?
B: No, yo no he bebido mucho vino. Cuando joven me gustaba el ajenjo. No me gustan las salsas. Sí el arroz, las uvas. Las uvas son como una purificación. En Japón encontré uvas dobles de las nuestras, con gusto a vino, riquísimas. Y las mandarinas son un prodigio. Sin semillas, y uno puede comerse la cáscara. Las bananas también son riquísimas en el Japón. Mejor dicho, los plátanos, porque banana es una palabra tosca. Me gustaba, como le digo, el ajenjo, que produce una alegría liviana... Cuando era chico lo bebían los compadritos en los almacenes. Cuando vivía en Mallorca tomaba hasta tres copas de ajenjo; después salíamos a escalar la montaña, y gracias al ajenjo yo me agarraba de las grietas y ascendía bastante bien. La embriaguez que nos producía era muy liviana; si no nos hubiéramos matado antes de llegar a la cumbre. Era en Valdemossa. Subíamos con un pintor sueco y un cordobés, también pintor, Octavio Pinto.
—¿Usted sabe que cerca de Valdemossa vive Robert Graves?
B: ¡No me diga! Un gran poeta. Compré sus Obras completas. Buscaba un poema lindísimo que parece que él eliminó de sus obras. Ese poema merece ser muy antiguo, merece no ser contemporáneo, merece ser algo que los hombres han soñado durante mucho tiempo. El argumento es éste: Alejandro de Macedonia no muere en Babilonia sino que se extravía de su ejército y va errando por una geografía desconocida; ve una claridad, es un campamento. Hay hombres de piel amarilla y de ojos oblicuos, tártaros, chinos. Entonces, ya que su oficio es ser soldado, él entra y se alista en ese ejército. Pasan muchos años, hace la guerra; no le importa ser jefe, siempre es soldado; y un buen día, como pago del trabajo de guerrear distribuyen monedas. Es un hombre anciano ya y se queda mirando una de las monedas. Está allí, viejo, rodeado de tártaros o chinos y entonces dice: “Claro, es la moneda que yo hice acuñar para celebrar la victoria de Arbela cuando yo era Alejandro de Macedonia”. Su victoria contra los persas. Pero él dice: “Cuando yo era”. Claro, él ya es otro, un soldado perdido allí entre los chinos o los tártaros. Este poema merecería estar en Las mil y una noches o en Plutarco y sin embargo, qué raro, Graves lo eliminó. Es extraordinario. Haber inventado ese poema es haber inventado todo.
—¿Y cuál ha sido su pecado de soberbia?
B: No creo, no. Cuando converso con alguien siempre trato que el interlocutor tenga razón. La idea de una discusión es errónea. Los chinos dicen que no hay que discutir para ganar, sino para dar con la verdad. La idea de ganar es horrible. Por eso aquí, en Madrid, en las tertulias del café Colonial, Cansinos Assens impuso la costumbre de que no se hablara de ningún contemporáneo para que no se hablara mal de nadie. De modo que uno podía mencionar a Virgilio o a Platón, pero no a Gómez de la Serna o a Unamuno.
—¿Cometió alguna vez el pecado de avaricia?
B: Creo que ha sido el de no prestar libros para que no se quedaran con ellos.
—¿Y el de lujuria?
B: Creo que sí. Bueno, no sé si es un pecado. Creo como Stevenson que no es un pecado. Haber deseado bastante, querido mucho a la mujer, no es pecado. ¿No?
—¿Y si hablamos de la ira?
B: No. Xul Solar decía que era una pobreza mía el no enojarme. Porque yo me entristezco en lugar de enojarme. Hace bien desahogarse. No, ira, no. O tal vez sí, tres veces, cuando eché a los estudiantes de la clase por querer interrumpirla. Pero yo pensaba que eso no era personal, que tenía que defender la cátedra.
—Y una de esas veces defendió precisamente a Coleridge. Ellos llamaban a una huelga en apoyo a obreros portuarios...
B: Claro. Es cierto. Y les dije: "¿Qué tiene que ver Coleridge con el puerto de Buenos Aires?"
—Y… ¿tuvo acaso un octavo pecado suyo, inventado por usted para usted?
B: Y, bueno, yo he sentido odio por dos personas. Por Perón y por mi lejano pariente, Rosas. Y por nadie más que yo sepa. En el caso de Hitler no era odio. Decía yo, qué raro que este hombre que es un genio militar sea al mismo tiempo un loco. Me decía, por ese entonces, que si yo fuera Hitler echaría del país a quienes no tuvieran sangre judía. Hubiera sido más inteligente, ¿no? Mi padre, que era lúcido, decía siempre (un poco por el orgullo de la sangre inglesa de mi madre): “Pero al final ¿qué son los ingleses...? Si no son nada más que unos chacareros alemanes”.
—Si todo pudiera ser sintetizado en uno solo argumento, un solo tema, ¿cuál sería su tema?
B: Quizá todo lo que yo escriba esté basado en el hecho de la confusión de la personalidad. De que un hombre sea él, sea otro, sea todos. La búsqueda de lo único. Puede ser eso. Y ése sería mi único capital.
—Usted sabe que estos días no lo veo cometiendo “el peor de los pecados”. Todo lo contrario: lo veo feliz...
B: Es que estoy muy feliz. En Buenos Aires mis días son siempre iguales. Y además, los españoles son tan generosos conmigo...
—¿Hacia dónde va el hombre, Borges? ¿Hacia Abel o hacia Caín?
B: Me parece que no necesita ir. Ya ha llegado a Caín.



Fuente: Diario Perfil, 30 de junio de 2016
Basado en Esteban Peicovich: El palabrista. Borges visto y oído
Buenos Aires, Marea Editorial, 2006

Y en Esteban Peicovich: Borges, el palabrista  Buenos Aires, Libertarias/Prodhufi, 1995

25/7/16

Jorge Luis Borges: El Títere







A un compadrito le canto
que era el patrón y el ornato
de las casas menos santas
del barrio de Triunvirato.

Atildado en el vestir,
medio mandón en el trato;
negro el chambergo y la ropa,
negro el charol del zapato.

Como luz para el manejo
le firmaba un garabato
en la cara al más garifo,
de un solo brinco, a lo gato.

Bailarín y jugador,
no sé si chino o mulato,
lo mimaba el conventillo,
que hoy se llama inquilinato.

A las pardas zaguaneras
no les resultaba ingrato
el amor de ese valiente,
que les dio tan buenos ratos.

El hombre, según se sabe,
tiene firmado un contrato
con la muerte. En cada esquina
lo anda acechando el mal rato.

Un balazo lo tumbó
en Thames y Triunvirato;
se mudó a un barrio vecino,
el de la Quinta del Ñato.


En Para las seis cuerdas (1965)
Retrato de Borges sin atribución




24/7/16

Esteban Peicovich: Borges, el palabrista [1 de 5]






Conocí a Borges cuando él tenía 56 años (y yo 26). Mi pueblo (Berisso) me encomendó invitarlo a dar una charla. Abrumado por lo que sentía “tamaña” misión llegué a la calle México donde él dirigía la Biblioteca Nacional y solicité verlo.
Me escuchó y sin ánimo de broma, dudó:
¿Berisso? ¿Ese pueblo existe?
Ofrecí pruebas verbales y aceptó. Fue sábado glorioso aquel de septiembre de 1956 en que lo esperé en La Plata. Borges todavía veía y descendió ágil del tren. Traía del brazo un junco de altos remos: a Cecilia Ingenieros, bailarina (un preboceto de Pina Bausch) que lo asistía como amante o secretaria o chaperona o lo que fuera. Ambos reían jugando con frases crípticas que a mí (muy verde aún) me sonaban a sánscrito.
Me tocó presentarlo (primera vez que me exponía en público) y lo pasé canutas. Mi timidez se puso densa: perdí el papel, derrapé, y tras titubear con sus datos biográficos escapé de ese patíbulo con un:
... y con ustedes, … Borges ... Borges ...
En este tartamudeo me paralicé. Fue un medio minuto sin zafar de estos puntos suspensivos hasta que algún dios del habla me tiró una cuerda y expulsé un exabrupto
…y con ustedes Borges… ¡el palabrista!
Fue así como debuté con Borges al que traté luego como cronista y lector. Pero ¿qué es “tratar” a un genio? Despejo equívocos. Ni fui su amigo ni experto en su obra. Solo un adicto entusiasta y un lazarillo de ocasión. Un espía en sus viajes y un ladrón confeso de su oralidad. Una buena suerte profesional me llevó a compartir vivencias únicas: seguir sus pasos en Marrakesh, llevarlo en brazos en Machu Picchu, acomodarlo ante la gatera de un mingitorio en Madrid o desactivar su pudor hasta conseguir la lista original de sus pecados.
Aquella vieja noche de Berisso habló sobre Almafuerte. Tras mágicos volatines y metáforas nos engatusó con un oxímoron: que Almafuerte era el Whitman argentino. Imberbes para un juicio crítico de peso la comparación nos pareció abultada pero no teníamos con qué darle. Si lo decía Borges debía ser así. Sus fabulaciones eran más ciertas que su verdad.
Lo volví a ver (sin que me reconociera) una noche de 1958 en que como reportero de Clarín salí raudo hacia Ezeiza: después de meses de dar clases en Texas Borges volvía al país. La palabra Borges ya sonaba en el mundo. Se venía la hora de cierre y por fin lo vimos asomar cansado, y lo peor, dispuesto a no atender a la prensa. Por fin se detuvo y alguien soltó un:
¿Cuál es la anécdota más curiosa que trae de Texas, señor Borges...?
Se espabiló un poco y casi musitando, deslizó…
–Sus leyendas, historias de gente muy valiente, como la historia del cowboy…
Y lo dejó allí, en curiosa pausa. Se iba el tiempo y no aparecía una nota a transmitir. Venir de Texas y hablarnos de un cowboy era como volver de Chascomús y hablarnos de un lechero. Pero de pronto saliéndose de su propia galera Borges extrajo un conejo extraordinario:
–…la historia del cowboy… negro.
Ahora, sí. En ese adjetivo aparecía el sorprendente Borges y aprontamos birome y oído. Nos contó entonces el caso de singular templanza de un cowboy que por sus fechorías iba ser ajusticiado un amanecer. Que llegada la hora, ya con el cordel en el cuello, el sheriff le anunció que por costumbre del condado antes de ser ahorcado tenía derecho a decir unas palabras. Aquí Borges tosió, hizo una pausa (literaria, seguro) y remató:
–Y el cowboy negro le respondió: “Yo no he venido aquí a hablar sino a morir”.
Ahora sí sabíamos que había vuelto Borges y teníamos miga para colorear la nota del regreso. El cowboy podía ser real o imaginario. No importaba. De haber sido blanco pasaría por gesto altanero del héroe. Que fuese negro lo convertía en borgiano y literario para siempre. ¿Acaso alguien había visto por entonces valorizar a un negro en un western?
En 1978 cubrí el viaje de los reyes de España que rumbo a Buenos Aires hicieron escala en Perú. Ambos mostraron interés puntual por visitar las ruinas de Machu Picchu, y las pistas de Nazca (sólo Sofía). Pero ni bien aterrizado en Lima un rey de mayor rango motivó que abandonara a los Borbones: allí estaba el mismísimo Borges con María alistándose para viajar al día siguiente al santuario a la misma hora que los reyes. Elegí entonces viajar con un rey verdadero. Nos embarcamos con Borges y María en el trencito angosto que parte de Cuzco y en cinco horas de mucho calor arribamos al pie de la explanada. Borges (79 años) llegó muy mal. Boqueba pálido y ni vasos de la Inca Cola (sic) ni el té de coca conseguían reponerlo del mal de altura. Debí atender la emergencia llevándolo en brazos, como a un niño, hasta el micro que asciende en espiral hasta el hotel internacional situado frente al santuario. Llegado al lobby y mientras María inquieta pedía un médico dejé a un Borges mudo e inmóvil sobre un sillón de la sala. Un grupo de turistas alemanes se interesó por el estado del anciano y al decirles que se trataba de un escritor argentino y escuchar dos de ellos el nombre, pegaron un grito, alertaron al resto y en un minuto el exánime Borges en camisa y tendido quedó bajo los flashes de una docena de Leikas invasivas. Fue una estampa tan bizarra que cada vez que la recuerdo me remite, por la similitud de la posición de los cuerpos en la escena, a La lección de anatomía, de Rembrandt.
Como éstas, son muchas las anécdotas borgianas que pulsan este mes en mi memoria y en la de todos los lectores que habitan la fantástica cueva del mago Borges. Ese Borges, vasto sustantivo, al que Sábato reconoció gran poeta y fijó con los siguientes quince adjetivos: arbitrario, genial, tierno, relojero, débil, grande, triunfante, arriesgado, temeroso, fracasado, magnífico, infeliz, limitado, infantil e inmortal.
Y si es así (y es así) ¿Cómo no seguir recordando sus anécdotas en alguna próxima columna?



Fuente: Diario Perfil, 26 de junio 2016
Basado en Esteban Peicovich: El palabrista. Borges visto y oído
Buenos Aires, Marea Editorial, 2006

Y en Esteban Peicovich: Borges, el palabrista  Buenos Aires, Libertarias/Prodhufi, 1995
Digitalización: Alacena roja
Sitio de Esteban Peicovich [Facebook] [Twitter]
Foto original color: Esteban Peicovich, Borges y  María Kodama
Viaje a Machu Picchu (Perú) a principios de los '80 (Perfil CEdoc)


Borges, el palabrista/2
Borges, el palabrista/3
Borges, el palabrista/4
Borges, el palabrista/5



Jorge Luis Borges: Mateo, XXV, 30





El primer puente de Constitución y a mis pies
fragor de trenes que tejían laberintos de hierro.
Humo y silbatos escalaban la noche,
que de golpe fue el Juicio Universal. Desde el invisible horizonte
y desde el centro de mi ser, una voz infinita
dijo estas cosas (estas cosas, no estas palabras,
que son mi pobre traducción temporal de una sola palabra):
—estrellas, pan, bibliotecas orientales y occidentales,
naipes, tableros de ajedrez, galerías, claraboyas y sótanos,
un cuerpo humano para andar por la tierra,
uñas que crecen en la noche, en la muerte,
sombra que olvida, atareados espejos que multiplican,
declives de música, la más dócil de las formas del tiempo,
fronteras de Brasil y del Uruguay, caballos y mañanas,
una pesa de bronce y un ejemplar de la Saga de Grettir,
álgebra y fuego, la carga de Junín en tu sangre,
días más populosos que Balzac, el olor de la madreselva,
amor y víspera de amor y recuerdos intolerables,
el sueño como un tesoro enterrado, el dadivoso azar
y la memoria, que el hombre no mira sin vértigo,
todo eso fue dado, y también
el antiguo alimento de los héroes:
la falsía, la derrota, la humillación.
En vano te hemos prodigado el océano;
en vano el sol, que vieron los maravillados ojos de Whitman;
has gastado los años y te han gastado,
y todavía no has escrito el poema.




En El otro, el mismo (1964)
Foto: Jorge Luis Borges por Graziano Arici



23/7/16

Jorge Luis Borges: Jactancia de quietud






Escrituras de luz embisten la sombra, más prodigiosas que meteoros.
La alta ciudad inconocible arrecia sobre el campo.
Seguro de mi vida y de mi muerte, miro los ambiciosos y quisiera entenderlos.
Su día es ávido como el lazo en el aire.
Su noche es tregua de la ira en el hierro, pronto en acometer.
Hablan de humanidad.
Mi humanidad está en sentir que somos voces de una misma penuria.
Hablan de patria.
Mi patria es un latido de guitarra, unos retratos y una vieja espada,
la oración evidente del sauzal en los atardeceres.
El tiempo está viviéndome.
Más silencioso que mi sombra, cruzo el tropel de su levantada codicia.
Ellos son imprescindibles, únicos, merecedores del mañana.
Mi nombre es alguien y cualquiera.
Paso con lentitud, como quien viene de tan lejos que no espera llegar.


En Luna de enfrente (1925)
Luego en Textos Recobrados 1919-1929 (2007)
Retrato de Jorge Luis Borges
Foto Archivo elmundo.com


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