20/6/16

Jorge Luis Borges: César







Aquí, lo que dejaron los puñales.
Aquí esa pobre cosa, un hombre muerto
que se llamaba César. Le han abierto
cráteres en la carne los metales.
Aquí lo atroz, aquí la detenida
máquina usada ayer para la gloria,
para escribir y ejecutar la historia
y para el goce pleno de la vida.
Aquí también el otro, aquel prudente
emperador que declinó laureles,
que comandó batallas y bajeles
y que rigió el oriente y el poniente.
Aquí también el otro, el venidero
cuya gran sombra será el orbe entero.



En Atlas (1985)
Luego,  Los conjurados (1985)
Foto: Borges en la Biblioteca Pública de Medellín (Colombia), 1978
Captura video Borges en Medellín


19/6/16

Jorge Luis Borges: Entrevista [Buenos Aires, julio de 1980]







Tomás Barna: Borges, si lo que rige la creación y la destrucción es un movi­miento perpetuo, si todo es una constante modificación, ¿es posible que exista la Nada?

Jorge Luis Borges: La palabra Nada parece contradecirse. Si existe…ya es algo, ¿no? La palabra Nada parece aplicarse a algo imposible. (Yo no había pensado en eso). En francés sería “Le Néant”. La palabra Nada ha sido creada como un reverso de la palabra Todo. Pero no sé si puede corresponder a algo. Si correspondiera a algo, dejaría de ser la Nada. Creo que es un reverso creado por la lógica. Y además cuando uno piensa en la Nada… uno piensa en el espacio astronómico o en un espacio vacío. Y eso ya es Algo. El espacio infinito es Algo bastante concreto.

Tomás Barna: ¿Qué significan Dios y el Diablo para usted, Borges? ¿Dónde los sitúa: en lo fantástico, en lo sobrenatural, en el sueño, o en esa realidad que palpamos de una manera absolutamente concreta?

Jorge Luis Borges: Yo no puedo creer en un Dios personal, ni como Elliot que dice que cree en un Demonio personal. De lo que estoy seguro es ser un hombre ético, o por lo menos tratar de serlo. Creo en el Bien y en el Mal. Pero no creo que haya en este momento alguien que se diga Dios o alguien que sea el Diablo. Pero sé que todos los días tengo que tomar decisiones, y sé que he obrado bien o he obrado mal. Recuerdo una frase muy linda de no sé qué comedia de Bernard Shaw en la que un personaje dice: “He dejado atrás el soborno del cielo”. El Cielo vendría a ser un soborno. El infierno, una amenaza. Ese personaje quiere decir que ha obrado bien, y que no lo ha hecho urgido por la esperanza de un premio o por temor a un castigo. Ha dejado atrás ese soborno que es el cielo.¡Es una frase muy linda! Lo que quiero decir es que el Infierno no se refiere a ideas éticas sino a ideas inmorales.

Tomás Barna: Además de la eternidad, el tiempo, el destino, el héroe, el juego, el cuchillo, los espejos, el sueño, y dejo el laberinto…

Jorge Luis Borges: ¿Pero eso son muchas cosas, no?

Tomás Barna: Es que todo eso es su mundo y nuestro mundo.

Jorge Luis Borges: Claro, sí, pero yo trato de simplificarlo. Estoy escribiendo un libro de poemas, y me he prohibido el uso de las palabras laberin­to, cuchillo, espejo, porque sé que el lector ya las está prohi­biendo y temiendo. (Sonríe irónicamente.)

Tomás Barna: ¿Y la palabra tigre?

Jorge Luis Borges: Bueno, eso me ha costado algo más. No es fácil desprenderme de la palabra”tigre”. Aunque también tengo que prohibírmelo. Todo eso no es más que una mala costumbre. (Ríe, ahora, abiertamente.) Teóricamente no me costaría nada decir “leopardo” o “jaguar” en lugar de “tigre”. Y, sin embrago, no; yo necesito un “tigre”.

Tomás Barna: Hay algo en usted que exige un tigre.

Jorge Luis Borges: Sí, sí. Quizás sea que más que las manchas del leopardo me gus­tan las rayas del tigre. ¡Además… que los tigres son lindísimos! Ya que hablamos de tigres creo recordar a dos tigres de la lite­ratura, famosos: uno, el de William Blake: “Tigre, tigre, ardiendo y resplandeciendo en las selvas de la noche”. Comparar el tigre con una hoguera. ¡Qué lindo,¿no?! También en el Tasso hay una her­mosa idea: algo así como que “mellaba el tigre”. Y una frase de Chesterton muy linda sobre el tigre, que dice: “El tigre es un símbolo de terrible elegancia”, ¡Qué bien está! Porque el tigre es elegante y al mismo tiempo es terrible.

Tomás Barna: Y lo importante es también el símbolo.

Jorge Luis Borges: ¡Claro que sí: el símbolo! Chesterton -comentando un libro de Blake- acuña esa imagen: el tigre, como un símbolo de una terrible elegancia; como una especie de dandy.

Tomás Barna: ¿El hombre, Borges, no tendrá un destino poético si consideramos que la poesía es el principio activo de la evolución creadora? Es decir: ¿el hombre no estará en la Tierra para cantar -mediante su acción- la dialéctica de las alegrías y las desdichas?

Jorge Luis Borges: Creo que encontramos una idea parecida en “La Odisea”. Yo no sé griego. Pero hay dos versiones hermosas: una, la de Lawrence de Arabia, y otra versión francesa de Leconte de L’Isle. En algún lugar de “La Odisea” -y Homero la escribió después de “La Ilíada”- se dice que “los Dioses tejen desdichas para que las generaciones venideras tengan algo que cantar”. Y hay una frase de Mallarmé: “Tout aboutit à un livre” (“Todo acaba en un libro”). Claro que es más bella la idea de Homero: “generaciones que canten”, y no la idea de un libro, que al fin de cuentas no es más que un objeto, una cosa. Aunque la idea es la misma: que las cosas existen en función de la literatura. O que un artista -en todo caso- o un escritor…debe pensar en eso. O tratar de pensar en eso. Yo he llegado a pensar que todo lo que me sucede es una especie de ar­cilla que debo modelar. O que todo lo que le dan a uno es como un instrumento. Incluso -y sobre todo- la desventura personal que es la arcilla, la materia más rica. O sea que la felicidad es un fin en sí mismo.

Tomás Barna: Borges: yo he descubierto, a través de lo que he leído de su obra, que usted es un ser sumamente vital.

Jorge Luis Borges: ¡Claro que sí!

Tomás Barna: Y por eso lo emparento con Walt Whitman. Me refiero, por supuesto exclusivamente a la vitalidad, dado que la expresión literaria es muy distinta.

Jorge Luis Borges: Es cierto. Fíjese que mi memoria está llena de versos de Walt Whitman, y yo recuerdo muy pocos versos míos; además, Whitman es un gran poeta, y yo soy -digamos- un aprendiz.

Tomás Barna: No. Eso es modestia. Usted es un gran escritor.

Jorge Luis Borges: No, no. No es para tanto. De todos modos me siento muy halagado por su captación de lo vital que me habita.

Tomás Barna: Yo, por lo menos, lo siento así.

Jorge Luis Borges: Me halaga de verdad eso que me dice. Y supongo que algo de vital habrá en mí ya que he cometido la imprudencia de llegar a los 80 años. Eso significa que habrá algo que me mantiene. Y el hecho, además, de que yo haya aceptado la ceguera como parte de mi destino, que no me haya quejado nunca, que haya pensado que -bueno- ser ciego es un modo distinto de ser; y yo debo ver eso como un hecho. Y hasta tengo un libro titulado (claro que no del todo sincera­mente) “Elogio de la Sombra”, que se refiere, precisamente, a la ceguera.

Tomás Barna: Para mí… ha existido un gran soñador que supo transfigurar sus sueños en palabras dotadas de una inefable poesía. Y a la vez ha sido una suerte de alquimista de la metafísica. Me refiero a Gaston Bachelard; lo considero, también, un poco hermano espiritual de Jorge Luis Borges.

Jorge Luis Borges: ¿Sabe que no lo conozco? Usted, Barna, acaba de revelármelo. ¿De qué época es?

Tomás Barna: Digamos que es relativamente contemporáneo. Falleció hace unos veinte años.

Jorge Luis Borges: Todos somos relativamente contemporáneos. Estamos pasando en el tiempo. Pero dese cuenta: yo perdí la vista como lector en el año 1955, y recordé una frase de Schopenhauer -que para mí sería el filósofo por excelencia-. Schopenhauer dice: “No debemos leer ningún libro que no haya cumplido cien años, porque no sabemos si es bueno o malo. En cambio si un libro ha sobrevivido cien años, quiere decir que por lo menos habrá algo en ese libro”. Entonces aventurarse a leer a los contemporáneos es exponerse a leer trivia­lidades. De modo que yo he preferido releer o hacerme leer a los autores que ya conocía.

Tomás Barna: ¿En cuanto a la literatura francesa, cuáles son los escritores, para usted, de mayor riqueza creadora?

Jorge Luis Borges: Una prueba de la riqueza de la literatura francesa es que otras literaturas tienden a cifrarse erróneamente en un autor. Por ejemplo si usted dice Inglaterra, piensa de inmediato en Shakespeare. Si usted dice Italia, piensa inmediatamente en Dante. Esto es injusto puesto que hay muchos otros escritores de valía ingleses o italia­nos. Pero si usted dice Francia… ahí no hay un nombre. Ahí se siente que hay varias tradiciones francesas y que no podemos pronunciar un solo nombre, o si pronunciamos varios nombres resultan en cierto modo incompatibles. Por ejemplo, voy a dejarme llevar por lo que primero se me ocurre: yo pensaría inmediatamente en Montaigne o en Voltaire, en Victor Hugo, en Verlaine.

Tomás Barna: ¿Qué me puede decir -Borges- sobre la imagen del escritor y su obra?

Jorge Luis Borges: Tomemos, como ejemplo, a Baudelaire, con quien se da lo mismo que con Byron: con ambos ha quedado una imagen superior a su obra. Y con Poe también. Cuando pensamos en ellos -que se parecen bastante- pensamos en tres individuos más que en sus páginas. Si yo tuviera que hacer una antología me resultaría difícil elegir un cuento de Poe que me agrade del todo, salvo que sea el relato “Gordon Pym”. Pero, en cambio, me doy cuenta de que la suma de lo que él escribió corresponde a un hombre de genio, aunque ese genio esté desparrama­do por toda su obra. Y yo creo que la mejor prosa castellana -de este o del otro lado del Atlántico, de este o de otro siglo- ha sido escrita por Alfonso Reyes, pero al mismo tiempo Alfonso Reyes está disperso en toda su obra, y quizá para la fama del escritor convenga poder pensar inmediatamente en un libro. Por ejemplo… si digo Shakespeare pienso -sin duda- en Macbeth o en Hamlet, pero si digo Alfonso Reyes… está desparramado.

Tomás Barna: ¿Qué importancia le da, en las letras argentinas, a esos dos grupos literarios que fueron el de Florida y el de Boedo?

Jorge Luis Borges: Sí, yo recuerdo muy bien. Eso fue una broma. Fue tramado por Roberto Mariani y por Ernesto Palacio, que dijeron: “En París hay cenáculos, hay polémicas; eso hace que la vida literaria se haga más interesante. Aquí necesitamos eso”. Entonces me avisaron a mí, y dije: “Bueno, yo no conozco la calle Boedo. Pero yo preferiría estar en el Grupo de Boedo porque la calle Florida no tiene nada de particular”. Ellos -que ya habían creado ambos Grupos querían contar conmigo. Y don Ernesto me dijo: “Ya te hemos puesto en Flo­rida, y como es una broma…no importa. Y, luego, eso ha sido toma­do en serio por las universidades. Pero nosotros no lo tomamos en serio. Recuerdo que Nicolás Olivari era de Boedo y Florida. Ricardo Güiraldes era de Florida porque le habían dicho que tenía que ser de Florida. Roberto Arlt era de Boedo y era secretario de Güiraldes que -como dije- pertenecía a Florida. Y ya ve: a mí me pusieron en el Grupo de Florida sin que lo quisiera. Si yo estaba escribiendo poemas sobre las orillas de Buenos Aires. Jamás se me hubiera ocu­rrido escribir sobre el centro, aunque he nacido en el centro. Quizá por eso me interesan las orillas, porque las veo como un poco extrañas.

Tomás Barna: ¿Qué es más enriquecedor para el espíritu: la escritura o la lectura?

Jorge Luis Borges: La escritura enriquece, pero desde luego enriquece menos que la lectura, aunque en general corren parejas las dos. Yo no sé si soy un buen escritor, pero creo ser un buen lector y de muchas litera­turas. Tuve la suerte de que en casa se hablara indistintamente en castellano y en inglés. Mi abuela materna -que se casó con el coronel Borges- era inglesa. La cultura, en aquel tiempo, era francesa. Ahora hemos pasado del francés al inglés. Pero es un error, porque el francés se estudiaba en función de la literatura francesa, y el inglés no se estudia en función -por ejemplo- de Marlowe o de Shakespeare o de Shaw. No. Se estudia con fines comerciales. En cambio el francés se estudiaba para gozar del idioma y de la lite­ratura francesa. La gente hablaría muy mal francés, con un pésimo acento como el mío, pero todo el mundo podía gozar de la literatura francesa. En cambio ahora la gente estudia inglés y no lo hace para gozar de la casi infinita literatura inglesa sino por cuestión de negocios, sobre todo con gente de Nueva York.

Tomás Barna: Algunos de sus últimos cuentos -Borges- tienden hacia una lite­ratura de tipo oral, conversacional; parecen -me atrevería a decir- un poco menos “escritos”.

Jorge Luis Borges: Le agradezco mucho esto que me dice. Sí. Mi generación sufrió el influjo de Lugones. Y Lugones -a quien se llamó el poeta del diccio­nario- tendía a usar todas las palabras. Y creo que es un error. Creo que uno debe escribir sólo con aquellas palabras que tienen un impulso vital. Palabras que correspondan a nuestra experiencia. En cambio… Lugones tenía esa idea española de que un escritor debe tener un vocabulario rico. Y todos lo imitábamos. Ahora yo trato de eliminar toda palabra que pueda hacer que el lector consulte el diccionario, salvo en el caso de palabras que son inevitables; por ejemplo si yo digo “silogismo” o “metáfora” o “hipérbaton”, esas palabras pueden parecer pedantescas pero no hay otro modo de expresar los conceptos que mediante esos vocablos. Pero yo trato de escribir de un modo sencillo. Y además trataría de que en mis cuentos, ahora, se notaran menos las líneas que las páginas, y menos las páginas que el conjunto. Intento escribir de un modo que no moleste al lector. De un modo lo menos vanidoso posible.

Tomás Barna: ¿Ser argentino es un acto de fe?

Jorge Luis Borges: Sí. Creo que yo he dicho eso alguna vez. ¿Y qué otra cosa puede ser? Ser argentino, ser chileno, ser holandés… ¿qué otra cosa puede ser? Yo no creo que corresponda a los colores de un mapa. Ni étnicamente, sobre todo, no tiene ningun sentido. En ningún país ser de un país tiene un sentido étnico. ¿Qué sangre tiene usted?

Tomás Barna: Mi origen es húngaro.

Jorge Luis Borges: ¡Caramba, quien lo hubiera dicho!

Tomás Barna: ¡Pero qué importancia tiene eso, si me siento profundamente argentino y -a la vez- un fragmento pensante de nuestro planeta!

Jorge Luis Borges: Me gusta eso porque quiere decir, Barna, que usted se siente habitado por un sentimiento de universalidad. Dígame, ¿cómo se dice: Árpad o Arpad?

Tomás Barna: Árpad.

Jorge Luis Borges: Bueno, entonces usted es un hijo de Árpad. Es decir que es leja­namente asiático, y -sin embargo- usted es tan argentino como yo. Y yo tengo una mayoría de sangre española, una cuarta parte de sangre inglesa, una parte de mis bisabuelos son de sangre portu­guesa, una lejana parte de sangre francesa (normanda), y creo que algo de sangre belga, y -sin duda- sangre judía… ya que mi ape­llido materno (Acevedo) es judío portugués; y, por supuesto, sangre árabe como casi todos los españoles. De modo que no creo que poda­mos definir lo argentino por la sangre. Sin embargo sabemos que somos inexplicablemente, irreparablemente argentinos, más allá de las vicisitudes políticas o por los gobiernos… que no son muy importantes.

Tomás Barna: Ahora, en vez de hacerle una pregunta, Borges, hábleme de algo que usted tenga ganas de expresarme en este momento. Dejemos que el azar le sugiera un tema.

Jorge Luis Borges: Bueno… veamos, por ejemplo, la etimología de la palabra náusea.

Tomás Barna: ¿Náusea? ¡Qué interesante conocer el origen de ese vocablo!

Jorge Luis Borges; “La “nausée” (en francés). Y en latín es la palabra “nauis” o “navis”. Náusea es lo que uno siente, a veces, cuando está a bordo de una nave. De modo que la palabra “navis” -latina- dio “naval”, “náutico” y “náusea”. Así que la raíz está en “navis” latina.

Tomás Barna: Creo que ni a Sartre, que se ocupó a fondo de la náusea, se le ocurrió esto.

Jorge Luis Borges: Así parece. Además, se pronunciaba “nauis”, que suena casi igual que náusea. Como en español… “mareo” viene de mar. Ya ve, es una linda etimología. Tan evidente que a nadie se le ocurre. Y yo creo que Sartre habrá usado la palabra “nausée” para levantarla, ya que no deja de ser un poco infame. Aunque si un escritor de la talla de Sartre elige un vocablo como título, es natural que le interese la etimología. Pero, en fin, eso no importa.

Tomás Barna: Claro, él se ocupó, pienso, mucho más de la sensación que pro­vocaba un estado de ánimo poblado de angustia.

Jorge Luis Borges: Sí, con toda seguridad. Por otra parte, nadie piensa que Centro Naval -por ejemplo- y náusea se parezcan, ¿no? (Y vuelve a sonreír con ironía.)

Tomás Barna: Con respecto a todo lo que tiene vida ¿el progreso y la civili­zación han obrado positiva o negativamente? ¿No se contradicen? El progreso, muchas veces, atenta contra la naturaleza, y como el hombre es naturaleza… ¿por lo tanto no atenta contra el hombre, contra la vida y hasta contra la armonía universal?

Jorge Luis Borges: Sin duda alguna. Y esto me lleva a recordar una frase muy linda de un tocayo suyo en nombre y apellido: Sir Thomas Brown (porque Browm es Braun en alemán y Barna en húngaro; es decir…marrón o moreno, lo que equivale al apellido Moreno en español). Sir Thomas Brown dijo, en el siglo XVII: “Todo es artificial, pero la natura­leza es el arte de Dios”. Si uno cree en Dios, un árbol es tan ar­tificial como un instrumento de música. Y si uno cree en un Dios personal, todo es artificial; salvo que lo natural es mucho más complejo. Un hombre es más complejo que un muñeco.

Tomás Barna: ¿Qué piensa, Borges, de la íntima correlación entre el amor, la vida y la muerte?

Jorge Luis Borges: Yo no sé si soy capaz de pensamientos tan abstractos como ésos. Yo tiendo a pensar por medio de fábulas o de metáforas. Usted usa palabras tan abstractas como amor, vida y muerte, que no puedo contestarle.

Tomás Barna: Pero su respuesta puede ser una hermosa metáfora.

Jorge Luis Borges: Sí, quizá. Pero no se me ocurre en este momento. (Un corto silencio). Desde luego… yo no creo en la inmortalidad personal. Eso me da una gran tranquilidad: pensar que voy a cesar. Porque la gente que cree en la inmortalidad póstuma está aterrada. Piensan que serán juzgados. Oyen, algunos, la voz de un ángel que les anuncia la muerte y que se los juzgará. Me parece un poco ridículo, ¿no? Yo no tengo una idea tan pueril de Dios. Es una idea jurídica de Dios que me parece absurda.

Tomás Barna: ¿Qué nos puede decir de los cuatro grandes períodos de la existecia humana: la infancia, la juventud, la madurez y la vejez?

Jorge Luis Borges: Mi deber es contestar que el más propicio, el que puede acercar­nos más a la felicidad, es la vejez, ya que evidentemente uno es viejo; pero no sé si eso es verdad. Posiblemente no. Lo más po­sible es que sea la infancia el período más feliz, cuando uno está descubriendo todo. La juventud… bueno, los jóvenes son muy vanido­sos. Si son gente educada todos quieren ser Hamlet o Baudelaire o un personaje de la novela rusa. Ya la madurez puede ser mejor. Y la vejez tiene, por lo pronto, esta ventaja: uno conoce sus límites; uno sabe qué puede hacer, y sobre todo qué no puede hacer. Por ejemplo, yo sé que puedo intentar, con mayor o menor felicidad -digamos con menor felicidad- un cuento o un poema; que no debo intentar una pieza de teatro o una novela, por ejemplo. Y sé que no puedo contar con muchos amigos, sino sólo con a, b y c; posible­mente con d y e…menos. Y uno se acostumbra a todo. Bueno, la vida es una mala costumbre. Es más fácil resignarse cuando uno es viejo, aunque no siempre es fácil.

Tomás Barna: ¿Y qué es ser feliz?

Jorge Luis Borges: Yo hablaba de eso con Silvina Ocampo, noches pasadas. “No hay personas felices” -me dijo ella-. Yo le dije: “Sí, son felices las personas que uno no conoce; en cuanto uno conoce a alguien, uno se da cuenta de que tiene sobrados motivos de desdicha”. Pero quizá al cabo de un día habrá habido instantes de cielo e instantes de infierno. Sé que ambos instantes son efímeros y quizá no sean muy importantes. Schopenhauer dijo que “los paraísos de la literatura no satisfacen”. Vamos a empezar por el más ilustre: el paradiso dantesco. En cambio los infiernos, sí. La razón es muy fácil. El hecho es que el paraíso es una vaga esperanza. Y contra el infierno no se puede: no hay ninguna dificultad en crear infiernos litera­rios, puesto que ya estamos allí.

Tomás Barna: Si tuviera que nacer de nuevo, Borges, ¿en qué mundo le gusta­ría vivir?

Jorge Luis Borges: Yo creo que he elegido bien la fecha: 1899. Siento que este mundo está declinando. Si pienso en el siglo XX me parece inferior al XIX. El XIX inferior al XVIII. En fin, tengo la impresión de que todo está declinando, pero es posible que el que esté declinando sea yo simplemente, y yo no sé acomodarme a un mundo distinto. Desde luego, nos ha tocado una época triste, salvo que el presente quizá sea siempre triste. La gente tiende a situar la felicidad en una época anterior. Por ejemplo... Mujica Láinez habla continuamente de la belle époque. A nosotros nos parece bella porque estamos lejos de esa época, pero a quienes les tocó vivir en ella no la vie­ron belle. Fue la época de los primeros atentados anarquistas debido a la miseria y a las desigualdades sociales. La belle époque es una simple ilusión. Y ahora se tiende a suponer que la felicidad está en el porvenir. Pensamos en utopías futuras y no en paraísos perdidos.


Entrevista con Tomás Barna, Buenos Aires, julio de 1980
Foto ©Antonio Suárez, Borges y Kodama, Madrid, 1980

18/6/16

Jorge Luis Borges en su voz: El poeta declara su nombradía











El círculo del cielo mide mi gloria.
Las bibliotecas del Oriente se disputan mis versos.
Los emires me buscan para llenarme de oro la boca.
Los ángeles ya saben de memoria mi último zéjel.
Mis instrumentos de trabajo son la humillación y la angustia.
Ojalá yo hubiera nacido muerto.


Del Diván de Abulcásim el Hadramí (siglo XII)





En El Hacedor (1960)
Foto detalle s-d



17/6/16

Jorge Luis Borges: El espejo de tinta







La historia sabe que el más cruel de los gobernadores del Sudán fue Yakub el Doliente, que entregó su país a la iniquidad de los recaudadores egipcios y murió en una cámara del palacio, el día catorceno de la luna de barmajat, el año 1842. Algunos insinúan que el hechicero Abderrahmen El Masmudí (cuyo nombre se puede traducir El Servidor del Misericordioso) lo acabó a puñal o a veneno, pero una muerte natural es más verosímil —ya que le decían el Doliente. Sin embargo, el capitán Richard Francis Burton conversó con ese hechicero el año 1853 y cuenta que le refirió lo que copio:

«Es verdad que yo padecí cautiverio en el alcázar de Yakub el Doliente, a raíz de la conspiración que fraguó mi hermano Ibrahim, con el fementido y vano socorro de los caudillos negros del Kordofán, que lo denunciaron. Mi hermano pereció por la espada, sobre la piel de sangre de la justicia, pero yo me arrojé a los aborrecidos pies del Doliente y le dije que era hechicero y que si me otorgaba la vida, le mostraría formas y apariencias aún más maravillosas que las del Fanusí jiyal (la linterna mágica). El opresor me exigió una prueba inmediata. Yo pedí una pluma de caña, unas tijeras, una gran hoja de papel veneciano, un cuerno de tinta, un brasero, unas semillas de cilantro y una onza de benjuí. Recorté la hoja en seis tiras, escribí talismanes e invocaciones en las cinco primeras, y en la restante las siguientes palabras que están en el glorioso Qurán: 'Hemos retirado tu velo, y la visión de tus ojos es penetrante'. Luego dibujé un cuadro mágico en la mano derecha de Yakub y le pedí que la ahuecara y vertí un círculo de tinta en el medio. Le pregunté si percibía con claridad su reflejo en el círculo y respondió que sí. Le dije que no alzara los ojos. Encendí el benjuí y el cilantro y quemé las invocaciones en el brasero. Le pedí que nombrara la figura que deseaba mirar. Pensó y me dijo que un caballo salvaje, el más hermoso que pastara en los prados que bordean el desierto. Miró y vio el campo verde y tranquilo y después un caballo que se acercaba, ágil como un leopardo, con una estrella blanca en la frente. Me pidió una tropilla de caballos tan perfectos como el primero, y vio en el horizonte una larga nube de polvo y luego la tropilla. Comprendí que mi vida estaba segura.

»Apenas despuntaba la luz del día, dos soldados entraban en mi cárcel y me conducían a la cámara del Doliente, donde ya me esperaban el incienso, el brasero y la tinta. Así me fue exigiendo y le fui mostrando todas las apariencias del mundo. Ese hombre muerto que aborrezco tuvo en su mano cuanto los hombres muertos han visto y ven los que están vivos: las ciudades, climas y reinos en que se divide la tierra, los tesoros ocultos en el centro, las naves que atraviesan el mar, los instrumentos de la guerra, de la música y de la cirugía, las graciosas mujeres, las estrellas fijas y los planetas, los colores que emplean los infieles para pintar sus cuadros aborrecibles, los minerales y las plantas con los secretos y virtudes que encierran, los ángeles de plata cuyo alimento es el elogio y la justificación del Señor, la distribución de los premios en las escuelas, las estatuas de pájaros y de reyes que hay en el corazón de las pirámides, la sombra proyectada por el toro que sostiene la tierra y por el pez que está debajo del toro, los desiertos de Dios el Misericordioso. Vio cosas imposibles de describir, como las calles alumbradas a gas y como la ballena que muere cuando escucha el grito del hombre. Una vez me ordenó que le mostrara la ciudad que se llama Europa. Le mostré la principal de sus calles y creo que fue en ese caudaloso río de hombres, todos ataviados de negro y muchos con anteojos, que vio por la primera vez al Enmascarado.

»Esa figura, a veces con el traje sudanés, a veces de uniforme, pero siempre con un paño sobre la cara, penetró desde entonces en las visiones. Era infaltable y no conjeturábamos quién era. Sin embargo, las apariencias del espejo de tinta, momentáneas o inmóviles al principio, eran más complejas ahora; ejecutaban sin demora mis órdenes y el tirano las seguía con claridad. Es cierto que los dos solíamos quedar extenuados. El carácter atroz de las escenas era otra fuente de cansancio. No eran sino castigos, cuerdas, mutilaciones, deleites del verdugo y del cruel.

»Así arribamos al amanecer del día catorceno de la luna de Barmajat. El círculo de tinta había sido marcado en la mano, el benjuí arrojado al brasero, las invocaciones quemadas. Estábamos solos los dos. El Doliente me dijo que le mostrara un inapelable y justo castigo, porque su corazón, ese día, apetecía ver una muerte. Le mostré los soldados con los tambores, la piel de becerro estirada, las personas dichosas de mirar, el verdugo con la espada de la justicia. Se maravilló al mirarlo y me dijo: 'Es Abu Kir, el que ajustició a tu hermano Ibrahim, el que cerrará tu destino cuando me sea deparada la ciencia de convocar estas figuras sin tu socorro'. Me pidió que trajeran al condenado. Cuando lo trajeron se demudó, porque era el hombre inexplicable del lienzo blanco. Me ordenó que antes de matarlo le sacaran la máscara. Yo me arrojé a sus pies y dije: 'Oh, rey del tiempo y sustancia y suma del siglo, esta figura no es como las demás, porque no sabemos su nombre ni el de sus padres ni el de la ciudad que es su patria, de suerte que yo no me atrevo a tocarla, por no incurrir en una culpa de la que tendré que dar cuenta'. Se rió el Doliente y acabó por jurar que él cargaría con la culpa, si culpa había. Lo juró por la espada y el Qurán. Entonces ordené que desnudaran al condenado y que lo sujetaran sobre la estirada piel de becerro y que le arrancaran la máscara. Esas cosas se hicieron. Los espantados ojos de Yakub pudieron ver por fin esa cara —que era la suya propia. Se cubrió de miedo y locura. Le sujeté la diestra temblorosa con la mía que estaba firme y le ordené que continuara mirando la ceremonia de su muerte. Estaba poseído por el espejo: ni siquiera trató de alzar los ojos o de volcar la tinta. Cuando la espada se abatió en la visión sobre la cabeza culpable, gimió con una voz que no me apiadó, y rodó al suelo, muerto.

»La gloria sea con Aquel que no muere y tiene en su mano las dos llaves del ilimitado Perdón y del infinito Castigo».


(Del libro The Lake Regions of Equatorial Africa, de R. F. Burton)



En "Etcétera"
Historia universal de la infamia (1935)
Foto: Borges retratado por Sameer Makarius




16/6/16

Adolfo Bioy Casares: "Borges" [1989]






Bernès me refirió que Borges, unos quince días antes de morir, sintió la presencia de la muerte. Habría dicho: «Ha llegado. Está aquí». Le pregunté si la había descripto. Bernès contestó: «Dijo que era algo externo, rígido y frío».

La Biblioteca Nacional Francesa permitió a Bernès —que dijo: «Borges los pide»— llevarse por unos días los tres volúmenes de la primera edición de Ascasubi. «Cuando salga la edición de La Pléiade yo tendré dos volúmenes así —comentó Borges—. Está bien que Ascasubi tenga tres y yo dos.»

Una de las últimas bromas. Bernès mencionó La moneda de oro. Borges corrigió: de hierro. Bernès se mostró disgustado por su error. Borges le dijo: «No se contraríe. Usted hizo lo que la alquimia no pudo».

Hacia el final, Bernès le leyó «Ulrica». Borges comentó: «Soy un escritor». Según Bernès murió diciendo el Padre Nuestro. Lo dijo en anglosajón, en inglés antiguo, en inglés, en francés y en español.

Borges murió en una casa alquilada, cerca de la Grande Rué (tal vez la cruza). Estaba muy contento en esa casa y dijo que le hubiera gustado vivir allí cuando era joven y vivía cerca de la iglesia rusa. La casa no tiene número; la calle no tiene nombre, pero tiene llave, que es también la de la casa.

Bernès grabó a Borges cantando La morocha y otros tangos. Dice que en esa grabación Borges ríe con la risa de siempre.




En Adolfo Bioy Casares, Borges
Edición al cuidado de Daniel Martino
Barcelona, Ediciones Destino ("Imago Mundi"), 2006



15/6/16

Baltasar Fernández Ramírez: Borges ha muerto de nuevo






Existen, sin embargo, como quería Keats, pequeñas felicidades que son
singulares y eternas. Existen versos que podrían ser admirables tanto si fueran escritos
esta mañana como si lo fueran en la antigüedad.
(Prólogo de Borges para sus obras completas en francés en Gallimard, 1986,
retraducido al castellano por Miguel Blumembach)


Así piensa Borges el pasado, en imperfecto y subjuntivo, no como lo que fue o lo que pudo haber sido, sino como lo que aún está por ser. No sólo nuestros versos y argumentos, los escritos y los que están por escribir, han sido ya imaginados por otros en otros tiempos, y serán sin duda escritos mil y una veces en otros tantos inciertos futuros, sino que, en justa correspondencia, nos necesitan, y es nuestra presencia actual, nuestra voz, lo que sostiene el pasado de la humanidad toda, la corriente amplísima y abierta de la cultura que fuera. No sólo un soñante mítico nos imaginó, y acaso seamos su sueño, sino que el sueño es una puerta con dos caras o caminos, sin que haya razón para pensar que una es la dueña soñante de la otra. Como en los precursores de Kafka, basta lo dicho por un hombre para que toda la historia de la humanidad sea reescrita, una y otra vez, en infinitas variaciones que, por un lado, nos hurtan el protagonismo de la autoría, soberbia y vana, que es la seguridad óntica del sujeto vivo, y, por otro, nos traen a la vida imaginada que sólo sucede en el mar sin hollar de la cultura, donde cada símbolo resume a todos los demás, y así queda en ellos resumido.

Uno de los Borges de los que hay noticia murió en Ginebra, hoy hace treinta años, pero ya había muerto muchas veces antes. Otros, no. Imagino con cierto orgullo que debería avergonzarme que uno de ellos fuera yo, pues también yo soy el hombre que debe pensar de nuevo todos los versos y argumentos. Todas las estrellas del firmamento, que quisiera caldeo o babilonio, como mi nombre, asistieron a mi nacimiento. Todas las miradas de todos los hombres del mundo están fijas en mí, sin que ellos o yo necesitemos pensarlo. Toda la magna historia del símbolo llega hasta esta página que habla sus palabras y dice lo que ellos nos dieron que pensar. Morir es algo que nos sucede de continuo, algo que nos sucede desde siempre y algo que seguirá sucediéndonos hasta que el último hombre expire, sin que importe cuál sea la última palabra, que todas acabarán en él, dichas de una sola vez, en síntesis mágica que bien pudiéramos imaginar ahora, pues todas se encontrarán allí para no ser nunca más repetidas.

Sólo existe lo que es repetido, y así existiremos aún no sólo en las palabras y sus hombres, sino mientras el polvo diminuto y cansado del planeta siga su marcha, ya sea convertido en desierto indeterminado y múltiple, o en roca concreta y dura.

Morir no es nada nuevo. Tampoco imaginarse polvo, irrelevante y sin número, hijos míticos del tiempo de la cerámica, cuando los ancestros que aún somos pensaron un dios con las manos metidas en el barro dando forma a una pareja en semejanza suya.

Hoy, que supe la noticia de una muerte, la cual lloro, me he sentido morir un poco y me siento seguir viviendo, sin que esto importe nada a la palabra, que es donde habita la magia y el sueño del que aún despertaremos tantas veces antes del final adivinado.



Baltasar Fernández Ramírez, en De lirios posmodernos




Jorge Luis Borges: No eres los otros








No te habrá de salvar lo que dejaron
escrito aquellos que tu miedo implora;
no eres los otros y te ves ahora
centro del laberinto que tramaron
tus pasos. No te salva la agonía
de Jesús o de Sócrates ni el fuerte
Siddharta de oro que aceptó la muerte
en un jardín, al declinar el día.
Polvo también es la palabra escrita
por tu mano o el verbo pronunciado
por tu boca. No hay lástima en el Hado
y la noche de Dios es infinita.
Tu materia es el tiempo, el incesante
tiempo. Eres cada solitario instante.



En La moneda de hierro (1976)
Imagen: Borges en Ávila, España 
Foto © Fundación Internacional Jorge Luis Borges


14/6/16

Jorge Luis Borges: El último prólogo*




Anotación 

Traducir es imponer un sistema de analogías. Así algún lector observará que simpatiza con alguna de esas funciones, reiteradamente. No de otra manera es posible anular el viejo estigma que sobre la traducción se ha querido advertir en la historia de los libros. ¿Acaso estamos, pues, ante el problema del todo y la parte? Ciertamente no puedo saber si mi lectura de Voltaire, por ejemplo, es menos meritoria por la interminable glosa que la puebla, en español, o por la afortunada y graciosa nasalización en el francés original. Tampoco es posible afirmar que la mayéutica de Sócrates es menos valedera en alemán que en el cirílico del Norte o en el mexica de los guerreros mesoamericanos que Bernal Díaz del Castillo ha pergeñado en su historia. El pensamiento es identidad a pesar, y no debido al lenguaje del orador o del plebeyo. La precisión sería, en todo caso, obra de la colaboración entre los lectores y el autor. Borges, no obstante, es uno de los maestros de la precisión. Tal vez sea así porque un libro no es la suma de sus páginas sino un particular momento estético que aparenta lo diverso por los accidentes. ¿Cómo olvidar que cada poeta ha escrito el mejor verso en alguna latitud desconocida de sus opera omnia? Por eso en su literatura es imposible obviar el uso interminable del epíteto y el adverbio, pues el problema de la parte y el todo implica el de la atribución y la predicación, el cual es un asunto filosófico aún más esencial que el tiempo, y que ninguna gramática o fraseologismo pueden agotar. Ni la noche de los persas, entonces, ni la muerte escarlata en la espada de Tamerlán, ni las grebas del hoplita o la taciturna música de Nietzsche podrían ser sentidas más que la letra a cuya imagen mental refiere lo intuitivo, subjetivamente. Pienso que ésta es una verdadera constante en la literatura, y que la resolución del relativismo tendría que unificarse en la imaginación. Por eso toda búsqueda es el interminable retorno a uno mismo. Admitido lo anterior, el autor sería menos el hacedor que la singularísima forma de un proceso de reconocimiento pues un autor es todos los autores. Este es el misterio principal del arte: tornar en perdurable aquello imaginado, allende la naturaleza individual de quien lo haya entrevisto como sueño. De esa manera publicar no es esencial: la única literatura desemboca en el anonimato. Sólo así cierto poeta menor puede volverse eterno. Esta relampagueante ironía justifica tanto la modestia como el hecho filosófico. Ahora, en cuanto a la re-traducción al español que aquí propongo, valga anotar sencillamente que la piadosa exhumación a aquel francés en pluma de Jean-Pierre Bernès adolece de inmediata sinceridad, la cual es una grata sorpresa y una suma de erratas, pero también es la oportunidad de congraciar a Borges con el mundo. 

Miguel Blumenbach
Junio de 2016






El último prólogo de Borges


Aunque no estoy seguro de haberla concebido he dedicado mi vida a la literatura. No me atrevería a completar una definición ya que permanece siempre secreta y cambiante en cada uno de los versos que escribo o que sueño. La veo como una serie infinita de recuerdos sobre el lenguaje y, particularmente, sobre la imaginación. 

Los símbolos matemáticos no comportan ningún tipo de inquietud o misterio. En cambio, los símbolos del lenguaje escrito, las palabras, parecen poseer vida propia; su sentido es constante pero el entorno en que son dispuestas cambia de manera imprevisible. El lenguaje es menos un mapa riguroso que un árbol de bifurcaciones poco conocidas… 

En un poema o cuento el sentido importa poco; lo que nos interesa es lo que inspira en el espíritu del lector tal o cual palabra dichas con cierto orden o cadencia. 

Imaginemos, por ejemplo, que estoy por escribir alguna pieza narrativa y que dos argumentos me son revelados. Mi razón entiende que el primero es superior y el segundo decididamente mediocre aunque me atrae por su ambigüedad. En ese caso me decido por el segundo. 

Cada página nueva es una experiencia arriesgada que nos compromete; cada palabra es la primera palabra que pronunció Adán. Este libro está hecho de libros. No sé hasta qué punto pueda recomendar su lectura continua de principio a fin; tal vez sea más lícito abordarlo y escapar de él por azar tanto como mi mano, por ejemplo, juega con las hojas de una enciclopedia como en la Anatomía de la melancolía de Burton. 

Al comenzar el siglo XVII Bacon observó que, de la misma manera en que existen crónicas de reyes, repúblicas y guerras, así no deberían faltar las del arte y la ciencia. Ese sabio consejo ha sido tomado incontablemente en consideración. Conozco escritores que traman su literatura en función de la historia de la literatura; antes de escribir una sola línea buscan y disponen en la clasificación de las corrientes algún lugar conveniente; Eliot dejó escrito que importa menos saber lo que nos agrada que lo que el siglo prefiere (a esto le llama ebriedad de historia). 

¿Será necesario explicar que soy el menos histórico de los hombres? Los hechos de la historia me tocan tanto como los de la geografía o la política pero creo estar más allá de esas tentaciones. 

A thing of beauty is a joy forever, ha escrito John Keats, inolvidablemente. Para adentrarnos en el goce de una obra cualquiera hace falta situarla en el contexto de su gestación histórica. Existen, sin embargo, como quería Keats, pequeñas felicidades que son singulares y eternas. Existen versos que podrían ser admirables tanto si fueran escritos esta mañana como si lo fueran en la antigüedad. Recuerdo ahora tres de ellos que ofrezco al lector. La primera es la sentencia latina Lux umbra Dei. Ignoro el nombre de su autor pero se encuentra citada en el capítulo postrero del libro Urn Burial de Browne. Esta es la segunda: El Himalaya es la sonrisa de Shiva. Las terribles montañas son la sonrisa de un Dios que es a su vez terrible. Por lo demás no sé quién ha urdido esta ejemplar inscripción. El tercero es un verso de Gerard Manley Hopkins: Mastering me God, giver of breath and bread, que me parece el día de hoy ser el más extraño de la literatura y que tal vez lo sea. Podríamos continuar sin fin esta enumeración. 


Este libro recopila eso que nosotros bien podríamos llamar mi obra aunque decir obra me parece una exageración. Jamás me he propuesto escribir una obra en el sentido en que lo era la de Flaubert o Wordsworth; sencillamente me he limitado a breves aventuras secretas. Recuerdo algunas con nostalgia: en prosa pienso en Borges y yo y, en verso, en Everness, acaso en razón de su vasto y cruel título. No es inverosímil imaginar que alguna antología del porvenir recupere estas piezas, aunque confieso que jamás he estado preocupado por su posible valor. Cada línea ha sido escrita para satisfacer la urgencia de un día y su elaboración me ha prodigado un gran placer que evoco no sin una magia cotidiana.

Como Coleridge, siempre he sabido desde mi infancia que mi destino sería literario. No sabía entonces, no podía sospechar -como pensaba Emily Dickinson- que publicar no es esencial en el destino de un escritor. 

Jorge Luis Borges 
Ginebra, 19 de mayo de 1986



* Borges dictó este último Prólogo a Jean-Pierre Bernès
para sus Oeuvres complètes  (Paris, Editions Gallimard, La pléiade, 1986)
Esta versión castellana: Miguel Blumenbach [+]


Image: Borges avec son éditeur, Jean Pierre Bernés, à Paris en février 1978
Photo Pepe Fernández
Album Jorge Luis Borges - Iconographie choisie et commentée par Jean Pierre Bernés
Bibliothèque de la Pléiade, Gallimard (Paris, 1999)


13/6/16

Adolfo Bioy Casares: "Borges" [12 de mayo de 1986] Borges llamó para despedirse







Lunes, 12 de mayo. Hoy hablé con Borges, que está en Ginebra. A eso de las nueve, cuando íbamos a tomar el desayuno, llamó el teléfono. Silvina atendió. Pronto comprendí que hablaba con María Kodama. Silvina le preguntó cuándo volvían; María no contestó a esa pregunta. Silvina habló también con Borges y volvió a preguntar: «¿Cuándo vuelven?» Me dio el teléfono y hablé con María. Le comuniqué noticias de poca importancia sobre derechos de autor (una cortesía, para no hablar de temas patéticos). Me dijo que Borges no estaba muy bien, que oía mal y que le hablara en voz alta. Apareció la voz de Borges y le pregunté cómo estaba. «Regular, nomás», respondió. «Estoy deseando verte», le dije. Con una voz extraña, me contestó: «No voy a volver nunca más». La comunicación se cortó. Silvina me dijo: «Estaba llorando». Creo que sí. Creo que llamó para despedirse.


En Bioy Casares, Adolfo: Borges
Edición al cuidado de Daniel Martino
Barcelona: Ediciones Destino ("Imago Mundi"), 2006
Retrato de Jorge Luis Borges, Foto © El Porteño, 1983


12/6/16

Ernesto Sabato: Geometrización de la novela






La muerte y la brújula representa un caso extremo de geometrización y es el legítimo descendiente de la novela científica inaugurada por Poe. En ésta se procede así: hay un conjunto de hechos —cadáveres, guantes perdidos, impresiones digitales, palabras, odios conocidos— que es necesario hacer coherente mediante una hipótesis; esta hipótesis debe explicar el crimen mediante los hechos restantes del mismo modo que un astrofísico intenta explicar el estallido de una estrella mediante las presiones interiores, temperaturas, masas y fuerzas gravitatorias.

¿Qué significa explicar? Significa establecer una rigurosa cadena causal que termina en el crimen. El universo en que se mueven estos personajes está regido por leyes inexorables, donde no hay lugar para el milagro: es un universo estrictamente racional. Para que la novela cumpla con esta condición, se descartan deliberadamente los elementos irracionales o demoníacos que no se pueden plegar al esquema. Ciertos sucesos en la serie de crímenes de La muerte y la brújula pueden parecer la obra de un criminal maniático, y en cierto sentido es así; pero esa manía obedece a un canon geométrico y la serie de actos demenciales obedece a un plan racional. Quizá para una Inteligencia Divina, todo lo irracional que existe en nuestro mundo sea también aparente. En este sentido, la novela policial científica presenta con claridad un problema de vasta trascendencia y es algo así como su reducción al absurdo: ¿es racional la realidad?

La novela común sería así el reino de la contingencia y de las vérités de fait en tanto que esta clase de novela policial sería el reino de la necesidad y de las vérités de raison. El detective que convierte una multitud de hechos incoherentes en un riguroso esquema lógico-matemático, realiza el ideal leibniziano del conocimiento. Claro que faltaría saber si nuestro universo ha sido hecho por un Autor con mentalidad parecida a la de Edgar Poe.

En La muerte y la brújula se da un paso más y la realidad se convierte en geometría. Los personajes son títeres, pero no como consecuencia de un defecto de construcción sino, precisamente, por su perfecto ajuste. La perfección del mecanismo implica la simplicidad de los personajes, del mismo modo que un alfil no es capaz de actitudes imprevistas o problemas de conciencia. Por encima de la psicología, Borges desenvuelve un problema de lógica y geometría. El pistolero Red Scharlach odia al detective Erik Lönnrot y jura matarlo. Este es el único elemento psicológico, pero es apenas el motor que pone en marcha la maquinaria matemática. Como Borges, el criminal ama la simetría, el rigor geométrico, el número, el silogismo; de manera que piensa y ejecuta un plan matemático: el detective termina por hallarse en el punto prefijado de un rombo trazado sobre la ciudad, y el pistolero lo mata como quien termina una demostración, more geométrico.

En este cuento no se cometen asesinatos: se demuestra un teorema. Los crímenes del pistolero no emocionan de distinta manera que el resultado

a2 + b2 = h2

del teorema de Pitágoras. Es decir, hay una emoción, pero no es sensorial sino intelectual, del tipo que producen las teorías filosóficas o las inferencias científicas.

La ciudad en que Red Scharlach comete sus crímenes es Buenos Aires, pero parece no serlo; es conocida, pero irreal; los nombres de sus calles son fantásticos, los nombres de sus habitantes son increíbles, la frialdad de sus actitudes es inhumana.

Pero son todas cualidades, si se piensa que es la geometría del sistema lo que interesa, no sus elementos inevitables pero indiferentes. Piensa Lönnrot cuando cree que ha descifrado el enigma de los crímenes sucesivos: “Virtualmente había descifrado el problema: las meras circunstancias, la realidad (nombre, arrestos, caras, trámites judiciales y carcelarios), apenas le interesaban ahora”.

En la demostración de un teorema es indiferente el nombre de los puntos o segmentos, las letras latinas o griegas que los designan. No se demuestra una propiedad para un triángulo particular, sino para el triángulo en general; ni siquiera es necesario que esté bien dibujado y casi es mejor que no lo esté, para evitar la falacia de que la corrección del resultado se crea debido a la corrección de la figura; por el contrario, la geometría es una ciencia que extrae conclusiones correctas de figuras incorrectas. Claro que, de todos modos, una figura es necesaria y también los crímenes de Red Scharlach deben ser cometidos en alguna parte. Pero induciría a error dar a esa figura real un sentido preciso y definido, como si el valor de las conclusiones dependiese de esa clase de corrección. Se necesita una ciudad un poco genérica, concreta y a la vez abstracta, con nombres cualesquiera, internacionales; es un Buenos Aires donde todo ha sido generalizado lo suficiente como para ser geometría y no mera geografía. El cuento podía haber sido comenzado con las palabras: “Sea una ciudad X cualquiera”.

Es claro que los objetos ideales pertenecen a un universo sin tiempo y sin causalidad. Un círculo no nació algún día y no morirá jamás: es incorruptible. Los centauros, la Blancura, las figuras matemáticas, pertenecen a un mundo incorruptible como el cielo platónico, donde el movimiento y el tiempo no existen, donde todo es eterno e invariable.

Si esta novela policial culmina en la geometría, es evidente que sus elementos ingresan al propio tiempo en este reino de la intemporalidad. No hay razón para hablar de un transcurso, no hay que confundir el tiempo que se tarda en hacer una demostración con el tiempo intrínseco que puede existir en los elementos puestos en juego. Tampoco se puede hablar de causalidad: en estas novelas policiales no existe ninguna causa de ningún crimen, como la rectitud de un ángulo no es la causa de que el cuadrado de la hipotenusa sea igual a la suma de los cuadrados de los catetos. En estas ficciones, como en la geometría, hay implicación.

El resultado es el siguiente: la culminación de cierto género policial conduce a la novela geométrica y por lo tanto a la eternidad. Cuando el lector lee y va haciendo desfilar las hojas delante de sí, este museo de formas eternas y petrificadas sufre un simulacro de tiempo, prestado por el que lee. Y cuando la lectura termina, las sombras de la eternidad vuelven a posarse sobre sus criminales y policías.

Pero ¿no seremos también nosotros un Libro que Alguien lee? ¿Y no será nuestro tiempo el Tiempo de la Lectura? Si esta hipótesis es correcta, el tiempo existiría verdaderamente en el instante presente. El pasado habría vuelto al mundo subsistente y atemporal; de modo que a través del instante actual, como por un agujero, el mundo existente de las cosas reales estaría convirtiéndose continuamente en el mundo subsistente de los entes ideales. Así que el Universo Ideal sería: un Almacén Infinito que provee al Presente; un Cementerio Infinito de las cosas que ya fueron, como Napoleón y el Rapto de las Sabinas; y un Museo Infinito de aquello que jamás existió ni existirá, como Hamlet, la Blancura, la Triangularidad, los dragones y los centauros.



En Uno y el Universo
Foto: Ernesto Sabato en Paris © Guy Le Querrec-Magnum Photos


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