6/6/16

Gustavo D. Perednik: Borges contra la judeofobia








La evocación del autor de El Aleph puede acercarnos a los aspectos más diversos de su creación. Desde una pluma vivamente argentina que recupera al gaucho, malevos y arrabales porteños, hasta un abanico universal que abarca la poesía anglosajona, el budismo, Walt Whitman, las Mil y Una Noches, Dante, Cansinos Assens y el ultraísmo. Siempre insatisfecho con una sola tradición, Borges, Premio Jerusalén 1971 y Premio Cervantes 1979, fue un autor universal que concibió una peculiar combinación de poemas narrativos, cuentos ensayísticos y ensayos poéticos. El escritor israelí Jaim Hazaz lo ha comparado con un rabí talmúdico en que Borges desvestía la trama literaria por medio de enfatizar no el relato de los hechos sino su significado interno.
En la vastedad de sus inquietudes, la cultura judaica lo atrajo especialmente a partir de la Biblia, en la que se sumergió en su infancia estimulado por su abuela Fanny Haslam Arnett. Indagó desde la añoranza hebrea por Jerusalén hasta Heine y Kafka; desde el golem hasta Baruj Spinoza, cuya doctrina tradujo al relato La muerte y la brújula, que el autor denominó «un cuento judío». Le interesó especialmente la compleja identidad del judío moderno, un tema que desde su muerte hace dos décadas (14 de junio de 1896) ha sido menos considerado que otros campos de su erudición.
No estamos aludiendo a sus vastas referencias a la cultura israelita, sino a lo que podríamos llamar la judeidad, la circunstancia del hombre judío y las formas de asunción de su pertenencia. Sobre ello nos hemos extendido en otro artículo, en el que hemos planteado lo judaico en Borges como el viaje del filósofo que propone Platón: se forma intelectualmente; sale a la sociedad a retroalimentarse, y regresa a su fuente formativa. Por esas tres etapas transcurrió el Israel borgeano: Buenos Aires-Europa-Buenos Aires.
Sus dos estaciones europeas son Ginebra y Madrid. En la primera transcurrió su adolescencia, educado en el Colegio Calvino en el que sus dos mejores amigos fueron Simón Jichlinsky y Maurice Abramowicz (huelga aclaración de origen). Precisamente la simpatía de Borges para con los temas judíos quedó por primera vez documentada en Una carta a Abramowicz del 11 de octubre de 1920*.
Cuando éste murió en 1984, escribió Borges: «Las generaciones de Israel estaban en ti cuando me dijiste sonriendo: Je suis très fatigué, J'ai quatre mille ans». Esta borgeana vinculación del estado de ánimo personal del hebreo con la experiencia histórica de su estirpe fue incluida en varios de sus relatos. En el arriba mencionado se refiere a un periodista del que «Nunca sabremos si el hotel le agradó. Lo aceptó con la antigua resignación que le había permitido tolerar tres años de guerra en los Cárpatos y tres mil años de opresión y de pogroms».
Su familia se había trasladado a Ginebra a comienzos de la Gran Guerra, concluida la cual vivieron un tiempo en Madrid, en donde Borges trabó amistad con Rafael Cansinos Assens, de quien siempre se consideró discípulo. De Cansinos no aprendió sólo poética y ultraísmo, sino la opción que el intelectual español enfrentó en los años veinte entre una España tradicionalista y judeofóbica, y otra liberal con simpatías por el judaísmo.
     Su retorno a Buenos Aires coincidió con el surgimiento del nazismo, que lo llevó a un filosemitismo militante. 

Ya en 1923 en el libro Fervor de Buenos Aires dice en su poema llamado Judería**:
«Ante el portón la chusma se ha vestido de injurias
Como quien se envuelve en un trapo.
Dios se ha perdido y desesperaciones de miradas lo
buscan. Presintiendo horror de matanzas los mundos han suspendido
el aliento.
Alguna vez proclama su fe: Dios el Eterno, 
Dios de dioses, es Uno.
Y arrecia la muchedumbre cristiana con un pogrom en los puños.»
En Buenos Aires se reencontró con un íntimo amigo de su padre, el escritor de inclasificable género Macedonio Fernández (1874-1952), a quien rindió homenaje a su muerte: «Los historiadores de la mística judía hablan de un tipo de maestro, el Zaddik, cuya doctrina de la Ley es menos importante que el hecho de que él mismo es la Ley. Algo de Zaddik hubo en Macedonio.»

Enfrentado al emergente nazismo
A comienzos de la década del treinta, el nazi Enrique Osés dirigía en Argentina el periódico Crisol, el diario El Pueblo publicaba Los Protocolos de los Sabios de Sión, y la llamada Legión Cívica amedrentaba a los judíos, comandada por el teniente general Juan B. Molina, que era nada menos que el secretario del presidente argentino, general José Félix Uriburu.
En febrero de 1932 Molina se dirigió por escrito a sus legionarios alertando sobre los supuestos peligros que se cernían sobre el país, el judaísmo incluido: «En nuestro país los judíos suman 800.000. Verdadera máquina infernal destinada a establecer con el más grosero materialismo la tiranía del oro en el mundo. Los judíos no se asimilan. Los judíos, en todo momento y en todo lugar son 'judíos'. Entre nosotros manejan grandes empresas y enormes capitales y tienen sojuzgados muchos valores netamente nacionales».
El semanario de la comunidad hebrea, Mundo Israelita, alarmado por la violencia retórica, solicitó a intelectuales argentinos que se expidieran sobre el peligro. En ese contexto, Borges escribe el 27 de agosto de 1932:
«Ciertos desagradecidos católicos –léase personas afiliadas a la Iglesia de Roma, que es una secta disidente israelita...– quieren introducir en esta plaza una tenebrosa doctrina, de confesado origen alemán... Basta la sola enunciación de ese rosario lóbrego para que el alarmado argentino pueda apreciar la gravedad del complot... Se trata –soltemos de una vez la palabra obscena– del Antisemitismo. Quienes recomiendan su empleo suelen culpar a los judíos, a todos, de la crucifixión de Jesús. Olvidan que su propia fe ha declarado que la cruz operó nuestra redención. Olvidan que inculpar a los judíos equivale a culpar a los vertebrados, o aun a los mamíferos. Olvidan que cuando Jesucristo quiso ser hombre, prefirió ser judío, y que no eligió ser francés ni siquiera porteño, ni vivir en el año 1932 después de Jesucristo para suscribirse por un año a Le Roseau D'Or. Olvidan que Jesús, ciertamente, no fue un judío converso. La basílica de Luján, para Él, hubiera sido tan indescifrable espectáculo como un calentador a gas o un antisemita.»
Su magistral ironía, que arremetía contra la judeofobia, volvió a lucirse un año y medio después, cuando la mentada revista Crisol publicó una nota (30 de enero de 1934) en la que «acusaba» a Borges de «ocultar» su supuesta ascendencia judía.
Borges responde en abril de ese año en la revista Megáfono, nº 12 en una sarcástica definición a la que titula Yo, judío:
«...el pasado remoto es de aquellas cosas que pueden enriquecer la ignorancia. Es infinitamente plástico y agradable, mucho más servicial que el porvenir y mucho menos exigente de esfuerzos. Es la estación famosa y predilecta de las mitologías.
¿Quién no jugó a los antepasados alguna vez, a las prehistorias de su carne y de su sangre? Yo lo hago muchas veces, y muchas no me disgustó pensarme judío.... Crisol, en su número del 30 de enero, ha querido halagar esa retrospectiva esperanza y habla de mi «ascendencia judía maliciosamente ocultada» (el participio y el adverbio me maravillan).
Borges Acevedo es mi nombre. Ramos Mejía, en cierta nota del capítulo quinto de Rosas y su tiempo, enumera los apellidos porteños de aquella época para demostrar que todos, o casi todos, «procedían de cepa hebreoportuguesa». Acevedo figura en ese catálogo: único documento de mis pretensiones judías, hasta la confirmación de Crisol...
Estadísticamente los hebreos eran de lo más reducido. ¿Qué pensaríamos de un hombre del año cuatro mil, que descubriera sanjuaninos por todos lados? Nuestros inquisidores buscan hebreos, nunca fenicios, garamantas, escitas, babilonios, persas, egipcios, hunos, vándalos, ostrogodos, etíopes, dardanios, paflagonios, sármatas, medos, otomanos, bereberes, britanos, libios, cíclopes y lapitas. Las noches de Alejandría, de Babilonia, de Cartago, de Menfis, nunca pudieron engendrar un abuelo, sólo a las tribus del bituminoso Mar Muerto les fue deparado ese don.»
En varias ocasiones se refirió Borges a la judeidad que le atribuían, siempre dando rienda suelta a su ironía, sazonada por su proverbial humildad:
«No lo merezco... He hecho lo mejor que pude para ser un judío. Pude haber fracasado... Sé pertenecemos a la civilización occidental, entonces todos nosotros, a pesar de las muchas aventuras de la sangre, somos griegos y judíos... Muchas veces me pienso judío pero me pregunto si tengo el derecho de hacerlo.»
En 1947 escribió con su amigo de toda la vida Adolfo Bioy Casares el cuento La Fiesta del Monstruo, que expresa el aborrecimiento de ambos por el peronismo, y que fue publicado en Montevideo (30-9-55) una vez que dicho movimiento fuera derrocado.
En primera persona, el partidario del Monstruo (un peronista) narra las peripecias acaecidas en su trayecto desde las afueras de la ciudad de La Plata hasta la Plaza de Mayo en Buenos Aires, adonde acude a celebrar la fiesta partidaria del 17 de octubre. Cuando el grupo está por llegar a la plaza, se topan con un estudiante judío al que obligan a saludar al retrato del Monstruo. Como el estudiante se niega, el grupo lo asesina a pedradas. El esquema argumental remite a un clásico argentino, El matadero (1840) de Esteban Echeverría, pionero de la literatura realista hispanoamericana. Para Echeverría «el monstruo» era la tiranía del general Juan Manuel de Rosas, cuyos partidarios son en su cuento unos matarifes que asesinan a un joven unitario. En uno y otro relato, personajes marginales emergen de las orillas de su escala social para asesinar cubriéndose en la impunidad que les da su adscripción partidista. Su víctima no es quien detenta riqueza material, sino un símbolo de la cultura, un personaje que a juicio de sendos autores encarna la idea de la civilización. En el caso de Borges, un judío apedreado por la barbarie.

Una interesante galería de personajes
Un período notable de su obra fue precisamente la Segunda Guerra Mundial, cuando publica su prólogo al Meister de judería de Carlos Grünberg (1940), La muerte y la brújula (1942) y El Aleph (1945).
La narrativa de Borges exhibe una amplia galería de personajes judíos, de los que frecuentemente se explaya en su judeidad. Unos portan tonalidades muy positivas como David Jerusalem; otros las más negativas como Aaron Loewenthal.
La fluidez en caracterizar a los personajes, resulta de la libertad que le otorga a Borges ser un filosemita, circunstancia que le permite intercalar sin pudor estereotipos negativos del judío a fin de enriquecer el logro literario. En general, es llamativo que una buena parte de sus personajes judíos sean, en mayor o menor medida, criminales. Hay algunos menores o irrelevantes (como Nahum Cordovero en El inmortal y Manuel Maier en Emma Zunz), y unos diez personajes más elaborados. Por orden cronológico: Monk Eastman (Historia universal de la infamia, 1934), Marcelo Yarmolinsky y Red Scharlach (La muerte y la brújula, 1942), Jaromir Hladík (El milagro secreto en Ficciones, 1943), Urmann (La secta del Fénix en Ficciones), Aaron Loewenthal y Emma Zunz (Emma Zunz en El Aleph, 1945), David Jerusalem (Deutsches Requiem, ibídem), Jacobo Fischbein (El indigno, en El informe de Brodie, 1970), y Eduardo Zimerman (Guayaquil, ibídem).
De esos diez, el primero y la mujer son homicidas; el quinto un estafador; el noveno un traidor; el último, usurpador.
Con todo, la cualidad más reiterada de sus judíos es su pertenencia a la intelectualidad; son personas ilustradas, artistas. El milagro secreto es protagonizado por quien vive en la Zeltnergasse, en donde residía Kafka. Jaromir Hladík es traductor del Sepher Ietzirá y autor de un drama político Los enemigos. Fischbein es dueño de una librería céntrica de Buenos Aires en la que compila una antología de Spinoza y guarda un ejemplar de la Kabbala denudata de Rosenroth.
En cuanto a sus opiniones políticas, Borges ha escrito que sólo en una ocasión permitió que éstas interfirieran en su literatura. Fue cuando salió en defensa del Estado judío porque, según recuerda, «lo urgió la exaltación de la Guerra de los Seis Días» (prólogo a su Informe de Brodie del 11 de abril de 1970). Cuando dicha guerra estalló en junio de 1967, Borges irrumpió en la biblioteca de la Sociedad Hebraica Argentina con un poema dedicado a Israel, y ante la atónita atención de los lectores solicitó «la hospitalidad» de la revista de esa entidad, Davar, en la que eventualmente los versos fueron publicados. Agregó a su solicitud un fervoroso y elocuente «¡Viva la patria!»



Al cumplirse veinte años de la muerte de Borges, esta mirada 
retrospectiva de Gustavo D. Perednik se concentra en su consistente 
oposición a la judeofobia, una militancia que expresó en 
el original estilo inconfundible
Publicado en El Catoblepas n° 53, en julio 2006

Agradecemos este aporte a Luciano Tanto [+]


*   La fecha es 2 de marzo de 1921

** Judería no registra publicaciones previas ni en revistas ni en periodicos, a diferencia de muchos de los poemas que Borges escribe desde 1919 (Garcia, El joven Borges, poeta 63-65). Se conserva, sí, un manuscrito ológrafo que el autor firma dos veces y en el que consigna tres fechas distintas: 1920, 1922, 1943. Vía

Foto: Borges en la Quinta Avenida de NY por Pedro Meyer [+]

incluida en Pedro Meyer: Una historia de migraciones



5/6/16

Jorge Luis Borges: Lilith






"Porque antes de Eva fue Lilith", se lee en un texto hebreo. Su leyenda inspiró al poeta inglés Dante Gabriel Rossetti ( 1828-1882) la composición de Eden's Bower. Lilith era una serpiente; fue la primera esposa de Adán y le dio "glittering sons and radiant daughters" (hijos resplandecientes e hijas radiantes). Dios creó a Eva después; Lilith, para vengarse de la mujer humana de Adán, la instó a probar del fruto prohibido y a concebir a Caín, hermano y asesino de Abel. Tal es la forma primitiva del mito, seguida por Rossetti. A lo largo de la Edad Media, el influjo de la palabra "layil", que en hebreo vale por "noche", fue transformándolo. Lilith dejó de ser una serpiente para ser un espíritu nocturno. A veces es un ángel que rige la generación de los hombres; otras es demonios que asaltan a los que duermen solos o a los que andan por los caminos. En la imaginación popular suele asumir la forma de una alta mujer silenciosa, de negro pelo suelto.







En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Imágenes: Eden´s Bower o Lady Lilith de Dante Gabriel Rossetti
Delaware Art Museum, 1866-73
Y facsímil de la primera publicación del soneto a Lilith
Body´s Beauty en The house of life, Sonnet LXXVIII

4/6/16

Jorge Luis Borges: Prólogo a Carlos M. Grünberg, «Mester de Judería»






Hacia 1831, Macaulay, el imparcial Macaulay, improvisó una historia fantástica. Esa invención (cuyo bosquejo suficiente perdura en el segundo tomo de los Ensayos) narra las tropelías y los tormentos, las prisiones, los destierros y los ultrajes que se encarnizaron en todas las naciones de Europa sobre la gente de pelo rojo. Al cabo de unos siglos ensangrentados no hay quien no afirma que las víctimas de ese tratamiento implacable no son verdaderos patriotas y las acusa de sentirse más allegadas a cualquier forastero pelirrojo que a los morenos y a los rubios de la parroquia. Los pelirrojos no son ingleses, los pelirrojos no podrán ser ingleses, razonan los fanáticos; la naturaleza lo prohíbe, la experiencia lo prueba. Previsiblemente la persecución ha modificado a los perseguidos, engendrando cismas recíprocos… ¿A qué proseguir? La cristalina parábola de Macaulay es una transcripción de la realidad: el antisemita Adolf Hitler manda en Europa y tiene imitadores aquí.
En las lúcidas páginas de este libro, Grünberg refuta con poderosa pasión los mitos y falacias que ese impostor y sus prosélitos han predicado al mundo. A pesar del patíbulo y de la horca, a pesar de la hoguera inquisitorial y del revólver nazi, a pesar de los crímenes que atesora una diligencia de siglos, el antisemitismo no se libra de ser ridículo. En Buenos Aires lo es todavía más que en Berlín. En Alemania, cuya lengua literaria se basa en la versión de textos hebreos que ha legado Lutero, Hitler no hace otra cosa que exacerbar un odio preexistente; el antisemitismo argentino viene a ser un facsímil atolondrado que ignora lo étnico y lo histórico. En cierta nota del admirable estudio Rosas y su tiempo, Ramos Mejía ha enumerado los apellidos principales de la época. Fuera de los de origen vasco, son todos de cepa judeo-portuguesa: Pereyra, Ramos, Cueto, Sáenz Valiente, Acevedo, Piñero, Fragueiro, Vidal, Gómez, Pintos, Pacheco, Pereda, Rocha.
Los poemas que tengo el agrado de prologar declaran el honor y el dolor de ser judío en el perverso mundo increíble de 1940. Hay escritores a quienes les importa la forma; a otros, lo que una mala pero inevitable metáfora llama el fondo. Ejemplo de formalistas es Góngora y también el improvisador de almacén, que admite cualquier verso que (más o menos) cuente unas ocho sílabas… Las páginas cabales burlan esa distinción habitual; en ellas la forma es el fondo, y viceversa. Es el caso de muchas en este libro: de Judezno, de Sabat, de Circuncisión
Grünberg, poeta, es inconfundiblemente argentino. Lo anterior no quiere decir que trafique en nidos de cóndores o en ombúes ni que en su estrofa sea frecuente el general Rosas: melancólica imagen de la Patria. Quiere decir un vocabulario determinado, ciertas costumbres sintácticas y prosódicas, un modo explícito que no es el modo interjectivo, alarmado, de los poetas españoles de ayer y de hoy.
Singularmente original es el concepto de la rima que declaran los poemas de Grünberg. En su monografía sobre la rima (Der Reim, 1891) Sigmar Mehring anota que la versificación española suele abusar de ciertas desinencias inexpresivas: ido, ado, osoente, ando Así, Lope de Vega:

Sentado Endimión al pie de Atlante,
enamorado de la luna hermosa,
dijo con triste voz y alma celosa:
en tus mudanzas, ¿quién será constante?

Ya creces en mi fe, ya estás menguante,
ya sales, ya te escondes desdeñosa,
ya te muestras serena, ya llorosa,
ya tu epiciclo ocupas arrogante…

Y tres siglos después, Juan Ramón Jiménez:

Se entró mi corazón en esta nada,
como aquel pajarillo que, volando
de los niños, se entró, ciego y temblando,
en la sombría sala abandonada.

De cuando en cuando, intenta una escapada
a lo infinito, que lo está engañando
por su ilusión; duda, y se va, piando,
del vidrio a la mentira iluminada…

Góngora, Quevedo, Torres Villarroel y Lugones famosamente han utilizado lo que denomina el último de ellos “la rima numerosa y variada”;* pero han limitado su empleo a composiciones grotescas o satíricas. Grünberg, en cambio, la prodiga con valor y felicidad en composiciones patéticas. Por ejemplo:

Cortó el sobejo filisteo
para trocártelo en hebreo.

Cortó el sobejo porque eres
Judá ben Sion y no Juan Pérez.

O:

En un lejano pogrom
le degollaron al hijo,
del que una noche me dijo:
“¡Era un gallardo Absalom!”

Como todos los libros importantes, este de Carlos M. Grünberg lo es por múltiples razones. Lo es como documento legible y lúcido de este aciago “tiempo de lobos, tiempo de espadas” cuya bárbara sombra continental —y quizá planetaria— vastamente se cierne sobre nosotros. Lo es por su precisión y por su fervor, por su álgebra y su fuego, por la armoniosa convivencia continua de la destreza métrica y de la delicada pasión. Lo es por el alma irónica y gallarda que declaran sus páginas.
Quizá el error más obvio de este volumen es la ostentación de palabras que sólo viven en las columnas del Diccionario de la Academia.
En este siglo que no suele percibir otro halago que el de la incoherencia parcial, en este siglo en que el poema quiere parecerse a la incantación y el poeta al afiebrado o al brujo, Grünberg tiene el valor de proponer una lírica sin misterio. La limpidez es hábito de Israel: recordemos a Enrique Heine; recordemos, en el palabrero siglo XIV, las coplas del rabí don Sem Tob, “judío de Carrión”…
Mis plácemes a Grünberg y a sus lectores.



Lunario sentimental, 1909. En las páginas iniciales Lugones rima: náyade-haya de; orla-por la; petróleo-mole o. Heine, en alguna estrofa de los Zeitgedichte, usa el mismo artificio: In der Fern‘hör ich mit Freude - Wie man voll von deinem Lob ist - Und wie du der Mirabeau bist - Von der Lüneburger Heide. Browning es casi inagotable en tales invenciones: monkey-one hey; person-her son; paddock-ad hoc;circle-work ill; sky-am I; Balkis-small kiss; pardon-hard on; kitchen-rich in; issue-wish you; Priam-I am; poet-know it; honour-upon her; bishop-wish-shop; Tithon-scythe on;insipid ease-Euripides… Hay enlaces análogos en el Hudibras; en algún soneto satírico de Milton; en el Don Juan de Byron. Rafael Cansinos Assens, en una de las noches del otoño de 1920, rimó Buscarini-y ni.











Carlos M. Grünberg: Mester de judería. Prólogo de J. L. B. 
Buenos Aires, Editorial Argirópolis, 1940

También en Prólogos, con un prólogo de prólogos (1975)

Antologado luego en Miscelánea
Barcelona, Random-House Mondadori -DeBolsillo-, 2011

Foto: Borges. Drawing by David Levine Vía






3/6/16

Jorge Luis Borges: Séneca en las orillas






Que nuestro lector se imagine un carro. No cuesta imaginárselo grande, las ruedas traseras más altas que las delanteras como con reserva de fuerza, el carrero criollo fornido como la obra de madera y fierro en que está, los labios distraídos en un silbido o con avisos paradójicamente suaves a los tironeadores caballos, a los tronqueros seguidores y al cadenero en punta (proa insistente para los que precisan comparación). Cargado o sin cargar es lo mismo, salvo que, volviendo vacío, resulta menos atado a empleo su paso y más entronizado el pescante, como si la connotación militar que fue de los carros en el imperio montonero de Atila, permaneciera en él. La calle pisada puede ser Montes de Oca o Chile o Patricios o Rivera o Valentín Gómez, pero es mejor Las Heras, por lo heterogéneo de su tráfico. El tardío carro es allí distanciado perpetuamente, pero esa misma postergación se le hace victoria, como si la ajena celeridad fuera despavorida urgencia de esclavo, y la propia demora, posesión entera de tiempo, casi de eternidad (Esa posesión temporal es el infinito capital criollo, el único. A la demora la podemos exaltar a inmovilidad: posesión del espacio). Persiste el carro, y una inscripción está en su costado. El clasicismo del suburbio así lo resuelve y aunque esa desinteresada yapa expresiva, sobrepuesta a las visibles expresiones de resistencia, forma, destino, altura, realidad, confirme la acusación de habladores que los conferenciantes europeos nos reparten, yo no puedo esconderla, porque es el argumento de esta noticia. Hace tiempo que soy cazador de esas escrituras: epigrafía de corralón que supone caminatas y desocupaciones más poéticas que las efectivas piezas coleccionadas que en estos italianados días ralean. No pienso volear ese colecticio capital de chirolas sobre la mesa, sino mostrar algunas. El proyecto es de retórica, como se ve. Es consabido que los que metodizaron esa disciplina comprendían en ella todos los servicios de la palabra, hasta los irrisorios o humildes del acertijo, del calembour, del acróstico, del anagrama, del laberinto, del laberinto cúbico, de la empresa. Si esta última, que es figura simbólica y no palabra, ha sido admitida, entiendo que la inclusión de la sentencia carrera es irreprochable. Es una variante indiana del lema, género que nació en los escudos. Además, conviene asimilar a las otras letras la sentencia de carro, para que se desengañe el lector y no espere portentos de mi requisa. ¿Cómo pretenderlos aquí, cuando no los hay o nunca los hay en las premeditadas antologías de Menéndez y Pelayo o de Palgrave?

Una equivocación es muy llana: la de recibir por genuino lema de carro el nombre de la casa a que pertenece. El modelo de la Quinta Bollini, rubro perfecto de la guarangada sin inspiración, puede ser de los que advertí; La madre del Norte, carro de Saavedra, lo es. Lindo nombre es este último y le podemos probar dos explicaciones. Una, la no creíble, es la de ignorar la metáfora y suponer al Norte parido por ese carro, fluyendo en casas y almacenes y pinturerías de su paso inventor. Otra es la que previeron ustedes, la de atender. Pero nombres como éste corresponden a otro género literario menos casero, el de las empresas comerciales: género que abunda en apretadas obras maestras como la sastrería El Coloso de Rodas por Villa Urquiza y la fábrica de camas La dormitológica por Belgrano, pero que no es de mi jurisdicción.

La genuina letra de carro no es muy diversa. Es tradicionalmente asertiva -La flor de la plaza Vértiz, El vencedor- y suele estar como aburrida de guapa. Así El anzuelo, La balija, El garrote. Me está gustando el último, pero se me borra al acordarme de este otro lema, de Saavedra también, y que declara viajes dilatados como navegaciones, práctica de los callejones pampeanos y polvaredas altas: El barco.

Una especie definida del género es la inscripción en los carritos repartidores. El regateo y la charla cotidiana de la mujer los ha distraído de la preocupación del coraje, y sus vistosas letras prefieren el alarde servicial o la galantería. El liberal, Viva quien me protege, El porteño de Palermo, El vasquito del Sur, El picaflor, El lecherito del porvenir, El buen mozo, Hasta mañana, El record de Talcahuano, Para todos sale el sol, pueden ser alegres ejemplos. Otras veces, un dístico: 

Del Abasto soy la flor
I de Palermo el mejor. 

Qué me habrán hecho tus ojos y Donde cenizas quedan fuego hubo son de más individuada pasión. Quien envidia me tiene desesperado muere ha de ser una intromisión española. No tengo apuro es criollo clavado. La displicencia o severidad de la frase breve suele corregirse también, no sólo por lo risueño del decir, sino por la profusión de las frases. Yo he visto carrito frutero que, además de su presumible nombre El preferido del barrio, afirmaba en dístico satisfecho 

Yo lo digo y lo sostengo
Que a nadie envidia le tengo. 
y comentaba la figura de una pareja de bailarines tangueros sin mucha luz, con la resuelta indicación Derecho viejo. Esa charlatanería de la brevedad, ese frenesí sentencioso, me recuerda la dicción del célebre estadista danés Polonio, de Hamlet, o la del Polonio natural, Baltasar Gracián.

Vuelvo a las inscripciones clásicas. La media luna de Morón es lema de un carro altísimo, con barandas ya marineras de fierro, que me fue dado contemplar una húmeda noche en el centro puntual de nuestro Mercado de Abasto, reinando a doce patas y cuatro ruedas sobre la fermentación lujosa de olores. La soledad es mote de una carreta que he visto por el sur de la provincia de Buenos Aires y que manda distancia. Es el propósito de El barco otra vez, pero menos oscuro. Qué le importa a la vieja que la hija me quiera es de omisión imposible, menos por su ausente agudeza que por su genuino tono de corralón. Es lo que puede observarse también de Tus besos fueron míos, afirmación derivada de un vals, pero que por estar escrita en un carro se adorna de insolencia (Hay ocasiones de repetir que son originales. ¡Qué invisible adverbio es últimamente, impreso en esta hoja; qué profecía de barullo cuando lo dice la indignación!). Qué mira, envidioso tiene algo de mujerengo y de presumido. Siento orgullo es muy superior, en dignidad de sol y de alto pescante, a las más efusivas acriminaciones de Boedo. Aquí viene Araña es un hermoso anuncio. Pa la rubia, cuándo lo es más, no sólo por su apócope criolla y por su anticipada preferencia por la morena, sino por el irónico empleo del adverbio cuando, que vale aquí por nunca (A ese renunciado cuando lo conocí primero en una intransferible milonga, que deploro no poder estampar en voz baja o mitigar pudorosamente en latín. Destaco en su lugar esta parecida, criolla de México, registrada en el libro de Rubén Campos El folklore y la música mexicana: «Dicen que me han de quitar - las veredas por donde ando; - las veredas quitarán, - pero la querencia, cuándo». Cuándo, mi vida era también una salida habitual de los que canchaban, al atajarse el palo tiznado o el cuchillo del otro). La rama está florida es una noticia de alta serenidad y de magia. Casi nada, Me lo hubieras dicho y Quién lo diría, son incorregibles de buenos. Implican drama, están en la circulación de la realidad, corresponden a frecuencias de la emoción: son como del destino, siempre. Son ademanes perdurados por la escritura, son una afirmación incesante. Su alusividad es la del conversador orillero que no puede ser directo narrador o razonador y que se complace en discontinuidades, en generalidades, en fintas: sinuosas como el corte. Pero el honor, pero la tenebrosa flor de este censo, es la opaca inscripción No llora el perdido, que nos mantuvo escandalosamente intrigados a Xul Solar y a mí, hechos, sin embargo, a entender los misterios delicados de Robert Browning, los baladíes de Mallarmé y los meramente cargosos de Góngora. No llora el perdido; le paso ese clavel retinto al lector.
J.L.B.

En la revista Sur
Buenos Aires, Año I, verano de 1931
Imagen: Vendedores ambulantes: un carnicero y su carreta 
y un vendedor de ajos, fines del siglo XIX. Vía



2/6/16

Jorge Luis Borges - Adolfo Bioy Casares: La fiesta del monstruo







Aquí empieza su aflición
Hilario Ascasubi: La refalosa

—Te prevengo, Nelly, que fue una jornada cívica en forma. Yo, en mi condición de pie plano, y de propenso a que se me ataje el resuello por el pescuezo corto y la panza hipopótama, tuve un serio oponente en la fatiga, máxime calculando que la noche antes yo pensaba acostarme con las gallinas, cosa de no quedar como un crosta en la performance del feriado. Mi plan era sume y reste: apersonarme a las veinte y treinta en el Comité; a las veintiuna caer como un soponcio en la cama jaula, para dar curso, con el Colt como un bulto bajo la almohada, al Gran Sueño del Siglo, y estar en pie al primer cacareo, cuando pasaran a recolectarme los del camión. Pero decime una cosa ¿vos no creés que la suerte es como la lotería, que se encarniza favoreciendo a los otros? En el propio puentecito de tablas, frente a la caminera, casi aprendo a nadar en agua abombada con la sorpresa de correr al encuentro del amigo Diente de Leche, que es uno de esos puntos que uno se encuentra de vez en cuando. Ni bien le vi su cara de presupuestívoro, palpité que él también iba al Comité y, ya en tren de mandarnos un enfoque del panorama del día, entramos a hablar de la distribución de bufosos para el magno desfile, y de un ruso que ni llovido del cielo, que los abonaba como fierro viejo en Berazategui. Mientras formábamos en la cola, pugnamos por decirnos al vesre que una vez en posesión del arma de fuego nos daríamos traslado a Berazategui aunque a cada uno lo portara el otro a babucha, y allí, luego de empastarnos el bajo vientre con escarola, en base al producido de las armas, sacaríamos, ante el asombro general del empleado de turno ¡dos boletos de vuelta para Tolosa! Pero fue como si habláramos en inglés, porque Diente no pescaba ni un chiquito, ni yo tampoco, y los compañeros de fila prestaban su servicio de intérprete, que casi me perforan el tímpano, y se pasaban el Faber cachuzo para anotar la dirección del ruso. Felizmente, el señor Marforio, que es más flaco que la ranura de la máquina de monedita, es un amigo de ésos que mientras usted lo confunde con un montículo de caspa, está pulsando los más delicados resortes del alma del popolino, y así no es gracia que nos frenara en seco la manganeta, postergando la distribución para el día mismo del acto, con pretexto de una demora del Departamento de Policía en la remesa de las armas. Antes de hora y media de plantón, en una cola que ni para comprar kerosene, recibimos de propios labios del señor Pizzurno, orden de despejar al trote, que la cumplimos con cada viva entusiasta que no alcanzaron a cortar enteramente los escobazos rabiosos de ese tullido que hace las veces de portero en el Comité.

A una distancia prudencial, la barra se rehizo. Loiácono se puso a hablar que ni la radio de la vecina. La vaina de esos cabezones con labia es que a uno le calientan el mate y después el tipo —vulgo el abajo firmante— no sabe para dónde agarrar y me lo tienen jugando al tresiete en el almacén de Bernárdez, que vos a lo mejor te amargás con la ilusión que anduve de farra y la triste verdad fue que me pelaron hasta el último votacén, si el consuelo de cantar la nápola, tan siquiera una vuelta.

(Tranquila Nelly, que el guardaguja se cansó de morfarte con la visual y ahora se retira, como un bacán en la zorra. Dejale a tu pato Donald que te dé otro pellizco en el cogotito).

Cuando por fin me enrosqué en la cucha, yo registraba tal cansancio en los pieses que al inmediato capté que el sueñito reparador ya era de los míos. No contaba con ese contrincante que es el más sano patriotismo. No pensaba más que en el Monstruo y al otro día lo vería sonreírse y hablar como el gran laburante argentino que es. Te prometo que vine tan excitado que al rato me estorbaba la cubija para respirar como un ballenato. Reciencito a la hora de la perrera concilié el sueño, que resultó tan cansador como no dormir, aunque soñé primero con una tarde, cuando era pibe, que la finada mi madre me llevó a una quinta. Creeme, Nelly, que yo nunca había vuelto a pensar en esa tarde, pero en el sueño comprendí que era la más feliz de mi vida, y eso que no recuerdo nada sino un agua con hojas reflejadas y un perro muy blanco y muy manso, que yo le acariciaba el Lomuto; por suerte salí de esas purretadas y soñé con los modernos temarios que están en el marcador: el Monstruo me había nombrado su mascota y, algo después, su Gran Perro Bonzo. Desperté y, para haber soñado tanto destropósito, había dormido cinco minutos. Resolví cortar por lo sano: me di una friega con el trapo de la cocina, guardé todos los callordas en el calzado Fray Mocho, me enredé que ni un pulpo entre las mangas y las piernas de la combinación mameluco—, vestí la corbatita de lana con dibujos animados que me regalaste el Día del Colectivero y salí sudando grasa porque algún cascarudo habrá transitado por la vía pública y lo tomé por el camión. A cada falsa alarma que pudiera, o no, tomarse por el camión, yo salía como taponazo al trote gimnástico, salvando las sesenta varas que hay desde el tercer patio a la puerta de calle. Con entusiasmo juvenil entonaba la marcha que es nuestra bandera, pero a las doce menos diez, vine afónico y ya no me tiraban con todo los magnates del primer patio. A las trece y veinte llegó el camión, que se había adelantado a la hora y cuando los compañeros de cruzada tuvieron el alegrón de verme, que ni me había desayunado con el pan del loro de la señora encargada, todos votaban por dejarme, con el pretexto que viajaban en un camión carnicero y no en una grúa. Me les enganché como acoplado y me dijeron que si les prometía no dar a luz antes de llegar a Espeleta, me portarían en mi condición de fardo, pero al fin se dejaron convencer y medio me izaron. Tomó furia como una golondrina el camión de la juventud y antes de media cuadra paró en seco frente del Comité. Salió un tape canoso, que era un gusto cómo nos baqueteaba y, antes que nos pudieran facilitar, con toda consideración, el libro de quejas, ya estábamos traspirando en un brete, que ni si tuviéramos las nucas de queso Mascarpone. A bufoso por barba fue la distribución alfabética; compenetrate, Nelly; a cada revólver le tocaba uno de nosotros. Sin el mínimo margen prudencial para hacer cola frente al Caballeros, o tan siquiera para someter a la subasta un arma en buen uso, nos guardaba el tape en el camión del que ya no nos evadiríamos sin una tarjetita de recomendación para el camionero.

A la voz de ¡aura y se fue! Nos tuvieron hora y media al rayo del sol, a la vista por suerte, de nuestra querida Tolosa, que en cuanto el botón salía a correrlos, los pibes nos tenían a hondazo limpio, como si en cada uno de nosotros apreciaran menos el compatriota desinteresado que el pajarito para la polenta. Al promediar la primera hora, reinaba en el camión esa tirantez que es la base de toda reunión social pero después la merza me puso de buen humor con la pregunta si me había anotado para el concurso de la Reina Victoria, una indirecta vos sabés, a esta panza bombo, que siempre dicen que tendría que ser de vidrio para que yo me divisara aunque sea un poquito, los basamentos horma 44. Yo estaba tan afónico que parecía adornado con el bozal, pero a la hora y minutos de tragar tierra, medio recuperé esta lengüita de Campana[1] y, hombro a hombro con los compañeros de brecha, no quise restar mi concurso a la masa coral que despachaba a todo pulmón la marchita del Monstruo, y ensayé hasta medio berrido que más bien salió francamente un hipo, que si no abro el paragüita que dejé en casa, ando en canoa con cada salivazo que usted me confunde con Vito Dumas, el Navegante Solitario. Por fin arrancamos y entonces sí que corrió el aire, que era como tomarse el baño en la olla de la sopa, y uno almorzaba un sángüiche de chorizo, otro su arrolladito de salame, otro su panetún, otro su media botella de Vascolet y el de más allá la milanesa fría, pero más bien todo eso vino a suceder ora vuelta, cuando fuimos a la Ensenada, pero como yo no concurrí, más gano si no hablo. No me cansaba de pensar que toda esa muchachada moderna y sana pensaba en todo como yo, porque hasta el más abúlico oye las emisiones en cadena, quieras que no. Todos éramos argentinos, todos de corta edad, todos del Sur y nos precipitábamos al encuentro de nuestros hermanos gemelos que, en camiones idénticos procedían de Fiorito y Villa Domínico, de Ciudadela, de Villa Luro, de La Paternal, aunque por Villa Crespo pulula el ruso y yo digo que más vale la pena acusar su domicilio legal en Tolosa Norte.

¡Qué entusiasmo partidario te perdiste, Nelly! En cada foco de población muerto de hambre se nos quería colar una verdadera avalancha que la tenía emberretinada el más puro idealismo, pero el capo de nuestra carrada, Garfunkel, sabía repeler como corresponde a ese fabarutaje sin abuela, máxime si te metés en el coco que entre tanto mascalzone patentado bien se podía emboscar un quintacolumna como luz, de esos que antes que usted dea la vuelta del mundo en ochenta días me lo convencen que es un crosta y el Monstruo un instrumento de la Compañía de Teléfono. No te digo niente de más de un cagastume que se acogía a esas purgas para darse de baja en el confusionismo y repatriarse a casita lo más liviano; pero embromate y confesá que de dos chichipíos el uno nace descalzo y el otro con patín de munición, porque vuelta que yo creía descolgarme del carro era patada del señor Garfunkel que me restituía al seno de los valientes. En las primeras etapas los locales nos recibían con entusiasmo francamente contagioso, pero el señor Garfunkel, que no es de los que portan la piojosa puro adorno, le tenía prohibido al camionero sujetar la velocidad, no fuera algún avivato a ensayar la fuga relámpago. Otro gallo nos cantó en Quilmes, donde el crostaje tuvo permiso para desentumecer los callos plantales, pero ¿quién, tan lejos del pago iba a apartarse del grupo? Hasta ese momentazo, dijera el propio Zoppi o su mamá, todo marchó como un dibujo, pero el nerviosismo cundió entre la merza cuando el trompa, vulgo Garfunkel, nos puso blandos al tacto con la imposición de deponer en cada paredón el nombre del Monstruo, para ganar de nuevo el vehículo, a velocidad de purgante, no fuera algún cabreira a cabrearse y a venir calveira pegándonos. Cuando sonó la hora de la prueba empuñé el bufoso y bajé resuelto a todo, Nelly, anche a venderlo por menos de tres pessolanos. Pero ni un solo cliente asomó el hocico y me di el gusto de garabatear en la tapia unas letras frangollo, que si invierto un minuto más, el camión me da el esquinazo y se lo traga el horizonte rumbo al civismo, a la aglomeración, a la fratellanza, a la fiesta del Monstruo. Como para aglomeración estaba el camión cuando volví hecho un queso con camiseta, con la lengua de afuera. Se había sentado en la retranca y estaba tan quieto que sólo le faltaba el marco artístico para ser una foto. A Dios gracias formaba entre los nuestros el gangoso Tabacman, más conocido como Tornillo sin Fin, que es el empedernido de la mecánica, y a la media hora de buscarle el motor y de tomarse toda la Bilz de mi segundo estómago de camello, que así yo pugno que le digan siempre a mi cantimplora, se mandó con toda franqueza su "a mí que me registren", porque el Fargo a las claras le resultaba una firme ilegible.

Bien me parece tener leído en uno de esos quioscos fetentes que no hay mal que por bien no venga, y así Tata Dios nos facilitó una bicicleta olvidada en contra de una quinta de verdura, que a mi ver el bicicletista estaba en proceso de recauchutaje, porque no asomó la fosa nasal cuando el propio Garfunkel le calentó el asiento con la culata. De ahí arrancó como si hubiera olido todo un cuadrito de escarola, que más bien parecía que el propio Zoppi o su mamá le hubiera munido el upite de un petardo Fu-Man-Chú. No faltó quien se aflojara la faja para reírse al verlo pedalear tan garufiento, pero a las cuatro cuadras de pisarles los talones lo perdieron de vista, causa que el peatón, aunque se habilite las manos con el calzado Pecus, no suele mantener su laurel de invicto frente a Don Bicicleta. El entusiasmo de la conciencia en marcha hizo que en menos tiempo del que vos, gordeta, invertís en dejar el mostrador sin factura, el hombre se despistara en el horizonte, para mí que rumbo a la cucha, a Tolosa.

Tu chanchito te va a ser confidencial, Nelly: quien más, quien menos ya pedaleaba con la comezón del gran Spiantujen, pero como yo no dejo siempre de recalcar en las horas que el luchador viene enervado y se aglomeran los más negros pronósticos, despunta el delantero fenómeno que marca goal; para la patria, para el Monstruo; para nuestra merza en franca descomposición, el camionero. Ese patriota que le sacó el sombrero se corrió como patinada y paró en seco al más avivato del grupo en fuga. Le aplicó súbito un mensaje que al día siguiente, por los chichones, todos me confundían con la yegua tubiana del panadero. Desde el suelo me mandé cada hurra que los vecinos se incrustaban el pulgar en el tímpano. De mientras, el camionero nos puso en fila india a los patriotas, que si alguno quería desapartarse, el de atrás tenía carta blanca para atribuirle cada patada en el culantro que todavía me duele sentarme. Calculate, Nelly, qué tarro el último de la fila ¡nadie le shoteaba la retaguardia! Era, cuándo no, el camionero, que nos arrió como a concentración de pie planos hasta la zona, que no trepido en caracterizar como de la órbita de Don Bosco, vale, de Wilde. Ahí la casualidad quiso que el destino nos pusiera al alcance de un ómnibus rumbo al descanso de hacienda de La Negra, que ni llovido por Baigorri. El camionero, que se lo tenía bien remanyado al guarda-conductor, causa de haber sido los dos —en los tiempos heroicos del Zoológico popular de Villa Domínico— mitades de un mismo camello, le suplicó a ese catalán de que nos portara. Antes que se pudiera mandar su Suba Zubizarreta de práctica, ya todos engrosamos el contingente de los que llenábamos el vehículo, riéndonos hasta enseñar las vegetaciones, del puntaje senza potencia, que, por razón de quedar cola, no alcanzó a incrustarse en el vehículo, quedando como quien dice "vía libre" para volver, sin tanta mala sangre, a Tolosa. Te exagero, Nelly, que íbamos como en ónibus, que sudábamos propio como sardinas, que si vos te mandás el vistazo, el Señoras de Berazategui te viene chico. ¡Las historietas de regular interés que se dieron curso! No te digo niente de la olorosa que cantó por lo bajo el tano Potasman, a la misma vista de Sarandí y de aquí lo aplaudo como un cuadrumano a Tornillo sin Fin que en buena ley vino a ganar su medallón de Vero Desopilante, obligándome bajo amenaza de tincazo en los quimbos, a abrir la boca y cerrar los ojos: broma que aprovechó sin un desmayo para enllenarme las entremuelas con la pelusa y los demás producidos de los fundillos. Pero hasta las perdices cansan y cuando ya no sabíamos lo que hacer, un veterano me pasó la cortaplumita y la empuñamos todos a uno para más bien dejar como colador el cuero de los asientos. Para despistar, todos nos reíamos de mí; en después no faltó uno de esos vivancos que saltan como pulgas y vienen incrustados en el asfáltico, cosa de evacuarse del carromato antes que el guarda-conductor sorprendiera los desperfectos. El primero que aterrizó fue Simón Tabacman que quedó propio ñato con el culazo; muy luego Fideo Zoppi o su mamá; de último, aunque reviente de la rabia, Rabasco; acto continuo, Spatola; doppo, el vasco Speciale. En el interinato, Morpurgo se prestó por lo bajo al gran rejunte de papeles y bolsas de papel, idea fija de acopiar elemento para una fogarata en forma que hiciera pasto de las llamas al Broackway, propósito de escamotear a un severo examen la marca que dejó el cortaplumita. Pirosanto, que es un gangoso sin abuela, de esos que en el bolsillo portan menos pelusa que fósforos, se dispersó en el primer viraje, para evitar el préstamo de Rancherita, no sin comprometer la fuga, eso sí, con un cigarrillo Volcán que me sonsacó de la boca. Yo, sin ánimo de ostentación y para darme un poco de corte, estaba ya frunciendo la jeta para debatir la primera pitada cuando el Pirosanto, de un saque, capturó el cigarrillo, y Morpurgo, como quien me dora la píldora, acogió el fósforo que ya me doraba los sabañones y metió fuego al papelamen. Sin tan siquiera sacarse el rancho, el funyi o la galera, Morpurgo se largó a la calle, pero yo panza y todo, lo madrugué y me tiré un rato antes y así pude brindarle un colchón, que amortiguó el impacto y cuasi me desfonda la busarda con los noventa kilos que acusa. Sandié, cuando me descalcé de esta boca los tamanguses hasta la rodilla de Manolo M. Morpurgo, l´ónibus ardía en el horizonte, mismo como el spiedo de Perosio, y el guarda-conductor-propietario, lloraba dele que dele ese capital que se le volvía humo negro. La barra, siendo más, se reía, pronta, lo juro por el Monstruo, a darse a la fuga si se irritaba el ciervo. Tornillo, que es el bufo tamaño mole, se le ocurrió un chiste que al escucharlo vos con la boca abierta vendrás de gelatina con la risa. Atenti, Nelly. Desemporcate las orejas, que ahí va. Uno, dos, tres y PUM. Dijo —pero no te me vuelvas a distraer con el spiantaja que le guiñás el ojo— que el ónibus ardía mismo como el spiedo de Perosio. Ja, ja, ja.

Yo estaba lo más campante, pero la procesión iba por dentro. Vos, que cada parola que se me cae de los molares, la grabás en los sesos con el formón, tal vez hagas memoria del camionero, que fue medio camello con el del ónibus. Si me entendés, la fija que ese cachascán se mandaría cada alianza con el lacrimógeno para punir nuestra fea conducta estaba en la cabeza de los más linces. Pero no temás por tu conejito querido: el camionero se mandó un enfoque sereno y adivinó que el otro, sin ónibus, ya no era un oligarca que vale la pena romperse todo. Se sonrió como el gran bonachón que es; repartió, para mantener la disciplina, algún rodillazo amistoso (aquí tenés el diente que me saltó y se lo compré después para recuerdo) y ¡cierren filas y paso redoblado, mar!

¡Lo que es la adhesión! La gallarda columna se infiltraba en las lagunas anegadizas, cuando no en las montañas de basura, que acusan el acceso a la Capital, sin más defección que una tercera parte, grosso modo, del aglutinado inicial que zarpó de Tolosa. Algún inveterado se había propasado a medio encender su cigarrillo Salutaris, claro está, Nelly, que con el visto bueno del camionero. Qué cuadro para ponerlo en colores: portaba el estandarte, Spátola, con la camiseta de toda confianza sobre la demás ropa de lana; lo seguían de cuatro en fondo, Tornillo, etc.

Serían recién las diecinueve de la tarde cuando al fin llegamos a la Avenida Mitre. Morpurgo se rió todo de pensar que ya estábamos en Avellaneda. También se reían los bacanes, que a riesgo de caer de los balcones, vehículos y demás bañaderas, se reían de vernos de a pie, sin el menor rodado. Felizmente Babuglia en todo piensa y en la otra banda del Riachuelo se estaban herrumbrando unos camiones e nacionalidad canadiense, que el Instituto, siempre attenti, adquirió en calidad de rompecabezas de la Sección Demoliciones del ejército americano. Trepamos con el mono a uno caki y entonando el Adiós, que me voy llorando esperamos que un loco del Ente Autónomo, fiscalizado por Tornillo Sin Fin, activara la instalación del motor. Suerte que Rabasco, a pesar de esa cara de fundillo, tenía cuña con un guardia del Monopolio y, previo pago de boletos, completamos un bondi eléctrico, que metía más ruido que un solo gaita. El bondi —talán, talán— agarró p'al Centro; iba superbo como una madre joven que, soto la mirada del babo, porta en la panza las modernas generaciones que mañana reclamarán su lugar en las grandes meriendas de la vida... En su seno, con un tobillo en el estribo y otro sin domicilio legal, iba tu payaso querido, iba yo. Dijera un observador que el bondi cantaba; hendía el aire impulsado por el canto; los cantores éramos nosotros. Poco antes de la calle Belgrano la velocidad paró en seco desde unos veinticuatro minutos; yo transpiraba para comprender, y anche la gran turba como hormiga de más y más automotores, que no dejaba que nuestro medio de locomoción diera materialmente un paso.

El camionero rechinó con la consigna "¡Abajo chichipíos!" y ya nos bajamos en el cruce de Tacuarí y Belgrano. A las dos o tres cuadras de caminarla, se planteó sobre tablas la interrogante: el garguero estaba reseco y pedía líquido. El Emporio y Despacho de Bebidas Puga y Gallach ofrecía un principio de solución. Pero te quiero ver, escopeta: ¿cómo abonábamos? En ese vericueto, el camionero se nos vino a manifestar como todo un expeditivo. A la vista y paciencia de un perro dogo, que terminó por verlo al revés, me tiró cada zancadilla delante de la merza hilarante, que me encasqueté una rejilla como sombrero hasta el masute, y del chaleco se rodó la chirola que yo había rejuntado para no hacer tan triste papel cuando cundiera el carrito de la ricotta. La chirola engrosó la bolsa común y el camionero, satisfecho mi asunto, pasó a atender a Souza, que es la mano derecha de Gouveia, el de los pegotes Pereyra —sabés— que vez pasada se impusieron también como la Tapioca Científica. Souza, que vive para el Pegote, ese cobrador del mismo, y así no es gracia que dado vuelta pusiera en circulación tantos biglietes de hasta cero cincuenta que no habrá visto tantos juntos ni el Loco Calcamonía, que marchó preso cuando aplicaba la pintura mondongo a su primer bigliete. Los de Souza, por lo demás, no eran falsos y abonaron, contantes y sonantes, el importe neto de las Chissottis, que salimos como el que puso seca la mamajuana. Bo, cuando cacha la guitarra, se cree Gardel[2] . Es más, se cree Gotuso[2] . Es más, se cree Garófalo[2] . Es más, se cree Giganti-Tomassoni[2] . Guitarra, propio no había en ese local, pero a Bo le dio con Adiós Pampa Mía y todos lo coreamos y la columna juvenil era un solo grito. Cada uno, malgrado su corta edad, cantaba lo que le pedía el cuerpo, hasta que vino a distraernos un sinagoga que mandaba respeto con la barba. A ese le perdonamos la vida, pero no se escurrió tan fácil otro de formato menor, más manuable, más práctico, de manejo más ágil. Era un miserable cuatro ojos, sin la musculatura del deportivo. El pelo era colorado, los libros bajo el brazo y de estudio. Se registró como un distraído que cuasi se lleva por delante a nuestro abanderado, Spátola. Bonfirraro, que es el chinche de los detalles, dijo que él no iba a tolerar que un impune desacatara el estandarte y foto del Monstruo. Ahí nomás lo chumbó al Nene Tonelada, de apelativo Cagnazzo, para que procediera. Tonelada, que siempre es el mismo, me soltó cada oreja, que la tenía enrollada como el cartucho de los manises y, cosa de caerle simpático a Bonfirraro, le dijo al rusovita que mostrara un cachito más de respeto a la opinión ajena, señor, y saludara a la figura del Monstruo. El otro contestó con el despropósito que él también tenía su opinión. El Nene, que las explicaciones lo cansan, lo arrempujó con una mano que si el carnicero la ve, se acabó la escasez de la carnasa y el bife de chorizo. Lo rempujó a un terreno baldío, de esos que en el día menos pensado levantan una playa de estacionamiento y el punto vino a quedar contra los nueve pisos de una pared senza finestra ni ventana. De mientras los traseros nos presionaban con la comezón de observar y los de fila cero quedamos como sángüiche de salame entre esos locos que pugnaban por una visión panorámica y el pobre quimicointas acorralado que, vaya usted a saber, se irritaba. Tonelada, atento al peligro, reculó para atrás y todos nos abrimos como abanico dejando al descubierto una cancha del tamaño de un semicírculo, pero sin orificio de salida, porque de muro a muro estaba la merza. Todos bramábamos como el pabellón de los osos y nos rechinaban los dientes, pero el camionero, que no se le escapa un pelo en la sopa, palpitó que más o menos de uno estaba por mandar in mente su plan de evasión. Chiflido va, chiflido viene, nos puso sobre la pista de un montón aparente de cascote, que se brindaba al observador. Te recordarás que esa tarde el termómetro marcaba una temperatura de sopa y no me vas a discutir que un porcentaje nos sacamos el saco. Lo pusimos de guardarropa al pibe Saulino, que así no pudo participar en el apedreo. El primer cascotazo lo acertó, de puro tarro, Tabacman, y le desparramó las encías, y la sangre era un chorro negro. Yo me calenté con la sangre y le arrimé otro viaje con un cascote que le aplasté una oreja y ya perdí la cuenta de los impactos, porque el bombardeo era masivo. Fue desopilante; el jude se puso de rodillas y miró al cielo y rezó como ausente en su media lengua. Cuando sonaron las campanas de Monserrat se cayó, porque estaba muerto. Nosotros nos desfogamos un rato más, con pedradas que ya no le dolían. Te lo juro, Nelly, pusimos el cadáver hecho una lástima. Luego Morpurgo, para que los muchachos se rieran, me hizo clavar la cortapluma en lo que hacía las veces de cara.

Después del ejercicio que acalora me puse el saco, maniobra de evitar un resfrío, que por la parte baja te representa cero treinta en Genioles. El pescuezo lo añudé en la bufanda que vos zurciste con tus dedos de hada y acondicioné las orejas sotto el chambergolino, pero la gran sorpresa del día la vino a detentar Pirosanto, con la ponenda de meterle fuego al rejunta piedras, previa realización en remate de anteojos y vestuario. El remate no fue suceso. Los anteojos andaban misturados con la viscosidad de los ojos y el ambo era un engrudo con la sangre. También los libros resultaron un clavo, por saturación de restos orgánicos. La suerte fue que el camionero (que resultó ser Graffiacane), pudo rescatarse su reloj del sistema Roskopf sobre diecisiete rubíes, y Bonfirraro se encargó de una cartera Fabricant, con hasta nueve pesos con veinte y una instantánea de una señorita profesora de piano, y el otario Rabasco se tuvo que contentar con un estuche Bausch para lentes y la lapicera fuente Plumex, para no decir nada del anillo de la antigua casa Poplavsky.

Presto, gordeta, quedó relegado al olvido ese episodio callejero. Banderas de Boitano que tremolan, toques de clarín que vigoran, doquier la masa popular, formidavel. En la Plaza de Mayo nos arengó la gran descarga eléctrica que se firma doctor Marcelo N. Frogman. Nos puso en forma para lo que vino después: la palabra del Monstruo. Estas orejas la escucharon, gordeta, mismo como todo el país, porque el discurso se transmite en cadena.


Pujato, 24 de noviembre de 1947




[1] Mientras nos reponíamos con empanadas, Nelly me manifestó* que en ese momento el pobre mufio 
sacó la lengua de referencia (Nota donada por el joven Rabasco).
* A mí me lo dijo antes (Nota suplementarias de Nano Battafuoco, peón de la Dirección de Limpieza).

[2] El cantor más conocido de aquella temporada.




Incluido en Los Nuevos Cuentos de Bustos Domecq (1977) [foto]
Luego en Jorge Luis Borges. Obras completas en colaboración (con Adolfo Bioy Casares)
Buenos Aires, Emecé, 1979

Foto: Bartolomé Mitre, Bioy Casares y Jorge Luis Borges (1973)




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