13/4/16

Borges, un tejedor de sueños [Entrevista de Amelia Barili]





Poco antes de su partida de la Argentina, tuvimos una larga charla (con Borges) acerca de su trabajo reciente, sus creencias y sus dudas. Comenzamos conversando acerca de uno de sus últimos libros Los conjurados, donde se refiere a Ginebra como a “una de mis patrias”. Le pregunté por qué decía eso.
—Yo soy, de algún modo, suizo. Pasé mi adolescencia en Ginebra. Nosotros fuimos a Europa en el año 1914. Éramos tan “ignorantes” que no sabíamos que aquél era el año de la Primera Guerra Mundial. Quedamos atrapados en Ginebra; el resto de Europa estaba en guerra. De mi adolescencia ginebrina, todavía me queda un amigo, el doctor Simón Jichlinski. Los suizos son gente muy reservada. Tres amigos que yo tenía eran Simón Jichlinski, Slatkin y Maurice Abramowicz que era poeta y ha muerto.
Usted lo recuerda en Los conjurados.
—Sí. Fue una noche muy linda. La viuda de Abramowicz, María Kodama y yo, estábamos en una taberna griega, escuchando música griega que es tan valerosa; y yo recordé el poema: “Mientras dure esta música, / mereceremos el amor de Helena de Troya. / Mientras dure esta música, / sabremos que Ulises volverá a Itaca”. Y sentí que Maurice no estaba muerto, que nadie realmente muere, porque todos aún proyectan su sombra.
En Los conjuradoscomo en toda su obra, hay una permanente busca de sentido […]; ¿cuál es para usted el sentido de la vida?
—Posiblemente si nos lo explicaran, no lo entenderíamos. Podemos vivir sin comprender qué es el mundo, ni quiénes somos. Lo importante es el instinto ético y el instinto intelectual también, ¿no? El instinto intelectual es el de buscar y saber que uno no va a encontrar nunca. Creo que Lessing dijo que si Dios dijera que en su mano derecha tiene la verdad y en su mano izquierda la investigación de la verdad, Lessing le pediría a Dios que abriera la mano izquierda, es decir que le diera la investigación de la verdad y no la verdad. Desde luego, porque la investigación permite infinitas hipótesis y la verdad es una sola, y no conviene a la inteligencia, pues la inteligencia necesita la curiosidad. En cuanto a un Dios personal, alguna vez traté de creer en él, pero creo que ahora no. Recuerdo, a ese propósito, una frase admirable de Bernard Shaw: God is in the making, Dios está haciéndose.
Aunque usted se presenta como un no creyente, hay en su obra algunas referencias a experiencias místicas. En La escritura del Dios usted dice: “Del incansable laberinto de sueños yo regresé como a mi casa a la dura prisión. Bendije su humedad, bendije su tigre, bendije el agujero de luz, bendije mi viejo cuerpo doliente, bendije la tiniebla y la piedra. Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la divinidad, con el universo”. Parecería que cuando acepta sus circunstancias y las bendice, vuelve a su centro y se produce la iluminación. También en El Aleph, sólo cuando acepta sus circunstancias logra ver el punto en que coincide todo el cosmos.
—Es cierto, es la misma idea. Como no pienso en lo que he escrito, no había reparado en ello. Sin embargo es mejor que sea instintiva y no intelectual, ¿no le parece? Lo importante es lo instintivo en un cuento. Lo que el escritor quiere poner es lo de menos, lo importante es lo que pone a través de sí mismo, o a pesar de sí mismo.
Otra idea que aparece en muchos de sus cuentos es la de la unión de todo lo creado, como cuando en La escritura del Dios, el sacerdote se da cuenta de que él es una de las hebras de la trama total, y que Pedro de Alvarado, que le dio tormento, es otra; o en Los teólogos, en que Aureliano y Juan de Panonia, aunque rivales, eran una sola persona, y en El fin, Martín Fierro y el Negro tienen un mismo destino.
—Es cierto. Pero yo no pienso en lo que he escrito. Pienso en lo que voy a escribir, que es generalmente lo que ya he escrito… levemente disfrazado. Estoy escribiendo un cuento en estos días sobre Segismundo, un personaje de La vida es sueño. Vamos a ver cómo me sale. Voy a releer La vida es sueño antes de escribir el cuento. Se me ocurrió hace algunas noches. Yo me desperté. Serían las cuatro de la mañana y no podía dormir. Y pensé, vamos a utilizar el insomnio, ¿no? Y de golpe recordé esa tragedia de Calderón que habré leído hace cincuenta años. Y me dije: “Aquí hay un cuento posible”. Se parecerá, aunque no demasiado a La vida es sueño. Para que se entienda que es así, va a titularse “Monólogo de Segismundo”. Un monólogo bastante distinto, desde luego. Creo que va a ser un buen cuento. Se lo he contado a María Kodama, ella lo ha aprobado. Hace bastante que no escribo cuentos, pero la fuente es ésa.
¿Cuál fue la fuente de La escritura del Dios?
—Ese cuento es autobiográfico. Yo uní dos experiencias. Viendo al jaguar en el jardín zoológico, se me ocurrió que las manchas del jaguar parecían una escritura, cosa que no sucede con las del leopardo o con las rayas del tigre. Luego, me habían hecho una operación y yo tenía que estar de espaldas, sólo podía mover la cabeza a derecha o izquierda. Entonces uní esas dos ideas, la ocurrencia de que las manchas del jaguar parecieran una escritura y el hecho de que yo estuviera virtualmente preso. Hubiera sido más natural que el protagonista no fuera un sacerdote de no sé qué religión bárbara, sino un hindú o un hebreo, pero el jaguar tenía que ser ubicado en América. Eso me obligó a la pirámide, a los aztecas, porque el jaguar no podía ser usado en otra parte. Aunque Víctor Hugo describe el Circo romano y entre los animales están jaguars enlacés, jaguares enlazados, lo cual es imposible en Roma. Quizá tomaba leopardos por jaguares, o a Víctor Hugo no le importaba ese tipo de equivocaciones, como a Shakespeare tampoco.
¿Considera como los cabalistas que el mundo entero puede estar presente en una palabra? ¿Cómo concibe usted el origen del universo?
—Yo soy fácilmente idealista. Casi toda la gente cuando piensa en la realidad piensa en el espacio, y las cosmogonías empiezan por el espacio. Yo pienso en el tiempo. Pienso que las cosas suceden en el tiempo. Creo que podríamos prescindir del espacio fácilmente, pero no del tiempo. Tengo un poema mío que se llama Cosmogonía. En ese poema yo digo que es absurdo pensar que el universo empieza por el espacio astronómico, que presupone por de pronto, la vista; y la vista viene mucho después. Más natural es pensar que al principio hubo una emoción. Bueno, es lo mismo que decir que en el principio fue el Verbo. Es una variación del mismo tema.
Podríamos relacionar las distintas concepciones acerca del origen del mundo en Grecia, los pitagóricos, los hebreos…
—Curiosamente todos empiezan por el espacio astronómico. Está también la idea del Espíritu, que sería anterior al espacio, desde luego. Pero en general suele pensarse en el espacio. Los hebreos piensan en la creación del mundo a partir de una palabra de Dios. Pero esa palabra tiene que ser anterior al mundo… La solución la dio san Agustín. Mi latín es pobre pero, recuerdo la frase: Non in tempore, sed cum tempore Deus creavit… ordinem mundi. Es decir: “No en el tiempo sino con el tiempo Dios creó al mundo”. Es decir, crear al mundo es crear el tiempo. Si no la gente preguntaría: ¿qué hizo Dios antes de crear el mundo? Pero con esta aclaración se dice que no hubo un antes. Cosa que es inconcebible, desde luego, porque si yo pienso en un instante, pienso en el tiempo anterior a ese instante. Se nos dice que no hubo un tiempo anterior y quedamos contentos con lo inconcebible. ¿Un tiempo infinito? ¿Un tiempo con un principio? Las dos ideas son imposibles. Pensar que el tiempo empezó es imposible. Y pensar que no empezó, es decir, que vamos, como dice Shakespeare: the dark backward on the abysm of time, ¡¿qué raro, no?!, “el oscuro detrás en el abismo del tiempo”, tampoco es posible.
Me gustaría que volviéramos a la idea de la palabra en el origen del mundo. Los hebreos buscan a través de métodos criptográficos y hermenéuticos, la palabra exacta.
—Sí, eso es la Cábala.
Hace poco se dio a conocer […] que las letras que forman la palabra Torah aparecen en todo el Génesis, una por una y en estricto orden, a intervalos regulares de cuarenta y nueve letras, perfectamente integradas en el texto.
—¡Qué raro que la computadora se aplique a la Cábala! Es una cábala, claro. Yo no sabía que estaban haciendo esos estudios. Es lindísimo eso.
— […] ¿Es importante probar que la Escritura es palabra revelada para comenzar a creer en la existencia de Dios, o eso es algo que se siente más allá de las pruebas?
—Yo no puedo creer en la existencia de Dios a pesar de todas las estadísticas del mundo.
¿Por qué?
—No sé. Es una incapacidad mía.
Pero usted dice que en una época creyó.
—No. No en un Dios personal. Buscar la verdad, sí; pero pensar que hay un señor que se llama Dios, o a quien llamamos Dios, no. Es mejor que no exista, si no sería responsable de todo. Este mundo suele ser atroz, además de ser espléndido. Yo ahora me siento más feliz que cuando era joven. Estoy looking forward (esperando el porvenir), aunque no sé qué porvenir me queda, porque a la edad de ochenta y seis años, habrá sin duda mucho más pasado que porvenir.
Cuando dice looking forward, ¿se refiere a seguir creando literariamente?
—Sí. ¡¿Qué otra cosa me queda?! Bueno, no. Me queda la amistad. Me queda de algún modo, el amor… y me queda sobre todo la duda, que es tan preciosa, ¿no? Es el don más precioso.
Si no pensáramos en Dios como un Dios personal, sino como conceptos de Verdad, de Bien, ¿usted lo aceptaría?
—Sí, la Ética. Hay un libro de Stevenson que se llama Lay Morals, es decir Moralidad laica. La idea de una ley moral sin una creencia teológica. Yo creo que todos sabemos cuándo obramos bien o mal. Creo que la Ética es algo indiscutible ¿no? Yo, por ejemplo, habré obrado mal muchas veces, pero cuando obro mal, sé que obro mal. No se trata de las consecuencias. A la larga las consecuencias equilibran, ¿no? Se trata del hecho de obrar bien u obrar mal. Stevenson decía que del mismo modo que un rufián sabe que hay cosas que no se deben hacer, así un tigre, o una hormiga, sienten que hay cosas que no deben hacer. La ley moral penetra todas las cosas. Otra vez la idea de God is in the making.
¿Y en cuanto a la Verdad?
—Yo no sé, sería muy raro que nosotros pudiéramos comprenderla. En un cuento mío, o una especie de cuento, hablo de eso. Yo estaba releyendo la Divina Comedia, y usted recordará que en el Primer Canto, Dante se encuentra con dos o tres animales, y uno de ellos es un leopardo. Luego el editor hace notar que llevaron a Florencia un leopardo en tal fecha, y que Dante habría visto ese leopardo, como todo ciudadano de Florencia, y por eso puso un leopardo en el Primer Canto del Infierno. Entonces, yo imagino que a ese leopardo un sueño le revela que él ha sido creado para que Dante lo vea y lo use en su poema. El leopardo en el sueño entiende eso, pero cuando despierta, naturalmente ¿cómo va a entender que él existe para que un hombre escriba un poema? Y luego yo digo que si a Dante le hubiera sido revelado por qué él ha escrito la Comedia, él podría entenderlo en un sueño, pero al despertar, no. Sería tan complicada la razón, como la otra para el leopardo.
En “El espejo de los enigmas” usted dice, citando a De Quincey, que cada cosa es un secreto espejo de otra. Esa inquietud en busca de sentido está en toda su obra.
—Yo creo que sí. Es una ambición humana bastante común, ¿no? El que todas las cosas tengan explicación, o el pensar que uno pueda comprenderlas.
Tome usted por ejemplo las distintas concepciones acerca del origen del mundo de las que hablábamos hace un rato. Como yo no puedo imaginarme ni un tiempo infinito, ni un principio del tiempo, todo razonamiento es estéril, ya que de cualquier modo es inconcebible. Yo no he llegado a nada. Soy un mero hombre de letras, nada más. No estoy seguro de haber pensado nada en mi vida. Soy un weaver of dreams, un tejedor de sueños.




En diario La Prensa, Buenos Aires, 3 de agosto de 1986

Luego en Textos recobrados (1956-1986)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© Emecé editores
Buenos Aires, 2003

Foto: Borges y Amelia Barili [+]



12/4/16

Jorge Luis Borges: Nota sobre los argentinos








La asidua reverencia que nuestras escuelas dedican a la historia argentina ha servido para borrarla o, mejor dicho, para simplificarla y endurecerla curiosamente. Las invasiones inglesas, la Revolución de 1810, la guerra de la independencia, las otras guerras, la larga sombra de la primera dictadura, las anteriores y ulteriores contiendas civiles y la Conquista del Desierto, han dejado de ser hechos humanos; son las bolillas de un programa o los capítulos de un libro de texto. Los días han decaído en aniversarios o en sesquicentenarios, los hombres que vivieron en próceres, los próceres en calles y en mármoles. Nuestra historia es un frígido museo. No la sentimos o la sentimos de manera elegíaca. Una de las razones es el hecho de que ahora somos otros. Aquel tiempo arriesgado y azaroso ya no es el nuestro; algo, silenciosamente se ha roto.

Hablar del argentino es hablar de un tipo genérico; soy, a la manera inglesa, nominalista y descreo de los tipos genéricos. Aventuraré, sin embargo, alguna observación aproximativa, con la convicción resignada de que centenares y aun miles de objeciones podrán alegarse en su contra.


A partir de los actos que dieron el gobierno a los radicales (es decir, a la mayoría) es notoria la declinación gradual del país. Naturalmente, es imposible precisar una fecha; los relojes no marcan un instante en que el azul se vuelve gris. El nadir lo marcó la dictadura. (Cada cien años, Buenos Aires engendra un dictador que de algún modo siempre es el mismo. Al cabo de un plazo variable, las provincias —conste que soy porteño— tienen que venir a salvarnos. En 1852 fue Entre Ríos; en 1955 Córdoba.) La blandura rayana en complicidad que ahora nos define hizo que la obra de la revolución quedara inconclusa.


Dos rasgos afligentes exhibe el argentino de nuestro tiempo. El primero es la penuria imaginativa. Las ciudades de nuestro territorio son modestos fragmentos de Buenos Aires, desparramados en mitad de la pampa; el arquetipo viene a ser, asimismo, una costosa réplica de París o, esporádicamente, de Nueva York. La facultad imitativa es el complemento o si se prefiere, el reverso de la escasa imaginación.


Más grave que la falta de imaginación es la falta de sentido moral. Un americano, imbuido de tradición protestante, se preguntará en primer término si la acción que le proponen es justa; un argentino, si es lucrativa. Se da, también, una suerte de picardía desinteresada; ante un reglamento, nuestro hombre se pone a conjeturar de qué manera podría burlarlo. Nos cuesta concebir la realidad de las relaciones impersonales. El Estado es impersonal; por consiguiente no debemos tratarlo con exceso de escrúpulos; por consiguiente el contrabando y la coima son operaciones que merecen el respeto y, sin duda, la envidia.


Anoto sin alegría estas reflexiones. También sin ira; dada mi condición de contemporáneo, es inevitable que me parezca de algún modo a quienes denuncio.

Buenos Aires, 23 de octubre de 1968


En Herald Ernest Lewald: Argentina, análisis y autoanálisis
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1969, págs 78/79
Luego incluido en  Textos recobrados 1956-1986 (1997)
Foto: Borges con su gato Beppo, en su departamento
©Carlos Pesce, Siete Días5 de abril de 1978


11/4/16

Jorge Luis Borges: A John Keats (1795-1821)






Desde el principio hasta la joven muerte
la terrible belleza te acechaba
como a los otros la propicia suerte
o la adversa. En las albas te esperaba

de Londres, en las páginas casuales
de un diccionario de mitología,
en las comunes dádivas del día,
en un rostro, una voz, y en los mortales

labios de Fanny Brawne. Oh sucesivo
y arrebatado Keats, que el tiempo ciega,
el alto ruiseñor y la urna griega

serán tu eternidad, oh fugitivo.
Fuiste el fuego. En la pánica memoria
no eres hoy la ceniza. Eres la gloria.




En El oro de los tigres (1972)
Foto: In 2007 Andrew Motion, who was poet laureate
at the time and also a biographer of John Keats (1795–1821),
unveiled a bronze statue of Keats in a quadrangle outside
Guy's Hospital, in Southwark, London
Source


10/4/16

Jorge Luis Borges: Entrevista [Clarín, 10 de junio de 1971]










Jorge Luis Borges sí sabe leer y escribir. Con esta irónica respuesta al absurdo requerimiento de una planilla burocrática que cumplimenta su secretario, comienza la entrevista en la Biblioteca Nacional.

Sabemos que a usted no le gusta hablar de sí mismo, pero ¿se preguntó alguna vez qué piensan los argentinos cuando oyen el nombre, ya tan familiar, de Borges?
Yo diría que son excesivamente generosos cuando piensan en mí.

Los jóvenes en especial, piensan en usted. Algunos lo admiran, otros lo atacan, ¿qué es la juventud, Borges?
Es una etapa de incertidumbre, de ingenuidad y, en general, de desdicha.

Le preguntamos algo más con respecto a los jóvenes argentinos. Hace una pausa –esos silencios tan propios de su conversación-, y dice:
Los veo exactamente igual a los de otros países, aunque quizás son más tímidos acá. He encontrado el diálogo más fácil con los estudiantes de Estados Unidos que de la Argentina.

Su secretario lo interrumpe, nuevamente, para que firme ese formulario en el que la Universidad le pregunta si sabe leer y escribir. Y aunque ya nos había anticipado que no quería hablar de política preguntamos, a modo de introducción:

¿Cree que los jóvenes están demasiado politizados?

Creo que sí, que es casi su única pasión. Cuando yo era joven la política nos interesaba muy poco.

¿Tuvo alguna vez, en su juventud, ideas revolucionarias?
Sí, era como mi padre: anarquista e individualista. Ahora soy conservador, pero no hay mucha diferencia entre ambas cosas…

¿Qué piensa usted del conservadorismo?
Creo que ofrece la ventaja, que no comparten ciertamente los otros partidos, de no fomentar, ni siquiera tolerar, el fanatismo. Todo conservador es una persona tolerante, y un poco escéptica. El comunismo y el nacionalismo fomentan el fanatismo, la intolerancia. Creo, no obstante, que el fanatismo no es un mal congénito del hombre porque hay épocas en que no se ha dado. No hay panaceas para remediarlos, eso depende de cada uno.

Le comentamos que mucha gente entiende que él vive al margen de la realidad, una imagen que es necesario destruir. Con humor particular, acota:
¿En qué otra parte voy a estar? Si viviese en la irrealidad sería muy interesante, pero, hasta 
ahora, no ha sucedido.

Tal vez piensan eso porque usted no quiere dar cierto tipo de opiniones. (Nos interrumpe).
Quiero aclarar eso: quiero decir que mi posición política siempre ha sido clara. He sido adversario del comunismo, del nacionalismo, del antisemitismo y, desde luego, de cierta dictadura de la que prefiero no acordarme. Pero no he permitido que esas opiniones intervengan en mi labor literaria. Eso no quiere decir que las haya ocultado. Las he declarado públicamente, pero cuando escribo un cuento o un poema, estoy pensando en ese cuento o en ese poema. No creo que estoy, como dicen, “encerrado en una torre de marfil”. La creación requiere una amplia libertad, más allá de las opiniones del lector que son, por lo demás, lo más superficial que hay en él.

Sabemos que esta pregunta pueda tal vez, sorprenderlo:
¿Qué es para usted un obrero, cómo lo ve, qué sabe de él?
Con un matiz levemente irónico en su voz, responde:
Sí, he conocido muchos… Creo que la realidad no está compuesta exclusivamente por obreros, sino por todas las clases sociales; por ejemplo, la clase media a la que nunca se la toma en cuenta. Le falta, tal vez, prestigio romántico. La idea de la aristocracia y la idea de lo que se llama pueblo tienen cierto prestigio. La idea de la clase media es escasamente encantadora.     

Pero es una fuerza…
Es la mayor fuerza de nuestro país, que se diferencia de otras naciones de América Latina; es la más importante al fin y al cabo. El pueblo y la aristocracia se parecen, son casi iguales: los mismos prejuicios, el mismo nacionalismo.

Dice no entender por qué la gente cuando se refiere al pueblo, tácitamente evoca a una sola parte de él: la más pobre, la más ignorante.
Aún en el país se piensa que el pueblo es el gaucho. Ya no hay gauchos, pero este detalle no se toma en cuenta.

¿Qué piensa del auge del folklore?
Es una calamidad. Con respecto a su autenticidad, recuerden que tengo algunos antepasados de los que me enorgullezco, y desgraciadamente soy pariente de Rosas… (Puede ponerlo).  

¿Qué es, a su juicio, lo más auténtico, lo más noble del argentino?
La amistad, la pasión de la amistad.

Recordamos, de pronto, que queríamos hacerle otra pregunta un poco particular:

¿Sabe Borges algo de las villas miseria?
No sé por qué existen; yo sé que nada de eso había cuando era joven. Habrán empezado con la dictadura, supongo. Creo que se deben, en parte, al crecimiento industrial. La gente prefiere vivir no en conventillos –que en comparación son hoteles de lujo-, pero sí en villas miserias con tal de vivir en Rosario, Córdoba, Buenos Aires. El campo se está quedando solo; se están perdiendo todas las artes del campo aquí y en el Uruguay. Esa tradición de la cual se habla tanto ha quedado relegada a la televisión o al cinematógrafo.

Recordamos si bien nos adelantó antes de la entrevista que no hablaría de temas como la guerra de Vietnam, ya que la guerra implica en sí algo más vasto y general. A nuestra pregunta, responde:
No creo que la guerra sea necesariamente un mal. La historia argentina es una historia épica, es una historia de guerras.

(Va enumerando todas nuestras luchas con países limítrofes, con invasores extranjeros y, por supuesto, entre nosotros mismos. Luego, prosigue).
Todas esas guerras han sido victoriosas y han sido, en suma, benéficas para el país.

¿Por qué, entonces, las guerras nos parecen tan terribles?
Porque estamos viviéndolas. El presente es siempre atroz. No creo en la edad de oro ni en la “belle époque”. Para quienes tuvieron que vivirla, la “belle époque” no fue una época particularmente feliz. Las personas que vivían en el año 90 no se sentían especialmente felices. Nadie se siente feliz en el presente. La felicidad corresponde más bien al pasado, a la nostalgia, a la esperanza. En otras épocas la gente no tenía conciencia histórica del tiempo en que estaba viviendo. En cambio ahora, estamos pensando constantemente en el momento histórico que vivimos y eso no nos hace ni muy sabios, ni muy felices.

¿Cómo define usted a la situación de nuestro país actualmente?
Creo que es una época de escasa esperanza, de desidia, nadie espera mucho de nada. En 1910, cuando Rubén Darío escribió la “Oda a la Argentina”, creo que sentíamos que éramos una esperanza para el mundo. No creo que nadie sienta eso hoy. Sentimos que todo está un poco desvaído, un poco gris; y si quieren suprimir un poco, podemos suprimir los adverbios…

No sabemos si Borges querrá responder a esto, pero igualmente lo intentamos.

Borges, ¿qué es el Tercer Mundo?
Creo que es una de las diversas calamidades que conocemos ahora. No entiendo qué quiere decir todo eso. Creo que algunos sacerdotes se han dedicado a hacer demagogia.

¿Tendrá algo que ver con una vieja esperanza argentina de que alguien venga a salvarnos?
Tenemos que salvarnos nosotros mismos cumpliendo con nuestro deber. Creo que yo, escribiendo cuentos, dictando clases, dirigiendo la Biblioteca Nacional, lo hago. No puedo ser soldado como mis antepasados. Ni siquiera he muerto en el 74, como mi abuelo…

Ríe apenas, y dice aceptar plenamente su destino literario.
Si me hubiera dedicado a ser buzo, no habría sido uno muy eminente; tropero, tampoco; sargento, tampoco; político, menos que nada.

¿Qué opina de los políticos?
Creo que, en general, con las salvedades necesarias, los hombres que se dedican a esa profesión son los menos interesantes. Y es que una persona que se dedica a hacerse popular, a hacerse retratar, a que voten por él, no puede ser una persona muy compleja.

Volviendo a lo literario, algunos piensan que usted le da demasiada importancia a la literatura anglosajona.
Sí, es probable. Pero al mismo tiempo querría recordarles que también le he dado mucha importancia a la literatura vernácula.

Esa resonancia que tiene lo que usted escribe o dice, ¿le molesta a Borges?
Es muy rara, pero Borges no tiene la culpa. Le halaga y le asombra. Yo no he hecho política literaria, no he fomentado que se hable de mis libros, ni de mí. Pero es algo que ha sucedido y me siento agradecido y hasta atónito.

¿Cree que los argentinos prefieren leer a sus escritores? 
Creo que hay una superstición en eso de leer libros contemporáneos. Schopenhauer decía que “no hay que leer ningún libro que no haya cumplido cien años porque no podemos saber si es bueno o malo”. Claro que al mismo tiempo se quejaba de que no hubiesen leído sus libros, que no habían cumplido cien años…

Eso es, en cierto modo, la posteridad. ¿Cuál cree que puede ser el juicio de la posteridad en su caso?
No me interesa absolutamente nada. Yo espero ser olvidado, definitivamente.


En Clarín literario, 10 de junio de 1971
Foto: Jorge Luis Borges, 1971 
Conferencia en Inglaterra
©Salvador García de la Torre
Revista Gente, Editorial Atlántida
Digitalizado por Mágicas Ruinas

9/4/16

Borges profesor. Clase 13:
Coleridge, James, Macedonio, Shakespeare, Capote








Vida de Samuel Taylor Coleridge
Un cuento de Henry James
Coleridge y Macedonio Fernández
Coleridge y Shakespeare
In Cold Blood, de Truman Capote






Una de las obras más importantes de un escritor —quizá la más importante de todas— es la imagen que deja de sí mismo a la memoria de los hombres, más allá de las páginas escritas por él. Ahora bien, personalmente Wordsworth fue un poeta superior a Samuel Taylor Coleridge, de quien hoy hablaremos. Pero pensar en Wordsworth es pensar en un caballero inglés de la época victoriana, parecido a tantos otros. En cambio, pensar en Coleridge es pensar en un personaje de novela. Todo esto es interesante para el análisis crítico y para la imaginación, y así lo sintió el gran novelista americano Henry James. La vida de Coleridge fue un conjunto de fracasos, de frustraciones, de no cumplidas promesas, de vacilaciones. Hay un cuento de Henry James titulado «La Fundación Coxon»231 que le fue inspirado por la lectura de una de las primeras biografías de Coleridge. El protagonista de ese cuento es un hombre de genio, un conversador de genio, mejor dicho, que pasa la vida en casa de sus amigos. Estos esperan de él una gran obra. Saben que para ejecutar esa obra necesita tiempo y descanso. Y la heroína es una chica a quien la suerte le pone en las manos la elección del candidato para esa fundación, Coxon, dejada por una tía suya, Lady Coxon. Y la muchacha sacrifica la posibilidad de su casamiento, sacrifica toda su vida para que la persona que reciba esa fundación sea el hombre de genio. Éste acepta esa anualidad, que es considerable, y luego el autor nos deja entender —o lo declara, no recuerdo— que el gran hombre no escribe nada, apenas deja algunos borradores. Y lo mismo podríamos decir de Samuel Taylor Coleridge: fue el centro de un círculo brillante, el de los, llamados «poetas laquistas», porque vivían en las inmediaciones de los lagos. Fue amigo de Wordsworth, maestro de De Quincey. Fue amigo del poeta Robert Southey,232 que ha dejado entre sus muchas obras un poema llamado «A tale of Paraguay», «Un cuento del Paraguay», basado en los textos del jesuita Dobrizhoffer,233 que fue misionero en el Paraguay. En este grupo se consideraba a Coleridge como maestro, se juzgaban personalmente inferiores a él. Sin embargo, la obra de Coleridge, que abarca muchos volúmenes, consta en realidad de unos pocos poemas —poemas inolvidables, eso sí—y de algunas páginas en prosa. Algunas están en la Biographia Literaria,234 otras pertenecen a las conferencias que dictó sobre Shakespeare. Veamos en primer término la vida de Coleridge, y luego entraremos en el examen de su obra, no pocas veces inintelegible, tediosa, plagiada también.

Coleridge nace en el año 1772, es decir dos años después del nacimiento de Wordsworth, que corresponde, según saben ustedes, al año 1770, muy fácilmente recordable. Digo esto ya que estamos en vísperas de examen. Y Coleridge muere el año 1834. Su padre es un pastor protestante del sur de Inglaterra. El reverendo Coleridge fue pastor de un pueblo de campo, e impresionaba mucho a sus oyentes porque solía intercalar en sus sermones lo que llamaba «the inmediate tongue to the Holy Ghost», La lengua inmediata al Espíritu Santo. Es decir, largos pasajes en hebreo que sus rústicos feligreses no comprendían, pero que veneraban más por eso mismo. Cuando murió el padre de Coleridge, sus feligreses sintieron algún desprecio por su sucesor, porque éste no intercalaba pasajes inintelegibles en el idioma inmediato del Espíritu Santo.

Coleridge se educó en Christ Church, donde fue condiscípulo de Charles Lamb,235 que ha dejado una suerte de retrato escrito de él. Luego se educó en la Universidad de Cambridge, donde conoció a Southey, con quien planeó una colonia socialista en una región remota y peligrosa de los Estados Unidos. Y luego, por una razón que nunca se ha explicado del todo, pero que es uno de esos misterios que son parte de la vida de Coleridge, Coleridge se alistó en un regimiento de dragones. «Yo —diría Coleridge después—, el menos ecuestre de los hombres.» No aprendió nunca a andar a caballo. Al cabo de dos meses, uno de los oficiales lo encontró escribiendo versos griegos en una de las paredes del cuartel, versos en los que él expresaba su desesperación ante ese imposible destino de jinete que él había inexplicablemente elegido. El oficial conversó con él, consiguió que lo dieran de baja, y Coleridge regresó a Cambridge y planeó poco después la fundación de un periódico que aparecería todas las semanas. Coleridge recorrió Inglaterra buscando suscriptores para esa publicación. El mismo nos cuenta que llegó a Bristol, que conversó con un caballero, que este caballero le preguntó si había leído el diario, y él le contestó que no creía que entre los deberes de un cristiano estuviera el de leer diarios, lo que causó alguna hilaridad, porque todos sabían que el propósito de su viaje a Bristol era el de conseguir suscriptores para su periódico. Coleridge, luego que lo invitaron a una conversación y le ofrecieron trabajo, tomó la extraña precaución de llenar la pipa con sal hasta la mitad y la otra mitad con tabaco. Pero a pesar de eso no estaba acostumbrado a fumar y se enfermó. Aquí tenemos uno de los episodios inexplicables en la vida de Coleridge, la ejecución de actos absurdos.

Finalmente el periódico se publicó. Se llamaba The Watchman, algo así como «el sereno» o «el vigilante», y constó en realidad de una serie de sermones, más que noticias, y murió al cabo de un año. Coleridge colaboró además con Southey en un drama, The Fall of Robespierre, «La caída de Robespierre»,236 en otro sobre Juana de Arco, a la que hace hablar, por ejemplo, sobre Leviatán, sobre magnetismo, temas que sin duda no figuraron en las conversaciones de la santa, y mientras tanto puede decirse que no hizo otra cosa que conversar. Y escribió algunos poemas que ya examinaremos más adelante, que se titulan «El viejo marinero», «The Ancient Mariner»... Otro se titula «Christabel», y otro «Kubla Khan», el nombre de aquel emperador de la China que protegió a Marco Polo.

La conversación de Coleridge era una conversación muy curiosa. Dice De Quincey, que fue su discípulo y admirador, que cada vez que Coleridge conversaba era como si trazara en el aire un círculo. Es decir, iba apartándose del tema inicial y luego volvía a él, pero muy lentamente. La conversación de Coleridge podía durar dos o tres horas. Al cabo se descubría que, describiendo un círculo, había vuelto al punto de partida. Pero generalmente los interlocutores habían durado menos en la conversación y se habían ido. De modo que la impresión que llevaban era la de una serie de digresiones inexplicables.

Sus amigos pensaron que una buena salida para el genio de Coleridge serían las conferencias. Efectivamente, se anunciaban las conferencias, había mucha gente que se suscribía para esa serie de conferencias. Generalmente cuando llegaba la fecha indicada Coleridge no aparecía, y cuando aparecía hablaba de cualquier tema menos el tema prometido. Y hubo algunas veces en que habló de todo, y aun del tema de la conferencia. Pero estas ocasiones fueron raras.

Coleridge se casó bastante joven. Se cuenta que visitaba una casa en la que había tres hermanas. El estaba enamorado de la segunda, pero pensó que si la segunda se casaba antes que la primera, él pensó —según le dijo a De Quincey— que esto podía herir el orgullo sexual de la primera. Y entonces, por delicadeza, se casó con la primera, de la que no estaba enamorado. Y no es demasiado sorprendente saber que este matrimonio fracasó. Coleridge se desentendió de su mujer y de sus hijos, y vivió después en casa de sus amigos. Sus amigos se consideraban honrados con estas visitas de Coleridge, honrados. Al principio se suponía que estas visitas durarían una semana, luego duraban un mes, y en algunos casos llegaron a durar años. Y Coleridge aceptaba esta hospitalidad con, no ingratitud, sino con una especie de distracción, porque Coleridge fue el más distraído de los hombres.

Coleridge viajó a Alemania, y se dio cuenta de que no había visto nunca el mar, a pesar de que lo había descrito admirablemente, inolvidablemente, en su poema «The Ancient Mariner». Pero el mar no lo impresionó. El mar de su imaginación era más vasto que el mar de la realidad. Luego, otro rasgo de Coleridge era el de anunciar obras ambiciosas: Historia de la filosofía, Historia de la literatura inglesa, Historia de la literatura alemana. Y él escribía a sus amigos —que sabían que él mentía, y él sabía que ellos sabían también— que tal o cual obra estaba muy adelantada. Y sin embargo no había escrito una línea.

Entre las obras que ejecutó figura una traducción de la trilogía Wallenstein, de Schiller,237 que según algunos jueces, algunos alemanes entre ellos, es superior al original. Uno de los temas que más han preocupado a la crítica es el de los plagios de Coleridge. En su Biographia Literaria, éste anuncia, por ejemplo, que va a dedicar el próximo capítulo a explicar la diferencia que existe entre la razón y el entendimiento, o entre la fantasía y la imaginación. Y luego el capítulo en el cual él traza esa diferencia importante resulta ser una traducción de Schelling238 o de Kant, a quienes él admiraba. Se ha dicho que Coleridge se había comprometido con la imprenta a entregar un capítulo, y que entregó un capítulo plagiado.239 Ahora, lo más posible es que Coleridge se hubiera olvidado de que lo había traducido. Coleridge vivió una vida, digamos, casi puramente intelectual. El pensamiento le interesaba más que la escritura del pensamiento. Yo tuve un amigo más o menos famoso, Macedonio Fernández, a quien le pasaba lo mismo. Recuerdo que Macedonio Fernández vivía mudándose de una pensión a otra, y que cada vez que se mudaba dejaba en el cajón una serie de manuscritos. Yo le dije que por qué perdía así lo que había escrito, y Macedonio Fernández me contestaba: «Pero, ¿vos creés que somos lo bastante ricos como para perder algo? Lo que se me ocurrió una vez volverá a ocurrírseme, de manera que no pierdo nada». Quizá Coleridge pensaba lo mismo. Hay un artículo de Walter Pater,240 uno de los prosistas más famosos de la literatura inglesa, que dice que Coleridge por lo que pensó, por lo que soñó, por lo que ejecutó y, más aún, por lo que dejó de ejecutar —«for what he failed to do»—, representa el arquetipo, casi podríamos decir, del hombre romántico. Más que Werther, más que Chateaubriand, más que ningún otro. Y la verdad es ésa, que hay algo en Coleridge que parece colmar la imaginación. Es la misma vida, que es de demoras, de promesas no cumplidas, de conversación brillante. Todo esto corresponde a un tipo humano.

Lo curioso es que la conversación de Coleridge ha sido recogida, como fue recogida la conversación de Johnson, pero cuando leemos las páginas de Boswell, esas páginas llenas de epigramas, de frases breves y agudas, comprendemos por qué Johnson fue tan admirado como conversador. En cambio, los volúmenes de Table Talk, de conversaciones de sobremesa de Coleridge, son raras veces admirables. Abundan en trivialidades también. Pero quizás en una conversación, más importante que lo que se dice es lo que el interlocutor siente como existiendo detrás de las palabras pronunciadas. Y sin duda había en la conversación de Coleridge una especie de magia que no estaba en las palabras sino en lo que las palabras dejaban adivinar, en lo que se traslucía detrás de esas palabras.

Además, hay desde luego pasajes admirables en la prosa de Coleridge. Hay por ejemplo una teoría de los sueños. Decía Coleridge que en los sueños estamos pensando, salvo que no pensamos por medio de razonamientos, sino por medio de imágenes. Coleridge sufrió de pesadillas, y le llamó la atención el hecho de que, aunque una pesadilla sea espantosa, a los pocos minutos de haber despertado, el horror de la pesadilla ha desaparecido. Y lo explicaba así: decía que en realidad —en la vigilia, quiero decir, porque las pesadillas para quien las sueña son reales—, en la vigilia un hombre ha podido enloquecerse por un fantasma falso, por el simulacro de un fantasma ejecutado por obra de una broma. En cambio, tenemos sueños horribles y cuando nos despertamos, aunque nos despertemos temblando, nos dejan tranquilos al cabo de unos cinco o diez minutos. Y Coleridge lo explicaba así: Coleridge decía que nuestros sueños, aun los más vívidos, las pesadillas, corresponden a operaciones intelectuales. Es decir, un hombre está durmiendo, siente una opresión en el pecho y entonces, para explicarse esa opresión, sueña que se ha acostado un león sobre él. Luego, el horror de esa imagen lo despierta, pero todo esto ha correspondido a una operación intelectual. Así explicaba Coleridge las pesadillas, son razonamientos imperfectos, atroces, pero son obra de la imaginación, es decir, son operaciones intelectuales, y por eso no dejan mayor huella en nosotros.

Y esto de los sueños es muy importante tratándose de Coleridge. En la clase pasada referí un sueño de Wordsworth. En la próxima hablaré del poema más famoso de Coleridge, «Kubla Khan», basado en un sueño. Y esto nos recordará el caso del primer poeta de Inglaterra, Caedmon, que soñó un ángel que lo obliga a componer un poema sobre los primeros versículos del Génesis, sobre la fundación del mundo.

Luego, Coleridge es uno de los primeros que en Inglaterra respaldan el culto de Shakespeare. Dice George Moore, un escritor irlandés de principios de este siglo, que si en Inglaterra cesara el culto de Jehová, sería reemplazado inmediatamente por el culto de Shakespeare. Y uno de quienes instauraron ese culto, junto con algunos pensadores alemanes, fue Coleridge. Y hablando de pensadores alemanes, el pensamiento de los filósofos alemanes era casi desconocido en Inglaterra. Inglaterra, a principios del siglo XIX, había olvidado casi del todo su origen sajón. Y Coleridge estudió alemán, como lo estudiaría Carlyle, y recordó a los ingleses su vinculación con Alemania y con las naciones escandinavas. Esto había sido olvidado en Inglaterra. Pero luego llegaron las Guerras Napoleónicas, los ingleses y los prusianos fueron hermanos de armas en la victoria de Waterloo contra Napoleón, y los ingleses sintieron esa antigua y olvidada fraternidad. Y los alemanes, por obra de Shakespeare, la sintieron también.

Entre las muchas páginas manuscritas que ha dejado Coleridge, hay muchas páginas escritas en alemán. Él vivió en Alemania también. En cambio, no logró nunca aprender el francés, a pesar de que más de la mitad del vocabulario inglés, casi las dos terceras partes, consta de palabras francesas. Y esas palabras son las que corresponden al intelecto, al pensamiento. Se cuenta que a Coleridge le pusieron en una mano un libro en francés y en la otra su traducción al inglés. Coleridge leyó la traducción inglesa y luego se volvió al texto francés y no pudo comprenderlo. Es decir, hubo una afinidad entre Coleridge y el pensamiento alemán, al tiempo que él se sentía muy lejos del pensamiento francés. Coleridge dedicó parte de su vida a una reconciliación quizás imposible entre las doctrinas de la iglesia anglicana, «the Church of England», y la filosofía idealista de Kant, a quien veneraba. Es raro que a Coleridge le haya interesado más Kant que Berkeley,241 ya que en el idealismo de Berkeley hubiera podido encontrar más fácilmente eso que él buscaba.

Y ahora llegamos al pensamiento de Coleridge sobre Shakespeare. Coleridge había estudiado la filosofía de Spinoza. Ustedes recordarán que esa filosofía está basada en el panteísmo, es decir, en la idea de que sólo existe un ser real en el Universo, y ese ser es Dios. Nosotros somos atributos de Dios, adjetivos de Dios, momentos de Dios, pero no existimos realmente. Sólo existe Dios. Hay un verso de Amado Nervo.242 En ese verso está expresada esta idea: «Dios sí existe. Nosotros somos los que no existimos». Y Coleridge hubiera estado plenamente de acuerdo con este verso de Amado Nervo. En la filosofía de Spinoza, como en la filosofía de Escoto Erígena, se habla de la naturaleza creadora y de la naturaleza ya creada, natura naturans y natura naturata. Y es sabido que Spinoza, para hablar de Dios, usa una palabra como sinónima de Dios: Deus sive natura, «Dios o la naturaleza», como si ambas palabras significaran la misma cosa. Salvo que Deus es la natura naturans, la fuerza, el ímpetu de la naturaleza —the Life Force, diría Bernard Shaw—. Y esto lo aplica Coleridge a Shakespeare. Dice que Shakespeare fue como el Dios de Spinoza, una sustancia infinita capaz de asumir todas las formas. Y así, según Coleridge, Shakespeare se basó en la observación para la creación de su vasta obra. Shakespeare sacó todo de sí.243

En estos últimos años hemos tenido el caso de un novelista americano, Truman Capote, que supo que se había cometido un horrible asesinato en un estado mediterráneo de Estados Unidos. Habían entrado dos ladrones en casa de un señor para robarlo —se trataba del hombre más rico del pueblo—. Estos dos ladrones entraron en su casa, mataron al padre, a la mujer y a una hija suya.244 El menor de los asesinos, de los ladrones, quiso ultrajar a la hija del señor, pero el otro le hizo observar que ellos no podían dejar testigos con vida, y además que le parecía inmoral ultrajar a una mujer, y que tenían que atenerse a su plan primitivo, que era el de matar a todos los testigos posibles. Luego, mataron a balazos a los tres,245 fueron detenidos. Truman Capote, que hasta entonces había escrito páginas de prosa muy cuidadas —a la manera de Virginia Woolf, digamos—, se trasladó a ese pueblo perdido, obtuvo permiso para visitar periódicamente a los procesados, y para que éstos se hicieran amigos de él les contó hechos bochornosos de su propia vida. El proceso, gracias a la habilidad de los abogados, duró un par de años. El escritor visitaba continuamente a los asesinos, les llevaba cigarrillos, se hizo amigo de ellos. Estuvo con ellos cuando los ejecutaron, volvió en seguida a su hotel y estuvo toda la noche llorando. Antes él había ejercitado su memoria en tomar notas, porque sabía que cuando a una persona le preguntan algo tiende a contestar de manera brillante, y él no quería eso, quería saber la verdad. Y luego publicó un libro, In Cold Blood, «A Sangre Fría», que ha sido traducido a muchos idiomas. Ahora bien, todo esto le hubiera parecido absurdo a Coleridge, y al Shakespeare de Coleridge. Coleridge se imaginaba a Shakespeare como una sustancia infinita semejante al Dios de Spinoza. Es decir, Coleridge pensó que Shakespeare no había observado a los hombres, que no había condescendido a esa baja tarea de espionaje, o de periodismo. Shakespeare había pensado qué es un asesino, cómo un hombre puede llegar a ser un asesino, y así se imaginó a Macbeth. Y así como se imaginó a Macbeth, se imaginó a Lady Macbeth, a Duncan, a las tres brujas, a las tres Parcas. Se había imaginado a Romeo, a Julieta, a Julio César, al Rey Lear, a Desdémona, al espectro de Banquo, a Hamlet, al espectro del padre de Hamlet, a Ofelia, a Polonio, a Rosencrantz, a Guildenstern, a todos ellos. Es decir, Shakespeare había sido cada uno de los personajes de su obra, aun los más efímeros. Y entre tantas personas, había sido también el actor, empresario y prestamista William Shakespeare. Recuerdo que Frank Harris proyectó y completó una biografía de Bernard Shaw, y le escribió a Shaw una carta pidiéndole datos sobre su vida íntima. Y Shaw le contestó que casi no tenía vida íntima, que él, como Shakespeare, era todas las cosas y todos los hombres. Y al mismo tiempo agregó: «Soy nada y soy nadie», «I have been all things and all men, and at the same time I’m nobody, I’m nothing».

Tenemos pues a Shakespeare equiparado a Dios por Coleridge, y Coleridge en una carta a uno de sus amigos confiesa que hay escenas en la obra de Shakespeare que le parecen injustificables. Por ejemplo, le parece injustificable que en la tragedia King Lear le arranquen los ojos en el escenario a uno de los personajes. Pero agrega piadosamente, quizá con más piedad que convicción: «Yo muchas veces he querido encontrar errores en Shakespeare, y después he visto que en Shakespeare no hay errores, he visto que siempre tenía razón». Es decir, Coleridge fue un teólogo de Shakespeare, como los teólogos lo son de Dios, y como lo sería después Víctor Hugo. Víctor Hugo cita algunas groserías, cita errores de Shakespeare, cita distracciones de Shakespeare, y luego las justifica diciendo majestuosamente: «Shakespeare está sujeto a ausencias en lo infinito». Y agrega después: «Tratándose de Shakespeare, admito todo como un animal». Y dice Groussac que este mismo exceso prueba la insinceridad de Hugo. No sabemos si esta insinceridad existió algunas veces en Coleridge o si él se la impuso.

Hoy hemos visto algo de la prosa de Coleridge. En la próxima clase examinaremos, no todos los poemas de Coleridge, pero sí —examinarlos todos sería imposible— sí los tres más importantes, los que corresponden, según un reciente crítico suyo, al Infierno, al Purgatorio, al Paraíso.


Viernes 18 de noviembre de 1966




Notas



231 Este cuento, cuyo título original es «The Coxon Fund», apareció en la revista The Yellow Book en julio de 1894 y por primera vez en forma de libro en Terminations, publicado en Londres por Heinemann y en New York por la casa Harper, en 1895.
232 Robert Southey, poeta e historiador inglés (1774-1843).
233 Martino Dobrizhoffer, jesuita austríaco (1717-1791). Fue pastor de los abipones, tribu del norte de la zona guaranítica, y compañero del padre Florian Baucke o Paucke a mediados del siglo XVIII. La versión original de su libro está escrita en latín y consta de tres tomos. Se titula Historia de Abiponibus equestri, bellicosaque Paraquariae natione, copiosis barbararum gentium. Fue publicado en Viena por Joseph Nob. de Kurzbek en 1784 y traducida primero al alemán, en ese mismo año, y luego al inglés, en 1822. Existe un ejemplar del original en latín en la Sala del Tesoro de la Biblioteca Nacional de Argentina.
234 Biographia Literaria, publicada originariamente en 1817.
235 Charles Lamb, literato inglés (1775-1834).
236 The Fall of Robespierre fue publicada por primera vez en 1794.
237 Friedrich von Schiller, historiador, poeta y dramaturgo alemán (1759-1805).
238 Friedrich W. J. von Schelling, filósofo alemán (1775-1854).
239 Según John Spencer Hill, «En la Biographia entera... encontramos claros indicios de una composición apresurada; pero en ninguna otra parte resulta este hecho más evidente que en los capítulos 12 y 13, que fueron los últimos en ser escritos, en septiembre de 1815. Como se ha sabido ya por largo tiempo, el capítulo 12 de la Biographia consiste en su mayoría en párrafos traducidos, algunos de ellos copiados literalmente y ninguno de ellos atribuidos a su autor, de las obras de F.W.J. Schelling tituladas Abhandlungen zur Erláuterung des Idealismus der Wissenschañslehrey System des transcendentalen Idealismus. El capítulo 12 no es la única parte, ni Schelling el único filósofo alemán que Coleridge plagió en su Biographia Literaria, pero el hecho es que la mayoría de los plagios aparecen en este capítulo, que Coleridge debió escribir con el libro de Schelling abierto ante sus ojos. Resulta obvio que el apuro en terminar la obra no basta para justificar esta conducta (...) pero sí explica hasta cierto punto por qué los plagios son tan largos y frecuentes en esa parte del libro». A Coleridge Companion, pág. 218.
240 Walter Horatio Pater, crítico y ensayista inglés (1839-1894). Estudió en el King’s School de Canterbury y en la Universidad de Oxford, donde luego trabajó y enseñó. Entre sus obras: Studies in the History of the Renaissance (1873), Imaginary Portraits (1887), Platon and Platonism (1893), Miscellaneous Studies (1895) y la novela Marius the Epicurean (1885).
241 George Berkeley, filósofo y prelado irlandés (1685-1753).
242 Amado Nervo, poeta mexicano (1870-1919).
243 En el capítulo XV de su Biographia Literaria, Coleridge afirma que «Shakespeare no fue un mero hijo de la naturaleza, ni un autómata del genio, ni un vehículo pasivo de inspiración poseído por el espíritu, ni poseyéndolo; primero estudió pacientemente, meditó en forma profunda, comprendió de manera minuciosa, hasta que el conocimiento, habiéndose vuelto en él habitual e intuitivo, se unió a sus sentimientos habituales y dio al fin a luz a aquel poder estupendo (...) Shakespeare atrae todas las formas y cosas hacia sí, hacia la unidad de su propio ideal (...) [Shakespeare] se convierte en todas las cosas, sin dejar de ser jamás él mismo».
244 Y también a un hijo, que Borges no recuerda.
245 Se entiende, a los cuatro.


En Borges profesor
Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires
Edición, investigación y notas: Martín Arias & Martín Hadis
Buenos Aires © María Kodama, 2000

Foto: Borges en Mexico, por Rogelio Cuéllar


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