10/4/16

Jorge Luis Borges: Entrevista [Clarín, 10 de junio de 1971]










Jorge Luis Borges sí sabe leer y escribir. Con esta irónica respuesta al absurdo requerimiento de una planilla burocrática que cumplimenta su secretario, comienza la entrevista en la Biblioteca Nacional.

Sabemos que a usted no le gusta hablar de sí mismo, pero ¿se preguntó alguna vez qué piensan los argentinos cuando oyen el nombre, ya tan familiar, de Borges?
Yo diría que son excesivamente generosos cuando piensan en mí.

Los jóvenes en especial, piensan en usted. Algunos lo admiran, otros lo atacan, ¿qué es la juventud, Borges?
Es una etapa de incertidumbre, de ingenuidad y, en general, de desdicha.

Le preguntamos algo más con respecto a los jóvenes argentinos. Hace una pausa –esos silencios tan propios de su conversación-, y dice:
Los veo exactamente igual a los de otros países, aunque quizás son más tímidos acá. He encontrado el diálogo más fácil con los estudiantes de Estados Unidos que de la Argentina.

Su secretario lo interrumpe, nuevamente, para que firme ese formulario en el que la Universidad le pregunta si sabe leer y escribir. Y aunque ya nos había anticipado que no quería hablar de política preguntamos, a modo de introducción:

¿Cree que los jóvenes están demasiado politizados?

Creo que sí, que es casi su única pasión. Cuando yo era joven la política nos interesaba muy poco.

¿Tuvo alguna vez, en su juventud, ideas revolucionarias?
Sí, era como mi padre: anarquista e individualista. Ahora soy conservador, pero no hay mucha diferencia entre ambas cosas…

¿Qué piensa usted del conservadorismo?
Creo que ofrece la ventaja, que no comparten ciertamente los otros partidos, de no fomentar, ni siquiera tolerar, el fanatismo. Todo conservador es una persona tolerante, y un poco escéptica. El comunismo y el nacionalismo fomentan el fanatismo, la intolerancia. Creo, no obstante, que el fanatismo no es un mal congénito del hombre porque hay épocas en que no se ha dado. No hay panaceas para remediarlos, eso depende de cada uno.

Le comentamos que mucha gente entiende que él vive al margen de la realidad, una imagen que es necesario destruir. Con humor particular, acota:
¿En qué otra parte voy a estar? Si viviese en la irrealidad sería muy interesante, pero, hasta 
ahora, no ha sucedido.

Tal vez piensan eso porque usted no quiere dar cierto tipo de opiniones. (Nos interrumpe).
Quiero aclarar eso: quiero decir que mi posición política siempre ha sido clara. He sido adversario del comunismo, del nacionalismo, del antisemitismo y, desde luego, de cierta dictadura de la que prefiero no acordarme. Pero no he permitido que esas opiniones intervengan en mi labor literaria. Eso no quiere decir que las haya ocultado. Las he declarado públicamente, pero cuando escribo un cuento o un poema, estoy pensando en ese cuento o en ese poema. No creo que estoy, como dicen, “encerrado en una torre de marfil”. La creación requiere una amplia libertad, más allá de las opiniones del lector que son, por lo demás, lo más superficial que hay en él.

Sabemos que esta pregunta pueda tal vez, sorprenderlo:
¿Qué es para usted un obrero, cómo lo ve, qué sabe de él?
Con un matiz levemente irónico en su voz, responde:
Sí, he conocido muchos… Creo que la realidad no está compuesta exclusivamente por obreros, sino por todas las clases sociales; por ejemplo, la clase media a la que nunca se la toma en cuenta. Le falta, tal vez, prestigio romántico. La idea de la aristocracia y la idea de lo que se llama pueblo tienen cierto prestigio. La idea de la clase media es escasamente encantadora.     

Pero es una fuerza…
Es la mayor fuerza de nuestro país, que se diferencia de otras naciones de América Latina; es la más importante al fin y al cabo. El pueblo y la aristocracia se parecen, son casi iguales: los mismos prejuicios, el mismo nacionalismo.

Dice no entender por qué la gente cuando se refiere al pueblo, tácitamente evoca a una sola parte de él: la más pobre, la más ignorante.
Aún en el país se piensa que el pueblo es el gaucho. Ya no hay gauchos, pero este detalle no se toma en cuenta.

¿Qué piensa del auge del folklore?
Es una calamidad. Con respecto a su autenticidad, recuerden que tengo algunos antepasados de los que me enorgullezco, y desgraciadamente soy pariente de Rosas… (Puede ponerlo).  

¿Qué es, a su juicio, lo más auténtico, lo más noble del argentino?
La amistad, la pasión de la amistad.

Recordamos, de pronto, que queríamos hacerle otra pregunta un poco particular:

¿Sabe Borges algo de las villas miseria?
No sé por qué existen; yo sé que nada de eso había cuando era joven. Habrán empezado con la dictadura, supongo. Creo que se deben, en parte, al crecimiento industrial. La gente prefiere vivir no en conventillos –que en comparación son hoteles de lujo-, pero sí en villas miserias con tal de vivir en Rosario, Córdoba, Buenos Aires. El campo se está quedando solo; se están perdiendo todas las artes del campo aquí y en el Uruguay. Esa tradición de la cual se habla tanto ha quedado relegada a la televisión o al cinematógrafo.

Recordamos si bien nos adelantó antes de la entrevista que no hablaría de temas como la guerra de Vietnam, ya que la guerra implica en sí algo más vasto y general. A nuestra pregunta, responde:
No creo que la guerra sea necesariamente un mal. La historia argentina es una historia épica, es una historia de guerras.

(Va enumerando todas nuestras luchas con países limítrofes, con invasores extranjeros y, por supuesto, entre nosotros mismos. Luego, prosigue).
Todas esas guerras han sido victoriosas y han sido, en suma, benéficas para el país.

¿Por qué, entonces, las guerras nos parecen tan terribles?
Porque estamos viviéndolas. El presente es siempre atroz. No creo en la edad de oro ni en la “belle époque”. Para quienes tuvieron que vivirla, la “belle époque” no fue una época particularmente feliz. Las personas que vivían en el año 90 no se sentían especialmente felices. Nadie se siente feliz en el presente. La felicidad corresponde más bien al pasado, a la nostalgia, a la esperanza. En otras épocas la gente no tenía conciencia histórica del tiempo en que estaba viviendo. En cambio ahora, estamos pensando constantemente en el momento histórico que vivimos y eso no nos hace ni muy sabios, ni muy felices.

¿Cómo define usted a la situación de nuestro país actualmente?
Creo que es una época de escasa esperanza, de desidia, nadie espera mucho de nada. En 1910, cuando Rubén Darío escribió la “Oda a la Argentina”, creo que sentíamos que éramos una esperanza para el mundo. No creo que nadie sienta eso hoy. Sentimos que todo está un poco desvaído, un poco gris; y si quieren suprimir un poco, podemos suprimir los adverbios…

No sabemos si Borges querrá responder a esto, pero igualmente lo intentamos.

Borges, ¿qué es el Tercer Mundo?
Creo que es una de las diversas calamidades que conocemos ahora. No entiendo qué quiere decir todo eso. Creo que algunos sacerdotes se han dedicado a hacer demagogia.

¿Tendrá algo que ver con una vieja esperanza argentina de que alguien venga a salvarnos?
Tenemos que salvarnos nosotros mismos cumpliendo con nuestro deber. Creo que yo, escribiendo cuentos, dictando clases, dirigiendo la Biblioteca Nacional, lo hago. No puedo ser soldado como mis antepasados. Ni siquiera he muerto en el 74, como mi abuelo…

Ríe apenas, y dice aceptar plenamente su destino literario.
Si me hubiera dedicado a ser buzo, no habría sido uno muy eminente; tropero, tampoco; sargento, tampoco; político, menos que nada.

¿Qué opina de los políticos?
Creo que, en general, con las salvedades necesarias, los hombres que se dedican a esa profesión son los menos interesantes. Y es que una persona que se dedica a hacerse popular, a hacerse retratar, a que voten por él, no puede ser una persona muy compleja.

Volviendo a lo literario, algunos piensan que usted le da demasiada importancia a la literatura anglosajona.
Sí, es probable. Pero al mismo tiempo querría recordarles que también le he dado mucha importancia a la literatura vernácula.

Esa resonancia que tiene lo que usted escribe o dice, ¿le molesta a Borges?
Es muy rara, pero Borges no tiene la culpa. Le halaga y le asombra. Yo no he hecho política literaria, no he fomentado que se hable de mis libros, ni de mí. Pero es algo que ha sucedido y me siento agradecido y hasta atónito.

¿Cree que los argentinos prefieren leer a sus escritores? 
Creo que hay una superstición en eso de leer libros contemporáneos. Schopenhauer decía que “no hay que leer ningún libro que no haya cumplido cien años porque no podemos saber si es bueno o malo”. Claro que al mismo tiempo se quejaba de que no hubiesen leído sus libros, que no habían cumplido cien años…

Eso es, en cierto modo, la posteridad. ¿Cuál cree que puede ser el juicio de la posteridad en su caso?
No me interesa absolutamente nada. Yo espero ser olvidado, definitivamente.


En Clarín literario, 10 de junio de 1971
Foto: Jorge Luis Borges, 1971 
Conferencia en Inglaterra
©Salvador García de la Torre
Revista Gente, Editorial Atlántida
Digitalizado por Mágicas Ruinas

9/4/16

Borges profesor. Clase 13:
Coleridge, James, Macedonio, Shakespeare, Capote








Vida de Samuel Taylor Coleridge
Un cuento de Henry James
Coleridge y Macedonio Fernández
Coleridge y Shakespeare
In Cold Blood, de Truman Capote






Una de las obras más importantes de un escritor —quizá la más importante de todas— es la imagen que deja de sí mismo a la memoria de los hombres, más allá de las páginas escritas por él. Ahora bien, personalmente Wordsworth fue un poeta superior a Samuel Taylor Coleridge, de quien hoy hablaremos. Pero pensar en Wordsworth es pensar en un caballero inglés de la época victoriana, parecido a tantos otros. En cambio, pensar en Coleridge es pensar en un personaje de novela. Todo esto es interesante para el análisis crítico y para la imaginación, y así lo sintió el gran novelista americano Henry James. La vida de Coleridge fue un conjunto de fracasos, de frustraciones, de no cumplidas promesas, de vacilaciones. Hay un cuento de Henry James titulado «La Fundación Coxon»231 que le fue inspirado por la lectura de una de las primeras biografías de Coleridge. El protagonista de ese cuento es un hombre de genio, un conversador de genio, mejor dicho, que pasa la vida en casa de sus amigos. Estos esperan de él una gran obra. Saben que para ejecutar esa obra necesita tiempo y descanso. Y la heroína es una chica a quien la suerte le pone en las manos la elección del candidato para esa fundación, Coxon, dejada por una tía suya, Lady Coxon. Y la muchacha sacrifica la posibilidad de su casamiento, sacrifica toda su vida para que la persona que reciba esa fundación sea el hombre de genio. Éste acepta esa anualidad, que es considerable, y luego el autor nos deja entender —o lo declara, no recuerdo— que el gran hombre no escribe nada, apenas deja algunos borradores. Y lo mismo podríamos decir de Samuel Taylor Coleridge: fue el centro de un círculo brillante, el de los, llamados «poetas laquistas», porque vivían en las inmediaciones de los lagos. Fue amigo de Wordsworth, maestro de De Quincey. Fue amigo del poeta Robert Southey,232 que ha dejado entre sus muchas obras un poema llamado «A tale of Paraguay», «Un cuento del Paraguay», basado en los textos del jesuita Dobrizhoffer,233 que fue misionero en el Paraguay. En este grupo se consideraba a Coleridge como maestro, se juzgaban personalmente inferiores a él. Sin embargo, la obra de Coleridge, que abarca muchos volúmenes, consta en realidad de unos pocos poemas —poemas inolvidables, eso sí—y de algunas páginas en prosa. Algunas están en la Biographia Literaria,234 otras pertenecen a las conferencias que dictó sobre Shakespeare. Veamos en primer término la vida de Coleridge, y luego entraremos en el examen de su obra, no pocas veces inintelegible, tediosa, plagiada también.

Coleridge nace en el año 1772, es decir dos años después del nacimiento de Wordsworth, que corresponde, según saben ustedes, al año 1770, muy fácilmente recordable. Digo esto ya que estamos en vísperas de examen. Y Coleridge muere el año 1834. Su padre es un pastor protestante del sur de Inglaterra. El reverendo Coleridge fue pastor de un pueblo de campo, e impresionaba mucho a sus oyentes porque solía intercalar en sus sermones lo que llamaba «the inmediate tongue to the Holy Ghost», La lengua inmediata al Espíritu Santo. Es decir, largos pasajes en hebreo que sus rústicos feligreses no comprendían, pero que veneraban más por eso mismo. Cuando murió el padre de Coleridge, sus feligreses sintieron algún desprecio por su sucesor, porque éste no intercalaba pasajes inintelegibles en el idioma inmediato del Espíritu Santo.

Coleridge se educó en Christ Church, donde fue condiscípulo de Charles Lamb,235 que ha dejado una suerte de retrato escrito de él. Luego se educó en la Universidad de Cambridge, donde conoció a Southey, con quien planeó una colonia socialista en una región remota y peligrosa de los Estados Unidos. Y luego, por una razón que nunca se ha explicado del todo, pero que es uno de esos misterios que son parte de la vida de Coleridge, Coleridge se alistó en un regimiento de dragones. «Yo —diría Coleridge después—, el menos ecuestre de los hombres.» No aprendió nunca a andar a caballo. Al cabo de dos meses, uno de los oficiales lo encontró escribiendo versos griegos en una de las paredes del cuartel, versos en los que él expresaba su desesperación ante ese imposible destino de jinete que él había inexplicablemente elegido. El oficial conversó con él, consiguió que lo dieran de baja, y Coleridge regresó a Cambridge y planeó poco después la fundación de un periódico que aparecería todas las semanas. Coleridge recorrió Inglaterra buscando suscriptores para esa publicación. El mismo nos cuenta que llegó a Bristol, que conversó con un caballero, que este caballero le preguntó si había leído el diario, y él le contestó que no creía que entre los deberes de un cristiano estuviera el de leer diarios, lo que causó alguna hilaridad, porque todos sabían que el propósito de su viaje a Bristol era el de conseguir suscriptores para su periódico. Coleridge, luego que lo invitaron a una conversación y le ofrecieron trabajo, tomó la extraña precaución de llenar la pipa con sal hasta la mitad y la otra mitad con tabaco. Pero a pesar de eso no estaba acostumbrado a fumar y se enfermó. Aquí tenemos uno de los episodios inexplicables en la vida de Coleridge, la ejecución de actos absurdos.

Finalmente el periódico se publicó. Se llamaba The Watchman, algo así como «el sereno» o «el vigilante», y constó en realidad de una serie de sermones, más que noticias, y murió al cabo de un año. Coleridge colaboró además con Southey en un drama, The Fall of Robespierre, «La caída de Robespierre»,236 en otro sobre Juana de Arco, a la que hace hablar, por ejemplo, sobre Leviatán, sobre magnetismo, temas que sin duda no figuraron en las conversaciones de la santa, y mientras tanto puede decirse que no hizo otra cosa que conversar. Y escribió algunos poemas que ya examinaremos más adelante, que se titulan «El viejo marinero», «The Ancient Mariner»... Otro se titula «Christabel», y otro «Kubla Khan», el nombre de aquel emperador de la China que protegió a Marco Polo.

La conversación de Coleridge era una conversación muy curiosa. Dice De Quincey, que fue su discípulo y admirador, que cada vez que Coleridge conversaba era como si trazara en el aire un círculo. Es decir, iba apartándose del tema inicial y luego volvía a él, pero muy lentamente. La conversación de Coleridge podía durar dos o tres horas. Al cabo se descubría que, describiendo un círculo, había vuelto al punto de partida. Pero generalmente los interlocutores habían durado menos en la conversación y se habían ido. De modo que la impresión que llevaban era la de una serie de digresiones inexplicables.

Sus amigos pensaron que una buena salida para el genio de Coleridge serían las conferencias. Efectivamente, se anunciaban las conferencias, había mucha gente que se suscribía para esa serie de conferencias. Generalmente cuando llegaba la fecha indicada Coleridge no aparecía, y cuando aparecía hablaba de cualquier tema menos el tema prometido. Y hubo algunas veces en que habló de todo, y aun del tema de la conferencia. Pero estas ocasiones fueron raras.

Coleridge se casó bastante joven. Se cuenta que visitaba una casa en la que había tres hermanas. El estaba enamorado de la segunda, pero pensó que si la segunda se casaba antes que la primera, él pensó —según le dijo a De Quincey— que esto podía herir el orgullo sexual de la primera. Y entonces, por delicadeza, se casó con la primera, de la que no estaba enamorado. Y no es demasiado sorprendente saber que este matrimonio fracasó. Coleridge se desentendió de su mujer y de sus hijos, y vivió después en casa de sus amigos. Sus amigos se consideraban honrados con estas visitas de Coleridge, honrados. Al principio se suponía que estas visitas durarían una semana, luego duraban un mes, y en algunos casos llegaron a durar años. Y Coleridge aceptaba esta hospitalidad con, no ingratitud, sino con una especie de distracción, porque Coleridge fue el más distraído de los hombres.

Coleridge viajó a Alemania, y se dio cuenta de que no había visto nunca el mar, a pesar de que lo había descrito admirablemente, inolvidablemente, en su poema «The Ancient Mariner». Pero el mar no lo impresionó. El mar de su imaginación era más vasto que el mar de la realidad. Luego, otro rasgo de Coleridge era el de anunciar obras ambiciosas: Historia de la filosofía, Historia de la literatura inglesa, Historia de la literatura alemana. Y él escribía a sus amigos —que sabían que él mentía, y él sabía que ellos sabían también— que tal o cual obra estaba muy adelantada. Y sin embargo no había escrito una línea.

Entre las obras que ejecutó figura una traducción de la trilogía Wallenstein, de Schiller,237 que según algunos jueces, algunos alemanes entre ellos, es superior al original. Uno de los temas que más han preocupado a la crítica es el de los plagios de Coleridge. En su Biographia Literaria, éste anuncia, por ejemplo, que va a dedicar el próximo capítulo a explicar la diferencia que existe entre la razón y el entendimiento, o entre la fantasía y la imaginación. Y luego el capítulo en el cual él traza esa diferencia importante resulta ser una traducción de Schelling238 o de Kant, a quienes él admiraba. Se ha dicho que Coleridge se había comprometido con la imprenta a entregar un capítulo, y que entregó un capítulo plagiado.239 Ahora, lo más posible es que Coleridge se hubiera olvidado de que lo había traducido. Coleridge vivió una vida, digamos, casi puramente intelectual. El pensamiento le interesaba más que la escritura del pensamiento. Yo tuve un amigo más o menos famoso, Macedonio Fernández, a quien le pasaba lo mismo. Recuerdo que Macedonio Fernández vivía mudándose de una pensión a otra, y que cada vez que se mudaba dejaba en el cajón una serie de manuscritos. Yo le dije que por qué perdía así lo que había escrito, y Macedonio Fernández me contestaba: «Pero, ¿vos creés que somos lo bastante ricos como para perder algo? Lo que se me ocurrió una vez volverá a ocurrírseme, de manera que no pierdo nada». Quizá Coleridge pensaba lo mismo. Hay un artículo de Walter Pater,240 uno de los prosistas más famosos de la literatura inglesa, que dice que Coleridge por lo que pensó, por lo que soñó, por lo que ejecutó y, más aún, por lo que dejó de ejecutar —«for what he failed to do»—, representa el arquetipo, casi podríamos decir, del hombre romántico. Más que Werther, más que Chateaubriand, más que ningún otro. Y la verdad es ésa, que hay algo en Coleridge que parece colmar la imaginación. Es la misma vida, que es de demoras, de promesas no cumplidas, de conversación brillante. Todo esto corresponde a un tipo humano.

Lo curioso es que la conversación de Coleridge ha sido recogida, como fue recogida la conversación de Johnson, pero cuando leemos las páginas de Boswell, esas páginas llenas de epigramas, de frases breves y agudas, comprendemos por qué Johnson fue tan admirado como conversador. En cambio, los volúmenes de Table Talk, de conversaciones de sobremesa de Coleridge, son raras veces admirables. Abundan en trivialidades también. Pero quizás en una conversación, más importante que lo que se dice es lo que el interlocutor siente como existiendo detrás de las palabras pronunciadas. Y sin duda había en la conversación de Coleridge una especie de magia que no estaba en las palabras sino en lo que las palabras dejaban adivinar, en lo que se traslucía detrás de esas palabras.

Además, hay desde luego pasajes admirables en la prosa de Coleridge. Hay por ejemplo una teoría de los sueños. Decía Coleridge que en los sueños estamos pensando, salvo que no pensamos por medio de razonamientos, sino por medio de imágenes. Coleridge sufrió de pesadillas, y le llamó la atención el hecho de que, aunque una pesadilla sea espantosa, a los pocos minutos de haber despertado, el horror de la pesadilla ha desaparecido. Y lo explicaba así: decía que en realidad —en la vigilia, quiero decir, porque las pesadillas para quien las sueña son reales—, en la vigilia un hombre ha podido enloquecerse por un fantasma falso, por el simulacro de un fantasma ejecutado por obra de una broma. En cambio, tenemos sueños horribles y cuando nos despertamos, aunque nos despertemos temblando, nos dejan tranquilos al cabo de unos cinco o diez minutos. Y Coleridge lo explicaba así: Coleridge decía que nuestros sueños, aun los más vívidos, las pesadillas, corresponden a operaciones intelectuales. Es decir, un hombre está durmiendo, siente una opresión en el pecho y entonces, para explicarse esa opresión, sueña que se ha acostado un león sobre él. Luego, el horror de esa imagen lo despierta, pero todo esto ha correspondido a una operación intelectual. Así explicaba Coleridge las pesadillas, son razonamientos imperfectos, atroces, pero son obra de la imaginación, es decir, son operaciones intelectuales, y por eso no dejan mayor huella en nosotros.

Y esto de los sueños es muy importante tratándose de Coleridge. En la clase pasada referí un sueño de Wordsworth. En la próxima hablaré del poema más famoso de Coleridge, «Kubla Khan», basado en un sueño. Y esto nos recordará el caso del primer poeta de Inglaterra, Caedmon, que soñó un ángel que lo obliga a componer un poema sobre los primeros versículos del Génesis, sobre la fundación del mundo.

Luego, Coleridge es uno de los primeros que en Inglaterra respaldan el culto de Shakespeare. Dice George Moore, un escritor irlandés de principios de este siglo, que si en Inglaterra cesara el culto de Jehová, sería reemplazado inmediatamente por el culto de Shakespeare. Y uno de quienes instauraron ese culto, junto con algunos pensadores alemanes, fue Coleridge. Y hablando de pensadores alemanes, el pensamiento de los filósofos alemanes era casi desconocido en Inglaterra. Inglaterra, a principios del siglo XIX, había olvidado casi del todo su origen sajón. Y Coleridge estudió alemán, como lo estudiaría Carlyle, y recordó a los ingleses su vinculación con Alemania y con las naciones escandinavas. Esto había sido olvidado en Inglaterra. Pero luego llegaron las Guerras Napoleónicas, los ingleses y los prusianos fueron hermanos de armas en la victoria de Waterloo contra Napoleón, y los ingleses sintieron esa antigua y olvidada fraternidad. Y los alemanes, por obra de Shakespeare, la sintieron también.

Entre las muchas páginas manuscritas que ha dejado Coleridge, hay muchas páginas escritas en alemán. Él vivió en Alemania también. En cambio, no logró nunca aprender el francés, a pesar de que más de la mitad del vocabulario inglés, casi las dos terceras partes, consta de palabras francesas. Y esas palabras son las que corresponden al intelecto, al pensamiento. Se cuenta que a Coleridge le pusieron en una mano un libro en francés y en la otra su traducción al inglés. Coleridge leyó la traducción inglesa y luego se volvió al texto francés y no pudo comprenderlo. Es decir, hubo una afinidad entre Coleridge y el pensamiento alemán, al tiempo que él se sentía muy lejos del pensamiento francés. Coleridge dedicó parte de su vida a una reconciliación quizás imposible entre las doctrinas de la iglesia anglicana, «the Church of England», y la filosofía idealista de Kant, a quien veneraba. Es raro que a Coleridge le haya interesado más Kant que Berkeley,241 ya que en el idealismo de Berkeley hubiera podido encontrar más fácilmente eso que él buscaba.

Y ahora llegamos al pensamiento de Coleridge sobre Shakespeare. Coleridge había estudiado la filosofía de Spinoza. Ustedes recordarán que esa filosofía está basada en el panteísmo, es decir, en la idea de que sólo existe un ser real en el Universo, y ese ser es Dios. Nosotros somos atributos de Dios, adjetivos de Dios, momentos de Dios, pero no existimos realmente. Sólo existe Dios. Hay un verso de Amado Nervo.242 En ese verso está expresada esta idea: «Dios sí existe. Nosotros somos los que no existimos». Y Coleridge hubiera estado plenamente de acuerdo con este verso de Amado Nervo. En la filosofía de Spinoza, como en la filosofía de Escoto Erígena, se habla de la naturaleza creadora y de la naturaleza ya creada, natura naturans y natura naturata. Y es sabido que Spinoza, para hablar de Dios, usa una palabra como sinónima de Dios: Deus sive natura, «Dios o la naturaleza», como si ambas palabras significaran la misma cosa. Salvo que Deus es la natura naturans, la fuerza, el ímpetu de la naturaleza —the Life Force, diría Bernard Shaw—. Y esto lo aplica Coleridge a Shakespeare. Dice que Shakespeare fue como el Dios de Spinoza, una sustancia infinita capaz de asumir todas las formas. Y así, según Coleridge, Shakespeare se basó en la observación para la creación de su vasta obra. Shakespeare sacó todo de sí.243

En estos últimos años hemos tenido el caso de un novelista americano, Truman Capote, que supo que se había cometido un horrible asesinato en un estado mediterráneo de Estados Unidos. Habían entrado dos ladrones en casa de un señor para robarlo —se trataba del hombre más rico del pueblo—. Estos dos ladrones entraron en su casa, mataron al padre, a la mujer y a una hija suya.244 El menor de los asesinos, de los ladrones, quiso ultrajar a la hija del señor, pero el otro le hizo observar que ellos no podían dejar testigos con vida, y además que le parecía inmoral ultrajar a una mujer, y que tenían que atenerse a su plan primitivo, que era el de matar a todos los testigos posibles. Luego, mataron a balazos a los tres,245 fueron detenidos. Truman Capote, que hasta entonces había escrito páginas de prosa muy cuidadas —a la manera de Virginia Woolf, digamos—, se trasladó a ese pueblo perdido, obtuvo permiso para visitar periódicamente a los procesados, y para que éstos se hicieran amigos de él les contó hechos bochornosos de su propia vida. El proceso, gracias a la habilidad de los abogados, duró un par de años. El escritor visitaba continuamente a los asesinos, les llevaba cigarrillos, se hizo amigo de ellos. Estuvo con ellos cuando los ejecutaron, volvió en seguida a su hotel y estuvo toda la noche llorando. Antes él había ejercitado su memoria en tomar notas, porque sabía que cuando a una persona le preguntan algo tiende a contestar de manera brillante, y él no quería eso, quería saber la verdad. Y luego publicó un libro, In Cold Blood, «A Sangre Fría», que ha sido traducido a muchos idiomas. Ahora bien, todo esto le hubiera parecido absurdo a Coleridge, y al Shakespeare de Coleridge. Coleridge se imaginaba a Shakespeare como una sustancia infinita semejante al Dios de Spinoza. Es decir, Coleridge pensó que Shakespeare no había observado a los hombres, que no había condescendido a esa baja tarea de espionaje, o de periodismo. Shakespeare había pensado qué es un asesino, cómo un hombre puede llegar a ser un asesino, y así se imaginó a Macbeth. Y así como se imaginó a Macbeth, se imaginó a Lady Macbeth, a Duncan, a las tres brujas, a las tres Parcas. Se había imaginado a Romeo, a Julieta, a Julio César, al Rey Lear, a Desdémona, al espectro de Banquo, a Hamlet, al espectro del padre de Hamlet, a Ofelia, a Polonio, a Rosencrantz, a Guildenstern, a todos ellos. Es decir, Shakespeare había sido cada uno de los personajes de su obra, aun los más efímeros. Y entre tantas personas, había sido también el actor, empresario y prestamista William Shakespeare. Recuerdo que Frank Harris proyectó y completó una biografía de Bernard Shaw, y le escribió a Shaw una carta pidiéndole datos sobre su vida íntima. Y Shaw le contestó que casi no tenía vida íntima, que él, como Shakespeare, era todas las cosas y todos los hombres. Y al mismo tiempo agregó: «Soy nada y soy nadie», «I have been all things and all men, and at the same time I’m nobody, I’m nothing».

Tenemos pues a Shakespeare equiparado a Dios por Coleridge, y Coleridge en una carta a uno de sus amigos confiesa que hay escenas en la obra de Shakespeare que le parecen injustificables. Por ejemplo, le parece injustificable que en la tragedia King Lear le arranquen los ojos en el escenario a uno de los personajes. Pero agrega piadosamente, quizá con más piedad que convicción: «Yo muchas veces he querido encontrar errores en Shakespeare, y después he visto que en Shakespeare no hay errores, he visto que siempre tenía razón». Es decir, Coleridge fue un teólogo de Shakespeare, como los teólogos lo son de Dios, y como lo sería después Víctor Hugo. Víctor Hugo cita algunas groserías, cita errores de Shakespeare, cita distracciones de Shakespeare, y luego las justifica diciendo majestuosamente: «Shakespeare está sujeto a ausencias en lo infinito». Y agrega después: «Tratándose de Shakespeare, admito todo como un animal». Y dice Groussac que este mismo exceso prueba la insinceridad de Hugo. No sabemos si esta insinceridad existió algunas veces en Coleridge o si él se la impuso.

Hoy hemos visto algo de la prosa de Coleridge. En la próxima clase examinaremos, no todos los poemas de Coleridge, pero sí —examinarlos todos sería imposible— sí los tres más importantes, los que corresponden, según un reciente crítico suyo, al Infierno, al Purgatorio, al Paraíso.


Viernes 18 de noviembre de 1966




Notas



231 Este cuento, cuyo título original es «The Coxon Fund», apareció en la revista The Yellow Book en julio de 1894 y por primera vez en forma de libro en Terminations, publicado en Londres por Heinemann y en New York por la casa Harper, en 1895.
232 Robert Southey, poeta e historiador inglés (1774-1843).
233 Martino Dobrizhoffer, jesuita austríaco (1717-1791). Fue pastor de los abipones, tribu del norte de la zona guaranítica, y compañero del padre Florian Baucke o Paucke a mediados del siglo XVIII. La versión original de su libro está escrita en latín y consta de tres tomos. Se titula Historia de Abiponibus equestri, bellicosaque Paraquariae natione, copiosis barbararum gentium. Fue publicado en Viena por Joseph Nob. de Kurzbek en 1784 y traducida primero al alemán, en ese mismo año, y luego al inglés, en 1822. Existe un ejemplar del original en latín en la Sala del Tesoro de la Biblioteca Nacional de Argentina.
234 Biographia Literaria, publicada originariamente en 1817.
235 Charles Lamb, literato inglés (1775-1834).
236 The Fall of Robespierre fue publicada por primera vez en 1794.
237 Friedrich von Schiller, historiador, poeta y dramaturgo alemán (1759-1805).
238 Friedrich W. J. von Schelling, filósofo alemán (1775-1854).
239 Según John Spencer Hill, «En la Biographia entera... encontramos claros indicios de una composición apresurada; pero en ninguna otra parte resulta este hecho más evidente que en los capítulos 12 y 13, que fueron los últimos en ser escritos, en septiembre de 1815. Como se ha sabido ya por largo tiempo, el capítulo 12 de la Biographia consiste en su mayoría en párrafos traducidos, algunos de ellos copiados literalmente y ninguno de ellos atribuidos a su autor, de las obras de F.W.J. Schelling tituladas Abhandlungen zur Erláuterung des Idealismus der Wissenschañslehrey System des transcendentalen Idealismus. El capítulo 12 no es la única parte, ni Schelling el único filósofo alemán que Coleridge plagió en su Biographia Literaria, pero el hecho es que la mayoría de los plagios aparecen en este capítulo, que Coleridge debió escribir con el libro de Schelling abierto ante sus ojos. Resulta obvio que el apuro en terminar la obra no basta para justificar esta conducta (...) pero sí explica hasta cierto punto por qué los plagios son tan largos y frecuentes en esa parte del libro». A Coleridge Companion, pág. 218.
240 Walter Horatio Pater, crítico y ensayista inglés (1839-1894). Estudió en el King’s School de Canterbury y en la Universidad de Oxford, donde luego trabajó y enseñó. Entre sus obras: Studies in the History of the Renaissance (1873), Imaginary Portraits (1887), Platon and Platonism (1893), Miscellaneous Studies (1895) y la novela Marius the Epicurean (1885).
241 George Berkeley, filósofo y prelado irlandés (1685-1753).
242 Amado Nervo, poeta mexicano (1870-1919).
243 En el capítulo XV de su Biographia Literaria, Coleridge afirma que «Shakespeare no fue un mero hijo de la naturaleza, ni un autómata del genio, ni un vehículo pasivo de inspiración poseído por el espíritu, ni poseyéndolo; primero estudió pacientemente, meditó en forma profunda, comprendió de manera minuciosa, hasta que el conocimiento, habiéndose vuelto en él habitual e intuitivo, se unió a sus sentimientos habituales y dio al fin a luz a aquel poder estupendo (...) Shakespeare atrae todas las formas y cosas hacia sí, hacia la unidad de su propio ideal (...) [Shakespeare] se convierte en todas las cosas, sin dejar de ser jamás él mismo».
244 Y también a un hijo, que Borges no recuerda.
245 Se entiende, a los cuatro.


En Borges profesor
Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires
Edición, investigación y notas: Martín Arias & Martín Hadis
Buenos Aires © María Kodama, 2000

Foto: Borges en Mexico, por Rogelio Cuéllar


8/4/16

Jorge Luis Borges: Las alarmas del doctor Américo Castro*






La palabra problema puede ser una insidiosa petición de principio. Hablar del problema judío es postular que los judíos son un problema; es vaticinar (y recomendar) las persecuciones, la expoliación, los balazos, el degüello, el estupro y la lectura de la prosa del doctor Rosenberg. Otro demérito de los falsos problemas es el de promover soluciones que son falsas también. A Plinio (Historia natural, libro octavo) no le basta observar que los dragones atacan en verano a los elefantes: aventura la hipótesis de que lo hacen para beberles toda la sangre que, como nadie ignora, es muy fría. Al Doctor Castro (La peculiaridad lingüística, etcétera) no le basta observar un “desbarajuste lingüístico en Buenos Aires”: aventura la hipótesis del “lunfardismo” y de la “mística gauchofilia”.

Para demostrar la primera tesis —la corrupción del idioma español en el Plata—, el doctor apela a un procedimiento que debemos calificar de sofístico, para no poner en duda su inteligencia; de candoroso, para no dudar de su probidad. Acumula retazos de Pacheco, de Vacarezza, de Lima, de Last Reason, de Contursi, de Enrique González Tuñón, de Palermo, de Llanderas y de Malfatti, los copia con inútil gravedad y luego los exhibe, urbi et orbi como ejemplos de nuestro depravado lenguaje. No sospecha que tales ejercicios (“Con una feca con chele / y una ensaimada / vos te venís pal centro / de gran bacán”) son caricaturales; los declara “síntoma de una alteración grave”, cuya causa remota son “las conocidas circunstancias que hicieron de los países platenses zonas hasta donde el latido del imperio hispano llegaba ya sin brío”. Con igual eficacia cabría argumentar que en Madrid no quedan ya vestigios del español, según lo demuestran las coplas que Rafael Salillas transcribe (El delincuente español: su lenguaje, 1896):

El minche de esa rumi 
dicen no tenela bales; 
los he dicaito yo, 
los tenela muy juncales...

El chibel barba del breje
menjindé a los burós: 
apincharé ararajay 
y menda la pirabó.

Ante su poderosa tiniebla es casi límpida esta pobre cople lunfarda:

El bacán le acanaló 
el escracho a la minushia; 
después espirajushió 
por temor a la canushia. **

En la página 139, el doctor Castro nos anuncia otro libro sobre el problema de la lengua en Buenos Aires; en la 87, se jacta de haber descifrado un diálogo campero de Lynch “en el cual los personajes usan los medios más bárbaros de expresión, que sólo comprendemos enteramente los familiarizados con las jergas rioplatenses”. Las jergas: ce pluriel est bien singulier. Salvo el lunfardo (módico esbozo carcelario que nadie sueña en parangonar con el exuberante caló de los españoles), no hay jergas en este país. No adolecemos de dialectos, aunque sí de institutos dialectológicos. Esas corporaciones viven de reprobar las sucesivas jerigonzas que inventan. Han improvisado el gauchesco, a base de Hernández; el cocoliche, a base de un payaso que trabajó con los Podestá; el vesre, a base de los alumnos de cuarto grado. En esos detritus se apoyan; esas riquezas les debemos y deberemos.

No menos falsos son los graves problemas que el habla presenta en Buenos Aires. He viajado por Cataluña, por Alicante, por Andalucía, por Castilla; he vivido un par de años en Valldemosa y uno en Madrid; tengo gratísimos recuerdos de esos lugares; no he observado jamás que los españoles hablaran mejor que nosotros. (Hablan en voz más alta, eso sí, con el aplomo de quienes ignoran la duda.) El doctor Castro nos imputa arcaísmos. Su método es curioso: descubre que las personas más cultas de San Mamed de Puga, en Orense, han olvidado tal o cual acepción de tal o cual palabra; inmediatamente resuelve que los argentinos deben olvidarla también… El hecho es que el idioma español adolece de varias imperfecciones (monótono predominio de las vocales, excesivo relieve de las palabras, ineptitud para formar palabras compuestas) pero no de la imperfección que sus torpes vindicadores le achacan: la dificultad. El español es facilísimo. Sólo los españoles lo juzgan arduo: tal vez porque los turban las atracciones del catalán, del bable, del mallorquín, del galaico, del vascuence y del valenciano; tal vez por un error de la vanidad; tal vez por cierta rudeza verbal (confunden acusativo y dativo, dicen le mató por lo mató, suelen ser incapaces de pronunciar Atlántico o Madrid, piensan que un libro puede sobrellevar este cacofónico título: La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico).

El doctor Castro, en cada una de las páginas de este libro, abunda en supersticiones convencionales. Desdeña a López y venera a Ricardo Rojas; niega los tangos y alude con respeto a las jácaras; piensa que Rosas fue un caudillo de montoneras, un hombre a lo Ramírez o Artigas, y ridículamente lo llama “centauro máximo”. (Con mayor estilo y juicio más lúcido, Groussac prefirió la definición: “Miliciano de retaguardia”.) Proscribe –entiendo que con toda razón— la palabra cachada, pero se resigna a tomadura de pelo, que no es visiblemente más lógica ni más encantadora. Ataca los idiotismos americanos, porque los idiotismos españoles le gustan más. No quiere que digamos de arriba; quiere que digamos de gorra… Este examinador “del hecho lingüístico bonaerense” anota seriamente que los porteños llaman acridio a la langosta, este lector inexplicable de Carlos de la Púa y de Yacaré nos revela que taita, en arrabalero significa padre.

En este libro, la forma no desdice del fondo. A veces el estilo es comercial: “Las bibliotecas de Méjico poseían libros de alta calidad” (página 49); “La aduana seca… imponía precios fabulosos” (página 52). Otras, la trivialidad continua del pensamiento no excluye el pintoresco dislate: “Surge entonces lo único posible, el tirano, condensación de la energía sin rumbo de la masa, que él no encauza, porque no es guía sino mole aplastante, ingente aparato ortopédico que mecánicamente, bestialmente, enredila el rebaño que se desbanda” (páginas 71, 72). Otras, el investigador de Vacarezza intenta el mot juste: “Por los mismos motivos por los que torpedea la maravillosa gramática de A. Alonso y P. Henríquez Ureña” (página 31).

Los compadritos de Last Reason emiten metáforas hípicas; el doctor Castro, más versátil en el error, conjuga la radiotelefonía y el football: “El pensamiento y el arte rioplatense son antenas valiosas para cuanto en el mundo significa valía y esfuerzo, actitud intensamente receptiva que no ha de tardar en convertirse en fuerza creadora, si el destino no tuerce el rumbo de las señales propicias. La poesía, la novela y el ensayo lograron allá más de un “goal” pefecto. La ciencia y el pensar filosófico cuentan entre sus cultivadores nombres de suma distinción” (página 9).

A la errónea y mínima erudición, el doctor Castro añade el infatigable ejercicio de la zalamaería, de la prosa rimada y del terrorismo.

P.S. — Leo en la página 136: “Lanzarse en serio, sin ironía a escribir como Ascasubi, Del Campo o Hernández es asunto que da que pensar”. Copio las últimas estrofas del Martín Fierro:

Cruz y Fierro de una estancia
una tropilla se arriaron;
por delante se la echaron
como criollos entendidos
y pronto sin ser sentidos,
por la frontera cruzaron.

Y cuando la habían pasao
una madrugada clara,
le dijo Cruz que mirara
las últimas poblaciones;
y a Fierro dos lagrimones
le rodaron por la cara.

Y siguiendo el fiel del rumbo,
se entraron en el desierto,
no sé si los habrán muerto
en alguna correría
pero espero que algún día
sabré de ellos algo cierto.

Y ya con estas noticias
Mi relación acabé,
por ser ciertas las conté,
todas las desgracias dichas:
es un telar de desdichas
cada gaucho que usté ve.

Pero ponga su esperanza
en el Dios que lo formó,
y aquí me despido yo
que he relatao a mi modo,
males que todos conocen
pero que naides contó.

“En serio, sin ironía”, pregunto: ¿Quién es más dialectal: el cantor de las límpidas estrofas que he repetido, o el incoherente redactor de los aparatos ortopédicos que enredilan rebaños, de los géneros literarios que juegan al football y de las gramáticas torpedeadas?

En la página 122, el doctor Castro ha enumerado algunos escritores cuyo estilo es correcto; a pesar de la inclusión de mi nombre en ese catálogo, no me creo del todo incapacitado para hablar de estilística.


Notas

[*] La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico
Buenos Aires, Losada, 1941


[**] La registra el vocabulario jergal de Luis Villamayor: El lenguaje del bajo fondo (Buenos Aires, 1915), Castro ignora este léxico, tal vez porque lo señala Arturo Costa Alvarez en un libro esencial: El castellano en la Argentina (La Plata, 1928). Inútil advertir que nadie pronuncia minushia, canushia, espirajushiar.

En Otras inquisiciones (1952)
© María Kodama y Emecé Editores S.A., 1989

Foto: Borges (s-d)
Fuente [original color]: abc.es 




7/4/16

Jorge Luis Borges: P'u Sung-Ling: El invitado tigre






Las Analectas del muy razonable Confucio aconsejan que debemos reverenciar a los seres espirituales, pero inmediatamente agregan que es mejor mantenerlos a distancia. Los mitos del taoísmo y del budismo han mitigado ese milenario dictamen; no habrá un país más supersticioso que el chino. Las vastas novelas realistas que ha producido —Sueño del Aposento Rojo, sobre el que volveremos— abundan en prodigios, precisamente porque son realistas y lo prodigioso no se juzga imposible, ni siquiera inverosímil. Las historias elegidas para este libro pertenecen en su mayoría al Liao-Chai de P'u Sung-Ling, cuyo apodo literario era el Ultimo Inmortal o Fuente de los Sauces. Datan del siglo XVII. Hemos seguido la versión inglesa de Herbert Allen Giles, publicada en 1880. De P'u Sung-Ling se sabe muy poco, salvo que fue aplazado en el examen del doctorado de letras hacia 1651. A ese afortunado fracaso debemos su entera dedicación al ejercicio de la literatura y, por consiguiente, la redacción del libro que lo haría famoso. En la China, el Liao-Chai ocupa el lugar que en el Occidente ocupa el libro de Las Mil y Una Noches.

A diferencia de Edgar Allan Poe y de Hoffmann, P'u Sung-Ling no se maravilla de las maravillas que refiere. Más lícito es pensar en Swift, no sólo por lo fantástico de la fábula, sino por el tono de informe, lacónico e impersonal, y por la intención satírica. Los infiernos de P'u Sung-Ling nos recuerdan a los de Quevedo; son administrativos y opacos. Sus tribunales, sus lictores, sus jueces, sus escribientes son no menos venales y burocráticos que sus prototipos terrestres de cualquier lugar y de cualquier siglo. El lector no debe olvidar que los chinos dado su carácter supersticioso, tienden a leer estos relatos como si leyeran hechos reales ya que para su imaginación, el orden superior es un espejo del inferior, según la expresión de los cabalistas.

En el primer momento, el texto corre el albur de parecer ingenuo; luego sentimos el evidente humor y la sátira y la poderosa imaginación que con elementos comunes -un estudiante prepara su examen, una merienda en una colina, un imprudente que se embriaga- trama, sin esfuerzo visible, un orbe tan inestable como el agua y tan cambiante y prodigioso como las nubes. El reino de los sueños o mejor aún, el de las galerías y laberintos de la pesadilla. Los muertos vuelven a la vida, el desconocido que nos visita no tarda en ser un tigre, la niña evidentemente adorable es una piel sobre un demonio de rostro verde. Una escalera se pierde en el firmamento; otra, se hunde en un pozo, que es habitación de verdugos, de magistrados infernales y de maestros.

A los relatos de P'u Sung-Ling hemos agregado dos no menos asombrosos que desesperados, que son una parte de la casi infinita novela Sueño del Aposento Rojo. Del autor o de los autores, poco se sabe con certidumbre, ya que en la China las ficciones y el drama son un género subalterno. Sueño del Aposento Rojo o Hung Lou Meng es la más ilustre y quizá la más populosa de las novelas chinas. Incluye cuatrocientos veintiún personajes, ciento ochenta y nueve mujeres y doscientos treinta y dos varones, cifras que no superan las novelas de Rusia y las sagas de Islandia, que, a primera vista, pueden anonadar al lector. Una traducción completa, que no ha sido intentada aún, exigiría tres mil páginas y un millón de palabras. Data del siglo XVIII y su autor más probable es Tsao-Hsueh-Chin. El sueño de Pao-Yu prefigura aquel capítulo de Lewis Carroll en que Alicia sueña con el Rey Rojo, que está soñándola, salvo que el episodio del Rey Rojo es una fantasía metafísica, y el de Pao-Yu está cargado de tristeza, de desamparo y de la íntima irrealidad de sí mismo. El espejo de viento-luna, cuyo título es una metáfora erótica, es acaso el único momento de la literatura en que se trata con melancolía y no sin cierta dignidad el goce solitario.

Nada hay más característico de un país que sus imaginaciones. En sus pocas páginas este libro deja entrever una de las culturas más antiguas del orbe y, a la vez, uno de los más insólitos acercamientos a la ficción fantástica.





Prólogos de la Biblioteca de Babel (1995)
Luego en Obra Crítica, "Literaturas antiguas" (2000)
Compilación y edición de Morphynoman

También en Libro de los libros. Literaturas antiguas


Retrato de Borges en 1983
Foto SIPA Press/Rex Features



6/4/16

Jorge Luis Borges: Sueña Alonso Quijano









El hombre se despierta de un cierto
sueño de alfanjes y de campo llano
y se toca la barba con la mano
y se pregunta si está herido o muerto.
¿No lo perseguirán los hechiceros
que han jurado su mal bajo la luna?
Nada. Apenas el frío. Apenas una
dolencia de sus años postrimeros.
El hidalgo fue un sueño de Cervantes
y Don Quijote un sueño del hidalgo.
El doble sueño los confunde y algo
está pasando que pasó mucho antes.
Quijano duerme y sueña. Una batalla:
los mares de Lepanto y la metralla.


En El oro de los tigres (1972)
Y en Libro de sueños (1976)
Retrato de Borges en en 1976
En revista Gente y la actualidad 
Octubre - Diciembre 1983
Buenos Aires, Argentina

5/4/16

Jorge Luis Borges: «La canción del barrio»





Mil novecientos doce. Hacia los muchos corralones de la calle Cerviño o hacia los cañaverales y huecos del Maldonado —zona dejada con galpones de zinc, llamados diversamente salones, donde flameaba el tango, a diez centavos la pieza y la compañera— se trenzaba todavía el orilleraje y alguna cara de varón quedaba historiada, o amanecía con desdén un compadrito muerto con una puñalada humana en el vientre; pero en general, Palermo se conducía como Dios manda, y era una cosa decentita, infeliz, como cualquier otra comunidad gringo-criolla. El júbilo astrológico del Centenario era tan difunto como sus leguas de lanilla azul de banderas, como sus bordalesas de brindis, sus cohetes botarates, sus luminarias municipales en el herrumbrado cielo de la plaza de Mayo y su luminaria predestinada el cometa Halley, ángel de aire y de fuego a quien le cantaron el tango Independencia los organitos. Ya la gimnasia interesaba más que la muerte: los chicos ignoraban el visteo por atender al football, rebautizado por desidia vernácula el «fobal». Palermo se apuraba hacia la sonsera: la siniestra edificación art nouveau brotaba como una hinchada flor hasta de los barriales. Los ruidos eran otros: ahora la campanilla del biógrafo —ya con su buen anverso americano de coraje a caballo y su reverso erótico-sentimental europeo— se entreveraba con el cansado retumbar de las chatas y con el silbato del afilador. Salvo algunos pasajes, no quedaba calle por empedrar. La densidad de la población era doble: el censo que registró en mil novecientos cuatro un total de ochenta mil almas para las circunscripciones de Las Heras y de Palermo de San Benito, registraría el catorce uno de ciento ochenta mil. El tranvía mecánico chirriaba por las aburridas esquinas. Cattaneo, en la imaginación popular, había desbancado a Moreira… Ese casi invisible Palermo, matero y progresista, es el de La canción del barrio.
Carriego, que publicó en mil novecientos ocho El alma del suburbio, dejó en mil novecientos doce los materiales de La canción del barrio. Este segundo título es mejor en limitación y en veracidad que el primero. Canción es de una intención más lúcida que alma; suburbio es una titulación recelosa, un aspaviento de hombre que tiene miedo de perder el último tren. Nadie nos ha informado Vivo en el suburbio de Tal; todos prefieren avisar en qué barrio. Esa alusión el barrio no es menos íntima, servicial y unidora en la parroquia de la Piedad que en Saavedra. La distinción es pertinente: el manejo de palabras de lejanía para elucidar las cosas de esta república, deriva de una propensión a rastrearnos barbarie. Al paisano lo quieren resolver por la pampa; al compadrito por los ranchos de fierro viejo. Ejemplo: el periodista o artefacto vascuence J. M. Salaverría, en un libro que desde el título se equivoca: El poema de la pampa, Martín Fierro y el criollismo español. Criollismo español es un contrasentido deliberado, hecho para asombrar (lógicamente, una contradictio in adjecto); poema de la pampa es otro menos voluntario percance. Pampa, según información de Ascasubi, era para los antiguos paisanos el desierto donde merodeaban los indios[1]. Basta repasar el Martín Fierro para saber que es el poema, no de la pampa, sino del hombre desterrado a la pampa, del hombre rechazado por la civilización pastoril centrada en las estancias como pueblos y en el pago sociable. A Fierro, al todovaleroso hombre Fierro, le dolía aguantar la soledad, quiere decir la pampa.
Y en esa hora de la tarde
en que tuito se adormece,
que el mundo dentrar parece
a vivir en pura calma,
con las tristezas del alma
al pajonal enderiece.
Es triste en medio del campo
pasarse noches enteras
contemplando en sus carreras
las estrellas que Dios cría,
sin tener más compañía
que su delito y las fieras.
Y estas estrofas para siempre, que son el momento más patético de la historia:
Cruz y Fierro de una estancia
una tropilla se arriaron—
por delante se la echaron
como criollos entendidos,
y pronto sin ser sentidos
por la frontera cruzaron.
Y cuando la habían pasao
una madrugada clara,
le dijo Cruz que mirara
las últimas poblaciones
y a Fierro dos lagrimones
le rodaron por la cara.
Otro Salaverría —de cuyo nombre no quiero acordarme, porque lo demás de sus libros tiene mi admiración— habla ¡cuándo no!, del payador pampero, que a la sombra del ombú, en la infinita calma del desierto, entona acompañado de la guitarra española las monótonas décimas de Martín Fierro; pero el escritor es tan monótono, décimo, infinito, español, calmoso, desierto y acompañado, que no se fija que en el Martín Fierro no hay décimas. La predisposición a rastrearnos barbarie es muy general: Santos Vega (cuya entera leyenda es que haya una leyenda de Santos Vega, según las cuatrocientas páginas de monografía de Lehmann-Nitsche pueden evidenciarlo) armó o heredó la copla que dice:
Si este novillo me mata
no me entierren en sagrao;
entiérrenme en campo verde
donde me pise el ganao
y su evidentísima idea Si soy tan torpe, renuncio a que me lleven al cementerio ha sido festejada como declaración panteísta de hombre que quiere que lo pisen muerto las vacas[2].
Las orillas adolecen también de una atribución enconada. El arrabalero y el tango las representan. En anterior capítulo escribí cómo el arrabal se surte de arrabalero en la calle Corrientes y cómo las efusiones de El Canfaclaro, de los discos de fonógrafo y de la radio, aclimatan esa jerigonza de actor en Avellaneda o en Coghlan. Su pedagogía no es fácil: cada tango nuevo redactado en el sedicente idioma popular, es un acertijo, sin que le falten las perplejas variantes, los corolarios, los lugares oscuros y la razonada discordia de comentadores. La tiniebla es lógica: el pueblo no precisa añadirse color local; el simulador discurre que sí, pero se le va la mano en la operación. En lo que se refiere a la música, tampoco el tango es el natural sonido de los barrios; lo fue de los burdeles nomás. Lo representativo de veras es la milonga. Su versión corriente es un infinito saludo, una ceremoniosa gestación de ripios zalameros, corroborados por el grave latido de la guitarra. Alguna vez narra sin apuro cosas de sangre, duelos que tienen tiempo, muertes de valerosa charlada provocación; otra, le da por simular el tema del destino. Los aires y los argumentos suelen variar; lo que no varía es la entonación del cantor, atiplada como de ñato, arrastrada, con apurones de fastidio, nunca gritona, entre conversadora y cantora. El tango está en el tiempo, en los desaires y contrariedades del tiempo; el chacaneo aparente de la milonga ya es de eternidad. La milonga es una de las grandes conversaciones de Buenos Aires; el truco es la otra. El truco lo investigaré en capítulo aparte; básteme dejar escrito que, entre los pobres, el hombre alegra al hombre, como el hijo mayor de Martín Fierro entendió en la prisión[3]. El aniversario, el día de los muertos, el día del santo, el día patrio, el bautismo, la noche de San Juan, una enfermedad, las vísperas de año, todo se le hace ocasión de ver gente. La muerte da el velorio: conversadero general que no le cerró a nadie la puerta, visita a quien murió. Tan evidente es esa patética sociabilidad de la gente baja, que el doctor Evaristo Federico Carriego, para hacer burla de los recién desembarazados recibos, escribió que se parecían muchísimo a los velorios. El suburbio es el agua abombada y los callejones, pero es también la balaustrada celeste y la madreselva pendiente y la jaula con el canario[4]. Gente atenciosa, suelen las comadres decir.
Pobrerío conversador, el de nuestro Carriego. Su pobreza no es la desesperada o congénita del europeo pobre (a lo menos del europeo novelado por el naturalismo ruso) sino la pobreza confiada en la lotería, en el comité, en las influencias, en la baraja que puede tener su misterio, en la quiniela de módica posibilidad, en las recomendaciones o, a falta de otra más circunstanciada y baja razón, en la pura esperanza. Una pobreza que se consuela con jerarquías —los Requena de Balvanera, los Luna de San Cristóbal Norte— que resultan simpáticas por su misma apelación al misterio y que nos encarna tan bien cierto dignísimo compadrito de José Álvarez: Yo nací en la calle Maipú, ¿sabés?… en la casa e los Garcías y h'estao acostumbrao a darme con gente y no con basura… ¡Bueno!… Y si no lo sabes, sabelo… a mí me cristianaron en la Mercé y jue mi padrino un italiano que tenía almacén al lao de casa y que se murió pa la fiebre grande… ¡Íle tomando el peso!
Entiendo que la lacra sustancial de La canción del barrio es la insistencia sobre lo definido por Shaw: mera mortalidad o infortunio (Man and Superman, XXXII). Sus páginas publican desgracias; tienen la sola gravedad del destino bruto, no menos incomprensible por su escritor que por quien los lee. No les asombra el mal, no nos conducen a esa meditación de su origen, que resolvieron directamente los gnósticos con su postulación de una divinidad menguante o gastada, puesta a improvisar este mundo con material adverso. Es la reacción de Blake. Dios, que hizo al cordero, ¿te hizo?, interroga al tigre. Tampoco es objeto de esas páginas el hombre que sobrevive al mal, el varón que a pesar de sufrir injurias —y de causarlas— mantiene limpia el alma. Es la reacción estoica de Hernández, de Almafuerte, de Shaw por segunda vez, de Quevedo.
Alma robusta, en penas se examina,
Y trabajos ansiosos y mortales
Cargan, mas no derriban nobles cuellos
se lee en las Musas castellanas, en su libro segundo. Tampoco lo distrae a Carriego la perfección del mal, la precisión y como inspiración del destino en sus persecuciones, el arrebato escénico de la desgracia. Es la reacción de Shakespeare:
All strange and terrible events are welcome,
But comforts we despise: our size of sorrow,
Proportion’d to our cause, must be as great
As that which makes it.
Carriego apela solamente a nuestra piedad.
Aquí es inevitable una discusión. La opinión general, tanto la conversada como la escrita, ha resuelto que esas provocaciones de lástima son la justificación y virtud de la obra de Carriego. Yo debo disentir, aunque solo. Una poesía que vive de contrariedades domésticas y que se envicia en persecuciones menudas, imaginando o registrando incompatibilidades para que las deplore el lector, me parece una privación, un suicidio. El argumento es cualquier emoción lisiada, cualquier disgusto; el estilo es chismoso, con todas las interjecciones, ponderaciones, falsas piedades y preparatorios recelos que ejercen las comadres. Una torcida opinión (que tengo la decencia de no entender) afirma que esa presentación de miserias implica una generosa bondad. Implica una indelicadeza, más bien. Producciones como «Mamboretá» o «El nene esta enfermo» o «Hay que cuidarla mucho, hermana, mucho» —tan frecuentadas por la distracción de las antologías y por la declamación— no pertenecen a la literatura sino al delito: son un deliberado chantaje sentimental, reducible a esta fórmula: Yo le presento un padecer; si Ud. no se conmueve, es un desalmado. Copio este final de una pieza («El otoño, muchachos»):
¡Qué tristona
anda, desde hace días, la vecina!
¿La tendrá así algún nuevo desengaño?
Otoño melancólico y lluvioso
¿qué dejarás, otoño, en casa este año?
¿qué hoja te llevarás? Tan silencioso
llegas que nos das miedo.
Sí, anochece
y te sentimos, en la paz casera,
entrar sin un rumor… ¡Cómo envejece
nuestra tía soltera!
Esa apresurada tía soltera, engendrada en el apurón del verso final para que pueda encarnizarse en ella el otoño, es buen indicio de la caridad de esas páginas. El humanitarismo es siempre inhumano: cierto film ruso prueba la iniquidad de la guerra mediante la infeliz agonía de un jamelgo muerto a balazos; naturalmente, por los que dirigen el film.
Hecha esa restricción —cuyo decente fin es robustecer y curtir la fama de Carriego, probando que no le hace falta el socorro de esas quejosas páginas— quiero confesar con alacridad las verdaderas virtudes de su obra póstuma. Su decurso tiene afinaciones de ternura, invenciones y adivinaciones de la ternura, tan precisas como ésta:
Y cuando no estén, ¿durante
cuánto tiempo aún se oirá
su voz querida en la casa
desierta?
¿Cómo serán
en el recuerdo las caras
que ya no veremos más?
O esta racha de conversación con una calle, esta secreta posesión inocente:
Nos eres familiar como una cosa
que fuese nuestra: solamente nuestra.
O esta encadenación, emitida tan de una vez como si fuera una sola extensa palabra:
No. Te digo que no. Sé lo que digo:
nunca más, nunca más tendremos novia,
y pasarán los años pero nunca
más volveremos a querer a otra.
Ya lo ves. Y pensar que nos decías,
afligida quizá de verte sola,
que cuando te murieses
ni te recordaríamos. ¡Qué tonta!
Si. Pasarán los años, pero siempre
como un recuerdo bueno, a toda hora
estarás con nosotros.
Con nosotros… Porque eras cariñosa
como nadie lo fue. Te lo decimos
tarde, ¿no es cierto? Un poco tarde ahora
que no nos puedes escuchar. Muchachas,
como tú ha habido pocas.
No temas nada, te recordaremos,
y te recordaremos a ti sola:
ninguna más, ninguna más. Ya nunca
más volveremos a querer a otra.
El modo repetidor de esa página es el de cierta página de Enrique Banchs, «Balbuceo», en El Cascabel del halcón (1909), que la supera inconmensurablemente línea por línea (Nunca podría decirte / todo lo que te queremos: / es como un montón de estrellas / todo lo que te queremos, etcétera), pero que parece mentira, mientras la de Evaristo Carriego es verdad.
Pertenece también a La canción del barrio la mejor poesía de Carriego, la intitulada «Has vuelto».
Has vuelto, organillo. En la acera
hay risas. Has vuelto llorón y cansado
como antes.
El ciego te espera
las más de las noches sentado
a la puerta. Calla y escucha. Borrosas
memorias de cosas lejanas
evoca en silencio, de cosas
de cuando sus ojos tenían mañanas,
de cuando era joven… la novia… ¡quién sabe!
El verso animador de la estrofa no es el final, es el prefinal, y estoy creyendo que Evaristo Carriego lo ubicó así para sortear el énfasis. Una de sus primeras composiciones —El alma del suburbio— había tratado el mismo sujeto, y es hermoso comparar la solución antigua (cuadro realista hecho de observaciones particulares) con la definitiva y límpida fiesta dónde están convocados los símbolos preferidos por él: la costurerita que dio aquel mal paso, el organito, la esquina desmantelada, el ciego, la luna.
… Pianito que cruzas la calle cansado
moliendo el eterno
familiar motivo que el año pasado
gemía a la luna de invierno:
con tu voz gangosa dirás en la esquina
la canción ingenua, la de siempre, acaso
esa preferida de nuestra vecina
la costurerita que dio aquel mal paso.
Y luego de un valse te irás como una
tristeza que cruza la calle desierta,
y habrá quien se quede mirando la luna
desde alguna puerta.
… Anoche, después que te fuiste,
cuando todo el barrio volvía al sosiego
—qué triste—
lloraban los ojos del ciego.
La ternura es corona de los muchos días, de los años. Otra virtud del tiempo, ya operativa en este libro segundo y ni sospechada o verosímil en el anterior, es el buen humorismo. Es condición que implica un delicado carácter: nunca se distraen los innobles en ese puro goce simpático de las debilidades ajenas, tan imprescindible en el ejercicio de la amistad. Es condición que se lleva con el amor: Soame Jenyns, escritor del mil setecientos, pensó con reverencia que la parte de la felicidad de los bienaventurados y de los ángeles derivaría de una percepción exquisita de lo ridículo.
Copio, ejemplo de sereno humorismo, estos versos:
¿Y la viuda de la esquina?
La viuda murió anteayer.
¡Bien decía la adivina,
que cuando Dios determina
ya no hay nada más que hacer!
Los expedientes de su gracia deben ser dos: primero, el de poner en boca de una adivina esa no adivinatoria moralidad sobre lo inescrutable de los actos de la Providencia; segundo, el respeto impertérrito del vecindario, que alega sabiamente esa distracción.
Pero la más deliberada página de humorismo dejada por Carriego es «El casamiento». Es la más porteña también. En el barrio es casi una guapeada entrerriana; «Has vuelto» es un solo frágil minuto, una flor de tiempo, de un solo atardecer. El casamiento, en cambio, es tan esencial de Buenos Aires como los cielitos de Hilario Ascasubi o el Fausto criollo o la humorística de Macedonio Fernández o el astillado arranque fiestero de los tangos de Greco, de Arolas y de Saborido. Es una articulación habilísima de los muchos infalibles rasgos de una fiesta pobre. No falta el rencor desaforado del vecindario.
En la acera de enfrente varias chismosas
que se encuentran al tanto de lo que pasa,
aseguran que para ver ciertas cosas
mucho mejor sería quedarse en casa.
Alejadas del cara de presidiario
que sugiere torpezas, unas vecinas
pretenden que ese sucio vocabulario no debieran oírlo las chiquilinas.
Aunque —tal acontece— todo es posible,
sacando consecuencias poco oportunas,
lamenta una insidiosa la incomprensible
suerte que, por desgracia, tienen algunas.
Y no es el primer caso… Si bien le extraña
que haya salido sonso… pues en enero
del año que trascurre, si no se engaña
dio que hablar con el hijo del carnicero.
El orgullo de antemano herido, la casi desesperada decencia:
El tío de la novia, que se ha creído
obligado a fijarse si el baile toma
buen carácter, afirma, medio ofendido,
que no se admiten cortes, ni aun en broma.
—Que, la modestia a un lado, no se la pega
ninguno de esos vivos… seguramente.
La casa será pobre, nadie lo niega:
todo lo que se quiera, pero decente.—
Los disgustos con los que se puede contar:
La polka de la silla dará motivo
a serios incidentes, nada improbables;
nunca falta un rechazo despreciativo
que acarrea disgustos irremediables.
Ahora, casualmente, se ha levantado
indignada la prima del guitarrero,
por el doble sentido mal arreglado
del propio guarango del compañero.
La sinceridad afligente:
En el comedor, donde se bebe a gusto,
casi lamenta el novio que no se pueda
correr la de costumbre… pues, y esto es justo,
la familia le pide que no se exceda.
La función pacificadora del guapo, amigo de la casa:
Como el guapo es amigo de evitar toda
provocación que aleje la concurrencia,
ha ordenado que apenas les sirvan soda
a los que ya borrachos buscan pendencia.
Y, previendo la bronca, después del gesto
único en él, declara que aunque le cueste
ir de nuevo a la cárcel, se halla dispuesto
a darle un par de hachazos al que proteste.
Perdurarán también de este libro: «El velorio», que repite la técnica de «El casamiento»; «La lluvia en la casa vieja», que declara esa exultación de lo elemental, cuando la lluvia se desplaza en el aire igual que una humareda y no hay hogar que no se sienta un fortín; y unos conversados sonetos autobiográficos de la serie Intimas. Éstos cargan destino: son de condición serenada, pero su resignación o acomodación es después de penas. Copio este renglón de uno de ellos, limpio y mágico:
cuando aún eras prima de la luna.
Y esta nada indiscreta declaración, suficiente con todo:
Anoche, terminada ya la cena
y mientras saboreaba el café amargo
me puse a meditar un rato largo:
el alma como nunca de serena.
Bien lo sé que la copa no está llena
de todo lo mejor, y sin embargo,
por pereza quizás, ni un solo cargo
le hago a la suerte, que no ha sido buena…
Pero, como por una virtud rara
no le muestro a la vida mala cara
ni en las horas que son más fastidiosas,
nunca nadie podrá tener derecho
a exigirme una mueca. ¡Tantas cosas
se pueden ocultar bien en el pecho!
Una digresión última, que de inmediato dejará de ser una digresión. Lindas y todo, las figuraciones del amanecer, de la pampa, del anochecer, que presenta el Fausto de Estanislao del Campo, adolecen de frustración y de malestar: contaminación operada por la sola mención preliminar de los bastidores escénicos. La irrealidad de las orillas es más sutil: deriva de su provisorio carácter, de la doble gravitación de la llanura chacarera o ecuestre y de la calle de altos, de la propensión de sus hombres a considerarse del campo o de la ciudad, jamás orilleros. Carriego, en esta materia indecisa, pudo trabajar su obra.




Notas

[1] Ahora es un exclusivo término literario, que en el campo llama la atención. 

[2] Hacer del paisano un recorredor infinito del desierto, es un contrasentido romántico; asegurar, como lo hace nuestro mejor prosista de pelea, Vicente Rossi, que el gaucho es el guerrero nómade charrúa, es asegurar meramente que a esos desapegados charrúas les dijeron gauchos: Conchabo primitivo de una palabra, que resuelve muy poco. Ricardo Güiraldes, para su versión del hombre de campo como hombre de vagancia, tuvo que recurrir al gremio de los troperos. Groussac, en su conferencia de 1893, habla del gaucho fugitivo hacia el lejano sur, en lo que de la pampa queda, pero lo sabido de todos es que en el lejano sur no quedan gauchos porque no los hubo antes, y que donde perduran es en los cercanos partidos de hábito criollo. Más que en lo étnico (el gaucho pudo ser blanco, negro, chino, mulato o zambo), más que en lo lingüístico (el gaucho riograndense habla una variedad, brasileña del portugués) y más que en lo geográfico (vastas regiones de Buenos Aires, de Entre Ríos, de Córdoba y de Santa Fe son ahora gringas), el rasgo diferencial del gaucho está en el ejercicio cabal de un tipo primitivo de ganadería. 
Destino calumniado también el de los compadritos. Hará bastante más de cien años los nombraban así a los porteños pobres, que no tenían para vivir en la inmediación de la Plaza Mayor, hecho que les valió también el nombre de orilleros. Eran literalmente el pueblo: tenían su terrenito de un cuarto de manzana y su casa propia, más allá de la calle Tucumán o la calle Chile o la entonces calle de Velarde: Libertad-Salta. Las connotaciones desbancaron más tarde la idea principal: Ascasubi, en la revisión de su Gallo número doce, pudo escribir: compadrito: mozo soltero, bailarín, enamorado y cantor. El imperceptible Monner Sans, virrey clandestino, lo hizo equivaler a matasiete, farfantón y perdonavidas, y demandó: ¿Por qué compadre se toma siempre aquí en mala parte?, investigación de que se aligeró en seguida escribiendo, con su tan envidiada ortografía, sano gracejo, etc.: Vayan ustedes a saber. Segovia lo define a insultos: Individuo jactancioso, falso, provocativo y traidor. No es para tanto. Otros confunden guarango y compadrito: están equivocados, el compadre puede no ser guarango, como no lo suele ser el paisano. Compadrito, siempre, es el plebeyo ciudadano que tira a fino; otras atribuciones son el coraje que se florea, la invención o la práctica del dicharacho, el zurdo empleo de palabras insignes. Indumentaria, usó la común de su tiempo, con agregación o acentuación de algunos detalles: hacia el noventa fueron características suyas el chambergo negro requintado de copa altísima, el saco cruzado, el pantalón francés con trencilla, apenas acordeonado en la punta, el botín negro con botonadura o elástico, de taco alto; ahora (1929) prefiere el chambergo gris en la nuca, el pañuelo copioso, la camisa rosa o granate, el saco abierto, algún dedo tieso de anillos, el pantalón derecho, el botín negro, como espejo, de caña clara. 
Lo que a Londres el cockney, es a nuestras ciudades el compadrito. 

[3] Y antes que el hijo de Martín Fierro, el dios Odín. Uno de los libros sapienciales de la Edda Mayor (Hávamál, 47) le atribuye la sentencia Mathr er tnannz gaman, que se traduce literalmente «El hombre es la alegría del hombre». 

[4] En las afueras están las involuntarias bellezas de Buenos Aires, que son también las únicas —la liviana calle navegadora Blanco Encalada, las desvalidas esquinas de Villa Crespo, de San Cristóbal Sur, de Barracas, la majestad miserable de las orillas de la estación de cargas La Paternal y de Puente Alsina— más expresivas, creo, que las obras hechas con deliberación de belleza: la Costanera, el Balneario y el Rosedal, y la felicitada efigie de Pellegrini, con la revolcada bandera, y el tempestuoso pedestal incoherente que parece aprovechar los escombros de la demolición de un cuarto de baño, y los reticentes cajoncitos de Virasoro, que para no delatar el íntimo mal gusto, se esconde en la pelada abstención.


En Evaristo Carriego (1930)
Foto arriba: Borges en la casa de Evaristo Carriego
en 1986, posiblemente de Pedro Raota Vía
Abajo: Cover primera edición: M. Gleizer editor



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