16/3/16

Juan José Saer: Borges novelista (1981)






Como ustedes saben Borges jamás escribió una novela. Muchas veces declaró que no tenía vergüenza por no haberlo hecho; por otro lado dice no tener ningún complejo de inferioridad. Es por esto que he decidido llamar «Borges novelista» a esta intervención.
He tratado de plantearme ciertas preguntas. La primera es: ¿por qué se escriben novelas? Se ha tratado de responder a esta cuestión de diferentes maneras. Ha habido enfoques históricos, psicoanalíticos: por ejemplo, para Marthe Robert, la novela es una transposición de lo que Freud llama «la novela familiar»: se es novelista porque se intenta contar de nuevo y mejor la novela de su vida. Pero nadie se ha preguntado nunca por qué no se escriben novelas y por qué, no escribiéndolas, no se tiene por ello ningún complejo de inferioridad. Hay también otras preguntas: ¿cuándo comienza la novela? Y, sobre todo, ¿cuándo termina? Sin querer ser un maniático de las fechas podría decir que, grosso modo, la novela empieza a comienzos del siglo XVII y termina hacia fines del siglo XIX, es decir que comenzaría con Don Quijote y terminaría con Bouvard y Pecuchet. Ni antes ni después hay novelas.
Hay otros tipos de literatura narrativa que no son novelas. Quisiera recordar el magnífico ensayo de Walter Benjamin que se llama justamente «El narrador», donde hace una distinción entre el narrador y el novelista. Para Benjamin el narrador es el que viaja y el novelista es el sedentario. Voy a utilizar esta distinción, no de manera conceptual, como lo hace Benjamin, sino simplemente como metáfora, como imagen. Diría que en la actualidad el narrador es el que viaja, es decir el que explora, y el novelista es el sedentario, es decir el que instalado en formas que están ya vacías y que no tienen ningún sentido, persiste, por decir así, en permanecer en un lugar histórico que ya no tiene ningún dominio sobre lo real. Voy a explicar, por otra parte muy brevemente, algo de lo que ocurre con Borges a propósito de la novela, considerando cuatro de sus textos. En primer lugar un libro o, más bien, la segunda parte de un libro, Historia universal de la infamia. Es el primer libro narrativo de Borges. El segundo texto es uno de los últimos cuentos de Borges, y de él dice, en el prefacio de Ficciones, que es quizás su mejor cuento; se llama «El sur». Y después dos textos críticos, uno de 1932 que se llama «El arte narrativo y la magia» y otro mucho más tardío: «De las alegorías a las novelas».
La hostilidad de Borges hacia la novela proviene, por una parte, de Valéry, quien igualmente la abominaba, y por otra parte de su maestro el escritor argentino Macedonio Fernández, quien en cambio escribió dos. Una se llama Adriana Buenos Aires y lleva como subtítulo «Ultima novela mala» y la otra Museo de la novela de la Eterna, que tiene como subtítulo «Primera novela buena». La «última novela mala» es una parodia de la novela psicológica, más o menos como se la practica todavía en todas las literaturas del mundo al nivel de lo que se puede llamar o de lo que ya se ha llamado «industria cultural». La segunda parte de la obra de Macedonio Fernández, la «primera novela buena» o Museo de la novela de la Eterna está constituida casi exclusivamente de prefacios; toda la novela es una larga lista de prefacios que anuncian una novela que no se produce nunca. Esas dos negativas a escribir novelas son el origen histórico, por decir así, de la negativa personal de Borges a escribir novelas. No sé si se ha hablado suficientemente de la influencia de Valéry sobre Borges; me parece que es importante. La relación de Borges con Valéry es muy ambivalente. Hay un texto de Borges que ha sido muy discutido y muy analizado en Francia, es «Pierre Menard autor del Quijote». No sé si se ha advertido bien la parodia, bastante evidente en la época en que el cuento fue escrito y en el medio literario en que fue escrito. Es la parodia a una línea literaria que empieza con Mallarmé y que se continuó en el siglo XX con Valéry. Esta literatura hiperintelectual, como se la clasificaba en esa época, producía en los medios literarios argentinos al mismo tiempo una especie de envidia, porque era una literatura que se hacía en un centro cultural muy importante como era Francia, y de rechazo, porque había una suerte de imposibilidad existencial de hacer una literatura de este tipo. Ahora bien, en este cuento de Borges las dos tendencias de esta ambivalencia aparecen, como en toda la obra de Borges, resolviéndose, si puede decirse, en un desenlace muy particular.
La negativa de Valéry a escribir novelas aparece también en la obra de Borges. Borges tiene prejuicios teóricos muy fuertes contra la novela. Se podría decir que este rechazo es un simple rechazo del realismo inmediato, banal, una especie de rechazo de la representación realista de lo real. Esto no plantearía ningún problema desde el punto de vista de la obra de Borges si no hubiera una contradicción muy grande en esta obra a propósito de estos problemas. Toda la obra de Borges está recorrida por un deseo permanente y por un gusto muy pronunciado por la epopeya, por todo lo que es épico. Ahora bien, todos saben, o todo el mundo dice, aun si quizá no sea cierto, que la epopeya es el origen de la novela o que la novela es la forma tardía de la epopeya. Ese rechazo de la novela y este gusto por la epopeya plantea evidentemente un problema: habría que ver qué lugar ocupa la epopeya en la obra de Borges. Ese lugar es muy grande y su primer libro narrativo Historia universal de la infamia es una serie de relatos de orden épico: con este libro se está en el centro de la epopeya. Sus títulos son: «El atroz redentor Lazarus Morell», «El impostor inverosímil Tom Castro», «La viuda Ching, pirata», «El proveedor de iniquidades Monk Eastman», «El asesino desinteresado Bill Harrigan», «El incivil Maestro de Ceremonias Kotsuké no suké», «El tintorero enmascarado Hákim de Merv» y finalmente el texto más clásico de Borges, del cual él mismo dice no comprender por qué tuvo tanto éxito, «Hombre de la esquina rosada». Este último es verdaderamente la parte épica específicamente argentina del libro porque evoca lo que Borges denomina la canción de gesta de los cuchilleros y los compadritos de barrio en Buenos Aires, tema bastante presente en la obra de Borges pero que, personalmente, considero muy secundario, si bien ha hecho felices a numerosos lectores.
Todos estos textos están inspirados en historias, en libros de historia, en ciclos narrativos de la literatura oriental u occidental y se caracterizan por el gusto pronunciado que muestra Borges por la epopeya. A primera vista hay una contradicción: cuando se empieza a leer los textos atentamente y se olvidan los carácteres y los acontecimientos que son narrados se advierte en seguida que si Borges utiliza temas épicos es para mejor desmantelar la epopeya y mostrar su carácter irrisorio. Me detengo un instante en el título del libro, Historia universal de la infamia. Borges escribió otro libro, un libro de ensayos literarios, filosóficos, por decir así (no hay que olvidar que Borges no es un filósofo, es simplemente un escritor y por eso empleo la palabra filosóficos con muchos escrúpulos). Este libro es Historia de la eternidad. El mismo mecanismo rige la invención de los dos títulos. En Historia de la eternidad se advierte mejor el rol que desempeña la palabra historia en el título. Es evidente que no se puede escribir una historia de la eternidad y que, desde el punto de vista de la eternidad, la historia desaparece, absorbida justamente por la eternidad. Se puede decir lo mismo de Historia universal de la infamia. Hay una especie de triunfalismo en el hecho de querer escribir una Historia Universal pero por el contrario ponerse a escribir una historia universal de la infamia demuestra que el verdadero tema no es la Historia Universal sino la Infamia. Si hay realmente una epopeya, la epopeya por excelencia es justamente la historia universal, de la que las epopeyas (ya sea bajo la forma de epopeyas o de novelas), no son más que casos aislados, accidentes. La historia universal no sólo es un paradigma de la epopeya sino que, además, es la epopeya que engloba a todas las otras epopeyas. Contribuye a situar las epopeyas que, iluminadas por ella, son simples historias locales y aun historias pueblerinas. Borges, cuando habla de la historia universal de la infamia, lo hace para reducir a la nada, ya desde el título, la posibilidad de narrar una epopeya.
En todos los textos de Historia universal de la infamia en un momento o en otro, a través de la sátira, la observación por decir así ética o, más frecuentemente, por la luz metafísica que Borges arroja sobre los acontecimientos que narra, todo es puesto en juego para producir el derrumbe de la epopeya. Ya Cervantes, para reducir a la nada, para pulverizar, para anular esta forma bastarda de la epopeya que se llama novela de caballería, la había localizado, es decir la había individualizado, visualizado, puesto en un lugar y más aún la había puesto en su lugar. Hay un solo contacto positivo de Borges con la epopeya que es en sí un contacto negativo: la nostalgia. Para Borges todo lo que es épico pertenece al pasado. Esto puede parecer extraño, porque hay en Borges un gusto muy pronunciado por los generales (hasta llegó a decir, no hace mucho, después se desdijo, felizmente, que los generales chilenos eran unos caballeros), por las espadas, los ejércitos, etcétera, pero en Borges hay una relación de nostalgia con todas esas cosas. Sin duda no es más que un sentimiento personal de Borges y finalmente no tiene gran importancia, pero pienso que hay allí una posibilidad de acceso a la epopeya y no solamente un sentimiento hacia sus antepasados desaparecidos, que murieron en el campo de batalla mientras que él está condenado a morir en su cama. Es también porque hay una imposibilidad histórica para escribir epopeyas, imposibilidad expresada por Borges a través de la nostalgia, que hay una cierta manera borgiana de pertenecer a la modernidad.
Se podría sacar la misma conclusión del análisis de «El sur». Borges dice, en el prefacio de Ficciones, que ese cuento puede ser leído de dos maneras, como una serie banal de hechos novelescos o como otra cosa. Cuando leímos ese cuento, buscamos en seguida saber lo que pasaba, por qué había dos finales. Borges decía que había dos cuentos diferentes en ese cuento. Ahora bien, ese cuento retoma un esquema narrativo utilizado en varias ocasiones, especialmente por Ambrose Bierce en «El puente sobre el río Hibou», o por Hemingway en «Las nieves del Kilimanjaro», o también por Cortázar, más tarde, en un cuento que se llama «La isla a mediodía». En aquel cuento un personaje está viviendo subjetivamente su muerte de una manera épica, pero en realidad está muriendo devorado por la fiebre en una cama de hospital. Muere en su lecho, es decir que muere de una manera simétricamente opuesta a la manera en que se muere en las epopeyas. Si la epopeya es utilizada, es justamente para destruirla mejor, para sacarla mejor de la circulación.
¿Por qué no escribir novelas? Esta sería la segunda parte del asunto. Borges trata de responder a esta pregunta sin mostrarlo demasiado, sin mostrar que está encarando el problema, sin hacerlo de frente, como hablando de otra cosa. Describiendo el género narrativo trata de mostrar por qué no se pueden escribir novelas. Esto ocurre en dos ensayos: uno es «El arte narrativo y la magia», el otro «De las alegorías a las novelas». Observamos que siempre hay un problema central y es por eso que yo evocaba la cuestión de la historia universal. Habría que insistir. Este problema central es el del acontecimiento: ¿qué es una epopeya?, ¿qué es una novela? Es realmente el reino del acontecimiento, el reino de la causalidad del acontecimiento, el reino de la causalidad histórica.
En su ensayo «El arte narrativo y la magia» Borges, para analizar el arte narrativo, curiosamente no se aboca a ninguna novela. Toma un poema narrativo de William Morris que trata del viaje de Jasón y los argonautas y después dice que en realidad hay dos maneras de escribir narraciones: una sería la que cree en una causalidad directa, natural, y después la otra en la que hay una causalidad exagerada, una especie de exacerbación de la causalidad como en la magia. Borges, aludiendo al libro de Frazer La rama dorada, dice que la magia no es el rechazo de la causalidad sino su exageración. Allí donde no hay causalidad natural, la magia la agrega: por ejemplo un médico moderno pensando que una enfermedad proviene de un microbio, tratará de atacar el microbio: es una causalidad natural; para el primitivo las posibilidades, las causas de la enfermedad pueden ser múltiples, las atacará entonces todas a la vez y creará una red causal mucho más compleja que la de la causalidad natural. Borges, por otra parte, retoma ciertas distinciones entre magia homeopática y magia simpática que establece Frazer, y que son discutidas por Freud en Totem y tabú. Después agrega: «la causalidad natural se adecua perfectamente a la simulación psicológica (es decir a las novelas), y la causalidad generalizada, en la que los detalles ordenan todo, y transforman todo, es favorable para la práctica narrativa».
En el otro ensayo, «De las alegorías a las novelas», Borges dice que en la actualidad nadie puede declararse nominalista, a nadie se le ocurriría declararse nominalista porque todo el mundo es nominalista. La vieja querella entre realistas y nominalistas de la Edad Media no tiene más sentido porque todos son nominalistas, ya nadie es realista; ya nadie es platónico, todo el mundo es aristotélico: siendo nominalista, todo el mundo es realista, todo el mundo escribe novelas realistas. Borges dice que se pasa de la alegoría a la novela cuando se pasa del realismo, en el sentido medieval del término, al nominalismo. Se podrían cambiar los términos, se podría decir ahora: se pasa de la alegoría a la novela cuando se pasa de un cierto no-realismo a un cierto realismo.
¿Por qué Borges hace todas esas críticas? Porque en el centro de la teoría borgiana de la narración, hay un rechazo del acontecimiento, de la causalidad natural, de la inteligibilidad histórica y de la hiperhistoricidad que caracteriza al realismo tal como es practicado hasta Bouvard y Pecuchet, del que dije de entrada que es el texto que concluye la era de la novela, comenzada con Don Quijote. La novela queda así fechada, y considerada como un género literario y, además, se podría hacer toda una historia de ese género a la manera de Lukács, que sería pertinente para tratar de ponerla en su lugar. A partir de Bouvard y Pecuchet la novela, entonces, no tiene más vigencia: hay otra cosa. Leí, un día, una frase de Raymond Queneau: «Bouvard y Pecuchet es una vasta odisea cómica a través del océano del saber». Nunca encontré una frase más errónea sobre Bouvard y Pecuchet. Bouvard y Pecuchet es realmente la antiepopeya, es la repetición de un gesto único que se transforma en una imposibilidad infinita de actuar. No por azar Borges pone a Bouvard y Pecuchet entre los precursores de Kafka. El exceso que caracteriza tanto a la novela como a la epopeya es una acumulación de acontecimientos (aun si esos acontecimientos no son reales o son fantásticos) que se agregan los unos a los otros y que se caracterizan por su variedad y su transformación. Ahora bien, Bouvard y Pecuchet es exactamente lo contrario. No se puede llamar a esto novela, salvo como burla. En todas las novelas importantes del siglo XX hay siempre esta desviación de los principios que caracterizaron a la novela del siglo XIX, después del Quijote y la epopeya.
Para simplificar podría decir que de un lado está la narración y del otro la novela: toda novela es una narración pero no toda narración es una novela. La novela no es más que un período histórico de la narración, y la narración es una especie de función del espíritu. La novela es un género literario. Después de Bouvard y Pecuchet la narración ha dejado de ser novelesca. Si las novelas del siglo XX no son novelescas, y si Borges no ha escrito novelas, es porque Borges piensa, y toda su obra lo demuestra, que la única manera para un escritor en el siglo XX de ser novelista, consiste en no escribir novelas.
(1981)
Juan José Saer: El concepto de ficción (1997)
© 1997, Herederos de Juan José Saer
© 1997, Companía Editora Espasa Calpe Argentina S.A./Aries
Buenos Aires, Seix Barral, 2014 (cuarta edición)
Foto  original color: Juan José Saer 1996
©Sophie Bassouls-Sygma Corbis


15/3/16

Jorge Luis Borges: Inglaterra








Una sola vez, que sepamos, y en un catálogo de tribus menores, escribió la pluma de Tácito, el nombre de los anglos, que resonaría después en el de Inglaterra: Engla-Land¿Quién, bajo César, hubiera profetizado que aquellas islas desgarradas y laterales que están como perdidas en los últimos confines de un continente emergerían de su bruma de fábula y dominarían los mares del mundo? El proceso fue secular y no alcanzaron a entreverlo o a descifrarlo (como suele ocurrir con el destino) las generaciones que lo sufrieron. Las noches y los días, las vicisitudes geológicas, los rigores, el negro y el blanco invierno, las breves rosas, los ritos de los celtas, el orden romano, el ruiseñor y el arpa, las lluvias, las guerras del sajón, y del vikingo, la nueva fe, la cruz que se elevó en los santuarios de Woden o de Thor, los normandos, el hábito de la Biblia y, sobre todo, los peligros y la pasión del mar circundante fueron trabajando a Inglaterra para su destino imperial. Ese múltiple origen es reflejo en el idioma inglés, que a un tiempo es latino y germánico y que dispone, para cada concepto, de una breve y común palabra sajona y de una voz romana. Otras naciones hay que se expresan mediante el mármol, el color o la música: la palabra escrita es el instrumento del taciturno inglés, que ha dado a la memoria y a la imaginación de los hombres la más diversa, prodigiosa y sensible de las literaturas. Desde el Seafarer hasta la lapidaria y enigmática poesía de Yeats, esta literatura consta de piezas individuales, y no se presta a una clasificación pedagógica por generaciones o escuelas. Wilde es contemporáneo de Kipling y éste de Wells.


Cada inglés es una isla, ha dicho Novalis. En el campo de la filosofía, esta incurable soledad central de las almas inglesas ha dado el nominalismo, el empirismo y el positivismo lógico, como hace del cosmos una serie de verbos impersonales, sin sujeto ni objeto; en el de la política, el individualismo y la democracia, que Inglaterra ha ejercido y ha divulgado sobre la faz del mundo. Ciertas páginas de Spencer, publicadas en 1884, encierran el mejor alegato contra la opresión del individuo por el Estado.


Las dictaduras dogmáticas hallan su enemigo natural en el suelo inglés. Nadie ignora la parte definitiva que tuvieron las armas de Inglaterra en el vencimiento de Hitler, de Napoleón y de Felipe II. Cabe, asimismo, recordar que la Reforma se inició en los claustros de Oxford, por obra de John Wyclif, cuyas cenizas fueron arrojadas a las aguas del Swiftway, y que la primera de las revoluciones de nuestro tiempo fue la del Parlamento inglés contra el Rey.


Quienes queremos a Inglaterra lo hacemos con amor personal, como si se tratara de un ser humano, no de una forma eterna. Algo inexplicable y algo íntimo hay en la idea de Inglaterra, algo que dejan traslucir los austeros versos de Wordsworth, la recta y cuidadosa tipografía de ciertos libros y el espectáculo del mar, en cualquier lugar del planeta.




En Textos Recobrados 1956-1986
Primera publicación en La Nación
25 de marzo de 1962
Foto: Borges en Iglaterra, 1971

©Salvador García de la Torre,
Revista Gente, 27 de mayo de 1971


14/3/16

Jorge Luis Borges: Nota dictada en un Hotel del Quartier Latin






Wilde escribe que el hombre, en cada instante de su vida, es todo lo que ha sido y todo lo que será. En tal caso, el Wilde de los años prósperos y de la literatura feliz ya era el Wilde de la cárcel, que era también el de Oxford y el de Atenas y el que moriría en 1900, de un modo casi anónimo, en el Hôtel d'Alsace, del Barrio Latino. Ese hotel es ahora el hotel L'Hôtel, donde nadie puede encontrar dos habitaciones iguales. Diríase que lo labró un ebanista, no que lo diseñaron arquitectos o que fue levantado por albañiles. Wilde odiaba el realismo; los peregrinos que visitan este santuario aprueban que haya sido recreado como si fuera una obra póstuma de la imaginación de Oscar Wilde.

Yo quería conocer el otro lado del jardín, le dijo Wilde a Gide en los años últimos. Nadie ignora que conoció la infamia y la cárcel, pero algo joven y divino había en él que rechazaba esas desdichas, y cierta famosa balada, que intenta lo patético, no es la más admirable de sus obras. Digo lo mismo del Retrato de Dorian Gray, vana y lujosa reedición de la novela más renombrada de Stevenson.

¿Qué sabor final nos dejan los libros que Oscar Wilde escribió? El sabor misterioso de la dicha. Pensamos en esa otra fiesta, el champagne. Recordemos con alegría y con gratitud "The Harlot's House", "The Sphinx", los diálogos estéticos, los ensayos, los cuentos de hadas, los epigramas, las lapidarias notas bibliográficas y las inagotables comedias, que nos muestran personas muy estúpidas que son muy ingeniosas.

El estilo de Wilde fue el estilo decorativo de cierta secta literaria de su época, los Yellow Nineties, que buscó lo visual y lo musical. No sin una sonrisa ejerció ese estilo, como hubiera ejercido cualquier otro.

Una crítica técnica de Wilde me resulta imposible. Pensar en él es pensar en un amigo íntimo, que no hemos visto nunca pero cuya voz conocemos, y que extrañamos cada día.




Atlas (1984)
Con María Kodama
©1984, Borges, Jorge Luis
©1984, Edhasa

Fotos: Placas conmemorativas Borges y  Wilde
en el Quarter Latin, Paris
Fuente oquevidomundo.com


13/3/16

Jorge Luis Borges: Milonga de Jacinto Chiclana






Me acuerdo, fue en Balvanera,
en una noche lejana,
que alguien dejó caer el nombre
de un tal Jacinto Chiclana.


Algo se dijo también
de una esquina y un cuchillo.
Los años no dejan ver
el entrevero y el brillo.

¡Quién sabe por qué razón
me anda buscando ese nombre!
Me gustaría saber
cómo habrá sido aquel hombre.


Alto lo veo y cabal,
con el alma comedida;
capaz de no alzar la voz
y de jugarse la vida.

Nadie con paso más firme
habrá pisado la tierra.
Nadie habrá habido como él
en el amor y en la guerra.

Sobre la huerta y el patio
las torres de Balvanera
y aquella muerte casual
en una esquina cualquiera.


No veo los rasgos. Veo,
bajo el farol amarillo,
el choque de hombres o sombras
y esa víbora, el cuchillo.

Acaso en aquel momento
en que le entraba la herida,
pensó que a un varón le cuadra
no demorar la partida.

Sólo Dios puede saber
la laya fiel de aquel hombre.
Señores, yo estoy cantando
lo que se cifra en el nombre.

Entre las cosas hay una
de la que no se arrepiente
nadie en la tierra. Esa cosa
es haber sido valiente.

Siempre el coraje es mejor.
La esperanza nunca es vana.
Vaya, pues, esta milonga
para Jacinto Chiclana.



En Para las seis cuerdas (1965)
Foto: Borges en San Juan, 1984

12/3/16

Jorge Luis Borges: Yo, judío








Como los drusos, como la luna, como la muerte, como la semana que viene, el pasado remoto es de aquellas cosas que puede enriquecer la ignorancia —que se alimentan sobre todo de la ignorancia. Es infinitamente plástico y agradable, mucho más servicial que el porvenir y mucho menos exigente de esfuerzos. Es la estación famosa y predilecta de las mitologías.

¿Quién no jugó a los antepasados alguna vez, a las prehistorias de su carne y su sangre? Yo lo hago muchas veces, y muchas no me disgustó pensarme judío. Se trata de una hipótesis haragana, de una aventura sedentaria y frugal que a nadie perjudica —ni siquiera a la fama de Israel, ya que mi judaísmo era sin palabras, como las canciones de Mendelssohn. Crisol, en su número del 30 de enero, ha querido halagar esa retrospectiva esperanza y habla de mi "ascendencia judía, maliciosamente ocultada". (El participio y el adverbio me maravillan).

Borges Acevedo es mi nombre. Ramos Mejía, en cierta nota del capítulo quinto de Rosas y su tiempo, enumera los apellidos porteños de aquella fecha, para demostrar que todos, o casi todos, "procedían de cepa hebreo-portuguesa". Acevedo figura en ese catálogo: único documento de mis pretensiones judías, hasta la confirmación de Crisol. Sin embargo, el capitán Honorio Acevedo ha realizado investigaciones precisas que no puedo ignorar. Ellas me indican el primer Acevedo que desembarcó en esta tierra, el catalán don Pedro de Azevedo, maestre de campo, ya poblador del "Pago de los Arroyos" en 1728, padre y antepasado de estancieros de esta provincia, varón de quien informan los Anales del Rosario de Santa Fe y los Documentos para la historia del Virreinato —abuelo, en fin, casi irreparablemente español.

Doscientos años y no doy con el israelita, doscientos años y el antepasado me elude. Agradezco el estímulo de Crisol, pero está enflaqueciendo mi esperanza de entroncar con la Mesa de los Panes y con el Mar de Bronce, con Heine, Gleizer y los diez Sefiroth, con el Eclesiastés y con Chaplin.

Estadísticamente los hebreos eran de lo más reducido. ¿Qué pensaríamos de un hombre del año cuatro mil, que descubriera sanjuaninos por todos lados? Nuestros inquisidores buscan hebreos, nunca fenicios, garamantas, escitas, babilonios, persas, egipcios, hunos, vándalos, ostrogodos, etíopes, dardanios, paflagonios, sármatas, medos, otomanos, bereberes, britanos, libios, cíclopes y lapitas. Las noches de Alejandría, de Babilonia, de Cartago, de Menfis, nunca pudieron engendrar un abuelo; sólo a las tribus del bituminoso Mar Muerto les fue deparado ese don.



* Respuesta de Jorge Luis Borges a la Revista Crisol (publicación argentina de las primeras décadas del siglo XX identificada con el nazismo) que insinuaba que ocultaba su ascendencia judía.

Revista Megáfono, 3, Nº 12, pág. 60
Buenos Aires, abril de 1934

Luego en Jorge Luis Borges, Ficcionario, Una antología de sus textos
Edición, introducción, prólogos y notas por Emir Rodríguez Monegal
México, Fondo de Cultura Económica, 1985

Incluido en Textos recobrados 1931-1955
© María Kodama 2001
© Emecé Editores 2001

Photo: Borges at the Sorbonne university in Paris, France in 1978
by Daniel Simon - Gamma-Rapho Via Getty Images

11/3/16

Lisa Block de Behar: Borges. Razones y ficciones del nombre







A Ariel



Tal vez hubo un error en la grafía
O en la articulación del Sacro Nombre;
A pesar de tan alta hechicería,
No aprendió a hablar el aprendiz de hombre.
J.L.B.





En uno de los cuentos más conocidos de Borges y el que continúa siendo –y con justicia– su cuento más citado, el narrador afirma, resignándose a la inutilidad de todo ejercicio intelectual o reivindicándola, que:

Una doctrina filosófica es al principio una descripción verosímil del universo, giran los años y es un mero capítulo –cuando no un párrafo y un nombre– de la historia de la filosofía. En la literatura, esa caducidad final es aún más notoria.1 

De aplicarse esa predicción, de atribuirse hipotéticamente a la obra del propio Borges (y no sin cierta ironía), las precariedades de una poética descaecida o de una poesía en vías de extinción, era de esperarse que vaticinara la desaparición de sus ensayos, cuentos y poemas, deseando, sin embargo, que sólo un poema permaneciera a salvo. Si tal presagio hubiera llegado a verificarse con los años, ¿qué habría preservado del inevitable desgaste, del desastre, de la destrucción o de las irrupciones de una barbarie que no deja de acechar la historia de hombres y obras? Si de sus incontables escritos pudiera salvarse algo –decía–, sólo anhelaba que fuera “El golem” el que perdurara. Pero ni siquiera todo el poema que, según entendía, es demasiado extenso. Sería suficiente una estrofa, la primera bastaría:

Si (como el griego afirma en el Cratilo)
El nombre es arquetipo de la cosa,
En las letras de rosa está la rosa
Y todo el Nilo en la palabra Nilo. 

Es extraño. En un poema que, por su ambientación rabínica, su tema cabalístico, su título en hebreo reclama la tradición judía, Borges empieza por hablar del “griego”. Formula esa referencia, además, como una aclaración que aparece entre paréntesis, un par convencional de signos al que recurre más de una vez para empezar un poema aunque se vea como una marca inusual de comienzo y, especialmente, del comienzo de un poema.2 Ni Sócrates, ni Platón, ni Cratilo, si bien es este último el personaje del Diálogo que se preocupa por el origen de los nombres, de su verdad, de su naturaleza, de su etimología. Lo menciona, es cierto, pero localizado, “en el Cratilo”, un espacio que hace rimar, por otra parte, con Nilo. 

Sin duda, una vez más, es la cuestión del nombre la que está en juego en este comienzo, no sólo el problema de las tensiones semánticas entre el nombre común, que remite al arquetipo, al concepto, a la Idea, y el nombre propio, en el que coinciden la designación y su particular referencia geográfica. No dice quién dice aunque se nombra el lugar donde dice. Pasa de la cosa al arquetípico nombre de la rosa, de un lugar determinado en el mapa o en el desierto a la palabra que lo nombra. ¿Por qué preservar esa reliquia poética? ¿Por qué precisamente involucrar a “El golem”, un poema sobre un ser imaginario, inánime, creado con barro por el erudito rabino de Praga, que desliza sus misterios entre el griego que no se nombra y el nombre del río de Egipto, de resonancias negativas, que pertenece a un paisaje ajeno y lejano?

Semejante al Nombre, el poema está hecho de “consonantes y vocales”, de “letras y sílabas cabales”; entre cábalas y otros procedimientos aleatorios no sorprende que coincidan tema y materia verbales en un mismo poema y, si bien no es nada raro que en poesía se hable de poesía, como el lenguaje habla del lenguaje, es esa coincidencia indiscernible entre decir y hacer que define la función poética, la que pudo haber dado vida al Golem, una criatura que surgió de la palabra –como quien dice de la nada–, el sitio donde podría guarecerse o desaparecer como polvo en el polvo o aire en el aire.

¿Cuál sería el nombre que, al fin, pronunció Judá León, “el Nombre que es la Clave”,3 que conoce y mantiene en secreto? Al final de esa estrofa, la única que debería sobrevivir según el testamento agorero de Borges, aparece una palabra en clave, una llave que cierra el texto y, más allá de los enigmas que el rabino no revela, se sobrentiende una negación o una denominación nihilista, la voz que clama en el desierto y, hierático, próximo a la esfinge, el Nilo o el nombre del río atraviesan el vacío donde el caudal y la palabra apenas fluyen.

Sin revelaciones ni ocultamientos, adversa a cualquier estremecimiento apocalíptico, la obra de Borges abunda en figuraciones impensadas de cierta lógica paradojal apta para anticipar una estética de la desaparición que no diferenciaría de una desaparición de la estética:

Por lo demás, descreo de las estéticas. En general no pasan de ser abstracciones inútiles; varían para cada escritor y aun para cada texto y no pueden ser otra cosa que estímulos o instrumentos ocasionales.

¿Por qué de la profusa producción de sus obras sólo querría que perduraran cuatro versos? ¿Por qué no le pesa esa reducción? ¿Por qué no le pesa el resto? ¿Por qué ese descrédito respecto a la estética? ¿Acaso coincide con la sentencia que condenó a la poesía, a mediados de siglo? No sólo la poesía; solidarios, fueron amenazados el arte, el conocimiento, las teorías y las disciplinas que los estudian. ¿Teorías? ¿Todavía? Vale recordar que el narrador del cuento “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” comprueba, sin estupor, que “No hay ciencias en Tlön”; por eso, no sería ni tan escandalosa ni tan inesperada esa carencia. Silenciosa, la literatura se habría dispersado en citas; las páginas en éter; en eternidad la historia.

La acelerada disipación y gradual evanescencia de las obras en repeticiones incontables, suspendidas en redes invisibles que expanden la literatura en un inabarcable estado de sitios, comprometen el espacio y otras extensiones: “Una de las escuelas de Tlön llega a negar el tiempo”. Las fugas que la fantasía literaria propicia, los encuentros que las citas satelitales multiplican y la sucesión de negaciones que implican están más cerca de la esperanza que del desaliento. Sin apartar la memoria de las aniquilaciones masivas que las violencias del siglo XX provocaron y que renuevan el terror a comienzos del siguiente siglo, aun sin proponérselo, esos avances incontenibles logran desafiarlos. (Aun cuando sólo fuera un wishful thinking, tampoco lo descartaría.)


Una vocación derogatoria

Las predicciones de tales desapariciones no suscitan ni desesperación ni lamentos en la obra de Borges, que se complace en superarlas por una suerte de humor que la distingue sin ignorarlos. Pasos indecisos de una danza macabra acompasan sus textos con figuras de un animado cortejo, anticipado por los espectros que rondan una poética del silencio, de la aniquilación, de la nada, celebrando un desfile más festivo que fúnebre. No es la primera vez que esa inminencia sigilosa confirma la conversión del mundo en poesía. Otro poeta ya había anunciado una tregua literaria afirmando que el mundo existe para acabar en un libro. Pero, aunque bello, ese libro también se termina y nada asegura que, material, un buen día desaparezca, siempre que el trámite digital siga atendiendo colecciones igualmente hermosas y completas. A pesar de esa fatalidad, se empecinaba Amos Oz 5 en su deseo de ser libro; no escritor: libro, abrigando la esperanza de que –más que las personas, perseguidas, deportadas, torturadas, quemadas– algún ejemplar del libro sobreviviera en alguna parte, aun si fueran aquellas novelas que, similares a la que ansiaba escribir Flaubert, fueran novelas sobre nada.

Entre sus escritos de principios de los años treinta, Borges había reconocido y asignado a la literatura, a diferencia de las otras artes, el discutible privilegio de saber anunciar su enmudecimiento, de “enamorarse de la propia disolución y cortejar su fin”. Extiende a la pluralidad de formas literarias esa fatalidad, la contradictoria fortuna de invocar y revocar al mismo tiempo, la ambigua virtud del nombre, que tanto designa como deroga. Una vocación derogatoria la del vocablo, de la voz que pronuncia y anula y, valiéndose del mismo medio, suprime. Modulada esa convicción por tantas versiones diferentes, ya no se retractará de haberla confesado.

Admitiendo que el mundo fuera creado por la palabra, no debería sorprender que fuera destruido por la misma vía o voz. Las variantes de la obliteración literaria, literal o gráfica, dan lugar a la representación emblemática del mapa que describe y desplaza el territorio imperial en ese escueto texto muy bien llamado “Del rigor en la ciencia”. De manera semejante, en “La parábola del palacio” la perfección del poema acabó con el palacio imperial, el poeta y el poema, y poco o nada resta del imperio y de las alabanzas que lo exaltaron. La imitación perfecta releva el mundo al pie de la letra. Tal vez por tal razón Borges decía que era perfecta La invención de Morel, una novela que, en la novela, acaba con el mundo, sus paisajes, personajes, sus aventuras.

Si consintió en que de toda su obra sólo restara una estrofa, su ficción llevó al extremo la perfecta brevedad nominal a la que aspiraba: “Hay poemas famosos compuestos de una sola enorme palabra”. La exageración de semejante afirmación resulta tan desmesurada como esa palabra que busca e imagina. Inexplicablemente, las ausencias propuestas por su poética en varias e insistentes versiones no ha llamado suficientemente la atención de los especialistas. Esa especializada desaprensión se podría justificar, entre otros motivos, por registrarse la aserción dentro de una ficción que es tan sorprendente como el propio Tlön, el planeta donde “Los metafísicos no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro”.

Desde la perspectiva de esa estética espectral y la gnoseología en extremo minimalista que la fundamenta, parece oportuno adelantar las incógnitas de un cuento donde, “en realidad, o en las alegorías” –según entendía Kafka–, el narrador se propone la búsqueda de una palabra, como quien se propone la búsqueda arqueológica de una reliquia sagrada o de un tesoro perdido. Incluido en El libro de arena, el cuento se titula “UNDR”, con mayúsculas, una sigla, menos misteriosa que el místico tetragramaton, sin duda menos venerable, sin ser menos prodigiosa. No escasean títulos de poemas de Borges o de otros autores, de cuentos o novelas que consten de cuatro números, cifrando en la fecha de un año particular, a veces futuro, un universo milenario o aludiendo en The Sign of Four, por explícito no menos intrigante, por literal menos medido. En apariencia, no es fácil encontrar un título tan sucinto, literal y a la vez tan enigmático para otro cuento, aunque en Otras inquisiciones ya podría haber llamado la atención que el ensayo “Nueva refutación del tiempo” se articulara en dos capítulos; el primero lleva la letra “A” mayúscula como título; el segundo capítulo se titula, según el mismo orden, “B”. Circunspecta, la serie alfabética compromete un ordenamiento aparente, que la coherencia del ensayo prevé y propicia.

No obstante, son varios los títulos donde la brevedad nominal da que pensar. Un poema “Yo” en La rosa profunda (1975), otro poema “Tú” en El oro de los tigres (1972), un poema “Él” en El otro, el mismo (1964), anticiparían una austeridad que, personal, pronominal, anterior o posterior al nombre, alertaría sobre los recursos con que cuenta el lenguaje, dramática o gramaticalmente, para significar poco o no significar, para disimular una identidad que se discute, un velo verbal que indica o señala, no más. Un objeto tan teatral como una máscara oculta la persona pero, propalada desde el griego a otros idiomas, no impide que sea el ser, hombre y mujer, un ser indiscriminado. Con signo contrario, “Nadie” no se diferencia de “Alguien” e, indefinidos ambos, progresan en el pasaje de “Alguien a Nadie”,6 de la necesaria indefinición Primordial a la no identidad de Shakespeare, que “se parecía a todos los hombres, salvo en lo de parecerse a todos los hombres”.

Precisamente, por la astucia de designarse “Nadie”, Odiseo se suprime y supera el trance, sin distanciarse del azaroso itinerario de sus odiseas y de los territorios que ya sea como Ulises u Olisipo recorriera, fundando la ciudad, según la leyenda, en la costa occidental del Viejo Continente que dio nombre a Lisboa. La máscara es la misma: “Pessoa”, el nombre propio del poeta, el que multiplica el ocultamiento en patronímicos o heterónimos que revelan la pluralidad de una vida, en tantas vidas como nombres, o más:

[…] el origen mental de mis heterónimos reside en una tendencia orgánica y constante en mí a la despersonalización y a la simulación. […] así todo se acaba en silencio y poesía.

Entrevisto entre las reliquias arqueológicas y los resquicios poéticos, el misterio del nombre acecha, a la vuelta de caminos donde se cruzan los relatos míticos, épicos, trágicos, religiosos, como el enigma de una esfinge dispuesta a sacrificar a quien no acierte la solución que, en definitiva, sólo posterga otro enigma, el mayor, que es condición del hombre. En Otras inquisiciones (1952), en más de una oportunidad, Borges transcribe un pasaje de Léon Bloy, de quien no deja de asombrarle la convicción combativa, la fe más militante depositada en las premeditaciones sobre Dios que le impiden dudar del determinismo, minucioso, secreto, el más simbólico, que se hace Verdad en la Sagrada Escritura. Es tal la admiración hacia quien alguna vez Borges calificó como profeta o visionario que, en el mismo volumen, con una diferencia de un par de páginas, insiste en transcribir la misma referencia, la misma cita, textual, de la que omite apenas algunas palabras.9 Transformada por sus nuevos contextos, el fragmento de Bloy irradia a través de todo el pensamiento de Borges asociándolo al método que los cabalistas judíos aplicaron a la interpretación de las Escrituras. La extensión prolongada, infrecuente, que le reserva en dos breves ensayos, la incidencia de estos dos ensayos en su obra, valen la transcripción:

Después León Bloy escribió: “No hay en la tierra un ser humano capaz de declarar quién es. Nadie sabe qué ha venido a hacer a este mundo, a qué corresponden sus actos, sus sentimientos, sus ideas, ni cuál es su nombre verdadero, su imperecedero Nombre en el registro de la Luz… La historia es un inmenso texto litúrgico, donde las iotas y los puntos no valen menos que los versículos o capítulos íntegros, pero la importancia de unos y de otros es indeterminable y está profundamente escondida” (L’Âme de Napoléon, 1912).10 

A continuación, en “El espejo de los enigmas”, Borges vuelve a hacer referencia al mismo libro de Bloy, asignándole como único propósito el de descifrar el símbolo Napoleón, en el que reconocería al precursor de otro héroe que advendría en el porvenir, ya que para “ce journaliste de combat”, como se suele definir a Bloy, cada hombre está en la tierra para simbolizar algo que ignora y para contribuir, en distinta medida, a edificar la Ciudad de Dios.

Me interesa señalar el “carácter jeroglífico –ese carácter de escritura divina, de criptografía de los ángeles– en todos los instantes y en todos los seres del mundo” que le atribuye Borges a las ponderadas reflexiones de Bloy. La incomprensión del sentido sólo se debe a la ignorancia de su propia condición que es condición del hombre, sobre la que vuelve hacia el final de “El espejo de los enigmas”: Ningún hombre sabe quién es, afirmó León Bloy, y para Borges, además de señalar ese desconocimiento primario, era el propio Bloy quien ilustraba “esa ignorancia íntima” de quien, a pesar de que se creía un católico riguroso, “fue un continuador de los cabalistas, un hermano secreto de Swedenborg y de Blake, heresiarcas”.

Tratándose de la imposibilidad de descifrar los secretos del hombre, que apenas se disimulan bajo la máscara del nombre, las letras, como cáscaras, se desprenden en trozos significativos de un lenguaje oculto que, en pedazos, hace proliferar los sentidos. Al combinar esos cabos sueltos en acrósticos y anagramas afortunados, las letras devienen símbolos articuladores de una significación que su función lingüística, exclusivamente distintiva, les niega. Frente al rigor de una práctica escritural, espiritual, donde nada es contingente, se descarta la participación del azar. Entre tanta determinación, no se debería pasar por alto una errata que responde a un resorte menos trivial que el mero descuido, acercándose al lapsus sintomático de shibboleth,11 que revela, por defecto, la identidad. En la primera edición de las Obras Completas (Buenos Aires, 1974), como en el segundo volumen de la edición de 1989, en el último párrafo de ese renombrado ensayo que es “El espejo de los enigmas”, aparece destacada en itálicas la aseveración sobre la que redundamos, pero donde el experto tipógrafo confunde “hombre” con “nombre”: “Ningún nombre sabe quién es”, y el lector, sin vacilaciones, consiente sin advertir la errata, o sin considerarla tal.

La confusión de ambos términos, además de ser justa en teoría y coherente en el discurso, se verifica válida también en las estadísticas. Sin ceder a la tentación cuantitativa del registro, revisando sin detenimiento la escritura de Borges, se observa que es demasiado frecuente, casi constante, la asociación de hombre y nombre como para suponer que la confusión fuera sólo accidental, fortuita o de responsabilidad ajena. La estrecha asociación, que la semejanza de sonidos pone en evidencia el español, excede las coincidencias de una paronomasia que pretende restringirse, de manera abusiva, a simples juegos de palabras. De eludirlos, incurriría en una inadvertencia cuando son esos juegos los que descubren, por razón poética, las afinidades más profundas que la inútil o esforzada voluntad de no repetir intenta evitar, desconociendo que esas coincidencias contribuyen a rescatar del olvido o de la indiferencia una historia que con frecuencia las legitima.

Gentil o hebreo o simplemente un hombre
Cuya cara en el tiempo se ha perdido;
Ya no rescataremos del olvido
Las silenciosas letras de su nombre.12

Las aliteraciones, las rimas, reúnen a ambos –hombre y nombre– en una semejanza distinta, mística, ecos de una suerte de resonancia universal que el descuido y el silencio tornan más originales, más extrañas.

Pensaba que el poeta es aquel hombre
Que, como el rojo Adán del Paraíso
Impone a cada cosa su preciso
Y verdadero y no sabido nombre.13 

Destacados por el final del verso, los términos riman dentro de una armonía mayor que la estrofa articula, pero los mismos vuelven a aparecer en otra estrofa, con la que vuelven a rimar, a distancia, por encima de los límites de una composición o de una página, en cualquier pasaje del libro o de otros libros. En la Divina Comedia la fe del poeta descarta la eventualidad de que el nombre de Cristo pueda rimar con otra palabra que no sea Cristo y, al ser para él el Ser sin par, más allá de la doctrina, sólo rima consigo mismo. El hombre tiene en el nombre un ente prójimo, una entidad inseparable y propia con la que, sin conflicto, se confunde.

Si alguien pregunta “¿Quién es?”, la respuesta es un nombre, y ese nombre basta. El nombre es una de las más caras máscaras del hombre, que lo oculta y lo revela a la vez. Pero no es sólo doble esa figura, semejante al drama en el drama, o “el agua en el agua”, la dualidad no acaba ahí sino que es origen y final de sucesivas revelaciones y ocultamientos: un nombre puede esconder otro nombre y esa denominación recóndita e ilimitada –como la semiosis– desplaza su secreto en un secreto más hondo, tanto que, de nombre en nombre, el verdadero se esconde:

El enlutado no era Perón y la muñeca rubia no era la mujer Eva Duarte, pero tampoco Perón era Perón ni Eva era Eva sino desconocidos o anónimos (cuyo nombre secreto y cuyo rostro verdadero ignoramos).14 

Metáfora del desplazamiento, un símbolo es como otro símbolo; el desconocimiento como el conocimiento, complejos y desconcertantes ambos; por el mismo vocablo, concierne tanto al cosmos como al discurso, recurrentes, trabadas por la escritura, llamándolas por su nombre, cosas y palabras no se diferencian:

Sé que la luna o la palabra luna
Es una letra que fue creada para
La compleja escritura de esa rara
Cosa que somos, numerosa y una.15

A diferencia del saber que se formula, de los métodos y teorías que lo ordenan, la visión, que prescinde de límites disciplinarios, los procura; de ahí que sea un requisito tan convencional como natural la necesidad de definir, de dar un fin, un término, un nombre y

Me impuse, como todos, la secreta
Obligación de definir la luna.

Más que al hombre, al poeta, esa obligación compromete un lenguaje previo que, sigiloso, anterior al conocimiento y a la dispersión de Babel, opte por una comunicación muda, casi nula que, por sucinta, no pasa por el dominio particular de una lengua, no pasa por el conocimiento, no pasa.

Por el nombre, el poeta rememora con vaguedad un conocimiento anterior a los desvelamientos del conocimiento y a las consecuencias del castigo; recuerdos borrosos de otro espacio, de otros tiempos más allá del tiempo, sombras que el hombre apenas evoca, sombras de sombras, las nombra, indisociables, antiguas y ubicuas:

De sueños, que bien pueden ser reflejos
Truncos de los tesoros de la sombra,
De un orbe intemporal que no se nombra.16

No hace falta decir que, en sus textos, Borges hace cuestión y pasión del nombre. En “Parábola del palacio”17 el poeta encuentra la palabra perfecta que hace desaparecer, al pronunciarla, el palacio del Emperador. Un pronunciamiento poético provoca la crueldad del Príncipe, quien hace desaparecer (ya se dijo), por súbita y soberana orden, poeta, palabra y poema. Por la proeza poética, por su propia y paradójica perfección, resta el silencio. El narrador de la parábola cuenta que los descendientes del poeta siguen buscando en vano la palabra del universo capaz de tales hazañas. Inasible, como el horizonte siempre en fuga, recuerdan con vaga o ninguna precisión esa voz única interior o anterior al lenguaje, a la articulación, a las definiciones, o sólo evocan la promesa de una revelación esperada pero que aún no llega. Empeñados, en denodado afán por encontrar la maravilla, recuperan voces del pasado, desde los orígenes de su propia lengua hasta las afinidades con lenguas distantes, aun sabiendo que la palabra se reserva su magia en secreto, ya que es condición del encanto su reserva: “las etimologías, las sinonimias, del secreto diccionario de Dios”.18 

Como en la parábola, también en “UNDR” el poeta cuenta que ya no define cada hecho, “lo ciframos en una palabra que es la Palabra”. Realiza una apuesta en silencio, casi un gesto, para “guardar (el) silencio” que es mantenerlo y ocultarlo a la vez.

Dijo la palabra Undr, que quiere decir maravilla.19 

La maravilla de la palabra la significa, un prodigio que asombra, wonder en inglés, Wunder, en alemán, undr, en el antiguo nórdico, la ancestral lengua de las sagas, a través de las lenguas.

Similar a las consonantes que inscribe el rabino en la frente del golem, que hacen oscilar la comprensión entre dos extremos, entre la verdad y la muerte, desde el principio de la estrofa hasta el verso del final, cunden indiscernibles el río y el nombre. También una abreviatura cifra en meras consonantes la palabra y la maravilla que da razón al cuento.

Por eso, entre abreviaturas y coincidencias, tal vez no sea sólo anecdótico citar de la introducción a la lista de abreviaturas que presenta el On Line Etymology Dictionary que, de rigor, ordenado y sistemático, hace constar:

Suele olvidarse que [los diccionarios] son repertorios artificiosos, muy posteriores a las lenguas que ordenan. La raíz del lenguaje es irracional y de carácter mágico.



1. Jorge Luis Borges, “Pierre Menard, autor del Quijote”, Ficciones, Buenos Aires, 1944.

2. J.L. Borges, “El golem”, El otro, el mismo. Obras completas, vol. II, Buenos Aires, Emecé, 1989 [1964], p. 263; también en el primer verso de “Elogio de la sombra”, Elogio de la sombra. Obras completas, vol. II, Buenos Aires, Emecé, 1989 [1969], p. 395.

3. J.L. Borges, “El golem”, El otro, el mismo. Obras completas, op. cit., p. 263.

J4. .L. Borges, “Prólogo”, Elogio de la sombra. Obras completas, vol. II, Buenos Aires, Emecé, 1989 [1969], p. 353.

5. Amos Oz, Historia de amor y oscuridad, Madrid, Siruela, 2006.

6. J.L. Borges, “De alguien a nadie”, Otras inquisiciones. Obras completas, vol. II, Buenos Aires, Emecé, 1989 [1952], pp. 115-117.

7. Ibidem., p. 116.

8. Fernando Pessoa, Sur les hétéronymes, traduit du portugais et préfacé par Rémy Hourcade, París, Unes/Trans-en-Provence, 1985.

9. “Il n’y a pas un être humain capable de dire ce qu’il est [avec certitude]. Nul ne sait ce qu’il est venu faire en ce monde, à quoi correspondent ses actes, ses sentiments, ses pensées; [qui sont ses plus proches parmi tous les hommes], ni quel est son nom véritable, son impérissable Nom dans le registre de la lumière. [Empereur ou débardeur, nul ne sait son fardeau ni sa couronne.] L’Histoire est comme un immense Texte liturgique où les iotas et les points valent autant que des versets ou des chapitres entiers, mais l’importance des uns et des autres est indéterminable et profondément cachée”. Transcribo la cita extraída de L’Âme de Napoléon, según figura en las “Notes et variantes”, establecidas por Jean Pierre Bernès para Borges. Œuvres complètes, Bibliothèque de La Pléiade, París, Gallimard, 1993.

10. J.L. Borges, “Del culto de los libros”, Otras inquisiciones. Obras completas, vol. II, op. cit., p. 94.

11. En hebreo ese término significa “espiga [o] arroyo”. Fue un salvoconducto lingüístico que sirvió para identificar, por la pronunciación, a los miembros de dos tribus semitas. Libro de los Jueces, cap. XII, vers. 1-15.

12. J.L. Borges, “Lucas, XXIII”, El hacedor. Obras completas, vol. II, Buenos Aires, Emecé, 1989 [1960], p. 218.

13. “La luna”, idem., p. 197.

14. J.L. Borges, “El simulacro”, El hacedor. Obras completas, vol. II, op. cit., p. 167.

15. “La luna”, idem., p. 198.

16. J.L. Borges, “El sueño”, El otro, el mismo. Obras completas, vol. II, op. cit., p. 318.

17. J.L. Borges, El hacedor. Obras completas, vol. II, op. cit., pp. 179-180.

18. J.L. Borges, “El idioma analítico de John Wilkins”, Otras inquisiciones. Obras completas, vol. II, op. cit., p. 86.

19. J.L. Borges, “UNDR”, El libro de arena, Buenos Aires, Emecé, 1975.

20. J.L. Borges, “Prólogo”, El otro, el mismo. Obras completas, vol. II, op. cit., p. 236.



En: Block de Behar, Lisa
En clave de be. Borges, Bioy, Blanqui y las leyendas del nombre
Siglo XXI Editores, México, 2011
Foto: Borges, Lisa Block de Behar y Jacques Derrida
En el departamento de Borges, Maipú  994, sexto piso
Buenos Aires, Octubre de 1985 ©Isaac Behar
Incluida en: Block de Behar, Lisa
Borges, the passion of an endless quotation
Second Edition, State University of New York Press
New York, 2014

10/3/16

Jorge Luis Borges: El proveedor de iniquidades Monk Eastman







Los de esta América
Perfilados bien por un fondo de paredes celestes o de cielo alto, dos compadritos envainados en seria ropa negra bailan sobre zapatos de mujer un baile gravísimo, que es el de los cuchillos parejos, hasta que de una oreja salta un clavel porque el cuchillo ha entrado en un hombre, que cierra con su muerte horizontal el baile sin música. Resignado, el otro se acomoda el chambergo y consagra su vejez a la narración de ese duelo tan limpio. Ésa es la historia detallada y total de nuestro malevaje. La de los hombres de pelea de Nueva York es más vertiginosa y más torpe.

Los de la otra
La historia de las bandas de Nueva York (revelada en 1928 por Herbert Asbury en un decoroso volumen de cuatrocientas páginas en octavo) tiene la confusión y la crueldad de las cosmogonías bárbaras y mucho de su ineptitud gigantesca: sótanos de antiguas cervecerías habilitadas para conventillos de negros, una raquítica Nueva York de tres pisos, bandas de forajidos como los Ángeles del Pantano (Swamp Angels) que merodeaban entre laberintos de cloacas, bandas de forajidos como los Daybreak Boys (Muchachos del Alba) que reclutaban asesinos precoces de diez y once años, gigantes solitarios y descarados como los Galerudos Fieros (Plug Uglies) que procuraban la inverosímil risa del prójimo con un firme sombrero de copa lleno de lana y los vastos faldones de la camisa ondeados por el viento del arrabal, pero con un garrote en la diestra y un pistolón profundo; bandas de forajidos como los Conejos Muertos (Dead Rabbits) que entraban en batalla bajo la enseña de un conejo muerto en un palo; hombres como Johnny Dolan el Dandy, famoso por el rulo aceitado sobre la frente, por los bastones con cabeza de mono y por el fino aparatito de cobre que solía calzarse en el pulgar para vaciar los ojos del adversario; hombres como Kit Burns, capaz de decapitar de un solo mordisco una rata viva; hombres como Blind Danny Lyons, muchacho rubio de ojos muertos inmensos, rufián de tres rameras que circulaban con orgullo por él; filas de casas de farol colorado como las dirigidas por siete hermanas de New England, que destinaban las ganancias de Nochebuena a la caridad; reñideros de ratas famélicas y de perros, casas de juego chinas, mujeres como la repetida viuda Red Norah, amada y ostentada por todos los varones que dirigieron la banda de los Gophers; mujeres como Lizzie the Dove, que se enlutó cuando lo ejecutaron a Danny Lyons y murió degollada por Gentle Maggie, que le discutió la antigua pasión del hombre muerto y ciego; motines como el de una semana salvaje de 1863, que incendiaron cien edificios y por poco se adueñan de la ciudad; combates callejeros en los que el hombre se perdía como en el mar porque lo pisoteaban hasta la muerte; ladrones y envenenadores de caballos como Yoske Nigger —tejen esta caótica historia. Su héroe más famoso es Edward Delaney, alias William Delaney, alias Joseph Marvin, alias Joseph Morris, alias Monk Eastman, jefe de mil doscientos hombres.

El héroe
Esas fintas graduales (penosas como un juego de caretas que no se sabe bien cuál es cuál) omiten su nombre verdadero —si es que nos atrevemos a pensar que hay tal cosa en el mundo. Lo cierto es que en el Registro Civil de Williamsburg, Brooklyn, el nombre es Edward Ostermann, americanizado en Eastman después. Cosa extraña, ese malevo tormentoso era hebreo. Era hijo de un patrón de restaurante de los que anuncian Kosher, donde varones de rabínicas barbas pueden asimilar sin peligro la carne desangrada y tres veces limpia de terneras degolladas con rectitud. A los diecinueve años, hacia 1892, abrió con el auxilio de su padre una pajarería. Curiosear el vivir de los animales, contemplar sus pequeñas decisiones y su inescrutable inocencia fue una pasión que lo acompañó hasta el final. En ulteriores épocas de esplendor, cuando rehusaba con desdén los cigarros de hoja de los pecosos sachems de Tammany o visitaba los mejores prostíbulos en un coche automóvil precoz, que parecía el hijo natural de una góndola, abrió un segundo y falso comercio, que hospedaba cien gatos finos y más de cuatrocientas palomas —que no estaban en venta para cualquiera. Los quería individualmente y solía recorrer a pie su distrito con un gato feliz en el brazo, y otros que lo seguían con ambición.
Era un hombre ruinoso y monumental. El pescuezo era corto, como de toro, el pecho inexpugnable, los brazos peleadores y largos, la nariz rota, la cara aunque historiada de cicatrices menos importante que el cuerpo, las piernas chuecas como de jinete o de marinero. Podía prescindir de camisa como también de saco, pero no de una galerita rabona sobre la ciclópea cabeza. Los hombres cuidan su memoria. Físicamente, el pistolero convencional de los films es un remedo suyo, no del epiceno y fofo Capone. De Wolheim dicen que lo emplearon en Hollywood porque sus rasgos aludían directamente a los del deplorado Monk Eastman… Éste salía a recorrer su imperio forajido con una paloma de plumaje azul en el hombro, igual que un toro con un benteveo en el lomo.
Hacia 1894 abundaban los salones de bailes públicos en la ciudad de Nueva York. Eastman fue el encargado en uno de ellos de mantener el orden. La leyenda refiere que el empresario no lo quiso atender y que Monk demostró su capacidad demoliendo con fragor el par de gigantes que detentaban el empleo. Lo ejerció hasta 1899, temido y solo.
Por cada pendenciero que serenaba, hacía con el cuchillo una marca en el brutal garrote. Cierta noche, una calva resplandeciente que se inclinaba sobre un bock de cerveza le llamó la atención y la desmayó de un mazazo. «¡Me faltaba una marca para cincuenta!», exclamó después.

El mando
Desde 1899 Eastman no era sólo famoso. Era caudillo electoral de una zona importante, y cobraba fuertes subsidios de las casas de farol colorado, de los garitos, de las pindongas callejeras y los ladrones de ese sórdido feudo. Los comités lo consultaban para organizar fechorías y los particulares también. He aquí sus honorarios: 15 dólares una oreja arrancada, 19 una pierna rota, 25 un balazo en una pierna, 25 una puñalada, 100 el negocio entero. A veces, para no perder la costumbre, Eastman ejecutaba personalmente una comisión.
Una cuestión de límites (sutil y malhumorada como las otras que posterga el derecho internacional) lo puso enfrente de Paul Kelly, famoso capitán de otra banda. Balazos y entreveros de las patrullas habían determinado un confín. Eastman lo atravesó un amanecer y lo acometieron cinco hombres. Con esos brazos vertiginosos de mono y con la cachiporra hizo rodar a tres, pero le metieron dos balas en el abdomen y lo abandonaron por muerto. Eastman se sujetó la herida caliente con el pulgar y el índice y caminó con pasos de borracho hasta el hospital. La vida, la alta fiebre y la muerte se lo disputaron varias semanas, pero sus labios no se rebajaron a delatar a nadie. Cuando salió, la guerra era un hecho y floreció en continuos tiroteos hasta el diecinueve de agosto del novecientos tres.

La Batalla de Rivington
Unos cien héroes vagamente distintos de las fotografías que estarán desvaneciéndose en los prontuarios, unos cien héroes saturados de humo de tabaco y de alcohol, unos cien héroes de sombrero de paja con cinta de colores, unos cien héroes afectados quien más quien menos de enfermedades vergonzosas, de caries, de dolencias de las vías respiratorias o del riñón, unos cien héroes tan insignificantes o espléndidos como los de Troya o Junín, libraron ese renegrido hecho de armas en la sombra de los arcos del Elevated. La causa fue el tributo exigido por los pistoleros de Kelly al empresario de una casa de juego, compadre de Monk Eastman. Uno de los pistoleros fue muerto y el tiroteo consiguiente creció a batalla de incontados revólveres. Desde el amparo de los altos pilares hombres de rasurado mentón tiraban silenciosos, y eran el centro de un despavorido horizonte de coches de alquiler cargados de impacientes refuerzos, con artillería Colt en los puños. ¿Qué sintieron los protagonistas de esa batalla? Primero (creo) la brutal convicción de que el estrépito insensato de cien revólveres los iba a aniquilar en seguida; segundo (creo) la no menos errónea seguridad de que si la descarga inicial no los derribó, eran invulnerables. Lo cierto es que pelearon con fervor, parapetados por el hierro y la noche. Dos veces intervino la policía y dos la rechazaron. A la primer vislumbre del amanecer el combate murió, como si fuera obsceno o espectral. Debajo de los grandes arcos de ingeniería quedaron siete heridos de gravedad, cuatro cadáveres y una paloma muerta.

Los crujidos
Los políticos parroquiales, a cuyo servicio estaba Monk Eastman, siempre desmintieron públicamente que hubiera tales bandas, o aclararon que se trataba de meras sociedades recreativas. La indiscreta batalla de Rivington los alarmó. Citaron a los dos capitanes para intimarles la necesidad de una tregua. Kelly (buen sabedor de que los políticos eran más aptos que todos los revólveres Colt para entorpecer la acción policial) dijo acto continuo que sí; Eastman (con la soberbia de su gran cuerpo bruto) ansiaba más detonaciones y más refriegas. Empezó por rehusar y tuvieron que amenazarlo con la prisión. Al fin los dos ilustres malevos conferenciaron en un bar, cada uno con un cigarro de hoja en la boca, la diestra en el revólver y su vigilante nube de pistoleros alrededor. Arribaron a una decisión muy americana: confiar a un match de box la disputa. Kelly era un boxeador habilísimo. El duelo se realizó en un galpón y fue estrafalario. Ciento cuarenta espectadores lo vieron, entre compadres de galera torcida y mujeres de frágil peinado monumental. Duró dos horas y terminó en completa extenuación. A la semana chisporrotearon los tiroteos. Monk fue arrestado, por enésima vez. Los protectores se distrajeron de él con alivio; el juez le vaticinó, con toda verdad, diez años de cárcel.

Eastman contra Alemania
Cuando el todavía perplejo Monk salió de Sing Sing, los mil doscientos forajidos de su comando estaban desbandados. No los supo juntar y se resignó a operar por su cuenta. El 8 de setiembre de 1917 promovió un desorden en la vía pública. El 9 resolvió participar en otro desorden y se alistó en un regimiento de infantería.
Sabemos varios rasgos de su campaña. Sabemos que desaprobó con fervor la captura de prisioneros y que una vez (con la sola culata del fusil) impidió esa práctica deplorable. Sabemos que logró evadirse del hospital para volver a las trincheras. Sabemos que se distinguió en los combates cerca de Montfaucon. Sabemos que después opinó que muchos bailecitos del Bowery eran más bravos que la guerra europea.

El misterioso, lógico fin
El 25 de diciembre de 1920 el cuerpo de Monk Eastman amaneció en una de las calles centrales de Nueva York. Había recibido cinco balazos. Desconocedor feliz de la muerte, un gato de lo más ordinario lo rondaba con cierta perplejidad.



En Historia universal de la infamia (1935)
En Obras completas (Tomo I)
© María Kodama, 1996
© Emecé Editores, 1996
Buenos Aires, 2001

Foto: Borges sin atribución de autor ni fecha Vía


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