14/3/16

Jorge Luis Borges: Nota dictada en un Hotel del Quartier Latin






Wilde escribe que el hombre, en cada instante de su vida, es todo lo que ha sido y todo lo que será. En tal caso, el Wilde de los años prósperos y de la literatura feliz ya era el Wilde de la cárcel, que era también el de Oxford y el de Atenas y el que moriría en 1900, de un modo casi anónimo, en el Hôtel d'Alsace, del Barrio Latino. Ese hotel es ahora el hotel L'Hôtel, donde nadie puede encontrar dos habitaciones iguales. Diríase que lo labró un ebanista, no que lo diseñaron arquitectos o que fue levantado por albañiles. Wilde odiaba el realismo; los peregrinos que visitan este santuario aprueban que haya sido recreado como si fuera una obra póstuma de la imaginación de Oscar Wilde.

Yo quería conocer el otro lado del jardín, le dijo Wilde a Gide en los años últimos. Nadie ignora que conoció la infamia y la cárcel, pero algo joven y divino había en él que rechazaba esas desdichas, y cierta famosa balada, que intenta lo patético, no es la más admirable de sus obras. Digo lo mismo del Retrato de Dorian Gray, vana y lujosa reedición de la novela más renombrada de Stevenson.

¿Qué sabor final nos dejan los libros que Oscar Wilde escribió? El sabor misterioso de la dicha. Pensamos en esa otra fiesta, el champagne. Recordemos con alegría y con gratitud "The Harlot's House", "The Sphinx", los diálogos estéticos, los ensayos, los cuentos de hadas, los epigramas, las lapidarias notas bibliográficas y las inagotables comedias, que nos muestran personas muy estúpidas que son muy ingeniosas.

El estilo de Wilde fue el estilo decorativo de cierta secta literaria de su época, los Yellow Nineties, que buscó lo visual y lo musical. No sin una sonrisa ejerció ese estilo, como hubiera ejercido cualquier otro.

Una crítica técnica de Wilde me resulta imposible. Pensar en él es pensar en un amigo íntimo, que no hemos visto nunca pero cuya voz conocemos, y que extrañamos cada día.




Atlas (1984)
Con María Kodama
©1984, Borges, Jorge Luis
©1984, Edhasa

Fotos: Placas conmemorativas Borges y  Wilde
en el Quarter Latin, Paris
Fuente oquevidomundo.com


13/3/16

Jorge Luis Borges: Milonga de Jacinto Chiclana






Me acuerdo, fue en Balvanera,
en una noche lejana,
que alguien dejó caer el nombre
de un tal Jacinto Chiclana.


Algo se dijo también
de una esquina y un cuchillo.
Los años no dejan ver
el entrevero y el brillo.

¡Quién sabe por qué razón
me anda buscando ese nombre!
Me gustaría saber
cómo habrá sido aquel hombre.


Alto lo veo y cabal,
con el alma comedida;
capaz de no alzar la voz
y de jugarse la vida.

Nadie con paso más firme
habrá pisado la tierra.
Nadie habrá habido como él
en el amor y en la guerra.

Sobre la huerta y el patio
las torres de Balvanera
y aquella muerte casual
en una esquina cualquiera.


No veo los rasgos. Veo,
bajo el farol amarillo,
el choque de hombres o sombras
y esa víbora, el cuchillo.

Acaso en aquel momento
en que le entraba la herida,
pensó que a un varón le cuadra
no demorar la partida.

Sólo Dios puede saber
la laya fiel de aquel hombre.
Señores, yo estoy cantando
lo que se cifra en el nombre.

Entre las cosas hay una
de la que no se arrepiente
nadie en la tierra. Esa cosa
es haber sido valiente.

Siempre el coraje es mejor.
La esperanza nunca es vana.
Vaya, pues, esta milonga
para Jacinto Chiclana.



En Para las seis cuerdas (1965)
Foto: Borges en San Juan, 1984

12/3/16

Jorge Luis Borges: Yo, judío








Como los drusos, como la luna, como la muerte, como la semana que viene, el pasado remoto es de aquellas cosas que puede enriquecer la ignorancia —que se alimentan sobre todo de la ignorancia. Es infinitamente plástico y agradable, mucho más servicial que el porvenir y mucho menos exigente de esfuerzos. Es la estación famosa y predilecta de las mitologías.

¿Quién no jugó a los antepasados alguna vez, a las prehistorias de su carne y su sangre? Yo lo hago muchas veces, y muchas no me disgustó pensarme judío. Se trata de una hipótesis haragana, de una aventura sedentaria y frugal que a nadie perjudica —ni siquiera a la fama de Israel, ya que mi judaísmo era sin palabras, como las canciones de Mendelssohn. Crisol, en su número del 30 de enero, ha querido halagar esa retrospectiva esperanza y habla de mi "ascendencia judía, maliciosamente ocultada". (El participio y el adverbio me maravillan).

Borges Acevedo es mi nombre. Ramos Mejía, en cierta nota del capítulo quinto de Rosas y su tiempo, enumera los apellidos porteños de aquella fecha, para demostrar que todos, o casi todos, "procedían de cepa hebreo-portuguesa". Acevedo figura en ese catálogo: único documento de mis pretensiones judías, hasta la confirmación de Crisol. Sin embargo, el capitán Honorio Acevedo ha realizado investigaciones precisas que no puedo ignorar. Ellas me indican el primer Acevedo que desembarcó en esta tierra, el catalán don Pedro de Azevedo, maestre de campo, ya poblador del "Pago de los Arroyos" en 1728, padre y antepasado de estancieros de esta provincia, varón de quien informan los Anales del Rosario de Santa Fe y los Documentos para la historia del Virreinato —abuelo, en fin, casi irreparablemente español.

Doscientos años y no doy con el israelita, doscientos años y el antepasado me elude. Agradezco el estímulo de Crisol, pero está enflaqueciendo mi esperanza de entroncar con la Mesa de los Panes y con el Mar de Bronce, con Heine, Gleizer y los diez Sefiroth, con el Eclesiastés y con Chaplin.

Estadísticamente los hebreos eran de lo más reducido. ¿Qué pensaríamos de un hombre del año cuatro mil, que descubriera sanjuaninos por todos lados? Nuestros inquisidores buscan hebreos, nunca fenicios, garamantas, escitas, babilonios, persas, egipcios, hunos, vándalos, ostrogodos, etíopes, dardanios, paflagonios, sármatas, medos, otomanos, bereberes, britanos, libios, cíclopes y lapitas. Las noches de Alejandría, de Babilonia, de Cartago, de Menfis, nunca pudieron engendrar un abuelo; sólo a las tribus del bituminoso Mar Muerto les fue deparado ese don.



* Respuesta de Jorge Luis Borges a la Revista Crisol (publicación argentina de las primeras décadas del siglo XX identificada con el nazismo) que insinuaba que ocultaba su ascendencia judía.

Revista Megáfono, 3, Nº 12, pág. 60
Buenos Aires, abril de 1934

Luego en Jorge Luis Borges, Ficcionario, Una antología de sus textos
Edición, introducción, prólogos y notas por Emir Rodríguez Monegal
México, Fondo de Cultura Económica, 1985

Incluido en Textos recobrados 1931-1955
© María Kodama 2001
© Emecé Editores 2001

Photo: Borges at the Sorbonne university in Paris, France in 1978
by Daniel Simon - Gamma-Rapho Via Getty Images

11/3/16

Lisa Block de Behar: Borges. Razones y ficciones del nombre







A Ariel



Tal vez hubo un error en la grafía
O en la articulación del Sacro Nombre;
A pesar de tan alta hechicería,
No aprendió a hablar el aprendiz de hombre.
J.L.B.





En uno de los cuentos más conocidos de Borges y el que continúa siendo –y con justicia– su cuento más citado, el narrador afirma, resignándose a la inutilidad de todo ejercicio intelectual o reivindicándola, que:

Una doctrina filosófica es al principio una descripción verosímil del universo, giran los años y es un mero capítulo –cuando no un párrafo y un nombre– de la historia de la filosofía. En la literatura, esa caducidad final es aún más notoria.1 

De aplicarse esa predicción, de atribuirse hipotéticamente a la obra del propio Borges (y no sin cierta ironía), las precariedades de una poética descaecida o de una poesía en vías de extinción, era de esperarse que vaticinara la desaparición de sus ensayos, cuentos y poemas, deseando, sin embargo, que sólo un poema permaneciera a salvo. Si tal presagio hubiera llegado a verificarse con los años, ¿qué habría preservado del inevitable desgaste, del desastre, de la destrucción o de las irrupciones de una barbarie que no deja de acechar la historia de hombres y obras? Si de sus incontables escritos pudiera salvarse algo –decía–, sólo anhelaba que fuera “El golem” el que perdurara. Pero ni siquiera todo el poema que, según entendía, es demasiado extenso. Sería suficiente una estrofa, la primera bastaría:

Si (como el griego afirma en el Cratilo)
El nombre es arquetipo de la cosa,
En las letras de rosa está la rosa
Y todo el Nilo en la palabra Nilo. 

Es extraño. En un poema que, por su ambientación rabínica, su tema cabalístico, su título en hebreo reclama la tradición judía, Borges empieza por hablar del “griego”. Formula esa referencia, además, como una aclaración que aparece entre paréntesis, un par convencional de signos al que recurre más de una vez para empezar un poema aunque se vea como una marca inusual de comienzo y, especialmente, del comienzo de un poema.2 Ni Sócrates, ni Platón, ni Cratilo, si bien es este último el personaje del Diálogo que se preocupa por el origen de los nombres, de su verdad, de su naturaleza, de su etimología. Lo menciona, es cierto, pero localizado, “en el Cratilo”, un espacio que hace rimar, por otra parte, con Nilo. 

Sin duda, una vez más, es la cuestión del nombre la que está en juego en este comienzo, no sólo el problema de las tensiones semánticas entre el nombre común, que remite al arquetipo, al concepto, a la Idea, y el nombre propio, en el que coinciden la designación y su particular referencia geográfica. No dice quién dice aunque se nombra el lugar donde dice. Pasa de la cosa al arquetípico nombre de la rosa, de un lugar determinado en el mapa o en el desierto a la palabra que lo nombra. ¿Por qué preservar esa reliquia poética? ¿Por qué precisamente involucrar a “El golem”, un poema sobre un ser imaginario, inánime, creado con barro por el erudito rabino de Praga, que desliza sus misterios entre el griego que no se nombra y el nombre del río de Egipto, de resonancias negativas, que pertenece a un paisaje ajeno y lejano?

Semejante al Nombre, el poema está hecho de “consonantes y vocales”, de “letras y sílabas cabales”; entre cábalas y otros procedimientos aleatorios no sorprende que coincidan tema y materia verbales en un mismo poema y, si bien no es nada raro que en poesía se hable de poesía, como el lenguaje habla del lenguaje, es esa coincidencia indiscernible entre decir y hacer que define la función poética, la que pudo haber dado vida al Golem, una criatura que surgió de la palabra –como quien dice de la nada–, el sitio donde podría guarecerse o desaparecer como polvo en el polvo o aire en el aire.

¿Cuál sería el nombre que, al fin, pronunció Judá León, “el Nombre que es la Clave”,3 que conoce y mantiene en secreto? Al final de esa estrofa, la única que debería sobrevivir según el testamento agorero de Borges, aparece una palabra en clave, una llave que cierra el texto y, más allá de los enigmas que el rabino no revela, se sobrentiende una negación o una denominación nihilista, la voz que clama en el desierto y, hierático, próximo a la esfinge, el Nilo o el nombre del río atraviesan el vacío donde el caudal y la palabra apenas fluyen.

Sin revelaciones ni ocultamientos, adversa a cualquier estremecimiento apocalíptico, la obra de Borges abunda en figuraciones impensadas de cierta lógica paradojal apta para anticipar una estética de la desaparición que no diferenciaría de una desaparición de la estética:

Por lo demás, descreo de las estéticas. En general no pasan de ser abstracciones inútiles; varían para cada escritor y aun para cada texto y no pueden ser otra cosa que estímulos o instrumentos ocasionales.

¿Por qué de la profusa producción de sus obras sólo querría que perduraran cuatro versos? ¿Por qué no le pesa esa reducción? ¿Por qué no le pesa el resto? ¿Por qué ese descrédito respecto a la estética? ¿Acaso coincide con la sentencia que condenó a la poesía, a mediados de siglo? No sólo la poesía; solidarios, fueron amenazados el arte, el conocimiento, las teorías y las disciplinas que los estudian. ¿Teorías? ¿Todavía? Vale recordar que el narrador del cuento “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” comprueba, sin estupor, que “No hay ciencias en Tlön”; por eso, no sería ni tan escandalosa ni tan inesperada esa carencia. Silenciosa, la literatura se habría dispersado en citas; las páginas en éter; en eternidad la historia.

La acelerada disipación y gradual evanescencia de las obras en repeticiones incontables, suspendidas en redes invisibles que expanden la literatura en un inabarcable estado de sitios, comprometen el espacio y otras extensiones: “Una de las escuelas de Tlön llega a negar el tiempo”. Las fugas que la fantasía literaria propicia, los encuentros que las citas satelitales multiplican y la sucesión de negaciones que implican están más cerca de la esperanza que del desaliento. Sin apartar la memoria de las aniquilaciones masivas que las violencias del siglo XX provocaron y que renuevan el terror a comienzos del siguiente siglo, aun sin proponérselo, esos avances incontenibles logran desafiarlos. (Aun cuando sólo fuera un wishful thinking, tampoco lo descartaría.)


Una vocación derogatoria

Las predicciones de tales desapariciones no suscitan ni desesperación ni lamentos en la obra de Borges, que se complace en superarlas por una suerte de humor que la distingue sin ignorarlos. Pasos indecisos de una danza macabra acompasan sus textos con figuras de un animado cortejo, anticipado por los espectros que rondan una poética del silencio, de la aniquilación, de la nada, celebrando un desfile más festivo que fúnebre. No es la primera vez que esa inminencia sigilosa confirma la conversión del mundo en poesía. Otro poeta ya había anunciado una tregua literaria afirmando que el mundo existe para acabar en un libro. Pero, aunque bello, ese libro también se termina y nada asegura que, material, un buen día desaparezca, siempre que el trámite digital siga atendiendo colecciones igualmente hermosas y completas. A pesar de esa fatalidad, se empecinaba Amos Oz 5 en su deseo de ser libro; no escritor: libro, abrigando la esperanza de que –más que las personas, perseguidas, deportadas, torturadas, quemadas– algún ejemplar del libro sobreviviera en alguna parte, aun si fueran aquellas novelas que, similares a la que ansiaba escribir Flaubert, fueran novelas sobre nada.

Entre sus escritos de principios de los años treinta, Borges había reconocido y asignado a la literatura, a diferencia de las otras artes, el discutible privilegio de saber anunciar su enmudecimiento, de “enamorarse de la propia disolución y cortejar su fin”. Extiende a la pluralidad de formas literarias esa fatalidad, la contradictoria fortuna de invocar y revocar al mismo tiempo, la ambigua virtud del nombre, que tanto designa como deroga. Una vocación derogatoria la del vocablo, de la voz que pronuncia y anula y, valiéndose del mismo medio, suprime. Modulada esa convicción por tantas versiones diferentes, ya no se retractará de haberla confesado.

Admitiendo que el mundo fuera creado por la palabra, no debería sorprender que fuera destruido por la misma vía o voz. Las variantes de la obliteración literaria, literal o gráfica, dan lugar a la representación emblemática del mapa que describe y desplaza el territorio imperial en ese escueto texto muy bien llamado “Del rigor en la ciencia”. De manera semejante, en “La parábola del palacio” la perfección del poema acabó con el palacio imperial, el poeta y el poema, y poco o nada resta del imperio y de las alabanzas que lo exaltaron. La imitación perfecta releva el mundo al pie de la letra. Tal vez por tal razón Borges decía que era perfecta La invención de Morel, una novela que, en la novela, acaba con el mundo, sus paisajes, personajes, sus aventuras.

Si consintió en que de toda su obra sólo restara una estrofa, su ficción llevó al extremo la perfecta brevedad nominal a la que aspiraba: “Hay poemas famosos compuestos de una sola enorme palabra”. La exageración de semejante afirmación resulta tan desmesurada como esa palabra que busca e imagina. Inexplicablemente, las ausencias propuestas por su poética en varias e insistentes versiones no ha llamado suficientemente la atención de los especialistas. Esa especializada desaprensión se podría justificar, entre otros motivos, por registrarse la aserción dentro de una ficción que es tan sorprendente como el propio Tlön, el planeta donde “Los metafísicos no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro”.

Desde la perspectiva de esa estética espectral y la gnoseología en extremo minimalista que la fundamenta, parece oportuno adelantar las incógnitas de un cuento donde, “en realidad, o en las alegorías” –según entendía Kafka–, el narrador se propone la búsqueda de una palabra, como quien se propone la búsqueda arqueológica de una reliquia sagrada o de un tesoro perdido. Incluido en El libro de arena, el cuento se titula “UNDR”, con mayúsculas, una sigla, menos misteriosa que el místico tetragramaton, sin duda menos venerable, sin ser menos prodigiosa. No escasean títulos de poemas de Borges o de otros autores, de cuentos o novelas que consten de cuatro números, cifrando en la fecha de un año particular, a veces futuro, un universo milenario o aludiendo en The Sign of Four, por explícito no menos intrigante, por literal menos medido. En apariencia, no es fácil encontrar un título tan sucinto, literal y a la vez tan enigmático para otro cuento, aunque en Otras inquisiciones ya podría haber llamado la atención que el ensayo “Nueva refutación del tiempo” se articulara en dos capítulos; el primero lleva la letra “A” mayúscula como título; el segundo capítulo se titula, según el mismo orden, “B”. Circunspecta, la serie alfabética compromete un ordenamiento aparente, que la coherencia del ensayo prevé y propicia.

No obstante, son varios los títulos donde la brevedad nominal da que pensar. Un poema “Yo” en La rosa profunda (1975), otro poema “Tú” en El oro de los tigres (1972), un poema “Él” en El otro, el mismo (1964), anticiparían una austeridad que, personal, pronominal, anterior o posterior al nombre, alertaría sobre los recursos con que cuenta el lenguaje, dramática o gramaticalmente, para significar poco o no significar, para disimular una identidad que se discute, un velo verbal que indica o señala, no más. Un objeto tan teatral como una máscara oculta la persona pero, propalada desde el griego a otros idiomas, no impide que sea el ser, hombre y mujer, un ser indiscriminado. Con signo contrario, “Nadie” no se diferencia de “Alguien” e, indefinidos ambos, progresan en el pasaje de “Alguien a Nadie”,6 de la necesaria indefinición Primordial a la no identidad de Shakespeare, que “se parecía a todos los hombres, salvo en lo de parecerse a todos los hombres”.

Precisamente, por la astucia de designarse “Nadie”, Odiseo se suprime y supera el trance, sin distanciarse del azaroso itinerario de sus odiseas y de los territorios que ya sea como Ulises u Olisipo recorriera, fundando la ciudad, según la leyenda, en la costa occidental del Viejo Continente que dio nombre a Lisboa. La máscara es la misma: “Pessoa”, el nombre propio del poeta, el que multiplica el ocultamiento en patronímicos o heterónimos que revelan la pluralidad de una vida, en tantas vidas como nombres, o más:

[…] el origen mental de mis heterónimos reside en una tendencia orgánica y constante en mí a la despersonalización y a la simulación. […] así todo se acaba en silencio y poesía.

Entrevisto entre las reliquias arqueológicas y los resquicios poéticos, el misterio del nombre acecha, a la vuelta de caminos donde se cruzan los relatos míticos, épicos, trágicos, religiosos, como el enigma de una esfinge dispuesta a sacrificar a quien no acierte la solución que, en definitiva, sólo posterga otro enigma, el mayor, que es condición del hombre. En Otras inquisiciones (1952), en más de una oportunidad, Borges transcribe un pasaje de Léon Bloy, de quien no deja de asombrarle la convicción combativa, la fe más militante depositada en las premeditaciones sobre Dios que le impiden dudar del determinismo, minucioso, secreto, el más simbólico, que se hace Verdad en la Sagrada Escritura. Es tal la admiración hacia quien alguna vez Borges calificó como profeta o visionario que, en el mismo volumen, con una diferencia de un par de páginas, insiste en transcribir la misma referencia, la misma cita, textual, de la que omite apenas algunas palabras.9 Transformada por sus nuevos contextos, el fragmento de Bloy irradia a través de todo el pensamiento de Borges asociándolo al método que los cabalistas judíos aplicaron a la interpretación de las Escrituras. La extensión prolongada, infrecuente, que le reserva en dos breves ensayos, la incidencia de estos dos ensayos en su obra, valen la transcripción:

Después León Bloy escribió: “No hay en la tierra un ser humano capaz de declarar quién es. Nadie sabe qué ha venido a hacer a este mundo, a qué corresponden sus actos, sus sentimientos, sus ideas, ni cuál es su nombre verdadero, su imperecedero Nombre en el registro de la Luz… La historia es un inmenso texto litúrgico, donde las iotas y los puntos no valen menos que los versículos o capítulos íntegros, pero la importancia de unos y de otros es indeterminable y está profundamente escondida” (L’Âme de Napoléon, 1912).10 

A continuación, en “El espejo de los enigmas”, Borges vuelve a hacer referencia al mismo libro de Bloy, asignándole como único propósito el de descifrar el símbolo Napoleón, en el que reconocería al precursor de otro héroe que advendría en el porvenir, ya que para “ce journaliste de combat”, como se suele definir a Bloy, cada hombre está en la tierra para simbolizar algo que ignora y para contribuir, en distinta medida, a edificar la Ciudad de Dios.

Me interesa señalar el “carácter jeroglífico –ese carácter de escritura divina, de criptografía de los ángeles– en todos los instantes y en todos los seres del mundo” que le atribuye Borges a las ponderadas reflexiones de Bloy. La incomprensión del sentido sólo se debe a la ignorancia de su propia condición que es condición del hombre, sobre la que vuelve hacia el final de “El espejo de los enigmas”: Ningún hombre sabe quién es, afirmó León Bloy, y para Borges, además de señalar ese desconocimiento primario, era el propio Bloy quien ilustraba “esa ignorancia íntima” de quien, a pesar de que se creía un católico riguroso, “fue un continuador de los cabalistas, un hermano secreto de Swedenborg y de Blake, heresiarcas”.

Tratándose de la imposibilidad de descifrar los secretos del hombre, que apenas se disimulan bajo la máscara del nombre, las letras, como cáscaras, se desprenden en trozos significativos de un lenguaje oculto que, en pedazos, hace proliferar los sentidos. Al combinar esos cabos sueltos en acrósticos y anagramas afortunados, las letras devienen símbolos articuladores de una significación que su función lingüística, exclusivamente distintiva, les niega. Frente al rigor de una práctica escritural, espiritual, donde nada es contingente, se descarta la participación del azar. Entre tanta determinación, no se debería pasar por alto una errata que responde a un resorte menos trivial que el mero descuido, acercándose al lapsus sintomático de shibboleth,11 que revela, por defecto, la identidad. En la primera edición de las Obras Completas (Buenos Aires, 1974), como en el segundo volumen de la edición de 1989, en el último párrafo de ese renombrado ensayo que es “El espejo de los enigmas”, aparece destacada en itálicas la aseveración sobre la que redundamos, pero donde el experto tipógrafo confunde “hombre” con “nombre”: “Ningún nombre sabe quién es”, y el lector, sin vacilaciones, consiente sin advertir la errata, o sin considerarla tal.

La confusión de ambos términos, además de ser justa en teoría y coherente en el discurso, se verifica válida también en las estadísticas. Sin ceder a la tentación cuantitativa del registro, revisando sin detenimiento la escritura de Borges, se observa que es demasiado frecuente, casi constante, la asociación de hombre y nombre como para suponer que la confusión fuera sólo accidental, fortuita o de responsabilidad ajena. La estrecha asociación, que la semejanza de sonidos pone en evidencia el español, excede las coincidencias de una paronomasia que pretende restringirse, de manera abusiva, a simples juegos de palabras. De eludirlos, incurriría en una inadvertencia cuando son esos juegos los que descubren, por razón poética, las afinidades más profundas que la inútil o esforzada voluntad de no repetir intenta evitar, desconociendo que esas coincidencias contribuyen a rescatar del olvido o de la indiferencia una historia que con frecuencia las legitima.

Gentil o hebreo o simplemente un hombre
Cuya cara en el tiempo se ha perdido;
Ya no rescataremos del olvido
Las silenciosas letras de su nombre.12

Las aliteraciones, las rimas, reúnen a ambos –hombre y nombre– en una semejanza distinta, mística, ecos de una suerte de resonancia universal que el descuido y el silencio tornan más originales, más extrañas.

Pensaba que el poeta es aquel hombre
Que, como el rojo Adán del Paraíso
Impone a cada cosa su preciso
Y verdadero y no sabido nombre.13 

Destacados por el final del verso, los términos riman dentro de una armonía mayor que la estrofa articula, pero los mismos vuelven a aparecer en otra estrofa, con la que vuelven a rimar, a distancia, por encima de los límites de una composición o de una página, en cualquier pasaje del libro o de otros libros. En la Divina Comedia la fe del poeta descarta la eventualidad de que el nombre de Cristo pueda rimar con otra palabra que no sea Cristo y, al ser para él el Ser sin par, más allá de la doctrina, sólo rima consigo mismo. El hombre tiene en el nombre un ente prójimo, una entidad inseparable y propia con la que, sin conflicto, se confunde.

Si alguien pregunta “¿Quién es?”, la respuesta es un nombre, y ese nombre basta. El nombre es una de las más caras máscaras del hombre, que lo oculta y lo revela a la vez. Pero no es sólo doble esa figura, semejante al drama en el drama, o “el agua en el agua”, la dualidad no acaba ahí sino que es origen y final de sucesivas revelaciones y ocultamientos: un nombre puede esconder otro nombre y esa denominación recóndita e ilimitada –como la semiosis– desplaza su secreto en un secreto más hondo, tanto que, de nombre en nombre, el verdadero se esconde:

El enlutado no era Perón y la muñeca rubia no era la mujer Eva Duarte, pero tampoco Perón era Perón ni Eva era Eva sino desconocidos o anónimos (cuyo nombre secreto y cuyo rostro verdadero ignoramos).14 

Metáfora del desplazamiento, un símbolo es como otro símbolo; el desconocimiento como el conocimiento, complejos y desconcertantes ambos; por el mismo vocablo, concierne tanto al cosmos como al discurso, recurrentes, trabadas por la escritura, llamándolas por su nombre, cosas y palabras no se diferencian:

Sé que la luna o la palabra luna
Es una letra que fue creada para
La compleja escritura de esa rara
Cosa que somos, numerosa y una.15

A diferencia del saber que se formula, de los métodos y teorías que lo ordenan, la visión, que prescinde de límites disciplinarios, los procura; de ahí que sea un requisito tan convencional como natural la necesidad de definir, de dar un fin, un término, un nombre y

Me impuse, como todos, la secreta
Obligación de definir la luna.

Más que al hombre, al poeta, esa obligación compromete un lenguaje previo que, sigiloso, anterior al conocimiento y a la dispersión de Babel, opte por una comunicación muda, casi nula que, por sucinta, no pasa por el dominio particular de una lengua, no pasa por el conocimiento, no pasa.

Por el nombre, el poeta rememora con vaguedad un conocimiento anterior a los desvelamientos del conocimiento y a las consecuencias del castigo; recuerdos borrosos de otro espacio, de otros tiempos más allá del tiempo, sombras que el hombre apenas evoca, sombras de sombras, las nombra, indisociables, antiguas y ubicuas:

De sueños, que bien pueden ser reflejos
Truncos de los tesoros de la sombra,
De un orbe intemporal que no se nombra.16

No hace falta decir que, en sus textos, Borges hace cuestión y pasión del nombre. En “Parábola del palacio”17 el poeta encuentra la palabra perfecta que hace desaparecer, al pronunciarla, el palacio del Emperador. Un pronunciamiento poético provoca la crueldad del Príncipe, quien hace desaparecer (ya se dijo), por súbita y soberana orden, poeta, palabra y poema. Por la proeza poética, por su propia y paradójica perfección, resta el silencio. El narrador de la parábola cuenta que los descendientes del poeta siguen buscando en vano la palabra del universo capaz de tales hazañas. Inasible, como el horizonte siempre en fuga, recuerdan con vaga o ninguna precisión esa voz única interior o anterior al lenguaje, a la articulación, a las definiciones, o sólo evocan la promesa de una revelación esperada pero que aún no llega. Empeñados, en denodado afán por encontrar la maravilla, recuperan voces del pasado, desde los orígenes de su propia lengua hasta las afinidades con lenguas distantes, aun sabiendo que la palabra se reserva su magia en secreto, ya que es condición del encanto su reserva: “las etimologías, las sinonimias, del secreto diccionario de Dios”.18 

Como en la parábola, también en “UNDR” el poeta cuenta que ya no define cada hecho, “lo ciframos en una palabra que es la Palabra”. Realiza una apuesta en silencio, casi un gesto, para “guardar (el) silencio” que es mantenerlo y ocultarlo a la vez.

Dijo la palabra Undr, que quiere decir maravilla.19 

La maravilla de la palabra la significa, un prodigio que asombra, wonder en inglés, Wunder, en alemán, undr, en el antiguo nórdico, la ancestral lengua de las sagas, a través de las lenguas.

Similar a las consonantes que inscribe el rabino en la frente del golem, que hacen oscilar la comprensión entre dos extremos, entre la verdad y la muerte, desde el principio de la estrofa hasta el verso del final, cunden indiscernibles el río y el nombre. También una abreviatura cifra en meras consonantes la palabra y la maravilla que da razón al cuento.

Por eso, entre abreviaturas y coincidencias, tal vez no sea sólo anecdótico citar de la introducción a la lista de abreviaturas que presenta el On Line Etymology Dictionary que, de rigor, ordenado y sistemático, hace constar:

Suele olvidarse que [los diccionarios] son repertorios artificiosos, muy posteriores a las lenguas que ordenan. La raíz del lenguaje es irracional y de carácter mágico.



1. Jorge Luis Borges, “Pierre Menard, autor del Quijote”, Ficciones, Buenos Aires, 1944.

2. J.L. Borges, “El golem”, El otro, el mismo. Obras completas, vol. II, Buenos Aires, Emecé, 1989 [1964], p. 263; también en el primer verso de “Elogio de la sombra”, Elogio de la sombra. Obras completas, vol. II, Buenos Aires, Emecé, 1989 [1969], p. 395.

3. J.L. Borges, “El golem”, El otro, el mismo. Obras completas, op. cit., p. 263.

J4. .L. Borges, “Prólogo”, Elogio de la sombra. Obras completas, vol. II, Buenos Aires, Emecé, 1989 [1969], p. 353.

5. Amos Oz, Historia de amor y oscuridad, Madrid, Siruela, 2006.

6. J.L. Borges, “De alguien a nadie”, Otras inquisiciones. Obras completas, vol. II, Buenos Aires, Emecé, 1989 [1952], pp. 115-117.

7. Ibidem., p. 116.

8. Fernando Pessoa, Sur les hétéronymes, traduit du portugais et préfacé par Rémy Hourcade, París, Unes/Trans-en-Provence, 1985.

9. “Il n’y a pas un être humain capable de dire ce qu’il est [avec certitude]. Nul ne sait ce qu’il est venu faire en ce monde, à quoi correspondent ses actes, ses sentiments, ses pensées; [qui sont ses plus proches parmi tous les hommes], ni quel est son nom véritable, son impérissable Nom dans le registre de la lumière. [Empereur ou débardeur, nul ne sait son fardeau ni sa couronne.] L’Histoire est comme un immense Texte liturgique où les iotas et les points valent autant que des versets ou des chapitres entiers, mais l’importance des uns et des autres est indéterminable et profondément cachée”. Transcribo la cita extraída de L’Âme de Napoléon, según figura en las “Notes et variantes”, establecidas por Jean Pierre Bernès para Borges. Œuvres complètes, Bibliothèque de La Pléiade, París, Gallimard, 1993.

10. J.L. Borges, “Del culto de los libros”, Otras inquisiciones. Obras completas, vol. II, op. cit., p. 94.

11. En hebreo ese término significa “espiga [o] arroyo”. Fue un salvoconducto lingüístico que sirvió para identificar, por la pronunciación, a los miembros de dos tribus semitas. Libro de los Jueces, cap. XII, vers. 1-15.

12. J.L. Borges, “Lucas, XXIII”, El hacedor. Obras completas, vol. II, Buenos Aires, Emecé, 1989 [1960], p. 218.

13. “La luna”, idem., p. 197.

14. J.L. Borges, “El simulacro”, El hacedor. Obras completas, vol. II, op. cit., p. 167.

15. “La luna”, idem., p. 198.

16. J.L. Borges, “El sueño”, El otro, el mismo. Obras completas, vol. II, op. cit., p. 318.

17. J.L. Borges, El hacedor. Obras completas, vol. II, op. cit., pp. 179-180.

18. J.L. Borges, “El idioma analítico de John Wilkins”, Otras inquisiciones. Obras completas, vol. II, op. cit., p. 86.

19. J.L. Borges, “UNDR”, El libro de arena, Buenos Aires, Emecé, 1975.

20. J.L. Borges, “Prólogo”, El otro, el mismo. Obras completas, vol. II, op. cit., p. 236.



En: Block de Behar, Lisa
En clave de be. Borges, Bioy, Blanqui y las leyendas del nombre
Siglo XXI Editores, México, 2011
Foto: Borges, Lisa Block de Behar y Jacques Derrida
En el departamento de Borges, Maipú  994, sexto piso
Buenos Aires, Octubre de 1985 ©Isaac Behar
Incluida en: Block de Behar, Lisa
Borges, the passion of an endless quotation
Second Edition, State University of New York Press
New York, 2014

10/3/16

Jorge Luis Borges: El proveedor de iniquidades Monk Eastman







Los de esta América
Perfilados bien por un fondo de paredes celestes o de cielo alto, dos compadritos envainados en seria ropa negra bailan sobre zapatos de mujer un baile gravísimo, que es el de los cuchillos parejos, hasta que de una oreja salta un clavel porque el cuchillo ha entrado en un hombre, que cierra con su muerte horizontal el baile sin música. Resignado, el otro se acomoda el chambergo y consagra su vejez a la narración de ese duelo tan limpio. Ésa es la historia detallada y total de nuestro malevaje. La de los hombres de pelea de Nueva York es más vertiginosa y más torpe.

Los de la otra
La historia de las bandas de Nueva York (revelada en 1928 por Herbert Asbury en un decoroso volumen de cuatrocientas páginas en octavo) tiene la confusión y la crueldad de las cosmogonías bárbaras y mucho de su ineptitud gigantesca: sótanos de antiguas cervecerías habilitadas para conventillos de negros, una raquítica Nueva York de tres pisos, bandas de forajidos como los Ángeles del Pantano (Swamp Angels) que merodeaban entre laberintos de cloacas, bandas de forajidos como los Daybreak Boys (Muchachos del Alba) que reclutaban asesinos precoces de diez y once años, gigantes solitarios y descarados como los Galerudos Fieros (Plug Uglies) que procuraban la inverosímil risa del prójimo con un firme sombrero de copa lleno de lana y los vastos faldones de la camisa ondeados por el viento del arrabal, pero con un garrote en la diestra y un pistolón profundo; bandas de forajidos como los Conejos Muertos (Dead Rabbits) que entraban en batalla bajo la enseña de un conejo muerto en un palo; hombres como Johnny Dolan el Dandy, famoso por el rulo aceitado sobre la frente, por los bastones con cabeza de mono y por el fino aparatito de cobre que solía calzarse en el pulgar para vaciar los ojos del adversario; hombres como Kit Burns, capaz de decapitar de un solo mordisco una rata viva; hombres como Blind Danny Lyons, muchacho rubio de ojos muertos inmensos, rufián de tres rameras que circulaban con orgullo por él; filas de casas de farol colorado como las dirigidas por siete hermanas de New England, que destinaban las ganancias de Nochebuena a la caridad; reñideros de ratas famélicas y de perros, casas de juego chinas, mujeres como la repetida viuda Red Norah, amada y ostentada por todos los varones que dirigieron la banda de los Gophers; mujeres como Lizzie the Dove, que se enlutó cuando lo ejecutaron a Danny Lyons y murió degollada por Gentle Maggie, que le discutió la antigua pasión del hombre muerto y ciego; motines como el de una semana salvaje de 1863, que incendiaron cien edificios y por poco se adueñan de la ciudad; combates callejeros en los que el hombre se perdía como en el mar porque lo pisoteaban hasta la muerte; ladrones y envenenadores de caballos como Yoske Nigger —tejen esta caótica historia. Su héroe más famoso es Edward Delaney, alias William Delaney, alias Joseph Marvin, alias Joseph Morris, alias Monk Eastman, jefe de mil doscientos hombres.

El héroe
Esas fintas graduales (penosas como un juego de caretas que no se sabe bien cuál es cuál) omiten su nombre verdadero —si es que nos atrevemos a pensar que hay tal cosa en el mundo. Lo cierto es que en el Registro Civil de Williamsburg, Brooklyn, el nombre es Edward Ostermann, americanizado en Eastman después. Cosa extraña, ese malevo tormentoso era hebreo. Era hijo de un patrón de restaurante de los que anuncian Kosher, donde varones de rabínicas barbas pueden asimilar sin peligro la carne desangrada y tres veces limpia de terneras degolladas con rectitud. A los diecinueve años, hacia 1892, abrió con el auxilio de su padre una pajarería. Curiosear el vivir de los animales, contemplar sus pequeñas decisiones y su inescrutable inocencia fue una pasión que lo acompañó hasta el final. En ulteriores épocas de esplendor, cuando rehusaba con desdén los cigarros de hoja de los pecosos sachems de Tammany o visitaba los mejores prostíbulos en un coche automóvil precoz, que parecía el hijo natural de una góndola, abrió un segundo y falso comercio, que hospedaba cien gatos finos y más de cuatrocientas palomas —que no estaban en venta para cualquiera. Los quería individualmente y solía recorrer a pie su distrito con un gato feliz en el brazo, y otros que lo seguían con ambición.
Era un hombre ruinoso y monumental. El pescuezo era corto, como de toro, el pecho inexpugnable, los brazos peleadores y largos, la nariz rota, la cara aunque historiada de cicatrices menos importante que el cuerpo, las piernas chuecas como de jinete o de marinero. Podía prescindir de camisa como también de saco, pero no de una galerita rabona sobre la ciclópea cabeza. Los hombres cuidan su memoria. Físicamente, el pistolero convencional de los films es un remedo suyo, no del epiceno y fofo Capone. De Wolheim dicen que lo emplearon en Hollywood porque sus rasgos aludían directamente a los del deplorado Monk Eastman… Éste salía a recorrer su imperio forajido con una paloma de plumaje azul en el hombro, igual que un toro con un benteveo en el lomo.
Hacia 1894 abundaban los salones de bailes públicos en la ciudad de Nueva York. Eastman fue el encargado en uno de ellos de mantener el orden. La leyenda refiere que el empresario no lo quiso atender y que Monk demostró su capacidad demoliendo con fragor el par de gigantes que detentaban el empleo. Lo ejerció hasta 1899, temido y solo.
Por cada pendenciero que serenaba, hacía con el cuchillo una marca en el brutal garrote. Cierta noche, una calva resplandeciente que se inclinaba sobre un bock de cerveza le llamó la atención y la desmayó de un mazazo. «¡Me faltaba una marca para cincuenta!», exclamó después.

El mando
Desde 1899 Eastman no era sólo famoso. Era caudillo electoral de una zona importante, y cobraba fuertes subsidios de las casas de farol colorado, de los garitos, de las pindongas callejeras y los ladrones de ese sórdido feudo. Los comités lo consultaban para organizar fechorías y los particulares también. He aquí sus honorarios: 15 dólares una oreja arrancada, 19 una pierna rota, 25 un balazo en una pierna, 25 una puñalada, 100 el negocio entero. A veces, para no perder la costumbre, Eastman ejecutaba personalmente una comisión.
Una cuestión de límites (sutil y malhumorada como las otras que posterga el derecho internacional) lo puso enfrente de Paul Kelly, famoso capitán de otra banda. Balazos y entreveros de las patrullas habían determinado un confín. Eastman lo atravesó un amanecer y lo acometieron cinco hombres. Con esos brazos vertiginosos de mono y con la cachiporra hizo rodar a tres, pero le metieron dos balas en el abdomen y lo abandonaron por muerto. Eastman se sujetó la herida caliente con el pulgar y el índice y caminó con pasos de borracho hasta el hospital. La vida, la alta fiebre y la muerte se lo disputaron varias semanas, pero sus labios no se rebajaron a delatar a nadie. Cuando salió, la guerra era un hecho y floreció en continuos tiroteos hasta el diecinueve de agosto del novecientos tres.

La Batalla de Rivington
Unos cien héroes vagamente distintos de las fotografías que estarán desvaneciéndose en los prontuarios, unos cien héroes saturados de humo de tabaco y de alcohol, unos cien héroes de sombrero de paja con cinta de colores, unos cien héroes afectados quien más quien menos de enfermedades vergonzosas, de caries, de dolencias de las vías respiratorias o del riñón, unos cien héroes tan insignificantes o espléndidos como los de Troya o Junín, libraron ese renegrido hecho de armas en la sombra de los arcos del Elevated. La causa fue el tributo exigido por los pistoleros de Kelly al empresario de una casa de juego, compadre de Monk Eastman. Uno de los pistoleros fue muerto y el tiroteo consiguiente creció a batalla de incontados revólveres. Desde el amparo de los altos pilares hombres de rasurado mentón tiraban silenciosos, y eran el centro de un despavorido horizonte de coches de alquiler cargados de impacientes refuerzos, con artillería Colt en los puños. ¿Qué sintieron los protagonistas de esa batalla? Primero (creo) la brutal convicción de que el estrépito insensato de cien revólveres los iba a aniquilar en seguida; segundo (creo) la no menos errónea seguridad de que si la descarga inicial no los derribó, eran invulnerables. Lo cierto es que pelearon con fervor, parapetados por el hierro y la noche. Dos veces intervino la policía y dos la rechazaron. A la primer vislumbre del amanecer el combate murió, como si fuera obsceno o espectral. Debajo de los grandes arcos de ingeniería quedaron siete heridos de gravedad, cuatro cadáveres y una paloma muerta.

Los crujidos
Los políticos parroquiales, a cuyo servicio estaba Monk Eastman, siempre desmintieron públicamente que hubiera tales bandas, o aclararon que se trataba de meras sociedades recreativas. La indiscreta batalla de Rivington los alarmó. Citaron a los dos capitanes para intimarles la necesidad de una tregua. Kelly (buen sabedor de que los políticos eran más aptos que todos los revólveres Colt para entorpecer la acción policial) dijo acto continuo que sí; Eastman (con la soberbia de su gran cuerpo bruto) ansiaba más detonaciones y más refriegas. Empezó por rehusar y tuvieron que amenazarlo con la prisión. Al fin los dos ilustres malevos conferenciaron en un bar, cada uno con un cigarro de hoja en la boca, la diestra en el revólver y su vigilante nube de pistoleros alrededor. Arribaron a una decisión muy americana: confiar a un match de box la disputa. Kelly era un boxeador habilísimo. El duelo se realizó en un galpón y fue estrafalario. Ciento cuarenta espectadores lo vieron, entre compadres de galera torcida y mujeres de frágil peinado monumental. Duró dos horas y terminó en completa extenuación. A la semana chisporrotearon los tiroteos. Monk fue arrestado, por enésima vez. Los protectores se distrajeron de él con alivio; el juez le vaticinó, con toda verdad, diez años de cárcel.

Eastman contra Alemania
Cuando el todavía perplejo Monk salió de Sing Sing, los mil doscientos forajidos de su comando estaban desbandados. No los supo juntar y se resignó a operar por su cuenta. El 8 de setiembre de 1917 promovió un desorden en la vía pública. El 9 resolvió participar en otro desorden y se alistó en un regimiento de infantería.
Sabemos varios rasgos de su campaña. Sabemos que desaprobó con fervor la captura de prisioneros y que una vez (con la sola culata del fusil) impidió esa práctica deplorable. Sabemos que logró evadirse del hospital para volver a las trincheras. Sabemos que se distinguió en los combates cerca de Montfaucon. Sabemos que después opinó que muchos bailecitos del Bowery eran más bravos que la guerra europea.

El misterioso, lógico fin
El 25 de diciembre de 1920 el cuerpo de Monk Eastman amaneció en una de las calles centrales de Nueva York. Había recibido cinco balazos. Desconocedor feliz de la muerte, un gato de lo más ordinario lo rondaba con cierta perplejidad.



En Historia universal de la infamia (1935)
En Obras completas (Tomo I)
© María Kodama, 1996
© Emecé Editores, 1996
Buenos Aires, 2001

Foto: Borges sin atribución de autor ni fecha Vía


9/3/16

Jorge Luis Borges: Entrevista telefónica con la Radio Exterior de España [1979]









(Borges opina acerca de una nueva serie de Televisión Española, cuyos guiones adaptan relatos de autores iberoamericanos). «Es una idea muy generosa, sin duda excelente. Me beneficia a mí, desde luego, dado que se habla de adaptar un cuento mío titulado Emma Zunz, donde trato el ambiente judío de Buenos Aires. No obstante, desconozco el proyecto y no sé qué otros títulos han escogido para llevarlo a cabo [La serie llegó a las pantallas con el título Escrito en América. Entre sus episodios, figura uno inspirado en Hombre de la esquina rosada.]

(...) De todas las adaptaciones cinematográficas de mi obra, sólo hubo una buena: el mal cuento Hombre de la esquina rosada inspiró un excelente film con el mismo título, dirigido por René Mugica [Hombre de la esquina rosada,1957, de René Mugica]. Era éste un film admirable, muy superior al relato endeble en el cual se inspiró. Lo demás que se ha hecho prefiero callarlo. (...) Luego hubo una película titulada Los otros [Les autres, 1974, de Hugo Santiago]. Eso se hizo en francés. No recuerdo el nombre del director. Se estrenó en París, donde fracasó. Yo no la vi nunca. También hicieron otras películas de las cuales no quiero acordarme. (...) Aunque participé en alguno de los guiones, luego todo aquel trabajo fue transformado de tal manera –quizá mejorado– que yo no lo reconocí al ver el producto final. Por ejemplo, en uno de aquellos films habían invertido el orden cronológico del relato: empezaban por el medio, luego iban al final, y para terminar, volvían al principio. Todo eso sin que yo tuviera nada que ver. Por eso siempre les digo a los cineastas que hagan lo que quieran con mis argumentos. Yo prefiero que no pongan mi nombre para no hacerme responsable de nada. Aun así, ellos insisten en poner mi nombre y luego yo resulto responsable de la ofensa»

(El entrevistador destaca la notoriedad del escritor y le interroga acerca de sus sentimientos al respecto). «Cuando empecé a escribir, jamás pensé que mis libros llegarían a ser conocidos. Ahora compruebo que no sólo son conocidos en mi patria, sino fuera de ella. Me alegro especialmente de que sean conocidos en España, a cual que me atan tantos vínculos. Entre otros recuerdos, guardo en mi memoria aquella tertulia de Rafael Cansinos Assens, en el Café Colonial, hacia 1920. Además, muchos de mis antepasados son españoles, algunos de ellos conquistadores y fundadores de ciudades, sevillanos, castellanos y andaluces».

(Preguntado acerca de sus temas predilectos en literatura, Borges resume tópicos que le interesan vivamente). «El tiempo es el problema esencial. En este punto recuerdo la frase de San Agustín “Si no me preguntan qué es el tiempo, lo sé. Si me lo preguntan, lo ignoro”. De modo que si supiéramos qué es el tiempo, lo sabríamos todo. Incluso sabríamos quiénes somos. (...) Pero yo tengo otros hábitos literarios. Por ejemplo, hay una pesadilla que está recurriendo mucho. Se trata de un sueño sobre el laberinto en Cnosos, en la isla de Creta. Siempre me persigue. Sueño que me hallo en un lugar cualquiera, y entonces veo que ese lugar se multiplica infinitamente o aparece en infinitos espejos».



Entrevista a Jorge Luis Borges,
Madrid, 1979, conferencia telefónica
Entrevistador no identificado
Archivo Sonoro de Radio Nacional de España
Transcripción de audio: Paz Ramos

8/3/16

Borges profesor. Clase 12: Vida de William Wordsworth. «The Prelude» y otros poemas






Wordsworth nació en [Cockermouth], Cumberland, en 1770, murió como poeta laureado de Inglaterra en 1850. Procede de la familia Lonsdale, que significa «gente de la frontera», familia que se había endurecido en guerras con los escoceses y daneses.
Se educó en la Grammar School de su pueblo, y luego en Cambridge. En 1790 fue a Francia. Se descubrió hace poco algo que provocó cierto escándalo. Se descubrió que tuvo amores con Anette Vallon, que le dio un hijo.
Fue partidario de la Revolución Francesa. Chesterton dijo acerca de esto —muchos ingleses fueron partidarios de la Revolución— que uno de los acontecimientos más importantes de la historia inglesa fue la revolución que estuvo a punto de producirse. [Wordsworth] fue, entonces, revolucionario de joven, y luego dejó de serlo. Y dejó de serlo, y dejó de ser partidario de la Revolución Francesa, porque ésta culminó en la dictadura de Napoleón.
Con respecto a su producción, ésta está en gran parte dedicada a la geografía. Recuerdo que Alfonso Reyes decía lo mismo de Unamuno. Decía que la emoción del paisaje reemplazaba en Unamuno a la emoción de la música, a la cual era insensible. Y Wordsworth viajó muchas veces por el continente. Estuvo en Francia, en el norte de Italia, en Suiza, en Alemania y viajó también por Escocia, Irlanda y, naturalmente, por Inglaterra. Se estableció en lo que se ha llamado Lake District, distrito de los lagos, también al norte de Inglaterra, un poco hacia el oeste. Una región de lagos y de montañas muy semejante a Suiza, salvo que las alturas son menos considerables. Pero yo he visitado ambos países, y la impresión que causan es parecida. Se cuenta que un guía suizo fue un día a este distrito de los lagos, en Inglaterra, y no se dio cuenta al principio de la diferencia de altitud entre las cumbres. El clima, además, es muy frío, nieva muchísimo.
Ahora, la vida de Wordsworth fue una vida consagrada a la poesía. Volvió a Inglaterra —ya no vería más a Anette Vallon—, se casó con una muchacha inglesa, tuvo varios hijos que murieron jóvenes. Wordsworth mismo había quedado huérfano a edad temprana, y sus medios le permitieron dedicarse exclusivamente a la literatura, a la poesía y a veces a la prosa. Era un hombre de una gran vanidad, un hombre muy duro. Creo que Emerson217 cuenta que fue a visitarlo, le hizo una observación, Wordsworth la refutó inmediatamente —según su costumbre, porque bastaba que le dijeran una cosa para que él sostuviera lo contrario—, y al cabo de diez minutos o de un cuarto de hora, Wordsworth emitió la misma opinión que había encontrado absurda en Emerson. Entonces Emerson, con toda cortesía, le dijo: «Bueno, eso es lo que yo dije hace un rato». Y entonces Wordsworth, indignado, dijo: «Mine, mine, not yours», «¡Esto es mío, esto es mío, no de usted!». Y el otro comprendió que no se podía discutir con un señor de este carácter. Además, como todos los poetas que profesan una teoría, que están muy convencidos de ella, llegó a creer que todo lo que se conformaba a esa teoría era aceptable. Y por eso la obra de Wordsworth es, como la de Milton, una de las más desparejas de la literatura. Tiene poemas en los que hay una melodía, una sinceridad en la pasión, una sencillez incomparables. Y luego tenemos largas zonas desérticas. Esto lo observó Coleridge,218 esa diferencia que hay. La verdad es que Wordsworth tenía una facilidad para escribir, escribía cuando estaba inspirado, cuando lo urgía la musa, y otras veces escribía simplemente porque se había propuesto producir versos, cien o lo que fuere, ese día. Las teorías y la práctica de Wordsworth causaron escándalo al principio. Luego fueron aceptadas, y se lo vio —como sucede a todos los viejos poetas que no han fracasado—, se lo vio un poco como una institución, tanto que le dieron el título de poeta laureado. Él aceptó. Se recuerda que no era sólo un buen caminador, sino un excelente patinador también.
De su amistad con Coleridge hablaremos luego. Lo cierto es que los dos se conocieron hacia mil setecientos noventa y tantos. Los dos eran jóvenes, los dos estaban entusiasmados con la Revolución Francesa. Coleridge propuso la fundación de una colonia socialista en Norteamérica, en las orillas de un gran río, y además estaban de acuerdo en sus opiniones estéticas. A fines del siglo XVIII, la poesía —a excepción de la prosa de Macpherson de que hablé la otra vez y de algunos poemas de Gray— había llegado a un dialecto poético, lo que se ha llamado el pseudoclasicismo. Por ejemplo, un poeta que se respetaba no hablaba de la brisa, hablaba del «blando Céfiro». No hablaba del sol, hablaba de «Febo». Prefería no hablar de la luna, la palabra era demasiado corriente, sino hablar de la «casta Diana». Había todo un dialecto poético basado en la mitología clásica, en la mitología ya muerta para los lectores y para los oyentes, una dicción poética. Wordsworth había planeado con Coleridge la publicación de un libro que se titularía Lyrical Ballads, baladas líricas, y que apareció el año 1798. Esta fecha es importante en la historia de la literatura inglesa y en la historia de la literatura europea, porque constituye uno de los documentos deliberadamente románticos. Es decir, muy anterior a la obra de Hugo o a la de otros.
Cuando Wordsworth conversó con Coleridge, resolvieron repartirse los temas del volumen en dos grupos. Uno trataría de la poesía que está en las cosas comunes, en los episodios comunes, en las comunes vicisitudes de toda vida. Y la otra parte, encomendada a Coleridge, trataría de la poesía de lo sobrenatural. Pero Coleridge era muy haragán, estaba entregado al opio también, era opiófago como el gran prosista poético De Quincey,219 y cuando llegó el momento de publicar el libro resultó que Coleridge contribuyó con dos composiciones, y todas las demás las había escrito Wordsworth. Y el libro apareció con la firma de Wordsworth, y de dos composiciones se dijo que eran de un amigo que prefería no dar su nombre.
Un par de años después salió una segunda edición con un prólogo polémico de Wordsworth. En ese prólogo Wordsworth explica su teoría de la poesía. Decía Wordsworth que cuando una persona adquiere un libro de versos, espera encontrar en ese libro ciertas cosas. Y si el poeta no cumple con ellas, si el poeta defrauda esta expectativa, entonces el lector puede pensar dos cosas: puede pensar que el poeta es un chapucero, un incapaz, o puede pensar hasta que es un estafador que no ha cumplido con lo prometido. Entonces Wordsworth habla de la dicción poética. Dice que todos o casi todos los poetas contemporáneos la buscan. Que él se ha tomado tanto trabajo para evitarla como otros para encontrarla. De modo que la ausencia de dicción poética, de frases como «blando Céfiro», de metáforas mitológicas, etc., esto ha sido deliberadamente excluido por él. Y dice que él ha buscado un lenguaje llano, más o menos afín al lenguaje oral, sin los balbuceos, las vacilaciones, las repeticiones de éste. Wordsworth pensaba que el lenguaje más natural es el de los campos, porque pensaba que la mayoría de las palabras tienen su origen en las cosas naturales —hablamos del «río del tiempo», por ejemplo—, y que el lenguaje se conserva más puro en aquella región en que la gente está viendo continuamente campos, montes, ríos, montañas, auroras, ocasos y noches. Pero al mismo tiempo él no quería admitir ningún elemento dialectal en su lenguaje. De modo que poemas como los Leaves of Grass de Whitman, de 1855, las Baladas Cuarteleras de Kipling, la poesía contemporánea de Sandburg,220 lo hubieran horrorizado.
Sin embargo, esa poesía que se ha hecho después procede de Wordsworth. [Wordsworth] decía que la poesía tiene su origen en un «overflow», en un desbordamiento de emociones poderosas, producido por una agitación del alma. Entonces hubieran podido objetarle: si esto ocurre, basta que a un hombre lo deje una mujer, que a un hombre se le muera el padre, para que se produzca poesía. Y la historia de la literatura demuestra que tal no es el caso. Una persona muy emocionada apenas si puede expresarse. Y Wordsworth lleva aquí su teoría psicológica del origen de la poesía. Dice que la poesía nace de la emoción recordada en la tranquilidad. Imaginemos un tema de los que he dicho: un hombre a quien lo deja una mujer que quiere. En ese momento, el hombre puede entregarse a la desesperación, puede buscar la resignación, puede tratar de distraerse, puede buscar el alcohol, o lo que fuere. Pero sería muy raro que se sentara a escribir un poema. En cambio, pasa un tiempo, un año, digamos. El poeta está más serenado, y entonces recuerda todo lo que le ha sucedido, es decir, revive la emoción. Pero esta segunda vez, él no sólo es un autor que recuerda exactamente lo que sufrió, lo que sintió, lo que se desesperó, sino un espectador también, un espectador de su yo pretérito. Y ese momento, dice Wordsworth, es el momento más propicio para la producción de la poesía, es el momento de la emoción recordada y revivida en la tranquilidad. Wordsworth quería también que en un poema no hubiera otra emoción que la exigida por el tema, por el impulso primario del poema. Es decir, rechazaba totalmente lo que se llaman adornos de la poesía. Es decir, a Wordsworth le parecía muy bien escribir un poema sobre la emoción de la aurora en la montaña o en una ciudad. Pero le parecía mal que en un poema dedicado a otro tema —la muerte o la pérdida de la mujer amada, por ejemplo— interviniera un paisaje o una descripción. Porque decía que eso era buscar «a foreign splendor», un esplendor forastero o foráneo al tema central. Ahora, es verdad que Wordsworth era un hombre del siglo XVIII, y no está permitido a ningún hombre, por revolucionario que sea, diferir totalmente de su época. Y así Wordsworth incurre a veces —y esto hace ridículas algunas de sus páginas— en la misma dicción censurada por él. En un poema él habla de un pájaro, luego no vuelve a verlo y piensa que pueden haberlo matado. Y quiere decir, y dice, que los hombres del valle pueden haberlo matado con sus rifles. Y en lugar de decirlo directamente, dice: «Los hombres del valle pueden haber apuntado el tubo mortífero», en lugar de decir «fusil».221 Pero esto era un poco inevitable.
Wordsworth ha escrito unos de los sonetos más admirables de la poesía inglesa, generalmente dedicados a temas naturales. Y hay uno famoso, que se sitúa en el puente de Westminster, en Londres. Y ese poema corresponde, como todos los buenos poemas de Wordsworth, a una sinceridad. Porque él siempre había dicho que la belleza estaba en las montañas, en los páramos. Y sin embargo, en ese poema él dice que nunca tuvo una sensación de serenidad igual a la que tuvo esa mañana, atravesando el puente de Westminster, cuando dormía toda la ciudad.222 Hay un soneto muy curioso, en el cual está en un puerto y ve llegar una nave, y se enamora de ella, podemos decirlo, y le desea buena suerte, como si la nave fuera una mujer.223 Ahora, Wordsworth planeó además dos poemas filosóficos. Uno de ellos, «The Prelude», era autobiográfico, es decir, meditaciones de un caminante solitario. Y ahí hay un sueño que voy a referir. Un comentador de Wordsworth ha observado que él tiene que haber soñado con una gran nitidez, porque hay un poema suyo titulado «Oda sobre las intimaciones de la inmortalidad», en el cual se basa su argumento a favor de la inmortalidad —el poema está derivado de recuerdos de la niñez— en la doctrina platónica de la preexistencia del alma. Dice que cuando él era joven todas las cosas tenían un esplendor, una nitidez que ha ido borrándose después. Dice que las cosas tenían «the freshness and the glory of a dream»,224 la frescura y la gloria del sueño. Y en otro poema, para decir que algo es vivido, dice que es «vivido como un sueño». Y sabemos que él tuvo experiencias alucinatorias. Había estado en París poco antes de lo que se ha llamado el reino del Terror, y desde el balcón de su casa, una casa alta, él vio todo un cielo carmesí y le pareció oír una voz que profetizaba la muerte. Luego, otra vez en Inglaterra, él tuvo que atravesar de noche las ruinas de Stonehenge, un círculo de piedra anterior a la época de los celtas, pero donde los druidas ejecutaban sacrificios. Y a él le pareció ver a los druidas con sus cuchillos de piedra, pedernal, sacrificar humanos. Pero vuelvo ahora a este sueño.
Alguien ha dicho que el sueño tiene que haber sido soñado por Wordsworth, pero yo creo —ustedes pueden juzgar, desde luego— que el sueño está demasiado bien preparado para ser realmente un sueño. Es decir, Wordsworth antes de referir el sueño nos cuenta las circunstancias anteriores, y en esas circunstancias, que no son específicamente vividas, está la simiente del sueño. Dice Wordsworth que a él lo había preocupado siempre un temor, el temor de que las dos obras máximas de la humanidad, las ciencias y las artes, pudieran desaparecer por obra de alguna catástrofe cósmica. Actualmente, nosotros tenemos más derecho a ese temor, dados los progresos de la ciencia. Pero entonces esa idea era una idea rara, pensar que la humanidad pudiese ser borrada del planeta, y con la humanidad la ciencia, la música, la poesía, la arquitectura. Es decir, todo lo esencial de la labor de los hombres a lo largo de miles de años y de centenares de generaciones. Y él dice que conversó con una persona sobre eso, y esa persona le dijo que él también había compartido ese temor, y que al día siguiente de esa conversación él se fue a la playa. Y ustedes verán cómo en todos estos hechos está preparado el sueño de Wordsworth. Wordsworth llega por la mañana a la playa, y en la playa hay una gruta. En la gruta él busca refugio de los rayos del sol, pero desde la gruta se ve la playa, la dorada playa y el mar. Y Wordsworth se sienta a leer, y el libro que él lee —esto es importante— es el Quijote. Luego llega la hora del mediodía —la hora del bochorno, como dicen en España—, se deja vencer por el peso de la hora, el libro se le cae de la mano, y entonces dice Wordsworth: «I passed in to a dream», penetré en un sueño. Y en el sueño ya no está en la playa, en la gruta frente al mar. Él está en un vasto desierto de arena negra, una especie de Sahara. Ahora, ustedes ven que ya el desierto, como la arena negra del desierto, es sugerida por la blanca arena de la playa. Está perdido en el desierto y luego ve una figura que se acerca a él, y esa figura tiene en la mano izquierda un caracol. Y en la otra mano una piedra que también es un libro. Y ese hombre se acerca a él al galope de su camello. Ahora, naturalmente ustedes ven cómo todo esto está preparado por las circunstancias anteriores, por una mente inglesa, ante todo. Hay una relación entre España y los árabes, y además ese jinete en su camello, ese jinete con una lanza, viene a ser como una transformación de Don Quijote. El jinete se acerca a Wordsworth, que está perdido en ese negro desierto. Le pide al otro que lo ayude y entonces éste acerca el caracol al oído del soñador «in an unknown tongue», «en una lengua desconocida que sin embargo yo entendí». Oye una voz, una voz que profetiza la destrucción de la Tierra por un segundo diluvio. Y entonces el árabe, con un rostro grave, le dice que así es, y que él tiene la misión de salvar de ese diluvio, de esa inundación, las dos obras capitales de la humanidad. Una, que tiene parentesco «with the stars», con las estrellas, «untouched by space or time», que no tocan el espacio ni el tiempo. Y esa obra es la ciencia. Y la ciencia está representada por una piedra, que al mismo tiempo es un libro. En los sueños suele ocurrir esta ambivalencia. He soñado a veces con una persona que a veces era otra, o que tenía las facciones de otra, y eso no me sorprendía en el sueño, el sueño puede manejar ese lenguaje.
Entonces él muestra la piedra a Wordsworth, y entonces él ve que la piedra no sólo es una piedra, sino la Geometría de Euclides, y esto representa la ciencia. Y en cuanto al caracol, ese caracol es todos los libros, es toda la poesía que han escrito, que escriben y que escribirán los hombres. Y él oye todo ese poema como una voz, una voz llena de desesperación, de júbilo, de pasión. El árabe le dice que él tiene que enterrar, salvar esos dos objetos capitales, la ciencia y el arte, representados por el caracol y por la Geometría de Euclides. Entonces el soñador le pide que lo salve y luego ve que el árabe mira a través de él y ve algo, y espolea su camello. Y entonces él ve algo como una gran luz que va llenando la tierra, y comprende que esa gran luz es el diluvio. El árabe huye. El soñador corre detrás del árabe pidiéndole que lo salve. Las aguas están por alcanzarlo cuando se despierta.
De Quincey dice que ese sueño, que es quizá lo más sublime, debe ser leído. Pero De Quincey creía que el sueño había sido inventado por Wordsworth. Desde luego, esto no lo sabremos nunca. Yo creo que lo más probable es que Wordsworth haya tenido un sueño parecido, que luego lo mejoró, y que lo preparó además. Luego, cuando el árabe se aleja en el sueño, Wordsworth lo sigue con los ojos, y ve que el árabe es a veces un árabe en su camello, y a veces es Don Quijote en su Rocinante. Y después de referir el sueño, dice que quizás él no lo ha soñado del todo. Que quizás haya en la tribu de los beduinos —el árabe es un beduino— algún loco pensando que el mundo puede ser inundado y que quiere salvar la ciencia y las artes. Este pasaje ustedes lo encontrarán —no sé si ha sido traducido— en el segundo libro del Prelude, ese largo poema de Wordsworth.
Ahora, en general cuando se habla de Wordsworth se habla del poema «Sobre las intimaciones de la inmortalidad», ese poema del que les hablé y que se refiere a la doctrina platónica. Pero yo creo que lo especial de Wordsworth es, fuera de algunas baladas...225 Hay un poema «To a Highland girl», a una muchacha de las Tierras Altas de Escocia.226 Y ese tema es uno de los primeros poemas que escribió Rilke,227 el tema de una muchacha cantando en el campo, y de la canción, y de la melodía recordada mucho tiempo después. Ahora, en el poema de Wordsworth se agrega la circunstancia para él misteriosa de que la muchacha cantaba en dialecto gaélico, en idioma celta, incomprensible para él. Y él se pregunta cuál es el tema del canto, y piensa: «unhappy far away things, and battles long ago», en cosas desdichadas y lejanas, en batallas que acontecieron, que ocurrieron hace mucho tiempo. Pero esa música que había llenado el valle como una corriente, esa música sigue resonando en sus oídos. Luego tenemos la serie de Lucy Gray, poemas sobre una muchacha de la cual él estaba enamorado. Después la muchacha muere, y entonces él piensa que ahora forma parte de la tierra, y que está condenada a girar eternamente, como las piedras y los árboles. Hay un poema de cuando la sombra de Napoleón cayó sobre Inglaterra, por decirlo así, como caería después la sombra de otro dictador. Un momento en el cual Inglaterra quedó sola para combatir contra Napoleón, así como en un momento de la Segunda Guerra Mundial quedó sola también. Entonces Wordsworth escribe un soneto diciendo: «Otro año ha pasado, otro vasto imperio ha caído y hemos quedado solos para luchar contra el enemigo». Y luego se dice que esta circunstancia tiene que llenarlos de felicidad, «el hecho de que debemos estar solos, el hecho de que no debemos depender de nadie, de que nuestra salvación está en nosotros». Y luego se pregunta si los hombres que dirigen a Inglaterra están a la altura de su alta misión, de su alto destino. Y luego dice: «si realmente son dignos de esta tierra y de sus tradiciones», y no son, dice, «una pandilla servil», porque en ese momento él insulta también al gobierno. Y si no son una pandilla servil, que están obligados a tratar «with danger that they fear», con el peligro que temen, «and with honor that they don’t understand», y con el honor que no entienden.228 Luego Wordsworth escribió también una pieza de teatro y poemas sobre diversos lugares de Inglaterra.
Ahora, Wordsworth había dicho siempre que el lenguaje tenía que ser un lenguaje sencillo, y en estos poemas, sin embargo, él llega a un esplendor de lenguaje que él hubiera rechazado en su juventud, cuando era todavía un fanático de su teoría. Él habla, por ejemplo, de una antecámara de una capilla en Cambridge, donde hay un busto de Newton, y habla de Newton: «with his prism and silent face», con su prisma, que le sirvió para formular su teoría de la luz, con su prisma y rostro silencioso. Luego dice: «The marble index of a mind for ever travelling through strange seas of thought»,229 el índice de mármol de una mente, eternamente atravesando extraños mares de pensamiento, «alone», sola. Esto no tiene nada que ver con las primeras teorías de Wordsworth. Wordsworth al principio fue una especie de escándalo, escribió un poema titulado peligrosamente «The idiot boy», el muchacho idiota, y Byron no cedió a la fácil broma de decir que era un poema autobiográfico.
Las personas empezaron a refutar su teoría. El mismo Coleridge le dijo que ninguna poesía debía presentarse acompañada de una teoría, porque eso es poner en guardia al lector. Si el lector —dice—, antes de leer un libro de poemas, lee un prólogo polémico, sospecha que los argumentos de ese prólogo han sido formulados para persuadirlo de que le agrade esa poesía, y entonces la rechaza. Además —decía Coleridge—, la poesía debe imponerse por sí misma, el poeta no debe hacer ningún razonamiento sobre su obra. Esto ahora nos parece rarísimo, porque vivimos en una época de cenáculos, de manifiestos, de publicidad de las artes. Sin embargo Coleridge vivió a fines del siglo XVIII, principios del XIX, y entonces Wordsworth tuvo que explicarle, y explicarle a los lectores, para que los lectores no buscaran en su poesía algo que no estaba en ella, sino para que vieran que él deliberadamente había elegido temas sencillos, personajes humildes, un lenguaje llano, una ausencia de las metáforas profesionales de la poesía, etc. Actualmente se lo considera a Wordsworth como uno de los grandes poetas de Inglaterra. He hablado de Unamuno una vez. Sé que era uno de los poetas predilectos de Unamuno. Y luego, es muy fácil encontrar páginas flojas en él. Ezra Pound lo ha hecho, dijo que Wordsworth era «a silly old sheep», una oveja vieja y sonsa. Pero yo creo que un poeta debe ser juzgado por sus mejores páginas.
No sé si he recordado alguna vez que Chesterton se comprometió a compilar una antología de los peores versos del mundo, siempre que lo dejaran elegir entre los mejores poetas. Porque dice Chesterton que el hecho de escribir páginas malas es típico de los grandes poetas. Porque dice Chesterton: el hecho es que cuando Shakespeare quería escribir una página disparatada, se sentaba y lo hacía directamente, se daba el gusto. En cambio, un poeta mediocre puede no tener versos muy malos. Puede no tenerlos porque es consciente de su mediocridad y porque está vigilándose continuamente. En cambio Wordsworth está consciente de su fuerza, y por eso hay tanto lastre, hay tanta parte muerta en su obra. Por lo demás, fuera de este sueño de Wordsworth, que no sé por qué ha sido excluido de las antologías, las piezas principales de Wordsworth —salvo quizás aquella en que habla de ese alto velero que ve y del cual se enamora— están en todas las antologías de la poesía inglesa.
Han sido traducidas muchas veces, pero la traducción de la poesía inglesa al español es, yo lo he comprobado, difícil, muy difícil. Porque el idioma inglés, como el chino, es esencialmente monosilábico. Y así en un verso en una línea inglesa caben más versos que en una línea española. ¿Cómo traducir, por ejemplo, «With Ships the sea was sprinkled far and nigh like stars in heaven»,230 «con barcos, el mar estaba salpicado aquí y allá como las estrellas en el cielo». No queda nada en la traducción. Y sin embargo esta línea es memorable.
He hablado hoy de Wordsworth. En la próxima clase hablaré de su amigo, colaborador y finalmente polemista: Coleridge, el otro gran poeta de los comienzos del movimiento romántico.

Miércoles 16 de noviembre de 1966

Notas

217 Ralph Waldo Emerson, filósofo, escritor y poeta norteamericano (1803-1882).
218 Samuel Taylor Coleridge, poeta británico (1772-X834). Borges le dedica las clases 13 y X4.
219 Thomas Quincey, llamado De Quincey, escritor británico (1785-1859).
220 Carl August Sandburg, poeta, escritor, periodista, editor y folklorista norteamericano (1878-1967).
221 Borges recuerda seguramente la primera parte (líneas 238-268) del Libro Primero de The Recluse, titulado «Home at Grasmere». En sus versos, Wordsworth nota la falta de dos cisnes: «... Two are missing, two, a lonely pair/ Of milk-white Swans; wherefore are they not seen/ Partaking this day’s pleasure?» («Dos faltan, un par solitario/ de cisnes blancos como la leche; ¿por qué es que no se los ve/ participando del placer de este día?»). El poeta ofrece entre otras la siguiente explicación: «The dalesmen may have aimed the deadly tube» («Los hombres del valle pueden haber apuntado el tubo mortífero»).
222 Se trata del poema titulado «Composed upon Westminster Bridge», del 3 de septiembre de 1802, cuyos versos son los siguientes: «Earth has not anything to show more fair:/ Dull would he be of soul who could pass by/ A sight so touching in its majesty:/ This city now doth, like a garment, wear/ The beauty of the morning; silent, bare/ Ships, towers, domes, theatres, and temples lie/ Open unto the fields, and to the sky/ All bright and glittering in the smokeless air./Never did sun more beautifully steep/ In his first splendor, valley, rock, or hill;/ Never saw I, never felt, a calm so deep!/ The river glideth at his own sweet will/ Dear God! the very houses seem asleep/And all that mighty heart is lying still
223 El soneto, sin título, es el que empieza con la línea «With ships the sea was sprinkled far and nigh». Borges vuelve a citarlo hacia el final de esta clase. En la nota 230 se transcribe textualmente el poema.
224 El título original del poema es «Ode: Intimations of Immortality from Recollections of Early Childhood». Fue compuesto entre 1802 y 1806 y publicado por primera vez en 1807. Borges cita el cuarto verso, donde en realidad se lee «The glory and the freshness of a dream», alterando inadvertidamente el orden de las palabras. No olvidemos que todo lo estaba diciendo de memoria.
225 Borges no termina la frase.
226 El título del poema es «The Solitary Reaper», fue compuesto entre 1803 y 1805 y publicado en 1807. El texto original es: «Behold her, single in the field, / Yon solitary Highland Lass!/ Reaping and singing by herself / Stop here, or gently pass! / Alone she cuts and binds the grain, / and sings a melancholy strain; / O listen! For the Vale profound / Is overflowing with sound. // No Nightingale did ever chant / More welcome notes to weary bands / Of travellers in some shady haunt, / Among Arabian sands: / A voice so thrilling never was heard / In spring-time from the Cuckoo-bird, / Breaking the silence of the seas / Among the farthest Hebrides. // Will no one tell me what she sings? / Perhaps the plaintive numbers flow / For old, unhappy far-off things, / And battles long ago: / Or is it some more humble lay, / Familiar matter of to-day? / Some natural sorrow, loss or pain, / That has been, and may be again? // Whatever the theme, the Maiden sang / As if her song could have no ending; / I saw her singing at her work, / And over the sickle bending; /I listened, motionless and still; / And, as I mounted up the hill, / The music in my heartl bore, / Long after it was heard no more.»
227 Rainer María Rilke, poeta checo de lengua alemana (1875-1926).
228 El soneto se titula «November, 1806». Fue compuesto en 1806 y publicado al año siguiente. La versión original es la siguiente: «Another year! —another deadly blow!/ Another mighty Empire overthrown! / And We are left, or shall be left, alone / The last that dare to struggle with the Foe. / Tis well! from this day forward we shall know / That in ourselves our safety must be sought; / That by our own right hands it must be wrought; / That we must stand un propped, or be laid low ./ O dastard whom such foretaste doth not cheer! / We shall exult, if they who rule the land / Be men who bold its many blessings dear / Wise, upright, valiant; not a servile band, / Who are to judge of danger which they fear, / And honour which they don’t understand».
229 «On the Statue of Newton in Trinity Chapel», del libro III de The Prelude. A continuación se citan las líneas 58-63: «And from my pillow, looking forth by light / Of moon or favouring stars, I could behold / The antechapel where the statue stood / Of Newton with his prism and silent face, / The marble index of a mind for ever / Voyaging through strange seas of thought, alone».
230 La línea pertenece al soneto sin título de Wordsworth mencionado en la nota 223 de esta misma clase. A continuación se transcribe el poema completo: «With Ships the sea was sprinkled far and nigh, / Like stars in heaven, and joyously it showed / Some lying fast at anchor in the road, / Some veering up and down, one knew not why. / A goodly Vessel did I then espy / Come like a giant from a haven broad; / And lustily along the bay she strode, / tackling rich, and of apparel high. / This Ship was nought to me, nor I to her, / Yet I pursued her with a Lover’s look / This Ship to all the rest did I prefer: / When will she turn, and whither? She will brook / No tarrying; where She comes the winds must stir: / On went She, and due north her journey took».




En Borges profesor
Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires
Edición, investigación y notas: Arias, Martín & Hadis, Martín
Buenos Aires © María Kodama, 2000

Foto: Borges (RC) with a group of students. January 1, 1968 
Credit Charles Phillips - Getty Images
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