4/2/16

Jorge Luis Borges: Rafael Cansinos Assens









Él había leído todas las bibliotecas de Europa. Recuerdo que dijo, en su estilo hiperbólico, que era capaz de saludar a las estrellas en diecisiete idiomas clásicos y modernos. No sé si realmente eran diecisiete, pero está bien la mención de las estrellas, que ya sugieren lo infinito. No sé si ustedes conocen toda la obra de Cansinos, yo no conozco nada, pero recuerdo quizá menos lo escrito que lo hablado por él, o lo sonreído por él (…). Además, quizá más importante que un libro es la imagen que este libro deja; quizá más importante que lo dicho por un hombre es la imagen que esos dichos o ese silencio dejan. Yo creo que Cansinos fue un gran maestro oral; bueno, también lo fueron Pitágoras, Jesús, el Buda, Sócrates. De la obra de él no sé qué perdurará, pero sé que su memoria personal perdura. Y además ese estilo psálmico, digamos, esas largas frases, siempre armoniosas, que no se perdían nunca. Yo he conocido a muchos hombres de talento, pero hombres de genio, no sé, hay dos que yo mencionaría: uno, un nombre quizá desconocido aquí, el pintor y místico argentino Alejandro Xul-Solar, y el otro, ciertamente, Rafael Cansinos Assens. Y quizá, pero sólo como maestro oral, Macedonio Fernández. Los demás eran meros hombres de talento.

«Coloquio», 1985










En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges, 1988
Originales manuscritos y autógrafos
Epistolario Borges-Cansinos Assens
Fundación-Archivo Rafael Cansinos Assens 
Portada del libro Borges A/Z
Col. La Biblioteca de Babel

3/2/16

Jorge Luis Borges: La hipocresía argentina





El dictamen francés de que la hipocresía es el tributo que el vicio paga a la virtud corresponde con precisión a Tartufo o a ciertos personajes de Dickens, no a la hipocresía argentina, que es de otro orden. El hipócrita, entre nosotros, se jacta de esa miseria necesaria, el dinero, o de esa otra miseria, la fama. Consideremos una de sus obsesiones: la imagen argentina. La imagen, no la realidad. Adelina del Carril, viuda de Ricardo Güiraldes, vivió diez años en la India, cuya cultura es una de las más complejas del orbe. A su vuelta, le preguntaron: ¿Qué dicen de nosotros en la India? Nada le preguntaron sobre las tierras que había conocido. Yo tuve una experiencia análoga. En un aula de Nueva York hablé sobre la obra de Kafka. Un compatriota, a quien muy poco le interesaría esa obra, me dio las gracias porque yo había mejorado, esa tarde, la imagen argentina.
El culto de esa imagen nos ha llevado a una profusión de eufemismos. Un grupo de cambiantes militares se encarama al poder y nos maltrata durante unos siete años; esa calamidad se llama el proceso. Los terroristas arrojaban sus bombas; para no herir sus buenos sentimientos, se los llamó activistas. El terrorismo estrepitoso fue sucedido por un terrorismo secreto; se lo llamó la represión. Los mazorqueros que secuestraron, que a veces torturaron y que invariablemente asesinaron a miles de argentinos, obtuvieron el título general de fuerzas parapoliciales. Hubo una invasión y hubo una derrota; las autoridades hablaron de anticolonialismo y de un cese de hostilidades. Un ministro, acaso deliberadamente, arruina la Patria; se lo denomina un economista. La Patria fue degradada, expoliada y éticamente corrompida; se la apodó Argentina Potencia. El viaje de una viuda de Perón se llama operación retorno. Gremialista es el mote que se otorga a ciertos matones. Un negocio turbio es un negociado y, a veces, un ilícito. Cobrar excesivamente un trabajo es hacerse valer. La disputa con Chile se apodó el conflicto limítrofe.
En la esquina de Charcas y Maipú había, hasta hace poco, un alto y hondo conventillo. Los vecinos recordarán las paredes amarillas, el portón, el entrevisto patio y su pileta y el balcón de fierro al que salía una pareja de viejitos y una nochera; tal era el eufemismo que usaba el barrio. El hecho nada tiene de singular; lo singular es que nadie hablaba de conventillo, porque se entiende que no los hay en el centro y menos en el norte. No importa que haya pobres; lo que importa es que no se sepa. En vísperas de un certamen de fútbol, apodado el Mundial, las autoridades repartieron ropa a la gente, para que los turistas no advirtieran que hay pobres en Buenos Aires. A los rancheríos de las orillas, popularmente llamados villas miserias, se los llama ahora villas de emergencia. Sé de familias que durante los meses de diciembre, de enero y de febrero, vivían escondidas en su casa para que la gente creyera que estaban veraneando en el Uruguay.
Otra especie del género son los eufemismos pomposos. El presidente es el primer mandatario, su mujer es la primera dama, palabra de la jerga teatral. Un ministro es el titular de la cartera, curioso gongorismo. Un ciego (yo lo soy) es un no vidente. Una cuadrilla de parientes y de pistoleros es ahora un séquito. Un plagio es una reminiscencia. A los maestros se los llama docentes; a los psicoanalistas, psicólogos; a los porteros, encargados; a los basurales, cinturón ecológico; a las batidas policiales, vastos operativos; a los controles de vehículos, Operativo Sol. Desde hace poco, la venta lucrativa (toda venta lo es) de obscenidades y la exhibición de desnudos se llama democracia o, a la española, destape.
Ofrezco este primer borrador, sin duda incompleto, del vocabulario habitual de nuestra hipocresía. La Academia Argentina de Letras bien puede ampliarlo.





En Textos recobrados 1956-1986
Buenos Aires, Emecé, 2003
© 2003, 2007, María Kodama


Antes:
En diario Clarín, Buenos Aires, 8 de marzo de 1984, con el subtítulo “Si hay miseria que no se note”.
Y en Revista Gente, Buenos Aires, Nº 973, 15 de marzo de 1984.
Y en Diario El Día, Montevideo, 5-11 de mayo de 1984, con el título “Nuestra hipocresía”.
Y en Revista Proa, Buenos Aires, Tercera Época, Nº 10, enero-febrero de 1994, con el título “Eufemismos argentinos según Borges”.

Foto: Borges en su casa (Revista La Maga Colección - febrero 1996) 
incluida en nota "Los otros" sobre Borges, el palabrista de Esteban Peicovich





2/2/16

Jorge Luis Borges: Sagrada inocencia de un sueño










Es inevitable que un hombre confunda su declinación con la declinación de la historia, su crepúsculo humano con el vasto Crepúsculo de los Dioses, y así no es maravilla que para mí, que he cumplido los sesenta años, el punto meridiano del cinematógrafo no esté en el porvenir, sino en el pasado. Ese apogeo, ese paraíso perdido, correspondería a la etapa inmediatamente anterior a la edad sonora, y su nombre más alto sería el de Josef von Sternberg. (Anotaré, de paso, que las obras que éste ejecutó en Alemania me parecen harto inferiores a las que le inspiraría después el tema del malevaje americano.) Recuerdo que al principio el cine sonoro nos pareció una regresión al teatro o a la ópera, una impura extensión que contaminaba la esencia del nuevo arte. Hoy, apenas me atrevo a rememorar esas objeciones pretéritas; en rigor, me bastaría para refutarlas un solo film sonoro que pudiera equipararse a los mejores de la época silenciosa. La lealtad al pasado no me impide reconocer que ese film existe, en número plural y aun abrumador. Básteme recordar las últimas que vi, antes de que se nublaran mis ojos: “Al caer la noche” y “Alejandro Nevski”, y “Ser o no ser” y “El espectro de la rosa”, y “El gran juego” y “A la hora señalada” y “Rashomon” (que repite o renueva tan felizmente el procedimiento ideado por Browning de narrar una misma fábula a través de los diversos protagonistas) y los que mis lectores quieran sustituir o agregar.

Más importante que un catálogo de preferencias personales, compilado al azar de la memoria, es decir del olvido, me parecen dos circunstancias que paso a enumerar. La primera es el hecho de que el cinematógrafo ha sorteado, y sigue sorteando, dos enemigos mortales: el comercialismo, que lo rebaja a lo sentimental, a lo obsceno y a los otros modos de lo trivial, y la pedantería de lo “moderno”, cuyos riesgos son la incoherencia y la vanidad fotográfica. Quiero asimismo recordar que el cinematógrafo ha saciado, probablemente sin proponérselo, dos necesidades eternas del alma humana: el melodrama y la épica. Ninguna especie de poesía fue más venerada que la epopeya por los hombres del Renacimiento y por los antiguos; los literatos de nuestro tiempo la habían traicionado o menospreciado y su popular y anónima salvación, en el mundo entero, es obra del western.

Sería una desventura que el arte cinematográfico pereciera bajo un exceso de interpretaciones y de análisis. Goethe o su Mefistófeles opinaron que es gris toda teoría y que es verde el árbol de oro de la vida; yo diría que las teorías son peligrosas, no por grises, sino por tornasoladas y encantadoras, y que las épocas de fuerte creación —recordemos el teatro isabelino— han prescindido de ellas o no les han concedido otro valor que el de un pasatiempo. Ninguna teoría, por lo demás, puede ser otra cosa que un juego de la inteligencia o que un estímulo circunstancial del artista. Olvidemos las rivalidades de escuela, gocemos el puro espectáculo cinematográfico y dejemos que éste se desenvuelva, en lo posible, con la frescura y con la orgánica y sagrada inocencia de un sueño.



En Textos Recobrados 1956-1986
Primera publicación en revista Marcha
Año XXI, Número 1002, Montevideo,  25 de marzo de 1960
Página escrita para el Boletín del II Festival Marplatense
Retrato de Jorge Luis Borges ©Amanda Ortega


1/2/16

Jorge Luis Borges: La escritura del dios








La cárcel es profunda y de piedra; su forma, la de un hemisferio casi perfecto, si bien el piso (que también es de piedra) es algo menor que un círculo máximo, hecho que agrava de algún modo los sentimientos de opresión y de vastedad. Un muro medianero la corta; éste, aunque altísimo, no toca la parte superior de la bóveda; de un lado estoy yo, Tzinacán, mago de la pirámide de Qaholom, que Pedro de Alvarado incendió; del otro hay un jaguar, que mide con secretos pasos iguales el tiempo y el espacio del cautiverio. A ras del suelo, una larga ventana con barrotes corta el muro central. En la hora sin sombra [el mediodía], se abre una trampa en lo alto y un carcelero que han ido borrando los años maniobra una roldana de hierro, y nos baja, en la punta de un cordel, cántaros con agua y trozos de carne. La luz entra en la bóveda; en ese instante puedo ver al jaguar.
He perdido la cifra de los años que yazgo en la tiniebla; yo, que alguna vez era joven y podía caminar por esta prisión, no hago otra cosa que aguardar, en la postura de mi muerte, el fin que me destinan los dioses. Con el hondo cuchillo de pedernal he abierto el pecho de las víctimas y ahora no podría, sin magia, levantarme del polvo.
La víspera del incendio de la Pirámide, los hombres que bajaron de altos caballos me castigaron con metales ardientes para que revelara el lugar de un tesoro escondido. Abatieron, delante de mis ojos, el ídolo del dios, pero éste no me abandonó y me mantuve silencioso entre los tormentos. Me laceraron, me rompieron, me deformaron y luego desperté en esta cárcel, que ya no dejaré en mi vida mortal.
Urgido por la fatalidad de hacer algo, de poblar de algún modo el tiempo, quise recordar, en mi sombra, todo lo que sabía. Noches enteras malgasté en recordar el orden y el número de unas sierpes de piedra o la forma de un árbol medicinal. Así fui debelando los años, así fui entrando en posesión de lo que ya era mío. Una noche sentí que me acercaba a un recuerdo preciso; antes de ver el mar, el viajero siente una agitación en la sangre. Horas después, empecé a avistar el recuerdo; era una de las tradiciones del dios. Éste, previendo que en el fin de los tiempos ocurrirían muchas desventuras y ruinas, escribió el primer día de la Creación una sentencia mágica, apta para conjurar esos males. La escribió de manera que llegara a las más apartadas generaciones y que no la tocara el azar. Nadie sabe en qué punto la escribió ni con qué caracteres, pero nos consta que perdura, secreta, y que la leerá un elegido. Consideré que estábamos, como siempre, en el fin de los tiempos y que mi destino de último sacerdote del dios me daría acceso al privilegio de intuir esa escritura. El hecho de que me rodeara una cárcel no me vedaba esa esperanza; acaso yo había visto miles de veces la inscripción de Qaholom y sólo me faltaba entenderla.
Esta reflexión me animó y luego me infundió una especie de vértigo. En el ámbito de la tierra hay formas antiguas, formas incorruptibles y eternas; cualquiera de ellas podía ser el símbolo buscado. Una montaña podía ser la palabra del dios, o un río o el imperio o la configuración de los astros. Pero en el curso de los siglos las montañas se allanan y el camino de un río suele desviarse y los imperios conocen mutaciones y estragos y la figura de los astros varía. En el firmamento hay mudanza. La montaña y la estrella son individuos y los individuos caducan. Busqué algo más tenaz, más vulnerable. Pensé en las generaciones de los cereales, de los pastos, de los pájaros, de los hombres. Quizá en mi cara estuviera escrita la magia, quizá yo mismo fuera el fin de mí busca. En ese afán estaba cuando recordé que el jaguar era uno de los atributos del dios.
Entonces mi alma se llenó de piedad. Imaginé la primera mañana del tiempo, imaginé a mi dios confiando el mensaje a la piel viva de los jaguares, que se amarían y se engendrarían sin fin, en cavernas, en cañaverales, en islas, para que los últimos hombres lo recibieran. Imaginé esa red de tigres, ese caliente laberinto de tigres, dando horror a los prados y a los rebaños para conservar un dibujo. En la otra celda había un jaguar; en su vecindad percibí una confirmación de mi conjetura y un secreto favor.
Dediqué largos años a aprender el orden y la configuración de las manchas. Cada ciega jornada me concedía un instante de luz, y así pude fijar en la mente las negras formas que tachaban el pelaje amarillo. Algunas incluían puntos; otras formaban rayas trasversales en la cara interior de las piernas; otras, anulares, se repetían. Acaso eran un mismo sonido o una misma palabra. Muchas tenían bordes rojos.
No diré las fatigas de mi labor. Más de una vez grité a la bóveda que era imposible descifrar aquel texto. Gradualmente, el enigma concreto que me atareaba me inquietó menos que el enigma genérico de una sentencia escrita por un dios. ¿Qué tipo de sentencia (me pregunté) construirá una mente absoluta? Consideré que aun en los lenguajes humanos no hay proposición que no implique el universo entero; decir el tigre es decir los tigres que lo engendraron, los ciervos y tortugas que devoró, el pasto de que se alimentaron los ciervos, la tierra que fue madre del pasto, el cielo que dio luz a la tierra. Consideré que en el lenguaje de un dios toda la palabra enunciaría esa infinita concatenación de los hechos, y no de un modo implícito, sino explícito, y no de un modo progresivo, sino inmediato. Con el tiempo, la noción de una sentencia divina parecióme pueril o blasfematoria. Un dios, reflexioné, sólo debe decir una palabra y en esa palabra la plenitud. Ninguna voz articulada por él puede ser inferior al universo o menos que la suma del tiempo. Sombras o simulacros de esa voz que equivale a un lenguaje y a cuanto puede comprender un lenguaje son las ambiciosas y pobres voces humanas, todo, mundo, universo.
Un día o una noche —entre mis días y mis noches, ¿qué diferencia cabe?— soñé que en el piso de la cárcel había un grano de arena. Volví a dormir, indiferente; soñé que despertaba y que había dos granos de arena. Volví a dormir; soñé que los granos de arena eran tres. Fueron, así, multiplicándose hasta colmar la cárcel y yo moría bajo ese hemisferio de arena. Comprendí que estaba soñando; con un vasto esfuerzo me desperté. El despertar fue inútil; la innumerable arena me sofocaba. Alguien me dijo: No has despertado a la vigilia, sino a un sueño anterior. Ese sueño está dentro de otro, y así hasta lo infinito, que es el número de los granos de arena. El camino que habrás de desandar es interminable y morirás antes de haber despertado realmente.
Me sentí perdido. La arena me rompía la boca, pero grité: Ni una arena soñada puede matarme ni hay sueños que estén dentro de sueños. Un resplandor me despertó. En la tiniebla superior se cernía un círculo de luz. Vi la cara y las manos del carcelero, la rodaja, el cordel, la carne y los cántaros.
Un hombre se confunde, gradualmente, con la forma de su destino; un hombre es, a la larga, sus circunstancias. Más que un descifrador o un vengador, más que un sacerdote del dios, yo era un encarcelado. Del incansable laberinto de sueños yo regresé como a mi casa a la dura prisión. Bendije su humedad, bendije su tigre, bendije el agujero de luz, bendije mi viejo cuerpo doliente, bendije la tiniebla y la piedra.
Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la divinidad, con el universo (no sé si estas palabras difieren). El éxtasis no repite sus símbolos; hay quien ha visto a Dios en un resplandor, hay quien lo ha percibido en una espada o en los círculos de una rosa. Yo vi una Rueda altísima, que no estaba delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un tiempo. Esa Rueda estaba hecha de agua, pero también de fuego, y era (aunque se veía el borde) infinita. Entretejidas, la formaban todas las cosas que serán, que son y que fueron, y yo era una de las hebras de esa trama total, y Pedro de Alvarado, que me dio tormento, era otra. Ahí estaban las causas y los efectos y me bastaba ver esa Rueda para entenderlo todo, sin fin. ¡Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir! Vi el universo y vi los íntimos designios del universo. Vi los orígenes que narra el Libro del Común. Vi las montañas que surgieron del agua, vi los primeros hombres de palo, vi las tinajas que se volvieron contra los hombres, vi los perros que les destrozaron las caras. Vi el dios sin cara que hay detrás de los dioses. Vi infinitos procesos que formaban una sola felicidad y, entendiéndolo todo, alcancé también a entender la escritura del tigre.
Es una fórmula de catorce palabras casuales (que parecen casuales) y me bastaría decirla en voz alta para ser todopoderoso. Me bastaría decirla para abolir esta cárcel de piedra, para que el día entrara en mi noche, para ser joven, para ser inmortal, para que el tigre destrozara a Alvarado, para sumir el santo cuchillo en pechos españoles, para reconstruir la pirámide, para reconstruir el imperio. Cuarenta sílabas, catorce palabras, y yo, Tzinacán, regiría las tierras que rigió Moctezuma. Pero yo sé que nunca diré esas palabras, porque ya no me acuerdo de Tzinacán.
Que muera conmigo el misterio que está escrito en los tigres. Quien ha entrevisto el universo, quien ha entrevisto los ardientes designios del universo, no puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas o desventuras, aunque ese hombre sea él. Ese hombre ha sido él y ahora no le importa. Qué le importa la suerte de aquel otro, qué le importa la nación de aquel otro, si él, ahora es nadie. Por eso no pronuncio la fórmula, por eso dejo que me olviden los días, acostado en la oscuridad.
A Ema Risso Platero



El Aleph (1949)
Imagen: Ilustración de Elbio Fernández en Nicolás Cócaro: Las manos de Borges (Buenos Aires 1966)
incluida en Jorge Luis Borges - Bibliografía total 1923-1973
Buenos Aires, Casa Pardo, 1973

31/1/16

Jorge Luis Borges: Milonga de Manuel Flores








Manuel Flores va a morir.
Eso es moneda corriente;
morir es una costumbre
que sabe tener la gente.

Y sin embargo me duele
decirle adiós a la vida,
esa cosa tan de siempre,
tan dulce y tan conocida.

Miro en el alba mis manos,
miro en las manos las venas;
con extrañeza las miro
como si fueran ajenas.

Vendrán los cuatro balazos
y con los cuatro el olvido;
lo dijo el sabio Merlín:
morir es haber nacido.

¡Cuánta cosa en su camino
estos ojos habrán visto!
Quién sabe lo que verán
después que me juzgue Cristo.

Manuel Flores va a morir.
Eso es moneda corriente;
morir es una costumbre
que sabe tener la gente.



En Para las seis cuerdas (1965)
Foto: Jorge Luis Borges y Hécor Olivera
Revista Gente, Número 489, Año 1974


30/1/16

Borges profesor. Clase 11: El movimiento romántico





Vida de James Macpherson
La invención de Ossian. Opiniones sobre Ossian
Polémica con Johnson. Reivindicación de Macpherson



Esta clase va a durar diez minutos menos que las anteriores, porque he prometido dar una conferencia sobre Víctor Hugo. De modo que les pido disculpas a ustedes, y hablaremos hoy, precisamente, del movimiento romántico, que es el movimiento en el cual tuvo tanta parte Víctor Hugo.
El movimiento romántico es acaso el más importante que registra la historia de la literatura, quizá porque no sólo fue un estilo literario, porque no sólo inauguró un estilo literario, sino un estilo vital. En el siglo pasado tuvimos a Zola,193 el naturalista. Y Emile Zola, el naturalista, es inconcebible sin Hugo, el romántico. Luego, aún ahora tenemos personas que son nacionalistas o comunistas y lo son de un modo romántico, aunque prefieran alegar razones de orden económico-social, o de lo que fuera. He dicho que hay un estilo de vida romántico. Por ejemplo, un caso famoso sería el de Lord Byron.194 La poesía de Byron ha sido —injustamente a mi entender— excluida de una famosa antología de la poesía inglesa publicada hace unos años. Pero Byron sigue representando uno de los tipos románticos. Byron, que va a Grecia a morir por la libertad de ese país oprimido entonces por los turcos. Y tenemos poetas de destino romántico, uno de los poetas máximos de la lengua inglesa, Keats,195 que muere tuberculoso. Diríase que la muerte joven es parte del destino romántico. Ahora bien, ¿cómo definir el Romanticismo? La definición es difícil, precisamente porque todos sabemos de qué se trata. Si yo digo «neorromántico», ustedes saben precisamente lo que quiero decir, lo mismo que si hablo del sabor del café o del sabor del vino: saben exactamente a qué me refiero, aunque no podría definirlo, sería imposible hacerlo sin recurrir a una metáfora.
Yo diría, sin embargo, que el sentimiento romántico es un sentimiento agudo y patético del tiempo, unas horas de delectación amorosa, la idea de que todo pasa, un sentimiento más profundo de los otoños, de los crepúsculos de la tarde, del pasaje de nuestras propias vidas. Hay una obra de filosofía histórica muy importante, La decadencia de Occidente, del filósofo prusiano Spengler,196 y en este libro, que se escribió durante los trágicos años de la Primera Guerra Mundial, Spengler enumera los grandes poetas románticos de Europa.197 Y en esa lista, que abarcará una línea en la que figuran Hölderlin,198 Goethe, Hugo, Byron, Wordsworth, el que encabeza la lista es James Macpherson,199 un poeta casi olvidado. Acaso alguno de ustedes oye su nombre por primera vez. Pero todo el movimiento romántico es inconcebible, impensable, sin James Macpherson. El destino de Macpherson es un destino muy curioso, un destino de hombre que deliberadamente se borra para la mayor gloria de su patria, Escocia.
Macpherson nace en las Highlands de Escocia, en las Tierras Altas de Escocia, en las serranías de Escocia, el año 1736, y muere el año 1796. Ahora, la fecha oficial del movimiento romántico en Inglaterra es el año 1798, es decir, es posterior en dos años a la muerte de Macpherson. Y para Francia, la fecha oficial sería el año 1830, el año de la «bataille de Hernani», el año en que hubo aquella ruidosa polémica entre los partidarios del drama Hernani de Hugo y sus adversarios. Y así el Romanticismo empieza en Escocia y llega después a Inglaterra —donde había sido prefigurado, pero sólo prefigurado por el poeta Gray,200 autor de la «Elegía compuesta en un cementerio de aldea»,201 admirablemente traducida al español por el argentino Miralla.202 Luego llega a Alemania por obra de Herder.203 Luego se difunde por toda Europa y llega asaz tardíamente a España. Casi podríamos decir que España, un país que figura tanto en la imaginación de los poetas románticos de otros países, produjo un solo poeta esencialmente romántico, los otros son más bien oradores por escrito. Este al que me refiero es, naturalmente, Gustavo Adolfo Bécquer, discípulo del gran poeta judeo-alemán Heine.204 Y no discípulo de toda la obra de Heine, sino de los comienzos, del Lyrisches Intermezzo, «Intermedio lírico», de Heine.
Pero volvamos ahora a Macpherson. Su padre era granjero, era de origen humilde, y la familia, según parece, no era de origen celta sino de origen inglés, diríamos sajón. Aún ahora en Escocia a los ingleses los llaman despectivos y burlones «los sajones». Esta palabra es común en el lenguaje oral de Escocia y de Irlanda también.
Macpherson nace y se cría en un lugar agreste al norte de Escocia, donde se hablaba aún un idioma gaélico, es decir un idioma celta, afín naturalmente al galés, al irlandés y a la lengua bretona que llevaron a Bretaña —llamada antes Armórica— los britanos que se refugiaron de las invasiones sajonas del siglo V. Por eso se habla aún ahora de Gran Bretaña, para distinguirla de la pequeña Bretaña, de Francia. Y en Francia llaman Bretagne a aquella región del país en que se habla el idioma bretón, que se creyó afín a los patois durante algún tiempo, simplemente porque como los franceses no entienden ninguno de los dos dedujeron que se trataba de idiomas parecidos, lo cual es parte de una profunda ideología.
Ahora bien, el conocimiento que tuvo Macpherson del idioma gaélico era un conocimiento oral. Él no pudo leer nunca los manuscritos gaélicos, que usaban una escritura distinta. Podríamos pensar en un correntino culto aquí, es decir un hombre que tiene un conocimiento oral del guaraní, pero que acaso no podría explicarnos muy bien las leyes gramaticales de ese idioma. Este Macpherson se educó en la escuela primaria de su pueblo, luego en la Universidad de Edimburgo. Había oído muchas veces cantar a los bardos. No sé si he hablado ya de ellos. Ustedes saben que Escocia estaba dividida —y en cierto modo aún está—, dividida en clanes. Esto ha sido una lástima para la historia de Escocia, porque los escoceses se han encontrado luchando, no sólo contra los ingleses y los daneses, sino guerreando entre sí. Y así, quien ha recorrido Escocia, como yo, se ha sentido atraído por el espectáculo de pequeños castillos en lo alto de las largas —más que altas— colinas de Escocia. Esas ruinas que se destacan contra un cielo de atardecer. Y digo atardecer porque hay regiones del norte de Escocia en las cuales aunque brille el sol —la palabra «brille» es un término raro aquí— hay desde el crepúsculo de la mañana al crepúsculo de la tarde una luz semejante a la del atardecer, lo cual no deja de entristecer un poco al extranjero.
Macpherson había oído a los bardos, y los grandes clanes de Escocia tenían bardos que estaban encargados de relatar la historia y las hazañas de la familia. Ésos eran poetas, y cantaban naturalmente en el idioma gaélico. Es parecida a la organización de la literatura que hubo en todos los países celtas. No sé si les dije que en Irlanda la carrera literaria duraba diez años. Uno tenía que pasar diez exámenes sucesivos. Al principio sólo podía usar metros sencillos, digamos el endecasílabo, y sólo podía tratar diez temas. Y luego, una vez dado el examen, que se daba oralmente, en una habitación oscura, le daban el tema al poeta, el metro que debía usar, le llevaban alimento. Y al cabo de dos o tres días iban a interrogarlo y le permitían tratar otros temas y usar otros metros. Y al cabo de diez años un poeta llegaba al grado más alto, pero para llegar a él tenía que tener un conocimiento cabal de la historia, de la mitología, de la jurisprudencia, de la medicina —que se entendía como la magia en aquellos días—, y recibía una pensión del gobierno. Usaba además un lenguaje tan recargado de metáforas, que sólo sus colegas podían entenderlo. Y tenía derecho a más provisiones, a más caballos, a más vacas que el rey de cada uno de los pequeños reinos de Irlanda o de Gales. Ahora, esta misma prosperidad de la orden de los poetas determinó su ruina. Porque según la leyenda, llegó la ocasión en que un rey tuvo que oír su alabanza, la pronunciaron dos de los poetas principales de Irlanda, y el rey no estaba versado en el estilo gongorino de los poetas, no entendió una sola palabra de la alabanza. Y decidió disolver la orden y los poetas quedaron en la calle. Pero en las grandes familias de Escocia se reanudó un grado un tanto inferior de esa orden: el grado de bardo. Y esto lo oyó James Macpherson cuando era muchacho. Y tendría unos veinte años cuando publicó un libro titulado Cantares heroicos de Escocia vertidos de la lengua gaélica a la lengua inglesa por James Macpherson.205
Estos cantares tenían un carácter épico, y había ocurrido algo que ahora no entendemos del todo y que tendré que explicar, pero algo fácilmente comprensible. En el siglo XVIII, y durante muchos siglos, se había pensado que Homero era indiscutiblemente el más grande de los poetas. Y a pesar de lo que dijo Aristóteles, se llegó a creer que el género literario de la Iliada y la Odisea era el género superior. Es decir que un poeta épico era inevitablemente superior a un poeta lírico o a un poeta elegiaco. De modo que cuando los literatos de Edimburgo —Edimburgo era una ciudad no menos intelectual, y quizá más intelectual que Londres— supieron que Macpherson había recogido fragmentos épicos en las Tierras Altas de Escocia, esto los impresionó mucho. Porque les dejó entrever que existiera la posibilidad de una antigua epopeya, y esto daría a Escocia una primacía literaria sobre Inglaterra y sobre todas las otras regiones modernas de Europa. Y aquí interviene un personaje curioso, el Doctor Blair, autor de una retórica que ha sido traducida al español, y que anda todavía por ahí.206
Blair leyó los fragmentos traducidos por Macpherson. No conocía el idioma gaélico, y entonces él y un grupo de caballeros escoceses le proveyeron de una suerte de beca a Macpherson para que recorriera las serranías de Escocia y recogiera antiguos manuscritos —él dijo que los había visto— y anotara además cantares de los bardos de las diversas grandes casas de Escocia. James Macpherson aceptó el encargo. Lo acompañó un amigo, un amigo más versado que él en el idioma gaélico, capaz de leer los manuscritos. Y al cabo de poco más de un año, Macpherson volvió a Edimburgo y publicó un poema llamado Fingal,207 que atribuyó a Ossian, que es la forma escocesa del nombre irlandés Oísin, y Fingal, que es la forma escocesa del nombre irlandés Finn.
Naturalmente, los escoceses quisieron nacionalizar esas leyendas que eran de origen irlandés. No sé si les he dicho que en la Edad Media la palabra «Scotus» significaba «irlandés», no «escocés». Y así tenemos al gran filósofo panteísta Escoto Erígena,208 cuyo nombre significaba «Scotus», irlandés, y «Erígena», nacido en Erin, Irlanda. Es como si se llamara «Irlandés Irlandés». Ahora bien, lo que había hecho Macpherson era recoger fragmentos. Esos fragmentos pertenecían a ciclos distintos. Pero lo que él necesitaba, lo que él quería para su querida patria Escocia era un poema, y así reunió esos fragmentos. Naturalmente, había que llenar intervalos, y él los llenó con versículos —después veremos por qué digo «versículos»— de su propia invención. Hay que advertir también que el concepto de traducción que rige ahora no es el que regía en el siglo XVIII. Por ejemplo, la Ilíada de Pope, que era considerada una versión ejemplar, es lo que hoy llamaríamos una versión muy libre.
Entonces, Macpherson publica su libro en Edimburgo, y hubiera podido hacer una traducción rimada, pero felizmente eligió una forma rítmica, basada en los versículos de la Biblia, sobre todo los salmos. Hay una traducción española de Fingal publicada en Barcelona que Macpherson atribuye a Ossian, hijo de Fingal. Y Macpherson representa a Ossian como a un viejo poeta ciego que canta en el castillo derruido de su padre. Y aquí ya tenemos el sentimiento del tiempo que es típico de los románticos. Porque en la Iliada o en la Odisea, por ejemplo, o aun en la Eneida, que es una epopeya artificial, se siente el tiempo, pero no se siente que las cosas han ocurrido hace mucho tiempo, eso es lo típico del movimiento romántico. Hay unos versos de Wordsworth209 que yo querría recordar aquí. Él oye a una muchacha escocesa cantando —ya volveremos sobre estos versos— y se pregunta cuáles son los temas que está cantando y dice: «Está cantando cosas desventuradas y antiguas, y batallas que ocurrieron hace mucho tiempo». Dice Spengler que el siglo XVIII fue el primero en que se construyeron ruinas artificiales, esas ruinas que vemos todavía en las márgenes de los lagos.210 Y podríamos decir que una de esas ruinas artificiales fue el Fingal, atribuido a Ossian, de Macpherson.
Como Macpherson no quería que los personajes fueran irlandeses, hizo de Fingal, padre de Ossian, rey de Morgen, que vendría a ser la costa septentrional y occidental de Escocia. Fingal sabe que Irlanda ha sido invadida por los daneses. Y entonces él acude a ayudar a los irlandeses, él los vence y vuelve. Si nosotros leyéramos ahora el poema, nos encontraríamos con muchas frases que pertenecen al dialecto poético del siglo XVIII. Pero esas frases, naturalmente, pasarían inadvertidas entonces, y lo que se notaba eran lo que hoy llamaríamos «frases románticas». Por ejemplo, hay un sentimiento de la naturaleza, hay en el poema una parte que habla de las neblinas azules de Escocia, se habla de las montañas, de las selvas, de las tardes, de los crepúsculos. Luego, las batallas no están descriptas de un modo circunstancial: se usan grandes metáforas, a la manera romántica. Si dos ejércitos entran en batalla, se habla de dos grandes ríos, de dos grandes cataratas que mezclan sus aguas. Y luego tenemos una escena como ésta: un rey entra en una asamblea. Ha resuelto librar batalla contra los daneses al día siguiente. Y entonces los otros comprenden la decisión que él ha tomado, antes de que él diga una palabra, y el texto dice: «Vieron la batalla en sus ojos, la muerte de millares en su lanza». Y si no, se habla del rey que va de Escocia a Irlanda «alto en la proa de su nave». Y cuando se habla del fuego se lo llama «rojo hilo del yunque», quizá con una reminiscencia lejana de las kennings.
Ahora, este poema se apoderó de la imaginación de Europa. Y podrían enumerarse centenares de admiradores. Pero voy a mencionar a dos asaz inesperados. Uno de ellos fue Goethe. Si ustedes no encuentran una versión del Fingal de Macpherson, pueden encontrar la traducción de dos o tres páginas en esa novela ejemplar del romanticismo que se llama Los pesares del joven Werther,211 traducidas literalmente del inglés al alemán por Goethe. Y Werther, protagonista de esta novela, dice: «Ossian —no diría Macpherson, naturalmente— ha desplazado a Homero en mi corazón». Hay una palabra en Tácito, una palabra —no recuerdo cuál en este momento— que se refiere a los cantares militares de los germanos.212 Y en aquel tiempo se confundía a los germanos con los celtas, sus enemigos. De modo que toda Europa se sintió heredera de ese poema, toda Europa, y no sólo Escocia. Y el otro inesperado admirador de Ossian fue Napoleón Bonaparte. Un erudito italiano, el abate Cesarotti, había vertido al italiano el Ossian de Macpherson.213 Y sabemos que Napoleón llevó consigo en todas sus campañas, del sur de Francia a Rusia, un ejemplar del Ossian de Cesarotti. Y en las arengas de Napoleón a sus soldados, en esas arengas que precedieron las victorias de Jena, de Austerlitz y la derrota final de Waterloo, se han advertido ecos del estilo de Macpherson. Bástenos con estos dos ilustres y tan diversos admiradores.214
En Inglaterra, en cambio, la reacción fue un poco distinta, o del todo, por obra del Doctor [Samuel] Johnson. El Doctor Johnson despreciaba y odiaba a los escoceses, aunque su biógrafo James Boswell era escocés. [Johnson] era además un hombre de gustos clásicos.
Y a él tenía que molestarle sobremanera la idea de que Escocia, hacia el siglo VI o VII, hubiera producido una larga epopeya. Además, sin duda Johnson sintió la amenaza que había para la literatura clásica que él reverenciaba en esta obra nueva en que ya estaba de pleno el movimiento romántico. Boswell registra una conversación entre Johnson y el doctor Blair: Blair le dijo que no cabía duda alguna sobre lo antiguo de este texto, y le dijo: «¿Cree usted que muchos jóvenes de nuestro tiempo serían capaces de escribir un poema como éste?»
Y Johnson le contestó: «Sí, señor—muy gravemente dijo—, muchos hombres, muchas mujeres y muchos niños». Además, Johnson esgrimió otro argumento no menos grave. El argumento es que Macpherson decía que ese poema era una traducción literal de manuscritos antiguos, y le dijo que mostrara esos manuscritos. Según algunos biógrafos de Macpherson, éste trató de conseguirlos o publicarlos de alguna manera.
La polémica entre Johnson y Macpherson siguió encendida como nunca. Macpherson llegó a publicar un libro para probar la semejanza entre su poema y los textos. Pero sea como fuere, Macpherson fue acusado de falsario. Y sin duda, si esto no se hubiese hecho, no veríamos hoy en él a un gran poeta. Pasó Macpherson el resto de su vida prometiendo la publicación de los manuscritos. Llegó a un punto tal que propuso publicar los originales pero en griego. Esto, por supuesto, era una manera de ganar tiempo, que es lo que él trataba de hacer.
Actualmente no nos interesa que el poema sea o no apócrifo, sino el hecho de que en él ya está prefigurado el movimiento romántico. Hay sin embargo una polémica entre Johnson y Macpherson que sigue viva. Existe un intercambio de correspondencia bastante nutrido entre ambos. Pero pese a Johnson, el estilo de Macpherson, del Ossian de Macpherson, cundió por toda Europa y con él se inaugura el movimiento romántico, en él ya está dado el movimiento romántico. En Inglaterra tenemos un poeta, Gray, que escribe una elegía dedicada a los muertos anónimos de un cementerio. En Gray encontramos ya el tono melancólico del romanticismo [también] en el libro Reliquias de antigua poesía.215 En él hay traducciones de romances y baladas escocesas, y un prólogo extenso en el que se reivindica el hecho de que la poesía es obra del pueblo. Esta obra del obispo Percy es importante por su valor intrínseco y porque inspira un libro de Herder, Voces del pueblo,216 en el que hay, ya no sólo cantares de Escocia, sino Lieder alemanes, baladas tradicionales, etc. Con él ya se extiende a Alemania la búsqueda de las «creaciones del pueblo», como lo evidencia el título del libro.
Hemos de ver que sin Macpherson y estas elegías del obispo Percy, el movimiento romántico se hubiera dado —era casi podríamos decir un algo histórico— pero con características muy distintas. Además, hemos de hacer notar que a nadie se le ocurrió que la cuestión podía referirse a Macpherson, y que éste, como autor del poema, se había mostrado originalísimo. La versificación que emplea no es tal, sino una prosa rítmica no usada nunca en obra original alguna anterior a él. Así que por sólo este hecho podemos considerarlo un precursor de Whitman y de cuanto escritor ha trabajado y escrito en verso libre. Jamás hubiera podido darse tal como se dio el libro Leaves of Grass de Whitman, con el estilo que emplea, sin el aporte originalísimo de Macpherson.
Y si hay un rasgo noble que debemos tener en cuenta al juzgar a Macpherson, es que él nunca quiso ser considerado poeta, que él lo que quiso fue sacrificarse a la mayor gloria de Escocia, que sacrificó la fama y renunció al título de poeta por eso. Sabemos, además, que escribió una gran cantidad de poesías y que las destruyó por notarlas semejantes a los bardos de Escocia, sin ser como la de ellos. Así que a esa producción propia renunció también.
Veremos en la próxima clase cómo continuó el Romanticismo, ya en otro país, Inglaterra.

Lunes 14 de noviembre de 1966


Notas


193 Émile Zola, escritor francés (1840-1902).
194 George Gordon Byron, sexto barón de Rochdale, llamado Lord Byron, poeta inglés (1788-1824).
195 John Keats, poeta lírico inglés (1795-1821).
196 Oswald Spengler, filósofo alemán (1880-1936). La obra mencionada, cuyo título original en alemán es Der Untergang des Abendlandes, fue publicada en dos volúmenes entre 1918 y 1922.
197 En la primera parte, 2.º volumen, capítulo IV de La decadencia de Occidente.
198 Friedrich Hólderlin, poeta alemán (1770-1843).
199 James Macpherson, poeta escocés (1736-1796).
200 Thomas Gray, poeta inglés (1716-1771).
201 Borges se refiere al poema de Gray titulado «An Elegy Written in a Country Church Yard», cuya fecha de composición es incierta y que fue publicado por primera vez en 1751. El poema está inspirado en el cementerio de Stoke Podges, en Buckinghamshire, Inglaterra, donde el mismo Gray fue enterrado al morir.
202 José Antonio Miralla, poeta y luchador por la independencia argentina nacido en Córdoba, Argentina (1789-1825). Huérfano a temprana edad, fue llevado a Buenos Aires por su tío, el deán Gregorio Funes. En 1810 viajó a Lima, donde estudió y se graduó en leyes en la Universidad de San Marcos. Viajó luego a España, de donde debió huir perseguido por la Inquisición a raíz de su relación con intelectuales partidarios de la Revolución Francesa. Escapó primero a Inglaterra y luego a Italia y a Francia. En 1816 se radicó en La Habana, Cuba, donde se dedicó al comercio del tabaco y el azúcar, fundó un periódico de inclinación liberal y tomó contacto con sociedades secretas que impulsaban la independencia de la isla. Participó luego de una conspiración para derrocar al gobierno español, pero al fracasar ésta, Miralla fue detenido y sus bienes confiscados. Logró huir a los Estados Unidos, pasó más tarde a Colombia y en 1825 partió hacia México, donde falleció a la edad de treinta y cinco años. Ni sus viajes ni sus aventuras políticas le impideron desarrollar su vocación literaria. A su paso por Inglaterra tradujo al castellano el poema «Elegy Written in a Country Church Yard», de Thomas Gray. Entre sus obras se cuentan también A la Muerte de Mr. William Winston, La Libertad y La Palomilla Ausente.
203 Johann Gottfried von Herder, pensador alemán (1744-1803).
204 Heinrich Heine, poeta y ensayista alemán (1797-1856)
205 El libro fue editado en 1760 y su título original era Fragments of Ancient Poetry Collected in the Highlands of Scodand, and Translated from the Gaelic or Erse Language by James Macpherson.
206 Se refiere a Hugh Blair (1718-1800). Famoso párroco, amigo de Alexander Carlyle, Adam Ferguson, Adam Smith y James Macpherson, para quien escribió A Critical Dissertation on the Poems of Ossian, the Son of Fingal (1763). El libro de retórica al que hace referencia Borges es Lectures on Rhethoric and Belles Letres, publicado en 1783 y que siguió usándose como libro de texto hasta bien entrado el siglo XIX.
207 El libro se publicó en 17627 se llamó Fingal: Ancient Epic Poem in Six Books. Un año más tarde, Macpherson publicó una presunta nueva recopilación de leyendas y poemas célticos, titulada Temora: An Ancient Epic Poem in Eight Books.
208 Johannes Scotus Erígena, filósofo y teólogo irlandés (¿830-880?).
209 William Wordsworth, poeta inglés (1770-1850). Borges le dedica la clase 12.
210 «El parque inglés, con sus emociones atmosféricas, substituyó hacia 1750 al parque francés; sacrificó las grandiosas perspectivas en aras de la naturaleza sensitiva de Addison y Pope e introdujo el motivo de las ruinas artífíciales, que dan al paisaje una mayor profundidad histórica. Nunca se ha imaginado nada más extraño. La cultura egipcia restauraba los edificios de la época primitiva, pero nunca se hubiera atrevido a construir ruinas, como símbolo del pasado.» La decadencia de Occidente, primera parte, 2° volumen, capítulo IV (pág. 66 en la edición de 1923 de Calpe).
211 Die Leiden des jungen Werthers (1774).
212 La palabra a la que se refiere Borges es probablemente «baritus», término mencionado por Tácito en su Germania. Allí se lee: «Dicen que entre [los germanos] hubo también un Hércules y, cuando van a entrar en combate, lo ensalzan en sus cantos como al más valiente entre los valientes. Tienen también otros cantos, con cuya entonación, que llaman “baritus”, enardecen los ánimos y con el mismo canto predicen la suerte de la próxima lucha, pues causan terror o se atemorizan según el griterío de los guerreros y parece aquél no tanto armonía de voces como de valor». Según J. M. Requejo, traductor de Tácito, el origen de la palabra «baritus» es incierto. Podría estar relacionada con los bardos celtas, pero se la ha identificado también con los sonidos que hacen los elefantes.
213 Melchiore Cesarotti, poeta y ensayista italiano (1730-1808). Su traducción de la obra de Macpherson, realizada en verso, se llamó Poesie di Ossian (1763-72).
214 Los textos de Macpherson atrajeron también a los músicos románticos. Entre 1815 71817, el célebre austríaco Franz Schubert musicalizó más de diez extensos textos de Ossian, que llegaron a él en traducciones al alemán de E. Barón de Harold. En fecha ya tan tardía como 1843, el compositor alemán Robert Schumann (que además era escritor) comentaba en una nota periodística el estreno de una obertura dedicada a Ossian, Nachklange aus Ossian, del «joven compositor danés» Niels Gade.
215 Reliques of Ancient English Poetry (1765). Su autor, que Borges menciona a continuación, fue el erudito y obispo inglés Thomas Percy (1729-1811).
216 Volkslieder, publicado en 1778-79.




En Borges profesor
Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires
Edición, investigación y notas: Arias, Martín & Hadis, Martín
Buenos Aires © María Kodama, 2000
Foto: Borges con Nino Ramella por Pupeto Mastropasqua
En la casa de Susana López Merino en Mar del Plata



29/1/16

Jorge Luis Borges: La poesía y el arrabal








Señoras y señores: 

Uno de los primeros versos del Evangelio según San Juan dice, si no me equivoco, "El Espíritu sopla dondequiera". Y ahora a esta cita voy a agregar otra que parece más diversa, y sobre todo asaz diversa del tema que voy a tratar, que es la poesía y el arrabal. Se trata de una cita de Bernard Shaw. A éste le preguntaron: "¿Usted cree realmente que el Espíritu Santo ha escrito la Biblia?", y Bernard Shaw contestó: "No sólo la Biblia, sino todos los libros que vale la pena releer." Es decir, para Bernard Shaw, el Espíritu Santo es lo que antiguamente llamaban la Musa. Recordemos aquella tradicional invocación de Homero: "Canta, oh Musa, la cólera de Aquiles." O, ya que soy argentino, recordemos aquel pedido del gaucho Martín Fierro: "Pido a los santos del cielo que ayuden a mi pensamiento", etcétera. Y nuestra mitología moderna, no mucho más clara y ciertamente menos hermosa, prefiere hablar no de la Musa y del Espíritu, sino de la subconsciencia o del subconsciente colectivo, lo cual no contribuye a aclarar las cosas.

Pues bien, a todo esto me ha llevado el tema de la conferencia de hoy, aparentemente tan lejano: la poesía y el arrabal. Voy a explicarme. El proceso histórico argentino, ese proceso que ha sido abreviado esta mañana por Sergio Moreno Torres en una conferencia admirable, ese proceso, como todos los procesos históricos, es un proceso complejo. Aunque nuestra historia es breve, ya que podemos hacerla brotar de aquella lluviosa mañana de mayo de 1810; o también podemos pensar en las dos fracasadas invasiones inglesas que fueron rechazadas, no por las autoridades coloniales, sino por los habitantes de la ciudad de Buenos Aires (y ese hecho sirvió para que sintiéramos que podíamos ser algo, algo que no podíamos precisar pero que presentíamos: ser argentinos). Luego vino la revolución, vino aquella guerra de independencia en que colombianos y argentinos compartieron la gloria. Luego, otros hechos. Las sangrientas guerras civiles, la guerra contra el Brasil, la primera dictadura, la reorganización del país, la guerra entre Buenos Aires y las provincias, la gradual conquista del desierto —que en la provincia de Buenos Aires duró hasta 1880. La guerra con el indio en el norte, que fue posterior, y luego tenemos la segunda dictadura, la inolvidable para tantos argentinos revolución de 1955.

Y, además, una literatura. Una literatura que empieza con los románticos, con Lafinur, con Echeverría, y luego llega a la poesía culta de... —pero al decir estos nombres no quiero omitir otros—: Ezequiel Martínez Estrada y Enrique Banchs. Y a todo esto podemos agregar también los complejos destinos humanos, las generaciones humanas, esa suerte de rutina humana y acaso divina del nacimiento, del estudio, del amor, de la desventura, de las enfermedades, que son una forma de la muerte, y luego de la muerte. Es decir, tenemos un proceso bastante complejo como el de todas las naciones. Y, a priori, quién hubiera dicho que hay ciertos acontecimientos que hubieran podido inspirar una literatura no indigna de estudio. Digamos, la guerra de la independencia, por ejemplo, o el minucioso destino de cualquier hombre argentino, ya que yo creo que a todo hombre le ocurren todas las cosas esenciales, que son las únicas que importan. Y, sin embargo, al estudiar la literatura argentina vemos que hay dos cosas fuera, digamos, de la dicha o desdicha personal, que parecen haber inspirado a los escritores, y esas dos cosas son la llanura y el arrabal: o, si ustedes prefieren, el gaucho y el compadrito. Por eso dije al principio que el Espíritu sopla dondequiera.

La literatura es muy misteriosa, no sabemos cómo se produce, tiene sus preferencias y sus relaciones secretas; o, como una cortesía mexicana, dijo Alfonso Reyes, simpatías y diferencias —que es, como ustedes saben, el nombre de uno de sus libros. Y, antes de hablar del arrabal, querría, a riesgo de repetirme, decir algunas palabras sobre el otro tema, el tema del gaucho, tan importante en nuestras letras desde los diálogos de Bartolomé Hidalgo hasta las novelas de Ricardo Güiraldes y de Acevedo Díaz. Porque ese tipo humano, ese tipo de pastor ecuestre, ese tipo de domador de caballos, para decirlo con las últimas palabras de la Ilíada, y de este tropero de hacienda a través de regiones desiertas, es un tipo que se ha dado realmente en toda América, digamos desde Nebraska o Montana hasta los confines australes del continente. Ha habido diferencias étnicas. Ese hombre, ese hombre arquetípico, ha llevado diversos nombres; se ha llamado o se llama cowboy, vaquero, llanero, yagunzo, guaso, gaucho... gaucho... pero su destino de riesgo y de soledad ha sido más o menos el mismo, con rasgos diferenciales de escasa importancia. Ahora bien, ese personaje ha dado, en el norte, el western, que no debemos despreciar, y ha dado en la República Oriental del Uruguay y en la República Argentina la poesía gaucha. Es decir, estamos aquí ante un fenómeno literario.

Preguntar por qué se dio la literatura gaucha en la región del Plata es una pregunta difícil; puede deberse al hecho de que hombres de la ciudad convivieron, durante la guerra, y durante los veraneos también, con el gaucho: ésa sería una razón. Tendríamos también otra razón de orden filológico: el hecho de que no hay, contrariamente a lo que afirman los autores de diccionarios de argentinismos, un dialecto gaucho, sino más bien una entonación gauchesca del común idioma español. 

Lo cierto es que los argentinos, más allá de nuestras convicciones, nos sentimos de algún modo identificados con el gaucho, y no creo que eso ocurra en otras regiones. Por ejemplo, en la literatura de los Estados Unidos, el cowboy es un personaje bastante lateral y subalterno; y desde luego un americano del norte puede sentirse identificado con el Middle West, con la época feudal del sur antes de la guerra de secesión; con New England, la erudita, lectora y escritora. En cambio los argentinos —aunque desde luego queramos que esto ocurra— sentimos cierta identidad con el gaucho. Y tenemos un caso muy curioso en Domingo Faustino Sarmiento, que ciertamente abominaba del gaucho; y este Sarmiento crea para las memorias de las venideras generaciones la figura del caudillo gaucho riojano de Facundo Quiroga, que tuvo dos circunstancias afortunadas: una fue que lo asesinaron en una galera, lo cual se presta a la pintura, y otra fue que Sarmiento, que lo aborrecía, escribió su biografía. Bueno, algo parecido ocurre con el arrabal, al cual llego: al fin —dirán ustedes.

Ahora, el arrabal de Buenos Aires no es un arrabal especialmente pintoresco, o que tenga rasgos diferenciales importantes; sobre todo el arrabal de lo que podríamos llamar el mito del arrabal. Ni siquiera era muy pobre; era menos pobre que las villas miseria que ha creado la industria. En un país ganadero y un poco agrícola, la pobreza no podía ser muy grande. Cuando yo era chico, por ejemplo, recuerdo que, fuera de algunas zonas un poco perdidas al sur del Riachuelo, el arrabal no era de ranchos de lata sino de casas de material. No era especialmente pintoresco tampoco, fuera de algunas esquinas pintadas de rosa o de verde; había cierta diferencia en la indumentaria, pero no muy grande tampoco. Quiero decir que lo importante del arrabal en la literatura argentina es más bien la importancia que esa literatura le ha dado, además de otro rasgo al cual me referiré más tarde. Ahora, ¿cuándo empezó esa literatura argentina del arrabal?

El arrabal, que no se llamaba así antes, por ejemplo mi abuelo no hablaba del arrabal, ni mi padre tampoco, sino de las orillas, y al decir las orillas pensábamos menos en las orillas del agua, en lo que se llamaba El Bajo, desde Palermo hacia un poco más allá del barrio de las bocas del Riachuelo, no: pensábamos ante todo en las orillas de la tierra; porque esa metáfora que confunde la llanura con el mar es una metáfora natural, no una metáfora artificiosa. Es decir, pensábamos en esas vagas, pobres y modestas regiones en que iba deshilachándose Buenos Aires hacia el norte, hacia el oeste y hacia el sur. Esas regiones de casas bajas, esas calles en cuyo fondo se sentía la gravitación, la presencia de la pampa; esas calles ya sin empedrar, a veces de altas veredas de ladrillo y por las que no era raro ver cruzar un jinete, ver muchos perros. Nada de esto era muy pintoresco, pero ahora quizá lo sea, porque ya lo vemos, no a través de la realidad, sino a través de la imaginación de quienes lo han contado.

Decía Mr. Coole, refiriéndose al silver progress memorial, que una de las maravillas de la literatura es que lo imaginado por un hombre llegue a ser parte de la memoria de otros. Y así las orillas un tanto grises —nada pintorescas, por cierto— de Buenos Aires, sin embargo, han atraído a los escritores. No se ha escrito hasta ahora, que yo sepa, un libro sobre el arrabal y la literatura en Buenos Aires, como tenemos, por ejemplo, un libro de William Alzaga sobre la pampa en la literatura argentina, que empieza con Echeverría y llega a Güiraldes y llega más allá también. Si yo tuviera que escribir ese libro —que ciertamente no escribiré porque me queda poco tiempo, y prefiero dedicar ese tiempo al estudio, a la filología, y a mis imaginaciones personales, que a los trabajos eruditos para los cuales me incapacitan no sólo mi casi segura ceguera sino mi plena haraganería—, empezaría ese libro con Hilario Ascasubi, que fue uno de los primeros poetas gauchescos. Y lo hago porque en los versos de Hilario Ascasubi, escritos durante la primera tiranía, la de Don Juan Manuel de Rosas, ya está la voz del compadrito, ya está el tono del compadrito. Y él mismo emplea esa palabra en una larga estrofa, que no recuerdo, pero en la cual un hombre le dice al fin a una mujer: "Mi alma, yo soy compadrito." Pero ésa está sobre todo, yo creo, en estrofas breves, como ésta en que Ascasubi se refiere al cielito; el cielito era la música popular de Buenos Aires, esto lo sabemos por Hidalgo, por el mismo Ascasubi, y por una referencia de Mitre, en que habla del cielito que el porteño hace oír. Pues bien, Ascasubi dice:

Vaya un cielito rabioso
cosa linda en ciertos casos
en que anda un hombre ganoso
de divertirse a balazos

Ahora bien, esta entonación —y creo que lo principal, lo esencial en la poesía es la entonación, no las ideas— es exactamente la entonación de ciertas coplas populares del compadrito, es decir, del plebeyo de Buenos Aires, o mejor dicho de las orillas de Buenos Aires, porque su situación económica no le permite vivir muy cerca del centro, aunque las orillas estaban muy cerca del centro. He repetido unos versos de Ascasubi. Ahora oirán ustedes unas coplas populares y verán que la entonación es la misma:

Yo soy del barrio del norte
soy del barrio de Retiro
yo soy aquel que no miro
con quien tengo que pelear
y a quien en milonguear
ninguno se puso a tiro

O:

Soy del barrio Monserrate
donde relumbra el acero
lo que digo con el pico
lo sostengo con el cuero

O:

Hágase a un lao, se lo ruego,
que soy de la Tierra ‘el Fuego

... es decir, los alrededores de la penitenciaría nacional. Ustedes ven que la entonación es la de Ascasubi. Creo que estas coplas le hubieran gustado a Ascasubi.

Y luego llegamos a un escritor, no sé si justa o injustamente olvidado, pero del cual procede, si no me engaño, el sainete. Hablo de un compadrito que tenía nombre de compadrito: se llamaba Nemesio Trejos. Y frecuentaba, hacia mil ochocientos sesenta y tantos, creo, setenta y tantos (yo tengo mucha facilidad para el olvido, pero sobre todo para el olvido de fechas. Ahí mi memoria se ha especializado, digamos), bueno, él frecuentaba un almacén en el cual se reunían payadores, guapos, gente del hampa, que se llamaba El Almacén de la Milonga, y que estaba situado —esta topografía es para argentinos— en la esquina de Charcas y Andes, es decir, Charcas y José Evaristo Uriburu, diremos ahora, no muy lejos de lo que Lugones llama el barrio galante. Hay una página admirable de Lugones, en su historia de Sarmiento, en la cual él se refiere al compadrito y al arrabal: lo hace de paso, pero lo hace, como todo lo suyo, de un modo insuperable; habla de la peligrosa topografía de esta región. Mi madre me ha hablado de una zanja que había en la calle Viamonte. La calle Viamonte era la calle de las casas malas por aquella época, que luego se trasladaron a la calle Junín, y luego más o menos hubo algunas en cada barrio, y creo que ya van a centrarse en el Bajo. El hecho es que este Nemesio Trejos fue uno de los tertulianos de este almacén, y Lugones ha tenido la piedad, digamos, de conservar el nombre de uno de ellos: el Tigre Flórez. Y habla de esa gente que vivía peleando con la policía o esquivándola, vivían matándose en duelos oscuros, muriendo en una esquina cualquiera, y además —como Ovidio, dice Lugones— cantando las tristezas del amor y del destierro. Este Nemesio Trejos frecuentó ese almacén, encontró allí el tema para los primeros sainetes, y luego vienen otros que ya lo siguen. Tenemos a Pacheco, tenemos a Vacarezza, tenemos obras como El arroyo Maldonado, y ahí se crea lo que alguno ha llamado la mitología del compadre, con las exageraciones y énfasis que eran acaso inevitables, ya que los autores de esos sainetes tenían que acentuar los rasgos diferenciales del habla del compadrito, puesto que sus piezas serían representadas ante un público culto. En cambio el compadrito al hablar, o al tocar la guitarra, no necesitaba acentuar esos rasgos que los demás poseían. Además, un hombre inculto no puede saber cuáles son las palabras incultas para acumularlas artificialmente, como lo han hecho después casi todos los autores de letras de tangos. Es decir, el hombre de pueblo habla con espontaneidad, intercala alguna palabra en lunfardo, acaso sin saber que esa palabra está en lunfardo, pero no las acumula artificiosa y jocosamente como tantos otros —Contursi, Discépolo— lo han hecho después.

Desde luego que ya tendríamos para esa conjetural historia de la poesía y del arrabal —que ojalá no se escriba, porque las historias de la literatura suelen ser tediosas— ya tendríamos el nombre de Ascasubi y el de Nemesio Trejos. Y a ésos tendríamos que agregarle otro no menos importante: el de Eduardo Gutiérrez. Leopoldo Lugones ha escrito que Eduardo Gutiérrez —esto lo escribió en 1916, quizá muchas novelas actuales confirmarán su opinión— sigue siendo nuestra única posibilidad de novelista, malgastada en nuestra eterna dilapidación de talento. Es verdad que Gutiérrez no escribió sobre el compadrito, pero escribió sobre el gaucho, especialmente sobre el gaucho pendenciero y cuchillero. Luego, los hermanos Podestá —uruguayos— difundieron o aumentaron la difusión de las novelas de Eduardo Gutiérrez, mediante sus representaciones circenses, especialmente el Juan Moreira. Yo vi una de las últimas representaciones de los Podestá, que se hizo en un circo que estaba en la calle Artes —los argentinos notarán que soy un hombre viejo, porque debería decir Pellegrini y Corrientes, que se representaba en la pista del circo—. Porque Moreira, el Martín Fierro, diremos, de esa pieza, el gaucho noble perseguido por la policía entraba en el escenario a caballo, y luego bajaba del caballo para pelear con los policías.

(Un hecho curioso es que, salvo en la República Oriental y en Entre Ríos, la pelea entre estos hombres ecuestres ha sido siempre a pie; tanto es así que se dice "una de a pie" por una pelea o una discusión. Ahora, esto puede deberse al armamento; puede deberse al hecho de que todos usaban cuchillo y de que muy pocos tenían una lanza a mano. Sin embargo, me contaron hace poco que Guillermo Hoyos, famoso cuchillero de origen irlandés —ya el nombre de Guillermo indica algo extraño, y Hoyos puede ser algún Hoss o Hess deformado, era tropero, y trabajaba en la estancia de un señor que vivía cerca del Arroyo del Medio. Este señor notó que entraban ladrones en la estancia y robaban ovejas. Y había un mangrullo en la estancia. Si les digo que un mangrullo es un dichadero, habré explicado lo desconocido, por lo más desconocido. Pero creo que basta pensar en una estructura alta, muy endeble, desde la cual puede verse, desde lejos, la llegada de las tropas de hacienda. Y este señor, a principios de siglo, vio que entraba gente extraña en la estancia, le avisó a Hormiga Negra —que entre los intervalos de pelear con la policía era un buen peón de estancia y un buen tropero— que había entrado gente a la estancia; entonces Hormiga Negra encintó una lanza, montó a caballo y lanceó a tres de los que habían entrado; luego, los otros escaparon, y el patrón le hizo una reconvención a Hormiga Negra. Le dijo: "¡Pero cómo! ¡Has lanceado a tres! ¡Pero qué es esto!" Entonces el otro, humildemente y con la lanza aún ensangrentada en la mano, le dijo: "Perdón, patroncito, se me fue la mano...")

Pues bien, el compadre, o por lo menos el compadre que yo he conocido, solía ser carrero, cuarteador, matarife; por eso, entre todos los barrios de Buenos Aires, el de El Corrales fue el más famoso por su compadraje. Todo ocurría cerca de la Plaza Constitución, después en el Parque de los Patricios. El compadre era lector de Eduardo Gutiérrez, cuando sabía leer; y cuando era analfabeto, lo cual es más común, era espectador de los Podestá. Es decir, no se veía sí mismo como un compadre, se veía como una suerte de gaucho, y además era, en muchos casos, un hombre ecuestre [...] Nosotros lo veíamos heroico a Juan Moreira. Y recuerdo el caso análogo del Noi, malevo del barrio del Abasto, barrio de aquel Charles Gardés —más conocido como Carlos Gardel, ¿no?— Recuerdo que el Noi, saliendo de una casa mala, tuvo un cambio de palabras con un muchacho, le dio una distraída bofetada —las bofetadas entonces no eran para derribar a un hombre, eran simplemente para ponerlo en su lugar o para iniciar una pelea verdadera, ya que se hablaba de peleadores de puños con cierto desprecio, ya que el boxeador no arriesga la vida al pelear. Pues bien, el Noi ya es viejo, ya famoso, ya con una constelación de muertes, digamos, abofeteó distraídamente a ese muchacho, que no sabía con quién se las había, y que sacó un revólver y lo mató. Y luego ese muchacho tuvo que mudarse del barrio porque la gente lo aborrecía y lo despreciaba, porque quién era él para matar al Noi —como quién era el sargento Chirino para matar a Juan Moreira—.

Y ahora que he hablado de estos personajes, voy a llegar a uno que conocí personalmente; voy a llegar a otro de los inventores poéticos del arrabal. Me refiero a Evaristo Carriego. Evaristo Carriego era un muchacho de los que llamamos allá familia bien, muy venida a menos. Era hijo de un doctor, Evaristo Carriego, que tiene que haber sido muy valiente, porque el doctor Carriego en la Legislatura de Paraná, durante la dictadura de Urquiza —Urquiza era un hombre que, con la pierna volcada sobre el recado, veía, tomando mate, degollar a filas de prisioneros. Bueno, pues, en vida de Urquiza, algún adulón propuso que en Paraná le hicieran una estatua a Urquiza. El doctor Carriego dijo que ese acto era un acto de adulación y que las estatuas sólo debían erigirse a muertos y no a vivos. Y el doctor Carriego sabía que estaba jugándose la vida, o más precisamente la garganta al decir esas palabras. Y sin embargo lo hizo. Carriego era un hombre de escasa cultura. Tenía esa veneración, ciertamente muy justa, por Francia, que tuvieron todos los hombres de su generación —pensemos en Darío, en Lugones—, pero el hecho es que él sabía muy poco de Francia, fuera de las campañas napoleónicas. Recuerdo, en las sobremesas de los domingos en mi casa, que él y mi padre nos explicaban la batalla de Austerlitz, o la batalla de Viena, o la última batalla, la de Waterloo, ayudándose con los cuchillos, los tenedores, los vasos, las tacitas de café, las copas que habían quedado, para mostrarnos cómo habían sido aquellas batallas. Y, además, Carriego fue un gran lector de Dumas. Uno de sus poemas se titula, precisamente, Leyendo a Dumas. Y lo leía en español, no sabía francés. Y en aquella época —estoy hablando de 1910— no saber francés era casi como no saber leer y escribir: todos sabíamos francés. No quiero decir que lo habláramos correctamente o que pudiéramos tener una conversación en francés; quiero decir algo mucho más importante: todos podíamos gozar directamente de la literatura francesa. La memoria de los hombres de aquella generación estaba llena de versos de Racine, de Musset, de Hugo, y luego, cuando triunfa el modernismo, de versos de Verlaine y de Baudelaire.

Y ahora vuelvo a lo que dije al principio. In my end is my beginning, en mi fin está mi principio. (Ya Heráclito había dicho que en la circunferencia el principio se confunde con el fin, pero la frase es abstracta, y María Estuardo se mostró mejor escritora, mejor literata que Heráclito cuando hizo grabar esa sentencia, que luego utiliza Eliot en un poema, en un anillo. Porque el anillo viene a ser un ejemplo de la inscripción. El anillo es circular, y el anillo está hablando y diciendo en mi fin está mi principio.) Quiero volver a la épica. No sé si con razón o sin ella, pero —esto ya lo sabía Aristóteles— la historia es menos verdadera que la poesía... la poesía, o la poesía argentina, ha querido ver en el compadrito, y sobre todo en el guapo —personaje, ya lo he dicho, común a toda América— y en el suburbio —que se da en todas las ciudades de América también—, ha querido buscar allí, con o sin justificación histórica, su necesidad de la épica.

Hace cerca de cuarenta años yo cometí la imprudencia de escribir un cuento titulado El hombre de la esquina rosada, cuyo tema es ése: el desconocido que provoca a un desconocido, el desconocido que llega de un barrio lejano a un barrio perdido en el oeste de Buenos Aires, y desafía a otro a pelear con él. Ahora, cuando escribí ese cuento lo hice con un propósito visual, porque me había impresionado lo visual de muchos cuentos de Stevenson y de Chesterton. Y pensé que sería curioso aplicar la materia orillera a esa técnica, esa técnica que quiere que cada cosa ocurra de un modo vívido; es decir, que todas las cosas ocurran de un modo vívido; es decir, que todas las cosas ocurran como un ballet (y hace unos tres o cuatro años se ha hecho un ballet con ese argumento de El hombre de la esquina rosada). Ahora bien, en ese cuento yo necesitaba que la provocación fuera brusca. Y así, el corralero entra en el salón de baile y provoca bruscamente al guapo local, que se llama, creo, Rosendo Suárez.

Bueno, cuando escribí ese cuento sabía, porque lo había presenciado muchas veces, que eso era históricamente falso. Las provocaciones nunca se hacían así. Llegaba el desconocido, se acercaba respetuosamente al hombre que iba a desafiar, lo colmaba de elogios, y luego esos elogios eran tan copiosos que se habían convertido en burlas, y luego lo desafiaba a pelear. Yo he asistido personalmente a una escena de ésas. Un amigo mío, de cuyo nombre no quiero acordarme, estaba escribiendo una historia de la milonga y del tango, y yo lo llevé a casa de mi amigo, caudillo de la parroquia de Palermo, Don Nicolás Paredes, que tenía bien cumplidos los setenta años. Paredes nos recibió con mucha cortesía, trajo la guitarra, se negó a tocarla antes que la tocara el visitante. Después dijo: "Yo también toco un poquito." Tomó la guitarra, tocó mejor que el musicólogo que lo visitaba, felicitó al musicólogo por su conocimiento de la guitarra, y entonces el musicólogo dijo: "Bueno, pero es que yo me he criado en Cañuelas" (que es un pueblo de la provincia de Buenos Aires). Ahora, en cuanto mi amigo dijo "yo me he criado en Cañuelas", o no, creo que dijo "yo soy de Cañuelas", comprendí que algo había ocurrido en el universo, que ahí empezaba algo que yo no alcanzaba a entender. Porque inmediatamente el viejo Paredes cambió, y me dijo, con una especie de temblor en la voz: "¡De Cañuelas! ¡De Cañuelas había sido el hombre!" Y luego me explicó: "En mi tiempo, cuando llegaba alguien de Cañuelas, los más guapos se aporroneaban." Y luego siguió hablando el musicólogo, y Paredes a cada rato lo interrumpía para decirme, sotto voce: "¡El hombre es de Cañuelas!", con un tono aterrado. Y esto habrá durado quizá tres cuartos de hora, o una hora. Y luego el viejo nos pidió disculpas por dejarnos un momento, fue al fondo de la casa y volvió con dos puñales: Y yo noté, y notó naturalmente el musicólogo, que uno de los puñales le llevaba un palmo al otro. "Y bueno —le dice— elija su arma y hágale un tajo a este pobre viejo." Y al decirle eso fue acercando la cara a la del otro. El otro, naturalmente, le dijo que no tenía ningún deseo de estropear una noche tan agradable como ésa. Entonces Paredes se encogió de hombros y dijo: "Pero cómo, ¿y no había dicho que era de Cañuelas?" Y entonces volvió y nos convidó con asado y con aguardiente, y después, cuando yo quise comentar el incidente con él, dijo que el otro tocaba muy bien la guitarra y era muy valiente. Pero yo comprendí que todo eso correspondía a una época. Correspondía, sin que Paredes se lo hubiera propuesto, a una época en la que un hombre no podía decir —y creo que eso ocurre aquí ahora—, en ciertos ambientes no podía decir yo soy de tal barrio o de tal pueblo, porque eso era poner a los otros en inferioridad, era desafiar a los otros.

En fin, podría contarles historias innumerables de desafíos. Y otra, que no sirve para ser contada, porque duró tres o cuatro minutos, y concluyó con la muerte de uno de los hombres. Y la muerte es terrible, pero no encierra una anécdota como las que he contado.



Conferencia pronunciada en el el auditorio de la Universidad de Antioquía, Colombia, en 1963.
Publicada originalmente en Letras Libres
Foto: Borges en Medellín, en 1975, si datos de autor. Via


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