29/1/16

Jorge Luis Borges: La poesía y el arrabal








Señoras y señores: 

Uno de los primeros versos del Evangelio según San Juan dice, si no me equivoco, "El Espíritu sopla dondequiera". Y ahora a esta cita voy a agregar otra que parece más diversa, y sobre todo asaz diversa del tema que voy a tratar, que es la poesía y el arrabal. Se trata de una cita de Bernard Shaw. A éste le preguntaron: "¿Usted cree realmente que el Espíritu Santo ha escrito la Biblia?", y Bernard Shaw contestó: "No sólo la Biblia, sino todos los libros que vale la pena releer." Es decir, para Bernard Shaw, el Espíritu Santo es lo que antiguamente llamaban la Musa. Recordemos aquella tradicional invocación de Homero: "Canta, oh Musa, la cólera de Aquiles." O, ya que soy argentino, recordemos aquel pedido del gaucho Martín Fierro: "Pido a los santos del cielo que ayuden a mi pensamiento", etcétera. Y nuestra mitología moderna, no mucho más clara y ciertamente menos hermosa, prefiere hablar no de la Musa y del Espíritu, sino de la subconsciencia o del subconsciente colectivo, lo cual no contribuye a aclarar las cosas.

Pues bien, a todo esto me ha llevado el tema de la conferencia de hoy, aparentemente tan lejano: la poesía y el arrabal. Voy a explicarme. El proceso histórico argentino, ese proceso que ha sido abreviado esta mañana por Sergio Moreno Torres en una conferencia admirable, ese proceso, como todos los procesos históricos, es un proceso complejo. Aunque nuestra historia es breve, ya que podemos hacerla brotar de aquella lluviosa mañana de mayo de 1810; o también podemos pensar en las dos fracasadas invasiones inglesas que fueron rechazadas, no por las autoridades coloniales, sino por los habitantes de la ciudad de Buenos Aires (y ese hecho sirvió para que sintiéramos que podíamos ser algo, algo que no podíamos precisar pero que presentíamos: ser argentinos). Luego vino la revolución, vino aquella guerra de independencia en que colombianos y argentinos compartieron la gloria. Luego, otros hechos. Las sangrientas guerras civiles, la guerra contra el Brasil, la primera dictadura, la reorganización del país, la guerra entre Buenos Aires y las provincias, la gradual conquista del desierto —que en la provincia de Buenos Aires duró hasta 1880. La guerra con el indio en el norte, que fue posterior, y luego tenemos la segunda dictadura, la inolvidable para tantos argentinos revolución de 1955.

Y, además, una literatura. Una literatura que empieza con los románticos, con Lafinur, con Echeverría, y luego llega a la poesía culta de... —pero al decir estos nombres no quiero omitir otros—: Ezequiel Martínez Estrada y Enrique Banchs. Y a todo esto podemos agregar también los complejos destinos humanos, las generaciones humanas, esa suerte de rutina humana y acaso divina del nacimiento, del estudio, del amor, de la desventura, de las enfermedades, que son una forma de la muerte, y luego de la muerte. Es decir, tenemos un proceso bastante complejo como el de todas las naciones. Y, a priori, quién hubiera dicho que hay ciertos acontecimientos que hubieran podido inspirar una literatura no indigna de estudio. Digamos, la guerra de la independencia, por ejemplo, o el minucioso destino de cualquier hombre argentino, ya que yo creo que a todo hombre le ocurren todas las cosas esenciales, que son las únicas que importan. Y, sin embargo, al estudiar la literatura argentina vemos que hay dos cosas fuera, digamos, de la dicha o desdicha personal, que parecen haber inspirado a los escritores, y esas dos cosas son la llanura y el arrabal: o, si ustedes prefieren, el gaucho y el compadrito. Por eso dije al principio que el Espíritu sopla dondequiera.

La literatura es muy misteriosa, no sabemos cómo se produce, tiene sus preferencias y sus relaciones secretas; o, como una cortesía mexicana, dijo Alfonso Reyes, simpatías y diferencias —que es, como ustedes saben, el nombre de uno de sus libros. Y, antes de hablar del arrabal, querría, a riesgo de repetirme, decir algunas palabras sobre el otro tema, el tema del gaucho, tan importante en nuestras letras desde los diálogos de Bartolomé Hidalgo hasta las novelas de Ricardo Güiraldes y de Acevedo Díaz. Porque ese tipo humano, ese tipo de pastor ecuestre, ese tipo de domador de caballos, para decirlo con las últimas palabras de la Ilíada, y de este tropero de hacienda a través de regiones desiertas, es un tipo que se ha dado realmente en toda América, digamos desde Nebraska o Montana hasta los confines australes del continente. Ha habido diferencias étnicas. Ese hombre, ese hombre arquetípico, ha llevado diversos nombres; se ha llamado o se llama cowboy, vaquero, llanero, yagunzo, guaso, gaucho... gaucho... pero su destino de riesgo y de soledad ha sido más o menos el mismo, con rasgos diferenciales de escasa importancia. Ahora bien, ese personaje ha dado, en el norte, el western, que no debemos despreciar, y ha dado en la República Oriental del Uruguay y en la República Argentina la poesía gaucha. Es decir, estamos aquí ante un fenómeno literario.

Preguntar por qué se dio la literatura gaucha en la región del Plata es una pregunta difícil; puede deberse al hecho de que hombres de la ciudad convivieron, durante la guerra, y durante los veraneos también, con el gaucho: ésa sería una razón. Tendríamos también otra razón de orden filológico: el hecho de que no hay, contrariamente a lo que afirman los autores de diccionarios de argentinismos, un dialecto gaucho, sino más bien una entonación gauchesca del común idioma español. 

Lo cierto es que los argentinos, más allá de nuestras convicciones, nos sentimos de algún modo identificados con el gaucho, y no creo que eso ocurra en otras regiones. Por ejemplo, en la literatura de los Estados Unidos, el cowboy es un personaje bastante lateral y subalterno; y desde luego un americano del norte puede sentirse identificado con el Middle West, con la época feudal del sur antes de la guerra de secesión; con New England, la erudita, lectora y escritora. En cambio los argentinos —aunque desde luego queramos que esto ocurra— sentimos cierta identidad con el gaucho. Y tenemos un caso muy curioso en Domingo Faustino Sarmiento, que ciertamente abominaba del gaucho; y este Sarmiento crea para las memorias de las venideras generaciones la figura del caudillo gaucho riojano de Facundo Quiroga, que tuvo dos circunstancias afortunadas: una fue que lo asesinaron en una galera, lo cual se presta a la pintura, y otra fue que Sarmiento, que lo aborrecía, escribió su biografía. Bueno, algo parecido ocurre con el arrabal, al cual llego: al fin —dirán ustedes.

Ahora, el arrabal de Buenos Aires no es un arrabal especialmente pintoresco, o que tenga rasgos diferenciales importantes; sobre todo el arrabal de lo que podríamos llamar el mito del arrabal. Ni siquiera era muy pobre; era menos pobre que las villas miseria que ha creado la industria. En un país ganadero y un poco agrícola, la pobreza no podía ser muy grande. Cuando yo era chico, por ejemplo, recuerdo que, fuera de algunas zonas un poco perdidas al sur del Riachuelo, el arrabal no era de ranchos de lata sino de casas de material. No era especialmente pintoresco tampoco, fuera de algunas esquinas pintadas de rosa o de verde; había cierta diferencia en la indumentaria, pero no muy grande tampoco. Quiero decir que lo importante del arrabal en la literatura argentina es más bien la importancia que esa literatura le ha dado, además de otro rasgo al cual me referiré más tarde. Ahora, ¿cuándo empezó esa literatura argentina del arrabal?

El arrabal, que no se llamaba así antes, por ejemplo mi abuelo no hablaba del arrabal, ni mi padre tampoco, sino de las orillas, y al decir las orillas pensábamos menos en las orillas del agua, en lo que se llamaba El Bajo, desde Palermo hacia un poco más allá del barrio de las bocas del Riachuelo, no: pensábamos ante todo en las orillas de la tierra; porque esa metáfora que confunde la llanura con el mar es una metáfora natural, no una metáfora artificiosa. Es decir, pensábamos en esas vagas, pobres y modestas regiones en que iba deshilachándose Buenos Aires hacia el norte, hacia el oeste y hacia el sur. Esas regiones de casas bajas, esas calles en cuyo fondo se sentía la gravitación, la presencia de la pampa; esas calles ya sin empedrar, a veces de altas veredas de ladrillo y por las que no era raro ver cruzar un jinete, ver muchos perros. Nada de esto era muy pintoresco, pero ahora quizá lo sea, porque ya lo vemos, no a través de la realidad, sino a través de la imaginación de quienes lo han contado.

Decía Mr. Coole, refiriéndose al silver progress memorial, que una de las maravillas de la literatura es que lo imaginado por un hombre llegue a ser parte de la memoria de otros. Y así las orillas un tanto grises —nada pintorescas, por cierto— de Buenos Aires, sin embargo, han atraído a los escritores. No se ha escrito hasta ahora, que yo sepa, un libro sobre el arrabal y la literatura en Buenos Aires, como tenemos, por ejemplo, un libro de William Alzaga sobre la pampa en la literatura argentina, que empieza con Echeverría y llega a Güiraldes y llega más allá también. Si yo tuviera que escribir ese libro —que ciertamente no escribiré porque me queda poco tiempo, y prefiero dedicar ese tiempo al estudio, a la filología, y a mis imaginaciones personales, que a los trabajos eruditos para los cuales me incapacitan no sólo mi casi segura ceguera sino mi plena haraganería—, empezaría ese libro con Hilario Ascasubi, que fue uno de los primeros poetas gauchescos. Y lo hago porque en los versos de Hilario Ascasubi, escritos durante la primera tiranía, la de Don Juan Manuel de Rosas, ya está la voz del compadrito, ya está el tono del compadrito. Y él mismo emplea esa palabra en una larga estrofa, que no recuerdo, pero en la cual un hombre le dice al fin a una mujer: "Mi alma, yo soy compadrito." Pero ésa está sobre todo, yo creo, en estrofas breves, como ésta en que Ascasubi se refiere al cielito; el cielito era la música popular de Buenos Aires, esto lo sabemos por Hidalgo, por el mismo Ascasubi, y por una referencia de Mitre, en que habla del cielito que el porteño hace oír. Pues bien, Ascasubi dice:

Vaya un cielito rabioso
cosa linda en ciertos casos
en que anda un hombre ganoso
de divertirse a balazos

Ahora bien, esta entonación —y creo que lo principal, lo esencial en la poesía es la entonación, no las ideas— es exactamente la entonación de ciertas coplas populares del compadrito, es decir, del plebeyo de Buenos Aires, o mejor dicho de las orillas de Buenos Aires, porque su situación económica no le permite vivir muy cerca del centro, aunque las orillas estaban muy cerca del centro. He repetido unos versos de Ascasubi. Ahora oirán ustedes unas coplas populares y verán que la entonación es la misma:

Yo soy del barrio del norte
soy del barrio de Retiro
yo soy aquel que no miro
con quien tengo que pelear
y a quien en milonguear
ninguno se puso a tiro

O:

Soy del barrio Monserrate
donde relumbra el acero
lo que digo con el pico
lo sostengo con el cuero

O:

Hágase a un lao, se lo ruego,
que soy de la Tierra ‘el Fuego

... es decir, los alrededores de la penitenciaría nacional. Ustedes ven que la entonación es la de Ascasubi. Creo que estas coplas le hubieran gustado a Ascasubi.

Y luego llegamos a un escritor, no sé si justa o injustamente olvidado, pero del cual procede, si no me engaño, el sainete. Hablo de un compadrito que tenía nombre de compadrito: se llamaba Nemesio Trejos. Y frecuentaba, hacia mil ochocientos sesenta y tantos, creo, setenta y tantos (yo tengo mucha facilidad para el olvido, pero sobre todo para el olvido de fechas. Ahí mi memoria se ha especializado, digamos), bueno, él frecuentaba un almacén en el cual se reunían payadores, guapos, gente del hampa, que se llamaba El Almacén de la Milonga, y que estaba situado —esta topografía es para argentinos— en la esquina de Charcas y Andes, es decir, Charcas y José Evaristo Uriburu, diremos ahora, no muy lejos de lo que Lugones llama el barrio galante. Hay una página admirable de Lugones, en su historia de Sarmiento, en la cual él se refiere al compadrito y al arrabal: lo hace de paso, pero lo hace, como todo lo suyo, de un modo insuperable; habla de la peligrosa topografía de esta región. Mi madre me ha hablado de una zanja que había en la calle Viamonte. La calle Viamonte era la calle de las casas malas por aquella época, que luego se trasladaron a la calle Junín, y luego más o menos hubo algunas en cada barrio, y creo que ya van a centrarse en el Bajo. El hecho es que este Nemesio Trejos fue uno de los tertulianos de este almacén, y Lugones ha tenido la piedad, digamos, de conservar el nombre de uno de ellos: el Tigre Flórez. Y habla de esa gente que vivía peleando con la policía o esquivándola, vivían matándose en duelos oscuros, muriendo en una esquina cualquiera, y además —como Ovidio, dice Lugones— cantando las tristezas del amor y del destierro. Este Nemesio Trejos frecuentó ese almacén, encontró allí el tema para los primeros sainetes, y luego vienen otros que ya lo siguen. Tenemos a Pacheco, tenemos a Vacarezza, tenemos obras como El arroyo Maldonado, y ahí se crea lo que alguno ha llamado la mitología del compadre, con las exageraciones y énfasis que eran acaso inevitables, ya que los autores de esos sainetes tenían que acentuar los rasgos diferenciales del habla del compadrito, puesto que sus piezas serían representadas ante un público culto. En cambio el compadrito al hablar, o al tocar la guitarra, no necesitaba acentuar esos rasgos que los demás poseían. Además, un hombre inculto no puede saber cuáles son las palabras incultas para acumularlas artificialmente, como lo han hecho después casi todos los autores de letras de tangos. Es decir, el hombre de pueblo habla con espontaneidad, intercala alguna palabra en lunfardo, acaso sin saber que esa palabra está en lunfardo, pero no las acumula artificiosa y jocosamente como tantos otros —Contursi, Discépolo— lo han hecho después.

Desde luego que ya tendríamos para esa conjetural historia de la poesía y del arrabal —que ojalá no se escriba, porque las historias de la literatura suelen ser tediosas— ya tendríamos el nombre de Ascasubi y el de Nemesio Trejos. Y a ésos tendríamos que agregarle otro no menos importante: el de Eduardo Gutiérrez. Leopoldo Lugones ha escrito que Eduardo Gutiérrez —esto lo escribió en 1916, quizá muchas novelas actuales confirmarán su opinión— sigue siendo nuestra única posibilidad de novelista, malgastada en nuestra eterna dilapidación de talento. Es verdad que Gutiérrez no escribió sobre el compadrito, pero escribió sobre el gaucho, especialmente sobre el gaucho pendenciero y cuchillero. Luego, los hermanos Podestá —uruguayos— difundieron o aumentaron la difusión de las novelas de Eduardo Gutiérrez, mediante sus representaciones circenses, especialmente el Juan Moreira. Yo vi una de las últimas representaciones de los Podestá, que se hizo en un circo que estaba en la calle Artes —los argentinos notarán que soy un hombre viejo, porque debería decir Pellegrini y Corrientes, que se representaba en la pista del circo—. Porque Moreira, el Martín Fierro, diremos, de esa pieza, el gaucho noble perseguido por la policía entraba en el escenario a caballo, y luego bajaba del caballo para pelear con los policías.

(Un hecho curioso es que, salvo en la República Oriental y en Entre Ríos, la pelea entre estos hombres ecuestres ha sido siempre a pie; tanto es así que se dice "una de a pie" por una pelea o una discusión. Ahora, esto puede deberse al armamento; puede deberse al hecho de que todos usaban cuchillo y de que muy pocos tenían una lanza a mano. Sin embargo, me contaron hace poco que Guillermo Hoyos, famoso cuchillero de origen irlandés —ya el nombre de Guillermo indica algo extraño, y Hoyos puede ser algún Hoss o Hess deformado, era tropero, y trabajaba en la estancia de un señor que vivía cerca del Arroyo del Medio. Este señor notó que entraban ladrones en la estancia y robaban ovejas. Y había un mangrullo en la estancia. Si les digo que un mangrullo es un dichadero, habré explicado lo desconocido, por lo más desconocido. Pero creo que basta pensar en una estructura alta, muy endeble, desde la cual puede verse, desde lejos, la llegada de las tropas de hacienda. Y este señor, a principios de siglo, vio que entraba gente extraña en la estancia, le avisó a Hormiga Negra —que entre los intervalos de pelear con la policía era un buen peón de estancia y un buen tropero— que había entrado gente a la estancia; entonces Hormiga Negra encintó una lanza, montó a caballo y lanceó a tres de los que habían entrado; luego, los otros escaparon, y el patrón le hizo una reconvención a Hormiga Negra. Le dijo: "¡Pero cómo! ¡Has lanceado a tres! ¡Pero qué es esto!" Entonces el otro, humildemente y con la lanza aún ensangrentada en la mano, le dijo: "Perdón, patroncito, se me fue la mano...")

Pues bien, el compadre, o por lo menos el compadre que yo he conocido, solía ser carrero, cuarteador, matarife; por eso, entre todos los barrios de Buenos Aires, el de El Corrales fue el más famoso por su compadraje. Todo ocurría cerca de la Plaza Constitución, después en el Parque de los Patricios. El compadre era lector de Eduardo Gutiérrez, cuando sabía leer; y cuando era analfabeto, lo cual es más común, era espectador de los Podestá. Es decir, no se veía sí mismo como un compadre, se veía como una suerte de gaucho, y además era, en muchos casos, un hombre ecuestre [...] Nosotros lo veíamos heroico a Juan Moreira. Y recuerdo el caso análogo del Noi, malevo del barrio del Abasto, barrio de aquel Charles Gardés —más conocido como Carlos Gardel, ¿no?— Recuerdo que el Noi, saliendo de una casa mala, tuvo un cambio de palabras con un muchacho, le dio una distraída bofetada —las bofetadas entonces no eran para derribar a un hombre, eran simplemente para ponerlo en su lugar o para iniciar una pelea verdadera, ya que se hablaba de peleadores de puños con cierto desprecio, ya que el boxeador no arriesga la vida al pelear. Pues bien, el Noi ya es viejo, ya famoso, ya con una constelación de muertes, digamos, abofeteó distraídamente a ese muchacho, que no sabía con quién se las había, y que sacó un revólver y lo mató. Y luego ese muchacho tuvo que mudarse del barrio porque la gente lo aborrecía y lo despreciaba, porque quién era él para matar al Noi —como quién era el sargento Chirino para matar a Juan Moreira—.

Y ahora que he hablado de estos personajes, voy a llegar a uno que conocí personalmente; voy a llegar a otro de los inventores poéticos del arrabal. Me refiero a Evaristo Carriego. Evaristo Carriego era un muchacho de los que llamamos allá familia bien, muy venida a menos. Era hijo de un doctor, Evaristo Carriego, que tiene que haber sido muy valiente, porque el doctor Carriego en la Legislatura de Paraná, durante la dictadura de Urquiza —Urquiza era un hombre que, con la pierna volcada sobre el recado, veía, tomando mate, degollar a filas de prisioneros. Bueno, pues, en vida de Urquiza, algún adulón propuso que en Paraná le hicieran una estatua a Urquiza. El doctor Carriego dijo que ese acto era un acto de adulación y que las estatuas sólo debían erigirse a muertos y no a vivos. Y el doctor Carriego sabía que estaba jugándose la vida, o más precisamente la garganta al decir esas palabras. Y sin embargo lo hizo. Carriego era un hombre de escasa cultura. Tenía esa veneración, ciertamente muy justa, por Francia, que tuvieron todos los hombres de su generación —pensemos en Darío, en Lugones—, pero el hecho es que él sabía muy poco de Francia, fuera de las campañas napoleónicas. Recuerdo, en las sobremesas de los domingos en mi casa, que él y mi padre nos explicaban la batalla de Austerlitz, o la batalla de Viena, o la última batalla, la de Waterloo, ayudándose con los cuchillos, los tenedores, los vasos, las tacitas de café, las copas que habían quedado, para mostrarnos cómo habían sido aquellas batallas. Y, además, Carriego fue un gran lector de Dumas. Uno de sus poemas se titula, precisamente, Leyendo a Dumas. Y lo leía en español, no sabía francés. Y en aquella época —estoy hablando de 1910— no saber francés era casi como no saber leer y escribir: todos sabíamos francés. No quiero decir que lo habláramos correctamente o que pudiéramos tener una conversación en francés; quiero decir algo mucho más importante: todos podíamos gozar directamente de la literatura francesa. La memoria de los hombres de aquella generación estaba llena de versos de Racine, de Musset, de Hugo, y luego, cuando triunfa el modernismo, de versos de Verlaine y de Baudelaire.

Y ahora vuelvo a lo que dije al principio. In my end is my beginning, en mi fin está mi principio. (Ya Heráclito había dicho que en la circunferencia el principio se confunde con el fin, pero la frase es abstracta, y María Estuardo se mostró mejor escritora, mejor literata que Heráclito cuando hizo grabar esa sentencia, que luego utiliza Eliot en un poema, en un anillo. Porque el anillo viene a ser un ejemplo de la inscripción. El anillo es circular, y el anillo está hablando y diciendo en mi fin está mi principio.) Quiero volver a la épica. No sé si con razón o sin ella, pero —esto ya lo sabía Aristóteles— la historia es menos verdadera que la poesía... la poesía, o la poesía argentina, ha querido ver en el compadrito, y sobre todo en el guapo —personaje, ya lo he dicho, común a toda América— y en el suburbio —que se da en todas las ciudades de América también—, ha querido buscar allí, con o sin justificación histórica, su necesidad de la épica.

Hace cerca de cuarenta años yo cometí la imprudencia de escribir un cuento titulado El hombre de la esquina rosada, cuyo tema es ése: el desconocido que provoca a un desconocido, el desconocido que llega de un barrio lejano a un barrio perdido en el oeste de Buenos Aires, y desafía a otro a pelear con él. Ahora, cuando escribí ese cuento lo hice con un propósito visual, porque me había impresionado lo visual de muchos cuentos de Stevenson y de Chesterton. Y pensé que sería curioso aplicar la materia orillera a esa técnica, esa técnica que quiere que cada cosa ocurra de un modo vívido; es decir, que todas las cosas ocurran de un modo vívido; es decir, que todas las cosas ocurran como un ballet (y hace unos tres o cuatro años se ha hecho un ballet con ese argumento de El hombre de la esquina rosada). Ahora bien, en ese cuento yo necesitaba que la provocación fuera brusca. Y así, el corralero entra en el salón de baile y provoca bruscamente al guapo local, que se llama, creo, Rosendo Suárez.

Bueno, cuando escribí ese cuento sabía, porque lo había presenciado muchas veces, que eso era históricamente falso. Las provocaciones nunca se hacían así. Llegaba el desconocido, se acercaba respetuosamente al hombre que iba a desafiar, lo colmaba de elogios, y luego esos elogios eran tan copiosos que se habían convertido en burlas, y luego lo desafiaba a pelear. Yo he asistido personalmente a una escena de ésas. Un amigo mío, de cuyo nombre no quiero acordarme, estaba escribiendo una historia de la milonga y del tango, y yo lo llevé a casa de mi amigo, caudillo de la parroquia de Palermo, Don Nicolás Paredes, que tenía bien cumplidos los setenta años. Paredes nos recibió con mucha cortesía, trajo la guitarra, se negó a tocarla antes que la tocara el visitante. Después dijo: "Yo también toco un poquito." Tomó la guitarra, tocó mejor que el musicólogo que lo visitaba, felicitó al musicólogo por su conocimiento de la guitarra, y entonces el musicólogo dijo: "Bueno, pero es que yo me he criado en Cañuelas" (que es un pueblo de la provincia de Buenos Aires). Ahora, en cuanto mi amigo dijo "yo me he criado en Cañuelas", o no, creo que dijo "yo soy de Cañuelas", comprendí que algo había ocurrido en el universo, que ahí empezaba algo que yo no alcanzaba a entender. Porque inmediatamente el viejo Paredes cambió, y me dijo, con una especie de temblor en la voz: "¡De Cañuelas! ¡De Cañuelas había sido el hombre!" Y luego me explicó: "En mi tiempo, cuando llegaba alguien de Cañuelas, los más guapos se aporroneaban." Y luego siguió hablando el musicólogo, y Paredes a cada rato lo interrumpía para decirme, sotto voce: "¡El hombre es de Cañuelas!", con un tono aterrado. Y esto habrá durado quizá tres cuartos de hora, o una hora. Y luego el viejo nos pidió disculpas por dejarnos un momento, fue al fondo de la casa y volvió con dos puñales: Y yo noté, y notó naturalmente el musicólogo, que uno de los puñales le llevaba un palmo al otro. "Y bueno —le dice— elija su arma y hágale un tajo a este pobre viejo." Y al decirle eso fue acercando la cara a la del otro. El otro, naturalmente, le dijo que no tenía ningún deseo de estropear una noche tan agradable como ésa. Entonces Paredes se encogió de hombros y dijo: "Pero cómo, ¿y no había dicho que era de Cañuelas?" Y entonces volvió y nos convidó con asado y con aguardiente, y después, cuando yo quise comentar el incidente con él, dijo que el otro tocaba muy bien la guitarra y era muy valiente. Pero yo comprendí que todo eso correspondía a una época. Correspondía, sin que Paredes se lo hubiera propuesto, a una época en la que un hombre no podía decir —y creo que eso ocurre aquí ahora—, en ciertos ambientes no podía decir yo soy de tal barrio o de tal pueblo, porque eso era poner a los otros en inferioridad, era desafiar a los otros.

En fin, podría contarles historias innumerables de desafíos. Y otra, que no sirve para ser contada, porque duró tres o cuatro minutos, y concluyó con la muerte de uno de los hombres. Y la muerte es terrible, pero no encierra una anécdota como las que he contado.



Conferencia pronunciada en el el auditorio de la Universidad de Antioquía, Colombia, en 1963.
Publicada originalmente en Letras Libres
Foto: Borges en Medellín, en 1975, si datos de autor. Via


28/1/16

Jorge Luis Borges: Arrabal en que pesa el campo







En Villa Ortúzar
donde la luna está más sola
y el deseo varón es triste en la tarde
hay unos huecos hondos,
huéspedes del poniente y la pampa.
En Villa Ortúzar hay ponientes que nadie mira
y fonógrafos que les rezan dolor guarango
y callejones que son más largos que el tiempo.
En Villa Ortúzar
el deseo varón es triste en la tarde
cuando hay caderas que pasean la vereda
y risas comadritas.
En Villa Ortúzar
la oración huele a caña fuerte
y la desesperación se mira en los charcos.
En Villa Ortúzar
no he sabido ningún amor
pero detrás de una trucada he puesto horas muertas
y la canto por eso.
Por eso y porque una luna fue grande.

(De un posible libro de versos Cuaderno San Martín


En Nosotros, Buenos Aires, Año 20, Vol. 53, N° 204, mayo de 1926

Y además en: 
Cuaderno San Martín, 1929, con variantes*
Exposición de la actual poesía argentina (1922-1927), de Pedro Juan Vignale y César Tiempo, Buenos Aires, Editorial Minerva, 1927.

*Este poema fue excluido por Borges en las sucesivas reediciones de Cuaderno San Martín.

Finalmente incorporado a Textos recobrados 1919-1929
© 1997, 2007 María Kodama
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2011, pág. 356

Foto sin atribución de autor: Revista Ñ (25.10.2013)




27/1/16

Jorge Luis Borges: Las ninfas









Paracelso limitó su habitación a las aguas, pero los antiguos las dividieron en Ninfas de las aguas y de la tierra. De estas últimas, algunas presidían sobre los bosques. Las Hamadríadas moraban invisiblemente en los árboles y perecían con ellos; de otras se creyó que eran inmortales o que vivían miles de años. Las que habitaban en el mar se llamaban Oceánidas o Nereidas; las de los ríos, Náyades. Su número preciso no se conoce; Hesíodo aventuró la cifra de tres mil. Eran doncellas graves y hermosas; verlas podía provocar la locura y, si estaban desnudas, la muerte. Una línea de Propercio así lo declara.

Los antiguos les ofrendaban miel, aceite y leche. Eran divinidades menores; no se erigieron templos en su honor.



En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Foto: Jorge Luis Borges y Héctor Olivera
Revista Gente, Número 489, Año 1974

26/1/16

Jorge Luis Borges: Tankas*






1
Alto en la cumbre
todo el jardín es luna,
luna de oro.
Más precioso es el roce
de tu boca en la sombra.
2
La voz del ave
que la penumbra esconde
ha enmudecido.
Andas por tu jardín.
Algo, lo sé, te falta.
3
La ajena copa,
la espada que fue espada
en otra mano,
la luna de la calle,
¿dime, acaso no bastan?
4
Bajo la luna
el tigre de oro y sombra
mira sus garras.
No sabe que en el alba
han destrozado un hombre.
5
Triste la lluvia
que sobre el mármol cae,
triste ser tierra.
Triste no ser los días
del hombre, el sueño, el alba.
6
No haber caído,
como otros de mi sangre,
en la batalla.
Ser en la vana noche
el que cuenta las sílabas.



*He querido adaptar a nuestra prosodia la estrofa japonesa que consta de un primer verso de cinco sílabas, de uno de siete, de uno de cinco y de dos últimos de siete. Quién sabe cómo sonarán estos ejercicios a oídos orientales. La forma original prescinde asimismo de rimas.

En El oro de los tigres (1972)

Foto: Borges in Villa Palagonia. Bagheria, Sicily, 1984
By Ferdinando Scianna / Magnum
y en nuestro grupo participativo en FB


25/1/16

Jorge Luis Borges: Prólogo a «La Metamorfosis», de Franz Kafka










Kafka nació en el barrio judío de la ciudad de Praga, en 1883. Era enfermizo y hosco: íntimamente no dejó nunca de menospreciarlo su padre y hasta 1922 lo tiranizó. (De ese conflicto y de sus tenaces meditaciones sobre las misteriosas misericordias y las ilimitadas exigencias de la patria potestad, ha declarado él mismo que procede toda su obra.) De su juventud sabemos dos cosas: un amor contrariado y el gusto de las novelas de viajes. Al egresar de la universidad, trabajó algún tiempo en una compañía de seguros. De esa tarea lo libró aciagamente la tuberculosis: con intervalos, Kafka pasó la segunda mitad de su vida en sanatorios del Tírol, de los Cárpatos y de los Erzgebirge. En 1913 publicó su libro inicial, Consideración, en 1915 el famoso relato La metamorfosis, en 1919 los catorce cuentos fantásticos o catorce lacónicas pesadillas que componen Un médico rural

La opresión de la guerra está en esos libros: esa opresión cuya característica atroz es la simulación de felicidad y de valeroso fervor que impone a los hombres... Sitiados y vencidos, los Imperios Centrales capitularon en 1918. Sin embargo, el bloqueo no cesó y una de las víctimas fue Franz Kafka. Este, en 1922, había hecho su hogar en Berlín con una muchacha de la secta de los Hasidim, o Piadosos, Dora Dymant. En el verano de 1924, agravado su mal por las privaciones de la guerra y de la posguerra, murió en un sanatorio cerca de Viena. Desoyendo la prohibición expresa del muerto, su amigo y albacea Max Brod publicó sus múltiples manuscritos. A esa inteligente desobediencia debemos el conocimiento cabal de una de las obras más singulares de nuestro siglo.* 

Dos ideas —mejor dicho, dos obsesiones— rigen la obra de Franz Kafka. La subordinación es la primera de las dos; el infinito, la segunda. En casi todas sus ficciones hay jerarquías y esas jerarquías son infinitas. Karl Rossmann, héroe de la primera de sus novelas, es un pobre muchacho alemán que se abre camino en un inextricable continente; al fin lo admiten en el Gran Teatro Natural de Oklahoma; ese teatro infinito no es menos populoso que el mundo y prefigura al Paraíso. (Rasgo muy personal: ni siquiera en esa figura del cielo acaban de ser felices los hombres y hay leves y diversas demoras.) El héroe de la segunda novela, Josef K., progresivamente abrumado por un insensato proceso, no logra averiguar el delito de que lo acusan, ni siquiera enfrentarse con el invisible tribunal que debe juzgarlo; éste, sin juicio previo, acaba por hacerlo degollar. K., héroe de la tercera y última, es un agrimensor llamado a un castillo, que no logra jamás penetrar en él y que muere sin ser reconocido por las autoridades que lo gobiernan. El motivo de la infinita postergación rige también sus cuentos. Uno de ellos trata de un mensaje imperial que no llega nunca, debido a las personas que entorpecen el trayecto del mensajero; otro, de un hombre que muere sin haber conseguido visitar un pueblito próximo; otro —Una confusión cotidiana— de dos vecinos que no logran juntarse. En el más memorable de todos ellos —La edificación de la muralla china, 1919—, el infinito es múltiple: para detener el curso de ejércitos infinitamente lejanos, un emperador infinitamente remoto en el tiempo y en el espacio ordena que infinitas generaciones levanten infinitamente un muro infinito que dé la vuelta de su imperio infinito.

La crítica deplora que en las tres novelas de Kafka falten muchos capítulos intermedios, pero reconoce que esos capítulos no son imprescindibles. Yo tengo para mí que esa queja indica un desconocimiento esencial del arte de Kafka. El pathos de esas "inconclusas" novelas nace precisamente del número infinito de obstáculos que detienen y vuelven a detener a sus héroes idénticos. Franz Kafka no las terminó, porque lo primordial era que fuesen interminables. ¿Recordáis la primera y la más clara de las paradojas de Zenón? El movimiento es imposible, pues antes de llegar a B deberemos atravesar el punto intermedio C, pero antes de llegar a C, deberemos atravesar el punto intermedio D, pero antes de llegar a D... El griego no enumera todos los puntos; Franz Kafka no tiene por qué enumerar todas las vicisitudes. Bástenos comprender que son infinitas como el Infierno. 

En Alemania y fuera de Alemania se han esbozado interpretaciones teológicas de su obra. No son arbitrarias —sabemos que Kafka era devoto de Pascal y de Kierkegaard—, pero tampoco son muy útiles. El pleno goce de la obra de Kafka —como el de tantas otras puede anteceder a toda interpretación y no depende de ellas. 

La más indiscutible virtud de Kafka es la invención de situaciones intolerables. Para el grabado perdurable le bastan unos pocos renglones. Por ejemplo: "El animal arranca la fusta de manos de su dueño y se castiga hasta convertirse en el dueño y no comprende que no es más que una ilusión producida por un nuevo nudo en la fusta". O si no: "En el templo irrumpen leopardos y se beben el vino de los cálices; esto acontece repetidamente; al cabo se prevé que acontecerá y se incorpora a la ceremonia del templo". La elaboración, en Kafka, es menos admirable que la invención. Hombres, no hay más que uno en su obra: el homo domesticus —tan judío y tan alemán—, ganoso de un lugar, siquiera humildísimo, en un Orden cualquiera; en el universo, en un ministerio, en un asilo de lunáticos, en la cárcel. El argumento y el ambiente son lo esencial; no las evoluciones de la fábula ni la penetración psicológica. De ahí la primacía de sus cuentos sobre sus novelas; de ahí el derecho de afirmar que esta compilación de relatos nos da íntegramente la medida de tan singular escritor.



*Ya inmediata la muerte, Virgilio encomendó a sus amigos la destrucción de su inconclusa Eneida, que no sin misterio cesa con las palabras Fugit indignata sub timbras. Los amigos desobedecieron, lo mismo haría Max Brod. En ambos casos acataron la voluntad secreta del muerto. Si éste hubiera querido destruir su obra, lo habría hecho personalmente; encargó a otros que lo hicieran para desligarse de una responsabilidad, no para que ejecutaran su orden. Kafka, por otra parte, hubiera deseado escribir una obra venturosa y serena, no la uniforme serie de pesadillas que su sinceridad le dictó. 



FKANZ KAFKA: La metamorfosis. Versión castellana con prólogo de J. L. B. Buenos Aires, Editorial Losada, La Pajarita de Papel, 1938.









En Prólogos con un prólogo de prólogos (1975)
Portada e interior de la primera edición castellana
Con prólogo de Jorge Luis Borges
Buenos Aires, 
Ed. Losada, 1938


24/1/16

Jorge Luis Borges: Nostalgia del presente








En aquel preciso momento el hombre se dijo:
Qué no daría yo por la dicha
de estar a tu lado en Islandia
bajo el gran día inmóvil
y de compartir el ahora
como se comparte la música
o el sabor de una fruta.
En aquel preciso momento
el hombre estaba junto a ella en Islandia.




En La cifra, 1981
Obra poética 1923/1985
Buenos Aires, 2001

Foto: Borges y Kodama en Notre-Dame
La Maga Colección - Homenaje a Borges
Buenos Aires, febrero 1996



23/1/16

Julio Cortázar: Carta a Ana María Barrenechea [sobre Borges]








París, 21 de septiembre de 1954

Ya veo que México la ha atrapado. Su carta, aunque no sea exactamente entusiasta, vale por la más elocuente de las confesiones. Y me alegro, porque siempre es bello que los amigos estén contentos frente a las cosas que uno quisiera ver alguna vez. Me acuerdo de cuando yo planeaba mi primer viaje a Francia, temblaba cada vez que oía hablar de París a la gente que ya "estaba de vuelta". Las críticas, los retaceos, todo se me antojaba una amenaza y una injusticia, sobre todo porque no podía oponerme. Los ídolos son inmortales, ¿no es cierto? Cada uno tiene su colección privada, y los defiende contra las intrusiones de fuera... Hace doce años tuve la primera gran visión de México, a través de una serie de libros, poesía y cine. Razones tristemente personales me obligaron a quedarme en la Argentina, y luego pudo más mi cariño por Europa. Pero creo que un día iré allá, y me quedaré un largo tiempo; por el momento tengo la sensación estar mirando a través de los ojos de Emma*los suyos, y eso ya es mucho.

Quiero decirle que leí con mucho gusto (y provecho, que es también importante) su estudio sobre Borges. La primera parte me interesó menos, porque mi ignorancia es tan inmensa en materia de lenguaje que todas las indagaciones de vocabulario, giros y formas locales no alcanzan más que a dejarme perplejo.  Pero, en cambio, todo lo que dice usted sobre Borges en la parte más importante —para mí al menos— del trabajo, lo encuentro justísimo, lleno de aciertos y con un valor que va mucho más allá del caso Borges en especial. Supongo que estará enterada del triunfo fulminante de Borges en Francia. La aparición de un nuevo tomo de cuentos traducidos por Caillois ha provocado en los críticos una especie de ola de terror, pues por primera vez en mucho tiempo han tenido que reconocer —cosa siempre dolorosa para el genio francés— que las cualidades aparentemente privativas de su raza se dan en una medida todavía más grande en un escritor de las pampas. Algunos, como de paso, insinúan que Borges se educó en Suiza (!!!). Otros, más decentes, se inclinan hasta tocar el suelo con la estilográfica, y reconocen que hacía rato que no leían nada semejante. Por cierto que en el panorama marcadamente mediocre de las letras francesas de hoy en día, estos relatos llegan como una mise au point bastante dura y a la vez llena de belleza. Todos los diarios y las revistas se ocupan de Borges. Casi siempre equivocándose, pero eso no tiene importancia. Después de Eva Perón, Borges se ha vuelto el argentino más popular en Francia. (Quizá a la par de Fangio, para ser justos, o apenas media máquina atrás.)

La tarjeta con la lista de las conferencias sobre literatura argentina me produjo un ataque de alegre sorpresa. ¡Qué bueno que Emma y usted arremetan con tantas ganas y se ocupen de temas tan fascinantes como Lugones, Quiroga y Cortázar! Está muy bien, lo digo en nombre de los tres, y no me olvido por cierto de Macedonio.

Gracias, Anita, por haberme ayudado en la cuestión de la credencial. Emma y usted han sido muy buenas, y les estoy tan agradecido. Pídame lo que quiera aquí en París, pues se me ocurre que alguna vez podría serles útil en materia de libros o informes. Por el momento me voy con Aurora a Montevideo, donde trabajaré en la Conferencia de la Unesco, y luego pasaremos el verano en Buenos Aires; pero en marzo ya habremos vuelto a París. ¿Por qué no se vienen Emma y usted a pasear por aquí? Sería tan grato para nosotros mostrarles todos los rincones de esta ciudad de locos, de este infinito corazón del mundo. En fin, por el momento sigamos escribiéndonos, que ya es mucho, y usted no se olvide de mandarme todo lo que publique, porque me es útil: conste que no se lo pido por cortesía.

Daniel está muy bien y lo veo casi todos los días. Trabaja como usted bien sabe, y está muy contento; pero todavía más contento está Marcel Bataillon de tenerlo cerca, y creo que no lo soltará muy fácilmente.

Usted me pide que le hable sobre el cuento, y la verdad es que es un tema fascinante, pero tendrá que quedar para otra vez, pues esta carta sale de una pausa (que no refresca, al revés que el famoso producto) entre dos traducciones de la Unesco. Casi en vísperas de viaje, tengo tantas cosas por hacer que el pensar se convierte en un lujo. Algo le he escrito a toda carrera a Arreola, pero no se trata de nada sistemático sino de impresiones del momento, nacidas de la lectura de sus espléndidos cuentos. (¡Qué cronopio fenomenal este Arreola! ¿Verdad que escribe estupendamente?) De todos modos en alguna otra carta le diré lo que se me ocurra sobre el asunto, pues será una manera de obligarme a sistematizar un poco una serie de nociones más o menos vagas sobre algo que no es nada vago y que está requiriendo su poética concreta.

Hasta pronto, con todo el afecto de su amigo

Julio Cortázar


*Emma Speratti Pifiero



En Cortázar, Julio: Cartas 1937-1963
Edición a cargo de Aurora Bernárdez
Alfaguara, Madrid, 2002
Foto: Julio Cortázar mira libros en París.





22/1/16

Silvina Ocampo: La íntima dicha de la inteligencia










Hice un retrato suyo en tinta hace mucho tiempo; el retrato está en un libro de cubierta rosada como los cuadernos de nuestra infancia; no se le parece; sin embargo, en ese retrato torpe, tiene el aspecto de un héroe de la historia argentina; pensándolo bien, Borges es una especie de héroe. 
No sé cuándo ni dónde lo conocí. Me parece que lo conozco desde siempre, como ocurre con todo lo que se ama. Tenía bigotes y grandes ojos sorprendidos. 
Hace mucho que lo conozco, pero mucho más que lo quiero. A veces lo he odiado; lo odié por causa de un perro, y él me odió a mí, supongo, por causa de un disfraz. Comenzaré por el perro.
Estábamos en la playa durante el verano. Yo había perdido a mi perro Lurón; lo adoraba como se adora a los perros. Llorando, lo buscaba por los caminos que llevaban al mar, golpeando cada puerta, preguntando a cada persona si no había visto un perro con collar rojo, inteligente, mediano, de color castaño, el pelo rapado salvo en la cabeza y las patas, sin cola, etc. Era inútil explicarles que se trataba de un caniche. Lo mismo habría dado decirles canilla o cariz. Borges escuchaba, miraba, pensando que esta historia del perro era inaudita. Ni una palabra compasiva. 
Me puse esquiva con él. 
¿Pero estás segura de que podrías reconocer a tu perro? me preguntó, quizá para consolarme. 
Yo lo trataba con resentimiento, pensando que no tenía corazón. 
Odiar a Borges es difícil, porque él no lo percibe. Yo lo odiaba; pensaba: "Es malo, es idiota, me pone los pelos de punta, mi perro es más inteligente que él, porque sabe que todas las personas son diferentes, mientras que Borges piensa que todos los perros son iguales." 
Borges no entendía mi angustia. Sin embargo, era yo la que no lo comprendía. Lo supe por lo siguiente: Borges considera a los animales como dioses o grandes magos; piensa también, caprichosamente, que cualquier ejemplar de la especie representa a todos. Al abrir una puerta, sé que a veces le pregunta al gato de la Biblioteca Nacional: "¿Se puede entrar?" Confundido, piensa: "¡Pero el gato del vecino que encuentro al salir de aquí es quizás el mismo gato que veo detrás de esta puerta!" Si lo encuentra sentado sobre su silla, busca otra, para no molestarlo. Ama a los animales a su manera. 
Borges detesta a la gente disfrazada. Una noche de carnaval, luego de la cena, una amiga y yo nos disfrazamos. Nos paseamos por el jardín, y nos acercamos a Borges. Le hablábamos sin fingir la voz, pero no nos contestaba. 
Soy yo, Georgie, ¿no me reconocés? 
Sólo después de que me saqué el disfraz y la máscara, me respondió. Se apoyó entonces contra un árbol frondoso que le arañaba apenas el rostro y murmuró: "¿Este también se disfrazó?" 

***

Borges tiene corazón de alcaucil. Ama a las mujeres lindas. Sobre todo si son feas, así puede inventar con más facilidad sus rostros. Se enamora de ellas. Una celosa le dijo acerca de otra mujer que él admiraba: 
No me parece tan linda. Es completamente pelada. Tiene que usar una peluca hasta de noche, cuando duerme, por miedo a encontrar en sus sueños a gente que ama, o un espejo.
Ninguna persona linda podría ser tan pelada dijo él con admiración. Indudablemente ella no la precisaría, porque es linda de todas formas. —Agregaba, con sincera curiosidad: ¿Se fue quedando pelada naturalmente? ¿Naturalmente, en serio? 
En mi opinión, la señora en cuestión se hizo bella hace dos o tres años, cuando estalló la moda de las pelucas. 

***

A Borges le encanta el dulce de leche; lo come tan rápidamente que no tiene tiempo de sentirle el gusto, pero si le ofrecen un flan, una omelette surprise, compota de frambuesas o zapallo en almíbar, responderá lentamente, en inglés para que el postre no lo comprenda: 
Muy interesante, pero no tengo el coraje de destruirlo. 

***

Cenar con Borges es una de las costumbres más agradables de mi vida. Me permite creer que yo lo conozco más que mis otros amigos, porque la hora de la cena es más que nada la hora de la conversación.
Charlar con Borges, sin embargo, cuando uno recién lo conoce es difícil, aun a la hora de la cena; tanto, que uno no puede casi imaginar que su conversación pueda luego tornarse agradable. Muchas personas conocieron a Borges en nuestra mesa. En general, cuando hay demasiada gente él no le habla más que a una, siempre la misma, porque él no abandona jamás, ni en sus conferencias, la actitud secreta de la intimidad; más bien abandona a su interlocutor, con crudeza. La persona, mejor dicho la víctima que quiere charlar con él, intenta entrar en su conversación como el niño que quiere saltar a la soga cuando sus compañeros la hacen girar en el aire. A veces esto se hace imposible pero el niño, luego de mucha indecisión, entra en el juego, y otras veces no entra y se aburre a muerte, o tiene vergüenza. 

***

No estoy segura ni le preguntaría a nadie ni siquiera a Borges si es verdad, pero creo que en la casa en la que él vivía cuando lo conocí había una estatua de mármol o de piedra, con una fuente de la que salía agua. Mi recuerdo me basta, y pienso que la fuente de donde salía el agua es para mí el símbolo de una fuente literaria en la que yo buscaba refrescarme. 

***

En la habitación de la abuela (inglesa) o de la madre de Borges había un cirio que ardía noche y día, y una imagen santa bajo un fanal.
Las paredes de las habitaciones estaban pobladas de cuadros y tapices de Norah, la hermana de Borges, uno de nuestros mejores pintores. Norah, sin embargo, no ha hecho jamás un retrato de su hermano, es lamentable. Él no se parece en nada a los rostros que pueblan sus cuadros; rostros indispensables, de los cuales ella conoce hasta el más mínimo detalle. 
Pocas personas tienen la suerte de tener un retrato que se asemeje a su espíritu. Afortunadamente, Borges ha tenido esa suerte. El retrato de su alma existe y puede reproducirse hasta el infinito gracias al negativo de una fotografía que tomó Adolfo Bioy Casares. 

***

Las circunstancias que conllevan al nacimiento de una amistad, así como al nacimiento de un ser humano, son muy importantes. Es por esta razón que recuerdo detalles del nacimiento de mi amistad con Borges. Un grupo de escritores talentosos nos rodeaba en ese momento. Aún no los habían separado ni la muerte ni las ideas políticas. Nos reuníamos, conversábamos mucho, con gran frecuencia. Adolfo Bioy Casares escribía, en colaboración con Borges, libros muy importantes que mostraban un mundo inexplorado en las letras argentinas. Ejercieron una gran influencia sobre nuestra literatura. Estos libros escandalizaban a la mayoría de nuestros amigos: se desconfiaba de ellos. Pensaban que reírse de semejante modo ya no era nada serio.
Más tarde llegaron a amarlos, como se ama a las obras difíciles de apreciar la primera vez que uno se acerca a ellas: Chaucer, Corneille, Shakespeare, etc. 
En una agradable noche de verano, cerca de Buenos Aires, en la quinta de Victoria Ocampo, un admirable poeta, desfalleciente, pálido, recostado en el suelo, casi muerto, murmuraba palabras ininteligibles que tomé por oraciones: rezaba para no morir completamente. Era Jules Supervielle. Tomé su pulso, que latía débilmente. Quisimos llamar a un médico. "Ya estoy bien", dijo de golpe el moribundo. Evidentemente, se había curado a sí mismo. Después me reveló el secreto de su recuperación: cuando estaba a punto de desvanecerse, decía versos; eso lo mejoraba más que un remedio. A nuestro modo, nosotros hacíamos lo mismo por la salud de nuestra alma. Vivíamos en una atmósfera de poesía pura. 
Los versos eran los lazos más seguros entre nosotros. Nos encantaba repetirlos con monótonas inflexiones de voz (para los demás; emocionantes para nosotros), como lo hacía Borges, no a la manera de la Comedia Francesa. Así nos divertíamos durante las comidas, los viajes en automóvil, los paseos a pie, las tristezas, las alegrías o la angustia de una tiranía vergonzosa, a veces grotesca o trágica, cuya voz, terriblemente argentina, debo reconocerlo, invadía nuestras calles y nuestros hogares. Como hacían los poetas en Alejandría, o Herbert en Inglaterra, o bien una treintena de años atrás Apollinaire y muchos otros, siento deseos de transcribir estos versos en su idioma original y darles formas de frutas o de alas o de corazón, porque fueron un alimento, una manera de volar o de amar para nosotros. Quiero, mejor dicho, dibujar círculos, espirales con sus palabras, círculos que nos aprisionaban como en una torre, o nos liberaban como el aire, que también describe círculos. 

Yet Ah!, that Spring should vanish with the Rose.[1] 

Navegaré por las olas civiles 
con remos que no pesan [2]

Oú ce roi qui nattendait pas 
Attendit un jour pas pas 
Condé lassé par la victoire [3] 

¡Oh noche amable más que la alborada:
Oh noche que juntaste 
Amado con Amada. [4]
The troubles of our proud and angry dust 
Are from eternity and shall not fail. [5] 

Yo fui un soldado que durmió en el lecho 
de Cleopatra la reina. Su blancura 
su mirada astral y omnipotente.
Eso fue todo. [6] 

Que Régulo otra vez alce la frente 
Y el beso esquive de la casta esposa. [7]

***

Esta noche tenemos que perdernos me dijo Borges. 
Caminábamos por las calles de Buenos Aires como en un laberinto. 
Los animales, cuando se pierden, siempre se dirigen a la derecha; los hombres, a la izquierda me dijo. 
Íbamos hacia la derecha, pero sin conseguir perdernos, ¡ay!, porque después de media hora de caminata, de repente, nos encontramos frente al puente de Constitución, de donde habíamos partido. 
Borges ama los puentes. Le gusta ser argentino. Le gusta quedarse como si partiera; partir como si se quedara. En todos los viajes, él busca a Buenos Aires como el pájaro su nido y el perro su cucha. En Estados Unidos, en Inglaterra, en Suiza, en España se reencuentra con su país. Durante años nos hemos paseado por uno de los lugares más sucios y lóbregos de Buenos Aires: el puente Alsina. Caminábamos por las calles llenas de barro y de piedras. Allí llevábamos a escritores amigos que venían de Europa o de Norteamérica, y hasta a argentinos a los que también queríamos. No había nada en el mundo como ese puente. A veces, por el camino, una vez cruzado el puente, como en una especie de sueño, encontrábamos caballos, vacas perdidas como en el campo más lejano. Aquí tienen el puente Alsina decía Borges cuando nos acercábamos a los escombros, la basura y la pestilencia del agua. Entonces Borges se regocijaba, pensando que nuestro huésped también se alegraría. 

***

Borges pasaba sus vacaciones en los alrededores de Buenos Aires, en Adrogué, en el Hotel Las Delicias, que bien merecía ese nombre. A algunos metros del hotel (hoy desaparecido; en nuestro país, se demuele todo lo que es lindo; de hecho, es la única cosa que se hace con rapidez) había un jardín y una casa misteriosa con cuatro estatuas de tierra cocida, que representaban las cuatro estaciones. El Verano, la más bella, semejaba, a la luz de la Luna, una estatua de Picasso. Se lo dije a Borges, que respondió: "¿Tan fea es?".
Cuando iba a verlo a Borges a Adrogué, a cualquier hora, visitábamos las estatuas. No podíamos descubrir quién habitaba la casa. Finalmente descubrimos que sólo las estatuas la habitaban. Una noche nos dijeron adiós con pañuelos: las palomas se habían posado sobre sus manos y batían las alas. Cuando comenzaron a demoler la casa de las estatuas le prometí a Borges que las iría a robar o a comprar. Era difícil, hasta imposible, porque nunca se veía a nadie en esta vivienda. ¿A quién, entonces, proponerle la compra? En cuanto al robo, no tenía sentido soñar con él: perros fantasmas ladraban cuando uno se acercaba. Finalmente, le rogué a alguien a quien no desvelaban las estatuas ni los perros ni Adrogué, ni los fantasmas, que las comprase o las robase. La persona en cuestión las compró. ¿A quién? Nunca lo sabré. A los perros que ladraban, seguramente. Las cuatro estaciones viajaron cuatro horas en ferrocarril y llegaron a nuestra casa de campo, el Invierno decapitado, el Otoño sin senos, el Verano sin brazos, la Primavera sin nariz y sin flores. Pero desde entonces, cuando las miro, allí en nuestro jardín, a menudo me parece estar en Adrogué con Borges. 

***

Borges ama su ciudad natal: ama en ella la fealdad casi más que la belleza. Nuestra querida ciudad ofrece una amplia variedad. Se diría que perder la vista le ha dado a Borges más sagacidad para ver. Borges descubre, por ejemplo, una cabeza horrorosa que preside una calle detrás de una reja, en el cementerio de la Recoleta. Enseguida me lleva a verla. A partir de entonces parece linda. Vuelve a ella de vez en cuando con el mismo entusiasmo que si se tratara de una cabeza descubierta en Pompeya. También ama la provincia de Buenos Aires. Recuerdo el verso de Ronsard que él repite a menudo: 

Navré, poitrine ouverte, au bord de ma province! [8]  

Borges ama a su provincia como un viajero, descubre en ella un mundo lleno de sorpresas. Las sorpresas no son en absoluto las cosas sorprendentes, nuestros árboles con grandes hojas, los cantos ruidosos de nuestros pájaros, nuestras flores tan perfumadas, nuestro campo en todas partes, nuestro río de plata, sino más bien la simplicidad de un lugar, la riqueza de los basurales, un sombrero nuevo entre cáscaras de manzanas, los fideos, la extrema pobreza de un paisaje, el genio pleno de poesía o de estupidez de frases groseras o sutiles que se escuchan en la calle, una forma engolada o guaranga (palabra intraducible) de cantar. Lo que le ocurre a Borges, lo que dice (ya que es un gran conversador) podría o debería haber sido escrito además de lo que él ha escrito. 
Creo que es feliz. Únicamente el espíritu es capaz de otorgar la dicha profunda que nace de la creación de la inteligencia.






Notas 

[1] De la versión de  Edward Fitzgerald de las Rubáiyát de Omar Khayyám
[2] De La suave patria de Ramón López Velarde
[3] De Sur trois marches de marbre rose de Alfred de Musset
[4] De la Noche oscura de San Juan de la Cruz
[5] Del poema IX de los Last Poems de A.E. Housman
[6] De Metempsicosis de Rubén Darío
[7] De la Epístola a Horacio de Marcelino Menéndez y Pelayo
[8] Del Hymne de la Mort 


Escrito originalmente en francés para la edición conmemorativa de Borges de Cahiers de L'Herne (1964)
En Revista N° 22 de agosto de 1999

Traducción de Marcos Montes [corregido y anotado por faf]
Foto: JLB, Silvina Ocampo y José Bianco por Adolfo Bioy Casares (Buenos Aires, 1939)
Al pie: Dibujo de Borges realizado por Silvina Ocampo



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