10/11/15

Jorge Luis Borges: El ingenuo







Cada aurora (nos dicen) maquina maravillas
capaces de torcer la más terca fortuna;
hay pisadas humanas que han medido la luna
y el insomnio devasta los años y las millas.
En el azul acechan públicas pesadillas
que entenebran el día. No hay en el orbe una
cosa que no sea otra, o contraria, o ninguna.
A mí sólo me inquietan las sorpresas sencillas.
Me asombra que una llave pueda abrir una puerta,
me asombra que mi mano sea una cosa cierta,
me asombra que del griego la eleática saeta
instantánea no alcance la inalcanzable meta,
me asombra que la espada cruel pueda ser hermosa,
y que la rosa tenga el olor de la rosa.


En La moneda de hierro (1976)
Fotos: ©Sara Facio, Borges, Buenos Aires
Buenos Aires, La Azotea, 2005



9/11/15

Jorge Luis Borges-Roberto Alifano: Entre los políticos y la virtud







Una mediana vida yo posea
Un estilo común y moderado
Que no lo note nadie que lo vea.
Ese es un estado ideal con el que yo me identifico plenamente.
Me dices que ves mal el mundo,
te digo que ves el mundo,
decía Quevedo en el siglo XVII. Quizá cada época tenga implícito lo suyo. Yo creo que el presente siempre ha sido duro. Puede haber una edad de oro en un pasado indefinido o en un futuro remoto, pero el presente indudablemente es difícil. Ahora, en cuanto a la decadencia de El Occidente, me parece que es algo que nadie puede negar. Creo que nuestro mundo occidental está en decadencia. Yo volví del Japón convencido de que El Oriente quizá podría salvarnos; ahora me doy cuenta de que eso no es posible, que es inmoral pensar así. El Oriente no podrá salvarnos. La salvación debe ser individual; cada uno debe hacer lo posible para superar los obstáculos que la realidad nos presenta, y renunciar al lujo, a la ostentación y al afán de promoción. Si cada uno obra éticamente el mundo mejorará. Claro, yo no sé hasta qué punto es posible obrar con ética ya que todos somos de algún modo cómplices y estamos involucrados en este sistema de intereses brutales.
Junín son dos civiles que en una esquina maldicen a un tirano,
o un hombre oscuro que se muere en una cárcel.
Eso fue tomado como contemporáneo —y es contemporáneo, ya que seguimos enfrentados al mismo problema—. Y digo también:
La batalla es eterna y puede prescindir de la pompa
de invisibles ejércitos con clarines…
Como ve, yo nunca he permanecido ajeno a los problemas de convivencia de los argentinos. Yo siempre he tomado partido, y bueno, eso me ha acarreado ciertas antipatías. En Francia, por ejemplo, ese poema se publicó con un titular que decía: «Borges ha escrito un poema comprometido».




En Roberto Alifano: Conversaciones con Borges [17]
Buenos Aires, Editorial Atlántida, 1984
Foto original color: Borges y Roberto Alifano (s-d) Vía



8/11/15

Jorge Luis Borges: Nota sobre la paz








Buen heredero de los nominalistas ingleses, H. G. Wells repite que hablar de los anhelos del Irak o de la perspicacia de Holanda es incurrir en temerarias mitologías. Francia, le agrada recordar, consta de niños, de mujeres y de hombres, no de una sola tempestuosa mujer con un gorro frigio. A esa amonestación cabe responder, con el nominalista Hume, que también cada hombre es plural, pues consta de una serie de percepciones o, con Plutarco, Nadie es ahora el que antes fue ni será el que ahora es o, con Heráclito, Nadie baja dos veces al mismo río. Flablar es metaforizar, es falsear; hablar es resignarse a ser Góngora. Sabemos (o creemos saber) que la historia es una perpleja red incesante de efectos y de causas; esa red, en su nativa complejidad, es inconcebible; no podemos pensarla sin acudir a nombres de naciones. Además, tales nombres son ideas que operan en la historia, que rigen y transforman la historia.

Elucidado lo anterior, quiero declarar que para mí un solo hecho justifica este momento trágico; ese hecho jubiloso que nadie ignora y que justiprecian muy pocos es la victoria de Inglaterra. Decir que ha vencido Inglaterra es decir que la cultura occidental ha vencido, es decir que Roma ha vencido; también es decir que ha vencido la secreta porción de divinidad que hay en el alma de todo hombre, aun del verdugo destrozado por la victoria. No fabrico una paradoja; la psicología del germanófilo es la del defensor del gángster, del Mal; todos sabemos que durante la guerra los legítimos triunfos alemanes le interesaron menos que la noción de un arma secreta o que el satisfactorio incendio de Londres.

El esfuerzo militar de las tres naciones que han desbaratado el complot germánico es parejamente admirable, no así las culturas que representan. Los Estados Unidos no han cumplido su alta promesa del siglo XIX; Rusia combina con naturalidad los estigmas de lo rudimentario, de lo escolar, de lo pedantesco y de lo tiránico. De Inglaterra, de la compleja y casi infinita Inglaterra, de esa isla desgarrada y lateral que rige continentes y mares, no arriesgaré una definición; básteme recordar que es quizá el único país que no está embelesado consigo mismo, que no se cree Utopía o el Paraíso. Yo pienso en Inglaterra como se piensa en una persona querida, en algo irreemplazable e individual. Es capaz de culpables indecisiones, de atroces lentitudes (tolera a Franco, tolera a las sucursales de Franco), pero es también capaz de rectificaciones y contriciones, de volver a librar, cuando la sombra de una espada cae sobre el mundo, la cíclica batalla de Waterloo.


Sur, Buenos Aires, Año XIV, N° 129, julio de 1945


En Borges en Sur 1931-1980
Buenos Aires, Emecé, 1999
Manuscrito original y ológrafo
Titulado, firmado y datado “Jorge Luis Borges, 1945”
Con tachaduras e interpolaciones
Versión enviada a publicar en Sur N° 129
Catálogo de manuscritos de Borges del librero Víctor Aizenman



7/11/15

Jorge Luis Borges: Dedicatoria de un silencio







Ahora que mi patria es el recuerdo
y que mi esperanza se reparte en las cosas chicas
—en el teléfono que llama,
en la conversación,
en la carta de letra desconocida—
voy a buscar aniversarios del amor muerto
a las calles de Villa Urquiza.

Son calles largas que se apaisanan de a poco,
son las orillas de la nube y del pájaro,
son la muerte buena de Buenos Aires;
la llanura las entra como un dios ciego
y la raíz de sus ponientes está en la pampa.

Sus rotas vereditas coloradas
son una yapa de la familiaridad de los patios,
sus almacenes solos
son claritos como otra luna sobre los campos
y algún sauce de facha desmoronada
es inmediato —buenamente— a cualquier fracaso.
Yo ando sus callejones,
yo abro la verja de una quinta guardada
en que la amistad y un piano me esperan;
Villa Urquiza, hemos dialogado firme en las tardes
y ésta es la última vez que hacemos un verso.

Sé que para merecerte, debo ignorarte;
para que estés en mi corazón, no debes estar en mi canto
¡mi intimidad y mi silencio sean tuyos
y sea conmigo el beneficio de tus ocasos!




En revista Cartel, Buenos Aires, Nº 1, noviembre de 1926
Luego en Textos recobrados 1956-1986
Buenos Aires, Emecé, 2003
Foto: Borges y Nino Ramella en Mar del Plata
Sin atribución de autor ni fecha - Fuente





6/11/15

Jorge Luis Borges: La cámara de las estatuas






En los primeros días había en el reino de los andaluces una ciudad en la que residieron sus reyes y que tenía por nombre Lebtit o Ceuta, o Jaén. Había un fuerte castillo en esa ciudad, cuya puerta de dos batientes no era para entrar ni aun para salir, sino para que la tuvieran cerrada. Cada vez que un rey fallecía y otro rey heredaba su trono altísimo, éste añadía con sus manos una cerradura nueva a la puerta, hasta que fueron veinticuatro las cerraduras, una por cada rey. Entonces acaeció que un hombre malvado, que no era de la casa real, se adueñó del poder, y en lugar de añadir una cerradura quiso que las veinticuatro anteriores fueran abiertas para mirar el contenido de aquel castillo. El visir y los emires le suplicaron que no hiciera tal cosa y le escondieron el llavero de hierro y le dijeron que añadir una cerradura era más fácil que forzar veinticuatro, pero él repetía con astucia maravillosa: "Yo quiero examinar el contenido de este castillo". Entonces le ofrecieron cuantas riquezas podían acumular, en rebaños, en ídolos cristianos, en plata y oro, pero él no quiso desistir y abrió la puerta con su mano derecha (que arderá para siempre). Adentro estaban figurados los árabes en metal y en madera, sobre sus rápidos camellos y potros, con turbantes que ondeaban sobre la espalda y alfanjes suspendidos de talabartes y la derecha lanza en la diestra. Todas esas figuras eran de bulto y proyectaban sombras en el piso, y un ciego las podía reconocer mediante el solo tacto, y las patas delanteras de los caballos no tocaban el suelo y no se caían, como si se hubieran encabritado. Gran espanto causaron en el rey esas primorosas figuras, y aun más el orden y silencio excelente que se observaba en ellas, porque todas miraban a un mismo lado, que era el poniente, y no se oía ni una voz ni un clarín. Eso había en la primera cámara del castillo. En la segunda estaba la mesa de Solimán, hijo de David —¡sea para los dos la salvación!—, tallada en una sola piedra esmeralda, cuyo color, como se sabe, es el verde, y cuyas propiedades escondidas son indescriptibles y auténticas, porque serena las tempestades, mantiene la castidad de su portador, ahuyenta la disentería y los malos espíritus, decide favorablemente un litigio y es de gran socorro en los partos.

En la tercera hallaron dos libros: uno era negro y enseñaba las virtudes de los metales de los talismanes y de los días, así como la preparación de venenos y de contravenenos; otro era blanco y no se pudo descifrar su enseñanza, aunque la escritura era clara. En la cuarta encontraron un mapamundi, donde estaban los reinos, las ciudades, los mares, los castillos y los peligros, cada cual con su nombre verdadero y con su precisa figura.

En la quinta encontraron un espejo de forma circular, obra de Solimán, hijo de David —¡sea para los dos la salvación!—, cuyo precio era mucho, pues estaba hecho de diversos metales y el que se miraba en su luna veía las caras de sus padres y de sus hijos, desde el primer Adán hasta los que oirán la Trompeta. La sexta estaba llena de elixir, del que bastaba un solo adarme para cambiar tres mil onzas de plata en tres mil onzas de oro. La séptima les pareció vacía y era tan larga que el más hábil de los arqueros hubiera disparado una flecha desde la puerta sin conseguir clavarla en el fondo. En la pared final vieron grabada una inscripción terrible. El rey la examinó y la comprendió, y decía de esta suerte: "Si alguna mano abre la puerta de este castillo, los guerreros de carne que se parecen a los guerreros de metal de la entrada se adueñarán del reino".

Estas cosas acontecieron el año 89 de la Hégira. Antes que tocara a su fin, Tárik se apoderó de esa fortaleza y derrotó a ese rey y vendió a sus mujeres y a sus hijos y desoló sus tierras. Así se fueron dilatando los árabes por el reino de Andalucía, con sus higueras y praderas regadas en las que no se sufre de sed. En cuanto a los tesoros, es fama que Tárik, hijo de Zaid, los remitió al califa su señor, que los guardó en una pirámide.

(Del Libro de las 1001 Noches, noche 272)


En "Etcétera"
Historia universal de la infamia (1935)
Imagen: Borges y Kodama en Palermo, Sicilia (1984) 
por Ferdinando Scianna/Magnum


4/11/15

Jorge Luis Borges: Beda el Venerable








Beda escribió en latín, pero la historia de la literatura anglosajona no puede prescindir de su nombre. Beda y Alfredo el Grande fueron los varones más ilustres que produjo la Inglaterra germánica. Su fama trascendió por Europa; en el cuarto cielo, Dante vio en el sol, y más luminosos que el sol, a doce espíritus ardientes que formaban una corona en el aire; uno de ellos era Beda el historiador (Paradiso, X).

Beda (673-735) representa, según Maurice de Wulf, la cultura céltica de los monasterios irlandeses del siglo VII. En efecto, sus maestros fueron los monjes irlandeses del monasterio de Jarrow.

El calificativo de venerable ha conferido a Beda, en ciertos libros medievales, una falsa longevidad; verosímilmente, murió a los sesenta y tres años. Se dice que venerable era un título dado en su tiempo a todos los sacerdotes. Una leyenda cuenta que un monje quiso escribir el epitafio de Beda, y no pudiendo terminar el primer verso:

Hac sunt in fossa Bedae... ossa,

decidió acostarse. Al despertar, vio que una mano desconocida sin duda, la de un ángel había intercalado durante la noche la palabra venerabilis.

Nació en las tierras del monasterio de San Pablo, en Jarrow, que está en el norte de Inglaterra. A los cincuenta y nueve años escribió: «Toda mi vida la he pasado en este monasterio, consagrado al estudio de la Biblia y, entre la observación de la disciplina monástica y la diaria tarea de cantar durante los oficios, mi deleite ha sido aprender, enseñar y escribir.»

Dejó un tratado de métrica, una historia natural basada en la obra de Plinio, una cronología universal de la era cristiana, un martirologio, biografías de los abades de Jarrow y la famosa Historia Eclesiástica de la Nación Inglesa (Historia ecclesiastica gentis Anglorum), en cinco libros. Todo ello en latín, así como copiosos comentarios e interpretaciones de la Escritura según el método alegórico. Escribió himnos y epigramas latinos y un libro de ortografía. Versificó también en aglosajón y ha dejado unos versos, que murmuró en su lecho de muerte, sobre la vanidad de los conocimientos humanos. Supo el griego y el hebreo «todo lo que pudieron enseñarle las obras de Jerónimo». Un amigo suyo escribió que era doctus in nostris carminibus, versado en la poesía vernácula. En su Historia Eclesiástica, narra la conversión de Edwin, el sueño de Caedmon, y recoge dos visiones ultraterrenas.

La primera es la visión de Fursa, monje irlandés que había convertido a muchos sajones. Fursa vio el infierno: una hondura llena de fuego. El fuego no lo quema, un ángel le explica. «No te quemará el fuego que no encendiste.» Los demonios lo acusan de haber robado la ropa de un pecador que agonizaba. En el purgatorio, arrojan contra él un ánima en llamas. Esta le quema el rostro y un hombro. El ángel le dice: «Ahora te quema el fuego que encendiste. En la tierra tomaste la ropa de ese pecador; ahora su castigo te alcanza.» Fursa, hasta el día de su muerte, llevó en el mentón y en un hombro los estigmas del fuego de su visión.

La segunda visión es la de un hombre de Nortumbria, llamado Drycthelm. Este había muerto y resucitó, y refirió (después de dar todo su dinero a los pobres) que un hombre de cara resplandeciente lo condujo a un valle infinito y que a la izquierda había tempestades de fuego y, a la derecha, de granizo y de nieve. «No estás aún en el infierno», le dice el ángel. Después, ve muchas esferas de fuego negro que suben de un abismo y que caen. Después, ve demonios que se ríen porque arrastran al fondo de ese abismo las almas de un clérigo, de un lego y de una mujer. Después, ve un muro de infinita extensión y de infinita altura y, más allá, una gran pradera florida con asambleas de gente vestida de blanco. «No estás aún en el cielo», le dice el ángel. Cuando Drycthelm va descendiendo por el valle, atraviesa una región tan oscura que sólo ve el traje del ángel que lo precede. Beda, al contar la escena, intercala un verso del sexto libro de la Eneida:


(Ibant obscuri) sola sub nocte per umbram

Un ligero error Beda no escribe umbram, sino umbras prueba que la cita ha sido hecha de memoria y, por ende, la familiaridad del historiador sajón con Virgilio. En el texto hay otras reminiscencias virgilianas. Beda refiere también la historia de un hombre a quien un ángel le dio a leer un libro minúsculo y blanco en el que estaban registrados sus buenos actos que eran pocos y un demonio un libro horrible y negro, «de tamaño descomunal y de peso casi intolerable», en el que estaban registrados sus crímenes, y aun sus malos pensamientos.

Hemos citado algunas curiosidades de la Historia Eclesiástica, pero la impresión general que deja el volumen es de serenidad y de sensatez. La extravagancia parece corresponder a la época, no al individuo.

«Casi todas las obras de Beda ha escrito Stopford Brooke son estudiosos epítomes, de gran erudición, de escasa originalidad, pero saturados de claridad y de mansedumbre.» Sus obras fueron libros de texto de la escuela de York, a la que concurrieron estudiantes de Francia, de Alemania, de Irlanda y de Italia.

Beda, muy enfermo, estaba traduciendo al anglosajón el Evangelio de San Juan. El amanuense le dijo: «Falta un capítulo.» Beda le dictó la traducción; luego el amanuense dijo: «Falta una línea; pero estás muy cansado.» Beda le dictó esa línea; el amanuense dijo: «Ahora ya está concluido.» «Sí, está concluido», dijo Beda, y poco después había muerto. Es hermoso pensar que murió traduciendo es decir, cumpliendo la menos vanidosa y la más abnegada de las tareas literarias y traduciendo del griego, o del latín, al sajón, que, con el tiempo, sería el vasto idioma inglés.



En Literaturas germánicas medievales (1966)
En colaboración con María Esther Vázquez
En imagen: Borges y Vázquez en conferencia en Mar del Plata
Fotografía de Pupeto Mastropasqua, 1984


3/11/15

Jorge Luis Borges: A un poeta sajón







Tú cuya carne, hoy dispersión y polvo,
pesó como la nuestra sobre la tierra,
tú cuyos ojos vieron el sol, esa famosa estrella,
tú que viniste no en el rígido ayer
sino en el incesante presente,
en el último punto y ápice vertiginoso del tiempo,
tú que en tu monasterio fuiste llamado
por la antigua voz de la épica,
tú que tejiste las palabras,
tú que cantaste la victoria de Brunanburh
y no la atribuiste al Señor
sino a la espada de tu rey,
tú que con júbilo feroz cantaste,
la humillación del viking,
el festín del cuervo y del águila,
tú que en la oda militar congregaste
las rituales metáforas de la estirpe,
tú que en un tiempo sin historia
viste en el ahora el ayer
y en el sudor y sangre de Brunanburh
un cristal de antiguas auroras,
tú que tanto querías a tu Inglaterra
y no la nombraste,
hoy no eres otra cosa que unas palabras
que los germanistas anotan.
Hoy no eres otra cosa que mi voz
cuando revive tus palabras de hierro.

Pido a mis dioses o a la suma del tiempo
que mis días merezcan el olvido,
que mi nombre sea Nadie como el de Ulises,
pero que algún verso perdure
en la noche propicia a la memoria
o en las mañanas de los hombres.




En El otro, el mismo (1964)
Foto: Borges en New York 1985
© Ferdinando Scianna/Magnum Photos


2/11/15

Julio Cortázar: Poema dedicado a Borges









The smiler with the knife under the cloak

Justo en mitad de la ensaimada
Se plantó y dijo: Babilonia:
Muy pocos entendieron
que quería decir el Río de la Plata.
Cuando se dieron cuenta ya era tarde,
quién ataja a este potro que galopa
de Patmos a Gotinga a media rienda.
Se empezó a hablar de víkings
en el café Tortoni,
y eso curó a unos cuantos de Juan Pedro Calou
y enfermó a los más flojos de runa y David Hume.

A todo esto él leía
novelas policiales. 




Escribí este poema en 1956 y en la India, of all places. No me acuerdo muy bien de las circunstancias, habíamos estado hablando de Borges con otros argentinos para olvidar por un rato el bombardeo de Suez y un documento de la Unesco sobre la comprensión internacional que nos habían dado a traducir; en algún momento sentí que mi afecto por él, de pronto casi tangible entre sikhs y olor de especias y música de sitar, era como un practical joke que Borges me estuviera haciendo telepáticamente desde su casa de la calle Maipú para poder decir después: "Qué raro, ¿no?, que alguien me tenga cariño desde un sitio tan inverosímil cono Nueva Delhi, ¿no?". Y la hoja de papel calzó en la máquina y yo me acordé de unas clases de literatura inglesa allá por la calle Charcas, en la que él nos había mostrado como el verso de Geoffrey Chaucer era exactamente la metáfora criolla de "venirse con el cuchillo abajo'el poncho", y me ganó una ternura idiota que ahogué con jugo de mango y el poema que nunca le mandé a Borges, primero porque yo a Borges solamente lo he visto dos o tres veces en la vida, y después porque para mandar poemas la vida me cortó el chorro allá por los años treinta y ocho. 

Nunca quise darlo a conocer aunque estuve cerca cuando la reviste L'Herne me pidió una colaboración para el número dedicado a Borges, pero sospeché que los borgianos profesionales verían una irónica falta de respeto en esa liviana síntesis del mucho bien que nos ha hecho su obra. Casi fue una lástima porque cuando salió el número era tan enorme que parecía un elefante, con lo cual hubiera resultado el vehículo perfecto para mi poema indio; de todas maneras hoy lo mezclo en esta baraja y a lo mejor, Borges, alguien se lo lee en Buenos Aires y usted se sonríe, lo guarda un segundo en su memoria que conoce mejores ocupaciones, y a mí eso me basta desde lejos y desde siempre.





En Vuelta al día en 80 mundos (1967)
En imagen: facsímil del texto en la cuarta edición
Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 1968, pág. 41
Edición al cuidado de Martí Soler y diseño de Julio Silva
Derechos de edición y digitalización reservados 
© FlorenciaGiani



1/11/15

Jorge Luis Borges: Historia de los ecos de un nombre






Aislados en el tiempo y en el espacio, un dios, un sueño y un hombre que está loco, y que no lo ignora, repiten una oscura declaración; referir y pesar esas palabras, y sus dos ecos, es el fin de esta página.
La lección original es famosa. La registra el capítulo tercero del segundo libro de Moisés, llamado Éxodo. Leemos ahí que el pastor de ovejas Moisés, autor y protagonista del libro, preguntó a Dios Su Nombre y Aquél le dijo: Soy El Que Soy. Antes de examinar estas misteriosas palabras quizá no huelgue recordar que para el pensamiento mágico, o primitivo, los nombres no son símbolos arbitrarios sino parte vital de lo que definen.[1] Así, los aborígenes de Australia reciben nombres secretos que no deben oír los individuos de la tribu vecina. Entre los antiguos egipcios prevaleció una costumbre análoga; cada persona recibía dos nombres: el nombre pequeño que era de todos conocido, y el nombre verdadero o gran nombre, que se tenía oculto. Según la literatura funeraria, son muchos los peligros que corre el alma después de la muerte del cuerpo; olvidar su nombre (perder su identidad personal) es acaso el mayor. También importa conocer los verdaderos nombres de los dioses, de los demonios y de las puertas del otro mundo.[2] Escribe Jacques Vandier: «Basta saber el nombre de una divinidad o de una criatura divinizada para tenerla en su poder» (La religion égyptienne, 1949). Parejamente, De Quincey nos recuerda que era secreto el verdadero nombre de Roma; en los últimos días de la República, Quinto Valerio Sorano cometió el sacrilegio de revelarlo, y murió ejecutado…
El salvaje oculta su nombre para que a éste no lo sometan a operaciones mágicas, que podrían matar, enloquecer o esclavizar a su poseedor. En los conceptos de calumnia y de injuria perdura esta superstición, o su sombra; no toleramos que al sonido de nuestro nombre se vinculen ciertas palabras. Mauthner ha analizado y ha fustigado este hábito mental.
Moisés preguntó al Señor cuál era Su nombre: no se trataba, lo hemos visto, de una curiosidad de orden filológico, sino de averiguar quién era Dios, o más precisamente, qué era. (En el siglo IX Erígena escribiría que Dios no sabe quién es ni qué es, porque no es un qué ni es un quién.)
¿Qué interpretaciones ha suscitado la tremenda contestación que escuchó Moisés? Según la teología cristiana, Soy El Que Soy declara que sólo Dios existe realmente o, como enseñó el Maggid de Mesritch, que la palabra yo sólo puede ser pronunciada por Dios. La doctrina de Spinoza, que hace de la extensión y del pensamiento meros atributos de una sustancia eterna, que es Dios, bien puede ser una magnificación de esta idea: «Dios sí existe; nosotros somos los que no existimos», escribió un mejicano, análogamente.
Según esta primera interpretación, Soy El Que Soy, es una afirmación ontológica. Otros han entendido que la respuesta elude la pregunta; Dios no dice quién es, porque ello excedería la comprensión de su interlocutor humano. Martin Buber indica que Ehyeh asher ehyeh puede traducirse también por Soy el que seré o por Yo estaré donde yo estaré. Moisés, a manera de los hechiceros egipcios, habría preguntado a Dios cómo se llamaba para tenerlo en su poder; Dios le habría contestado, de hecho: «Hoy converso contigo, pero mañana puedo revestir cualquier forma, y también las formas de la presión, de la injusticia y de la adversidad». Eso leemos en el Gog und Magog.[3]
Multiplicado por las lenguas humanas — Ich bin der ich bin, Ego sum qui sum, I am that I am—, el sentencioso nombre de Dios, el nombre que a despecho de constar de muchas palabras, es más impenetrable y más firme que los que constan de una sola, creció y reverberó por los siglos, hasta que en 1602 William Shakespeare escribió una comedia. En esta comedia entrevemos, asaz lateralmente, a un soldado fanfarrón y cobarde, a un miles gloriosus, que ha logrado, a favor de una estratagema, ser ascendido a capitán. La trampa se descubre, el hombre es degradado públicamente y entonces Shakespeare interviene y le pone en la boca palabras que reflejan, como en un espejo caído, aquellas otras que la divinidad dijo en la montaña: «Ya no seré capitán, pero he de comer y beber y dormir como un capitán; esta cosa que soy me hará vivir». Así habla Parolles y bruscamente deja de ser un personaje convencional de la farsa cómica y es un hombre y todos los hombres.
La última versión se produjo hacia mil setecientos cuarenta y tantos, en uno de los años que duró la larga agonía de Swift y que acaso fueron para él un solo instante insoportable, una forma de la eternidad del infierno. De inteligencia glacial y de odio glacial había vivido Swift, pero siempre lo fascinó la idiotez (como fascinaría a Flaubert), tal vez porque sabía que en el confín la locura estaba esperándolo. En la tercera parte de Gulliver imaginó con minucioso aborrecimiento una estirpe de hombres decrépitos e inmortales, entregados a débiles apetitos que no pueden satisfacer, incapaces de conversar con sus semejantes, porque el curso del tiempo ha modificado el lenguaje, y de leer, porque la memoria no les alcanza de un renglón a otro. Cabe sospechar que Swift imaginó este horror porque lo temía, o acaso para conjurarlo mágicamente. En 1717 había dicho a Young, el de los Night Thoughts: «Soy como ese árbol; empezaré a morir por la copa». Más que en la sucesión de sus días, Swift perdura para nosotros en unas pocas frases terribles. Este carácter sentencioso y sombrío se extiende a veces a lo dicho sobre él, como si quienes lo juzgaran no quisieran ser menos. «Pensar en él es como pensar en la ruina de un gran imperio» ha escrito Thackeray. Nada tan patético, sin embargo, como su aplicación de las misteriosas palabras de Dios.
La sordera, el vértigo, el temor de la locura y finalmente la idiotez, agravaron y fueron profundizando la melancolía de Swift. Empezó a perder la memoria. No quería usar anteojos, no podía leer y ya era incapaz de escribir. Suplicaba todos los días a Dios que le enviara la muerte. Y una tarde, viejo y loco y ya moribundo, le oyeron repetir, no sabemos si con resignación, con desesperación, o como quien se afirma y se ancla en su íntima esencia invulnerable: Soy lo que soy, soy lo que soy.
Seré una desventura, pero soy, habrá sentido Swift, y también Soy una parte del universo, tan inevitable y necesaria como las otras, y también Soy lo que Dios quiere que sea, soy lo que me han hecho las leyes universales, y acaso Ser es ser todo.
Aquí se acaba la historia de la sentencia; básteme agregar, a modo de epílogo, las palabras que Schopenhauer dijo, ya cerca de la muerte, a Eduard Grisebach: «Si a veces me he creído desdichado, ello se debe a una confusión, a un error. Me he tomado por otro, verbigracia, por un suplente que no puede llegar a titular, o por el acusado en un proceso por difamación, o por el enamorado a quien esa muchacha desdeña, o por el enfermo que no puede salir de su casa, o por otras personas que adolecen de análogas miserias. No he sido esas personas; ello, a lo sumo, ha sido la tela de trajes que he vestido y que he desechado. ¿Quién soy realmente? Soy el autor de El mundo como voluntad y como representación, soy el que ha dado una respuesta al enigma del Ser, que ocupará a los pensadores de los siglos futuros. Ése soy yo, ¿y quién podría discutirlo en los años que aún me quedan de vida?». Precisamente por haber escrito El mundo como voluntad y como representación, Schopenhauer sabía muy bien que ser un pensador es tan ilusorio como ser un enfermo o un desdeñado y que él era otra cosa, profundamente. Otra cosa: la voluntad, la oscura raíz de Parolles, la cosa que era Swift.



Notas

[1] Uno de los diálogos platónicos, el Cratilo, discute y parece negar una conexión necesaria de las palabras y las cosas. 

[2] Los gnósticos heredaron o redescubrieron esta singular opinión. Se formó así un vasto vocabulario de nombres propios, que Basílides (según Ireneo) redujo a la palabra cacofónica o cíclica Kaulakau, suerte de llave universal de todos los cielos. 

[3] Buber (Was ist der Mensch?, 1938) escribe que vivir es penetrar en una extraña habitación del espíritu, cuyo piso es el tablero en el que jugamos un juego inevitable y desconocido contra un adversario cambiante y a veces espantoso.



En Otras inquisiciones (1952)
Foto: Edsel Little, “Jorge Luis Borges mid-lecture at First Church” (1983)
The Five Colleges of Ohio Digital Exhibitions 


31/10/15

María Kodama: A usted, Borges








¿Qué era para nosotros el arte? Era la mágica posibilidad de percibir la realidad a través de sonidos, de colores, de texturas que, transmutados por la alquimia de la creación, ofrecen el espejismo de otra realidad.

Era la emoción compartida, porque usted supo, cuando al pie de la escalinata del Louvre alcé los ojos y descubrí a la Victoria de Samotracia, que en ese instante, anulado el tiempo, se superponía a esa escultura la imagen de una lámina en un libro de arte que mi padre me regaló. Con ese libro, me dio, a los cuatro años, sin que yo lo supiera, la primera lección de estética de mi vida. Me enseñó qué era la belleza. Recuerdo que, ante mi desencanto porque la figura no tenía cabeza, un rostro, con infinita paciencia me dijo que observara los pliegues de la túnica agitados por la brisa del mar. Detener en ese movimiento, para la eternidad, la brisa del mar, eso era la belleza. El arte y sólo el arte podía lograrlo.
No lo olvidé nunca; esto signó de algún modo mi vida y se proyectó en lo que sería nuestra relación. Nuestra decantada relación, que fue pasando, a través del tiempo, por distintas facetas hasta culminar en el amor que nos habitaba mucho antes de que usted me lo dijera, mucho antes de que yo tuviera conciencia de mis sentimientos.

Ese amor que, revelado, fue pasión insaciable para colmar el sentimiento vago, indescifrable, que experimenté por usted siendo niña, cuando alguien me tradujo un poema dedicado a una mujer a la que amó años antes de que yo naciera. A esa mujer a la que le decía:

I can give you my loneliness, my darkness, the hunger of my heart;
I am trying to bribe you with uncertainty, with danger, with defeat.

Ese amor del que fue dejando trazas a lo largo de sus libros, sin decírmelo, hasta que me lo reveló en Islandia. Ese amor protegido, como en la Völsunga Saga, por un mágico círculo de fuego, cuyo resplandor nos ocultaba de las miradas indiscretas, para poder ser Ulrica y Javier Otárola, nombres que elegí, de todos los que nos dábamos, para grabarlos en la estela de piedra que señala el punto desde el que su alma entró en el Gran Mar, como llamaban a la muerte los florentinos; pero que, a la vez, relata nuestro encuentro. Aunque parezca una paradoja, la muerte y la vida no son signos opuestos, sino que son un solo fluir, y el vínculo entre el ser que parte y el que queda es el amor.

Por eso, cuando me trajeron el proyecto para hacer una exposición de pintura inspirada en las obras que usted me dedicó, sentí temor de esa materialización que sus palabras sufrirían al convertirse en motivo de inspiración para otros creadores. Sin embargo, reflexioné en la intensidad de los momentos que vivíamos en los museos, a lo largo y a lo ancho del mundo, y pensé que esa podía ser una maravillosa alquimia que exaltaría el Amor buscado a tientas por dos almas aún sin nombres, que fueron, son y seguirán siendo un hombre y una mujer, Tristán e Isolda, Dante y Beatriz, Frida Kahlo y Rivera, Ulrica y Javier Otárola, poco importa cómo se llamen, si en el encuentro sienten que se pertenecen con esa llama de pasión inextinguible que no se consume, sino que da fuerzas para sentir que, aun en el infierno, como Paolo y Francesca, ese castigo no es terrible porque lo comparten. Hasta el infierno es ilusorio, como es ilusorio el mundo, para los que se aman, porque sólo ellos existen.

Esa dinastía que no se hereda ni se compra es un desafío y un don que debe preservarse a lo largo del tiempo de nuestra vida y más allá aún, a través de los siglos, por la magia del arte.

Desde el centro de nuestro jardín secreto se alza esa llama que pertenece a la dinastía de los amantes. A partir del encuentro, gracias al acordado movimiento de los astros, o al azar, según queramos, sigue construyéndose esa invisible cadena que, transmutada en arte o por el simple hecho de existir, hará que las nuevas generaciones sigan creyendo en la armonía del mundo, a pesar de todo.

Esa llama que espero sea como un faro cuya luz alcance el inimaginable confín del universo, para que si algo, de alguna forma, persiste del alma humana, le llegue y sienta que esa llama, hecha de amor, de lealtad, de pasión, que una vez compartimos, sigue viva en mí para usted "for ever, and ever... and a day".

María Kodama




En Catálogo de la Exposición "De Borges a María Kodama"
Centro Cultural Recoleta, Buenos Aires
30 de noviembre al 24 de diciembre de 1995
Foto: Borges y Kodama en Tokio
1° de Noviembre de 1979
© Salvador García de la Torre / EFE


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