12/9/15

Jorge Luis Borges - Adolfo Bioy Casares: El testigo




Isaías, VI, 5.
—Dice bien, Lumbeira. Hay espíritus netamente recalcitrantes, que prefieren una porción de cuentos que hasta el Nuncio bosteza cuando los oye por milésima vez, y no un debate mano a mano sobre un temario que no trepido en calificar de más elevado. Usted abre la boca, que por poco se desnuca, para emitir un fallo fenómeno sobre la inmortalidad del cangrejo y antes que se le ganen las moscas le meten la empanada de un cuento que si usted lo oye no lo pescan más en esa lechería. Hay gente que no sabe escuchar. Ni chiste, viejito, mientras me mando otro completo a bodega, que si no me apura voy a facilitarle un caso concreto que si usted no se cae de espaldas, será porque cuando le dieron vuelta el sobretodo usted estaba adentro. Por muy doloroso que sea reconocerlo —y me animo a hablar, porque de usted se dirá con toda justicia que ni bañado con pasta Johnston, pero no que no es argentino— hay que gritar como un destetado que en materia lombricidas la República ha dado un paso atrás que no contribuirá a colocarla en una situación auspiciosa. Otro gallo me cantaba cuando mi yerno se infiltró bajo el ala del nepotismo en el Instituto de Previsión «Veterinarias Diogo» y, con una paciencia de preso, abrió una sólida brecha en el frente único que vuelta a vuelta no se dejaba de materializar a la sola mención de mi nombre. Es lo que siempre le repito al Lungo Cachaza —el Tigre de la Curia,usted sabe—, hay cada atrabiliario que con tal de remover la mugre saca a relucir chimentones que tienen bien ganado su nicho junto al Tatú Gigante: historias que ya son del dominio público, verbigracia la vuelta que me multaron cuando el decomiso de atún o aquel traspié de las partidas de defunción para la Maffia Chica de Rafaela. Ah, tiempos, me bastaba con apretar el fierrito de mi Chandler 6, para presentar un cuadro completo del despertador desarmado y reírme hasta quedar sin emplomaduras de los mecánicos de tierra adentro que acudían como moscas con el espejismo de poner en forma el carromato. Otras vueltas hacían el gasto los cuarteadores, que sudaban como sus patas para desatascarme del barro blanco cuando no de una banquina en proyecto. Aquí caigo y aquí levanto, yo sabía arrastrarme en un circuito de ochocientos kilómetros, que no aceptaban los restantes colegas, ni con el cuento de participar en la tómbola de las obras del viejo Palomeque. Como avanzada del progreso que siempre he sido, mi cometido era pulsar blandito el mercado en vista de nuestro nuevo departamento que abarcaba el piojo de los porcinos y que no era otra cosa que nuestro viejo amigo el Polvo de Tapioca Envasado.
Con el pretexto de la inexplicable enterecolitis que diezmó el acervo porcino en faja del sudoeste bonaerense, le tuve que decir chaucito al Chandler, a medio recolectar en Leubuco y, confundido con la nube de energúmenos apalabrados para rellenarme hasta el punto de empaste con polvo de tapioca, pude formar en una de las cuadrillas veterinarias y ganar sano y salvo los perímetros de Puán. Mi lema siempre ha sido que zona donde el hombre al día es un luchador inteligente que da al porcino la medicina y el alimento racional que éste exige para su más elevado rinde en jamón libre de grasa y hueso —el Piojicida Diogo y la Cementina Vitaminizada Diogo, digamos— reviste a la primer ojeada contornos optimistas, alentadores. Sin embargo, como esta vuelta no reportaría nada engrupirlo como a un miserable contribuyente, usted me creerá si le pinto con el brochazo más renegrido el cuadro que brindaba la campaña al observador atribulado, a la hora en que el ocaso se perdía entre los pajonales, por el hedor casi repugnante de tanto chancho muerto.
Aprovechando que hacía un frío que a uno se le paspaba el umbligo, a lo que agregue usted el ambo de brin, menos el saco que un Duroc-Jersey se lo puso en los últimos estertores de la agonía y el guardapolvo disfraz que lo cedí, a cambio de un acarreo de mi persona en su camioneta rural, a un agente de la Saponificadora Silveyra, que hacía su agosto cargando grasa de osamenta, me colé en el Hotel y Fonda de Gouveia, donde pedí un completo bien calentito que el sereno satisfizo, alegando que a todo esto ya serían las nueve pasadas, con una soda Sifonazo a una temperatura que resultaba francamente inferior. Trago va, chucho viene, me las compuse para sonsacar al sereno, que era uno de esos mudos que cuando se sueltan a hablar tienen más bocas que la desgranadora a plazos Diogo, la hora aproximativa del primer tren carreta a Empalme Lobos. Ya me entonaba de que sólo me restaban ocho horas de santa espera, cuando un chiflón me dio vuelta como una media y era una hendija que se abría para que entrara ese panzón de Sampaio. No se mande la parte que no lo identifica a ese gordo, porque me consta que Sampaio no es delicado y se da con cualquier basura. Ancló en la misma mesa de mármol donde yo estaba tiritando y debatió media hora con el sereno las ventajas de un chocolate con vainillas versus un bol de caldo gordo, dejándose a las cansadas convencer en favor del primero, que el sereno, a su modo, interpretó sirviéndole una soda Sifonazo. Por aquel invierno Sampaio, con un pajizo hasta el cogote y un saquito rabón, había encontrado un cauce proficuo para su comezón literaria y redactaba con letra firulete una listita kilométrica de criadores, invernadores y reproductores de cerdos, para una edición refundida de la Guía Lourenzo.
Así, mientras acurrucados junto al termómetro nos castañeteaban los postizos, miramos ese recinto desmantelado y oscuro —piso de baldosas, columnas de fierro, el mostrador con la máquina del express— y recordamos tiempos mejores cuando pugnábamos por desbancarnos mutuamente ante la clientela y andábamos por esos terragales de San Luis mascando tierra, que cuando regresábamos al Rosario la limpiadora de alfombras se atascaba. El gordo, por más que oriundo de la nación de no sé qué república tropical, es un panza relámpago y me quiso regalar el espíritu con la lectura de su elucubración en libretas; yo, los primeros tres cuartos de hora, me hacía el chiquito y mantenía a todo vapor el cacumen con la ilusión de que esos Ábalos y Abarrateguis y Abatimarcos y Abbagnatos y Abbatantuonos eran firmas que operaban dentro de mi radio de acción, pero muy pronto Sampaio se deschavetó con la indiscreción de que eran criadores del noroeste de la provincia, zona interesante por la densidad demográfica, eso sí, pero desgraciadamente absorbida por la propaganda innocua y oscurantista de la competencia. ¡Mire que hace años que yo me lo sabía de memoria al gordo Sampaio y nunca se me había pasado por la testoni que ahí, entre tanta grasa, hubiera todo un plumífero de garra y fuste! Agradablemente sorprendido aproveché con toda agilidad el perfil ilustrado que iba tomando nuestro chamuyo y con una zancadilla que en su más garufiante juventud me envidiara el P. Carbone, desvié el temario hacia los Grandes Interrogantes con la idea fija de zampar de cabeza a ese panzón valioso en la Casa del Catequista. Resumiendo grosso modo las directrices de una cartillita golazo del P. Fainberg, lo dejé mormoso con la pregunta de cómo el hombre, que viaja como un tren de ferrocarril entre una y otra nada, puede insinuar que son puro infundio y macana lo que sabe hasta el último monaguillo sobre los panes y los peces y la Trinidad. No se me quede dormido con la sorpresa, amigo Lumbeira, si le revelo que Sampaio ni tan siquiera izó bandera blanca ante ese rotundo mazazo. Me dijo más fresquito que un helado de café con leche que en punto a trinidades nadie había pulsado como él las tristes resultas de la superstición y de la ignorancia y que era inútil que yo ensayara una sola sílaba porque ipso facto me iba a barrenar debajo de la peluca una vivencia personal que lo había estancado en la vía muerta del materialismo grosero. Don Lumbeira, le juro y le perjuro que para desatascar al gordo de ese proyecto quise tentarlo con la idea de echar un sueñito sobre las mesas de billar, pero el hombre recurrió al despotismo y me enjaretó sin asco este cuento que yo se lo pasaré ni bien reduzca, con unos buchecitos de feca, las existencias de manteca y de miga que ahora me taponan la boca. Dijo, clavándome los ojos en la campanilla que yo se la mostraba con un bostezo:
—No colija por estas actualidades —jipi en desuso y terno remendón— que siempre anduve redondeando circuitos donde se alterna la planada en que hiede el verraco con el hostal en que opila el conversante. Conocí tiempos galanos. Más de una vez ya le inculqué que mi cuna queda allá en Puerto Mariscalito, que siempre fue la playa novedosa donde acuden las niñas de mi tierra con la ilusión de capear la malaria. Mi padre fue uno de los diecinueve trabucos de la cabildada del 6 de junio; cuando volvieron los moderados pasó, con todo el sector de los repúblicos, del grado de Coronel de Administración al de carterillo fluvial entre los aguazales. La mano que antes revoleara, temida, el trabuco de caño corto, ahora se resignaba a divulgar el lío lacrado, cuando no los sobres oblongos. Por de contado, le pondré en la oreja que mi padre no fue un postal de esos que se reducen a cobrar el sellado en limas, chirimoyas, papayas y cachos de frutales; antes hacía del destinatario pasivo un indio alerta y gananciero, que se allanaba a la adquisición regular de toda suerte de baratijas a trueque de percibir la correspondencia. Cánteme usted, don Mascarenhas ¿quién fue el bisoño que lo auxiliaba en ese patriotismo? El niño de bigotes de manubrio que ahora le anoticia estos fidedignos. Mis primeros gateos fueron colgados del botalón de la piragua; mi primera lembranza, de un agua verde, con reflejos de hojas y espesura de caimanes, donde yo, a lo niño, rehusaba entrar, y mi padre, que era un Catón, me arrojó a lo súbito para curarme del miedo.
Pero esta panza con dos piernas[1] no era hombre para estarse in aeternum engolosinando con baratijas al sencillo habitante de los bohíos; anhelé gastar las suelas en procura del paisaje-novedad, llámelo Cerro de Montevideo cuando no niña lunareja. Ganoso de postales colorinas para el álbum que siempre fui, aproveché una “captura recomendada” que me buscaba como a cosa buena y dije adiós desde la cala de un pescadero a los bonancibles llanos morados, a las verdes maniguas y a las moteadas tembladeras, que son mi país y mi patria, mi nostalgia bonita.
Cuarenta días y cuarenta noches perduró aquella travesía marítima entre pejes y estrellas, con paisajes a toda policromía, que por cierto no olvidaré porque algún marinante de cubierta se dolía del pobre mareado y bajaba a contarme lo que veían esos exagerantes. Pero hasta el paraíso tiene coto y día llegó que me descargaron como tapete enrollado en la dársena de Buenos Aires, entre el polvillo del tabaco y la hoja del plátano. No le brindaré el cuadro alfabético de cuánta cesantía he cursado en mis primeros años de argentino, que si las pongo en fila no cabemos bajo estas tejas. Le haré una minucia, eso sí, de lo que pasó a cortina cerrada en la razón social Meinong y Cía., cuyo personal engrosé como empleado único. Quedaba el caserón al 1300 de la calle Belgrano y era una firma importadora de tabaco holandilla, que el exilado, al cerrársele de noche los ojos que encallecía la industriosa fatiga, se pensaba desterronando la hierba en los deseados tabacales de Alto Redondo. Había un escritorio a nivel, para encandilar a los clientes, y en el sótano teníamos el subsuelo. Yo, que en aquellos años mozos acusaba el activismo de mi juventud, hubiera dado todo el oro negro de Panuco para mudar de sitio tan siquiera una de las mesillas ratonas que la retina registraba a la manderecha, pero don Alejandro Meinong me había vetado el cambio más nulo en la distribución y baraje del mobiliario, haciendo valer que era ciego y que de memoria transitaba por la casa. A él, que nunca me vio, ahora me figuro estar viéndolo, con sus anteojos negros que eran dos noches, barba de rabadán y piel de miga, sin embargo de una aventajada estatura. Yo no cesaba de repetirle: “Usted, don Alejandro, en cuanto las calores aprietan carga pajizo”, pero lo más cierto es que portaba un casquete de terciopelo, que ni para despertarse lo omitía. Bien lo recuerdo, tenía uno de esos anillos de espejo y yo me rasuraba en su dedo. Le saco la palabra de la boca y la corro a la mía para decir que don Alejandro era, como yo, un grumo más del moderno mantillo inmigratorio, porque iba para medio siglo que no apuraba el porro de cerveza en la Herrengasse. Apilaba en el salón-dormitorio porción de biblias en todos los distintos idiomas y era miembro de número de una corporación de calculistas que buscaba el ajuste de las disciplinas geológicas a la cronología marginal que adorna la Escritura. Ya tenía abocado su capital, que no era una indigencia, a los fondos de esos orates, y gustaba iterar que a la nieta Flora le emboscaba una herencia de más quilates que oro capote, u sea el amor a la cronología de la Biblia. Esa heredera era una niña enteque, de nueve años a más contar, de ojos con lejos, como si divisaran el piélago, rubia de pelo, con un estarse decoroso y suavito, como la silvestre lengua de vaca que quién no fue a coger en la madrugada por esas praderías y barrancos de Cerro Presidente. Esa niña, sin compañía de su corta edad, se contentaba oyéndome entonar, en ratos de asueto, el Himno Nacional del terruño, que yo lo acompañaba con pandero; pero bien dicen que no siempre está para monerías el mono, y cuando yo bregaba con la clientela o me despachaba un descanso, la niña Flora jugaba al Viaje al Centro de la Tierra, en el sótano. Al abuelo estas expediciones no le placían. Porfiaba que había peligro en el sótano; a él, que se desplazaba como un correo por toda la casa, le bastaba bajar a lo oscuro para decir que le habían mutado el sitio de las cosas y que tenía la impresión de extraviarse. Para el entendimiento romo esas quejas nomasito eran lujos del desvarío, porque hasta el gato Moño sabía que el depósito no recelaba otras sorpresas que pila sobre pila del holandilla en hoja y un remanente de enseres en desuso de la ex Martillera de Artículos Generales E. K. T., que había sido inquilino del local, antes que mi don Alejandro. Mentado Moño, vano es persistir ocultando que este gato se sumaba a la cofradía de los desafectos al sótano, porque vez que bajaba por la escalera ciento que huía como si lo espoleara el Patas. Tales repentes en un gatazo, por lo capón, tranquilo, hubieran suscitado el alarmismo del más pachorra, pero yo siempre sigo la derechura, como la piedra imán, aunque de mejor consejo hubiera sido, en ese apretado, sujetar el burdégano. Lueguito, cuando caí en la cuenta, ya era bien tarde y como para gatazos quedé con tanta desventura.
El calvario que usted, aunque se muña de una rueda suplementaria, ya no se me escapa de oír, comenzó en momentos que don Alejandro casi se acomoda en un maletín de cuerina, con la comezón de ir a La Plata. Otro cucufato vino por él y lo vimos partirse lo más vistoso para el congreso de los bíblicos en el cine-salón Dardo Rocha. Desde el portal me dijo que lo esperara el lunes que viene con la cafetera de silbido bien pertrechada. Agregó que el viaje duraría tres días y que yo cuidara de la niña Flora como de oro en paño. Bien sabía él que esta recomendación era un ocio, pues aunque usted aquí me está viendo tan negro y tan grande, mi mejor timbre era ser el perro custodio de la niña.
Una tarde que, provisto hasta el colodrillo de leche asada, me corrí un sueñito que ni regente de los vacajes, la niña Flora dio en aprovechar el relaje de la vigilancia prolija para trabucarse en el sótano. A la oración, hora que acostó a su muñeca, la divisé con fiebre en los pulsos, con alucinaciones y el miedo. Atendiendo que ya le mucheaba el calosfrío, le rogué se ganara los debajos de la cubija y le invertí una infusión de yerbabuena. Esa noche, para que reposara con sosiego, recuerdo que velé a los pies de la cama, tendido en el felpudillo de palma. La niña amaneció tempranera, todavía malilla, no tanto por las fiebres, que habían bajado, cuanto por la pavor. Más a lo tarde, cuando la hubo confortado el cafeto, le puse pregunta de qué la congojaba. Me dijo que la víspera había columbrado en el sótano una cosa tan rara que no podía describir cómo era, salvo que era con barbas. Yo di en pensar que esa fantasía con barbas no era causante de la fiebre, sino lo que el practicón llama síntoma, y la distraje con el cuento del jíbaro que lo eligieron diputado los monos. Al otro día andaba la niña por todo el caserón, lo más cabrita. Yo, que suelo amainar ante la escalera, le pedí que bajase a buscar una hoja avería, con miras al cotejo. Mi demanda sobró para demudarla. Como la sabía niña valiente, le persistí que sin demora satisfaciera la orden, para de una buena vez aventar esas musarañas morbosas. Me lo acordé, en un pronto, a mi padre, botándome del bongo, y no me dejé ganar por las compasiones. Para no desolarla, fui con ella hasta el arranque de la escalera y la vi bajar muy tiesa y durita, como el soldadillo-silueta del tiro al blanco. Bajaba con los ojos cerrados y se entró derecha entre los tabacos.
Apenas daba yo la vuelta con la espalda, cuando oí el grito. No era fuerte, pero ahora me parece que vi en él, como en espejo diminuto, lo que amedrentaba a la niña. Bajé a pantuflo corrido y la pillé tirada en las baldosas. Se me abrazó como si buscara carena, con los brazos como alambrito y ahí, mientras yo le repetía que no dejara solo a su tío San Bernardo (como ella me apodaba) dio su espíritu, quiero decir que se murió.
Quedé hecho nadie y tuve la impresión que toda mi vida, hasta esa ocurrencia, la había ido cursando un ajeno. A lo pronto, el momento en que bajé la escalera se me antojó lejano. Yo seguía sentado en el piso; mis manos, como por cuenta propia, liaban un cigarrillo de papel. La mirada rondaba, también ausente.
Fue entonces que atisbé, sentada en un sillón de hamaca, de mimbre, que iba y venía dulcemente, la causa del temor de la niña, por ende de su muerte. Ya me nombrarán insensible, pero el hecho es que tuve que sonreír cuando vi la sencillez que me había traído esa desventura. Lo primerizo, dese un envión y arranque como vuelo. Vea, de a un tiempo, en un santiamén, los tres combinados que en una suerte de entrevero tranquilo animaban el sillón: como científicamente los tres se estaban en un solo lugar, sin atrás, ni adelante, ni abajo arriba, dañaban un poco la vista, con especialidad en el primer vistazo. Campeaba el Padre, que por las barbas raudales lo conocí, y a la vez era el Hijo, con los estigmas, y el Espíritu, en forma de paloma, del grandor de un cristiano. No sé con cuántos ojos me vigilaban, porque hasta el par que le correspondía a cada persona era, si bien se considera, un solo ojo y estaba, a un mismo tiempo, en seis lados. No me hable de las bocas y pico, porque es matarse. Dé, también, en sumar que uno salía de otro, en una rotación atareada, y no se admirará que ya me lindara un principio de vértigo, como de asomante a un agua que gira. Dijérase que se iluminaban con el propio mover y venían a quedar a unas pocas varas, que si distraído alargo la mano, por ventura me la lleva ese remolino. Oí, en ésas, al tranvía 38, discurriendo por Santiago del Estero y pensé que en el sótano faltaba el ruido de la hamaca. Cuando miré más, era cosa de risa: la hamaca estaba quieta; lo que yo había tomado por balanceo era el ocupante.
¡Ahí me la tengo a la Santísima, pensé yo, creadora del cielo y de la tierra, y mi don Alejandro en La Plata! Bastó ese pensamiento para librarme de la inercia en que estaba. No eran momentos de abundar en amenas contemplaciones: don Alejandro era varón chapado a la antigua, que no escucharía con buena oreja mi explicación de haber negligido a la niña.
Estaba muerta, pero no me avine a dejarla tan cerca de esa hamaca y así la cargué en brazos y la acosté en la cama, con la muñeca. Le di un beso en la frente y me salí, dolido de tener que abandonarla en ese caserón tan vacío y tan habitado. Ganoso de evitar a don Alejandro, salí de la ciudad por el Once. Noticias me llegaron un día que la casa de la calle Belgrano la derribaron cuando el ensanche.
Pujato, 11 de septiembre de 1946



En H. Bustos Domecq: Dos fantasías memorables (1946)
Obras Completas en Colaboración
© María Kodama, 1995 / © Barcelona, Emecé Editores, 1979, 1991, 1997

Foto: Borges, Bioy, Silvina Ocampo, Marta Bioy y Bioy padre en el cumpleaños de Marta Bioy
Selfie autodisparo, incuida en Bioy Casares: Borges

11/9/15

Adolfo Bioy Casares: "Borges" (Martes 16 de septiembre de 1969)








Martes, 16 de septiembre. Por la mañana, hablamos por teléfono. BORGES: «Entonces como, esta noche, en tu casa... A Di Giovanni no le digo nada, porque tiene la manía inexplicable de querer saber lo que hago, hora por hora... And what will you be doing this afternoon at (voz de bajo profundo) six o'clock?... Otra vez le dije que menos averigua Dios y perdona. Es meterete y quiere tener un completo dominio sobre las personas».
Por la noche, en casa, me cuenta que estuvo con el autor de La Marcha de la Libertad, un tal Rodríguez Ocampo, una persona muy antipática. BORGES: «En un poema sobre el campo emplea la palabra merienda. Habla de una techumbre de teros: demasiados. Por suerte no hay tantos pájaros, fuera de un film de Hitchcock. Le expliqué que si uno habla del campo no hay que usar palabras de otro ambiente, no hay que decir canteros bordados, no hay que comparar la naturaleza con muebles, porque si no se corre el riesgo de que aparezca una alfombra, como en el Santos Vega de Obligado.* En cuanto a la versificación no se dio mucho trabajo. Como Mastronardi, eligió los versos más largos, los alejandrinos, y ni siquiera los rimó. Escribe en alejandrinos asonantados. Es anti-peronista for the wrong reasons, porque es un señor de horca y cuchillo; porque está en contra del lado "populachero y guarango del peronismo". Dijo que él, ante todo, es monárquico y carlista. ¿Por qué, un señor argentino, tiene que ser monárquico y carlista? Cantó una milonga. En seguida le dije que era suya. Una milonga popular no podía estar tan llena de términos técnicos para designar elementos del apero; no podía estar tan interesada en sastrería. Le dije que la clase media era lo mejor de un país y que tal vez Sarmiento fuera el más gran hombre que este país haya producido. El carlista objetó que pensara así cuando mi abuelo había muerto peleando contra Sarmiento y en favor de Mitre en la batalla de La Verde. Nunca se me había ocurrido pensar en eso, ni cuando era chico, como una razón para condenar a Sarmiento. Esa gente habrá tenido sus motivos, pero yo no me siento como un traidor por admirar a Sarmiento».


*«[...] la melancólica sombra/ huye besando su alfombra/ con el afán de su pena» [Santos Vega (1885), I, w. 8-10].


En Bioy Casares, Adolfo: Borges
Edición al cuidado de Daniel Martino
Barcelona: Ediciones Destino ("Imago Mundi"), 2006

Encabezamiento membretado y manuscrito
Carta del Presidente Domingo F. Sarmiento
Al Cnel. Francisco Borges, abuelo de JLB,
Fondo Documental del Archivo General de la Nación

10/9/15

Jorge Luis Borges: Dos formas del insomnio




¿Qué es el insomnio?
La pregunta es retórica; sé demasiado bien la respuesta.
Es temer y contar en la alta noche las duras campanadas fatales, es ensayar con magia inútil una respiración regular, es la carga de un cuerpo que bruscamente cambia de lado, es apretar los párpados, es un estado parecido a la fiebre y que ciertamente no es la vigilia, es pronunciar fragmentos de párrafos leídos hace ya muchos años, es saberse culpable de velar cuando los otros duermen, es querer hundirse en el sueño y no poder hundirse en el sueño, es el horror de ser y de seguir siendo, es el alba dudosa.
¿Qué es la longevidad?
Es el horror de ser en un cuerpo humano cuyas facultades declinan, es un insomnio que se mide por décadas y no con agujas de acero, es el peso de mares y de pirámides, de antiguas bibliotecas y dinastías, de las auroras que vio Adán, es no ignorar que estoy condenado a mi carne, a mi detestada voz, a mi nombre, a una rutina de recuerdos, al castellano, que no sé manejar, a la nostalgia del latín, que no sé, a querer hundirme en la muerte y no poder hundirme en la muerte, a ser y seguir siendo.






En La cifra, 1981
Borges en entrevista con Marcelo Pasetti
Mar del Plata 1984 Via [+]

9/9/15

Jorge Luis Borges: Buenos Aires (dos poemas)







I.

Antes yo te buscaba en tus confines
que lindan con la tarde y la llanura
y en la verja que guarda una frescura
antigua de cedrones y jazmines.
En la memoria de Palermo estabas,
en su mitología de un pasado
de baraja y puñal y en el dorado
bronce de la inútiles aldabas,
con su mano y sortija. Te sentía
en los patios del Sur y en la creciente
sombra que desdibuja lentamente
su larga recta, al declinar el día.
Ahora estás en mí. Eres mi vaga
suerte, esas cosas que la muerte apaga.


II.

Y la ciudad, ahora, es como un plano
de mis humillaciones y fracasos;
desde esa puerta he visto los ocasos
y ante ese mármol he aguardado en vano.
Aquí el incierto ayer y el hoy distinto
me han deparado los comunes casos
de toda suerte humana; aquí mis pasos
urden su incalculable laberinto.
Aquí la tarde cenicienta espera
el fruto que le debe la mañana;
aquí mi sombra en la no menos vana
sombra final se perderá, ligera.
No nos une el amor sino el espanto;
será por eso que la quiero tanto.




En El otro, el mismo (1964)
Foto: Borges en estudios de TV de EFE 
en entrevista con María Mateos,
Madrid, 18 de septiembre de 1984, Agencia EFE 


8/9/15

Jorge Luis Borges: Undr






Debo prevenir al lector que las páginas que traslado se buscarán en vano en el Libellus (1615) de Adán de Bremen, que, según se sabe, nació y murió en el siglo once. Lappenberg las halló en un manuscrito de la Bodleiana de Oxford y las juzgó, dado el acopio de pormenores circunstanciales, una tardía interpolación, pero las publicó, a título de curiosidad, en sus Analecta Germanica (Leipzig, 1894). El parecer de un mero aficionado argentino vale muy poco; júzguelas el lector como quiera. Mi versión española no es literal, pero es digna de fe.
Escribe Adán de Bremen:

«…De las naciones que lindan con el desierto que se dilata en la otra margen del Golfo, más allá de las tierras en que procrea el caballo salvaje, la más digna de mención es la de los urnos. La incierta o fabulosa información de los mercaderes, lo azaroso del rumbo y las depredaciones de los nómadas, nunca me permitieron arribar a su territorio. Me consta, sin embargo, que sus precarias y apartadas aldeas quedan en las tierras bajas del Vístula. A diferencia de los suecos, los urnos profesan la genuina fe de Jesús, no maculada de arrianismo ni del sangriento culto de los demonios, de los que derivan su estirpe las casas reales de Inglaterra y de otras naciones del Norte. Son pastores, barqueros, hechiceros, forjadores de espadas y trenzadores. Debido a la inclemencia de las guerras casi no aran la tierra. La llanura y las tribus que la recorren los han hecho muy diestros en el manejo del caballo y del arco. Siempre uno acaba por asemejarse a sus enemigos. Las lanzas son más largas que las nuestras, ya que son de jinetes y no de peones.
»Desconocen, como es de suponer, el uso de la pluma, del cuerno de tinta y del pergamino. Graban sus caracteres como nuestros mayores las runas que Odín les reveló, después de haber pendido del fresno, Odín sacrificado a Odín, durante nueve noches.
»A estas noticias generales agregaré la historia de mi diálogo con el islandés Ulf Sigurdarson, hombre de graves y medidas palabras. Nos encontramos en Uppsala, cerca del templo. El fuego de leña había muerto; por las desparejas hendijas de la pared fueron entrando el frío y el alba. Afuera dejarían su cautelosa marca en la nieve los lobos grises que devoran la carne de los paganos destinados a los tres dioses. Nuestro coloquio había comenzado en latín, como es de uso entre clérigos, pero no tardamos en pasar a la lengua del norte que se dilata desde la Última Thule hasta los mercados del Asia. El hombre dijo:
»—Soy de estirpe de Skalds; me bastó saber que la poesía de los urnos consta de una sola palabra para emprender su busca y el derrotero que me conduciría a su tierra. No sin fatigas y trabajos llegué al cabo de un año. Era de noche; advertí que los hombres que se cruzaban en mi camino me miraban curiosamente y una que otra pedrada me alcanzó. Vi el resplandor de una herrería y entré.
»El herrero me ofreció albergue para la noche. Se llamaba Orm. Su lengua era más o menos la nuestra. Cambiamos unas pocas palabras. De sus labios oí por primera vez el nombre del rey, que era Gunnlaug. Supe que libraba la última guerra, miraba con recelo a los forasteros y que su hábito era crucificarlos. Para eludir ese destino, menos adecuado a un hombre que a un Dios, emprendí la escritura de una drápa, o composición laudatoria, que celebraba las victorias, la fama y la misericordia del rey. Apenas la aprendí de memoria vinieron a buscarme dos hombres. No quise entregarles mi espada, pero me dejé conducir.
»Aún había estrellas en el alba. Atravesamos un espacio de tierra con chozas a los lados. Me habían hablado de pirámides; lo que vi en la primera de las plazas fue un poste de madera amarilla. Distinguí en una punta la figura negra de un pez. Orm, que nos había acompañado, me dijo que ese pez era la Palabra. En la siguiente plaza vi un poste rojo con un disco. Orm repitió que era la Palabra. Le pedí que me la dijera. Me dijo que era un simple artesano y que no la sabía.
»En la tercera plaza, que fue la última, vi un poste pintado de negro, con un dibujo que he olvidado. En el fondo había una larga pared derecha, cuyos extremos no divisé. Comprobé después que era circular, techada de barro, sin puertas interiores, y que daba toda la vuelta de la ciudad. Los caballos atados al palenque eran de poca alzada y crinudos. Al herrero no lo dejaron entrar. Adentro había gente de armas, toda de pie. Gunnlaug, el rey, que estaba doliente, yacía con los ojos semicerrados en una suerte de tarima, sobre unos cueros de camello. Era un hombre gastado y amarillento, una cosa sagrada y casi olvidada; viejas y largas cicatrices le cruzaban el pecho. Uno de los soldados me abrió camino. Alguien había traído un arpa. Hincado, entoné en voz baja la drápa. No faltaban las figuras retóricas, las aliteraciones y los acentos que el género requiere. No sé si el rey la comprendió pero me dio un anillo de plata que guardo aún. Bajo la almohada pude entrever el filo de un puñal. A su derecha había un tablero de ajedrez, con un centenar de casillas y unas pocas piezas desordenadas.
»La guardia me empujó hacia el fondo. Un hombre tomó mi lugar, y lo hizo de pie. Pulsó las cuerdas como templándolas y repitió en voz baja la palabra que yo hubiera querido penetrar y no penetré. Alguien dijo con reverencia: 'Ahora no quiere decir nada'.
»Vi alguna lágrima. El hombre alzaba o alejaba la voz y los acordes casi iguales eran monótonos o, mejor aún, infinitos. Yo hubiera querido que el canto siguiera para siempre y fuera mi vida. Bruscamente cesó. Oí el ruido del arpa cuando el cantor, sin duda exhausto, la arrojó al suelo. Salimos en desorden. Fui de los últimos. Vi con asombro que la luz estaba declinando.
»Caminé unos pasos. Una mano en el hombro me detuvo. Me dijo:
»—La sortija del rey fue tu talismán, pero no tardarás en morir porque has oído la Palabra. Yo, Bjarni Thorkelsson, te salvaré. Soy de estirpe de skalds. En tu ditirambo apodaste agua de la espada a la sangre y batalla de hombres a la batalla. Recuerdo haber oído esas figuras al padre de mi padre. Tú y yo somos poetas; te salvaré. Ahora no definimos cada hecho que enciende nuestro canto; lo ciframos en una sola palabra que es la Palabra.
»Le respondí:
»—No pude oírla. Te pido que me digas cuál es.
»Vaciló unos instantes y contestó:
»—He jurado no revelarla. Además, nadie puede enseñar nada. Debes buscarla solo. Apresurémonos, que tu vida corre peligro. Te esconderé en mi casa, donde no se atreverán a buscarte. Si el viento es favorable, navegarás mañana hacia el Sur.
»Así tuvo principio la aventura que duraría tantos inviernos. No referiré sus azares ni trataré de recordar el orden cabal de sus inconstancias. Fui remero, mercader de esclavos, esclavo, leñador, salteador de caravanas, cantor, catador de aguas hondas y de metales. Padecí cautiverio durante un año en las minas de azogue, que aflojan los dientes. Milité con hombres de Suecia en la guardia de Mikligarthr (Constantinopla). A orillas del Azov me quiso una mujer que no olvidaré; la dejé o ella me dejó, lo cual es lo mismo. Fui traicionado y traicioné. Más de una vez el destino me hizo matar. Un soldado griego me desafió y me dio la elección de dos espadas. Una le llevaba un palmo a la otra. Comprendí que trataba de intimidarme y elegí la más corta. Me preguntó por qué. Le respondí que de mi puño a su corazón la distancia era igual. En una margen del Mar Negro está el epitafio rúnico que grabé para mi compañero Leif Arnarson. He combatido con los Hombres Azules de Serkland, los sarracenos. En el curso del tiempo he sido muchos, pero ese torbellino fue un largo sueño. Lo esencial era la Palabra. Alguna vez descreí de ella. Me repetí que renunciar al hermoso juego de combinar palabras hermosas era insensato y que no hay por qué indagar una sola, acaso ilusoria. Ese razonamiento fue vano. Un misionero me propuso la palabra Dios, que rechacé. Cierta aurora a orillas de un río que se dilataba en un mar creí haber dado con la revelación.
»Volví a la tierra de los urnos y me dio trabajo encontrar la casa del cantor.
»Entré y dije mi nombre. Ya era de noche. Thorkelsson, desde el suelo me dijo que encendiera un velón en el candelero de bronce. Tanto había envejecido su cara que no pude dejar de pensar que yo mismo era viejo. Como es de uso le pregunté por su rey. Me replicó:
»—Ya no se llama Gunnlaug. Ahora es otro su nombre. Cuéntame bien tus viajes.
»Lo hice con mejor orden y con prolijos pormenores que omito. Antes del fin me interrogó:
»—¿Cantaste muchas veces por esas tierras?
»La pregunta me tomó de sorpresa.
»—Al principio —le dije— canté para ganarme la vida. Luego, un temor que no comprendo me alejó del canto y del arpa.
»—Está bien —asintió—. Ya puedes proseguir con tu historia.
»Acaté la orden. Sobrevino después un largo silencio.
»—¿Qué te dio la primera mujer que tuviste? —me preguntó.
»—Todo —le contesté.
»—A mí también la vida me dio todo. A todos la vida les da todo, pero los más lo ignoran. Mi voz está cansada y mis dedos débiles, pero escúchame.
»Dijo la palabra Undr, que quiere decir maravilla.
»Me sentí arrebatado por el canto del hombre que moría, pero en su canto y en su acorde vi mis propios trabajos, la esclava que me dio el primer amor, los hombres que maté, las albas de frío, la aurora sobre el agua, los remos. Tomé el arpa y canté con una palabra distinta.
»—Está bien —dijo el otro y tuve que acercarme para oírlo—. Me has entendido.»




En El libro de arena (1975)
Foto circula sin autoría ni fecha (por ahora, Vía)


7/9/15

Jorge Luis Borges: Carta a Leopoldo Marechal









[Sin mención de fecha. Seguramente, 1926]

Querido Leopoldo: La felicitación pública por tus Días como flechas la hará (según decisión de Evar) nuestro gran don Ricardo [Güiraldes; alude a un comentario a publicarse en Martín Fierro]; y no quiero dejar de felicitarte privadamente. Tu libro, tan huraño a mis preconceptos, teorías y otras intentonas pretenciosas de mi criterio, me ha entusiasmado. No te añado pormenores de mi entusiasmo, para no plagiarte, pues todavía estoy en el ambiente de tus versos leídos y releídos.

Sin embargo ¡qué versos atropelladores y dichosos de atropellar, qué ventura para la sentada poesía argentina!

Vuelvo a felicitarte y me voy.

Jorge Luis








En Capítulo 93
La historia de la literatura argentina
Centro Editor de América Latina
Buenos Aires, 1981
Número dedicado a Leopoldo Marechal
Retrato juvenil de Borges, s/d
Texto e imagen de portada vía Textos Cautivos

6/9/15

Jorge Luis Borges: Las siete noches (Ciclo de conferencias 1977 - Audio)




Entre junio y agosto de 1977 Jorge Luis Borges pronunció siete conferencias en el Teatro Coliseo de Buenos Aires:

La Divina Comedia
La pesadilla
El libro de las mil y una noches
El budismo
¿Qué es la poesía?
La cábala 
La ceguera

Fue el ciclo de conferencias registrado más amplio de Borges.
Los siete encuentros fueron grabados en vivo en 1977.

Audio y descarga:





Fuente
Aporte de Isaías Garde
Los textos de las conferencias en cada enlace


5/9/15

Jorge Luis Borges: La Biblioteca de Babel









By this art you may contemplate the variation of the 23 letters...
The Anathomy of Melancholy,part. 2, sec. ii, mem. iv



         
            El Universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. 
         La distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos.
         Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito... La luz procede de unas frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada hexágono: transversales. La luz que emiten es insuficiente, incesante.
            Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en que nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren por la baranda; mi sepultura será el aire insondable; mi cuerpo se hundirá largamente y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por la caída, que es infinita.
         Yo afirmo que la Biblioteca es interminable. Los idealistas arguyen que las salas hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo menos, de nuestra intuición del espacio. Razonan que es inconcebible una sala triangular o pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les revela una cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es Dios.) Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: La Biblioteca es una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible.
       A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de unas ochenta letras de color negro. También hay letras en el dorso de cada libro; esas letras no indican o prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión, alguna vez, pareció misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo descubrimiento, a pesar de sus trágicas proyecciones, es quizá el hecho capital de la historia) quiero rememorar algunos axiomas.
         El primero: La Biblioteca existe ab aeternoDe esa verdad cuyo colorario inmediato es la eternidad futura del mundo, ninguna mente razonable puede dudar. El hombre, el imperfecto bibliotecario, puede ser obra del azar o de los demiurgos malévolos; el universo, con su elegante dotación de anaqueles, de tomos enigmáticos, de infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios. Para percibir la distancia que hay entre lo divino y lo humano, basta comparar estos rudos símbolos trémulos que mi falible mano garabatea en la tapa de un libro, con las letras orgánicas del interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente simétricas.[1]
         El segundo: El número de símbolos ortográficos es veinticinco. Esa comprobación permitió, hace trescientos años, formular una teoría general de la Biblioteca y resolver satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había descifrado: la naturaleza informe y caótica de casi todos los libros. Uno, que mi padre vio en un hexágono del circuito quince noventa y cuatro, constaba de las letras MCV perversamente repetidas desde el renglón primero hasta el último. Otro (muy consultado en esta zona) es un mero laberinto de letras, pero la página penúltima dice Oh tiempo tus pirámides. Ya se sabe: por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias. (Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios repudian la supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a la de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano... Admiten que los inventores de la escritura imitaron los veinticinco símbolos naturales, pero sostienen que esa aplicación es casual y que los libros nada significan en sí. Ese dictamen, ya veremos no es del todo falaz.)
         Durante mucho tiempo se creyó que esos libros impenetrables correspondían a lenguas pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más antiguos, los primeros bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente del que hablamos ahora; es verdad que unas millas a la derecha la lengua es dialectal y que noventa pisos más arriba, es incomprensible. Todo eso, lo repito, es verdad, pero cuatrocientas diez páginas de inalterables MCV no pueden corresponder a ningún idioma, por dialectal o rudimentario que sea. Algunos insinuaron que cada letra podía influir en la subsiguiente y que el valor de MCV en la tercera línea de la página 71 no era el que puede tener la misma serie en otra posición de otra página, pero esa vaga tesis no prosperó. Otros pensaron en criptografías; universalmente esa conjetura ha sido aceptada, aunque no en el sentido en que la formularon sus inventores.
         Hace quinientos años, el jefe de un hexágono superior[2] dio con un libro tan confuso como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas. Mostró su hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que estaban redactadas en portugués; otros le dijeron que en yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse el idioma: un dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico.
            También se descifró el contenido: nociones de análisis combinatorio, ilustradas por ejemplos de variaciones con repetición ilimitada. Esos ejemplos permitieron que un bibliotecario de genio descubriera la ley fundamental de la Biblioteca. Este pensador observó que todos los libros, por diversos que sean, constan de elementos iguales: el espacio, el punto, la coma, las veintidós letras del alfabeto. También alegó un hecho que todos los viajeros han confirmado: No hay en la vasta Biblioteca, dos libros idénticos
         De esas premisas incontrovertibles dedujo que la Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las posibles combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o sea todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basílides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito.
            Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera: en algún hexágono. El universo estaba justificado, el universo bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza. En aquel tiempo se habló mucho de las Vindicaciones: libros de apología y de profecía, que para siempre vindicaban los actos de cada hombre del universo y guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles de codiciosos abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos por el vano propósito de encontrar su Vindicación. Esos peregrinos disputaban en los corredores estrechos, proferían oscuras maldiciones, se estrangulaban en las escaleras divinas, arrojaban los libros engañosos al fondo de los túneles, morían despeñados por los hombres de regiones remotas. Otros se enloquecieron... Las Vindicaciones existen (yo he visto dos que se refieren a personas del porvenir, a personas acaso no imaginarias) pero los buscadores no recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero. 
           También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad: el origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves misterios puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, la multiforme Biblioteca habrá producido el idioma inaudito que se requiere y los vocabularios y gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres fatigan los hexágonos... Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo los he visto en el desempeño de su función: llegan siempre rendidos; hablan de una escalera sin peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de escaleras con el bibliotecario; alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en busca de palabras infames. Visiblemente, nadie espera descubrir nada.
           A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi intolerable. Una secta blasfema sugirió que cesaran las buscas y que todos los hombres barajaran letras y símbolos, hasta construir, mediante un improbable don del azar, esos libros canónicos. Las autoridades se vieron obligadas a promulgar órdenes severas. La secta desapareció, pero en mi niñez he visto hombres viejos que largamente se ocultaban en las letrinas, con unos discos de metal en un cubilete prohibido, y débilmente remedaban el divino desorden.                    Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles. Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban con fastidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor higiénico, ascético, se debe la insensata perdición de millones de libros. Su nombre es execrado, pero quienes deploran los "tesoros" que su frenesí destruyó, negligen dos hechos notorios. Uno: la Biblioteca es tan enorme que toda reducción de origen humano resulta infinitesimal. Otro: cada ejemplar es único, irreemplazable, pero (como la Biblioteca es total) hay siempre varios centenares de miles de facsímiles imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra o por una coma. Contra la opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias de las depredaciones cometidas por los Purificadores, han sido exageradas por el horror que esos fanáticos provocaron. Los urgía el delirio de conquistar los libros del Hexágono Carmesí: libros de formato menor que los naturales; omnipotentes, ilustrados y mágicos.
         También sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro. En algún anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un libro que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios. En el lenguaje de esta zona persisten aún vestigios del culto de ese funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de Él. 
         Durante un siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un método regresivo: Para localizar el libro A, consultar previamente un libro B que indique el sitio de A; para localizar el libro B, consultar previamente un libro C, y así hasta lo infinito... En aventuras de ésas, he prodigado y consumido mis años. No me parece ínverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total[3]; ruego a los dioses ignorados que un hombre—¡uno solo, aunque sea, hace miles de años!—lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se justifique.
         Afirman los impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción. Hablan (lo sé) de "la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira". Esas palabras que no sólo denuncian el desorden sino que lo ejemplifican también, notoriamente prueban su gusto pésimo y su desesperada ignorancia.
         En efecto, la Biblioteca incluye todas las estructuras verbales, todas las variaciones que permiten los veinticinco símbolos ortográficos, pero no un solo disparate absoluto. Inútil observar que el mejor volumen de los muchos hexágonos que administro se titula Trueno peinado, y otro El calambre de yeso y otro Axaxaxas mlö. Esas proposiciones, a primera vista incoherentes, sin duda son capaces de una justificación criptográfica o alegórica; esa justificación es verbal y, ex hypothesi, ya figura en la Biblioteca. No puedo combinar unos caracteres
                                                                    dhcmrlchtdj
que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus lenguas secretas no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una sílaba que no esté llena de ternuras y de temores; que no sea en alguno de esos lenguajes el nombre poderoso de un dios. Hablar es incurrir en tautologías. Esta epístola inútil y palabrera ya existe en uno de los treinta volúmenes de los cinco anaqueles de uno de los incontables hexágonos—y también su refutación. (Un número de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el símbolo biblioteca admite la correcta definición ubicuo y perdurable sistema de galerías hexagonales, pero biblioteca es pan o pirámide o cualquier otra cosa, y las siete palabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje?).
              La escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las páginas, pero no saben descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en bandolerismo, han diezmado la población. Creo haber mencionado los suicidios, cada año más frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana —la única— está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta.
            Acabo de escribir infinitaNo he interpolado ese adjetivo por una costumbre retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y escaleras y hexágonos pueden inconcebiblemente cesar—lo cual es absurdo. Quienes lo imaginan sin límites, olvidan que los tiene el número posible de libros. Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: La biblioteca es ilimitada y periódicaSi un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza.[4]



[1] El manuscrito original no contiene guarismos o mayúsculas. La puntuación ha sido limitada al la coma y al punto. Esos dos signos, el espacio y las veintidós letras del alfabeto son los veinticinco símbolos suficientes que enumera el desconocido. (Nota del Editor).

[2] Antes, por cada tres hexágonos había un hombre. El suicidio y las enfermedades pulmonares han destruido esa proporción. Memoria de indecible melancolía: A veces he viajado muchas noches por corredores y escaleras pulidas sin hallar un solo bibliotecario.


[3] Lo repito: basta que un libro sea posible para que exista. Sólo está excluido lo imposible. Por ejemplo: ningún libro es también una escalera, aunque sin duda hay libros que discuten y niegan y demuestran esa posibilidad y otros cuya estructura corresponde a la de una escalera.


[4] Letizia Álvarez Toledo ha observado que la vasta Biblioteca es inútil; en rigor, bastaría un solo volumen, de formato común, impreso en cuerpo nueve o cuerpo diez, que constara de un número infinito de hojas infinitamente delgadas. (Cavalieri, a principios del siglo xvii, dijo que todo cuerpo sólido es la superposición de un número infinito de planos.) El manejo de ese vademecum sedoso no sería cómodo: cada hoja aparentemente se desdoblaría en otras análogas; la inconcebible hoja central no tendría revés.



En El jardín de senderos que se bifurcan (1941)
Luego incluido en Ficciones (1944)

Borges lo menciona en el epílogo de El libro de arena (1975) 
pero lo excluye en ediciones posteriores y OOCC 
Foto Annemarie Heinrich

4/9/15

Jorge Luis Borges: El mapa secreto






En un famoso ensayo sobre El asesinato considerado como una de las bellas artes, De Quincey refiere la muerte violenta de un sumo sacerdote en Jerusalén, que fue apuñalado, no en la oscuridad o en la soledad, sino a la luz del mediodía, durante una ceremonia religiosa, entre la muchedumbre. De Quincey explica que la luz y las muchedumbres pueden obrar a modo de velos, y recuerda el epíteto secreto que Milton, en el Paraíso perdido, aplicó a la cumbre de una montaña y que Bentley, su irreverente editor, quiso reemplazar por sagrado. De Quincey defendió la versión original y explicó que la cumbre de una montaña, en pleno mediodía, puede ser invisible y secreta. Aquí cabe recordar, asimismo, a Goethe, que censuró en un breve poema a los insensatos que quieren penetrar en lo íntimo de la naturaleza, ignorantes de que en la naturaleza no hay nada íntimo y todo está a la vista y es fondo y forma, esencia y apariencia. Quiero rememorar también un verso de un hombre que fue, para quienes tuvimos la dicha de conocerlo, uno de los más admirables. Hablo de Macedonio Fernández y de aquel verso suyo que dice: la realidad trabaja en abierto misterio.
He recordado estos secretos a voces, estos abiertos misterios, estas cosas públicas y escondidas, porque me parecen singularmente aplicables a Buenos Aires. Buenos Aires, desde luego, es algo más que una determinada extensión surcada de calles que se cortan en línea recta y en la que hay muchas casas bajas y muchos patios. Para todo porteño, Buenos Aires, al cabo de los años, se ha convertido en una especie de mapa secreto de memorias, de encuentros, de adioses, acaso de agonías y humillaciones, y tenemos así dos ciudades: una, la ciudad pública que registran los cartógrafos, y otra, la íntima y secreta ciudad de nuestras biografías. A ese mapa personal podemos agregar hoy, venturosamente, otros puntos, donde se ejecutaron los hechos de la Revolución, y que definen (público y entrañable a la vez) un mapa de glorias.
Quiero confiarles ahora la historia de mis relaciones con Buenos Aires. Hacia mil novecientos veintitantos (no recuerdo la fecha exacta y no trato de recuperarla) yo volví a Buenos Aires al cabo de una larga ausencia que fue un destierro para mí. Resolví entonces cantar esa redescubierta ciudad o, más modestamente, cantar mi barrio de Palermo, que me fue dado no sólo en lo que veía y recuperaba, sino en los versos de Evaristo Carriego y en la interrogada memoria de los vecinos. Durante muchos años me consagré a esa tarea literaria de fácil apariencia y de realización muy difícil. Largamente busqué la definición poética de Buenos Aires; a esos afanes corresponden los libros que se titulan Fervor de Buenos AiresLuna de enfrenteCuaderno San Martín. Los releo ahora y en sus páginas no hallo recuerdos de los temas que tratan, sino de tal mañana o de tal atardecer en tal casa donde los escribí. Encuentro, en cambio, memorias precisas de Buenos Aires, el sabor preciso de Buenos Aires, en otras páginas de otros escritores. Básteme nombrar a Sicardi, en cuyo Libro extraño está el caótico y rudimentario principio de otro barrio porteño, el barrio de Almagro. En sus páginas están, asimismo, las iras del turbio Maldonado, que, como por obra de una magia perversa, bruscamente pasaba de la lamentable sequía a la inundación. Quiero, asimismo, recordar los versos esenciales y precisos de Fernández Moreno, que milagrosamente se identifican con las imágenes más íntimas de nuestra memoria… Un día llegó en que desistí del propósito de hallar una versión poética de Buenos Aires y escribí un cuento fantástico-policial que se intituló “La muerte y la brújula”. Los personajes de esa fábula tienen nombres irlandeses o escandinavos; la historia ocurre en una ciudad que es, como Buenos Aires, deformada en espejos de pesadilla. En la ciudad de mi relato hay una calle de salobres y tortuosas recovas que se llama la Rue de Toulon; esa calle es una magnificación o perversión del Paseo de Julio. Hay, asimismo, un territorio de interminables y desconsolados suburbios hechos de llanura y de ocasos; en ese territorio se reflejan Villa Luro, Mataderos o Chacarita. Hay en el sur de la imaginaria ciudad una antigua quinta que se llama Triste-le-Roy; esa quinta, llena de simetrías un poco horribles, se llama (se llamó) en la realidad el hotel Las Delicias. Nada dije yo a mis amigos sobre el propósito esencial de aquel cuento, pero algunos descubrieron en él, por primera vez, el sabor de Buenos Aires, la entonación que yo busqué en vano hasta entonces. Así me fue dado entender que hay algo —una reserva central, un pudor— en Buenos Aires que no quiere que la describamos abiertamente, sino por obra de alusiones y símbolos. Claro está que para entenderlos hay que estar en el secreto. Hablar de alusiones y de pudor es hablar de Enrique Banchs; éste, en el soneto final de la admirable serie La urna, escribió:
Como es su deber mágico, dan flores
Los árboles. El sol en los tejados
Y en las ventanas brilla. Ruiseñores
Quieren decir que están enamorados.
Algún supersticioso del color local podría objetar que esos versos no suceden en Buenos Aires, ya que aquí no hay tejados, sino azoteas, y ya que el ruiseñor es un pájaro que pertenece menos a la realidad que a la tradición literaria. Yo respondería que precisamente por estos eufemismos, por estos errores que tienen su raíz en la modestia, por estos no creíbles tejados y ruiseñores, este soneto es obra de un poeta de Buenos Aires, es decir, de un hombre pudoroso.
* En diario Crítica [primer número del] Suplemento Literario Letras Hispano-Americanas, a cargo de Héctor A. Murena, Buenos Aires [20 de] octubre de 1956. Palabras pronunciadas en la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires.

En Textos recobrados 1956-1986
Maria Kodama y Emecé Editores
Buenos Aires, 2003




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