20/8/15

Jorge Luis Borges: Sarmiento











Es innegable que el más alto de los nombres de la historia argentina, y acaso de la historia de nuestra América, es el de Sarmiento, pero no menos innegable es el hecho de que la posteridad le escatima, y sigue escatimándole, esa suerte de canonización que ha logrado José de San Martín. La razón es harto sencilla. San Martín obró fuera del país y no fue un gobernante y su memoria no se vincula a doctrina alguna política; cualquier gobierno y cualquier partido pueden glorificarlo. (Luis Melián Lafinur ha señalado en el Uruguay el caso análogo de Artigas, cuya acción militar es anterior a la división de los orientales en colorados y blancos.) Sarmiento, en cambio, está implicado en la trama de nuestra historia y nadie ignora de qué modo encaró sus diversos problemas. La reciente dictadura nos ha mostrado que la barbarie denunciada por él no es, como ingenuamente creíamos, un rasgo pintoresco y pretérito sino un peligro actual. Honrar en 1961 a Sarmiento no es repetir un rito piadoso; es reconocer que estamos empeñados en una misma guerra y que en el vaivén y tumulto de las batallas anda Sarmiento. Que Sarmiento cuente aún con opositores, que no le falten enemigos que insulten sus estatuas, que su dilatada gloria póstuma sea polémica, es una prueba más de su vitalidad o inmortalidad.

Unas observaciones quiero apuntar acerca de Sarmiento, escritor. En un siglo en que la grandeza parecía vedada al ejercicio de la lengua española, en aquel siglo en que Montalvo no descubría otro camino de perfección que el remedo mecánico de los hábitos verbales del Quijote, Sarmiento pudo producir, casi con inocencia, una labor orgánica, hecha de tradición oral castellana y de aprendizaje francés. Domina esa obra la sombría figura de Quiroga, que debe su casual y paradójica inmortalidad a su muerte dramática y al hecho de que un gran escritor refiriera esa muerte. Se ha dicho que el Facundo corresponde al estilo romántico; esto no lo invalida ya que la tempestuosa realidad que evocan sus páginas era también romántica. Además de un estilo literario, el romanticismo fue un estilo vital.

A diferencia de Lugones y de otros escritores ilustres, Sarmiento no veía en cada página un problema que había que resolver, a fuerza de una exhibición vanidosa de sinónimos, epítetos y metáforas. Al escribir lo animaba la convicción; le importaba lo que quería decir y no la manera de decirlo. No la curiosa felicitas que alabó Petronio sino un acierto descuidado y enérgico define sus escritos; salvo Almafuerte, no hay otro escritor argentino de quien podamos decir lo mismo.

“Mis carillas corregibles ad libitum” escribía Sarmiento a Paul Groussac; en efecto, cualquier maestro de escuela o cualquier académico puede corregir, y acaso mejorar, una página de Sarmiento, pero sólo él pudo escribirla.




En revista Comentario, Buenos Aires
Año VIII, Nº 27, primera entrega de 1961
Número dedicado a Sarmiento
Luego en Textos Recobrados 1956-1986 (1997)
Foto: Borges en San Juan, septiembre de 1984



19/8/15

Harold Bloom: Cómo leer a Jorge Luis Borges







El cuento moderno, en tanto permanece en la órbita de Chéjov, es impresionista; esto es tan cierto respecto del James Joyce de Dublineses como de Hemingway o Flannery O'Connor. Percepción y sensación, centros de la estética de Walter Pater, lo son también del cuento impresionista, incluidas en este rubro las mejores piezas cortas de Thomas Mann y de Henry James. Algo muy diferente ingresó en el arte moderno del relato con las fantasmagorías de Franz Kafka, precursor principal de Jorge Luis Borges, de quien puede decirse que reemplazó a Chéjov como influencia mayor en la cuentística de la segunda mitad del siglo veinte. Hoy los cuentos tienden a ser chejovianos o borgianos; sólo en raras ocasiones son ambas cosas.
Al contrario que las miradas impresionistas de Chéjov a las verdades de la existencia, las obras de ficción de Borges siempre insisten en un consciente carácter de artificios. Convendrá que, cuando vaya al encuentro de Borges y sus muchos seguidores, los lectores sepan albergar expectativas muy distintas a las que tienen frente a Chéjov y su vasta escuela. Ya no se oirá la voz solitaria de un elemento sumergido en la población, sino una voz habitada por una plétora de voces literarias precedentes. La gran proclama con que Borges profesa su alejandrinismo es que no hay para un Dios gloria mayor que ser absuelto del mundo. Si en los cuentos de Chéjov hay un Dios, no puede ser absuelto del mundo, como tampoco podemos serlo nosotros. Pero para Borges el mundo es una ilusión especulativa, o un laberinto, o un espejo que refleja otros espejos.
Necesariamente, entender cómo debe leerse a Borges es más una lección en la forma de leer a sus precursores que un ejercicio de autocomprensión. No quiero decir que Borges sea menos entretenido o iluminador que Chéjov, sino que es muy diferente. Para Borges, Shakespeare es todo el mundo y a la vez nadie: es el laberinto vivo de la literatura misma. Para Chéjov, Shakespeare es obsesivamente el autor de Hamlet, y el príncipe Hamlet se convierte en el barco en el cual Chéjov navega (del modo más literal en "En el mar", el primer cuento que publicó bajo su propio nombre). El relativismo de Borges es un absoluto; el de Chéjov es condicional. Cautivado por Chéjov y sus discípulos, el lector puede gozar de una relación personal con cada cuento, pero Borges lo cautiva en el campo de las fuerzas impersonales, donde la memoria de Shakespeare es un vasto abismo en donde uno puede tambalearse y perder los restos de individualidad que le queden.
Cada lector confeccionará una lista selecta de las ficciones de Borges; la mía consta de "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius", "Pierre Menard, autor del Quijote", "La muerte y la brújula", «El Sur", "El Inmortal" y "El Aleph". De esta media docena, aquí me concentraré sólo en la primera, y con cierto detalle, para ayudar a culminar esta sección sobre cómo leer cuentos y por qué necesitamos seguir leyendo los mejores ejemplos que encontremos.
"Tlön, Uqbar, Orbis Tertius" empieza con una frase desarmante: "Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar." Esto es puro Borges: añádase a la enciclopedia y el espejo un laberinto y se tendrá su mundo. De todas las ficciones de Borges, ésta es la más sublimemente exorbitante. No obstante, el lector sucumbe a la seducción y busca encontrar creíble lo increíble, porque Borges tiene la habilidad de emplear personas y lugares reales (sus amigos mejores y más literarios, por un lado, y por otro una vieja mansión de campo, la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, un hotel familiar). Uno le concede la misma realidad natural al ficticio Herbert Ashe que al real Bioy Casares, mientras que Uqbar y Tlön, aunque fantasmagorías, resultan poco más maravillosas que la Biblioteca. Una enciclopedia que trata enteramente de un mundo inventado es algo muy distinto que la verificación de un mundo porque figura en una enciclopedia, obra a la cual solemos dar autoridad.
De hecho esto es desconcertante, pero de una manera sesgada. A medida que los objetos y conceptos tlönianos se propagan por las naciones, la realidad "cede". En ningún momento la seca ironía de Borges es más imponente:

Lo cierto es que anhelaba ceder. Hace diez años bastaba cualquier simetría con apariencia de orden — el materialismo dialéctico, el antisemitismo, al nazismo — para embelesar a los hombres.

Borges, firme oponente tanto del marxismo como del fascismo argentino, incrimina lo que llamamos "realidad", pero no esa fantasía que es Tlön, parte del laberinto vivo de la literatura imaginativa.

Tlön será un laberinto, pero es un laberinto urdido por los hombres, un laberinto destinado a que lo descifren los hombres.

En otras palabras, Tlön es un laberinto benigno, en cuyo final no hay Minotauro que espere para devorarnos. La literatura canónica no es una simetría ni un sistema, sino una enciclopedia vastamente proliferante del deseo humano, un deseo por ser más imaginativo en lugar de hacer daño a otra individualidad. Aunque no se trata de que Tlön nos hechice o nos hipnotice, no se nos da información suficiente para descifrarlo. Precisamente, Tlön queda como una vasta cifra a ser resuelta sólo por todo el universo literario de la fantasía.
El cuento de Borges comienza cuando él y su amigo más íntimo (y en ocasiones colaborador), el novelista argentino Bioy Casares, después de cenar en una quinta que han alquilado, sienten que los "acecha" la presencia de un espejo al fondo de un corredor. Entonces Bioy recuerda que "uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres." No se nos revela nunca el nombre de ese asceta gnóstico, que indefectiblemente es el mismo Borges, pero Bioy cree haber leído la frase en un artículo sobre Uqbar incluido en lo que se presenta como reedición (con otro título) de la Encyclopaedia Britannica de 1902. El artículo no aparece en los volúmenes que hay en la casa alquilada. Al día siguiente Bioy lleva su propio y relevante volumen, que contiene cuatro páginas sobre Uqbar. La geografía y la historia de Uqbar son igualmente vagas; la localización del país parece ser transcaucásica, mientras que su literatura es totalmente fantástica y se refiere a territorios imaginarios, entre ellos Tlön.
En este punto el cuento, que apenas empieza, se acabaría de no ser por Herbert Ashe, un reticente ingeniero inglés con quien, a lo largo de dieciocho años, Borges dice haber mantenido desganadas conversaciones en un hotel que ambos frecuentaban. Tras la muerte de Ashe, Borges encuentra un volumen que el ingeniero ha dejado en el bar del hotel: A First Encyclopaedia of Tlön. Vol. XI. Hlaer to Jangr. El libro no lleva fecha ni lugar de publicación y consta de 1001 páginas, en clara alusión a Las mil y una noches. Absorto en esas páginas míticas, Borges descubre buena parte de la naturaleza (por así llamarla) del cosmos que es Tlön, en donde la ley primordial de la existencia es el idealismo feroz del obispo Berkeley, con su convicción de que nada puede ser como una idea salvo otra idea. En ese cosmos no hay causas ni efectos; predominan la psicología y la metafísica de la fantasía absoluta.
Hasta aquí el "artículo" titulado "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius" que, dice Borges, incluyó en su Antología de la literatura fantástica publicada en 1940. Una "posdata" de 1947 expande la fantasmagoría. Se explica Tlön como una benigna conspiración de hermetistas y cabalistas a lo largo de tres siglos, que en 1824 cobró un giro decisivo cuando "el ascético millonario" Ezra Buckley propuso convertir un país imaginario en un universo inventado. Borges sitúa la propuesta en Memphis, Tennessee, haciendo así de lo que hoy conocemos como Elvislandia un lugar tan misterioso como la Menfis del antiguo Egipto. Los cuarenta volúmenes de la First Encyclopaedia of Tlön se completan en 1914, año en que estalla la Primera Guerra Mundial. En 1942, en medio de la Segunda Guerra, empiezan a aparecer los primeros objetos de ese universo: una brújula cuyas letras corresponden a uno de los alfabetos de Tlön, un cono metálico de peso insoportable, un juego completo de la Encyclopaedia. Otros objetos, hechos de materiales no terrestres, inundan luego las naciones. La realidad cede y con el tiempo el mundo será Tlön. Escasamente alterado, Borges permanece en su hotel revisando lentamente una "indecisa traducción quevediana" del Urn Burial de Sir Thomas Browne, del que mi frase favorita sigue siendo: "La vida es pura llama, y vivimos de un Sol invisible que está en nosotros."
Borges, visionario escéptico, nos encanta aun cuando hayamos aceptado su advertencia: la realidad cede con demasiada facilidad. Puede que las fantasías de cada uno de nosotros no sean tan complejas ni abstractas como Tlön; pero Borges ha esbozado una tendencia universal y cumplido un anhelo fundamental en relación con las razones por los cuales leemos.



En Cómo leer y por qué (2000)
Traducción de Marcelo Cohen 
Foto sin atribución de autor: Harold Bloom - Yale Books


18/8/15

Jorge Luis Borges: Alejandría, 641 A. D.








Desde el primer Adán que vio la noche
y el día y la figura de su mano,
fabularon los hombres y fijaron
en piedra o en metal o en pergamino
cuanto ciñe la tierra o plasma el sueño.
Aquí está su labor: la Biblioteca.
Dicen que los volúmenes que abarca
dejan atrás la cifra de los astros
o de la arena del desierto. El hombre
que quisiera agotarla perdería
la razón y los ojos temerarios.
Aquí la gran memoria de los siglos
que fueron, las espadas y los héroes,
los lacónicos símbolos del álgebra,
el saber que sondea los planetas
que rigen el destino, las virtudes
de hierbas y marfiles talismánicos,
el verso en que perdura la caricia,
la ciencia que descifra el solitario
laberinto de Dios, la teología,
la alquimia que en el barro busca el oro
y las figuraciones del idólatra.
Declaran los infieles que si ardiera,
ardería la historia. Se equivocan.
Las vigilias humanas engendraron
los infinitos libros. Si de todos
no quedara uno solo, volverían
a engendrar cada hoja y cada línea,
cada trabajo y cada amor de Hércules,
cada lección de cada manuscrito.
En el siglo primero de la Hégira,
yo, aquel Omar que sojuzgó a los persas
y que impone el Islam sobre la tierra,
ordeno a mis soldados que destruyan
por el fuego la larga Biblioteca,
que no perecerá. Loados sean
Dios que no duerme y Muhammad, Su Apóstol.


En Historia de la noche (1976)
Foto Annemarie Heinrich

17/8/15

Jorge Luis Borges - Adolfo Bioy Casares: Las noches de Goliadkin


A la memoria del Buen Ladrón
I

Con una fatigada elegancia, Gervasio Montenegro —alto, distinguido, borroso, de perfil romántico y de bigote lacio y teñido— subió al coche celular y se dejó voiturer a la Penitenciaría. Se hallaba en una situación paradójica: los cuantiosos lectores de los diarios de la tarde se indignaban, en todas las catorce provincias, de que tan conocido actor fuera acusado de robo y asesinato; los cuantiosos lectores de los diarios de la tarde sabían que Gervasio Montenegro era un conocido actor, porque estaba acusado de robo y asesinato. Esta admirable confusión era obra exclusiva de Aquiles Molinari, el ágil periodista a quien había dado tanto prestigio el esclarecimiento del misterio de Abenjaldún. También se debía a Molinari que la policía permitiera a Gervasio Montenegro esa irregular visita a la cárcel: en la celda 273 estaba recluido Isidro Parodi, el detective sedentario, a quien Molinari (con una generosidad que a nadie engañaba) atribuía todos sus triunfos. Montenegro, fundamentalmente escéptico, dudaba de un detective que hoy era un presidiario numerado y ayer había sido peluquero en la calle Méjico; por otra parte, su espíritu, sensible como un Stradivarius, se crispaba ante esa visita de mal augurio. Sin embargo, se había dejado persuadir; comprendía que no debía enemistarse con Aquiles Molinari, que, según su vigorosa expresión, representaba el cuarto poder.
Parodi recibió al aclamado actor, sin levantar los ojos. Cebaba, lento y eficaz, un mate en un jarrito celeste. Montenegro ya se disponía a aceptarlo; Parodi, sin duda coartado por la timidez, no se lo ofreció; Montenegro, para darle valor, le palmeó el hombro y encendió un cigarrillo de un atado de Sublimes que había en un banquito.
—Viene antes de hora, don Montenegro; ya sé lo que lo trae. Es el asunto ese del brillante.
—Veo que estos sólidos muros no son obstáculo para mi fama —se apresuró a observar Montenegro.
—Qué van a ser. No hay como este recinto para saber lo que sucede en la República: desde las pillerías de todo un general de división hasta la obra cultural que realiza el último infeliz de la radio.
—Comparto su aversión a la radio. Como siempre me decía Margarita (Margarita Xirgu, usted sabe), los artistas, los que llevamos las tablas en la sangre, necesitamos el calor del público. El micrófono es frío, contra natura. Yo mismo, ante ese artefacto indeseable, he sentido que perdía la comunión con mi público.
—Yo que usted me dejaba de artefactos y comuniones. He leído los sueltitos de Molinari. El muchacho es habilidoso con la pluma, pero tanta literatura y tanto retrato acaban por marear. ¿Por qué no me cuenta las cosas a su modo, sin arte ninguno? A mí me gusta que me hablen claro.
—Estamos de acuerdo. Por lo demás, estoy capacitado para complacerlo. La claridad es privilegio de los latinos. Sin embargo, usted me permitirá arrojar un velo sobre cierto suceso que compromete a una dama de la mejor sociedad de La Quiaca (allí, como usted sabe, todavía queda gente bien). Laissez faire, laissez passer. La necesidad impostergable de no empañar el nombre de esa dama que para el mundo es un hada de salón (y para mí, un hada y un ángel) me obligó a interrumpir mi gira triunfal por las Repúblicas indoamericanas. Porteño al fin, yo había esperado no sin nostalgia la hora del regreso y no creí jamás que la enturbiarían circunstancias que bien pueden calificarse de policiales. En efecto, en cuanto llegué a Retiro, me arrestaron; ahora se me acusa de un robo y dos asesinatos. Para coronar el accueil, los polizontes me despojaron de una joya tradicional que yo había adquirido horas antes, en circunstancias muy pintorescas, al atravesar el Río Tercero. Bref, aborrezco los vanos circunloquios y contaré la historia ab initio, sin excluir, por cierto, la vigorosa ironía que invenciblemente sugiere el espectáculo moderno. También me permitiré algún toque de paisajista, alguna nota de color.
El 7 de enero, a las cuatro y catorce a.m., sobriamente caracterizado de tape boliviano, abordé el Panamericano, en Mococo, eludiendo hábilmente (cuestión de savoir faire, mi querido amigo) a mis torpes y numerosos perseguidores. La generosa distribución de algunos autorretratos autografiados logró mitigar, ya que no abolir, la desconfianza de los empleados del expreso. Me destinaron un camarote que me resigné a compartir con un desconocido, de notorio aspecto israelita, a quien despertó mi llegada. Supe después que ese intruso se llamaba Goliadkin y que traficaba en diamantes. ¡Quién diría que el malhumorado israelita, que el azar ferroviario me deparara, iba a envolverme en una indescifrable tragedia!
Al día siguiente, ante el peligroso capo lavoro de algún chef calchaquí, pude examinar con bonhomía la fauna humana que poblaba ese angosto universo que es un tren en marcha. Mi riguroso examen comenzó (cherchez la femme) por una interesante silueta que aun en Florida, a las ocho p.m., hubiera merecido el masculino homenaje de una ojeada. En esta materia no me equivoco: constaté poco después que se trataba de una mujer exótica, excepcional, la baronne Puffendorf-Duvernois: una mujer ya hecha, sin la fatal insipidez de las colegialas, curioso espécimen de nuestro tiempo, de cuerpo estricto, modelado por el lawn-tennis, una cara tal vez basée, pero sutilmente comentada por cremas y cosméticos, una mujer, para decirlo todo en una palabra, a quien la esbeltez daba altura y el mutismo elegancia. Tenía, sin embargo, el faible, imperdonable en una auténtica Duvernois, de flirtear con el comunismo. Al principio logró interesarme, pero después comprendí que su barniz atractivo ocultaba un espíritu banal y le pedí a ese pobre señor Goliadkin que me relevara; ella, rasgo típico de mujer, fingió no percibir el cambio. Sin embargo, sorprendí una conversación de la baronne con otro pasajero (un tal coronel Harrap, de Texas) en la que usó el calificativo de “imbécil” aludiendo sin duda a ce pauvre M. Goliadkin. Vuelvo a mencionar a Goliadkin: se trata de un ruso, de un judío, cuya impronta en la placa fotográfica de mi memoria es decididamente débil. Era más bien rubio, fornido, de ojos atónitos; se daba su lugar: se precipitaba siempre a abrirme las puertas. En cambio es imposible, aunque deseable, olvidar al barbudo y apopléjico coronel Harrap, típico ejemplar de la vigorosa vulgaridad de un país que ha logrado el gigantismo, pero que ignora los matices, las nuances, que no desconoce el último pillete de una trattoria de Nápoles y que son la marca de fábrica de la raza latina.
—No sé dónde queda Nápoles, pero, si alguien no le arregla este asunto, a usted se le va a armar un Vesubio que no le digo nada.
—Envidio su reclusión de benedictino, señor Parodi, pero mi vida ha sido errátil. He buscado la luz en las Baleares, el color en Brindisi, el pecado elegante en París. También, como Renan, he dicho mi plegaria en la Acrópolis. En todas partes he estrujado el jugoso racimo de la vida… Retomo el hilo de mi relato. En el pullman, mientras ese pobre Goliadkin (judío, al fin, predestinado a las persecuciones) sobrellevaba con resignación la incansable, y cansadora, esgrima verbal de la baronesa, yo, con Bibiloni, un joven poeta catamarqueño, me solazaba como un ateniense, platicando sobre la poesía y las provincias. Ahora confieso que al principio el aspecto oscuro, más bien renegrido, del joven laureado por las cocinas Volcán no me predispuso en su favor. Los lentes bicicleta, la corbata de moño y elástico, los guantes color crema, me hicieron creer que me hallaba ante uno de los innumerables pedagogos que nos ha deparado Sarmiento (genial profeta a quien es absurdo exigir las pedestres virtudes de la previsión). Sin embargo, la viva complacencia con que escuchó una corona de triolets, que yo había burilado a vuelapluma en el tren carreta que une el moderno ingenio azucarero de Jaramí con la ciclópea estatua a la Bandera que ha cincelado Fioravanti, me demostró que era uno de los valores sólidos de nuestra joven literatura. No era uno de esos rimadores intolerables que aprovechan el primer tête-à-tête para infligirnos los abortos de su pluma: era un estudioso, un discreto, que no malgastaba la oportunidad de callar ante los maestros. Lo deleité, después, con la primera de mis odas a José Martí; poco antes de la undécima, tuve que privarlo de ese placer: el tedio que la incesante baronesa impartía al joven Goliadkin había contagiado a mi catamarqueño, mediante un interesante fenómeno de simpatía psicológica que muchas veces he observado en otros pacientes. Con mi proverbial llaneza, que es el apanage del hombre de mundo, no vacilé ante un procedimiento radical: lo sacudí hasta que abrió los ojos. El diálogo, después de esa mésaventure, había decaído; para darle altura, hablé de tabacos finos. Estuve atinado: Bibiloni fue todo animación e interés. Después de explorar los bolsillos interiores de su cazadora, extrajo un habano de Hamburgo y, no atreviéndose a ofrecérmelo, dijo que lo había adquirido para fumarlo esa misma noche en el camarote. Comprendí el inocente subterfugio. Acepté el cigarro, con un rápido movimiento, y no tardé en encenderlo. Algún doloroso recuerdo atravesó la mente del joven; por lo menos, así lo entendí yo, seguro catador de fisonomías, y, arrellanado en la butaca y exhalando azules bocanadas de humo, le pedí que me hablara de sus triunfos. El interesante rostro moreno se iluminó. Escuché la vieja historia del hombre de pluma, que lucha contra la incomprensión del burgués y atraviesa las ondas de la vida llevando a cuestas su quimera. La familia de Bibiloni, después de varios lustros consagrados a la farmacopea serrana, logró trasponer los confines de Catamarca y progresar hasta Bancalari. Ahí nació el poeta. Su primera maestra fue la Naturaleza: por un lado, las legumbres de la quinta paterna; por otro, los gallineros limítrofes, que el niño visitara más de una vez, en noches sin luna, munido de una larga caña de pescar… gallinas. Después de sólidos estudios primarios en Km. 24, el poeta volvió a la gleba; conoció las proficuas y viriles fatigas de la agricultura, que valen más que todos los huecos aplausos, hasta que lo rescató el buen juicio de las cocinas Volcán, que premiaron su libro Catamarqueñas (Recuerdos de provincia). El importe del lauro le permitió conocer la provincia que con tanto cariño había cantado. Ahora, enriquecido de romances y de villancicos, regresaba al Bancalari natal.
Pasamos al salón comedor. Ese pobre Goliadkin tuvo que sentarse junto a la baronne; del otro lado de la misma mesa, nos sentamos el padre Brown y yo. El aspecto de este eclesiástico no era interesante: tenía el pelo castaño y la cara vacua y redonda. Yo, sin embargo, lo miraba con cierta envidia. Los que tenemos la desgracia de haber perdido la fe del carbonero y del niño no hallamos en la fría inteligencia el bálsamo reconfortante que brinda a su rebaño la Iglesia. Al fin de cuentas, ¿qué aporte debe nuestro siglo, niño blasé y canoso, al escepticismo profundo de Anatole France y de Julio Dantas? A todos nosotros, mi estimado Parodi, nos convendría una dosis de inocencia y de sencillez.
Recuerdo muy confusamente la conversación de esa tarde. La baronne, pretextando el rigor de la canícula, dilataba incesantemente su escote y se apretaba contra Goliadkin (todo para provocarme). El judío, poco avezado a esas lides, rehuía en vano el contacto y, consciente del desairado rol que jugaba, hablaba nerviosamente de temas que a nadie podían interesar, tales como la futura baja de los diamantes, la imposibilidad de sustituir un diamante falso por uno verdadero y otras minucias de boutique. El padre Brown, que parecía olvidar la diferencia que hay entre el salón comedor de un express de lujo y un auditorio de beatos indefensos, repetía no sé qué paradoja, sobre la necesidad de perder el alma para salvarla: necios bizantinismos de teólogos, que han oscurecido la claridad de los Evangelios.
Noblesse oblige: desoír los envites afrodisíacos de la baronne hubiera sido cubrirme de ridículo; esa misma noche me deslicé en puntas de pie hasta su camarote y, en cuclillas, apoyada la soñadora testa en la puerta, y el ojo en la cerradura, me puse a tararear confidencialmente Mon ami Pierrot. De esa apacible tregua, que el luchador lograra en plena batalla de la vida, me despertó el anticuado puritanismo del coronel Harrap. En efecto, este barbudo anciano, reliquia de la pirática guerra de Cuba, me tomó de los hombros, me elevó a una altura considerable y me depositó frente al baño para caballeros. Mi reacción fue inmediata: entré y le cerré la puerta en las narices. Allí permanecí dos horas escasas, prestando oídos de mercader a sus amenazas confusas, emitidas en un castellano incorrecto. Cuando abandoné mi retiro, el camino estaba expedito. ¡Vía libre!, exclamé para mi coleto, y fui en el acto a mi camarote. Decididamente, la diosa Aventura me acompañaba. En el camarote estaba la baronne, esperándome. Saltó a mi encuentro. En la retaguardia, Goliadkin se ponía el saco. La baronne, con rápida intuición femenina, comprendió que la intromisión de Goliadkin abolía ese clima de intimidad que exigen las parejas enamoradas. Se fue, sin dirigirle una sola palabra. Conozco mi temperamento: si me encontraba con el coronel, nos batiríamos en duelo. Esto es incómodo en un ferrocarril. Además, aunque sea duro confesarlo, ya ha pasado la época de los duelos. Opté por dormir.
¡Extraño servilismo el de los hebreos! Mi entrada había frustrado quién sabe qué infundados propósitos de Goliadkin; sin embargo, desde ese momento, se mostró cordialísimo conmigo, me obligó a aceptar un habano Avanti y me colmó de atenciones.
Al otro día, todos estaban de mal humor. Yo, sensible al clima psicológico, quise animar a mis compañeros de mesa, refiriendo unas anécdotas de Roberto Payró y algún acerado epigrama de Marcos Sastre. La señora de Puffendorf-Duvernois, despechada por el percance de la noche anterior, estaba atufada; sin duda, algún eco de su mésaventure había llegado a oídos del padre Brown; este párroco la trató con una sequedad que no condice con la tonsura eclesiástica.
Después del almuerzo le di una lección al coronel Harrap. Para probarle que su faux pas no había afectado la invariable cordialidad de nuestras relaciones, le ofrecí uno de los Avanti de Goliadkin y me di el gusto de encendérselo. ¡Una bofetada con guante blanco!
Esa noche, la tercera de nuestro viaje, el joven Bibiloni me defraudó. Yo había pensado referirle algunas aventuras galantes, de esas que no suelo confiar al primer venido, pero no estaba en su camarote. Me incomodaba que un catamarqueño mulato pudiera introducirse en el compartimento de la baronne Puffendorf. A veces me parezco a Sherlock Holmes: sorteando astutamente al guarda, a quien soborné con un interesante ejemplar de la numismática paraguaya, traté, frío sabueso de Baskerville, de oír, más aún, de espiar lo que sucedía en ese recinto ferroviario. (El coronel se había retirado temprano). El silencio total y la oscuridad fueron el fruto de mi examen. Pero la ansiedad duró poco. Cuál no sería mi sorpresa al ver salir a la baronne del compartimento del padre Brown. Tuve un momento de brutal rebeldía, perdonable en un hombre por cuyas venas corre la abrasadora sangre de los Montenegro. Después comprendí. La baronne venía de confesarse. Estaba despeinada y su ropa era ascética (un batón carmesí, con bailarinas de plata y payasos de oro). Estaba sin maquillar y, mujer al fin, huyó a su camarote para que yo no la sorprendiera sin su coraza facial. Encendí uno de los pésimos cigarros del joven Bibiloni y, filosóficamente, me batí en retirada.
Gran sorpresa en mi compartimento: a pesar de lo avanzado de la hora, Goliadkin estaba levantado. Sonreí: dos días de convivencia ferroviaria habían bastado para que el opaco israelita imitara el noctambulismo del hombre de teatro y de club. Por supuesto, llevaba mal su nueva costumbre. Estaba descentrado, nervioso. Sin respetar mis cabezadas y mis bostezos, me infligió todas las circunstancias de su autobiografía insignificante y, tal vez, apócrifa. Pretendió haber sido caballerizo, y después amante, de la princesa Clavdia Fiodorovna, con un cinismo que me recordó las páginas más atrevidas de Gil Blas de Santillana, declaró que, burlando la confianza de la princesa y de su confesor, el padre Abramowicz, le había sustraído un gran diamante de roca antigua, un non-pareil que, por un simple defecto de talla, no era el más valioso del mundo. Veinte años lo separaban de esa noche de pasión, de robo y de fuga; en el ínterin, la ola roja había expulsado del Imperio de los Zares a la gran dama despojada y al caballerizo infidente. En la frontera misma empezó la triple odisea: la de la princesa, en busca del pan cotidiano; la de Goliadkin, en busca de la princesa, para restituirle el diamante; la de una banda de ladrones internacionales, en busca del diamante robado, en implacable persecución de Goliadkin. Éste, en las minas del África del Sur, en los laboratorios del Brasil y en los bazares de Bolivia había conocido los rigores de la aventura y de la miseria; pero jamás quiso vender el diamante, que era su remordimiento y su esperanza. Con el tiempo, la princesa Clavdia fue para Goliadkin el símbolo de esa Rusia amable y fastuosa, pisoteada por los palafreneros y los utopistas. A fuerza de no encontrar a la princesa, cada día la quería más; hace poco supo que estaba en la República Argentina, regenteando, sin abdicar su morgue de aristócrata, un sólido establecimiento en Avellaneda. Sólo a último momento, sacó el diamante del secreto rincón donde yacía escondido; ahora, que sabía el paradero de la princesa, hubiera preferido morir a perderlo.
Naturalmente, esa larga historia en boca de un hombre que, por confesión propia, era caballerizo y ladrón me incomodó. Con la franqueza que me caracteriza, me permití expresar una duda elegante sobre la existencia de la joya. Mi estocada a fondo lo traspasó. De una valija de imitación cocodrilo, Goliadkin sacó dos estuches iguales y abrió uno de ellos. Imposible dudar. Ahí, en su nido de terciopelo, refulgía un hermano legítimo del Koh-i-nur. Nada humano me es extraño. Me apiadó ese pobre Goliadkin, que antaño compartiera el lecho fugaz de una Fiodorovna y que hogaño, en un crujiente vagón, confiaba sus cuitas a un caballero argentino que no le negaría sus buenos oficios para llegar a la princesa. Para entonarlo, afirmé que la persecución de una banda de ladrones era menos grave que la persecución de la policía; improvisé, fraterno y magnánimo, que una batida policial en el Salón Doré había deparado la inclusión de mi nombre (uno de los más antiguos de la República) en no sé qué prontuario infamante.
¡Bizarra psicología la de mi amigo! Veinte años sin ver el rostro amado, y ahora, casi en vísperas de la dicha, su espíritu se debatía y dudaba.
A pesar de mi fama de bohemio, d’ailleurs justificada, soy hombre de hábitos regulares; era tarde y ya no logré conciliar el sueño. Revolví en la mente la historia del diamante inmediato y de la princesa lejana. Goliadkin (sin duda emocionado por la noble franqueza de mis palabras) tampoco pudo dormir. Por lo menos, durante toda la noche, estuvo moviéndose en la litera superior.
La mañana me reservaba dos satisfacciones. Primero, un lejano anticipo de la pampa, que habló a mi alma de argentino y de artista. Un rayo de sol cayó sobre el campo. Bajo el benéfico derroche solar, los postes, los alambrados, los cardos lloraron de alegría. El cielo se hizo inmenso y la luz se calcó fuertemente sobre el llano. Los novillos parecían haber vestido ropas nuevas… Mi segunda satisfacción fue de orden psicológico. Ante los cordiales tazones del desayuno, el padre Brown nos demostró palmariamente que la cruz no está reñida con la espada: con la autoridad y el prestigio que da la tonsura, reprendió al coronel Harrap, a quien calificó (muy certeramente, según mis luces) de asno y de animal. Le dijo también que sólo valía para meterse con infelices, pero que ante un hombre de temple sabía guardar distancia. Harrap ni chistó.
Sólo después alcancé el pleno significado de la reprimenda del párroco. Supe que Bibiloni había desaparecido esa noche; ese hombre de pluma era el infeliz a quien había agredido el soldadote.
—Deme calce, amigo Montenegro —dijo Parodi—. Ese tren tan raro de ustedes ¿no para en ninguna parte?
—¿Pero dónde vive, amigo Parodi? ¿Usted ignora que el Panamericano hace el viaje directo desde Bolivia hasta Buenos Aires? Prosigo. Esa tarde, el diálogo fue monótono. Nadie quería hablar de otra cosa que de la desaparición de Bibiloni. Por cierto, algún pasajero observó que la tan cacareada seguridad que los capitalistas sajones atribuyen al convoy ferroviario quedaba en tela de juicio después de este suceso. Yo, sin disentir, anoté que la actitud de Bibiloni bien podía ser el fruto de una distracción propia del temperamento poético, y que yo mismo, atenaceado por la quimera, solía estar en las nubes. Estas hipótesis, aceptables en el día ebrio de colores y de luz, se desvanecieron con la última pirueta solar. Al caer de la tarde, todo se tornó melancólico. A intervalos llegaba de la noche el quejido fatídico de un búho oscuro, que remeda la tos cascada de un enfermo. Era el momento en que cada viajero revolvía en su mente los lejanos recuerdos o sentía la vaga y tenebrosa aprensión de la vida sombría; al unísono, todas las ruedas del convoy parecían deletrear las palabras: Bi-bi-lo-ni-ha-si-do-a-se-si-na-do, Bi-bi-lo-ni-ha-si-do-a-se-si-na-do, Bi-bi-lo-ni-ha-si-do-a-se-si-na-do
Esa noche, después de cenar, Goliadkin (sin duda para mitigar el clima de angustia que había sentado sus reales en el salón comedor) cometió la ligereza de desafiarme al póker, mano a mano. Tal era su deseo de medirse conmigo, que rechazó, con una obstinación sorprendente, las proposiciones de la baronesa y del coronel de jugar un cuatro. Éstos debieron resignarse al rol de ávidos espectadores. Naturalmente, las esperanzas de Goliadkin recibieron un rudo golpe. El clubman del Salón Doré no defraudó a su público. Al principio, no me favorecieron las cartas, pero después, a pesar de mis admoniciones paternas, Goliadkin perdió todo su dinero: trescientos quince pesos y cuarenta centavos, que los polizontes me han sustraído arbitrariamente. No olvidaré ese duelo: el plebeyo contra el hombre de mundo, el codicioso contra el indiferente, el judío contra el ario. Valioso cuadro para mi galería interior. Goliadkin, en busca de un desquite supremo, abandona de pronto el salón comedor. No tarda en regresar, con la valija de imitación cocodrilo. Extrae uno de los estuches y lo pone sobre la mesa. Me propone jugar los trescientos pesos perdidos contra el diamante. No le niego esa última chance. Doy las cartas; tengo en la mano un póker de ases; mostramos el juego; el diamante de la princesa Fiodorovna pasa a mi poder. El israelita se retira, navré. ¡Interesante momento!
A tout seigneur, tout honneur. Los enguantados aplausos de la baronne Puffendorf, que había seguido con mal reprimido interés la victoria de su campeón, coronaron la escena. Como siempre dicen en el Salón Doré, yo no hago las cosas a medias. Mi decisión estaba tomada: llamé al mozo y le pedí ipso facto la carta de vinos. Un rápido examen me aconsejó la conveniencia de un Champagne El Gaitero, media botella. Brindé con la baronne.
El hombre de club se reconoce en todos los momentos. Después de tamaña aventura, otro que yo no hubiera conciliado el sueño en toda la noche. Yo, bruscamente, insensible a los encantos del tête-à-tête, ansié la soledad de mi camarote. Bostecé una excusa y me retiré. Era prodigioso mi cansancio. Recuerdo haber caminado entre sueños por los interminables corredores del tren; sin dárseme un ardite de los reglamentos que las compañías sajonas inventan para coartar la libertad del viajero argentino, entré por fin en un compartimento cualquiera y, fiel guardián de mi joya, me encerré con pasador.
Le declaro sin ruborizarme, estimado Parodi, que esa noche dormí vestido. Caí como un tronco en la litera.
Todo esfuerzo mental tiene su castigo. Esa noche una pesadilla angustiosa me sojuzgó. El ritornello de esa pesadilla era la burlona voz de Goliadkin, que repetía: “No diré dónde está el diamante”. Me desperté sobresaltado. Mi primer movimiento se dirigió al bolsillo interior; ahí estaba el estuche; adentro, el auténtico non pareil.
Aliviado, abrí la ventanilla.
Claridad. Frescura. Loco bullicio madruguero de pajarillos. Mañanita nebulosa de principios de enero. Mañanita soñolienta, arrebujada todavía en las sábanas de un vapor blanquecino.
De esa poesía matinal pasé en el acto a la prosa de la vida, que golpeó a mi puerta. Abrí. Era el subcomisario Grondona. Me preguntó qué hacía yo en ese camarote y, sin esperar contestación, me dijo que fuéramos al mío. Yo siempre he sido como las golondrinas para la orientación. Por increíble que parezca, mi camarote estaba al lado. Lo hallé todo revuelto. Grondona me sugirió que no fingiera asombro. Supe después lo que usted habrá leído en los diarios. Goliadkin había sido arrojado del tren. Un guarda oyó su grito y tocó la campana de alarma. En San Martín subió la policía. Todos me acusaron, hasta la baronne, sin duda por despecho. Rasgo que denota al observador que hay en mí: en medio del trajín policiaco observé que el coronel se había afeitado la barba.



II

A la semana, Montenegro se presentó de nuevo en la Penitenciaría. En el apacible retiro del coche celular, había premeditado no menos de catorce cuentos baturros y de siete acrósticos de García Lorca, para edificar a su nuevo protegido, el habitué de la celda 273, Isidro Parodi; pero este peluquero obstinado extrajo una baraja mugrienta de su birrete reglamentario y le propuso, mejor dicho le impuso, un truco mano a mano.
—Todo juego es mi juego —replicó Montenegro—. En la estancia de mis mayores, en el almenado castillo que duplica sus torres en el Paraná transeúnte, he condescendido a la tonificante sociedad y al rústico pasatiempo del gaucho. Por cierto que mi a ley de juego todo está dicho era el pavor de los truqueros más canosos del Delta.
Muy pronto, Montenegro (que no salió de malas en los dos partidos que jugaron) reconoció que el truco, en razón de su misma sencillez, no podía cautivar la atención de un devoto del chemin de fer y del bridge con remate.
Parodi, sin hacerle caso, le dijo:
—Mire, para retribuir la lección de truco que usted le ha dado a este hombre anciano, que ya no sirve ni para jugar con un infeliz, le voy a contar un cuento. Es la historia de un hombre muy valiente aunque muy desdichado, un hombre a quien yo respeto muchísimo.
—Penetro su intención, querido Parodi —dijo Montenegro, sirviéndose con naturalidad un Sublime—. Ese respeto lo honra.
—No, no me refiero a usted. Hablo de un finado a quien no conozco, de un extranjero de Rusia, que supo ser cochero o caballerizo de una señora que tenía un brillante valioso; esa señora era una princesa en su tierra, pero no hay ley para el amor… El joven, mareado por tanta suerte, tuvo una debilidad (cualquiera la tiene) y se alzó con el brillante. Ya era tarde cuando se arrepintió. La revolución maximalista los había desparramado por el mundo. Primero en una localidad de África del Sur, después en otra del Brasil, una pandilla de ladrones quiso arrebatarle esa alhaja. No la consiguieron: el hombre se daba maña para esconderla, no la quería para él; la quería para devolvérsela a la señora. Después de muchos años de aflicciones supo que la señora estaba en Buenos Aires; el viaje con el brillante era peligroso, pero el hombre no se echó atrás. En el tren lo siguieron los ladrones: uno se había disfrazado de fraile, otro de militar, otro de provinciano, otro se había pintarrajeado la cara. Entre los pasajeros había un paisano nuestro, medio botarate, un actor. Este mozo, como se había pasado la vida entre disfrazados, no vio nada raro en esa gente… Sin embargo, era evidente la farsa. Era demasiado surtido el grupo. Un cura que saca el nombre de las revistas de Nick Carter, un catamarqueño de Bancalari, una señora que tiene la idea de ser baronesa porque hay una princesa en el asunto, un anciano que de la noche a la mañana pierde la barba y que se muestra capaz de elevarlo a usted, que debe pesar unos ochenta kilos, «a una altura considerable» y guardarlo en un excusado. Eran gente resuelta; tenían cuatro noches para trabajar. La primera, cayó usted en la celda de Goliadkin y les arruinó el pastel. La segunda, usted volvió a salvarlo sin querer: la señora se le había metido en la pieza con el cuento del amor, pero a su llegada tuvo que retirarse. La tercera, mientras usted estaba pegado como un engrudo en la puerta de la baronesa, el catamarqueño asaltó a Goliadkin. Le fue mal: Goliadkin lo tiró del tren. Por eso el ruso andaba nervioso y se revolvía en la cama. Pensaba en lo que había ocurrido y en lo que iba a ocurrir; pensaba tal vez en la cuarta noche, la más peligrosa, la última. Recordó una frase del cura sobre los que pierden el alma para salvarla. Resolvió dejarse matar y perder el brillante para salvarlo. Usted le había contado lo del prontuario: comprendió que, si lo mataban, usted sería el primer sospechoso. La cuarta noche exhibió dos estuches, para que los ladrones pensaran que había dos brillantes, uno de veras y uno falso. A la vista de todos lo perdió, a manos de un negado para el naipe; los ladrones creyeron que les quería hacer creer que había perdido la alhaja verdadera; a usted lo durmieron, con algún mejunje en la sidra. Se metieron después en el compartimento del ruso y le ordenaron que les entregara la alhaja. Usted le oyó en sueños repetir que no sabía dónde estaba; a lo mejor también les dijo que usted la tenía, para engañarlos. La combinación le salió bien a ese hombre valiente: al alba lo mataron los desalmados, pero el brillante estaba seguro, en poder de usted. Efectivamente, en cuanto llegaron a Buenos Aires, la policía le echó el guante y se encargó de entregar la alhaja a su dueño.
Tal vez pensó que no le valía mucho vivir: veinte años crueles habían caído sobre la princesa, que ahora dirigía una casa mala. También yo, en su lugar, hubiera sido un miedoso.
Montenegro encendió un segundo Sublime.
—Es la vieja historia —observó—. La rezagada inteligencia confirma la intuición genial del artista. Yo siempre desconfié de la señora Puffendorf-Duvernois, de Bibiloni, del padre Brown y, muy especialmente, del coronel Harrap. Pierda cuidado, mi querido Parodi: no tardaré en comunicar mi solución a las autoridades.
Quequén, 5 de febrero de 1942




Dibujo de Fernández Chelo 1977


Aporte de Francisco Alvez Francese (FB)
En Honorio Bustos Domecq: Seis problemas para don Isidro Parodi (1942)
Imágenes: Covers primeras ediciones e ilustración de Fernández Chelo 1977


16/8/15

Jorge Luis Borges: Milonga de Albornoz









Alguien ya contó los días,
Alguien ya sabe la hora,
Alguien para Quien no hay
ni premuras ni demora.

Albornoz pasa silbando
una milonga entrerriana;
bajo el ala del chambergo
sus ojos ven la mañana,

la mañana de este día
del ochocientos noventa;
en el bajo del Retiro
ya le han perdido la cuenta

de amores y de trucadas
hasta el alba y de entreveros
a fierro con los sargentos,
con propios y forasteros.

Se la tienen bien jurada
más de un taura y más de un pillo;
en una esquina del sur
lo está esperando un cuchillo.

No un cuchillo sino tres,
antes de clarear el día
se le vinieron encima
y el hombre se defendía.

Un acero entró en el pecho,
ni se le movió la cara;
Alejo Albornoz murió
como si no le importara.

Pienso que le gustaría
saber que hoy anda su historia
en una milonga. El tiempo
es olvido y es memoria.









En Para las seis cuerdas (1965)
Luego difundida con música de José Basso e ilustración de Carlos Cañás 
En la antología literaria, plástica y musical 14 con el Tango
Dirección, compaginación y edición de Ben Molar, Buenos Aires, 1966
Foto de Ben Molar junto a Jorge Luis Borges, sd
Lámina impresa exhibida en la presentación de 14 con el Tango


15/8/15

Jorge Luis Borges entrevistado por César Hildebrandt







Primera pregunta: ¿va a hacer usted conmigo lo que suele hacer con todos los periodistas?

—¿Y qué hago?

Tomarles el pelo sin ninguna misericordia.

—Jamás he hecho eso en mi vida. Sucede que yo siempre he contestado sinceramente. Y todo el mundo prefiere suponer que esas contestaciones mías son bromas o ironías. Yo soy una persona educada, no le tomo el pelo a nadie. Y espero que no me lo tomen, tampoco.

¿Sigue insistiendo en esa delicia de frase: la democracia es un espejismo de la estadística?

—Es un abuso de la estadística. Eso es verdad, es evidente.

¿Por qué evidente?

—Porque si se tratara de un problema matemático nadie supondría que la mayoría de la gente puede resolverlo. En política, sin embargo, sí se supone que la mayoría tiene la razón. Eso se vio en mi país, cuando el que sabemos obtuvo nueve millones de votos…

El que sabemos… ¿Perón, verdad?

—Sí.

Su odiado Perón… Borges, usted lo llamó cobarde y rufián.

—Bueno, podría haber empleado palabras más duras…

¿Pero le parece justo eso? ¿Ahora que él está muerto y han pasado algunos años?

—Un rufián muerto sigue siendo un rufián. Y un cobarde muerto no es un valiente. La muerte no beneficia tanto. Aunque yo en una milonga digo: no hay cosa como la muerte para mejorar la gente.

Usted dijo alguna vez: «Yo siempre le pido a Dios —que no existe— el privilegio de dudar hasta que muera». ¿Sigue usted dudando, Borges?

—No. Yo ahora estoy seguro de que no hay otra vida y que no hay Dios. Es una certidumbre que me satisface, me tranquiliza. Saber que todo esto pasará, que yo me olvidaré, que seré olvidado… Yo soy un hombre ético pero no religioso.

Ha dicho también, Borges, que considera un bochorno vivir tanto y que quisiera morirse. ¿Esa proximidad a la muerte no lo conduce a Dios?

—No. Me conduce a la esperanza de que no haya Dios y que no haya otra vida. Desde luego, las Sagradas Escrituras, llamémoslas así, aconsejan vivir hasta los 70 años. Yo he cumplido 79. Recuerdo cuando mi madre cumplió 98 años —ella murió a los 99— y me dijo: «¡Caramba, se me fue la mano!».

Usted es para muchas gentes tan edípico, Borges…

—¿Por qué?

Su relación con su madre fue siempre tan intensa, tan obsesiva… ¿No cree que había algo de edípico en ello?

—Bueno, como dijo Chesterton lo único que sabemos de Edipo es que no padecía del complejo… Yo tengo un recuerdo tan puro y tan grato de mi madre. Ella ha muerto hace tres años. Yo no he querido cambiar nada de su pieza. Y cada vez que vuelvo a casa me asombro de que ella no esté esperándome. A la sirvienta, que es mujer del pueblo y que habla guaraní aparte del castellano, le pregunto: ¿Usted no la siente a madre? Y ella me dice: «Pero claro que la siento. La señora está aquí». No me lo dijo para alarmarme sino, al contrario, para tranquilizarme. Y entonces le hice otra pregunta: ¿Si usted la viera a mi madre en su cuarto, sentiría miedo? Y esta muchacha, la correntina, me dice: «¿Por qué miedo? Si no le tenía miedo cuando vivía, ¿por qué ahora habría de sentir miedo?».

Borges, usted ha cultivado una sorprendente modestia en torno a la estimación de su propia obra…

—Bueno, es que yo quiero ser olvidado…

Pero usted sabe que es un gran escritor.

—No creo. Yo no tengo obra. Mi obra es…

Una miscelánea…

—Una miscelánea, una ilusión óptica lograda por la tipografía.

Me está tomando el pelo, Borges. Usted no puede pensar eso de su obra.

—Claro que sí. Lo que me parece raro es que la gente sea tan indulgente conmigo. A mí no me gusta tanto lo que yo escribo. Claro que eso le pasa a todo escritor. Se han escrito libros sobre mí y yo no he leído ninguno. Alicia Jurado escribió un libro sobre mí, que me aseguran que es muy bueno, y yo le dije: «Alicia, tú sabes que leo todo lo que escribes pero en este caso no voy a leer tu libro porque se trata de un tema que no me interesa o que, quizá, me interesa demasiado».

Como se lo recordó un periodista hace algún tiempo, Carpentier dice de usted que sus opiniones políticas son incalificables…

—No conozco a Carpentier. En cuanto a mis opiniones políticas, no creo que tengan importancia. Cuando escribo trato de prescindir de mis opiniones. La literatura es una operación misteriosa. Recuerdo aquí algo que dijo uno de mis autores preferidos, Kipling: «A un escritor le está permitido componer fábulas, pero no puede saber cuál es la moraleja». Es decir, un escritor no puede saber cuál será el resultado de lo que escribe en la mente de otros. Y eso le sucedió al propio Kipling, que, a pesar de ser inglés, demuestra en sus obras una evidente simpatía por la India y cuya casa natal, en Bombay, es ahora un museo. Las opiniones son generalmente superficiales, cambian…

Y usted ha cambiado ¿verdad? Fue comunista, fue radical, hoy es conservador.

—Sí, pero ser conservador es una forma de ser escéptico. Cuando me afilié al partido conservador dije algo que molestó…

Que sólo los caballeros siguen las causas perdidas.

—Sí. Porque me preguntaron: «¿Usted va a afiliarse? Pero ésta es una causa perdida». Y yo dije: «A un caballero sólo le interesan las causas perdidas». Y después dije otra cosa que los molestó: que el partido conservador tenía la ventaja de no poder provocar ningún fanatismo.

¿Nunca se ha sentido irresponsable cuando habla de política?

—Yo tengo mi conciencia clara. Nadie puede tomarme por comunista, por fascista, por nacionalista…

Usted fue condecorado por Pinochet…

—Sí. Yo creo que Pinochet es un buen gobernante. Ese es el único Gobierno posible, así como el de Videla es el único Gobierno posible en Argentina. Estoy hablando de determinados países en determinadas épocas. ¿Pero por qué importan tanto mis opiniones políticas?

Porque usted es, aunque no lo quiera, un líder de opinión y lo que usted dice se toma con respeto…

—Pero no tiene por qué aceptarse. Yo mismo no estoy muy seguro de lo que digo.

Claro que no tiene por qué aceptarse. A mí me parece inaceptable lo que dice. Estamos de acuerdo.

—Si estamos de acuerdo, podemos cambiar de tema… Yo tengo mi conciencia cívica limpia. Por ejemplo, yo era director de la Biblioteca Nacional, que es un cargo no bien rentado pero muy visible. Cuando supe el resultado de ciertas elecciones, renuncié. Mi madre me dijo: «No podés servir a Perón decorosamente». Claro que no, le dije yo.

¿Esa fue la última vez, verdad? Porque la primera…

—La primera vez yo era simplemente bibliotecario…

¿Y es cierto que los peronistas lo nombraron inspector de precios?

—No, no. Me nombraron inspector para la venta de aves y huevos, para que yo renunciara. Yo comprendí e inmediatamente renuncié. ¿Qué sabía yo de venta de aves y huevos en los mercados? No poseía la erudición necesaria. Y la verdad es que les agradezco a los peronistas. Porque si esto no sucede yo hubiera seguido en esa pequeña biblioteca de barrio, ganando 240 pesos mensuales. Dos o tres meses antes de que ocurriera aquello yo fui a una reunión con unas señoras inglesas. Y había una de ellas que leía el porvenir en las hojas de té. Me dijo que iba a hablar mucho, que iba a viajar, que iba a ganar dinero hablando. Yo nunca había hablado antes en público. Pero así sucedió. Me echaron de ese cargo y tuve que resignarme a dar conferencias, cosa que me aterraba.

Usted ha dicho que de sus obras tal vez se puedan rescatar seis o siete páginas. ¿Cuáles?

—Es que si nombro una quizá me dé cuenta de que no es rescatable… A ver… Hay un poema que se titula «Otro poema de los dones»…

¿Es posterior a «Elogio de la sombra», verdad?

—No recuerdo bien la cronología de mis obras… Hay un poema sobre mi bisabuelo, el coronel Suárez, que comandó la carga de caballería peruana en la batalla de Junín. Tenía 26 años.

Y el prólogo a Lugones…

—¡Ah, sí! Yo creo que eso es lo mejor que he escrito. Vamos a condenar todo lo demás y vamos a salvar ese prólogo, ¿qué le parece? Ese texto es absolutamente magistral pero no puedo estar de acuerdo en que sea lo único salvable… 

Es extraño, sin embargo, oír de usted palabras generosas sobre algo de su obra.

—Hay también un poema que se titula «El otro tigre». Es lindo también, la verdad… Mis amigos me dicen que soy un intruso en la poesía. Yo creo que no. En todo caso, mi poesía es más inmediata y más íntima que mi prosa. La prosa siempre ha sido un objeto que yo he fabricado. Pero tengo la impresión que la poesía es algo que sale directamente de mí. Ahora, ¿qué haríamos sobre ese prólogo a Lugones? ¿A usted qué le parece? ¿Es poesía o es prosa? Creo que la diferencia es formal. De alguna manera es poesía también, ¿no?

Eso creo yo también… Sin embargo, usted tiene una imagen, digamos pública, de escritor cerebral, casi glacial a veces.

—No soy frío. Desgraciadamente, soy incapaz de pensamientos abstractos. He leído a los filósofos, pero me dejo llevar por la belleza de una frase. «Peregrina paloma imaginaria / que enardeces los últimos amores / alma de luz, de música y de flores / peregrina paloma imaginaria…». Que no quiere decir absolutamente nada, pero que es muy linda… El otro día encontré esta metáfora, que es tan hermosa: «Si no me hubieran dicho que era el amor yo habría creído que era una espada desnuda». ¿No es lindo y terrible? «Si no me hubieran dicho que era el amor yo habría creído que era una espada desnuda».

¿Dónde la halló?

—En una página de Kipling. ¿Increíble, verdad? No parece de Kipling. Cuando un verso es muy bueno ya no pertenece a nadie ¿no? Se diría que cuando un verso es característico del autor ya no es excelente.

¿Alguna vez ha sentido el impulso de plagiar?

—Continuamente… Aunque, en verdad, la palabra plagio es errónea. El idioma es una serie de plagios, de convenciones. En la escultura, por ejemplo, todas las estatuas ecuestres serían plagios de la primera estatua ecuestre. Todos los cuadros de la Virgen y el Niño se parecen. Y en literatura hay tan pocos temas. 

Borges, usted ha dicho varias veces de sí mismo que es un desdichado. ¿Pero sabe una cosa? Ni en su obra ni en su rostro hay desdicha.

—Sí es cierto… Creo que nuestro deber es no ser desdichados. Yo he escrito muchas letras de milongas y en una de ellas, que trata de un compadrito al que lo mataron, digo: «Entre otras cosas hay una, de la que no se arrepiente nadie en la Tierra; esa cosa es haber sido valiente. Siempre el coraje es mejor, nunca la esperanza es vana. Vaya pues esta milonga para Jacinto Chiclana». Jacinto Chiclana se llamaba el compadrito. Tengo otra sobre otro compadrito que se llamaba Alejandro Albornoz, que peleó contra muchos y entre muchos lo mataron a puñaladas. La milonga concluye así: «Un acero entró en el pecho: ni se le movió la cara; Alejo Albornoz murió como si no le importara»… Yo estaba buscando una frase para que él la dijera. Pero creo que así quedó mejor, ¿no?

Usted admira la valentía pero siempre ha dicho que no ha sido valiente.

—Que lo diga mi dentista… La verdad es que en cualquier destino uno puede ser valiente o puede ser cobarde. Un hombre, por ejemplo, que acepta que una mujer no lo quiere es valiente a su manera.

Usted dijo alguna vez algo que me pareció terrible: que tanto su padre como su abuelo virtualmente buscaron la muerte, por valientes; y que usted no se atrevería a hacer lo mismo…

—Sí, mi abuelo, el coronel Borges, se hizo matar en la batalla de Laverde, en 1864, durante una revolución que organizó Mitre y que fracasó. Por razones políticas, mi abuelo decidió hacerse matar. Se puso un poncho blanco, montó un caballo tordillo, avanzó al trote hasta las trincheras enemigas y le metieron dos balazos. Mi padre sufría de hemiplejía y él me dijo: «Yo me hubiera debido meter un balazo. No te voy a pedir a ti que lo hagas, pero me las voy a arreglar, no te aflijas». Efectivamente, rehusó todo alimento, toda medicación, sólo tomaba agua y se dejó morir. Fue un suicidio poco escénico. Yo escribí un soneto sobre eso: «Te hemos visto morir con el tranquilo ánimo de tu padre ante las balas…».

Borges, usted no lee desde 1955…

—Sí, pero tengo amigos que me leen. Seis o siete amigos buenos que me visitan siempre y que me leen…

Así conoció a García Márquez…

—Claro, un gran escritor, aunque creo que el principio de Cien años de soledad es mejor que el final. Pero es normal. Al final el autor se cansa.

García Márquez es casi el único escritor latinoamericano de hoy sobre el que usted emite una opinión…

—No. Hablando de argentinos, por ejemplo, le diría que Mallea es un excelente escritor…

¿Cortázar?

—No. Cortázar se ha perdido en juegos formales.

¿Por qué sigue comprando libros, tantos libros?

—¡Qué raro! Es un poco de superstición, ¿eh? Acabo de adquirir una enciclopedia alemana que quería tener desde hace muchos años. No puedo leerla pero sé que está ahí y es esa presencia lo que importa.

Quizá, Borges, si hubiera leído a Sartre, como no lo ha hecho…

—No, lo he leído…

… Se habría sentido tan próximo cuando él habla en Las palabras de ese fetichismo por los libros que sintió desde niño. Porque es eso, ¿no?

—Es el objeto del libro, sí… Si me hablan de un libro sagrado, lo entiendo. Pero si me hablan de una revista sagrada, o de un disco sagrado, ya no. Quizá dentro de 500 años se hable de discos sagrados y de periódicos sagrados.

Hablando de discos y periódicos sagrados, ¿por qué fue usted tan duro con Estados Unidos?

—Es que viví cuatro meses ahí. Y me encontré con un gran país hecho de individuos muy mediocres. En la Universidad de Michigan hay un curso, para estudiantes que tienen de 25 a 30 años, de conversación en inglés. Y yo le digo a la profesora: ¿Qué les enseña? Y me dice: «Bueno, yo les digo que un buen método para agilizar el diálogo es hablar del tiempo: se puede decir que ha nevado, que ha dejado de nevar, que nieva o que va a nevar». Bueno, los estudiantes tienen que aprender esa miseria y tomar notas… ¿No le parece triste? Otro día hablaba con unos estudiantes a los que sólo les faltaba la tesis para ser doctores en letras. Yo cometí el error de mencionar a George Bernard Shaw. «¿Who’s he?», me preguntaron. ¿Qué les parece? Es espantoso.

¿Sigue pensando que la literatura española no existe?

—Creo que fuera de tres o cuatro libros podría prescindir de la literatura española. La literatura española comenzó admirablemente. El romancero es admirable. Fray Luis de León es un gran poeta. San Juan de la Cruz también. Y luego… Garcilaso repite lo que había hecho en Italia. Y con Quevedo y Góngora todo se vuelve rígido, ya empieza lo barroco. De todo esto se salva El Quijote, sobre todo su segunda parte. Lo demás de Cervantes es horroroso.

Borges, de su desdén por las multitudes…

—No es que las desdeñe, es que no existen, son abstracciones…

Bueno, de ese desdén surge su convicción de que el fútbol o el tango son algo estúpido ¿verdad?

—A mí me gustan algunos tangos. Me gusta «El choclo», por ejemplo. Me gustan los tangos viejos. Lo que pasa es que con Gardel se inicia la decadencia. Ahí empieza el sentimiento. El tango no puede ser sentimental. Nace en los prostíbulos y las primeras letras son muy obscenas.

¿Por qué no ha escrito una novela, Borges?

—Yo no soy lector de novelas. ¿Por qué voy a ser escritor de novelas? La novela no me gusta, es un género que me desagrada.

¿Por qué?

—Porque está lleno de ripio. En un cuento de Kipling, o un cuento de Henry James, todo es esencial. En las novelas hay mucho de inservible. Tienen que ponerle paisajes, digresiones, intervienen las opiniones del autor.

¿Y la poesía?

—Sigue siendo lo más importante. Esa convicción la tengo con toda el alma y con todo el cuerpo. Es mi mayor necesidad…

Borges, lo está llamando su secretaria…

—Bueno, lo siento, tenemos que terminar, lo siento… Discrepamos de muchas cosas, ¿verdad? Pero eso está bien. Porque entenderse es una miseria.



En Revista Caretas, 19 de diciembre de 1978
Fuente
Foto: Borges con César Hildebrandt Vía



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