5/7/15

Jorge Luis Borges: Epílogo [El Aleph]




borgestodoelanio.blogspot.com




Fuera de Emma Zunz (cuyo argumento espléndido, tan superior a su ejecución temerosa, me fue dado por Cecilia Ingenieros) y de la Historia del guerrero y de la cautiva que se propone interpretar dos hechos fidedignos, las piezas de este libro corresponden al género fantástico. De todas ellas, la primera es la más trabajada; su tema es el efecto que la inmortalidad causaría en los hombres. A ese bosquejo de una ética para inmortales, lo sigue El muerto: Azevedo Bandeira, en ese relato, es un hombre de Rivera o de Cerro Largo y es también una tosca divinidad, una versión mulata y cimarrona del incomparable Sunday de Chesterton. (El capítulo XXIX del Decline and Fall of the Roman Empire narra un destino parecido al de Otálora, pero harto más grandioso y más increíble.) De Los teólogos basta escribir que son un sueño, un sueño más bien melancólico, sobre la identidad personal; de la Biografía de Tadeo Isidoro Cruz, que es una glosa al Martín Fierro. A una tela de Watts, pintada en 1896, debo La casa de Asterión y el carácter del pobre protagonista. La otra muerte es una fantasía sobre el tiempo, que urdía la luz de unas razones de Pier Damiani. En la última guerra nadie pudo anhelar más que yo que fuera derrotada Alemania; nadie pudo sentir más que yo lo trágico del destino alemán; Deutsches Requiem quiere entender ese destino, que no supieron llorar, ni siquiera sospechar, nuestros "germanófilos", que nada saben de Alemania. La escritura del dios ha sido generosamente juzgada; el jaguar me obligó a poner en boca de un "mago de la pirámide de Qaholon", argumentos de cabalista o de teólogo. En El Zahir y El Aleph creo notar algún influjo del cuento The Crystal Egg (1899) de Wells.


J.L.B.
Buenos Aires, 3 de mayo de 1949


Posdata de 1952. Cuatro piezas he incorporado a esta reedición. Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto no es (me aseguran) memorable a pesar de su título tremebundo. Podemos considerarlo una variación de Los dos reyes y los dos laberintos que los copistas intercalaron en las 1001 Noches y que omitió el prudente Galland. De La espera diré que la sugirió una crónica policial que Alfredo Doblas me leyó, hará diez años, mientras clasificábamos libros según el manual del Instituto Bibliográfico de Bruselas, código del que todo he olvidado, salvo que a Dios le corresponde la cifra 231. El sujeto de la crónica era turco; lo hice italiano para intuirlo con más facilidad. La momentánea y repetida visión de un hondo conventillo que hay a la vuelta de la calle Paraná, en Buenos Aires, me deparó lo historia que se titula El hombre en el umbral; la situé en la India para que su inverosimilitud fuera tolerable.




El Aleph (1949, 1952)
Foto Raúl Urbina/Cover/Getty Images

4/7/15

Jorge Luis Borges: All our yesterdays







Quiero saber de quién es mi pasado.
¿De cuál de los que fui? ¿Del ginebrino
que trazó algún hexámetro latino
que los lustrales años han borrado?
¿Es de aquel niño que buscó en la entera
biblioteca del padre las puntuales
curvaturas del mapa y las ferales
formas que son el tigre y la pantera?
¿O de aquel otro que empujó una puerta
detrás de la que un hombre se moría
para siempre, y besó en el blanco día
la cara que se va y la cara muerta?
Soy los que ya no son. Inútilmente
soy en la tarde esa perdida gente.




En La rosa profunda (1975)
Foto original color Raul Urbina/Cover/Getty Images



3/7/15

Jorge Luis Borges: Despedida









Entre mi amor y yo han de levantarse
trescientas noches como trescientas paredes
y el mar será una magia entre nosotros.

No habrá sino recuerdos.
Oh tardes merecidas por la pena,
noches esperanzadas de mirarte,
campos de mi camino, firmamento
que estoy viendo y perdiendo...
Definitiva como un mármol
entristecerá su ausencia otras tardes.



En Fervor de Buenos Aires (1923)
Retrato de Borges, J. Kudelmarf

2/7/15

Jorge Luis Borges: Lluvia







El budismo niega el yo. Una de las ilusiones capitales es la del yo. El budismo concuerda así con Hume, con Schopenhauer y con nuestro Macedonio Fernández. No hay un sujeto, lo que hay es una serie de estados mentales. Si digo «yo pienso», estoy incurriendo en un error, porque supongo un sujeto constante y luego una obra de ese sujeto, que es el pensamiento. No es así. Habría que decir, apunta Hume, no «yo pienso», sino «se piensa», como se dice llueve. Al decir llueve, no pensamos que la lluvia ejerce una acción; no, está sucediendo algo. De igual modo, como se dice hace calor, hace frío, llueve, debemos decir: se piensa, se sufre, y evitar el sujeto.

JLB: Siete noches, 1980

Uno siente la lluvia y uno piensa: «Bueno, ésta es la lluvia de la infancia.»

Antonio Carrizo: Borges el memorioso, 1983





En Antonio Fernández Ferrer & Jorge Luis Borges: Borges A-Z (1988)
La Biblioteca de Babel, 33
Imagen: Monumento a Borges en la Biblioteca Nacional de Bs. As.
Foto Isaías Garde, abril 2014



1/7/15

Jorge Luis Borges: Los Lamed Wufniks - Los justos




© dpa Picture-Alliance borgestodoelanio.blogspot.com




Los Lamed Wufniks

Hay en la tierra, y hubo siempre, treinta y seis hombres rectos cuya misión es justificar el mundo ante Dios. Son los Lamed Wufniks. No se conocen entre sí y son muy pobres. Si un hombre llega al conocimiento de que es un Lamed Wufnik muere inmediatamente y hay otro, acaso en otra región del planeta, que toma su lugar. Constituyen, sin sospecharlo, los secretos pilares del universo. Si no fuera por ellos, Dios aniquilaría al género humano. Son nuestros salvadores y no lo saben.
Esta mística creencia de los judíos ha sido expuesta por Max Brod.
La remota raíz puede buscarse en el capítulo dieciocho del Génesis, donde el Señor declara que no destruirá la ciudad de Sodoma, si en ella hubiere diez hombres justos.

Los árabes tienen un personaje análogo, los Kutb.


En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Con la colaboración de Margarita Guerrero 



Los Justos

Un hombre que cultiva su jardín, como quería Voltaire.
El que agradece que en la tierra haya música.
El que descubre con placer una etimología.
Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.
El ceramista que premedita un color y una forma.
El tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada.
Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto.
El que acaricia a un animal dormido.
El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.
El que agradece que en la tierra haya Stevenson.
El que prefiere que los otros tengan razón.
Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.


En La cifra (1981)


Foto Borges en Roma 1982 
© Roberto Pera - Corbis - Deustche Press Agency 




30/6/15

Roberto Appratto: Borges






Se ha llegado. En pasado, un pasado que ayuda a visualizar el lugar y las impresiones del personaje puesto allí, aparentemente, para que pueda registrarlas, a su modo. Las cosas transcurren a la velocidad de ese registro, que no es sólo el del personaje sino también el del narrador, que de una manera implacable, hace como si estuviera situado atrás del personaje, cerca, pero con la distancia suficiente como para agregarle su perspectiva. Paredón del hospital, calle del noroeste, el número de puerta, vintén oriental, balconcito, pinturería y ferretería, la expresión “esas cosas”, como un gesto elegante de recapitulación instantánea, y al mismo tiempo de lectura conjunta de lo que hay y de lo que significa lo que hay, adensan el paisaje. ¿De qué se trata el talento? Tal vez, de algo opuesto a la facilidad para escribir: algo opuesto a lo que “sale”, así nomás, en ocasión de cualquier cosa, porque, y en la medida que, esa facilidad no involucra, y por lo tanto no deja, por ejemplo, que “esas cosas” sean la denominación de lo que se ha enumerado allí y de todo lo que también entra, o puede entrar, y en ese momento entra, en la misma categoría de “esas cosas”; no involucra un pensamiento personal, una opción por el modo del relato, sino, como mucho una filigrana de estilo. Tal vez en ese caso ni siquiera se llegara a decir “esas cosas”, por no correr el riesgo de evidenciar que no hay un mundo mental por detrás del acto de denominar. Lo estricto, entonces, lo diferente, necesita concentración. Una vez que se ha decidido contar la historia de un tipo, un delincuente que ha venido a refugiarse a una pensión en un barrio perdido, con un patio interior, que no actúa como delincuente sino como perseguido, y del que ni siquiera se sabe el nombre, hay que seguirlo, con respeto, sin confundirse con él, manteniendo ese doble plano del relato que sólo es posible si se es literal: como si se contuviera la respiración para desplegar, con calma, las actividades y los gestos generales durante la observación. Durante: ésa es la palabra para designar la continuidad de actos y observación de los actos, como un plano que se alisa para que revele, en toda su extensión, la presentación del personaje en su presente. Y ese presente en sí mismo como el cumplimiento de un programa estricto: “prefería no alternar con gente de su sangre” o “ese nombre lo trabajaba” son algo más que designaciones puntuales de lo que le ocurre al personaje: se procede de a poco, pero en profundidad, porque el universo, también mental, que está presentando, lo requiere para transparentar sus elucubraciones. Tiene otros objetivos. Es una profundidad extraña, no sólo porque está ganada a base de descripciones y paciencia, sino porque las descripciones, que tratan por igual lo físico y lo espiritual, producen un tono inseparable, tal como se escucha y porque se escucha, de la situación básica de espera en que está el personaje. El hecho de no poder definirla, de hacerla depender de un azar que viene de otra parte, concede la libertad incierta, pero inmensa, de trabajar con un tiempo acotado: un presente de pesadilla, tenso, con el que sólo se puede hacer eso, describirlo en la medida en que se pueda pensar en él; sobre todo, hablar de él, darse un tiempo para designar y otro tiempo para apartarse de las circunstancias e implantar un lenguaje desde afuera. El personaje, que sabe que lo encontrarán para matarlo, que sabe que su espera terminará tarde o temprano, “quería perdurar, no concluir”; de manera que lo que se llama “perdurar” debe ser tratado, y eso es lo que se siente, como un movimiento en espacio reducido que el lenguaje expande, a partir de las acciones que se dejan ver, en otro espectáculo paralelo. Ahí, en el acto de hablar de lo que le pasa y de cómo vive lo que le pasa, el tono de la narración va encontrando los pliegues por dónde meterse. Si uno se pregunta para qué sirve escribir bien, qué se gana con la precisión de los adjetivos y los verbos, qué implica, más allá de sí misma, la construcción de las frases, qué diferencia puede haber en hacer eso así o de otro modo, la atención a esos pliegues es la respuesta: en cada uno, sin dejarse ganar por el encadenamiento simple de los hechos, y aprovechando además que son pocos, el narrador impone una manera de nombrar las alternativas, los pensamientos que pueden derivarse de lo que pasa, y que seguramente, aunque sin certeza, son (en algún caso) y no son (en otro) los del personaje. Cuando dice “en momentos como ése, no era mucho más complejo que el perro”, “se repitió que no los conocía” o “no se veía nunca a sí mismo como un personaje del arte”, “leía una de las secciones del diario”, el espacio donde se pone para hablar, el mismo tiempo en que pronuncia esas palabras, son tan importantes como los datos en cuestión: como si el espesor de las afirmaciones dejara a la luz, en primer plano, la decisión, elegante, pero sobre todo concreta, de dejar entrar, por el pliegue de los acontecimientos, de lo que se presenta como acontecimientos aunque en realidad no lo sean, otro mundo que transparenta éste. Como si fuera necesario, en las instancias que componen la espera, fragmentar el tiempo de manera casi infinitesimal, desde una distancia mediada por adjetivos o por verbos, no sólo los acontecimientos, sino la figura que los adjetivos y los verbos, como una sombra, agregan a los acontecimientos. El narrador lee por medio de lo que escribe, y lee apoyado en lo que cree, como si la historia de los últimos días del personaje fuera una crónica que hubiera que completar: ese acto de completar, mientras se explica los hechos, llena los espacios vacíos a manera de una puesta en escena que viene de otro tiempo, tan presente como aquél en que se narra. Si no fuera por la exactitud con que su lenguaje, al explicárselos, los conecta con, por ejemplo, “trágicas historias del hampa” o “el último círculo”, y los remite a una experiencia cultural ajena a sus circunstancias, los hechos serían sólo hechos; así, son el pretexto para la reflexión continua que los eleva, de alguna manera: los convierte en una situación. En esa reflexión el narrador especula, se pregunta, concluye pero sin saber. La prueba del valor del lenguaje cuando se desprende y gira alrededor de las cosas, como algo que las cosas “tienen” y se convierte en necesario para leerlas, es que, desde la asunción del no saber, desde el ensayo y la prueba, se descubre algo más: “esto es quizás lo más verosímil”, dice, o se dice, pero de paso introduce una conjetura, dos, cada una de las cuales es, por sí misma, otra historia. En esa ampliación del mundo, en ese tiempo extra desde el cual se ve lo que se escribe está la puesta en escena de una historia.



Aporte de Francisco Alvez Francese (FB)
En Impresiones en silencio, 11
Montevideo, Ed. La propia cartonera, 2011
Entrevista a R. Appratto por F. Alvez Francese
Foto original color: Lisbella Páez


29/6/15

Jorge Luis Borges: Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)







I'm looking for the face I had
Before the world was made.
Yeats, The Winding Stair


El seis de febrero de 1829, los montoneros que, hostigados ya por Lavalle, marchaban desde el Sur para incorporarse a las divisiones de López, hicieron alto en una estancia cuyo nombre ignoraban, a tres o cuatro leguas del Pergamino; hacia el alba, uno de los hombres tuvo una pesadilla tenaz: en la penumbra del galpón, el confuso grito despertó a la mujer que dormía con él. Nadie sabe lo que soñó, pues al otro día, a las cuatro, los montoneros fueron desbaratados por la caballería de Suárez y la persecución duró nueve leguas, hasta los pajonales ya lóbregos, y el hombre pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las guerras del Perú y del Brasil. La mujer se llamaba Isidora Cruz; el hijo que tuvo recibió el nombre de Tadeo Isidoro.

Mi propósito no es repetir su historia. De los días y noches que la componen, sólo me interesa una noche; del resto no referiré sino lo indispensable para que esa noche se entienda. La aventura consta en un libro insigne; es decir, en un libro cuya materia puede ser todo para todos (I Corintios 9:22), pues es capaz de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones. Quienes han comentado, y son muchos, la historia de Tadeo Isidoro, destacan el influjo de la llanura sobre su formación, pero gauchos idénticos a él nacieron y murieron en las selváticas riberas del Paraná y en las cuchillas orientales. Vivió, eso sí, en un mundo de barbarie monótona. Cuando, en 1874, murió de una viruela negra, no había visto jamás una montaña ni un pico de gas ni un molino. Tampoco una ciudad. En 1849, fue a Buenos Aires con una tropa del establecimiento de Francisco Xavier Acevedo; los troperos entraron en la ciudad para vaciar el cinto; Cruz, receloso, no salió de una fonda en el vecindario de los corrales. Pasó ahí muchos días, taciturno, durmiendo en la tierra, mateando, levantándose al alba y recogiéndose a la oración. Comprendió (más allá de las palabras y aun del entendimiento) que nada tenía que ver con él la ciudad. Uno de los peones, borracho, se burló de él. Cruz no le replicó, pero en las noches del regreso, junto al fogón, el otro menudeaba las burlas, y entonces Cruz (que antes no había demostrado rencor, ni siquiera disgusto) lo tendió de una puñalada. Prófugo, hubo de guarecerse en un fachinal; noches después, el grito de un chajá le advirtió que lo había cercado la policía. Probó el cuchillo en una mata; para que no le estorbaran en la de a pie, se quitó las espuelas. Prefirió pelear a entregarse. Fue herido en el antebrazo, en el hombro, en la mano izquierda; malhirió a los más bravos de la partida; cuando la sangre le corrió entre los dedos, peleó con más coraje que nunca; hacia el alba, mareado por la pérdida de sangre, lo desarmaron. El ejército, entonces, desempeñaba una función penal; Cruz fue destinado a un fortín de la frontera Norte. Como soldado raso, participó en las guerras civiles; a veces combatió por su provincia natal, a veces en contra. El veintitrés de enero de 1856, en las Lagunas de Cardoso, fue uno de los treinta cristianos que, al mando del sargento mayor Eusebio Laprida, pelearon contra doscientos indios. En esa acción recibió una herida de lanza.

En su oscura y valerosa historia abundan los hiatos. Hacia 1868 lo sabemos de nuevo en el Pergamino: casado o amancebado, padre de un hijo, dueño de una fracción de campo. En 1869 fue nombrado sargento de la policía rural. Había corregido el pasado; en aquel tiempo debió de considerarse feliz, aunque profundamente no lo era. (Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche en que por fin escuchó su nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho, un instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo.) Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. Cuéntase que Alejandro de Macedonia vio reflejado su futuro de hierro en la fabulosa historia de Aquiles; Carlos XII de Suecia, en la de Alejandro. A Tadeo Isidoro Cruz, que no sabía leer, ese conocimiento no le fue revelado en un libro; se vio a sí mismo en un entrevero y un hombre. Los hechos ocurrieron así:

En los últimos días del mes de junio de 1870 recibió la orden de apresar a un malevo, que debía dos muertes a la justicia. Era éste un desertor de las fuerzas que en la frontera Sur mandaba el coronel Benito Machado; en una borrachera, había asesinado a un moreno en un lupanar; en otra, a un vecino del partido de Rojas; el informe agregaba que procedía de la Laguna Colorada. En este lugar, hacía cuarenta años, habíanse congregado los montoneros para la desventura que dio sus carnes a los pájaros y a los perros; de ahí salió Manuel Mesa, que fue ejecutado en la plaza de la Victoria, mientras los tambores sonaban para que no se oyera su ira; de ahí, el desconocido que engendró a Cruz y que pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las batallas del Perú y del Brasil. Cruz había olvidado el nombre del lugar; con leve pero inexplicable inquietud lo reconoció... El criminal, acosado por los soldados, urdió a caballo un largo laberinto de idas y de venidas; éstos, sin embargo, lo acorralaron la noche del doce de julio. Se había guarecido en un pajonal. La tiniebla era casi indescifrable; Cruz y los suyos, cautelosos y a pie, avanzaron hacia las matas en cuya hondura trémula acechaba o dormía el hombre secreto. Gritó un chajá; Tadeo Isidoro Cruz tuvo la impresión de haber vivido ya ese momento. El criminal salió de la guarida para pelearlos. Cruz lo entrevió, terrible; la crecida melena y la barba gris parecían comerle la cara. Un motivo notorio me veda referir la pelea. Básteme recordar que el desertor malhirió o mató a varios de los hombres de Cruz. Éste, mientras combatía en la oscuridad (mientras su cuerpo combatía en la oscuridad), empezó a comprender. Comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro. Comprendió que las jinetas y el uniforme ya le estorbaban. Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario; comprendió que el otro era él. Amanecía en la desaforada llanura; Cruz arrojó por tierra el quepis, gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra los soldados, junto al desertor Martín Fierro.




En El Aleph (1949)
Retrato de J.L. Borges, Agencia DyN
©Archivo DyN & L.Servente


28/6/15

Jorge Luis Borges: El milagro secreto








Y Dios lo hizo morir durante cien años
y luego lo animó y le dijo:
-¿Cuánto tiempo has estado aquí?
-Un día o parte de un día, respondió.

Alcorán, II, 261


La noche del catorce de marzo de 1939, en un departamento de la Zeltnergasse de Praga, Jaromir Hladík, autor de la inconclusa tragedia Los enemigos, de una Vindicación de la eternidad y de un examen de las indirectas fuentes judías de Jakob Boehme, soñó con un largo ajedrez. No lo disputaban dos individuos sino dos familias ilustres; la partida había sido entablada hace muchos siglos; nadie era capaz de nombrar el olvidado premio, pero se murmuraba que era enorme y quizá infinito; las piezas y el tablero estaban en una torre secreta; Jaromir (en el sueño) era el primogénito de una de las familias hostiles; en los relojes resonaba la hora de la impostergable jugada; el soñador corría por las arenas de un desierto lluvioso y no lograba recordar las figuras ni las leyes del ajedrez. En ese punto, se despertó. Cesaron los estruendos de la lluvia y de los terribles relojes. Un ruido acompasado y unánime, cortado por algunas voces de mando, subía de la Zeltnergasse. Era el amanecer, las blindadas vanguardias del Tercer Reich entraban en Praga.

El diecinueve, las autoridades recibieron una denuncia; el mismo diecinueve, al atardecer, Jaromir Hladík fue arrestado. Lo condujeron a un cuartel aséptico y blanco, en la ribera opuesta del Moldau. No pudo levantar uno solo de los cargos de la Gestapo: su apellido materno era Jaroslavski, su sangre era judía, su estudio sobre Boehme era judaizante, su firma delataba el censo final de una protesta contra el Anschluss. En 1928, había traducido el Sepher Yezirah para la editorial Hermann Barsdorf; el efusivo catálogo de esa casa había exagerado comercialmente el renombre del traductor; ese catálogo fue hojeado por Julius Rothe, uno de los jefes en cuyas manos estaba la suerte de Hladík. No hay hombre que, fuera de su especialidad, no sea crédulo; dos o tres adjetivos en letra gótica bastaron para que Julius Rothe admitiera la preeminencia de Hladík y dispusiera que lo condenaran a muerte, pour encourager les autres. Se fijó el día veintinueve de marzo, a las nueve a.m. Esa demora (cuya importancia apreciará después el lector) se debía al deseo administrativo de obrar impersonal y pausadamente, como los vegetales y los planetas.

El primer sentimiento de Hladík fue de mero terror. Pensó que no lo hubieran arredrado la horca, la decapitación o el degüello, pero que morir fusilado era intolerable. En vano se redijo que el acto puro y general de morir era lo temible, no las circunstancias concretas. No se cansaba de imaginar esas circunstancias: absurdamente procuraba agotar todas las variaciones. Anticipaba infinitamente el proceso, desde el insomne amanecer hasta la misteriosa descarga. Antes del día prefijado por Julius Rothe, murió centenares de muertes, en patios cuyas formas y cuyos ángulos fatigaban la geometría, ametrallado por soldados variables, en número cambiante, que a veces lo ultimaban desde lejos; otras, desde muy cerca. Afrontaba con verdadero temor (quizá con verdadero coraje) esas ejecuciones imaginarias; cada simulacro duraba unos pocos segundos; cerrado el círculo, Jaromir interminablemente volvía a las trémulas vísperas de su muerte. Luego reflexionó que la realidad no suele coincidir con las previsiones; con lógica perversa infirió que prever un detalle circunstancial es impedir que éste suceda. Fiel a esa débil magia, inventaba, para que no sucedieran, rasgos atroces; naturalmente, acabó por temer que esos rasgos fueran proféticos. Miserable en la noche, procuraba afirmarse de algún modo en la sustancia fugitiva del tiempo. Sabía que éste se precipitaba hacia el alba del día veintinueve; razonaba en voz alta: Ahora estoy en la noche del veintidós; mientras dure esta noche (y seis noches más) soy invulnerable, inmortal. Pensaba que las noches de sueño eran piletas hondas y oscuras en las que podía sumergirse. A veces anhelaba con impaciencia la definitiva descarga, que lo redimiría, mal o bien, de su vana tarea de imaginar. El veintiocho, cuando el último ocaso reverberaba en los altos barrotes, lo desvió de esas consideraciones abyectas la imagen de su drama Los enemigos.

Hladík había rebasado los cuarenta años. Fuera de algunas amistades y de muchas costumbres, el problemático ejercicio de la literatura constituía su vida; como todo escritor, medía las virtudes de los otros por lo ejecutado por ellos y pedía que los otros lo midieran por lo que vislumbraba o planeaba. Todos los libros que había dado a la estampa le infundían un complejo arrepentimiento. En sus exámenes de la obra de Boehme, de Abnesra y de Flood, había intervenido esencialmente la mera aplicación; en su traducción del Sepher Yezirah, la negligencia, la fatiga y la conjetura. Juzgaba menos deficiente, tal vez, la Vindicación de la eternidad: el primer volumen historia las diversas eternidades que han ideado los hombres, desde el inmóvil Ser de Parménides hasta el pasado modificable de Hinton; el segundo niega (con Francis Bradley) que todos los hechos del universo integran una serie temporal. Arguye que no es infinita la cifra de las posibles experiencias del hombre y que basta una sola "repetición" para demostrar que el tiempo es una falacia... Desdichadamente, no son menos falaces los argumentos que demuestran esa falacia; Hladík solía recorrerlos con cierta desdeñosa perplejidad. También había redactado una serie de poemas expresionistas; éstos, para confusión del poeta, figuraron en una antología de 1924 y no hubo antología posterior que no los heredara. De todo ese pasado equívoco y lánguido quería redimirse Hladík con el drama en verso Los enemigos. (Hladík preconizaba el verso, porque impide que los espectadores olviden la irrealidad, que es condición del arte.)

Este drama observaba las unidades de tiempo, de lugar y de acción; transcurría en Hradcany, en la biblioteca del barón de Roemerstadt, en una de las últimas tardes del siglo diecinueve. En la primera escena del primer acto, un desconocido visita a Roemerstadt. (Un reloj da las siete, una vehemencia de último sol exalta los cristales, el aire trae una arrebatada y reconocible música húngara.) A esta visita siguen otras; Roemerstadt no conoce las personas que lo importunan, pero tiene la incómoda impresión de haberlos visto ya, tal vez en un sueño. Todos exageradamente lo halagan, pero es notorio -primero para los espectadores del drama, luego para el mismo barón- que son enemigos secretos, conjurados para perderlo. Roemerstadt logra detener o burlar sus complejas intrigas; en el diálogo, aluden a su novia, Julia de Weidenau, y a un tal Jaroslav Kubin, que alguna vez la importunó con su amor. Éste, ahora, se ha enloquecido y cree ser Roemerstadt... Los peligros arrecian; Roemerstadt, al cabo del segundo acto, se ve en la obligación de matar a un conspirador. Empieza el tercer acto, el último. Crecen gradualmente las incoherencias: vuelven actores que parecían descartados ya de la trama; vuelve, por un instante, el hombre matado por Roemerstadt. Alguien hace notar que no ha atardecido: el reloj da las siete, en los altos cristales reverbera el sol occidental, el aire trae la arrebatada música húngara. Aparece el primer interlocutor y repite las palabras que pronunció en la primera escena del primer acto. Roemerstadt le habla sin asombro; el espectador entiende que Roemerstadt es el miserable Jaroslav Kubin. El drama no ha ocurrido: es el delirio circular que interminablemente vive y revive Kubin.

Nunca se había preguntado Hladík si esa tragicomedia de errores era baladí o admirable, rigurosa o casual. En el argumento que he bosquejado intuía la invención más apta para disimular sus defectos y para ejercitar sus felicidades, la posibilidad de rescatar (de manera simbólica) lo fundamental de su vida. Había terminado ya el primer acto y alguna escena del tercero; el carácter métrico de la obra le permitía examinarla continuamente, rectificando los hexámetros, sin el manuscrito a la vista. Pensó que aun le faltaban dos actos y que muy pronto iba a morir. Habló con Dios en la oscuridad. Si de algún modo existo, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor de Los enemigos. Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero un año más. Otórgame esos días, Tú de Quien son los siglos y el tiempo. Era la última noche, la más atroz, pero diez minutos después el sueño lo anegó como un agua oscura.

Hacia el alba, soñó que se había ocultado en una de las naves de la biblioteca del Clementinum. Un bibliotecario de gafas negras le preguntó: ¿Qué busca? Hladík le replicó: Busco a Dios. El bibliotecario le dijo: Dios está en una de las letras de una de las páginas de uno de los cuatrocientos mil tomos del Clementinum. Mis padres y los padres de mis padres han buscado esa letra; yo me he quedado ciego, buscándola. Se quitó las gafas y Hladík vio los ojos, que estaban muertos. Un lector entró a devolver un atlas. Este atlas es inútil, dijo, y se lo dio a Hladík. Éste lo abrió al azar. Vio un mapa de la India, vertiginoso. Bruscamente seguro, tocó una de las mínimas letras. Una voz ubicua le dijo: El tiempo de tu labor ha sido otorgado. Aquí Hladík se despertó.

Recordó que los sueños de los hombres pertenecen a Dios y que Maimónides ha escrito que son divinas las palabras de un sueño, cuando son distintas y claras y no se puede ver quien las dijo. Se vistió; dos soldados entraron en la celda y le ordenaron que los siguiera.

Del otro lado de la puerta, Hladík había previsto un laberinto de galerías, escaleras y pabellones. La realidad fue menos rica: bajaron a un traspatio por una sola escalera de fierro. Varios soldados -alguno de uniforme desabrochado- revisaban una motocicleta y la discutían. El sargento miró el reloj: eran las ocho y cuarenta y cuatro minutos. Había que esperar que dieran las nueve. Hladík, más insignificante que desdichado, se sentó en un montón de leña. Advirtió que los ojos de los soldados rehuían los suyos. Para aliviar la espera, el sargento le entregó un cigarrillo. Hladík no fumaba; lo aceptó por cortesía o por humildad. Al encenderlo, vio que le temblaban las manos. El día se nubló; los soldados hablaban en voz baja como si él ya estuviera muerto. Vanamente, procuró recordar a la mujer cuyo símbolo era Julia de Weidenau...

El piquete se formó, se cuadró. Hladík, de pie contra la pared del cuartel, esperó la descarga. Alguien temió que la pared quedara maculada de sangre; entonces le ordenaron al reo que avanzara unos pasos. Hladík, absurdamente, recordó las vacilaciones preliminares de los fotógrafos. Una pesada gota de lluvia rozó una de las sienes de Hladík y rodó lentamente por su mejilla; el sargento vociferó la orden final.

El universo físico se detuvo.

Las armas convergían sobre Hladík, pero los hombres que iban a matarlo estaban inmóviles. El brazo del sargento eternizaba un ademán inconcluso. En una baldosa del patio una abeja proyectaba una sombra fija. El viento había cesado, como en un cuadro. Hladík ensayó un grito, una sílaba, la torsión de una mano. Comprendió que estaba paralizado. No le llegaba ni el más tenue rumor del impedido mundo. Pensó estoy en el infierno, estoy muerto. Pensó estoy loco. Pensó el tiempo se ha detenido. Luego reflexionó que en tal caso, también se hubiera detenido su pensamiento. Quiso ponerlo a prueba: repitió (sin mover los labios) la misteriosa cuarta égloga de Virgilio. Imaginó que los ya remotos soldados compartían su angustia: anheló comunicarse con ellos. Le asombró no sentir ninguna fatiga, ni siquiera el vértigo de su larga inmovilidad. Durmió, al cabo de un plazo indeterminado. Al despertar, el mundo seguía inmóvil y sordo. En su mejilla perduraba la gota de agua; en el patio, la sombra de la abeja; el humo del cigarrillo que había tirado no acababa nunca de dispersarse. Otro "día" pasó, antes que Hladík entendiera.

Un año entero había solicitado de Dios para terminar su labor: un año le otorgaba su omnipotencia. Dios operaba para él un milagro secreto: lo mataría el plomo alemán, en la hora determinada, pero en su mente un año transcurría entre la orden y la ejecución de la orden. De la perplejidad pasó al estupor, del estupor a la resignación, de la resignación a la súbita gratitud.

No disponía de otro documento que la memoria; el aprendizaje de cada hexámetro que agregaba le impuso un afortunado rigor que no sospechan quienes aventuran y olvidan párrafos interinos y vagos. No trabajó para la posteridad ni aun para Dios, de cuyas preferencias literarias poco sabía. Minucioso, inmóvil, secreto, urdió en el tiempo su alto laberinto invisible. Rehizo el tercer acto dos veces. Borró algún símbolo demasiado evidente: las repetidas campanadas, la música. Ninguna circunstancia lo importunaba. Omitió, abrevió, amplificó; en algún caso, optó por la versión primitiva. Llegó a querer el patio, el cuartel; uno de los rostros que lo enfrentaban modificó su concepción del carácter de Roemerstadt. Descubrió que las arduas cacofonías que alarmaron tanto a Flaubert son meras supersticiones visuales: debilidades y molestias de la palabra escrita, no de la palabra sonora... Dio término a su drama: no le faltaba ya resolver sino un solo epíteto. Lo encontró; la gota de agua resbaló en su mejilla. Inició un grito enloquecido, movió la cara, la cuádruple descarga lo derribó.

Jaromir Hladík murió el veintinueve de marzo, a las nueve y dos minutos de la mañana.




Ficciones (1944)
Foto original color: Sophie Bassouls (1977) Corbis


27/6/15

Jorge Luis Borges: Prólogo a Attilio Rossi, «Buenos Aires en tinta china»





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Que estas sensibles y precisas imágenes de nuestra querida ciudad sean obras de un espectador italiano es cosa que no debe asombrarnos. En lo arquitectónico, Buenos Aires tendió a apartarse de lo español como ya se había apartado en lo político; diferir de los padres es tal vez una fatalidad de los hijos. Hay quienes tratan de ignorar o de corregir esa propensión; tenazmente perpetran edificios “coloniales”, edificios demasiado visibles —el nuevo puente Alsina, digamos, con su traza caricatural de muralla china— que no se funden con el resto de la ciudad y quedan como monstruos aislados. Con o sin justificación, Buenos Aires atenuó lo español y tendió a lo italiano; italianos fueron los rasgos diferenciales de su arquitectura, la balaustrada, la azotea, las columnas, el arco. Italianos fueron los jarrones de mampostería que había en la entrada de las quintas.

En algún tiempo, el concepto de paisajes urbanos debe haber sido paradójico; no sé quién lo introdujo en las artes plásticas; fuera de algún ejercicio satírico (A Description of the Morning, A Description of a City Shower, de Swift), su aparición en la literatura, que yo recuerde, no es anterior a Dickens… Este libro evidencia la felicidad con que Rossi cultiva tal género; de las muchas imágenes que lo forman, las más admirables, entiendo, son las que reflejan el barrio Sur. Ello, por cierto, no es casual. Más que una determinada zona de la ciudad, más que la zona que definen el paseo Colón y las calles Brasil, Victoria, Entre Ríos, el Sur es la substancia original de que está hecha Buenos Aires, la forma universal o idea platónica de Buenos Aires. El patio, la puerta cancel, el zaguán, son (todavía) Buenos Aires; sobreviven, patéticos, en el Centro y en barrios del Oeste y del Norte; nunca los vemos sin pensar en el Sur. No sé si puedo intercalar, aquí, una mínima confesión. Hace treinta años me propuse cantar mi barrio de Palermo; celebré con metros de Whitman las oscuras higueras y los baldíos, las casas bajas y las esquinas rosadas; redacté una biografía de Carriego; conocí a un hombre que había sido caudillo; oí con veneración los trabajos de Suárez el Chileno y de Juan Muraña, cuchilleros incomparables. Un almacén iluminado en la noche, una cara de hombre, una música, me traen alguna vez el sabor de lo que busqué en esos versos; esas restituciones, esas confirmaciones, ahora, sólo me ocurren en el Sur. Yo, que creí cantar a Palermo, había cantado el Sur, porque no hay un palmo de Buenos Aires que pudorosamente, íntimamente, no sea, sub quadam specie aeternitatis, el Sur. El Oeste es una heterogénea rapsodia de formas del Sur y formas del Norte; el Norte es símbolo imperfecto de nuestra nostalgia de Europa. (También son barrio Sur las otras ciudades de este lado de América, Montevideo, La Plata, el Rosario, Santiago del Estero, Dolores.) La arquitectura es un lenguaje, una ética, un estilo vital; en la del barrio Sur —y no en las casas de tejado, en las de azotea— nos sentimos confesos los argentinos.

 A lo anterior se replicará que el estilo que he juzgado esencial está condenado a morir, ya que las nuevas construcciones lo ignoran y las antiguas no pueden aspirar a perpetuas. No está lejos el día en que no quede un solo patio ajedrezado, una sola puerta cancel. Realmente, no sé qué responder a esa objeción. Sé que Buenos Aires, alguna vez, dará con su otro estilo y que esas formas venideras preexisten (secretas y evasivas para mis ojos, claras para el futuro) en las deleitables páginas de este libro.

Posdata de 1974. El pasaje de Swift que mencioné, procede, verosímilmente, de Juvenal.



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En: Attilio Rossi, Buenos Aires en tinta china 
Prólogo de JLB, Bs. As., Editorial Losada 
Biblioteca Contemporánea, 1951
Luego en Prólogos con un prólogo de prólogos (1975)
Imágenes: cover y páginas de la obra prologada




26/6/15

Silvio Mattoni: Ficciones y muertes







Suele suponerse que Borges representa una posición de desconfianza radical ante el lenguaje. Los nombres de las cosas serían lo único universal, pero lo real de la cosa permanece intacto, inalcanzable. Las palabras construyen su juego de abstracciones, pero no significan sino la ausencia del que habla. Quien habla entonces estaría siempre ya muerto, ya borrado en el centro vacío de lo que dice. Sin embargo, acaso toda literatura, construida sobre la ficción o sobre esa estructura minuciosa a la que obliga una crítica inacabable de las propiedades de un idioma y de una serie de tradiciones, deba también ser algo más, sobrepasar el artificio, y encontrar su valor en una epifanía de lo real dentro de esas celdillas de la ausencia que llamamos palabras. Uno de esos puntos en Borges, donde el lenguaje se retuerce para alcanzar algo que está más allá de su esfera, sería la experiencia de la muerte. Ante una muerte, todos los objetos se desdibujan, las metáforas dejan de ser un incremento del sentido y ya sólo degradan ese acontecimiento tiñéndolo de literatura. Incluso pensar es robarle al muerto ese discurso interno que ya no tiene, que ya no existe. Borges entonces enumera los elementos más ínfimos, banales casi, como la única manera en que el lenguaje intentará nombrar, hacer real, esa desaparición de un ser único. Así dice, en uno de sus primeros libros de poemas:

Me conmueven las menudas sabidurías
que en todo fallecimiento se pierden
-hábito de unos libros, de una llave, 
de un cuerpo entre los otros-.

La prolijidad de lo real daría como resultado una especie de realismo, esa superstición descriptiva, pero el solo hecho de nombrar esos hábitos mínimos, ese punto desde donde el muerto veía todo, nos ofrece el rastro de un mundo en el mismo momento en que desaparece.

Por eso, incluso lo fantástico en algunos cuentos de Borges puede ser interpretado como la experiencia de un sujeto. ¿Qué son, por ejemplo, El Zahir o El Aleph sino las alucinaciones de alguien que experimenta la muerte de una mujer querida? Todas las glosas que las explican, que las conectan a una tradición ancestral, serían entonces como las referencias bíblicas de los místicos que, aun tomando prestadas las metáforas de ese compendio poético y religioso, no dejan de padecer la experiencia que vuelve a originar en ellos las mismas imágenes. En Borges, es la literatura entera la que vuelve a ser experimentada, intensamente leída, sólo para poder nombrar eso que escapa al lenguaje, la propiedad de un nombre aplicada a un cuerpo ausente. Antes de ver la esfera tornasolada del Aleph, invitado por el caricaturesco poeta Carlos Argentino Daneri (parodia de la ambición vanguardista que desconoce hasta qué punto la prolijidad infinita de lo real escapa a las palabras), el personaje llamado Borges le dice al retrato de la mujer muerta, todavía presente en su memoria: Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges. Fuera de la sintaxis, pura adjunción entre el nombre de la amada y el yo, que destruye el espejismo conectivo del lenguaje y el mito de la así llamada frase borgeana; plegaria que contiene a la vez la comedia de Dante y su refutación, pues lo que se salva del nombre en la literatura no recuerda ya los rasgos únicos de la muerta; el resto es tradición, suma de lecturas, donde se pierde "su andar", esa "como graciosa torpeza", ese oxímoron viviente que podía despertar amor y sufrimiento.

Si "El Aleph" es una suerte de alucinación que sigue a un prolongado duelo, y le decimos alucinación al infinito que negaría la contingencia, el punto del tiempo en que Beatriz desapareció, el lugar donde yace su cuerpo pudriéndose, entonces la lentísima extinción de esa totalidad contemplada, cuya simultaneidad no cabe en el lenguaje enumerativo condenado a la sucesión, sería la imagen cada vez más tenue de un rostro en la memoria. El inagotable universo puede ser olvidado, los rasgos de la cara única de Beatriz, que una vez fueron el mundo para quien la amaba, también se van, "bajo la trágica erosión de los años".

En "El Zahir", el olvido es más bien un desvío. Frente a la moneda de 20 centavos que ocupará la memoria del narrador hasta el enloquecimiento o la revelación mística, parece fácil olvidar el profuso universo. La mujer muerta, adalid de las modas más sutiles y veloces, buscaba, dice Borges, "lo absoluto en lo momentáneo". ¿Y no es amar a esa chica esnob perderse también en el sueño de atrapar alguna vez su fugacidad, su realidad, dentro de ese simulacro de perduración que es lo idéntico de cada uno desde el principio de la memoria hasta la muerte? La repetición de un solo objeto cualquiera, banal y vacío, tan abstracto como el dinero que no es sino una promesa de tiempo futuro, de lo que se puede comprar, salvará al enamorado del dolor extenso. La repetición de la moneda anulará la imagen de lo reiterable, de las poses de la muerta, de su sonrisa, y en vez de entregarlo a la lentitud del olvido que se descompone en pequeños olvidos, borraduras parciales de un gesto, un movimiento del cuerpo, luego de los rasgos, las miradas, hasta que al fin el nombre propio de esa persona ya no despierte imagen alguna, sólo la melancolía de ciertos relatos que pudieron ocurrirle a cualquiera; en vez de esa tortura donde se advierte, como dirá Borges en "El Aleph", la porosidad, el tamiz imperfecto que somos y que deja pasar de largo casi todo lo vivido, la moneda obsesionante sellará de un golpe el olvido absoluto de aquello que no sea su doble faz, reduciendo la totalidad a su insignificancia, y dictará antes que nada el olvido de la muerta. "Lo que no es el Zahir me llega tamizado y como lejano: la desdeñosa imagen de Teodelina, el dolor físico." Lo que no es el Zahir, que contiene al mundo y es el símbolo arbitrario de Dios, ¿qué es sino la imagen de una muerta?

Las muertes, en Borges, refutan la eternidad, vacían las altas pretensiones de la literatura, únicos acontecimientos que hacen tangible el tiempo real y por los cuales valdría la pena fabricar una ficción más, la que se escribe aquí y ahora, frente a la muerte propia que ocurrirá una sola vez, en un solo lugar, y sin lenguaje.



Silvio Mattoni
En Kóre. Ensayos sobre la literatura y el duelo
Rosario, Beatriz Viterbo, 2000
Entrada propuesta por Francisco Alvez Francese (FB)

Fuente foto original color y CV de Silvio Mattoni


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