24/6/15

Iván Almeida: Jorge Luis Borges, autor del poema "Instantes" (Crónica)







Atribuir a Louis Ferdinand Céline o a James Joyce la Imitación
de Cristo, ¿no es una suficiente renovación de esos tenues
avisos espirituales? (P. Menard)

—¿Si volviera a vivir?
—Bueno... volvería a hacer las cosas que hice. Porque uno es
como es ¿no? (en R. Braceli: Borges-Bioy 43)


El cuerpo del delito

De las innumerables versiones que ofrece el poema del que aquí se trata, transcribo, a continuación, la que parece haber merecido las mejores tintas:


Instantes
Jorge Luis Borges

Si pudiera vivir nuevamente mi vida.
En la próxima trataría de cometer más errores.
No intentaría ser tan perfecto, me relajaría más.
Sería más tonto de lo que he sido, de hecho
tomaría muy pocas cosas con seriedad.
Sería menos higiénico.
Correría más riesgos, haría más viajes, contemplaría
más atardeceres, subiría más montañas, nadaría más ríos.
Iría a más lugares adonde nunca he ido, comería
más helados y menos habas, tendría más problemas
reales y menos imaginarios.
Yo fui una de esas personas que vivió sensata y prolíficamente
cada minuto de su vida; claro que tuve momentos de alegría.
Pero si pudiera volver atrás trataría de tener
solamente buenos momentos.
Por si no lo saben, de eso está hecha la vida, sólo de momentos;
no te pierdas el ahora.
Yo era uno de esos que nunca iban a ninguna parte sin termómetro,
una bolsa de agua caliente, un paraguas y un paracaídas;
Si pudiera volver a vivir, viajaría más liviano.
Si pudiera volver a vivir comenzaría a andar descalzo a principios
de la primavera y seguiría así hasta concluir el otoño.
Daría más vueltas en calesita, contemplaría más amaneceres
y jugaría con más niños, si tuviera otra vez la vida por delante.
Pero ya tengo 85 años y sé que me estoy muriendo.


El texto citado ocupa dos páginas de la revista mexicana Plural, fundada por Octavio Paz en 1971, y dirigida por el ilustre Premio Nobel hasta 1976. Plural, ex-revista cultural del grupo Excelsior, era considerada por algunos como una de las más influyentes en la vida cultural de Latinoamérica. Este poema aparece en las páginas 4 y 5 del número de mayo de 1989. En una nota titulada “Un poema a pocos pasos de la muerte”, Mauricio Ciechanower lo presenta con un brío lírico que, convengamos, Borges (y Bioy y el académico G. Montenegro) le hubiera ciertamente envidiado. Extraigo algunos de sus conceptos:
Concebido poco tiempo antes de su desaparición —la sola mención de sus 85 años de existencia, en el final del poema, así lo acredita— remite a esa fundamentada hipótesis sobre la fecha real de su confección (...) Pieza preñada de un poder de síntesis magistral, “Instantes” refleja los pensamientos más íntimos del gestor de Elogio de la sombra a propósito del trayecto de vida que le tocara en suerte recorrer, desechando aquellos tramos existenciales a los que hubiera deseado dejar de lado y, por el contrario, incorporando aquellos otros que hubieran podido proporcionarle placer y gratificación plena. Suerte de testamento sin presencia obligada de notarios prescindibles, expresión de deseos que acoge sumas y restas de lo que constituyera su vida total. Texto sustancial que queda al alcance de los lectores de Plural, publicación virgen en suelo mexicano, y que permite un acercamiento de neto corte humano a esta figura mayor de la literatura de todos los tiempos. (1)

Con elegancia, tal vez para dejar al lector la magia del descubrimiento, el comentador se contiene de hacer notar que, en esta pieza de concepción tan rebelde, Borges esconde, en el verso 12, la última de sus abdicaciones, la del respeto por la sintaxis.

Tal vez de mayor prestigio aún, el libro de Elena Poniatowska Todo México, que contiene un capítulo de 45 páginas consagrado a una supuesta entrevista con Jorge Luis Borges. El libro es de 1990, pero la autora toma la precaución de fechar la entrevista en 1976.

En la página 144, mientras Borges y Poniatowska hablan de Shaw y de Conrad, y antes de pasar a una abrupta pregunta por “Tolstoi y Dostoievski y Balzac y Proust”, la periodista nos concede un súbito entreacto, durante el cual tiene el privilegio inusitado de recitarle a Borges dos poemas seguidos, sin ninguna interrupción por parte del poeta. El primero es nuestro “Instantes”, el segundo, recitado sin transición, es “El remordimiento”. A continuación, Poniatowska describe minuciosamente la reacción de Borges:
Borges escucha con incredulidad, con atención, acostumbra escuchar con seriedad, no se distrae, sin el bastón, sus dos manos sobre la colcha, se ve más desamparado. Sonríe.
—¿Qué puede importarme ser desdichado o ser feliz? Eso pasó hace ya tanto tiempo... Estos poemas son demasiado inmediatos, autobiográficos, son remordimientos.
— ¿Y Tolstoi y Dostoievski y Balzac y Proust? (145-146)
En 1976 Borges tenía, según parece, 77 años, y no se ofusca de haber dicho “hace ya tanto tiempo”: “Pero ya tengo 85 años y sé que me estoy muriendo”. Tampoco interrumpe a la recitadora para decirle, por ejemplo, “caramba, en castellano no se dice ‘yo fui una de esas personas que vivió’”...

Sería relativamente sencillo tratar de resolver este intríngulis pidiendo amablemente a Elena Poniatowska que dé a conocer las bandas grabadas de la entrevista. Pero nuestra encuesta perdería en interés lo que ganaría en realismo y siempre es mejor someterse a la consigna de Dunraven: “la solución del misterio es siempre inferior al misterio”.

Cedo, pues, la palabra al profesor Rafael Olea Franco, quien, en un artículo reciente, resume en forma sabrosa una serie de intercambios que hemos ido teniendo sobre el tema. En su texto, en primer lugar, puede verse que, a pesar de la fecha (ya anacrónica) de 1976, que figura en el libro Todo México, Elena Poniatowska había publicado su entrevista por entregas, ya en 1973, en Novedades del 9, 10, 11 y 12 de diciembre. Y Olea Franco comenta:
El enigma que plantea el pasaje de Poniatowska se dilucida si se comparan las entregas originales de la entrevista (1973) con la versión de ésta incluida en 1990 en Todo México; además de ciertas diferencias en el orden de los apartados, se encuentra que en la segunda entrega del texto original –donde hay un diálogo sobre Conrad, Tolstoy y Dostoyevsky–, no se discute la felicidad de Borges ni se citan o mencionan poemas suyos. De aquí deduzco que cuando Poniatoswka volvió a publicar la entrevista, no dudó (no tenía por qué dudar) de la autoría de Borges respecto de “Instantes”, como tampoco lo hicieron otros muchísimos lectores e incluso profesores universitarios; por ello de ningún modo creyó caer en una contradicción irresoluble si “retocaba” el texto añadiéndole dos poemas del escritor que se relacionaban con el fundamental tema de la felicidad personal. (53-54)

Como si esto fuera poco, en el mismo artículo (irónicamente precedido, en la Gaceta del Fondo de Cultura Económica, por un texto de Poniatowska sobre Borges y Reyes), Olea Franco, con la amabilidad que lo caracteriza, da la estocada fatal a la hipótesis Poniatowska, revelando un infranqueable anacronismo que obliga a descartar, esta vez, también el segundo de los poemas leídos:

Como dije, la entrevista se efectuó en 1973, según lo comprueban numerosos datos: el Premio Alfonso Reyes, la preocupación del escritor por la salud de su madre (muerta en 1975), el nombre de su ayudante en ese primer viaje a México (Claudine Hornos de Acevedo). La fecha es clave, pues “El remordimiento” se publicó por vez primera el 21 de septiembre de 1975, en el periódico bonaerense La Nación, por lo que es imposible que Poniatowska haya podido citarlo en 1973. (53)

Inquietud: Elena Poniatowska, ¿autora de Jorge Luis Borges?


El comienzo de la indignación

En el prólogo del volumen Borges en la Revista Multicolor (1995) —libro improvisado, que contiene algunos textos de Borges y otros a él atribuidos con dudosa metodología— María Kodama, editora de las obras del poeta, vuelve sobre un asunto que ya la había llevado a obtener condenas y retractaciones públicas:
Lo más notable es comprobar que esa misma gente que no aprueba la publicación de las tres obras mencionadas [El tamaño de mi esperanza, El idioma de los argentinos, Inquisiciones], frente al poema “Instantes” o “Momentos” de la escritora norteamericana Nadine Stair, atribuido falsamente —quiero creer que por ignorancia— a Borges, esa gente, repito, nada dijo ni del estilo ni del contenido de esos versos. Aunque resulte infantil el lenguaje empleado y totalmente contradictorio el mensaje transmitido por el poema, con respecto a los principios que Borges sustentó hasta el fin de su vida.
Se llegó al horror de leer y enseñar en instituciones oficiales, y atribuyéndolo siempre a Borges, ese poema sin valor literario. (16)

Nace, entonces, una segunda pista: la escritora norteamericana Nadine Stair.

En el diario El País del 9 de mayo de 1999, Francisco Peregil publica una nota intitulada “El poema que Borges nunca escribió”, en la que, sin más argumentos que su justificada indignación, remacha la teoría de Kodama:
Craso error, porque la verdadera autora del apócrifo es una desconocida poetisa norteamericana llamada Nadine Stair, que lo publicó en 1978, ocho años antes de que Borges muriera en Ginebra, a los 86 años.

El problema es que la crítica literaria no obedece a la lógica binaria: poder afirmar que un texto no es de Borges no es haber probado que su autor es Nadine Stair. Así, los “stairistas” no han mostrado mayor rigor intelectual que los “borgistas”.

Nadine Stair, originaria de Louisville, Kentucky, fallecida el 1988 a la edad de 86 años, probablemente no ha existido nunca, al menos con ese nombre y ese apellido. El primer testimonio de autoría de este extraordinario personaje borgesiano remonta a 1978 (es, pues, dos años posterior a la supuesta entrevista de Poniatowska con Borges...) y aparece en la página 99 de Family Circus del 27 de marzo (cf. Benjamin Rossen). El texto, que de revista parroquial en T-shirts, ha ido sufriendo innumerables adaptaciones, es el siguiente:
If I Had My Life to Live Over
I'd dare to make more mistakes next time. I'd relax, I would limber up. I would be sillier than I have been this trip. I would take fewer things seriously. I would take more chances. I would climb more mountains and swim more rivers. I would eat more ice cream and less beans. I would perhaps have more actual troubles, but I'd have fewer imaginary ones.
You see, I'm one of those people who live sensibly and sanely, hour after hour, day after day. Oh, I've had my moments, and if I had to do it over again, I'd have more of them. In fact, I'd try to have nothing else. Just moments, one after another, instead of living so many years ahead of each day. I've been one of those persons who never goes anywhere without a thermometer, a hot water bottle, a raincoat and a parachute. If I had to do it again, I would travel lighter than I have. If I had my life to live over, I would start barefoot earlier in the spring and stay that way later in the fall. I would go to more dances. I would ride more merry-go-rounds. I would pick more daisies.
Nadine Stair —85 years old— Louisville, Kentucky

Esta versión nos produce ya un primer alivio, el de confirmar las sospechas de que se trataba de una prosa.

Más bien forzado por las circunstancias que por un verdadero placer de sabueso, he debido rastrear durante años los pasos de esta escritora, pariente lejana, sin duda, de Herbert Quain. La mayoría de las pistas conducían a los medios de espiritualidad gerontológica. El texto parecía ser la simple respuesta de una anciana a la pregunta “¿qué haría usted si le fuera dado volver a vivir?”. En un cierto momento me pareció que llegaba a la fuente verdadera: alguien citaba el best-seller Peace, Love & Healing del Doctor Bernie S. Siegel, el gerontólogo más leído de los Estados Unidos. Tragué la vergüenza que implicaba encargar y recibir un libro con ese título, cuando se cree ser profesor de epistemología. Suspiré de alivio al descubrir, en la página 285, el texto que buscaba. La decepción fue brusca. Por una parte, la forma era de nuevo la de un poema y, por otra, las referencias que daba el científico estadounidense cabían en estas pocas líneas:
Some wise words on the subject of living in the moment came from an eighty-five-year-old woman named Nadine Stair, who was confronting death. I’ve seen several slightly different versions of this poem, but the one I like best is this. (285)

Vemos que el “eminente facultativo” elige, como criterio de selección de sus fuentes, el de su propia sensibilidad estética. Es de esperar que en el ejercicio de su profesión se muestre menos intuitivo.

En un documentadísimo site de Internet basado en Holanda, su autor, Benjamin Rossen, ha centralizado y ordenado toda la información que ha ido recabando de diferentes lugares, incluido nuestro propio Centro Borges (2). Allí aparece in extenso el resultado de una pesquisa realizada por la periodista Joannie Liesenfelt, especializada en búsqueda de personas y familias perdidas. Intrigada por una antología de mujeres poetas publicada por Papier Mache Press, que lleva como título un extracto de este presunto poema, Liesenfelt viaja a Kentucky y se dedica a indagar acerca de la identidad del autor.

En ninguna de las cuatro familias de Kentucky que llevan el nombre Stair encuentra rastros de Nadine. Sin embargo, una de las personas contactadas, Laura Stair, le declara que, acosada por centenas de cartas, ella misma ha llevado a cabo una indagación con el siguiente resultado: la persona en cuestión se llamaría Nadine Strain, con la cual Laura Stair afirma haber mantenido alguna relación telefónica. Siguiendo el consejo de esta persona, Liesenfelt continúa la investigación valiéndose del testimonio de Byron Crawford, periodista del Louisville Courier-Journal y autor de varios artículos sobre Nadine Strain. Crawford ha estado en contacto con la sobrina de esta persona, quien afirma que la verdadera ocupación de su tía era la música y que no se le conocen más escritos que el que Crawford menciona.

He podido leer el artículo de Crawford en el Louisville Courier-Journal del 15 de junio de 1992. Con el entusiasmo del redactor de un diario de pueblo en el que se hubiera aparecido la Virgen María, Crawford afirma y celebra más de lo que prueba. Cito las últimas palabras del artículo:
Nadine Strain died at a nursing home in November 1988 and left her body to the University of Louisville School of Medicine. But she left little pieces of her heart and soul with all of us who have read her precious essay about eating ice cream, going barefoot, riding merry go-rounds, picking daisies and living life.
We will not forget you Nadine Strain.

Sabemos, pues, que Nadine Strain existió, que nació el 1º de julio de 1892 y murió el 20 de noviembre de 1988 en Louisville y que su sobrina está feliz de saber que su tía goza de una cierta celebridad.

Nada sabemos, en cambio, de Nadine Stair, salvo que en esa época, en Kentucky, nadie llevaba ese nombre. Pero sabemos también que cuando ese texto aparece, firmado por Nadine Stair, el año en que Nadine Strain cumple los 85 años de edad estipulados, ya hacía 25 años que circulaba otra versión del mismo...


L’Illusion Comique

El 11 de febrero de 1999, un mensaje electrónico remitido por Ilza Carvalho me advierte de la existencia del texto “If I had My Life to Live over”, firmado por el caricaturista americano Don Herold, en la revista Reader’s Digest de octubre de 1953 (cuando Borges tenía 54 y Nadine 55 años). Mi amable interlocutora me comunica además que está en contacto telefónico con la hija del célebre caricaturista, la escritora Doris Herold Lund, quien confirma sin equívocos la autoría de su padre.

No fue difícil conseguir en la biblioteca del Iberoamerikanisches Institut de Berlín la edición en cuestión y comprobar de visu la exactitud de la información.

Por razones de copyright me está vedado reproducir aquí la totalidad del texto de Don Herold. Pero desde la primera frase resaltan el tono escéptico y el humor negro del caricaturista, totalmente ajeno a la espiritualidad de la que se reclaman los miles de prosélitos del texto en su versión Stair/Borges. Cuidadosamente censurado por las versiones espirituales, el incipit reza así: “Por supuesto, nadie puede desfreír un huevo, pero no hay ley que impida considerarlo” (Of course, you can't unfry an egg, but there is no law against thinking about it”). Luego viene el párrafo inspirador:
If I had my life to live over, I would try to make more mistakes. I would relax. I would be sillier than I have been this trip. I know of very few things that I would take seriously. I would be less hygienic. I would go more places. I would climb more mountains and swim more rivers. I would eat more ice cream and less bran.

Obsérvese, de paso, la evolución de esta última frase, de una versión a otra. El viejo humorista desearía haber comido más helados y menos “bran”, es decir, menos “afrecho”. La señora mayor, en cambio, hubiera preferido más helados y menos “beans”, es decir menos alubias (frijoles o porotos). A Borges moribundo, en cambio, le hubiera gustado “comer” (él hubiera dicho “tomar”) más helados y menos “habas”. Es curioso, a pesar de Mr. Kellogg, no puedo imaginarme a un americano de los años cincuenta comiendo exageradamente afrecho; tampoco llego a figurarme a una anciana de Kentucky quejándose de haber comido demasiados frijoles (y no Kentucky Chicken & Frites), y menos, a Borges arrepintiéndose de haber comido tantas habas, las cuales, aunque el refrán diga que se cuecen en todas partes, no forman parte de la comida diaria de un argentino. Sin embargo, si, como parece imponerse, se acepta la hipótesis de que la versión borgista ha transitado por México, resulta natural que al pobre anciano, por misericordia, se lo haga renunciar a las habas pero nunca a los frijoles, a los que renunciaba sin pena la señora de Kentucky.

La conclusión que saca Benjamin Rossen de las docenas de versiones que compara, es que todas se sitúan en alguna parte de un inmenso recorrido de plagio de un autor único y con copyright, Don Herold. Personalmente no me atrevería a defender tal hipótesis hasta la muerte. Desautorizar las versiones borgistas y stairistas me parece justificado. Atestiguar la originalidad del texto de Herold y la propiedad intelectual de su autor parece igualmente imponerse. Pero es metodológicamente difícil decidir que Herold no tiene predecesores. Desde el medioevo escolástico sabemos que es más fácil demostrar una existencia que una no-existencia. Por eso no podemos descartar del todo la hipótesis de que, a su vez, el texto del caricaturista hinque sus raíces en un locus común. No por nada la expresión I’d Pick More Daisies, que sirve de título a su texto, va extrañamente precedida por una frase interrumpida y entre comillas, como para citar las palabras de algún otro (o de la tradición): "If I Had My Life to Live Over—"


Las tribulaciones de un internauta

Entre las centenas de consultas semanales que llegan al buzón electrónico del Centro Borges, la pregunta por el texto de “Instantes”, de Borges, se lleva la palma de la asiduidad. En general, el pedido refleja el choque emocional de haber descubierto un poema único, seguido (a veces) por la tristeza de no poder volver a encontrarlo, y de allí la consulta. Doy un ejemplo:
Por cierto, mientras buscaba en la red cosas acerca de Borges leí "Instantes". Por primera vez en mi vida tuve que dejar de leer algo porque las lágrimas me impedían continuar. Cuando conseguí acabar el texto, la última línea («Pero ya veis, tengo 85 años y sé que me estoy muriendo») fue definitiva para definir mi nueva adoración literaria. Después he leído Ficciones, que me ha servido para fijarla. (Barcelona, julio del 98)
En la mitad de los casos, el interlocutor queda insatisfecho con la respuesta que atestigua una falsa autoría. Su reacción (elijo una de las más amables) es, en general, semejante a ésta:
Me permito informarte que el poema lo he encontrado y te lo agrego a este mensaje. Gracias por la ayuda. A pesar de lo que me comentó SÍ ES DE BORGES!!!! (México, febrero del 98; el énfasis no es mío).

Como vemos, la proclamación del indiscutible valor literario y emocional del texto va acompañada de otra intransigente exigencia: el texto “debe” ser de Borges. Quien lo niega comete algo próximo al sacrilegio. Se decide dar crédito a un rumor de la red, a condición de que sea “borgista”, pero se recupera todo el espíritu crítico, y hasta fanático, frente a lo escrito, cuando se trata de rebatir una posición opuesta. De allí que se soliciten cadenas de solidaridad para desenmascarar a los plagiarios. Ejemplo, este mensaje que llega acompañado de un pedido de amplia difusión:
I would like to draw to your attention an example of plagiarism. Details in the following letter which was sent to []. If you know of a more appropriate place to send this letter to, please inform me. Thank you. Dear R. D., I am using your book, Awakening to the Journey for a Science of Miond [sic] class in meditation and treatment. I would like to bring your attention to page 5 of that book wherein appears a poem. This poem is plagiarized. This poem was written by Jorge Luis Borges and not by someone from Louisville Kentucky. I always thought if you wanted someone to come from "nowhere" it would be a place like Louisville, Kentucky. The poem is translated poorly, but yet almost thought for thought. The original poem is called Instantes and as mentioned written by Jorge Luis Borges, a famous Argentinian writer, poet and film director. It is sad that no one has mentioned or noticed this before. This is one gross example of expropriation, taking from others without compensation or thought. I hope that you acknowledge Jorge Luis Borges as the true writer of this poem and insert a correction into your book. Your reply would be appreciated (Vieques, Puerto Rico, mayo del 99).

A veces la ternura se convierte en una suerte de patriotismo duro, de esos que despiertan la noble vocación de desfacedor de entuertos, con una pizca de espíritu de delación. Cito:
Me dirijo a Uds. a fin de solicitarles información sobre la manera de concertarme con la Sra. María Kodama ya que soy argentina pero estoy residiendo en España porque curso mi doctorado en la Universidad de [] y he escuchado y visto por la televisión española una propaganda que hace una compañía de seguros de aquí y que utiliza versos de nuestro querido escritor, Jorge Luis Borges, obviamente sin hacer ninguna mención a su autoría. Yo quisiera estar bien segura de que esos versos son de un poema de Borges y por ello quiero comunicarme con María para que me asesore porque si ella me da la seguridad de que es así, con todo gusto escribiré a esa empresa de seguros para advertirles del plagio que están haciendo usando textos tan valiosos sin hacer ninguna mención. (Marzo del 2000)

La persona que escribe no advierte que su reacción también estaba prevista por la habilísima maniobra de la compañía de seguros, feliz de la publicidad gratuita que le hacen sus propios detractores.Un cuadro de dicha compañía nos había escrito un año antes:
La notoriedad del asunto que tratamos viene reforzada y justificada por la difusión masiva de una Campaña Publicitaria de la empresa de seguros MAPFRE (por cierto, donde yo trabajo) en la que se usan los textos de la polémica. (...) He encontrado material de presentación de la citada Campaña y se comprueba que la autoría de los textos se le adjudica a Nadine Stair, nunca a Borges. (Marzo del 99)

El mismo amable interlocutor nos confía una pieza de antología, tanto dentro del género de la indignación, como del de la exégesis. El periódico vasco Gara, en su sección cartas del 22/02/99, y bajo el título “Borges y un anuncio de seguros”, publica una solicitada de un indignado lector de Madrid. El texto, cuya justiciera gallardía no se ofusca ni frente al peligro de contradecirse, es para saborear:
En un anuncio actual de TV, (del que se emiten dos versiones diferentes: una larga y otra corta, saliendo al final de ambas una fila de personas que practican puenting) una empresa aseguradora utiliza una serie de frases extractadas estratégicamente de un texto de Jorge Luis Borges, titulado “Instantes”, escrito por éste al final de su vida. (...) Dicho anuncio comienza, aproximadamente igual que el referido escrito, con la frase “si tuviera otra vez la vida por delante”, para a continuación añadir otras que se ajustan a los intereses de la compañía: “haría más viajes”, “contemplaría más atardeceres”, “subiría más montañas”, “trataría solamente de tener buenos momentos”... Sin embargo, se omiten algunas tan significantes como: “sería menos higiénico”, “correría más riesgos”, “comería más helados y menos habas”, “tendría más problemas reales y menos imaginarios”, etc., las cuales —como es evidente— contradicen el espíritu del spot pero forman parte inseparable del conjunto texto/contexto, en el que se expresa exactamente lo contrario de lo que la publicidad pretende. Ignoro si los herederos del escritor han dado el consentimiento para utilizar tan torticeramente su obra (en realidad, ni siquiera sé si es legalmente posible consentimiento de tal naturaleza —y si lo es, debiera no serlo ya que la obra de un creador fallecido es patrimonio universal y no familiar); en cualquier caso, no deja de ser una inadmisible manipulación mercantilista del pensamiento del autor argentino. Es evidente: ciertas cosas son inapreciables; otras, despreciables.

No cabe duda de que existe, con respecto a ese texto, una más o menos confesada voluntad compulsiva de ser engañado, acompañada de una suerte de agresividad defensiva que, curiosamente, se limita sólo a este texto. Nadie, por ejemplo, ha puesto hasta ahora el grito en el cielo en nombre de J. Bunyan –uno de cuyos versos Borges se permite citar sin comillas– para denunciar la “inadmisible manipulación” criollista (es para hablar de Martín Fierro) “del pensamiento del autor inglés”... Sólo debemos defender a Borges,(3) defenderlo además por un poema que no ha escrito, y defenderlo, por último, de un delito que fue siempre, para él, una virtud: el plagio.

Pienso que si nos fuera dado preguntar a Borges su opinión sobre este chiste de mal gusto, optaría tal vez por parafrasear a un autor frecuentado en sus años de juventud: “Postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, el poema ‘Instantes’”.


Coincidencias y discrepancias

Es imposible analizar en detalle las sutiles diferencias entre los tres códices, el heroldista, el stairista y el borgista. Detengámonos, sin embargo, en una sola expresión, tal vez la más singular.

Dice Don Herold:
Nunca voy a ninguna parte sin un termómetro, un líquido para hacer gárgaras [a gargle], un impermeable y un paracaídas. Si debiera recomenzar, viajaría más liviano. 
Corrige Nadine Stair: 
Yo he sido una de esas personas que nunca van a ninguna parte sin un termómetro, una bolsa de agua caliente, un impermeable y un paracaídas. Si tuviera que hacerlo de nuevo, viajaría más liviana de lo que lo he hecho.
Modifica (y versifica) Borges:
Yo era uno de esos que nunca iban a ninguna parte sin termómetro,
una bolsa de agua caliente, un paraguas y un paracaídas.
Si pudiera volver a vivir, viajaría más liviano.

Lo primero que salta a la vista es que Herold está definiendo su presente, mientras que Stair y Borges cuentan un pasado irrecuperable. En 1953, Herold tiene (como Borges) 54 años. Es decir que era un periodista adulto, algo cansado. Stair y Borges, sea cual fuere el año de escritura del texto respectivo, declaran, cada uno, sus 85 años, es decir, 31 años más.

Cuatro son los objetos que cada uno de los protagonistas se acusa de llevar o de haber llevado por doquier. Sólo dos perduran en los tres casos: el termómetro y el paracaídas. A las gárgaras de Herold, Stair y Borges prefieren una simple bolsa de agua caliente. Al impermeable de Herold y Stair, Borges prefiere un paraguas. No se llega a entender por qué el paracaídas no presenta ninguna dificultad, ni que su peso pueda compararse al de un termómetro. Si cualquiera de los autores hubiera decidido liberarse sólo del paracaídas (o si, al menos, lo hubiera abierto) hubiera viajado más liviano, sin necesidad de renunciar a los otros enseres.

Lo interesante, en cambio, es observar la evolución de significación que cobra el abandono de esos objetos en cada uno de los casos. Para Herold, el paracaídas es sin duda un rasgo hiperbólico de su humor corrosivo. Herold es, y se declara, un corruptor de menores. La prueba es esta frase, que los otros códices anulan, y que sigue inmediatamente a su deseo de abandonar el paracaídas:
Puede que sea demasiado tarde para desacostumbrar a un perro de sus viejas mañas, pero tal vez la palabra de un necio pueda ser de ayuda a la próxima generación. Puede ayudarlos a caer en algunas de las trampas que yo he evitado.

Con lo cual el paracaídas se convierte en una suerte de irónica metáfora de la prudencia, como el termómetro lo es del cálculo, el impermeable, de la previsión, y las gárgaras, de las gárgaras.

Para la virtual Nadine Stair, esos objetos del pasado cobran necesariamente nuevas significaciones. Ante todo, su distinción de dama del Kentucky le hace censurar la posibilidad de que sus lectores la imaginen en la sala de baño produciendo extrañas vibraciones glóticas. Por eso remplaza las gárgaras por la bolsa de agua caliente. Podemos, sin más, arriesgar la interpretación de que, para Nadine Stair, el termómetro es un símbolo sexual, la bolsa de agua caliente es un símbolo sexual, el impermeable es un símbolo sexual, y el paracaídas es un paracaídas.

De Borges, en cambio, sabemos que nunca tuvo paracaídas. Que no hay en sus poesías la más mínima mención al termómetro ni a la bolsa de agua caliente ni al paraguas. Es posible, pues, que el paracaídas sea una simple metonimia de la bolsa de agua caliente, metonimia a su vez del termómetro, que es una metonimia del paraguas, única novedad aportada por el códice borgista a esa taxonomía. La presencia del paraguas se justificaría simplemente por razones eufónicas: la aliteración con el paracaídas.

Por último, es posible que el pseudo Borges, al tratar ciegamente de plagiar el texto de Stair, haya ignorado que su picardía era transitiva, y que en la fuente del plagio había otro texto, firmado por Don Herold. Dicho texto contiene pasajes que, si los creadores de Nadine Stair no los hubieran cuidadosamente censurado, traerían a la memoria más de una alusión al mundo del Borges que conocemos. Por ejemplo:
G. K. Chesterton dijo una vez: “Una característica de los grandes santos es su poder de frivolidad. Los ángeles pueden volar porque se toman a sí mismos a la ligera” (...) En un mundo en que prácticamente todos parecen consagrados a la gravedad de la situación, me gustaría llegar a glorificar la frivolidad de la situación (...) Dudo, sin embargo, que me sea posible hacer mucho daño con mi credo. La oposición es demasiado fuerte. Hay demasiada gente seria tratando de que todos los otros se conviertan en gente espantosamente seria.

¿Interpretar?

“La verdad, cuya madre es la historia...”, escribió Pierre Menard, corrigiendo a Cervantes, que había escrito “La verdad, cuya madre es la historia...” Sería interesante, pero tal vez desplazado, analizar, a la manera de Borges en Menard, las modificaciones que sufre el texto que consideramos, por el simple hecho de ser atribuido no ya a Herold sino a Stair, y no ya a Stair sino al mismo Borges.

En cambio parece más indicado el preguntarse por qué se ha desencadenado esa necesidad colectiva de imponer un Borges apócrifo y de defenderlo tan belicosamente.

Sería injusto pretender que sólo los que no han leído a Borges han creído y divulgado la patraña. No ha faltado el profesor universitario ni el erudito que se haya sentido impulsado a divulgar la buena nueva (4).

El público, aun el más ingenuo, no necesitaba un texto más de esta índole. Con un Paulo Coelho joven y en buena salud, todos los países de mundo disponen de una reserva de espiritualidad barata por bastante tiempo. Pero el hecho es que el texto “debía” ser de Borges...

Secretamente, la masa anónima de los “creyentes” fue cumpliendo un designio que el mismo Borges había urdido. En el preciso momento en que Don Herold publicaba su artículo en Reader’s Digest, es decir en octubre de 1953, Borges publicaba en La Nación uno de sus mejores cuentos, “El fin”. Lo que allí se cuenta es la muerte de Martín Fierro, un Fierro que ha perdido sus hábitos quejumbrosos, un Fierro sin énfasis, escéptico y pacífico, un Fierro-Borges. Ese Fierro muere, de mano de aquel Negro a quien él había vencido en una payada siete años antes. Borges entiende, con ese cuento, no sólo “darle” un fin al personaje que Hernández había dejado en vida, sino además “ponerle” un fin al “fierrismo” dominante. Como había ya hecho con la Beatriz de la Commedia, en “El Aleph”, Borges se substituye una vez más al creador de un personaje para inventar un pasado alternativo y, en cierta medida, “lo corrige”, imponiéndole su propia orientación.

Admitamos que Borges hubiera podido contentarse con escribir cuentos propios, en torno a personajes inventados y sin pasado literario, implicados en una trama por él elegida. En cambio, tal vez guiado por una frustrada veneración, prefiere arreglar sus cuentas con personajes de autores que ama, pero que lo dejan insatisfecho.

Puede pensarse que su propio destino de personaje de la historia literaria no fue distinto del de Fierro o del de Beatriz. Una muchedumbre anónima ha escrito “el fin” de Borges, le ha puesto (o aspira a ponerle) un “punto final” a un cierto Borges. De la misma manera que en “El Aleph” la divina Beatriz aparece revelando pornográficos secretos, al igual que, en “El fin”, Fierro es el opuesto al personaje de Hernández, el Borges de “Instantes” es un Borges conducido a ser su propio contrario.

El Borges de “Instantes” es un Borges que quisiéramos ver arrepentido. Arrepentido de ser el más citado de los autores sin ser comprendido por los pobres que gozan de las series televisivas o profesan los Cultural Studies. Queremos que siga siendo Borges, pero que reniegue de sus opciones y que, en vez de sus crípticos poemas, venga a decirnos lo que nosotros desearíamos oír y que sólo osan decirnos las revistas asociativas, que despreciamos. El mundo perfecto sería un libro de Rigoberta Menchú firmado por Wittgenstein, la Imitación de Cristo firmada por Joyce, la canción “We are the world” firmada por Mallarmé. Queremos poder decir que el poema que más amamos es de aquel Borges del que quisieron apropiarse los intelectuales. Eso dice ese actor colectivo que ni siquiera podemos calificar de “lector”.

¿Indignarse? No creo que haya motivos. No hay que olvidar que, a pesar de todo, como lo muestra un ejemplo citado más arriba, hay personas a quienes la lectura de “Instantes” ha llevado a descubrir Ficciones. Quizá la historia de la literatura sea la historia de algunos grandes errores de lectura.

Por suerte, Borges escribió un texto célebre, llamado “Borges y yo”. Nunca sabremos a cuál de los dos le está sucediendo esta historia. Pero podemos estar seguros de que el otro se divierte jubilosamente.


Apéndice de última hora

Una breve tardanza en enviar este número a la imprenta, y ya se hace necesario incorporar un dato nuevo. La redacción de Queen’s Quarterly (una de las más antiguas y prestigiosas revistas de literatura de Canadá) nos hace llegar por fax la copia de la edición de otoño de 1992, en que figura el poema “Moments”, de (?) Jorge Luis Borges, traducido por Alastair Reid. Alastair Reid es un famoso poeta escocés, “staff writer” en el New Yorker, traductor al inglés de Borges y de Neruda, y co-editor, con E. Rodríguez Monegal, de la antología Borges, a Reader (1981). Estas informaciones, aunque de carácter circunstancial, deberían hacer descartar cualquier sospecha de incompetencia.

Pienso que la presente crónica quedaría incompleta sin la cita de esta nueva versión de “Instantes”, retrotraducido de la versión castellana por una tan selecta pluma:

Jorge Luis Borges
Moments
Translated by Alastair Reid
If I were able to live my life again,
next time I would try to make more mistakes.
I would not try to be so perfect. I would be more relaxed.
I would be much more foolish than I have been. In fact,
I would take very few things seriously.
I would be much less sanitary.
I would run more risks. I would take more trips,
I would contemplate more sunsets,
I would climb more mountains,
I would swim more rivers.
I would go to more places I have never visited.
I would eat more ice cream and fewer beans.
I would have more real problems, fewer imaginary ones.
I was one of these people who lived prudently
and prolifically every moment of his life.
Certainly I had moments of great happiness:
Don’t let the present slip away.
I was one of those who never went anywhere
without a thermometer, a hot water bottle,
an umbrella, and a parachute.
If I could live over again,
I would go barefoot, beginning
in early spring
and would continue so until the end of autumn.
I would take more turns on the merry-go-round.
I would watch more dawns
And play with more children,
if I once again had a life ahead of me.
But, you see, I am eighty-five
and I know that I am dying.

A pesar de que las “habas” vuelven a ser “beans”, la ausencia de “margaritas” y la presencia de “paraguas” son índices de que el traductor usa como fuente lo que hemos dado en llamar –con la pomposidad requerida por el caso– el “códice borgista”, es decir el texto que cristalizó en la publicación mexicana de 1989.

Las perplejidades a las que acaba de conducirnos la tentativa de interpretación del fenómeno “instantes” no hacen sino ahondarse frente a este nuevo dato. ¿Qué puede haber llevado a un hombre de tanta fineza y de tanta experiencia en textos borgesianos a no dudar un instante que un tal texto pudiera ser de la misma pluma que escribió La Cifra? ¿Qué lo puede haber llevado, además, a admirar (sin dejarse influir por la firma) el valor poético de ese texto, hasta el punto de ofrecerse a traducirlo y enviarlo a una revista “seria”? Marginalmente: si pensó con sinceridad que era de Borges, ¿cómo pudo pasar por alto los derechos de los herederos del poeta, quienes, de ser consultados, no hubieran tardado en desengañarlo?

Una vez más, debemos resignarnos a saborear el misterio, tratando de convencernos de que el misterio es superior a su solución. Una vez más, lo cercano se aleja; la revelación seguirá siendo inminente, sin llegar a producirse.

Tal vez el fenómeno resida en una íntima voluntad de ser engañados cuando el mundo no llega a acomodarse a los propios sueños. Y esto, independientemente de la capacidad de discernimiento de la persona en cuestión. Lo cierto es que muchos de los poemas personales de Alastair Reid evocan el mundo plasmado por “Instantes”. Podría pensarse que de esa secreta e inconsciente voluntad de error esté por nacer un nuevo paradigma de lectura, al que Borges, ciertamente, no sería del todo ajeno. Sí, quizás, la historia de la literatura es la historia de algunos grandes errores de lectura.


Referencias

Baudrillard, Jean. Le crime parfait. Paris : Galilée, 1995.
Borges, Jorge Luis. ”El fin”. La Nación (11/10/1953).
Borges, Jorge Luis. ”Moments”. Translated by Alastair Reid. Queen’s Quarterly 99.3 (Fall 1992)
Borges, Jorge Luis. ”Pierre Menard, autor del Quijote”. Sur (mayo 1939).
Braceli, Rodolfo. Borges-Bioy. Confesiones, confesiones. Buenos Aires: Sudamericana, 1997.
Ciechanower, Mauricio. “Un poema a pocos pasos de la muerte”. Plural 212 (mayo 1989).
Crawford, Byron. “Essay on Savoring Life was Enduring Legacy”. Louisville Courier-Journal (15 June 1992).
Herold, Don. “I ‘d Pick More Daisies”. Reader’s Digest (October 1953).
Kodama, María. Prólogo. Borges en Revista Multicolor. Obras, reseñas y traducciones inéditas de Jorge Luis Borges.
Diario Crítica: Revista Multicolor de los Sábados 1933-1934. Buenos Aires: Atlántida, 1995.
Olea Franco, Rafael. “Borges: los riesgos de la fama (poética)”. La Gaceta del Fondo de Cultura Económica. Nueva Época 346 (oct. 1999).
Peregil, Francisco. “El poema que Borges nunca escribió”. El País (9 de mayo de 1999)
Poniatowska, Elena. Todo México. Tomo 1. México: Diana, 1991.
Rossen, Benjamin. ”Who Would Pick More Daisies?”
Siegel, Bernie S. Peace, Love and Healing. London: Arrow, 1990.
Yudin, Florence L. Nightglow: Borges’ Poetics of Blindness. Salamanca: Universidad Pontificia de Salamanca, 1997.


Notas

1 Debo la copia de estas páginas de Plural a la amabilidad y al fair-play de la profesora Florence Yudin, de la Florida International University, quien la remitió al Centro Borges como respuesta a un pedido de aclaración por el hecho de que en su propio libro Nightglow: Borges’ Poetics of Blindness, el poema “Instantes” apareciera atribuido a Borges.

2 La página de Benjamin Rossen es sin duda la fuente más importante de documentación sobre el tema. Quien la recorra podrá saborear otras muchas versiones del texto, atribuidas a autores diferentes, imposibles de consignar aquí. Rossen aporta, además, elementos de exégesis y crítica textual.

3 No ha habido quejas, por ejemplo (pero prometo que las habrá en breve), en nombre de Borges, por una tal vez nueva (pero sin duda rastrera) forma de plagio que consiste en apropiarse no ya de la escritura, sino de las lecturas de un autor. Así, el polígrafo Jean Baudrillard, en un capítulo de su bien titulado libro Le crime parfait (“La Genèse en trompe- l’oeil”) retoma “La creación y P. H. Gosse”, un ensayo que Borges escribió en 1941, para, delicadamente y sin alusión alguna, extraer sólo las citas y referencias que sirven de base al ensayo de Borges y luego reordenarlas en torno a su propio ritornello.

4 Es más, uno de los manuales de lengua española más difundidos en los países escandinavos, Por supuesto 2, de Joaquín Masoliver et al., consagra su capítulo 19 al poema “Instantes”, atribuido a Jorge Luis Borges.


On line. J. L. Borges Center for Studies & Documentation. 17/06/01 



23/6/15

Jorge Luis Borges: Postal a Guillermo de Torre desde Ginebra (1920)









Ginebra, 5 junio 1920

Señor Guillermo de Torre - Ateneo
Calle del Prado- Madrid - Espagne

Salud, Torre avanzada. ¿Qué te parece el pseudo-clasicismo ñoño del sileno ese?
Te lo envío desde Jinebra (sic) tierra hasta ahora invenciblemente monda y desnuda de ULTRA pero abundantemente provista de alcoholes prostitutas chocolate formalidades y midinettes.
Te extiende 5 dedos arborescentes
Jorge Luis Borges



En Nicolás Helft, Borges. Postales de una biografía
Buenos Aires, Emecé, 2013 
Vía La Nación, 27 de septiembre de 2013



22/6/15

Jorge Luis Borges: Pornografía y censura








Habla Jorge Luis Borges

No me agrada estar en desacuerdo con mis mejores amigos —acaso con mis más inteligentes amigos— pero ya sabemos que la verdad es más que Platón y me expresaré con franqueza.

Sé que todos se oponen a la idea de una censura sobre las obras literarias; en cuanto a mí, creo que la censura puede justificarse, siempre que se ejerza con probidad y no sirva para encubrir persecuciones de orden personal, racial o político.

La justificación moral de la censura es harto conocida y no volveré sobre ella. Hay además, si no me engaño, una justificación de carácter estético. A diferencia del lenguaje filosófico o matemático, el lenguaje del arte es indirecto: sus instrumentos esenciales y más precisos son la alusión y la metáfora, no la declaración explícita. La censura impulsa a los escritores al manejo de estos procedimientos, que son los sustanciales.

Así, dos grandes escritores del siglo XVIII —Voltaire y Gibbon— deben buena parte de su admirable ironía a la necesidad de tratar en forma indirecta lo obsceno. Así, las piezas de Las flores del mal cuya publicación prohibió la censura son, como es fácil comprobar, las de menor valor estético, precisamente por ser las más crudas. En materia erótica no hay, que yo sepa, poeta más explícito que Walt Whitman: sus mejores versos no son los más crudos sino aquellos en que recurre a metáforas, según la milenaria e instintiva tradición poética.

Un escritor que conoce su oficio puede decir todo lo que quiere decir, sin infringir los buenos modales y las convenciones de su época. Ya se sabe que el lenguaje mismo es una convención.

Todo lo que tiende a aumentar el poder del Estado me parece peligroso y desagradable, pero entiendo que la censura, como la policía, es, por ahora, un mal necesario. Me dirán sin duda que una cosa es la pornografía de un Joaquín Belda (a quien no recuerdo haber leído) y otra la ocasional escatología de James Joyce, cuyo valor histórico y estético nadie negará: pero los peligros de la literatura están en razón directa del talento de los autores.

Afirmar que nadie tiene derecho a modificar la obra de Joyce y que toda modificación o supresión es una mutilación sacrílega, es un simple argumento de autoridad. Schopenhauer prometía su maldición a quienes cambiaran una tilde o un punto en su obra; en cuanto a mí, sospecho que toda obra es un borrador y que las modificaciones, aunque las haga un magistrado, pueden ser benéficas.



Declaraciones de Borges a raíz del fallo del juez John M. Woosley,
magistrado del distrito de Nueva York, que autorizó la difusión del
Ulises de Joyce, sin enmiendas ni cortes (N. del E,)
Textos recobrados 1956-1986
Buenos Aires, Emecé/María Kodama, 2003


En diario La Razón, Buenos Aires, 8 de octubre de 1960
Foto: Héctor Bianciotti, Jorge L. Borges y Jean Paul Enthoven, Paris 1977
© Guy Le Querrec/Magnum


21/6/15

Jorge Luis Borges: A mi padre









Tú quisiste morir enteramente,
la carne y la gran alma. Tú quisiste
entrar en la otra sombra sin la triste
plegaria del medroso y del doliente.
Te hemos visto morir con el tranquilo
ánimo de tu padre ante las balas.
La guerra no te dio su ímpetu de alas,
la torpe parca fue cortando el hilo.
Te hemos visto morir sonriente y ciego.
Nada esperabas ver del otro lado,
pero tu sombra acaso ha divisado
los arquetipos últimos que el griego
soñó y que me explicabas. Nadie sabe
de qué mañana el mármol es la llave.



En La moneda de hierro (1976)
Imagen: Borges dictando texto a su madre Leonor Acevedo
Sobre el escritorio, retrato de su padre Jorge Guillermo, vía

20/6/15

Jorge Luis Borges: Historia de la eternidad




I
En aquel pasaje de las Enéadas que quiere interrogar y definir la naturaleza del tiempo, se afirma que es indispensable conocer previamente la eternidad, que —según todos saben— es el modelo y arquetipo de aquél. Esa advertencia liminar, tanto más grave si la creemos sincera, parece aniquilar toda esperanza de entendernos con el hombre que la escribió. El tiempo es un problema para nosotros, un tembloroso y exigente problema, acaso el más vital de la metafísica; la eternidad, un juego o una fatigada esperanza. Leemos en el Timeo de Platón que el tiempo es una imagen móvil de la eternidad; y ello es apenas un acorde que a ninguno distrae de la convicción de que la eternidad es una imagen hecha con sustancia de tiempo. Esa imagen, esa burda palabra enriquecida por los desacuerdos humanos, es lo que me propongo historiar.
Invirtiendo el método de Plotino (única manera de aprovecharlo) empezaré por recordar las oscuridades inherentes al tiempo: misterio metafísico, natural, que debe preceder a la eternidad, que es hija de los hombres. Una de esas oscuridades, no la más ardua pero no la menos hermosa, es la que nos impide precisar la dirección del tiempo. Que fluye del pasado hacia el porvenir es la creencia común, pero no es más ilógica la contraria, la fijada en verso español por Miguel de Unamuno:
Nocturno el río de las horas fluye
desde su manantial que es el mañana
eterno…[1]
Ambas son igualmente verosímiles —e igualmente inverificables. Bradley niega las dos y adelanta una hipótesis personal: excluir el porvenir, que es una mera construcción de nuestra esperanza, y reducir lo «actual» a la agonía del momento presente desintegrándose en el pasado. Esa regresión temporal suele corresponder a los estados decrecientes o insípidos, en tanto que cualquier intensidad nos parece marchar sobre el porvenir… Bradley niega el futuro; una de las escuelas filosóficas de la India niega el presente, por considerarlo inasible. «La naranja está por caer de la rama, o ya está en el suelo», afirman esos simplificadores extraños. «Nadie la ve caer».
Otras dificultades propone el tiempo. Una, acaso la mayor, la de sincronizar el tiempo individual de cada persona con el tiempo general de las matemáticas, ha sido harto voceada por la reciente alarma relativista, y todos la recuerdan —o recuerdan haberla recordado hasta hace muy poco. (Yo la recobro así, deformándola: Si el tiempo es un proceso mental, ¿cómo lo pueden compartir miles de hombres, o aun dos hombres distintos?). Otra es la destinada por los eleatas a refutar el movimiento. Puede caber en estas palabras: «Es imposible que en ochocientos años de tiempo transcurra un plazo de catorce minutos, porque antes es obligatorio que hayan pasado siete, y antes de siete, tres minutos y medio, y antes de tres y medio, un minuto y tres cuartos, y así infinitamente, de manera que los catorce minutos nunca se cumplen». Russell rebate ese argumento, afirmando la realidad y aun vulgaridad de números infinitos, pero que se dan de una vez, por definición, no como término «final» de un proceso enumerativo sin fin. Esos guarismos anormales de Russell son un buen anticipo de la eternidad, que tampoco se deja definir por enumeración de sus partes.
Ninguna de las varias eternidades que planearon los hombres —la del nominalismo, la de Ireneo, la de Platón— es una agregación mecánica del pasado, del presente y del porvenir. Es una cosa más sencilla y más mágica: es la simultaneidad de esos tiempos. El idioma común y aquel diccionario asombroso dont chaque édition fait regretter la précédente, parecen ignorarlo, pero así la pensaron los metafísicos. «Los objetos del alma son sucesivos, ahora Sócrates y después un caballo —leo en el quinto libro de las Enéadas—, siempre una cosa aislada que se concibe y miles que se pierden; pero la Inteligencia Divina abarca juntamente todas las cosas. El pasado está en su presente, así como también el porvenir. Nada transcurre en ese mundo, en el que persisten todas las cosas, quietas en la felicidad de su condición». Paso a considerar esa eternidad, de la que derivaron las subsiguientes. Es verdad que Platón no la inaugura —en un libro especial, habla de los «antiguos y sagrados filósofos» que lo precedieron— pero amplía y resume con esplendor cuanto imaginaron los anteriores. Deussen lo compara con el ocaso: luz apasionada y final. Todas las concepciones griegas de eternidad convergen en sus libros ya rechazadas, ya exornadas trágicamente. Por eso lo hago preceder a Ireneo, que ordena la segunda eternidad: la coronada por las tres diversas pero inextricables personas.
Dice Plotino con notorio fervor: «Toda cosa en el cielo inteligible también es cielo, y allí la tierra es cielo, como también lo son los animales, las plantas, los varones y el mar. Tienen por espectáculo el de un mundo que no ha sido engendrado. Cada cual se mira en los otros. No hay cosa en ese reino que no sea diáfana. Nada es impenetrable, nada es opaco y la luz encuentra la luz. Todos están en todas partes, y todo es todo. Cada cosa es todas las cosas. El sol es todas las estrellas, y cada estrella es todas las estrellas y el sol. Nadie camina allí como sobre una tierra extranjera». Ese universo unánime, esa apoteosis de la asimilación y del intercambio, no es todavía la eternidad; es un cielo limítrofe, no emancipado enteramente del número y del espacio. A la contemplación de la eternidad, al mundo de las formas universales quiere exhortar este pasaje del quinto libro: «Que los hombres a quienes maravilla este mundo —su capacidad, su hermosura, el orden de su movimiento continuo, los dioses manifiestos o invisibles que lo recorren, los demonios, árboles y animales— eleven el pensamiento a esa Realidad, de la que todo esto es la copia. Verán ahí las formas inteligibles, no con prestada eternidad sino eternas, y verán también a su capitán, la Inteligencia pura, y la Sabiduría inalcanzable, y la edad genuina de Cronos, cuyo nombre es la Plenitud. Todas las cosas inmortales están en él. Cada intelecto, cada dios y cada alma. Todos los lugares le son presentes, ¿adónde irá? Está en la dicha, ¿a qué probar mudanza y vicisitud? No careció al principio de ese estado y lo ganó después. En una sola eternidad las cosas son suyas: esa eternidad que el tiempo remeda al girar en torno del alma, siempre desertor de un pasado, siempre codicioso de un porvenir».
Las repetidas afirmaciones de pluralidad que dispensan los párrafos anteriores, pueden inducirnos a error. El universo ideal a que nos convida Plotino es menos estudioso de variedad que de plenitud; es un repertorio selecto, que no tolera la repetición y el pleonasmo. Es el inmóvil y terrible museo de los arquetipos platónicos. No sé si lo miraron ojos mortales (fuera de la intuición visionaria o la pesadilla) o si el griego remoto que lo ideó, se lo representó alguna vez, pero algo de museo presiento en él: quieto, monstruoso y clasificado… Se trata de una imaginación personal de la que puede prescindir el lector; de lo que no conviene que prescinda es de alguna noticia general de esos arquetipos platónicos, o causas primordiales o ideas, que pueblan y componen la eternidad.
Una prolija discusión del sistema platónico es imposible aquí, pero no ciertas advertencias de intención propedéutica. Para nosotros, la última y firme realidad de las cosas es la materia —los electrones giratorios que recorren distancias estelares en la soledad de los átomos—; para los capaces de platonizar, la especie, la forma. En el libro tercero de las Enéadas, leemos que la materia es irreal: es una mera y hueca pasividad que recibe las formas universales como las recibiría un espejo; éstas la agitan y la pueblan sin alterarla. Su plenitud es precisamente la de un espejo, que simula estar lleno y está vacío; es un fantasma que ni siquiera desaparece, porque no tiene ni la capacidad de cesar. Lo fundamental son las formas. De ellas, repitiendo a Plotino, dijo Pedro Malón de Chaide mucho después: «Hace Dios como si vos tuviésedes un sello ochavado de oro que en una parte tuviese un león esculpido; en la otra, un caballo; en otra, un águila, y así de las demás; y en un pedazo de cera imprimiésedes el león; en otro, el águila; en otro, el caballo; cierto está que todo lo que está en la cera está en el oro, y no podéis vos imprimir sino lo que allí tenéis esculpido. Mas hay una diferencia, que en la cera al fin es cera, y vale poco; mas en el oro es oro, y vale mucho. En las criaturas están estas perfecciones finitas y de poco valor: en Dios son de oro, son el mismo Dios». De ahí podemos inferir que la materia es nada.
Damos por malo ese criterio y aun por inconcebible, y sin embargo lo aplicamos continuamente. Un capítulo de Schopenhauer no es el papel en las oficinas de Leipzig ni la impresión, ni las delicadezas y perfiles de la escritura gótica, ni la enumeración de los sonidos que lo componen ni siquiera la opinión que tenemos de él; Miriam Hopkins está hecha de Miriam Hopkins, no de los principios nitrogenados o minerales, hidratos de carbono, alcaloides y grasas neutras, que forman la sustancia transitoria de ese fino espectro de plata o esencia inteligible de Hollywood. Esas ilustraciones o sofismas de buena voluntad pueden exhortarnos a tolerar la tesis platónica. La formularemos así: «Los individuos y las cosas existen en cuanto participan de la especie que los incluye, que es su realidad permanente». Busco el ejemplo más favorable: el de un pájaro. El hábito de las bandadas, la pequeñez, la identidad de rasgos, la antigua conexión con los dos crepúsculos, el del principio de los días y el de su término, la circunstancia de que son más frecuentes al oído que a la visión —todo ello nos mueve a admitir la primacía de la especie y la casi perfecta nulidad de los individuos[2]. Keats, ajeno de error, puede pensar que el ruiseñor que lo encanta es aquel mismo que oyó Ruth en los trigales de Belén de Judá; Stevenson erige un solo pájaro que consume los siglos: «el ruiseñor devorador del tiempo». Schopenhauer, el apasionado y lúcido Schopenhauer, aporta una razón: la pura actualidad corporal en que viven los animales, su desconocimiento de la muerte y de los recuerdos. Añade luego, no sin una sonrisa: «Quien me oiga asegurar que el gato gris que ahora juega, en el patio, es aquel mismo que brincaba y que traveseaba hace quinientos años, pensará de mí lo que quiera, pero locura más extraña es imaginar que fundamentalmente es otro». Y después: «Destino y vida de leones quiere la leonidad que, considerada en el tiempo, es un león inmortal que se mantiene mediante la infinita reposición de los individuos, cuya, generación y cuya muerte forman el pulso de esa imperecedera figura». Y antes: «Una infinita duración ha precedido a mi nacimiento, ¿qué fui yo mientras tanto? Metafísicamente podría quizá contestarme: “Yo siempre he sido yo; es decir, cuantos dijeron yo durante ese tiempo, no eran otros que yo”».
Presumo que la eterna Leonidad puede ser aprobada por mi lector, que sentirá un alivio majestuoso ante ese único León, multiplicado en los espejos del tiempo. Del concepto de eterna Humanidad no espero lo mismo: sé que nuestro yo lo rechaza, y que prefiere derramarlo sin miedo sobre el yo de los otros. Mal signo; formas universales mucho más arduas nos propone Platón. Por ejemplo, la Mesidad, o Mesa Inteligible que está en los cielos: arquetipo cuadrúpedo que persiguen, condenados a ensueño y a frustración, todos los ebanistas del mundo. (No puedo negarla del todo: sin una mesa ideal, no hubiéramos llegado a mesas concretas). Por ejemplo, la Triangularidad: eminente polígono de tres lados que no está en el espacio y que no quiere denigrarse a equilátero, escaleno o isósceles. (Tampoco lo repudio; es el de las cartillas de geometría). Por ejemplo: la Necesidad, la Razón, la Postergación, la Relación, la Consideración, el Tamaño, el Orden, la Lentitud, la Posición, la Declaración, el Desorden. De esas comodidades del pensamiento elevadas a formas ya no sé qué opinar; pienso que ningún hombre las podrá intuir sin el auxilio de la muerte, de la fiebre, o de la locura. Me olvidaba de otro arquetipo que los comprende a todos y los exalta: la eternidad, cuya despedazada copia es el tiempo.
Ignoro si mi lector precisa argumentos para descreer de la doctrina platónica. Puedo suministrarle muchos: uno, la incompatible agregación de voces genéricas y de voces abstractas que cohabitan sans géne en la dotación del mundo arquetipo; otro, la reserva de su inventor sobre el procedimiento que usan las cosas para participar de las formas universales; otro, la conjetura de que esos mismos arquetipos asépticos adolecen de mezcla y de variedad. No son irresolubles: son tan confusos como las criaturas del tiempo. Fabricados a imagen de las criaturas, repiten esas mismas anomalías que quieren resolver. La Leonidad, digamos, ¿cómo prescindirá de la Soberbia y de la Rojez, de la Melenidad y la Zarpidad? A esa pregunta no hay contestación y no puede haberla: no esperemos del término leonidad una virtud muy superior a la que tiene esa palabra sin el sufijo[3].
Vuelvo a la eternidad de Plotino. El quinto libro de las Enéadas incluye un inventario muy general de las piezas que la componen. La Justicia está ahí, así como los Números (¿hasta cuál?) y las Virtudes y los Actos y el Movimiento, pero no los errores y las injurias, que son enfermedades de una materia en que se ha maleado una Forma. No en cuanto es melodía, pero sí en cuanto es Armonía y es Ritmo, la Música está ahí. De la patología y la agricultura no hay arquetipos, porque no se precisan. Quedan excluidas igualmente la hacienda, la estrategia, la retórica y el arte de gobernar —aunque, en el tiempo, algo deriven de la Belleza y del Número. No hay individuos, no hay una forma primordial de Sócrates ni siquiera de Hombre Alto o de Emperador; hay, generalmente, el Hombre. En cambio, todas las figuras geométricas están ahí. De los colores sólo están los primarios: no hay Ceniciento ni Purpúreo ni Verde en esa eternidad. En orden ascendente, sus más antiguos arquetipos son éstos: la Diferencia, la Igualdad, la Moción, la Quietud y el Ser.
Hemos examinado una eternidad que es más pobre que el mundo. Queda por ver cómo la adoptó nuestra iglesia y le confío un caudal que es superior a cuanto los años transportan.
II
El mejor documento de la primera eternidad es el quinto libro de las Enéadas; el de la segunda o cristiana, el onceno libro de las Confesiones de San Agustín. La primera no se concibe fuera de la tesis platónica; la segunda, sin el misterio profesional de la Trinidad y sin las discusiones levantadas por predestinación y reprobación. Quinientas páginas en folio no agotarían el tema: espero que estas dos o tres en octavo no parecerán excesivas.
Puede afirmarse, con un suficiente margen de error, que «nuestra» eternidad fue decretada a los pocos años de la dolencia crónica intestinal que mató a Marco Aurelio, y que el lugar de ese vertiginoso mandato fue la barranca de Fourvière, que antes se nombró Forum vetus, célebre ahora por el funicular y por la basílica. Pese a la autoridad de quien la ordenó —el obispo Ireneo—, esa eternidad coercitiva fue mucho más que un vano paramento sacerdotal o un lujo eclesiástico: fue una resolución y fue un arma. El Verbo es engendrado por el Padre, el Espíritu Santo es producido por el Padre y el Verbo, los gnósticos solían inferir de esas dos innegables operaciones que el Padre era anterior al Verbo, y los dos al Espíritu. Esa inferencia disolvía la Trinidad. Ireneo aclaró que el doble proceso —generación del Hijo por el Padre, emisión del Espíritu por los dos— no aconteció en el tiempo, sino que agota de una vez el pasado, el presente y el porvenir. La aclaración prevaleció y ahora es dogma. Así fue promulgada la eternidad, antes apenas consentida en la sombra de algún desautorizado texto platónico. La buena conexión y distinción de las tres hipóstasis del Señor, es un problema inverosímil ahora, y esa futilidad parece contaminar la respuesta; pero no cabe duda de la grandeza del resultado, siquiera para alimentar la esperanza: Aeternitas est merum hodie, est immediata et lucida fruitio rerum infinitarum. Tampoco, de la importancia emocional y polémica de la Trinidad.
Ahora, los católicos laicos la consideran un cuerpo colegiado infinitamente correcto, pero también infinitamente aburrido; los liberales, un vano cancerbero teológico, una superstición que los muchos adelantos de la República ya se encargarán de abolir. La trinidad, claro es, excede esas fórmulas. Imaginada de golpe, su concepción de un padre, un hijo y un espectro, articulados en un solo organismo, parece un caso de teratología intelectual, una deformación que sólo el horror de una pesadilla pudo parir. El infierno es una mera violencia física, pero las tres inextricables Personas importan un horror intelectual, una infinitud ahogada, especiosa, como de contrarios espejos. Dante las quiso denotar con el signo de una superposición de círculos diáfanos, de diverso color; Donne, por el de complicadas serpientes, ricas e indisolubles. Toto coruscat trinitas mysterio, escribió San Paulino; «Fulge en pleno misterio la Trinidad».
Desligada del concepto de redención, la distinción de las tres personas en una, tiene que parecer arbitraria. Considerada como una necesidad de la fe, su misterio fundamental no se alivia, pero despuntan su intención y su empleo. Entendemos que renunciar a la Trinidad —a la Dualidad, por lo menos— es hacer de Jesús un delegado ocasional del Señor, un incidente de la historia, no el auditor imperecedero, continuo, de nuestra devoción. Si el Hijo no es también el Padre, la redención no es obra directa divina; si no es eterno, tampoco lo será el sacrificio de haberse denigrado a hombre y haber muerto en la cruz. «Nada menos que una infinita excelencia pudo satisfacer por un alma perdida para infinitas edades», instó Jeremías Taylor. Así puede justificarse el dogma, si bien los conceptos de la generación del Hijo por el Padre y de la procesión del Espíritu por los dos, siguen insinuando una prioridad, sin contar su culpable condición de meras metáforas. La teología, empeñada en diferenciarlas, resuelve que no hay motivo de confusión, puesto que el resultado de una es el Hijo, el de la otra el Espíritu. Generación eterna del Hijo, procesión eterna del Espíritu, es la soberbia decisión de Ireneo: invención de un acto sin tiempo, de un mutilado zeitloses Zeitwort, que podemos tirar o venerar, pero no discutir. Así Ireneo se propuso salvar el monstruo, y lo consiguió. Sabemos que era enemigo de los filósofos; apoderarse de una de sus armas y volverla contra ellos, debió causarle un belicoso placer.
Para el cristiano, el primer segundo del tiempo coincide con el primer segundo de la Creación —hecho que nos ahorra el espectáculo (reconstruido hace poco por Valéry) de un Dios vacante que devana siglos baldíos en la eternidad «anterior». Manuel Swedenborg (Vera christiana religio, 1771) vio en un confín del orbe espiritual una estatua alucinatoria por la que se imaginan devorados todos aquellos «que deliberan insensata y estérilmente sobre la condición del Señor antes de hacer el mundo».
Desde que Ireneo la inauguró, la eternidad cristiana empezó a diferir de la alejandrina. De ser un mundo aparte, se acomodó a ser uno de los diecinueve atributos de la mente de Dios. Librados a la veneración popular, los arquetipos ofrecían el peligro de convertirse en divinidades o en ángeles; no se negó por consiguiente su realidad —siempre mayor que la de las meras criaturas— pero se los redujo a ideas eternas en el Verbo hacedor. A ese concepto de los universalia ante res viene a parar Alberto Magno: los considera eternos y anteriores a las cosas de la Creación, pero sólo a manera de inspiraciones o formas. Cuida muy bien de separarlos de los universalia in rebus, que son las mismas concepciones divinas ya concretadas variamente en el tiempo, y —sobre todo— de los universalia post res, que son las concepciones redescubiertas por el pensamiento inductivo. Las temporales se distinguen de las divinas en que carecen de eficacia creadora, pero no en otra cosa; la sospecha de que las categorías de Dios pueden no ser precisamente las del latín, no cabe en la escolástica… Pero advierto que me adelanto.
Los manuales de teología no se demoran con dedicación especial en la eternidad. Se reducen a prevenir que es la intuición contemporánea y total de todas las fracciones del tiempo, y a fatigar las Escrituras hebreas en pos de fraudulentas confirmaciones, donde parece que el Espíritu Santo dijo muy mal lo que dice bien el comentador. Suelen agitar con ese propósito esta declaración de ilustre desdén o de mera longevidad: «Un día delante del Señor es como mil años, y mil años son como un día», o las grandes palabras que oyó Moisés y que son el nombre de Dios: «Soy El Que Soy», o las que oyó San Juan el Teólogo en Patmos, antes y después del mar de cristal y de la bestia de color escarlata y de los pájaros que comen carne de capitanes: «Yo soy la A y la Z, el principio y el fin»[4]. Suelen copiar también esta definición de Boecio (concebida en la cárcel, acaso en vísperas de morir por la espada): Aeternitas est interminabilis vitae tota et perfecta possessio, y que me agrada más en la casi voluptuosa repetición de Hans Lassen Martensen: Aeternitas est merum hodie, est immediata et lucida fruitio rerum infinitarum. Parecen desdeñar, en cambio, aquel oscuro juramento del ángel que estaba de pie sobre el mar y sobre la tierra (Revelación, X, 6): «y juró por Aquel que vivirá para siempre, que ha creado el cielo y las cosas que en él están, y la tierra y las cosas que en ella están, y la mar y las cosas que en ella están, que el tiempo dejará de ser». Es verdad que tiempo en ese versículo, debe equivaler a demora.
La eternidad quedó como atributo de la ilimitada mente de Dios, y es muy sabido que generaciones de teólogos han ido trabajando esa mente, a su imagen y semejanza. Ningún estímulo tan vivo como el debate de la predestinación ab aeterno. A los cuatrocientos años de la Cruz, el monje inglés Pelagio incurrió en el escándalo de pensar que los inocentes que mueren sin el bautismo alcanzan la gloria[5]. Agustín, obispo de Hipona, lo refutó con una indignación que sus editores aclaman. Notó las herejías de esa doctrina, aborrecida de los justos y de los mártires: su negación de que en el hombre Adán ya hemos pecado y perecido todos los hombres, su olvido abominable de que esa muerte se trasmite de padre a hijo por la generación carnal, su menosprecio del sangriento sudor, de la agonía sobrenatural y del grito de Quien murió en la cruz, su repulsión de los secretos favores del Espíritu Santo, su restricción de la libertad del Señor. El britano había tenido el atrevimiento de invocar la justicia; el Santo —siempre sensacional y forense— concede que según la justicia, todos los hombres merecemos el fuego sin perdón, pero que Dios ha determinado salvar algunos, según su inescrutable arbitrio, o, como diría Calvino mucho después, no sin brutalidad: porque sí (quia voluit). Ellos son los predestinados. La hipocresía o el pudor de los teólogos ha reservado el uso de esa palabra para los predestinados al cielo. Predestinados al tormento no puede haber: es verdad que los no favorecidos pasan al fuego eterno, pero se trata de una preterición del Señor, no de un acto especial… Ese recurso renovó la concepción de la eternidad.
Generaciones de hombres idolátricos habían habitado la tierra, sin ocasión de rechazar o abrazar la palabra de Dios; era tan insolente imaginar, que pudieran salvarse sin ese medio, como negar que algunos de sus varones, de famosa virtud, serían excluidos de la gloria. (Zwingli, 1523, declaró su esperanza personal de compartir el cielo con Hércules, con Teseo, con Sócrates, con Arístides, con Aristóteles y con Séneca). Una amplificación del noveno atributo del Señor (que es el de omnisciencia) bastó para conjurar la dificultad. Se promulgó que ésta importaba el conocimiento de todas las cosas: vale decir, no sólo de las reales, sino de las posibles también. Se rebuscó un lugar en las Escrituras que permitiera ese complemento infinito, y se encontraron dos: uno, aquel del primer Libro de los Reyes en que el Señor le dice a David que los hombres de Keilah van a entregarlo si no se va de la ciudad, y él se va; otro, aquel del Evangelio según Mateo, que impreca a dos ciudades: «¡Ay de ti, Korazín! ¡Ay de ti, Bethsaida!, porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho las maravillas que en vosotras se han hecho, ha tiempo que se hubieran arrepentido en saco y en ceniza». Con ese repetido apoyo, los modos potenciales del verbo pudieron ingresar en la eternidad: Hércules convive en el cielo con Ulrich Zwingli porque Dios sabe que hubiera observado el año eclesiástico, la Hidra de Lerna queda relegada a las tinieblas exteriores porque le consta que hubiera rechazado el bautismo. Nosotros percibimos los hechos reales e imaginamos los posibles (y los futuros); en el Señor no cabe esa distinción, que pertenece al desconocimiento y al tiempo. Su eternidad registra de una vez (uno intelligendi actu) no solamente todos los instantes de este repleto mundo sino los que tendrían su lugar si el más evanescente de ellos cambiara —y los imposibles, también. Su eternidad combinatoria y puntual es mucho más copiosa que el universo.
A diferencia de las eternidades platónicas, cuyo riesgo mayor es la insipidez, ésta corre peligro de asemejarse a las últimas páginas de Ulises, y aun al capítulo anterior, al del enorme interrogatorio. Un majestuoso escrúpulo de Agustín moderó esa prolijidad. Su doctrina, siquiera verbalmente, rechaza la condenación; el Señor se fija en los elegidos y pasa por alto a los réprobos. Todo lo sabe, pero prefiere demorar su atención en las vidas virtuosas. Juan Escoto Erígena, maestro palatino de Carlos el Calvo, deformó gloriosamente esa idea. Predicó un Dios indeterminable; enseñó un orbe de arquetipos platónicos; enseñó un Dios que no percibe el pecado ni las formas del mal; enseñó la deificación, la reversión final de las criaturas (incluso el tiempo y el demonio) a la unidad primera de Dios. Divina bonitas consummabit malitiam, aeterna vita absorbebit mortem, beatitudo miseriam. Esa mezclada eternidad (que a diferencia de las eternidades platónicas, incluye los destinos individuales; que a diferencia de la institución ortodoxa, rechaza toda imperfección y miseria) fue condenada por el sínodo de Valencia y por el de Langres. De divisione naturae libri V, la obra controversial que la predicaba, ardió en la hoguera pública. Acertada medida que despertó el favor de los bibliófilos y permitió que el libro de Erígena llegara a nuestros años.
El universo requiere la eternidad. Los teólogos no ignoran que si la atención del Señor se desviara un solo segundo de mi derecha mano que escribe, ésta recaería en la nada, como si la fulminara un fuego sin luz. Por eso afirman que la conservación de este mundo es una perpetua creación y que los verbos conservar y crear, tan enemistados aquí, son sinónimos en el Cielo.
III
Hasta aquí, en su orden cronológico, la historia general de la eternidad. De las eternidades, mejor, ya que el deseo humano soñó dos sueños sucesivos y hostiles con ese nombre: uno, el realista, que anhela con extraño amor los quietos arquetipos de las criaturas; otro, el nominalista, que niega la verdad de los arquetipos y quiere congregar en un segundo los detalles del universo. Aquél se basa en el realismo, doctrina tan apartada de nuestro ser que descreo de todas las interpretaciones, incluso de la mía; éste en su contendor el nominalismo, que afirma la verdad de los individuos y lo convencional de los géneros. Ahora, semejantes al espontáneo y alelado prosista de la comedia, todos hacemos nominalismo sans le savoir: es como una premisa general de nuestro pensamiento, un axioma adquirido. De ahí, lo inútil de comentarlo. Hasta aquí, en su orden cronológico, el desarrollo debatido y curial de la eternidad. Hombres remotos, hombres barbados y mitrados la concibieron, públicamente para confundir herejías y para vindicar la distinción de las tres personas en una, secretamente para restañar de algún modo el curso de las horas. «Vivir es perder tiempo: nada podemos recobrar o guardar sino bajo forma de eternidad», leo en el español emersonizado Jorge Santayana. A lo cual basta yuxtaponer aquel terrible pasaje de Lucrecio, sobre la falacia del coito: «Como el sediento que en el sueño quiere beber y agota formas de agua que no lo sacian y perece abrasado por la sed en el medio de un río: así Venus engaña a los amantes con simulacros, y la vista de un cuerpo no les da hartura, y nada pueden desprender o guardar, aunque las manos indecisas y mutuas recorran todo el cuerpo. Al fin, cuando en los cuerpos hay presagio de dichas y Venus está a punto de sembrar los campos de la mujer, los amantes se aprietan con ansiedad, diente amoroso contra diente; del todo en vano, ya que no alcanzan a perderse en el otro ni a ser un mismo ser». Los arquetipos y la eternidad —dos palabras— prometen posesiones más firmes. Lo cierto es que la sucesión es una intolerable miseria y que los apetitos magnánimos codician todos los minutos del tiempo y toda la variedad del espacio.
Es sabido que la identidad personal reside en la memoria y que la anulación de esa facultad comporta la idiotez. Cabe pensar lo mismo del universo. Sin una eternidad, sin un espejo delicado y secreto de lo que pasó por las almas, la historia universal es tiempo perdido, y en ella nuestra historia personal —lo cual nos afantasma incómodamente. No basta con el disco gramofónico de Berliner o con el perspicuo cinematógrafo, meras imágenes de imágenes, ídolos de otros ídolos. La eternidad es una más copiosa invención. Es verdad que no es concebible, pero el humilde tiempo sucesivo tampoco lo es. Negar la eternidad, suponer la vasta aniquilación de los años cargados de ciudades, de ríos y de júbilos, no es menos increíble que imaginar su total salvamento.
¿Cómo fue incoada la eternidad? San Agustín ignora el problema, pero señala un hecho que parece permitir una solución: los elementos de pasado y de porvenir que hay en todo presente. Alega un caso determinado: la rememoración de un poema. «Antes de comenzar, el poema está en mi anticipación; apenas lo acabé, en mi memoria; pero mientras lo digo, está distendiéndose en la memoria, por lo que llevo dicho; en la anticipación, por lo que me falta decir. Lo que sucede con la totalidad del poema, sucede con cada verso y con cada sílaba. Digo lo mismo, de la acción más larga de la que forma parte el poema, y del destino individual, que se compone de una serie de acciones, y de la humanidad, que es una serie de destinos individuales». Esa comprobación del íntimo enlace de los diversos tiempos del tiempo incluye, sin embargo, la sucesión, hecho que no condice con un modelo de la unánime eternidad.
Pienso que la nostalgia fue ese modelo. El hombre enternecido y desterrado que rememora posibilidades felices, las ve sub specie aeternitatis, con olvido total de que la ejecución de una de ellas excluía o postergaba las otras. En la pasión, el recuerdo se inclina a lo intemporal. Congregamos las dichas de un pasado en una sola imagen; los ponientes diversamente rojos que miro cada tarde, serán en el recuerdo un solo poniente. Con la previsión pasa igual: las más incompatibles esperanzas pueden convivir sin estorbo. Dicho sea con otras palabras: el estilo del deseo es la eternidad. (Es verosímil que en la insinuación de lo eterno —de la immediata et lucida fruitio rerum infinitarum— esté la causa del agrado especial que las enumeraciones procuran).
IV
Sólo me resta señalar al lector mi teoría personal de la eternidad. Es una pobre eternidad ya sin Dios, y aun sin otro poseedor y sin arquetipos. La formulé en el libro El idioma de los argentinos, en 1928. Trascribo lo que entonces publiqué; la página se titulaba Sentirse en muerte.
«Deseo registrar aquí una experiencia que tuve hace unas noches: fruslería demasiado evanescente y extática para que la llame aventura; demasiado irrazonable y sentimental para pensamiento. Se trata de una escena y de su palabra: palabra ya antedicha por mí, pero no vivida hasta entonces con entera dedicación de mi yo. Paso a historiarla, con los accidentes de tiempo y de lugar que la declararon.
»La rememoro así. La tarde que precedió a esa noche, estuve en Barracas: localidad no visitada por mi costumbre, y cuya distancia de las que después recorrí, ya dio un extraño sabor a ese día. Su noche no tenía destino alguno; como era serena, salí a caminar y recordar, después de comer. No quise determinarle rumbo a esa caminata; procuré una máxima latitud de probabilidades para no cansar la expectativa con la obligatoria antevisión de una sola de ellas. Realicé en la mala medida de lo posible, eso que llaman caminar al azar; acepté, sin otro consciente prejuicio que el de soslayar las avenidas o calles anchas, las más oscuras invitaciones de la casualidad. Con todo, una suerte de gravitación familiar me alejó hacia unos barrios, de cuyo nombre quiero siempre acordarme y que dictan reverencia a mi pecho. No quiero significar así el barrio mío, el preciso ámbito de la infancia, sino sus todavía misteriosas inmediaciones: confín que he poseído entero en palabras y poco en realidad, vecino y mitológico a un tiempo. El revés de lo conocido, su espalda, son para mí esas calles penúltimas, casi tan efectivamente ignoradas como el soterrado cimiento de nuestra casa o nuestro invisible esqueleto. La marcha me dejó en una esquina. Aspiré noche, en asueto serenísimo de pensar. La visión, nada complicada por cierto, parecía simplificada por mi cansancio. La irrealizaba su misma tipicidad. La calle era de casas bajas, y aunque su primera significación fuera de pobreza, la segunda era ciertamente de dicha. Era de lo más pobre y de lo más lindo. Ninguna casa se animaba a la calle; la higuera oscurecía sobre la ochava; los portoncitos —más altos que las líneas estiradas de las paredes— parecían obrados en la misma sustancia infinita de la noche. La vereda era escarpada sobre la calle; la calle era de barro elemental, barro de América no conquistado aún. Al fondo, el callejón, ya campeano, se desmoronaba hacia el Maldonado. Sobre la tierra turbia y caótica, una tapia rosada parecía no hospedar luz de luna, sino efundir luz íntima. No habrá manera de nombrar la ternura mejor que ese rosado.
»Me quedé mirando esa sencillez. Pensé, con seguridad en voz alta: Esto es lo mismo de hace treinta años… Conjeturé esa fecha: época reciente en otros países, pero ya remota en este cambiadizo lado del mundo. Tal vez cantaba un pájaro y sentí por él un cariño chico, y de tamaño de pájaro; pero lo más seguro es que en ese ya vertiginoso silencio no hubo más ruido que el también intemporal de los grillos. El fácil pensamiento Estoy en mil ochocientos y tantos dejó de ser unas cuantas aproximativas palabras y se profundizó a realidad. Me sentí muerto, me sentí percibidor abstracto del mundo: indefinido temor imbuido de ciencia que es la mejor claridad de la metafísica. No creí, no, haber remontado las presuntivas aguas del Tiempo; más bien me sospeché poseedor del sentido reticente o ausente de la inconcebible palabra eternidad. Sólo después alcancé a definir esa imaginación.
»La escribo, ahora, así: Esa pura representación de hechos homogéneos —noche en serenidad, parecita límpida, olor provinciano de la madreselva, barro fundamental— no es meramente idéntica a la que hubo en esa esquina hace tantos años; es, sin parecidos ni repeticiones, la misma. El tiempo, si podemos intuir esa identidad, es una delusión: la indiferencia e inseparabilidad de un momento de su aparente ayer y otro de su aparente hoy, bastan para desintegrarlo.
»Es evidente que el número de tales momentos humanos no es infinito. Los elementales —los de sufrimiento físico y goce físico, los de acercamiento del sueño, los de la audición de una música, los de mucha intensidad o mucho desgano— son más impersonales aún. Derivo de antemano esta conclusión: la vida es demasiado pobre para no ser también inmortal. Pero ni siquiera tenemos la seguridad de nuestra pobreza, puesto que el tiempo, fácilmente refutable en lo sensitivo, no lo es también en lo intelectual, de cuya esencia parece inseparable el concepto de sucesión. Quede, pues, en anécdota emocional la vislumbrada idea y en la confesa irresolución de esta hoja el momento verdadero de éxtasis y la insinuación posible de eternidad de que esa noche no me fue avara».
*
El propósito de dar interés dramático a esta biografía de la eternidad, me ha obligado a ciertas deformaciones: verbigracia, a resumir en cinco o seis nombres una gestación secular.
He trabajado al azar de mi biblioteca. Entre las obras que más serviciales me fueron, debo mencionar las siguientes:
Die Philosophie der Griechen, von Dr. Paul Deussen. Leipzig, 1919.
Select works of Plotinus. Translated by Thomas Taylor. London, 1817.
Passages illustrating Neoplatonism. Translated with an introduction by E. R. Dodds. London, 1932.
La philosophie de Platón, par Alfred Fouillée. París, 1869.
Die Welt als Wille und Vorstellung, von Arthur Schopenhauer. Herausgegeben von Eduard Grisebach. Leipzig, 1892.
Die Philosophie des Mittelalters, von Dr. Paul Deussen. Leipzig, 1920.
Las confesiones de San Agustín. Versión literal por el P. Ángel C. Vega. Madrid, 1932.
A monument to Saint Augustine. London, 1930.
Dogmatik, von Dr. R. Rothe. Heidelberg, 1870.
Ensayos de critica filosófica, de Menéndez y Pelayo. Madrid, 1892.


Notas
[1] El concepto escolástico del tiempo como la fluencia de lo potencial en lo actual es afín a esta idea. Cf. los objetos eternos de Whitehead, que constituyen «el reino de la posibilidad» e ingresan en el tiempo.
[2] Vivo, Hijo de Despierto, el improbable Robinson metafísico de la novela de Abubeker Abentofail, se resigna a comer aquellas frutas y aquellos peces que abundan en su isla, siempre cuidando de que ninguna especie se pierda y el universo quede empobrecido por culpa de él. 
[3] No quiero despedirme del platonismo (que parece glacial) sin comunicar esta observación, con esperanza de que la prosigan y justifiquen: Lo genérico puede ser más intenso que lo concreto. Casos ilustrativos no faltan. De chico, veraneando en el norte de la provincia, la llanura redonda y los hombres que mateaban en la cocina me interesaron, pero mi felicidad fue terrible cuando supe que ese redondel era «pampa», y esos varones, «gauchos». Igual, el imaginativo que se enamora. Lo genérico (el repetido nombre, el tipo, la patria, el destino adorable que le atribuye) prima sobre los rasgos individuales, que se toleran en gracia de lo anterior.
El ejemplo extremo, el de quien se enamora de oídas, es muy común en las literaturas persa y arábiga. Oír la descripción de una reina —la cabellera semejante a las noches de la separación y la emigración pero la cara como el día de la delicia, los pechos como esferas de marfil que dan luz a las lunas, el andar que avergüenza a los antílopes y provoca la desesperación de los sauces, las onerosas caderas que le impiden tenerse en pie, los pies estrechos como una cabeza de lanza— y enamorarse de ella hasta la placidez y la muerte, es uno de los temas tradicionales en las 10001 Noches. Léase la historia de Badrbasim, hijo de Shahrimán, o la de Ibrahim y Yamila. 
[4] La noción de que el tiempo de los hombres no es conmensurable con el de Dios, resalta en una de las tradiciones islámicas del ciclo del miraj. Se sabe que el Profeta fue arrebatado hasta el séptimo cielo por la resplandeciente yegua Alburak y que conversó en cada uno con los patriarcas y ángeles que lo habitan y que atravesó la Unidad y sintió un frío que le heló el corazón cuando la mano del Señor le dio una palmada en el hombro. El casco de Alburak, al dejar la tierra, volcó una jarra llena de agua; a su regreso, el Profeta la levantó y no se había derramado una sola gota. 
[5] Jesucristo había dicho: Dejad que los niños vengan a mí; Pelagio fue acusado, naturalmente, de interponerse entre los niños y Jesucristo, librándolos así al infierno. Como el de Atanasio (Satanasio), su nombre permitía el retruécano; todos dijeron que Pelagio (Pelagius) tenía que ser un piélago (pelagus) de maldades.


En Historia de la eternidad (1936)
Foto: Captura Borges 75
Cortometraje de Zorroaquín y Docampo Feijoó



19/6/15

Jorge Luis Borges: Entrevista radiofónica en Madrid con Salvador Gómez Valdés








En programa radiofónico español Perfil del ruedo, Madrid, 27 de octubre de 1984 


«No pasa un día de mi vida sin que piense en Virgilio. Para mí es el poeta. Ocasionalmente, vacilo entre Virgilio y Verlaine, pero al fin me inclino por el primero». (Su interlocutor divierte a Borges al sugerir que Robert Graves prefiere a Ennio). «Eso es una broma, yo creo. A Graves le gusta ser herético y a mí no. Cuando era joven, me gustaba estar en desacuerdo, pero ahora no. Dijo Chesterton que había pasado la vida comprobando que los otros tenían razón, y a mí me pasa lo mismo».

(La conversación deriva entonces hacia el mundo del escritor inglés). «Todo lo que hizo Chesterton fue extraordinario. Era, sin duda, un hombre de genio. Es raro que nadie recuerde sus extraordinarias metáforas. De las muchas que ideó, me viene a la memoria aquella que habla de la noche como “un monstruo hecho de ojos”. Y fuerza es que recuerde el poema La balada del caballo blanco, donde incluye otras igualmente admirables. Por ejemplo, cuando dice “Marble like solid moonlight”. El mármol como luz de luna maciza. O también “Gold like a frozen fire”. Oro como fuego congelado. Vea que son metáforas imposibles, pero espléndidas. Es linda la expresión “frozen fire”, la cual tiene en inglés la aliteración en la “f”. Además, como ideas o conceptos, ambas metáforas causan asombro en cualquier idioma».
«Chesterton era profesionalmente católico. Un rasgo éste que no comparto, pues a mí me cuesta creer en la fe católica. (...) En contra de lo que sucede con la fe del Buda, el catolicismo exige demasiada mitología. Los católicos deben creer en un Dios que es tres, y en castigos y recompensas infinitas que no condicen con la brevedad de la vida humana. ¿Quién va a merecer un premio o un castigo infinitos? Desde luego, nadie hay tan importante. Ni siquiera los máximos tiranos merecen un castigo infinito. En cambio, uno puede ser budista, y creer que el mundo está regido por una ley ética, pero sin la necesidad de aceptar esa variedad de mitos».
«En Japón se niega la historicidad del Buda. (...) No obstante, se entiende que eso no importa. En verdad, es muy raro ese rasgo del budismo. Incluso he leído que en ciertos monasterios hay imágenes del Buda talladas en madera, y mientras los monjes están enseñando su fe, sentados frente a la chimenea, arrojan esas figuras al fuego. De igual manera, he sabido que los textos sagrados se emplean para usos inmundos. Al proceder de ese modo, se profanan deliberadamente las imágenes y los textos canónicos para indicar que lo importante es el espíritu».
(El periodista introduce dos nuevos temas: la relectura y el juicio crítico). «A veces resulta peligroso volver a leer ciertos escritos, porque la memoria ha ido mejorándolos. Eso me ha sucedido muchas veces con citas. He citado un pasaje y luego he cometido la imprudencia de buscar el texto, y entonces compruebo que mi memoria lo ha pulido. (...) Luego he leído muchas biografías, pero eso significa, de algún modo, deshacer la obra literaria, porque ésta empieza siendo una serie de experiencias humanas y luego se convierte en una obra de arte, y finalmente la crítica se encarga de destejer todo eso. A este propósito, hay una frase muy bella de Keats, que habla de “destejer el arcoiris”. Es un linda metáfora para definir ese proceder. En definitiva, la crítica se dedica a explicar a cada escritor sus circunstancias, lo cual es falso. Las circunstancias son las mismas para todos, y sin embargo no todos escribimos La Eneida».



En Cuadernos Hispanoamericanos (620):103-114
'Borges Oral: Testimonios conservados en el Archivo Sonoro de RNE'
Recopil. y desgrabación de Guzmán Herrero Peña
Archivo Sonoro Radio Nacional de España,2002
Retrato de JLB el 1 de agosto de 1969 
Foto © Koberstein - Ullstein Bild - Getty Images GC 541089719



18/6/15

Jorge Luis Borges: Góngora







Marte, la guerra. Febo, el sol. Neptuno,
el mar que ya no pueden ver mis ojos
porque lo borra el dios. Tales despojos
han desterrado a Dios, que es Tres y es Uno,
de mi despierto corazón. El hado
me impone esta curiosa idolatría.
Cercado estoy por la mitología.
Nada puedo. Virgilio me ha hechizado.
Virgilio y el latín. Hice que cada
estrofa fuera un arduo laberinto
de entretejidas voces, un recinto
vedado al vulgo, que es apenas, nada.
Veo en el tiempo que huye una saeta
rígida y un cristal en la corriente
y perlas en la lágrima doliente.
Tal es mi extraño oficio de poeta.
¿Qué me importan las befas o el renombre?
Troqué en oro el cabello, que está vivo.
¿Quién me dirá si en el secreto archivo
de Dios están las letras de mi nombre?

Quiero volver a las comunes cosas:
el agua, el pan, un cántaro, unas rosas.




En Los conjurados (1985)


17/6/15

Jorge Luis Borges: Laberinto









No habrá nunca una puerta. Estás adentro
y el alcázar abarca el universo
y no tiene ni anverso ni reverso
ni externo muro ni secreto centro.
No esperes que el rigor de tu camino
que tercamente se bifurca en otro,
que tercamente se bifurca en otro,
tendrá fin. Es de hierro tu destino
como tu juez. No aguardes la embestida
del toro que es un hombre y cuya extraña
forma plural da horror a la maraña
de interminable piedra entretejida.
No existe. Nada esperes. Ni siquiera
en el negro crepúsculo la fiera.




En Elogio de la sombra (1969)
Foto: Diario La Vanguardia
22 de abril de 1980


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