16/6/15

Jorge Luis Borges: Manuel Peyrou








Tuyo fue el ejercicio generoso
de la amistad genial. Era el hermano
a quien podemos, en la hora adversa,
confiarle todo o, sin decirle nada,
dejarle adivinar lo que no quiere
confesar el orgullo. Agradecía
la variedad del orbe, los enigmas
de la curiosa condición humana,
el azul del tabaco pensativo,
los diálogos que lindan con el alba,
el ajedrez heráldico y abstracto,
los arabescos del azar, los gratos
sabores de las frutas y las aves,
el café insomne y el propicio vino
que conmemora y une. Un verso de Hugo
podía arrebatarlo. Yo lo he visto.
La nostalgia fue un hábito de su alma.
Le placía vivir en lo perdido,
en la mitología cuchillera
de una esquina del Sur o de Palermo
o en tierras que a los ojos de su carne
fueron vedadas: la madura Francia
y América del rifle y de la aurora.
En la vasta mañana se entregaba
a la invención de fábulas que el tiempo
no dejará caer y que conjugan
aquella valentía que hemos sido
y el amargo sabor de lo presente.
Luego fue declinando y apagándose.
Esta página no es una elegía.
No dije ni las lágrimas ni el mármol
que prescriben los cánones retóricos.
Atardece en los vidrios. Llanamente
hemos hablado de un querido amigo
que no puede morir. Que no se ha muerto.




En Historia de la noche (1977)
Foto: Manuel Peyrou, Silvina Ocampo y Borges (s-d) Vía y vía



15/6/15

Jorge Luis Borges-Roberto Alifano: James Joyce o la aventura de las palabras









     Alifano: Hace algunos años usted pronunció una conferencia titulada: James Joyce y el lenguaje. En esa oportunidad usted señaló que el escritor irlandés y el lenguaje son dos ideas afines. Le propongo que hablemos de Joyce y de su obra capital, el Ulysses.

   
     Borges: Bueno, alguien dijo (yo no recuerdo ahora su nombre) que el protagonista de Ulysses, y podía haberlo dicho también de Finnegan’s Wake, es el idioma inglés. Ahora, el lenguaje es uno de tantos misterios, de tantos gratos misterios, que nos depara la realidad. Hay escritores en los cuales no sentimos el lenguaje, sentimos directamente su emoción o sus conceptos, pero, en el caso de Joyce, sentimos ante todo el lenguaje. Si leemos a Shakespeare o Cervantes, por ejemplo, sentimos que nos están contando sus emociones; Cervantes nos cuenta un sueño, y ese sueño importa más que sus palabras. En el caso de Joyce, desde el principio, se siente que lo que importa son las palabras; y, al decir las palabras, no pienso solo en las palabras, sino en la etimología, en la cadencia, en la connotación de las palabras, y eso fue desde sus primeras obras. Yo recuerdo sus primeros poemas, y en ellos, no voy a negar que no había emoción, pero había, sobre todo, un cuidado muy consciente de las palabras,

A.: ¿O sea que podríamos definir al Ulysses y a Finnegan’s Wake como objetos verbales que viven por su cuenta y que pueden interponerse entre las emociones del autor y nosotros?

     B.: Yo creo que sí. Ahora Joyce dedicó su vida a las letras, eligió ese destino literario y fue fiel a él. El Ulysses es la aventura más audaz de toda la literatura moderna; pero no estoy seguro de que esa empresa haya resultado victoriosa. Yo recuerdo ahora una frase que me parece muy feliz, de un juicio, que puede ser severo y al mismo tiempo generoso, de Virginia Woolf. Ella dijo: «Ulysses es una derrota, una gloriosa derrota». Es decir, ella admitió el fracaso, pero al mismo tiempo se dio cuenta de la audacia de esa aventura de la palabra.

     A.: Virginia Woolf que lo admiró a Joyce, y que imitó sus procedimientos en muchos de sus libros.

     B.: Sí, Virginia Woolf lo admiró debidamente a Joyce.

     A.: Y de Dublinenses, uno de los primeros libros de Joyce, ¿qué piensa?

     B.: Ah, es un excelente libro de cuentos breves escrito a la manera, a la cautelosa manera, de Arnold Bennett, o de uno de sus maestros: Gustave Flaubert. En ese libro, Joyce nos muestra una gran imaginación, nos muestra una sensibilidad, sobre todo una sensibilidad dedicada a lo que sería siempre su tema, su estímulo; me refiero a la ciudad de Dublín. Una ciudad que sin duda él quiso mucho, y que tiene que haberla odiado mucho también.

     A.: Todo eso se siente en Dublinenses, ¿no?

     B.: Sí. Joyce nos muestra en ese libro un ambiente sórdido, personas muy limitadas, donde se complace en señalar esos límites y no busca de hacer agradable al idioma. Ahí ya se percibe, se va prefigurando el Joyce del Ulysses y de Finnegan’s Wake.

     A.: La escritura de ese día, ya que el Ulysses se desarrolla en veinticuatro horas, creo que le llevó a James Joyce más o menos siete años, ¿no?

B.: Creo que sí. Joyce eligió para su libro un día cualquiera, un día trivial, o que él presenta como trivial, me parece que del año 1904. El Ulysses fue concebido como una epopeya, la epopeya de un día. Al cabo de ese día hemos estado, quizá muchas veces en el infierno, y alguna vez en el cielo.

     A.: Yo recuerdo ahora, inevitablemente, un magnífico poema suyo, que se llama James Joyce. Y donde usted empieza con este verso: En un día del hombre están los días del tiempo.

     B.: Bueno, ese poema yo lo escribí pensando en Joyce y me pareció prudente titularlo con su nombre. El Ulysses empieza a las ocho de la mañana y termina a la noche del día siguiente. Y hay especialmente dos personajes: Stephen Dédalus y Leopold Bloom; el nombre Dédalus corresponde al de un arquitecto de laberintos, y así se lo puede ver a Joyce, como un arquitecto de laberintos.

     A.: ¿Dédalus es también el nombre del protagonista de su novela autobiográfica: A Portrait of the Artist as a Young Man?

     B.: Sí. Eso ha sido traducido como Retrato del artista cuando era joven o, hay una traducción más común: Retrato del artista adolescente. El personaje, Dédalus, es el mismo. Ahora, a lo largo del libro los dos personajes: Dédalus y Bloom, van acercándose y están a punto de conocerse, luego otras circunstancias, la intervenciones de otras personas, los alejan. En los capítulos finales se vuelven a encontrar. Entre ellos hay una relación que podría ser la de Ulysses y Telémaco, salvo que no es una relación física. Bloom se siente como padre de Dédalus, y creo que Dédalus siente también al final esa misma atracción. Fuera de una hermosa discusión sobre la obra de Shakespeare —Shakespeare está presente en toda la obra de Joyce—, todo lo que ocurre durante ese largo día es trivial.

     A.: Hay un libro sobre la obra de Joyce, que yo he visto en su biblioteca, cuyo autor es Stuart Gilbert, que es una especie de plano para leer el Ulysses.

     B.: Ese libro fue escrito con la autorización de Joyce y, sin duda, con su propia colaboración. Y allí el Ulysses está analizando capítulo por capítulo. El Ulysses puede parecer caótico, pero sin embargo está hecho de simetrías; ahora, para percibir esas simetrías es necesario haber leído el libro de Gilbert. Bueno, a cada capítulo, por ejemplo, corresponde, según el mapa, una función del cuerpo humano. En un capítulo predomina la circulación de la sangre, en otro la respiración, en otro la regeneración de los tejidos. Cada capítulo tiene también un color predominante; en uno puede estar el rojo, en otro el amarillo, en otro el azul o lo que fuere. También en cada capítulo hay una técnica distinta; no recuerdo bien en cuál, creo que es en el penúltimo, predomina el catecismo. En otro capítulo se discute sobre una figura retórica, etc.

     A.: Es curioso que a alguien se le haya ocurrido escribir un libro que sea un esquema o un plano sobre otro libro. Yo creo que a nadie se le ocurriría hacer mapa sobre El Quijote o sobre Hamlet.

     B.: Ahora, contrariamente a lo que sucede con el Ulysses, o con lo que se pueda imaginar, el libro de Stuart Gilbert es muy agradable, es de muy grata lectura. Abunda en trozos del texto de Joyce, que comenta y que aclara con mucha inteligencia. Ese libro sigue al Ulysses capítulo por capítulo, casi página por página, y convendría tal vez leer antes el libro de Stuart Gilbert y después el Ulysses, porque si uno empieza por el Ulysses, uno se ve inevitablemente derrotado por el texto, o, tal vez esta sería la mejor palabra, uno se siente excluido del texto.

     A.: ¿No le parece que el libro de Stuart Gilbert es un argumento contra el Ulysses, ya que escribir un texto para hacer menos ardua la lectura de otro texto no habla nada bien?

     B.: Y, yo creo que sí, por eso estoy de acuerdo con Virginia Woolf que dice, como ya lo cité, que el Ulysses es una gloriosa derrota. Un libro, todo libro, debe tener su propia clave. Ese estudio analítico de cuatrocientas o quinientas páginas, que debe oficiar de ganzúa para facilitar la lectura de otro libro, demuestra, como dice usted, un fracaso y un argumento en contra.

    A.: Borges, yo me atrevería a decir que los libros de Joyce quizá no han sido hechos para la lectura, sino para el análisis. ¿Le parece disparatado lo que digo?

     B.: No, no, creo que usted tiene razón. Y agregaría que esas dos grandes obras de Joyce también han sido hechas para la fama del autor. Yo leí, parcialmente, una obra que podríamos traducir más o menos así: Una ganzúa para el velorio de Finnegan y que fue escrita por dos estudiantes norteamericanos que se pasaron cinco o seis años en Dublín, recogiendo todas las soluciones locales de los textos de Joyce.

     A.: ¿El resultado fue, sin duda, exitoso?

     B.: Sí, estos dos hombres lograron descifrar muchas claves de Finnegan’s Wake, que es aún más laberíntica que el Ulysses. Ahora, yo tengo la esperanza que esas obras tan complejas hoy, mañana sean leídas por los niños. Yo tengo esa esperanza, ya que todos los libros tienden a ser leídos por los niños. Cuando yo era chico, por ejemplo, recuerdo que lo leí a Poe; ¿por qué no suponer entonces que, en un futuro, quizá no muy lejano, los niños lean el Ulysses y Finnegan’s Wake?

     A.: ¿Borges, usted piensa que Joyce utiliza el simbolismo homérico para dar una visión integral de la experiencia humana, por ejemplo?

     B.: Y, yo creo que sí. Pero esa visión no sé si alcanza a ser integral. Al cabo de la lectura del Ulysses el lector tiene la sensación de un caos. Sin embargo, la obra abunda en simetrías y ese caos es más bien un cosmos, pero un cosmos secreto. Con los personajes sucede otro tanto. Lo que yo guardo en la memoria no es la personalidad de Stephen ni de Leopold, que son individuos de los cuales sabemos miles de circunstancias, pero que nunca conocemos. Yo, por ejemplo, sé que conozco a Martín Fierro; estoy también seguro de conocer a Alonso Quijano. En cuanto a los personajes de Joyce, yo sé miles de hechos sobre ellos, todos los hechos posibles pueden encontrarse en la novela, pero no los conozco íntimamente. Lo que a mí me ha quedado de la lectura de Joyce son algunas líneas espléndidas. Esas líneas han quedado como versos en mi memoria, yo tengo la sensación de haber compartido el largo día de esos dos hombres, de los dos dublinenses, Stephen y Leopold, pero tengo también la sensación de que no los conozco, de que no alcanzan a ser del todo humanos.

     A.: Entre esas líneas espléndidas y memorables que usted recuerda está, sin duda, la visión de la mujer de Bloom, que le dice: «Yo era hermosa, yo era la hermosa Molly Bloom, y ahora estoy muerta». ¿Ese largo monólogo resulta terrible, no?

     B.: Es cierto. Ese monólogo fue muy admirado por Arnold Bennett, que dijo que nunca había leído nada que se le pareciera, y que estaba seguro de que no habría nada que lo superara. Sin embargo, yo no sé si es posible el monólogo interior, es decir, si la afluencia de nuestros pensamientos puede traducirse en palabras, y si la ausencia de puntuación puede ser útil para lograr ese propósito.

     A.: A partir de Joyce ese procedimiento ha sido utilizado por muchos otros novelistas.

   B.: Sí. Pero yo no sé si Joyce es un novelista. Podríamos pensar que fue el máximo poeta, el máximo escritor barroco; además, según se sabe, la época en la cual escribió Joyce, fue la época de los ismos, la época del apogeo de las escuelas, y todas quisieron renovar la metáfora. Los ultraístas son un ejemplo de lo que acabo de decir, quisieron renovar la metáfora, como quiso renovarla diez años antes Leopoldo Lugones. Yo creo que la justificación de toda la época son las dos obras de Joyce; sobre todo el Ulysses que es legible; en cambio, yo diría que Finnegan’s Wake es invenciblemente ilegible, salvo que, como he dicho, Joyce escribió para la polémica, para la fama, para la historia de la literatura, y no para agradar al lector, para deleitarlo. Aunque muchas veces logró deleitarlo con sus poemas, que son espléndidos. Pero, al fin y al cabo, para qué establecer la diferencia entre la prosa y el verso, que es mínima y superficial.

     A.: ¿Qué opina de las traducciones que se han hecho al idioma castellano de la obra de Joyce?

     B.: Yo sé que hay dos versiones castellanas del Ulysses, una argentina y otra española; no las he leído pero sospecho de antemano que no pueden ser fieles. Y lo digo por una razón de carácter lingüístico: el idioma inglés, como otros idiomas germánicos, es capaz de palabras compuestas; los idiomas latinos son más rígidos y no son capaces de esas palabras. El resultado de esas traducciones, por lo tanto, puede resultar forzado. Joyce fue, ante todo, un escritor verbal que, a medida que escribía, entretejía, complicaba y enriquecía el texto; ese era el ideal que él tenía, el ideal de lo laberíntico, de un texto que fuera muy difícil para el lector. Ahora, yo creo que él se equivocó al elegir el género de la novela, ya que en la novela no importa lo verbal. Lo que más importa, creo, es lo que el autor nos cuenta, y es mejor olvidar las palabras y recordar lo que él refiere. Tomemos, por ejemplo, casos tan famosos como los de Cervantes, Dickens o Conrad; en esos casos lo que recordamos es lo narrado, lo referido. Leemos el Quijote y pensamos que esas cosas nos han sucedido a nosotros, pero yo creo que podemos olvidar fácilmente las palabras.

       A.: ¿Finnegan’s Wake no tiene traducciones al castellano, verdad?

     B.: No. Y creo que es imposible ensayarla. Bueno, Finnegan’s Wake significa esto: hay una balada irlandesa, una canción popular irlandesa, cuya música Joyce cita al principio de la obra, que se titula El velorio, o El velatorio como usan los españoles. Luego viene la historia que es esta: hay un albañil llamado Finnegan, que se mata al caer de un andamio. Se celebra el velatorio, hay música, la gente se emborracha, y el muerto decide salir del ataúd para bailar con los otros. Joyce quería que el lector encontrara en Finnegan’s Wake el concepto del tiempo circular que tuvieron los estoicos y que se redescubrió muy tardíamente; Nietzsche, por ejemplo, creyó en el tiempo circular. Joyce tomó entonces la palabra Finnegan (fin tendríamos en francés o en castellano; luego wake, velorio, la idea de despertar) y dio una noción del tiempo circular.

     A.: ¿Esa idea del tiempo circular la percibe el lector?

     B.: Quizá no. Finnegan’s Wake abunda en simetrías, lo mismo que el Ulysses, pero esas simetrías no son perceptibles para el lector, son perceptibles solo cuando han leído las explicaciones de un especialista, como en el caso de Stuart Gilbert, o de esos estudiosos norteamericanos que escribieron Una ganzúa para el velorio de Finnegan, y cuyos nombres no recuerdo.

    A.: ¿De modo que usted desecha toda posibilidad de traducción al idioma castellano de Finnegan’s Wake?

    B.: Sí. En una obra donde lo esencial son las palabras, creo que es muy poco lo que queda si eliminamos las palabras. A lo sumo queda la fábula, pero la fábula es lo que menos importa.





En Roberto Alifano: Conversaciones con Borges [13] 
Buenos Aires, Editorial Atlántida, 1984
Foto incluida en el libro, pág. 29: Borges y Alifano, ca. 1968


14/6/15

Adolfo Bioy Casares: "Borges" (Sábado 14 de junio de 1986)








Sábado, 14 de junio.  En la Confitería del Molino me encontré con mi hijo Fabián, al que regalé Un experimento con el tiempo, de Dunne, comprado en el quiosco de Callao y Rivadavia (después de cavilar tanto sobre este encuentro, dar con ese libro me había parecido un buen augurio). Se lo recomendé y le dije que le iba a dar una lista de libros. Después de almorzar en La Biela, con Francis Korn, decidí ir hasta el quiosco de Ayacucho y Alvear, para ver si tenía Un experimento con el tiempo: quería un ejemplar de reserva. Un individuo joven, con cara de pájaro, que después supe que era el autor de un estudio sobre las Eddas que me mandaron hace meses*, me saludó y me dijo, como excusándose: «Hoy es un día muy especial». Cuando por segunda vez dijo esa frase le pregunté: «¿Por qué?». «Porque falleció Borges. Esta tarde murió en Ginebra», fueron sus exactas palabras. Seguí mi camino.

       Pasé por el quiosco. Fui a otro de Callao y Quintana, sintiendo que eran mis primeros pasos en un mundo sin Borges. Que a pesar de verlo tan poco últimamente yo no había perdido la costumbre de pensar: «Tengo que contarle esto. Esto le va a gustar. Esto le va a parecer una estupidez ». Pensé: «Nuestra vida transcurre por corredores entre biombos. Estamos cerca unos de otros, pero incomunicados. Cuando Borges me dijo por teléfono desde Ginebra que no iba a volver y se le quebró la voz y cortó, ¿cómo no entendí que estaba pensando en su muerte? Nunca la creemos tan cercana. La verdad es que actuamos como si fuéramos inmortales. Quizá no pueda uno vivir de otra manera. Irse a morir a una ciudad lejana tal vez no sea tan inexplicable. Cuando me he sentido muy enfermo a veces deseé estar solo: como si la enfermedad y la muerte fueran vergonzosas, algo que uno quiere ocultar».
  

Nota

*Según Ricardo Ragendorfer [«Adolfo Bioy Casares y los que aman, odian». La Primera, Nº 140 (2002)]: «En el atardecer del 14 de junio de 1986 los noticieros comenzaron a informar sobre la muerte de Jorge Luis Borges [...]. Poco después llegó Cachi a mi casa; se trataba de un psicólogo algo chiflado, que desde hacía años corregía un ensayo suyo sobre las Eddas. Se lo veía exaltado. Yo, como al pasar, le mencioné con cierta pesadumbre lo de Borges. Y ése era justamente el motivo de su exaltación. "Me lo acabo de cruzar a Bioy Casares y le comenté el asunto —dijo, atragantándose con las letras—. Por la cara que puso, me di cuenta que [sic] el pobre no sabía nada. Fui yo el que le dio la noticia».


En Bioy Casares, Adolfo: Borges
Edición al cuidado de Daniel Martino
Barcelona: Ediciones Destino ("Imago Mundi"), 2006
Imagen: Borges y Bioy Casares 27 noviembre 1985 en Librería Casares




13/6/15

Jorge Luis Borges: Lucas, XXIII







Gentil o hebreo o simplemente un hombre
cuya cara en el tiempo se ha perdido;
ya no rescataremos del olvido
las silenciosas letras de su nombre.
Supo de la clemencia lo que puede
saber un bandolero que Judea
clava a una cruz. Del tiempo que antecede
nada alcanzamos hoy. En su tarea
última de morir crucificado,
oyó, entre los escarnios de la gente,
que el que estaba muriéndose a su lado
era Dios y le dijo ciegamente:
Acuérdate de mí cuando vinieres
a tu reino, y la voz inconcebible
que un día juzgará a todos los seres
le prometió desde la Cruz terrible
el Paraíso. Nada más dijeron
hasta que vino el fin, pero la historia
no dejará que muera la memoria
de aquella tarde en que los dos murieron.
Oh amigos, la inocencia de este amigo
de Jesucristo, ese candor que hizo
que pidiera y ganara el Paraíso
desde las ignominias del castigo,
era el que tantas veces al pecado
lo arrojó y al azar ensangrentado.



En El hacedor (1960)
Foto: sin atribución de autor ni fecha
Vía y vía



12/6/15

Jorge Luis Borges: La literatura alemana en la época de Bach







Conferencia [Versión taquigráfica]

En el ilustre ensayo de De Quincey Sobre el asesinato considerado como una de las bellas artes, hay una referencia a un libro sobre Islandia. Ese libro, escrito por un viajero holandés, tiene un capítulo que se ha hecho famoso en la literatura inglesa, y al que alude Chesterton alguna vez. Es un capítulo titulado "Sobre las serpientes de Islandia"; es muy breve, suficiente y lacónico: consta de esta única frase: "Serpientes en Islandia, no hay". Eso es todo.

La tarea que ahora emprenderé es la descripción de la literatura alemana en la época de Bach.

Después de algunas investigaciones, tuve la tentación de imitar al autor de ese libro sobre Islandia y decir brevemente: literatura en la época de Bach, no hubo. Pero este laconismo me parece desdeñoso; una falta de urbanidad. Y, además, sería injusto, tratándose de una época que produjo tantos poemas didácticos imitados de Pope, tantas fábulas imitadas de La Fontaine, tantas epopeyas imitadas de Milton. Y a todo esto cabría agregar que florecieron, además, las sociedades literarias de un modo realmente insólito. Y también florecieron las polémicas, en las que se puso toda la pasión que está ausente en la literatura de esa época.

Además, he reflexionado que hay dos criterios distintos para la literatura. Hay el criterio hedónico, el del placer, que es el criterio de los lectores; y, desde este punto de vista, la época de Bach fue, literariamente, una época pobre. Y luego, hay el otro criterio, el de la historia de la literatura —que es mucho más hospitalaria que la literatura—; y, desde este punto de vista, se trata de una época importante, porque preparó la época siguiente, de la ilustración y, luego, la época clásica de la literatura alemana, la más rica de esa literatura y una de las más ricas de todas las literaturas: la época de Goethe, de Hólderlin, de Novalis, de Heine, de tantos otros.

Este fenómeno de una época pobre en la literatura alemana, no es único. Todos los historiadores de esa literatura lo han dicho: la literatura alemana no es sucesiva, sino periódica, intermitente. Se ha observado que hay épocas de esplendor, y, entre ellas, épocas casi nulas, de oscuridad y de inercia.

Se ha buscado explicación para este fenómeno. Que yo sepa, hay tres explicaciones. La primera es de tipo político. Se dice que Alemania, que llegó a ser una especie de campamento de todos los ejércitos de Europa, ha sido invadida y destruida periódicamente. (Como ha ocurrido hace poco). Y que los eclipses de la literatura alemana corresponden a esas aniquilaciones bélicas. Esta explicación es buena, pero no creo que sea suficiente.

Hay una segunda explicación, la que prefieren las historias de la literatura alemana redactadas por alemanes. Se dice que esas épocas de oscuridad, son épocas en que el verdadero espíritu alemán no ha podido abrirse camino, porque estaba dedicado a la imitación de modelos extranjeros. Esto es cierto; sin embargo, uno podría hacer dos observaciones adversas a esta explicación: podría observarse que cuando un país tiene un espíritu fuerte, las influencias extranjeras, exóticas, no debilitan el espíritu, lo fortalecen. Eso se observa en la época barroca, que es la época anterior a la que voy a considerar ahora, la de Bach. Se ha llamado "siglo barroco" al XVII, en Alemania. Y en ese siglo, que fue muy brillante para ese país, predominaron las influencias extranjeras; pero no de un modo que oprimieran al espíritu alemán. Fueron asimiladas y utilizadas por él.

Quiero indicar, de paso —porque es interesante para nosotros—, que el influjo que predominó en la literatura alemana del siglo XVII fue el español. Tenemos el influjo de los Sueños de Quevedo, en Michael Moscherosch, el mayor satírico alemán de esa época, que escribió un libro titulado Visiones prodigiosas y verídicas. El autor dice que en ese libro están retratados todos los actos de los hombres, sus naturales colores de hipocresía, de mentira y de vanidad. Está, evidentemente, influido por Quevedo, que le da vida a ese libro alemán.

Otro caso, más célebre, es el de Grimmelshausen. Grimmelshausen conocía las novelas picarescas españolas, una traducción fragmentaria del Quijote, el Rinconete y Cortadillo, y una versión alemana del Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán, y concibió el proyecto de aplicar la técnica de la novela picaresca española a la vida alemana, en la época de la Guerra de los Treinta Años. Ese proyecto fue, desde luego, un acierto.

Una observación que es muy fácil hacer sobre la novela picaresca española, es la limitación de los temas. La novela picaresca española no abarca, en general, toda la riqueza de la vida miserable, de la vida popular de España. Se trata, más bien, de aventuras mezquinas, de sirvientes, en muchos casos.

Si comparamos un libro como El Gran Tacaño, de Quevedo, con las jácaras del mismo autor, con esas poesías en las que aparecen prostitutas, rufianes, asesinos y ladrones, veremos que hay un mundo criminal, un mundo de forajidos mucho más rico en las jácaras que en la novela picaresca del Buscón.

Grimmelshausen acierta al aplicar la técnica de la novela picaresca española a la vida de un soldado, llamado Simplicissimus, en la Guerra de los Treinta Años.

Otro rasgo que lo diferencia de los modelos españoles: la novela picaresca española fue escrita con un propósito moral, satírico; en cambio, el Simplicissimus de Grimmelshausen —sobre todo, en los primeros libros— parece no tener otro propósito que el de reflejar, como en un vasto espejo, toda la terrible vida de Alemania durante la Guerra de los Treinta Años. Después, a medida que el libro obtuvo éxito, Grimmelshausen fue agregando capítulos. En los últimos ocurre algo que es típico de la mente alemana: la obra se aparta de los hechos concretos, y se convierte en una alegoría. En la última parte del libro, el héroe de tantas aventuras sangrientas se vuelve ermitaño, se refugia en la Selva Negra y luego en una isla. Este final del héroe en una isla es importante en la literatura alemana, porque anuncia un tipo de libros que se cultivaron muchísimo después, durante el siglo XVIII; es decir, precisamente, durante la época de Bach. Anuncia libros que en Alemania se llamaron Robinsonaden, es decir, libros que son imitaciones de la novela Robinson Crusoe de Defoe.

El Robinson Crusoe de Defoe impresionó muchísimo a los alemanes. Abundaron las imitaciones de ese libro. Finalmente, ocurrió que los alemanes se entusiasmaron tanto con esa idea de un hombre solitario en una isla, que destruyeron lo patético de esa idea —la idea de un solo hombre en una isla—, y concluyeron escribiendo novelas en las que había treinta o cincuenta Robinsones simultáneos; novelas que ya no eran historias de la soledad y de la paciencia de un hombre, sino historias de empresas coloniales o utopías políticas.

Vuelvo ahora al problema que indiqué al principio: el de las épocas de esterilidad y oscuridad, que se observan periódicamente en la literatura alemana.

Creo que, además de las circunstancias políticas y de la influencia de las literaturas extranjeras (que no siempre, contrariamente a la opinión de los críticos patrióticos, son maléficas), hay una tercera razón, que me parece la más posible de todas, que no excluye las otras, que es, acaso, fundamental. Creo que la razón de esas épocas de oscuridad de la literatura alemana está en el carácter alemán. Los alemanes son incapaces de obrar espontáneamente y necesitan siempre una justificación de lo que van a hacer. Necesitan verse a sí mismos en tercera persona, y verse magnificados también antes de obrar.

La prueba está en que los alemanes, durante mucho tiempo, no fueron, como han sido recientemente, un pueblo de acción sino un pueblo de soñadores. Recuerdo a este propósito un famoso epigrama de Heine, que dice que Dios otorgó a los franceses el imperio de la tierra, a los ingleses el imperio de los mares y a los alemanes el imperio de las nubes. Y recuerdo también un famoso poema de Hölderlin, titulado A los alemanes. En él Hölderlin les dice a sus compatriotas que no se burlen del niño que cabalga con un látigo y con espuelas en un corcel de madera, porque ellos son como ese niño: son también pobres de hechos y ricos de pensamiento. Se pregunta después si alguna vez de la nube no saldrá el rayo, y de la hoja oscura no saldrá el fruto de oro, y si el silencio del pueblo alemán no es la solemnidad que precede a las fiestas y el temor que anuncia la presencia del dios.

Y, además de estos ejemplos literarios, creo que todos podemos recordar ejemplos de la política alemana.

No sé si ustedes recordarán que, a principios de la guerra de 1914, un canciller alemán, Bethmann Hollweg, tuvo que justificar que los alemanes no hubieran cumplido su compromiso de defender la neutralidad y que la hubieran atacado. Cualquier político de cualquier otra parte del mundo, hubiera encontrado una argucia para defenderse, hubiera buscado un argumento. En cambio, Bethmann Hollweg, para justificar ese acto, que era evidentemente desleal, tuvo que construir una teoría de la lealtad, y dijo en un discurso que ellos no tenían por qué obedecer a un tratado, porque un tratado no era otra cosa que un pedazo de papel.

Esto lo hemos visto aun más exacerbado en el nazismo. A los alemanes no les ha bastado con ser crueles; han creído necesario construir una teoría previa de la crueldad, una justificación de la crueldad como postulado ético.

Creo que esto puede explicar esas épocas oscuras de la literatura alemana. Se trata de épocas de preparación, en que el espíritu alemán está tomando una decisión.

Yo he recordado muchas veces el proyecto de Valéry: escribir una historia de la literatura sin nombres propios. Una historia en que se presentaran todos los hechos, todos los libros del mundo, como escritos por una sola persona, por el espíritu universal. Juzgo que podemos, sin mayor riesgo, aceptar esa ficción de Valéry. Podemos suponer que toda la literatura alemana es obra del espíritu alemán. Entonces, podemos suponer que la época de la vida de Bach —es decir, los años que median entre 1675 y 1750—, corresponde a un período de meditación del espíritu alemán, que está preparando la época espléndida de Hólderlin, de Lessing, de Goethe, de Novalis y luego de Heine.

Uno de los rasgos de la época de Bach son las polémicas, muy apasionadas; polémicas que se repiten, que están ocurriendo en otras partes de Europa.

Pienso ahora que hasta decir Alemania, cuando estamos pensando en la Alemania de la época de Bach, puede inducir a error. Porque al decir Alemania, pensamos hoy en un gran país unido; en cambio, Alemania, en aquel tiempo, era una serie de pequeños reinos, principados y ducados, independientes. Alemania era entonces, de algún modo, un suburbio de Europa.

Y, para llegar a esta confirmación, basta ver lo que pensaron muchos alemanes de esa época. Basta considerar el caso de dos alemanes ilustres: Leibniz y Federico II de Prusia.

Leibniz escribió un tratado en el que procuraba defender el idioma alemán. En ese tratado, recomienda a los alemanes que cultiven su idioma; les dice que el alemán, bien cultivado, puede llegar a ser, no un idioma torpe y nebuloso, sino comparable a un cristal, como el francés. Agrega algunas consideraciones patrióticas, y después se dedica, toda su vida, a escribir en francés.

Creo que esta decisión de Leibniz de apartarse de su idioma para escribir siempre en un idioma extranjero, es una prueba de lo que él realmente pensaba. Leibniz era un hombre de una curiosidad universal. Era natural que le interesara el estilo de su propio idioma; pero, al mismo tiempo, lo sintió como un idioma provincial.

Tenemos otro caso, aun más explícito: el de Federico el Grande. Federico dijo cierta vez que no creía que nada bueno pudiera salir literariamente de Alemania. Y cuando se descubrió La Canción de los Nibelungos, la consideró una obra pueril y bárbara. Además, es sabido que Federico el Grande fundó una Academia, y que los individuos que frecuentaban esa Academia escribían todos en francés. Eran literatos franceses, a quienes se respetaba con veneración provincial.

No faltan otros ejemplos de ese carácter provinciano de la Alemania de entonces.

Tomemos el ejemplo del Dr. Johnson. El Dr. Johnson, ya viejo, quiso aprender un idioma que le fuera desconocido, para saber si poseía todavía su integridad intelectual. Eligió el idioma holandés; no se le ocurrió estudiar el alemán. Eso quiere decir que el alemán, entonces, era un idioma tan provinciano, tan lateral y tan fácilmente olvidable, como ahora el idioma holandés.

Vuelvo a las polémicas que se entablaron en aquella época. Hubo, entre ellas, una célebre: la polémica entre Gottsched y dos escritores suizos: Bodmer y Breitinger. Gottsched era un literato alemán que quiso ser el dictador literario de su época y publicó muchos libros en Liepzig, donde residió largo tiempo. Los suizos habían traducido El Paraíso perdido de Milton, y uno de ellos había escrito un poema épico sobre el Diluvio y otro sobre Noé. Los suizos defendían —de un modo nada interesado, por cierto— los derechos de la imaginación en la poesía. Y con ello despertaron la ira de Gottsched, que representaba el gusto francés. Publicó un libro titulado Arte poética, en que defiende las tres unidades aristotélicas: de acción, de lugar y de tiempo. Es muy curioso comparar esta defensa de Gottsched con las que se hicieron en otras partes de Europa. En ella se ve el ambiente provinciano, burgués, de Alemania. Y esto se nota también en lo que le contestaron sus adversarios suizos.

Dice Gottsched que las piezas de teatro tienen que limitarse a unidad de acción —es decir, que tiene que haber un solo argumento—, a unidad de lugar —que todo debe ocurrir en un mismo lugar— y a unidad de tiempo. La unidad de tiempo ha sido interpretada, siempre, en el sentido de veinticuatro horas. A Gottsched las veinticuatro horas le parecen excesivas, por un motivo muy burgués. Dice que, a lo sumo, pueden tolerarse doce horas; y que tienen que ser horas del día y no horas de la noche. Y luego agrega —sin darse cuenta de la falacia— esta extraordinaria razón: en las veinticuatro horas de la pieza de teatro no deben intervenir las horas de la noche, porque —nos explica— de noche hay que dormir. Gottsched, fiel al concepto burgués de que no conviene trasnochar, lo extiende a las veinticuatro horas que deben durar las piezas de teatro.

Hay, además, un poeta, Günther, que es otro ejemplo interesante de aquella época. Figura en todas las historias de la literatura alemana. Sus poemas son nulos, si los leemos sin saber la época en que los escribió; sólo son buenos si los comparamos con los de otros poetas alemanes, que escribieron en aquella época. Hay un poema de Günther del cual voy a leer unos versos, dedicados a Cristo.

Le dice a Cristo:

Desde afuera me atormenta 
la fuerte marea de la desdicha; 
de adentro, espantosos temores 
y la furia de todos los pecados. 
La única salvación, Cristo, 
es mi muerte y tu lástima.

Este poeta es importante, porque es el poeta del "pietismo", la forma religiosa de la época en que vivió Bach. Es un movimiento que se produjo dentro de la iglesia luterana. Puede explicarse de esta manera: Lutero había empezado a vindicar la libertad del hombre cristiano, atacando la autoridad de la Iglesia. Y en un tratado suyo, De la libertad de un hombre cristiano, sostuvo esta paradoja: el hombre cristiano es señor de todo y de todas las cosas; y está sujeto a todo y a todas las cosas.

Lutero tradujo la Biblia al alemán. Esa traducción funda el alemán actual, es su primer documento literario. Lutero sostuvo que la verdadera fuerza del hombre estaba en sí mismo; no en la autoridad de la Iglesia, sino en su propia conciencia. Basándose en esto, atacó la venta papal de indulgencias.

Hay una curiosa doctrina papal que justifica la venta de indulgencias. Se dijo y se creyó, en tiempo de Lutero, que Cristo y los mártires habían acumulado un número infinito de méritos; y que esos méritos eran superiores a los requeridos por ellos para salvarse. Se imaginó que esos méritos superfluos de la vida de Cristo, de la Virgen y de los mártires, habían ido acumulándose en el cielo y habían formado allí lo que se llamó el Thesaurus meritorum, "el tesoro de méritos".

Se supuso también que el Sumo Pontífice tenía la llave de ese tesoro celestial, y podía distribuirlo a los fieles. Se dijo que las personas que compraban indulgencias, compraban alguna parte de esos méritos infinitos acumulados en el cielo.

Lutero negó esa creencia. Dijo que no tenía sentido ese concepto de méritos atesorados o almacenados en el cielo. Dijo también que, para salvarse, no se necesitaban obras, sino que bastaba con la fe. Que lo importante era que cada cristiano creyera que él estaba salvado, y con eso se salvaría.

Luego, cuando triunfó, el luteranismo se convirtió, a su vez, en otra iglesia. Llegó a convertirse, en Alemania, en un segundo Papado, tan rígido como el anterior. Entonces, muchas personas religiosas en Alemania protestaron contra esa rigidez, contra ese carácter exclusivamente dogmático del luteranismo; y quisieron volver a una religión más íntima. Esas personas que quisieron volver a esa comunicación directa del hombre con la divinidad, fueron los pietistas.

El más famoso, el jefe de todos ellos, se llamó Spener. Empezó reuniendo gente en su casa; esas reuniones se llamaban "reuniones de piedad" o "reuniones de personas piadosas". Sus enemigos los llamaron "pietistas". Ocurrió con la palabra "pietista" lo que ha ocurrido con tantos motes burlescos: fue adoptado por las mismas personas a quienes atacaba. Esto ha ocurrido muchas veces en la historia. En Inglaterra ocurrió con los "tories". Y, ya en un terreno muy distinto, hemos visto el mismo fenómeno en Francia con los "cubistas". La palabra "cubista" fue un nombre burlesco aplicado por un crítico hostil, que vio una cantidad de cubos en el cuadro: "Qu'est-ce que cela? C'est du cubisme?" Luego, la palabra "cubismo" fue adoptada por los agredidos.

Spener se propuso varios fines. Uno, que se reunieran personas para leer la Biblia. Otro —que debió parecer muy extraño—, que se practicara el cristianismo. Que todo cristiano diera pruebas evidentes de que lo era, en la rectitud de su vida, en la pureza de sus costumbres, en su conducta irreprochable. Dijo que todo cristiano debía considerarse un sacerdote y tomar parte en el gobierno de la Iglesia. Propuso que se toleraran las opiniones heterodoxas y que las predicaciones se hicieran de otro modo: que se cultivara un estilo menos retórico y más íntimo.

Este movimiento del pietismo desapareció después, porque llegó un segundo movimiento: el de la "ilustración" o "iluminación", que pretendió someter todo a la razón. Pero éste se fundó, en parte, en el movimiento anterior.

Resumiendo lo expuesto tendríamos esta conclusión, este hecho: Bach produjo su música en una época muy pobre literariamente; pero —y conviene no olvidar esta distinción— en una época que fue pobre, si buscamos en ella obras duraderas, pero que no fue pobre si la juzgamos desde el punto de vista de la actividad intelectual. Porque fue una época de discusiones, de polémicas, de inquietudes.

Y esta comprobación de una gran música, contemporánea de una pobre y casi nula literatura, podía llevarnos a sospechar que cada época tiene una expresión, y una sola; que aquellas épocas que han encontrado su plena expresión en un arte, no pueden encontrarla en otro.

Comprenderíamos entonces que no es una paradoja, sino un hecho normal, esta contemporaneidad de la gran música de Juan Sebastián Bach con la pobre literatura de Alemania en aquella época.



Cursos y Conferencias
Buenos Aires, Año XXII, Volumen XLIV, N°s  259-260-261, diciembre de 1953

Incluido en Textos recobrados 1931-1955 (2001)
Foto: Captura Borges 75 
Cortometraje de Zorroaquín y Docampo Feijoó



11/6/15

Jorge Luis Borges: Reflexiones sobre el cuento









Acaban de informarme que voy a hablar sobre mis cuentos. Ustedes quizás los conozcan mejor que yo, ya que yo los he escrito una vez y he tratado de olvidarlos, para no desanimarme he pasado a otros; en cambio tal vez alguno de ustedes haya leído algún cuento mío, digamos, un par de veces, cosa que no me ha ocurrido a mí. Pero creo que podemos hablar sobre mis cuentos, si les parece que merecen atención. Voy a tratar de recordar alguno y luego me gustaría conversar con ustedes que, posiblemente, o sin posiblemente, sin adverbio, pueden enseñarme muchas cosas, ya que yo no creo, contrariamente a la teoría de Edgar Allan Poe, que el arte, la operación de escribir, sea una operación intelectual. Yo creo que es mejor que el escritor intervenga lo menos posible en su obra. 

Esto puede parecer asombroso; sin embargo, no lo es, en todo caso se trata curiosamente de la doctrina clásica. Lo vemos en la primera línea yo no sé griego de la Iliada de Homero, que leemos en la versión tan censurada de Hermosilla: Canta, Musa, la cólera de Aquiles. Es decir, Homero, o los griegos que llamamos Homero, sabía, sabían, que el poeta no es el cantor, que el poeta (el prosista, da lo mismo) es simplemente el amanuense de algo que ignora y que en su mitología se llamaba la Musa. En cambio los hebreos prefirieron hablar del espíritu, y nuestra psicología contemporánea, que no adolece de excesiva belleza, de la subconsciencia, el inconsciente colectivo, o algo así. 

Pero en fin, lo importante es el hecho de que el escritor es un amanuense, él recibe algo y trata de comunicarlo, lo que recibe no son exactamente ciertas palabras en un cierto orden, como querían los hebreos, que pensaban que cada sílaba del texto había sido prefijada. No, nosotros creemos en algo mucho más vago que eso, pero en cualquier caso en recibir algo.

Voy a tratar entonces de recordar un cuento mío. Estaba dudando mientras me traían y me acordé de un cuento que no sé si ustedes han leído; se llama El Zahir. Voy a recordar cómo llegué yo a la concepción de ese cuento. Uso la palabra «cuento» entre comillas ya que no sé si lo es o qué es, pero, en fin, el tema de los géneros es lo de menos. Croce creía que no hay géneros; yo creo que sí, que los hay en el sentido de que hay una expectativa en el lector. Si una persona lee un cuento, lo lee de un modo distinto de su modo de leer cuando busca un artículo en una enciclopedia o cuando lee una novela, o cuando lee un poema. Los textos pueden no ser distintos pero cambian según el lector, según la expectativa. Quien lee un cuento sabe o espera leer algo que lo distraiga de su vida cotidiana, que lo haga entrar en un mundo no diré fantástico muy ambiciosa es la palabra pero sí ligeramente distinto del mundo de las experiencias comunes.


El Zahir

Ahora llego a El Zahir y, ya que estamos entre amigos, voy a contarles cómo se me ocurrió ese cuento. No recuerdo la fecha en la que escribí ese cuento, sé que yo era director de la Biblioteca Nacional, que está situada en el Sur de Buenos Aires, cerca de la iglesia de La Concepción; conozco bien ese barrio. Mi punto de partida fue una palabra, una palabra que usamos casi todos los días sin darnos cuenta de lo misterioso que hay en ella (salvo que todas las palabras son misteriosas): pensé en la palabra inolvidable, unforgetable en inglés. Me detuve, no sé por qué, ya que había oído esa palabra miles de veces, casi no pasa un día en que no la oiga; pensé qué raro sería si hubiera algo que realmente no pudiéramos olvidar. Qué raro sería si hubiera, en lo que llamamos realidad, una cosa, un objeto ¿por qué, no? que fuera realmente inolvidable.

Ese fue mi punto de partida, bastante abstracto y pobre; pensar en el posible sentido de esa palabra oída, leída, literalmente, inolvidable, unforgetable, unvergasselich, inouviable. Es una consideración bastante pobre, como ustedes han visto. Enseguida pensé que si hay algo inolvidable, ese algo debe ser común, ya que si tuviéramos una quimera por ejemplo, un monstruo con tres cabezas, (una cabeza creo que de cabra, otra de serpiente, otra creo que de perro, no estoy seguro), lo recordaríamos ciertamente. De modo que no habría ninguna gracia en un cuento con un minotauro, con una quimera, con un unicornio inolvidable; no, tenía que ser algo muy común. Al pensar en ese algo común pensé, creo que inmediatamente, en una moneda, ya que se acuñan miles y miles y miles de monedas todas exactamente iguales. Todas con la efigie de la libertad, o con un escudo o con ciertas palabras convencionales. Qué raro sería si hubiera una moneda, una moneda perdida entre esos millones de monedas, que fuera inolvidable. Y pensé en una moneda que ahora ha desaparecido, una moneda de veinte centavos, una moneda igual a las otras, igual a la moneda de cinco o a la de diez, un poco más grande; qué raro si entre los millones, literalmente, de monedas acuñadas por el Estado, por uno de los centenares de Estados, hubiera una que fuera inolvidable. De ahí surgió la idea: una inolvidable moneda de veinte centavos. No sé si existen aún, si los numismáticos las coleccionan, si tienen algún valor, pero en fin, no pensé en eso en aquel tiempo. Pensé en una moneda que para los fines de mi cuento tenía que ser inolvidable; es decir: una persona que la viera no podría pensar en otra cosa.

Luego me encontré ante la segunda o tercera dificultad... he perdido la cuenta. ¿Por qué esa moneda iba a ser inolvidable? El lector no acepta la idea, yo tenía que preparar la inolvidabilidad de mi moneda y para eso convenía suponer un estado emocional en quien la ve, había que insinuar la locura, ya que el tema de mi cuento es un tema que se parece a la locura o a la obsesión. Entonces pensé, como pensó Edgar Allan Poe cuando escribió su justamente famoso poema El Cuervo, en la muerte hermosa. Poe se preguntó a quién podía impresionar la muerte de esa mujer, y dedujo que tenía que impresionarle a alguien que estuviese enamorado de ella. De ahí llegué a la idea de una mujer, de quien yo estoy enamorado, que muere, y yo estoy desesperado.

En ese punto hubiera sido fácil, quizás demasiado fácil, que esa mujer fuera como la perdida Leonor de Poe. Pero no decidí mostrar a esa mujer de un modo satírico, mostrar el amor de quien no olvidará la moneda de veinte centavos como un poco ridículo; todos los amores lo son para quien los ve desde afuera.

Entonces, en lugar de hablar de la belleza del love splendor, la convertí en una mujer bastante trivial, un poco ridícula, venida a menos, tampoco demasiado linda. Imaginé esa situación que se da muchas veces: un hombre enamorado de una mujer, que sabe por un lado que no puede vivir sin ella y al mismo tiempo sabe que esa mujer no es especialmente memorable, digamos, para su madre, para sus primas, para la mucama, para la costurera, para las amigas; sin embargo, para él, esa persona es única.

Eso me lleva a otra idea, la idea de que quizás toda persona sea única, y que nosotros no veamos lo único de esa persona que habla en favor de ella. Yo he pensado alguna vez que esto se da en todo, si no fijémonos que en la Naturaleza, o en Dios (Deus sirve Natura, decía Spinoza) lo importante es la cantidad y no la calidad. Por qué no suponer entonces que hay algo, no sólo en cada ser humano sino en cada hoja, en cada hormiga, único, que por eso Dios o la Naturaleza crea millones de hormigas; aunque decir millones de hormigas es falso, no hay millones de hormigas, hay millones de seres muy diferentes, pero la diferencia es tan sutil que nosotros los vemos como iguales.

Entonces, ¿qué es estar enamorado? Estar enamorado es percibir lo que de único hay en cada persona, eso único que no puede comunicarse salvo por medio de hipérboles o de metáforas. Entonces por qué no suponer que esa mujer, un poco ridícula para todos, poco ridícula para quien está enamorado de ella, esa mujer muere. Y luego tenemos el velorio. Yo elegí el lugar del velorio, elegí la esquina, pensé en la Iglesia de la Concepción, una iglesia no demasiado famosa ni demasiado patética, y luego al hombre que después del velorio va a tomar un guindado a un almacén. Paga, en el cambio le dan una moneda y él distingue en seguida que hay algo en ella hice que fuera rayada para distinguirla de las otras. Él ve la moneda, está muy emocionado por la muerte de la mujer, pero al verla ya empieza a olvidarse de ella, empieza a pensar en la moneda. Ya tenemos el objeto mágico para el cuento. Luego vienen los subterfugios del narrador para librarse de esa que él sabe que es una obsesión. Hay diversos subterfugios: uno de ellos es perder la moneda. La lleva, entonces, a otro almacén que queda un poco lejos, la entrega en el cambio, trata de no fijarse en qué esquina está ese almacén, pero eso no sirve para nada porque él sigue pensando en la moneda.

Luego llega a extremos un poco absurdos. Por ejemplo, compra una libra esterlina con San Jorge y el dragón, la examina con una lupa, trata de pensar en ella y olvidarse de la moneda de veinte centavos ya perdida para siempre, pero no logra hacerlo. Hacia el final del cuento el hombre va enloqueciendo pero piensa que esa misma obsesión puede salvarlo. Es decir, habrá un momento en el cual el universo habrá desaparecido, el universo será esa moneda de veinte centavos. Entonces él aquí produje un pequeño efecto literario Borges, estará loco, no sabrá que es Borges. Ya no será otra cosa que el espectador de esa perdida moneda inolvidable. Y concluí con esta frase debidamente literaria, es decir, falsa: Quizás detrás de la moneda esté Dios. Es decir, si uno ve una sola cosa, esa cosa única es absoluta. Hay otros episodios que he olvidado, quizás alguno de ustedes los recuerde. Al final, él no puede dormir, sueña con la moneda, no puede leer, la moneda se interpone entre el texto y él casi no puede hablar sino de un modo mecánico, porque realmente está pensando en la moneda, así concluye el cuento.

Bien, ese cuento pertenece a una serie de cuentos, en la que hay objetos mágicos que parecen preciosos al principio y luego son maldiciones, sucede que están cargados de horror. 


El Libro de Arena y Tlön, Uqbar, OrbisTertius

Recuerdo otro cuento que esencialmente es el mismo y que está en mi mejor libro, si es que yo puedo hablar de mejores libros, El libro de arena. Ya el título es mejor que El Zahir, creo que zahir quiere decir algo así como maravilloso, excepcional. En este caso, pensé antes que nada en el título: El libro de arena, un libro imposible, ya que no puede haber libros de arena, se disgregarían. Lo llamé El libro de arena porque consta de un número infinito de páginas. El libro tiene el número de la arena, o más que el presumible número de la arena. Un hombre adquiere ese libro y, como tiene un número infinito de páginas, no puede abrirse dos veces en la misma.

Este libro podría haber sido un gran libro, de aspecto ilustre; pero la misma idea que me llevó a una moneda de veinte centavos en el primer cuento, me condujo a un libro mal impreso, con torpes ilustraciones y escrito en un idioma desconocido. Necesitaba eso para el prestigio del libro, y lo llamé Holy Writ escritura sagrada, la escritura sagrada de una religión desconocida. El hombre lo adquiere, piensa que tiene un libro único, pero luego advierte lo terrible de un libro sin primera página (ya que si hubiera una primera página habría una última). 

Palabras latinas

En cualquier parte en la que él abra el libro, habrá siempre algunas páginas entre aquélla en la que él abre y la tapa. El libro no tiene nada de particular, pero acaba por infundirle horror y él opta por perderlo y lo hace en la Biblioteca Nacional. Elegí ese lugar en especial porque conozco bien la Biblioteca.

Así, tenemos el mismo argumento: un objeto mágico que realmente encierra horror.

Pero antes yo había escrito otro cuento titulado Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. Tlön, no se sabe a qué idioma corresponde. Posiblemente a una lengua germánica. Uqbar surgiere algo arábigo, algo asiático. Y luego, dos palabras claramente latinas: Orbis Tertius, mundo tercero. La idea era distinta, la idea es la de un libro que modifique el mundo.

Yo he sido siempre lector de enciclopedias, creo que es uno de los géneros literarios que prefiero porque de algún modo ofrece todo de manera sorprendente. Recuerdo que solía concurrir a la Biblioteca Nacional con mi padre; yo era demasiado tímido para pedir un libro, entonces sacaba un volumen de los anaqueles, lo abría y leía. Encontré una vieja edición de la Enciclopedia Británica, una edición muy superior a las actuales ya que estaba concebida como libro de lectura y no de consulta, era una serie de largas monografías. Recuerdo una noche especialmente afortunada en la que busqué el volumen que corresponde a la D-L, y leí un artículo sobre los druidas, antiguos sacerdotes de los celtas, que creían según César en la transmigración (puede haber un error de parte de César). Leí otro artículo sobre los Drusos del Asia Menor, que también creen en la transmigración. Luego pensé en un rasgo no indigno de Kafka: Dios sabe que esos Drusos son muy pocos, que los asedian sus vecinos, pero al mismo tiempo creen que hay una vasta población de Drusos en la China y creen, como los Druidas, en la transmigración. Eso lo encontré en aquella edición, creo que el año 1910, y luego en la de 1911 no encontré ese párrafo, que posiblemente soñé; aunque creo recordar aún la frase Chinese druses Drusos Chinos y un artículo sobre Dryden, que habla de toda la triste variedad del infierno, sobre el cual ha escrito un excelente libro el poeta Eliot; eso me fue dado en una noche.

Y como siempre he sido lector de enciclopedias, reflexioné esa reflexión es trivial también, pero no importa, para mí fue inspiradora— que las enciclopedias que yo había leído se refieren a nuestro planeta, a los otros, a los diversos idiomas, a sus diversas literaturas, a las diversas filosofías, a los diversos hechos que configuran lo que se llama el mundo físico. ¿Por qué no suponer una enciclopedia de un mundo imaginario?

Una enciclopedia imaginaria

Esa enciclopedia tendría el rigor que no tiene lo que llamamos realidad. Dijo Chesterton que es natural que lo real sea más extraño que lo imaginado, ya que lo imaginado procede de nosotros, mientras que lo real procede de una imaginación infinita, la de Dios. Bueno, vamos a suponer la enciclopedia de un mundo imaginario. Ese mundo imaginario, su historia, sus matemáticas, sus religiones, las herejías de esas religiones, sus lenguas, las gramáticas y filosofías de esas lenguas, todo, todo eso va a ser más ordenado, es decir, más aceptable para la imaginación que el mundo real en el que estamos tan perdidos, del que podemos pensar que es un laberinto, un caos. Podemos imaginar, entonces, la enciclopedia de ese mundo, o esos tres mundos que se llaman, en tres etapas sucesivas, Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. No sé cuántos ejemplares eran, digamos treinta ejemplares de ese volumen que, leído y releído, acaba por suplantar la realidad; ya que la historia que narra es más aceptable que la historia real que no entendemos, su filosofía corresponde a la filosofía que podemos admitir fácilmente y comprender: el idealismo de Hume, de los hindúes, de Schopenhauer, de Berkeley, de Spinoza. Supongamos que esa enciclopedia funde el mundo cotidiano y lo reemplaza. Entonces, una vez escrito el cuento, aquella misma idea de un objeto mágico que modifica la realidad lleva a una especie de locura; una vez escrito el cuento pensé: ¿qué es lo que realmente ha ocurrido? Ya que, ¿qué sería del mundo actual sin los diversos libros sagrados, sin los diversos libros de filosofía? Ese fue uno de los primeros cuentos que escribí. Ustedes observarán que esos tres cuentos de apariencia tan distinta, Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, El Zahir y El libro de arena, son esencialmente el mismo: un objeto mágico intercalado en lo que se llama mundo real. Quizás piensen que yo haya elegido mal, quizás haya otros que les interesen más. Veamos por lo tanto otro cuento,


Utopía de un hombre que está cansado

Ese otro cuento se llama Utopía de un hombre que está cansado. Esa utopía de un hombre que está cansado es realmente mi utopía. Creo que adolecemos de muchos errores: uno de ellos es la fama. No hay ninguna razón para que un hombre sea famoso. Para ese cuento yo imagino una longevidad muy superior a la actual. Bernard Shaw creía que convendría vivir 300 años para llegar a ser adulto. Quizás la cifra sea escasa; no recuerdo cuál he fijado en ese cuento: lo escribí hace muchos años. Supongo primero un mundo que no esté parcelado en naciones como ahora, un mundo que haya llegado a un idioma común . Vacilé entre el esperanto u otro idioma neutral y luego pensé en el latín. Todos sentíamos la nostalgia del latín, las perdidas declinaciones, la brevedad del latín. Me acuerdo de una frase muy linda de Browning que habla de ello: Latin, marble's lenguaje latín, idioma del mármol. Lo que se dice en latín parece, efectivamente, grabado en el mármol de un modo bastante lapidario. Pensé en un hombre que vive mucho tiempo, que llega a saber todo lo que quiere saber, que ha descubierto su especialidad y se dedica a ella, que sabe que los hombres y mujeres en su vida pueden ser innumerables, pero se retira a la soledad. Se dedica a su arte, que puede ser la ciencia o cualquiera de las artes actuales. En el cuento se trata de un pintor. Él vive solitariamente, pinta, sabe que es absurdo dejar una obra de arte a la realidad, ya que no hay ninguna razón para que cada uno sea su propio Velázquez, su propio Shakespeare, su propio Shopenhauer. Entonces llega un momento en el que desea destruir todo lo que ha hecho. Él no tiene nombre: los nombres sirven para distinguir a unos hombres de otros, pero él vive solo. Llega un momento en que cree que es conveniente morir. Se dirige a un pequeño establecimiento donde se administra el suicidio y quema toda su obra. No hay razón para que el pasado nos abrume, ya que cada uno puede y debe bastarse. 

Para que ese cuento fuese contado hacía falta una persona del presente; esa persona es el narrador. El hombre aquél le regala uno de sus cuadros al narrador, quien regresa al tiempo actual (creo que es contemporáneo nuestro). Aquí recordé dos hermosas fantasías, una de Wells y otra de Coleridge. La de Wells está en el cuento titulado The Time Machine  La máquina del tiempo, donde el narrador viaja a un porvenir muy remoto, y de ese porvenir trae una flor, una flor marchita; al regresar él esa flor no ha florecido aún . La otra es una frase, una sentencia perdida de Coleridge que está en sus cuadernos, que no se publicaron nunca hasta después de su muerte y dice simplemente: Si alguien atravesara el paraíso y le dieran como prueba de su pasaje por el paraíso una flor y se despertara con esa flor en la mano, entonces, ¿qué?

Eso es todo, yo concluí de ese modo: el hombre vuelve al presente y trae consigo un cuadro del porvenir, un cuadro que no ha sido pintado aún. Ese cuento es un cuento triste, como lo indica su título: Utopía de un hombre que está cansado.




Transcripción de charla con estudiantes.
Taller literario en Buenos Aires, ca.1985
Publicada en el diario La Vanguardia, Madrid, Martes 10 de marzo de 1987
Se pueden leer en este blog los cuentos referidos por Borges en esa clase:
El Zahir
Tlön, Uqbar, Orbis Tertius
El libro de arena
Utopía de un hombre que está cansado


Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...