19/5/15

Jorge Luis Borges-Roberto Alifano: Virgilio







Hasta el movimiento romántico, que se inició, tal es mi opinión, en Escocia, al promediar el siglo dieciocho y que se difundió después por el mundo, Virgilio era el poeta por excelencia. Para mí, en 1982, es casi el arquetipo. Voltaire pudo escribir que si Homero había hecho a Virgilio, Virgilio es lo que le había salido mejor. En la inconclusa Eneida se conjugan, según se sabe, la Odisea y la Ilíada. Es decir la vasta respiración de la épica y el breve verso inolvidable. En la cuarta Geórgica leemos: In tenui labor. Más allá del contexto y de su interpretación literal esas tres palabras bien pueden ser una cifra del delicado Virgilio. Cada tenue línea ha sido labrada. Recuerdo ahora.
Adgnosco veteris vestigia flammae.
Dante, cuyo nostálgico amor soñaría a Virgilio, la traduce famosamente:
Conosco i segni dell’ antica fiamma.
Virgilio es Roma y todos los occidentales, ahora, somos romanos en el destierro.
Texto de Jorge Luis Borges
publicado en el diario «Clarín»
en septiembre de 1982
AlifanoBorges, a través de diversas épocas se han sostenido algunas controversias sobre ese grupo de poemas llamados colectivamente Appendix Vergiliana, atribuidos a Virgilio. Croce habría dicho que es muy probable que algunos de sus primeros intentos poéticos se encuentren en esta colección, pero es casi seguro que no escribió todos los poemas. ¿Qué opina usted?



En Roberto Alifano: Conversaciones con Borges [11] 
Buenos Aires, Editorial Atlántida, 1984

Foto (sin atribución de autor) incluida en 
Roberto Alifano, La Entrevista. Un autor en busca de sus personajes
Buenos Aires, PROA Editores, 2012 - Vía



18/5/15

Jorge Luis Borges: El testigo








En un establo que está casi a la sombra de la nueva iglesia de piedra, un hombre de ojos grises y barba gris, tendido entre el olor de los animales, humildemente busca la muerte como quien busca el sueño. El día, fiel a vastas leyes secretas, va desplazando y confundiendo las sombras en el pobre recinto; afuera están las tierras aradas y un zanjón cegado por hojas muertas y algún rastro de lobo en el barro negro donde empiezan los bosques. El hombre duerme y sueña, olvidado. El toque de oración lo despierta. En los reinos de Inglaterra el son de campanas ya es uno de los hábitos de la tarde, pero el hombre, de niño, ha visto la cara de Woden, el horror divino y la exultación, el torpe ídolo de madera recargado de monedas romanas y de vestiduras pesadas, el sacrificio de caballos, perros y prisioneros. Antes del alba morirá y con él morirán, y no volverán, las últimas imágenes inmediatas de los ritos paganos; el mundo será un poco más pobre cuando este sajón haya muerto.

Hechos que pueblan el espacio y que tocan a su fin cuando alguien se muere pueden maravillarnos, pero una cosa, o un número infinito de cosas, muere en cada agonía, salvo que exista una memoria del universo, como han conjeturado los teósofos. En el tiempo hubo un día que apagó los últimos ojos que vieron a Cristo; la batalla de Junín y el amor de Helena murieron con la muerte de un hombre. ¿Qué morirá conmigo cuando yo muera, qué forma patética o deleznable perderá el mundo? ¿La voz de Macedonio Fernández, la imagen de un caballo colorado en el baldío de Serrano y de Charcas, una barra de azufre en el cajón de un escritorio de caoba?


En El Hacedor (1960)
Foto: Borges en la Librería Casares
27 de noviembre de 1985
Foto propiedad de Alberto Casares vía


17/5/15

Jorge Luis Borges: Religio Medici, 1643








Defiéndeme, Señor. (El vocativo
no implica a Nadie. Es sólo una palabra
de este ejercicio que el desgano labra
y que en la tarde del temor escribo).
Defiéndeme de mí. Ya lo dijeron
Montaigne y Browne y un español que ignoro;
algo me queda aún de todo ese oro
que mis ojos de sombra recogieron.
Defiéndeme, Señor, del impaciente
apetito de ser mármol y olvido;
defiéndeme de ser el que ya he sido,
el que ya he sido irreparablemente.
No de la espada o de la roja lanza
defiéndeme, sino de la esperanza.



En El oro de los tigres (1972)
Foto: Captura Borges 75 
Cortometraje de Zorroaquín y Docampo Feijoó


16/5/15

Jorge Luis Borges: Norah







No sé a qué margen del gran río barroso, que un escritor ha bautizado con el nombre de Río Inmóvil, puedo atribuir mis primeros recuerdos de mi hermana. Si corresponden a la margen derecha, que es la de Buenos Aires, debo pensar en unos patios de baldosas coloradas, en un jardín con una palmera y con ceibos y en un barrio modesto; si en la margen izquierda, la de Montevideo, en la gran quinta de mi tío, Francisco Haedo, inagotable y honda, con un mirador de cristales de diversos colores, con muchos árboles, con una pileta sombreada, con un arroyo casi secreto, con dos glorietas y con dos bancos de mampostería en la acera. Los lugares que he enumerado nos servían para fines escénicos. Compartíamos las ficciones de Wells, de Verne, de Las mil y una noches y de Poe, y las representábamos. Puesto que sólo éramos dos (salvo en Montevideo, donde nos acompañaba mi prima Esther) multiplicábamos los roles y éramos, de un momento a otro, las cambiantes personas de la fábula. Habíamos inventado dos amigos inseparables, que se llamaban Quilos y el Molino. Un día dejamos de hablar de ellos y explicamos que se habían muerto, sin saber muy bien qué cosa era la muerte. Otras memorias guardo de largas playas, de andar a caballo por el campo y de arroyos tortuosos. Dejada atrás la infancia, en otras tierras conoceríamos Ginebra, el Ródano y el Mar Mediterráneo. 

Norah, en todos nuestros juegos, era siempre el caudillo; yo, el rezagado, el tímido y el sumiso. Ella subía a la azotea, trepaba a los árboles y a los cerros; yo la seguía con menos entusiasmo que miedo. En la escuela el contraste se repitió. A mí me intimidaban los chicos pobres y me enseñaban con desdén el lunfardo básico de aquellos años; no dejaba de sorprenderme que en casa no me hubieran instruido en las voces más comunes del habla. Mi hermana, en cambio, dirigía a sus compañeras. A algunas, las más tontas, les refería complejas y disparatadas historias que ellas no han acabado aún de entender. Nuestro breve universo era cerrado. En casa tuvimos libertad, no fuimos asediados con restricciones; mi padre, profesor de psicología, creía que son los chicos los que educan a los mayores. Con una de nuestras abuelas hablábamos de un modo y con otra de otro; el tiempo nos enseñaría que esos dos modos eran la lengua castellana y la lengua inglesa. Cuando era muy niña Norah no aceptaba una golosina si no me daban la mitad.

Nuestras infancias, como es natural, se confunden, pero siempre fuimos distintos. Sin embargo, nunca dejamos de entendernos; a veces, bastaba una mirada cómplice, otras, ni eso siquiera. Durante toda la adolescencia la envidié porque se encontró envuelta en un tiroteo electoral y atravesó la plaza de Adrogué, un pueblo del Sur, corriendo entre las balas. 

Fuera de mis manías, que son muchas, y que ahora abarcan el islandés y el anglosajón, suelo juzgar a las personas por la inteligencia y el valor; Norah, por la bondad y, lo que es más singular, por el parentesco. A mí la gente de mi sangre me atrae pero prefiero a los que han muerto, que puedo imaginar a mi modo; a mi hermana le encantan los parientes, esos primos segundos y terceros, aun cuando vienen de visita. Hace años nos revelaron la existencia de una nieta natural de un abuelo nuestro. Ante la noticia Norah exclamó: “¡Otra persona que adorar!”. 

Profesa como yo, el culto de nuestros mayores; cuando fue por primera vez a Inglaterra, nos escribió que hojeaba los libros de los estantes callejeros y sentía, al volver las hojas, que esas queridas e invisibles presencias, iban siguiendo la lectura sobre sus hombros. Abunda en el amor de toda la gente; desde niña había elegido los nombres de sus hijos y de sus hijas. Cada noche rezaba para que todas las personas estuvieran tranquilas en sus casas y los animales en sus cuevas y en sus pesebres. Siempre tendió a considerar la estupidez como una suerte de inocencia; dijo que una amiga suya, de notoria simplicidad, era “como una rosa blanca”. Sin embargo, sabe juzgar; durante la primera guerra mundial llegamos a Lauterbrunnen, en Suiza, y Norah bajó para explorar el hotel. Al rato volvió muy alborotada para revelarnos que en el vestíbulo había un señor muy importante, “un señor que debe de haber sido en su tiempo una gran nulidad”. 

Como todas las mujeres inteligentes y lindas, no dejó nunca de pensar que los hombres eran muy simples. Hace unos años, entre las barras del zoológico, todos admiraban al tigre; Norah dijo como si pensara en voz alta: “Está hecho para el amor”. 

Literariamente, nunca he logrado convertirla al Quijote, a Dante o a Conrad; en cambio compartimos el amor de Eça de Queiroz, de Rafael Cansinos Asséns y de Dickens, inventor o descubridor de la soledad de la infancia y de sus inconfesables miedos. No pude acompañarla en su admiración por La Città Morta de D’Annunzio. Días pasados me dijo que su libro de cabecera era ahora The Woman in White de Wilkie Collins, libro que en su tiempo gozó de la preferencia de Swinburne. 

Hacia mil novecientos veinte, año en que regresamos de Europa, me ayudó a descubrir la ajedrezada y desparramada ciudad de Buenos Aires, nuestra patria. Durante la segunda dictadura, hacia mil novecientos cuarenta y cuatro, padeció un mes de prisión por razones políticas; para no afligir a mi madre, le escribió que la cárcel era un lugar lindísimo. Aprovechaba el obligado ocio para enseñar dibujo a sus compañeras de encierro, que eran mujeres de la calle. Cada noche rezaba su Padrenuestro y se quedaba dormida inmediatamente. 

A diferencia de Milton y de Nietzsche, prefirió siempre el Nuevo Testamento al Antiguo. Le desagrada discutir y evade, generalmente con una frase cariñosa, la discusión, que en modo alguno altera sus actos ni sus ideas. 

Pueblan sus días el ejercicio del arte y de la amistad. No recuerdo una época en que no le gustara dibujar. En Ginebra estudió dibujo con el profesor Sarkisoff y admiró mucho a Ferdinand Hodler. Cuando fuimos a España su profesor Sarkisoff le dijo: “… y sobre todo no se dedique a imitar a un Zuloaga cualquiera”. En el Museo del Prado en Madrid descubrió que una tela era apócrifa dos o tres años antes que los expertos. 

Cuando Norah ensayó la litografía, escribía poemas, pero los destruyó para no usurpar lo que ella juzgaba mi territorio. Recuerdo haber entrevisto una línea cuyo tema era Italia, “tierra donde el arado del campesino puede revelar el mármol de un busto”. Publicó asimismo generosas críticas de arte en una revista casi secreta, Los Anales de Buenos Aires, y las firmó, para no alardear de escritora, con el seudónimo de Manuel Pinedo. Otra vez la misma delicadeza. 

Una de sus primeras pasiones fueron los expresionistas alemanes; pintaba crucifixiones, flagelaciones, martirios y violentas contorsiones de mártires. Ahora, como Stefan George, piensa que uno de los fines del arte es dar serenidad. Escribió en una encuesta en La Nación: “El fin de la pintura es dar alegría por medio de los colores y de las formas”. Una vez me aconsejó que no dijera nada que no diera alegría a alguien. Descree del arte ingenuo; planea geométricamente cada una de sus telas. Y si pinta ángeles, es porque está segura de que existen. Amó profundamente a los genuinos prerrafaelistas de Italia y a sus continuadores ingleses del siglo XIX. Le agradan artes y épocas muy diversas, pero ahora la incitan a pintar los frescos del Palacio de Knosos y lo arcaico griego, las figuras del Pórtico de San Isidoro de León, el arte románico, las tapicerías de Flandes del siglo XIII, Lippi y Fra Angelico, el Giotto y Botticelli, Memling. Incomprensiblemente para mí, admira las telas del Greco cuyos paraísos, abarrotados de báculos y de mitras, me parecen más espantosos que muchos infiernos. Le impresionan los arlequines de Picasso y los caballos de De Chirico. Últimamente se ha enamorado del arte celta que no tolera los espacios en blanco. Pero le importan las escuelas menos que los pintores y los pintores menos que cada obra. 

Es una minuciosa y rápida retratista, pero sólo dibuja los rostros que verdaderamente le interesan. A un pintor que preparaba la exposición de una galería de escritores y otra de cirujanos, le preguntó cómo podía saber de antemano que todas esas caras iban a despertar su atención. 

Norah padeció la desdicha, que bien puede ser una felicidad, de no haber sido nunca contemporánea. Cuando en la década del veinte regresamos a Buenos Aires, los críticos la condenaron por audaz; ahora, abstractos o concretos —las dos palabras son curiosamente sinónimas— la condenan por representativa. 

No dejó nunca de atraerle el pasado inmediato: las quintas del Oeste y del Sur, los jarrones y las glorietas, los anillados llamadores de bronce, los medallones que acaricia una mano, las balaustradas, un laúd, también los ángeles musicales, las niñas, los adolescentes que unen la serenidad al asombro. Estas litografías rescatan esos paraísos perdidos de la niñez: los vacíos patios ajedrezados, la campesina casi niña que acuna contra el pecho al hijito, el inexplorado globo terráqueo que mira el absorto estudiante, la fuente de Nîmes que recuerda las escaleras, los mármoles y el follaje del parque oscuro de Adrogué, esa joven que medita y sueña asomada a la ventana y a las imaginarias amigas que silenciosamente comparten un pequeño libro secreto. Empezó siendo rígida, casi heráldica: después, su mundo se abrió a las formas trémulas de los pétalos, de los árboles y de los pájaros. La hospitalidad de su espíritu se advierte en las compartidas manos de las amigas, en las ternuras de imágenes como “Tobías y el ángel” y en esos graves y distantes jóvenes que transfiguran los soñados por Proust. 

Juzgar a una persona cercana y muy querida es correr el riesgo de que nuestro dictamen parezca meramente interesado o convencional. Se teme exagerar o retacear el merecido elogio. En el caso presente sé que a mi lado hay una gran artista, que ve espontáneamente lo angelical del mundo que nos rodea, tan desaprovechado por otros cuya costumbre es la fealdad. 

Escribir este prólogo ha sido para mí una suerte de necesaria felicidad. Mucho le debo a Norah, más de lo que pueden decir las palabras, menos de lo que pueden significar una sonrisa y el compartido silencio. 


Buenos Aires, julio de 1974



Prólogo a Norah, con quindici litografie di Norah Borges,  
Milano, Edizione Il Polifilo, 1977
Ed. bilingüe con versión italiana de Domenico Porzio
Luego en diario La Nación
31 de diciembre de 1977 22 de agosto de 1999
Y en Textos recobrados 1956-1986 (1997)



15/5/15

Douglas R. Hofstadter y Daniel C. Dennett: Borges y yo* - Reflexiones









Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el conreo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido o del otro.
No sé cuál de los dos escribe esta página.
Reflexiones
Jorge Luis Borges, el gran escritor argentino, goza de una merecida fama internacional, hecho que tiene efectos curiosos. Para Borges, Borges es dos personas, el personaje público y la persona privada. Su fama magnifica tal efecto, pero todos podemos compartir el sentimiento del escritor, como él lo sabe bien. Leemos nuestro nombre en una lista, o vemos una fotografía instantánea nuestra u oímos a otros hablar de alguien y en ese instante descubrimos que se trata de nosotros. La mente debe saltar desde una perspectiva de tercera persona, «él» o «ella», a la de primera persona, «yo». Desde hace largo tiempo los actores saben cómo exagerar este salto: la clásica «doble toma» en la cual Bob Hope, por ejemplo, lee en el diario de la mañana que la policía busca a Bob Hope, hace un comentario despreocupado sobré el hecho y luego se sobresalta y dice: «¡Ese soy yo!».
Si bien Robert Burns puede tener razón al decir que es un don vernos como nos ven los demás, no es una condición a la que podemos ni debemos aspirar en toda circunstancia. En verdad varios filósofos han presentado en los últimos tiempos argumentos brillantes tendientes a demostrar que existen dos formas fundamental e irreductiblemente distintas de pensar en nosotros mismos. (Ver Referencias Bibliográficas para mayor detalle). Los argumentos son bastante técnicos, pero los problemas a que aluden son apasionantes y es posible ilustrarlos en forma muy gráfica.
Pete espera en una cola para pagar algo en una gran tienda y advierte que hay un monitor televisivo de circuito cerrado encima del mostrador, una de las medidas que adopta la firma para protegerse de los rateros. Mientras contempla en el monitor el movimiento de gente que se empuja, advierte que la persona en el lado izquierdo de la pantalla, con un gabán y una bolsa de papel de gran tamaño entre las manos, es víctima de un ratero que le ha metido la mano en un bolsillo. Entonces, cuando levanta la mano y se la lleva hacia la boca en un gesto de asombro, comprueba que la persona en la pantalla se lleva la mano a la boca en un gesto idéntico al suyo. ¡Pete comprende de pronto que él es la persona a quien están robándole el bolsillo! Este dramático giro es un descubrimiento. Pete se entera de algo que no sabía un instante antes y que desde luego es importante. Sin la capacidad de abrigar los pensamientos que ahora le provocan un movimiento galvanizante de autodefensa, no sería capaz de acción alguna. Pero antes de producirse el giro, no ignoraba la situación del todo, sin duda. Estaba pensando en «la persona con el gabán» y al ver que estaban robando a esa persona, y como la persona del gabán es él mismo, estaba pensando sobre sí mismo. Pero no estaba pensando en sí mismo como él mismo. No estaba pensando sobre sí mismo «en la forma correcta».
Para presentar otro ejemplo, imaginemos a alguien leyendo un libro en el cual una frase nominal descriptiva de, digamos, tres docenas de palabras en la primera oración de un párrafo pinta a una persona anónima de sexo al principio no determinado que está realizando una actividad común. El lector de este libro, al leer la oración, elabora con gran obediencia en su visión mental una imagen simple y más bien vaga de una persona involucrada en alguna actividad mundana. En las pocas oraciones que siguen, a medida que se incorporan mayores detalles a la descripción, la imagen mental del lector de todo el pasaje entra en un foco algo más preciso. Entonces, en determinado momento, cuando la descripción se ha vuelto bien específica, algo se «ubica» de pronto y asalta al lector una sensación extrañísima de ser ni más ni menos que la persona descrita. «¡Qué tontería de mi parte no haber descubierto antes que estaba leyendo algo acerca de mí mismo!» reflexiona el lector y se siente un poco tonto, pero a la vez bastante halagado. Probablemente podemos imaginar que suceda tal cosa, pero con el objeto de ayudarnos a imaginarlo con mayor claridad, supongamos que el libro en cuestión fuese El ojo de la mente. Bien. ¿No entra ahora la imagen mental de todo el pasaje en un foco mucho más preciso? ¿No se produce el repentino «clic»? ¿Qué página imaginamos que leía el lector? ¿Qué párrafo? ¿Qué pensamientos pasaron, quizá, por la mente del lector? Si el lector fuese una persona real, ¿qué podría él o ella estar haciendo en este instante?
No es fácil describir algo capaz de una autorepresentación tan especial. Imaginemos una computadora programada para controlar la locomoción y el comportamiento de un robot al cual está fijada mediante conexiones radiales. (El famoso «Shakey» de la SRI Internacional de California estaba controlado de esta manera). La computadora contiene una representación del robot y de su entorno, y según se desplace el robot, la representación cambia. Esto permite que el programa de computadora controle las actividades del robot con la ayuda de información actualizada sobre el «cuerpo» del robot y sobre el entorno en que se encuentra. Ahora imaginemos que la computadora representa al robot como ubicado en el centro de una habitación vacía y que se nos pide que traduzcamos a nuestro idioma la representación interna del robot. ¿Está «La cosa (o él, o Shakey)» en el centro de la habitación vacía o bien estoy yo en el centro de una habitación vacía? La cuestión vuelve a surgir bajo una faz diferente en la Parte IV de esta obra.
D. C. D.
D. R. H.



(*) Jorge Luis Borges, Obras Completas, Buenos Aires, Ediciones Ernecé, 1969, pág. 808


En Douglas R. Hofstadter y Daniel C. Dennett: El ojo de la mente
Fantasías y reflexiones sobre el yo y el alma
Título original: The Mind’s I
Douglas R. Hofstadter & Daniel C. Dennett, 1981
Traducción: Lucrecia M. de Sáenz
Foto Douglas R. Hofstadter (s/a)
Foto Daniel Dennett por Steve Spike Vía


14/5/15

Jorge Luis Borges: Israel, 1969








Temí que en Israel acecharía
con dulzura insidiosa
la nostalgia que las diásporas seculares
acumularon como un triste tesoro
en las ciudades del infiel, en las juderías,
en los ocasos de la estepa, en los sueños,
la nostalgia de aquéllos que te anhelaron,
Jerusalén, junto a las aguas de Babilonia.
¿Qué otra cosa eras, Israel, sino esa nostalgia,
sino esa voluntad de salvar,
entre las inconstantes formas del tiempo,
tu viejo libro mágico, tus liturgias,
tu soledad con Dios?
No así. La más antigua, de las naciones
es también la más joven.
No has tentado a los hombres con jardines,
con el oro y su tedio
sino con el rigor, tierra última.
Israel les ha dicho sin palabras:
olvidarás quién eres.
Olvidarás al otro que dejaste.
Olvidarás quién fuiste en las tierras
que te dieron sus tardes y sus mañanas
y a las que no darás tu nostalgia.
Olvidarás la lengua de tus padres y aprenderás la lengua del Paraíso.
Serás un israelí, serás un soldado.
Edificarás la patria con ciénagas; la levantarás con desiertos.
Trabajará contigo tu hermano, cuya cara no has visto nunca.
Una sola cosa te prometemos:
tu puesto en la batalla.




En Elogio de la sombra (1969)
Foto: Borges a orillas del Mar de la Galilea,
Archivo Cidipal 
En Borges e Israel, el asiduo manuscrito,
Ed. Embajada de Israel en Argentina


13/5/15

Jorge Luis Borges: Brunanburh, 937 A.D. *








Nadie a tu lado.
Anoche maté a un hombre en la batalla.
Era animoso y alto, de la clara estirpe de Anlaf.
La espada entró en el pecho, un poco a la izquierda.
Rodó por tierra y fue una cosa,
una cosa del cuervo.
En vano lo esperarás, mujer que no he visto.
No lo traerán las naves que huyeron
sobre el agua amarilla.
En la hora del alba,
tu mano desde el sueño lo buscará.
Tu lecho está frío.
Anoche maté a un hombre en Brunanburh.




* Son las palabras de un sajón que se ha batido en la victoria que los reyes de Wessex alcanzaron sobre una coalición de escoceses, daneses y britanos, comandados por Anlaf (Olaf) de Irlanda. En el poema hay ecos de la oda contemporánea que Tennyson tan admirablemente tradujo.


En La rosa profunda (1975)
Foto: Captura Borges 75 
Cortometraje de Zorroaquín y Docampo Feijoó


12/5/15

Jorge Luis Borges: El Ave Fénix







En efigies monumentales, en pirámides de piedra y en momias, los egipcios buscaron eternidad; es razonable que en su país haya surgido el mito de un pájaro inmortal y periódico, si bien la elaboración ulterior es obra de los griegos y de los romanos. Erman escribe que en la mitología de Heliópolis, el Fénix (benu) es el señor de los jubileos, o de los largos ciclos de tiempo; Herodoto, en un pasaje famoso (II, 73), refiere con repetida incredulidad una primera forma de la leyenda:

"Otra ave sagrada hay allí que sólo he visto en pintura, cuyo nombre es el de Fénix. Raras son, en efecto, las veces que se deja ver, y tan de tarde en tarde, que según los de Heliópolis, sólo viene a Egipto cada quinientos años, a saber cuando fallece su padre. Si en su tamaño y conformación es tal como la describen, su mole y figura son muy parecidas a las del águila, y sus plumas, en parte doradas, en parte de color carmesí. Tales son los prodigios que de ella nos cuentan, que aunque para mi poco dignos de fe, no omitiré el referirlos. Para trasladar el cadáver de su padre desde Arabia hasta el Templo del Sol, se vale de la siguiente maniobra: forma ante todo un huevo sólido de mirra, tan grande cuanto sus fuerzas alcancen para llevarlo, probando su peso después de formado para experimentar si es con ellas compatible; va después vaciándolo hasta abrir un hueco donde pueda encerrar el cadáver de su padre, el cual ajusta con otra porción de mirra y atesta de ella la concavidad, hasta que el peso del huevo preñado con el cadáver iguale al que cuando sólido tenía; cierra después la abertura, carga con su huevo, y lo lleva al Templo del Sol en Egipto. He aquí, sea lo que fuere, lo que de aquel pájaro refieren".

Unos quinientos años después, Tácito y Plinio retomaron la prodigiosa historia; el primero rectamente observó que toda antigüedad es oscura, pero que una tradición ha fijado el plazo de la vida del Fénix en mil cuatrocientos sesenta y un años (Anales, VI, 28). También el segundo investigó la cronología del Fénix; registró (X, 2) que, según Manilio, aquél vive un año platónico, o año magno. Año platónico es el tiempo que requieren el sol, la luna y los cinco planetas para volver a su posición inicial; Tácito, en el Diálogo de los oradores, lo hace abarcar doce mil novecientos noventa y cuatro años comunes. Los antiguos creyeron que, cumplido ese enorme ciclo astronómico, la historia universal se repetiría en todos sus detalles, por repetirse los influjos de los planetas; el Fénix vendría a ser un espejo o una imagen del universo. Para mayor analogía, los estoicos enseñaron que el universo muere en el fuego y renace del fuego y que el proceso no tendrá fin y no tuvo principio.

Los años simplificaron el mecanismo de la generación del Fénix. Herodoto menciona un huevo, y Plinio, un gusano, pero Claudiano, a fines del siglo IV, ya versifica un pájaro inmortal que resurge de su ceniza, un heredero de sí mismo y un testigo de las edades. Pocos mitos habrá tan difundidos como el del Fénix. A los autores ya enumerados cabe agregar: Ovidio (Metamorfosis, XV), Dante (Infierno, XXIV), Shakespeare (Enrique VIII, v, 4), Pellicer (El Fénix y su historia natural), Quevedo (Parnaso español, VI), Milton (Samson Agonistes, in fine). Mencionaremos asimismo el poema latino De Ave Phoenice, que ha sido atribuido a Lactancio, y una imitación anglosajona de ese poema, del siglo VIII. Tertuliano, San Ambrosio y Cirilo de Jerusalén han alegado el Fénix como prueba de la resurrección de la carne. Plinio se burla de los terapeutas que prescriben remedios extraídos del nido y de las cenizas del Fénix.




En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Antes en Manual de Zoología Fantástica (1957)
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Texto propuesto por Francisco Alvez Francese [FB] 
Imagen: Greiser Phönix, Paul Klee, 1905


11/5/15

Jorge Luis Borges: Alguien








Un hombre trabajado por el tiempo,
un hombre que ni siquiera espera la muerte
(las pruebas de la muerte son estadísticas
y nadie hay que no corra el albur
de ser el primer inmortal),
un hombre que ha aprendido a agradecer
las modestas limosnas de los días:
el sueño, la rutina, el sabor del agua,
una no sospechada etimología,
un verso latino o sajón,
la memoria de una mujer que lo ha abandonado
hace ya tantos años
que hoy puede recordarla sin amargura,
un hombre que no ignora que el presente
ya es el porvenir y el olvido,
un hombre que ha sido desleal
y con el que fueron desleales,
puede sentir de pronto, al cruzar la calle,
una misteriosa felicidad
que no viene del lado de la esperanza
sino de una antigua inocencia,
de su propia raíz o de un dios disperso.
Sabe que no debe mirarla de cerca,
porque hay razones más terribles que tigres
que le demostrarán su obligación
de ser un desdichado,
pero humildemente recibe
esa felicidad, esa ráfaga.

Quizá en la muerte para siempre seremos,
cuando el polvo sea polvo,
esa indescifrable raíz,
de la cual para siempre crecerá,
ecuánime o atroz,
nuestro solitario cielo o infierno.




En El otro, el mismo (1964)
Foto: Captura Borges 75 
Cortometraje de Zorroaquín y Docampo Feijoó



10/5/15

Jorge Luis Borges: Italia







Carlyle quería reducir la intrincada historia del mundo a las biografías de los héroes. De hecho, cada nación o cada una de las altas aventuras de nuestra especie acaba por cifrarse en un hombre; en el caso de Italia no cabe duda sobre la figura simbólica. Pensar en Italia es pensar en Dante. En esta equivalencia creo advertir una singular felicidad, que trasciende el hecho de que Dante sea el primer poeta de Italia y tal vez el primer poeta del mundo. ¿Qué elementos integran lo que hemos convenido en llamar la cultura del Occidente? Dos muy diversos: el pensamiento griego y la fe cristiana o, si se prefiere, Israel y Atenas. En cada uno de nosotros confluyen, de un modo indescifrable y fatal, esos antiguos ríos. Nadie ignora que esa confluencia, que es el acontecimiento central de la historia humana, es obra de Roma. En Roma se reconcilian y se conjugan la pasión dialéctica del griego y la pasión moral del hebreo; el monumento estético de esa unión de las dos direcciones del espíritu se llama la Divina Comedia. Dios y Virgilio, la triple y una divinidad de los escolásticos y el máximo poeta latino, traspasan de luz el poema. Esta armonía de la antigua hermosura y de la nueva fe es una de las múltiples razones que hacen de Dante el poeta arquetípico de Italia y, por ende, de todo Occidente. 
La circunstancia lateral de que las palabras de este homenaje, escritas en un continente lejano, pertenezcan a un tardío dialecto de la lengua de César y de Virgilio es una prueba más de esa omnipresencia de Roma. Se repite que todos los caminos llevan a ella; mejor sería decir que no tiene término y que, bajo cualquier latitud, estamos en Roma.





En Textos Recobrados 1956-1986 (1997)
Primera publicación en revista Lyra
Buenos Aires, Año XIX, Nº 180-182, 1961
Foto Borges en la Librería Casares
Propiedad de Alberto Casares
27 de noviembre de 1985 vía



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