3/5/15

Juan José Arreola: [Borges] Escritor imposible *








El don verbal de Juan José Arreola es capaz de crear prosas orales en las que lucidez y capacidad inventiva encarnan con asombrosa naturalidad en la perfección formal. Ser interlocutor de Arreola es una tarea en extremo sencilla. Basta una sola pregunta, lo demás lo provee el gran narrador. Si se corre con más suerte, acaso se le puedan “intercalar algunos silencios”, como decía Jorge Luis Borges al referirse a su propia experiencia como interlocutor arreoliano. En más de un sentido Borges y Arreola son espíritus afines. Ambos son a un tiempo humoristas y moralistas; comparten deudas y gastos literarios; descreen del folclorismo, del color local y de los nacionalismos estrechos. Borges siempre se dijo admirador de la obra del mexicano, al grado de incluirlo en su Biblioteca Personal, donde Arreola es vecino de Quevedo, Shaw, De Quincey, Wilde, O’Neill, Schwob… Arreola, por su parte, ya no lee a Borges, pero no por otra cosa sino porque se lo sabe de memoria. 

En la presente entrevista, realizada en ocasión del décimo aniversario de la muerte del escritor argentino, Arreola hace un recorrido por el universo borgiano. Las escasas preguntas y los más escasos silencios que este interlocutor pudo intercalar al espléndido monólogo de Arreola hubieron de ser retirados sin ningún pesar, con la misma naturalidad con que se desmontan los andamios de la finca terminada. 
JJD 


Lo primero que me trae a la mente el nombre Borges es la fantasía dentro de los límites de lo posible. A él le debo muchas cosas, entre otras haber entendido que hay escritores posibles y escritores imposibles. La primera categoría es la que demuestra que alguien puede llegar a ser escritor por una serie de actos de la voluntad. Ésta es una especie que se hace prácticamente a mano, con tenacidad, estudio, disciplina y otros medios racionales a través de los cuales sin embargo es posible también, a veces, conseguir—sería más propio decir: merecer—uno que otro “ don de la noche”, para usar una expresión feliz del mismo Borges. 

Por el otro lado está el escritor imposible —la especie que a mí más me interesa —, el que con mucha frecuencia escribe a pesar de sí mismo; el que no es consciente de que en él habita la capacidad de transmitir lo inefable, eso que hasta antes de su advenimiento parecía indecible. Es quien mejor encarna al ángel de Mallarmé, aquel que viene a renovar y purificar el lenguaje de la tribu (“Donner un sens plus pur aux mots de la tribu”). Pienso en Rimbaud, en Baudelaire, en Kafka, en Poe, en el compañero Vallejo…, y en López Velarde y Juan Rulfo, para mencionar también a dos de los nuestros. El suyo es un caso parecido al milagro; nada más lejano a este tipo de escritor que el redactor voluntarioso, trabajador (probablemente correcto) que se impone la profesional tarea de publicar una novela cada año o el comprometido con la idea de terminar un libro de relatos para tal fecha o el que tiene la urgencia exterior de darle fin a una colección de poemas. Pero tampoco pretendo hacer una caricatura del escritor posible —aunque por desgracia esta caricatura se dé con tanta frecuencia en la realidad—, pues no son pocos los grandes autores que también honran este linaje: Goethe, Victor Hugo, Paul Valéry (quien negaba la existencia de la inspiración), nuestro Alfonso Reyes y tantos otros, Borges entre ellos. 

Rubén Darío es un caso singular en el que concurren, aunque en tiempos distintos, ambas categorías. Más de la mitad de su obra lírica se sustenta demasiado en los recursos formales, fonéticos, lógicos, de la retórica poética. A pesar de las innovaciones que introduce, en el primer Darío encontramos aún al poeta posible. Pero inusitadamente se separa de esa condición para aventurarse por los parajes de lo inefable: 

¡Divina Psiquis, dulce mariposa invisible 
que desde los abismos has venido a ser todo 
lo que en mi ser nerviosa y en mi cuerpo sensible 
forma la chispa sacar de la estatua de lodo! 

Y luego va más lejos y abandona también las referencias mitológicas y culturales — podría decirse que se desnuda de los últimos ropajes preciosistas—, para ahondar mejor en los abismos de la incertidumbre y tocar la condición primigenia de los seres, del ser y estar en el mundo: 

Dichoso el árbol que es apenas sensitivo, 
y más la piedra dura porque ésa ya no siente, 
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, 
ni mayor pesadumbre que la vida consciente. 

Otro caso parecido es el de Leopoldo Lugones, retórico en muchas páginas, pero poeta imposible en Lunario sentimental, El libro fiel y en tantas páginas más. Carlos Pellicer es otro ejemplo de la misma especie. En el momento en que escribe sus versos cívicos, su canto a Cuauhtémoc o Bolívar, no sale del terreno de la posibilidad; pero cuando no se propone hacer poesía, sino que simplemente la hace, entonces aparece el escritor imposible, como cuando amanece a la vida poética en aquel pueblecito de los Andes: 

Aquí no suceden cosas 
de mayor trascendencia que las rosas. 

La existencia de estos dos linajes literarios fue clara para mí desde el momento en que leí, a principios de los años cuarenta, Historia universal de la infamia, el primer libro de Borges que cayó en mis manos. En esta obra el autor demuestra —no directamente, desde luego— que alguien puede llegar a ser escritor si se lo propone. La misma idea aparece más explícitamente en otros textos suyos, como sería el caso de “Robert Browning resuelve ser poeta”, que puede ser leído como una suerte de arte poética suya, pues en él se dice que la escritura es una “profesión humana” que el sujeto elige. 


Cómo se hace un escritor 

Borges fue un hombre de letras (narrador, poeta, ensayista) self-made man, y ello a pesar de todo lo que recibió del otro (el estímulo y la ayuda que vienen de fuera), lo cual en su caso se remontaba a su primera infancia, porque si alguien tuvo un pasado de lector ése fue Borges. Y desde la infancia aparece en él la voluntad (palabra clave para explicar el fenómeno Borges) de ser escritor. Desde el principio creció en un medio eminentemente literario, en el seno de una familia donde la posibilidad de la escritura literalmente lo envolvía. Aparte de la excelente biblioteca familiar, estaba el ejemplo vivo de su padre, Jorge Guillermo Borges, que además de gran lector, fue muy buen traductor (sus versiones sobre Omar Khayyam son especialmente notables) e incluso novelista; el de la abuela paterna, que recordaba tanta literatura inglesa y, desde luego, el de su madre, que lo acompañó durante tantos años. 

Pero aparte de todo lo anterior, estuvo siempre la voluntad férrea del niño que a una edad tempranísima resuelve ser escritor. Para ventura de sus sucesivos e innumerables lectores en el ancho mundo, lo excepcional del caso Borges viene de esa fe inquebrantable —de la cual se ha dicho con acierto que mueve montañas—, del empeño granítico del niño que dice: “Yo quiero escribir. Acabo de leer esta línea prodigiosa de tal poema, este relato maravilloso; yo quiero hacer estas cosas también”. Uno de sus biógrafos nos cuenta que a los siete u ocho años este niño letrado no sólo había escrito ya un relato de nombre “La visera fatal”, sino que también había traducido al español “El príncipe feliz” de Oscar Wilde. 

Al principio casi todo le llega de fuerza, hasta su argentinidad. Porque bien visto, todo ese fervor bonaerense y aun su apego cordial a Argentina —lo descubre cuando en compañía de su familia regresa a su tierra natal, luego de una prolongada residencia de varios años en Europa— provienen de un acto volitivo. Borges llegó a ser argentino casi de la misma manera en que consiguió ser poeta: por una elección consciente. Es, pues, un argentino hecho a mano, un ser que se inventa su propio mito de la patria. También opta voluntariamente por el español —su patria literaria—, venciendo las tentaciones de otras lenguas que formaron parte asimismo de su vida cotidiana, familiar e intelectual: el inglés, el francés, el alemán. Elige el español para expresarse y enseguida se da cuenta del acierto de su elección. Descubre que su ser resuena, como él mismo lo dirá después, “al bronce de Quevedo”. Advierte que en la obra de éste habían desembocado muchas cosas, que ahí habitaba el genio vivo de la lengua, sobre todo cuando pudo comprobar cómo el gran poeta español había mejorado el texto francés de “Buscas en Roma a Roma, oh peregrino”. Si Borges hubiera optado por cualquiera de las otras lenguas, posiblemente no habría podido conectarse con el esprit profond

El trato cotidiano con las grandes obras, aunado a su inteligencia y su cultivada sensibilidad, le permiten desarrollar muy pronto eso que se conoce como buen gusto. Afina asimismo su oído, un don que se verá intensificado luego con la pérdida gradual de la vista. El aislamiento, propio también de su condición de ciego, le facilita el repaso y la corrección constantes de sus textos, los cuales rumia una y otra vez antes de darlos a la imprenta. En este sentido, Borges hizo virtud de la necesidad. 

El insomnio y la ceguera lo alejan de lo inmediato y lo hacen optar por la mediatización cultural, algo que acabó teniendo un peso enorme en su obra. Aunque esto también tuvo consecuencias desfavorables. Durante mucho tiempo, Borges se engañó a sí mismo, pensando que con la mediatización podía adquirirlo todo. (Su magnífico repertorio de mediatización estuvo dado en buena medida por la Enciclopedia británica y la Historia de la filosofía de Baumer.) Pero desde sus primeros balbuceos poéticos —y ahí están para probarlo Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente y Cuaderno San Martín, que son sobre todo un buen resumen del arte de la composición— hasta los libros de madurez, resulta claro que fueron precisamente los datos inmediatos de la conciencia —y no la erudición— los que hallaron la mejor resonancia en su ser. Al poeta hay que buscarlo menos en sus recreaciones mitológicas y eruditas y mucho más en el hombre que nos habla sin patetismo (una de sus grandes enseñanzas) del sentido hondo de las cosas que lo rodean: 

…¡Cuántas cosas, 
limas, umbrales, atlas, copas, clavos, 
nos sirven como tácitos esclavos, ciegas y extrañamente sigilosas! 
Durarán más allá de nuestro olvido: 
no sabrán nunca que nos hemos ido. 

No trato de minimizar la importancia de sus libros iniciales —libros que rescribió innecesariamente tratando de perfeccionarlos, aunque en ocasiones terminó agotándoles algunos de sus mejores jugos—. Todos los poemas en los que mitifica Buenos Aires o “El general Quiroga va en coche al muere” son textos muy apreciables. Pero son hijos sobre todo de la razón. Sin embargo, en su última etapa, el Borges poeta tocó los umbrales de lo imposible, ahí donde habitan esos dones que vienen de más allá del yo consciente; de ese último yo oscuro y caótico. A partir de Elogio de la sombra, por ejemplo, aparecen con alguna frecuencia, aun en ciertos poemas de circunstancias, líneas dictadas por esa otra voz, que surgen de ese fondo inconsciente que da luz a las obras grandes, ésas que a veces llamamos maestras. 


La enciclopedia tiene un estilo 

En la raíz de la obra de Borges están la historia, la mitología, la filosofía y la literatura universal y, naturalmente, un grupo de obras y autores más o menos precisos. Ahora, lo curioso en su caso es que la enciclopedia le disolvió a casi todos los autores. De esta manera, las huellas de muchos de sus ascendientes literarios, que él en ocasiones negaba, quedaron prácticamente borradas. En Borges hay un efectivo regodeo por las formas literarias, las cuales encontraba incluso en las notas de los periódicos, en los sucesos misceláneos, a los que los franceses llaman fait divers, y ya no se diga en las fichas de la enciclopedia. 

Pero hay algo más: la enciclopedia tiene un estilo. Y no me refiero sólo a la Británica. La enciclopedia universal, escrita en alemán, en italiano, en español… es un lenguaje, y un lenguaje que es lección para los literatos. Los autores de fichas y artículos, los redactores enciclopedistas, practican el arte de la concisión. El estilo pulcro y sobrio de Borges viene en buena medida de esa concisión, del estilo clausular (encapsulador) de la enciclopedia. 


De conceptista al gran poeta 

La primera vez que hablé con Borges logré que tolerara la idea de que su desestima de la literatura castellana de conceptistas y retruecanistas provenía de que en el fondo él era uno de ellos. Le recordé el poema terrible que había escrito sobre Baltasar Gracián: 

Laberintos, retruécanos, emblemas, 
helada y laboriosa nadería, 
fue para este jesuita la poesía, 
reducida por él a estratagemas… 

Repasamos este poema a lo largo de sus once cuartetos y, para mi asombro, Borges acabó aceptando que se reconocía en los reproches que le hacía a Gracián: en las argucias, en los laberintos, en los emblemas, pues también él había cultivado la “helada y laboriosa nadería”. Entonces vio con un espíritu fraternal al gran retórico español y pudo decir de él lo que Baudelaire dice del lector en el prólogo de Las flores del mal: “mon semblade, mon frère!” [Años después, me llamó la atención encontrar en su libro La moneda de hierro, que es de 1976, un poema precioso (“Remordimiento”), donde al hacer un balance de su propia vida y de lo que los demás esperaban de él, se hace a sí mismo precisamente este reproche: “Mi mente / se aplicó a las simétricas porfías/ del arte, que entreteje naderías”]. 

Pero el Borges poeta —el prosista es otra cosa— de las laboriosas naderías da un salto maravilloso al Borges macizo y hondo de los últimos poemas, donde al hablar, por ejemplo, del destino de sus mayores está hablando del destino de todos los hombres. La lápida que cubre la tumba de su padre se nos presenta como el umbral al infinito o a la nada: “Nadie sabe/ de qué mañana el mármol es la llave”. 


El arte del pastiche y el universo de los raros 

En el Borges cuentista son dignas de destacarse su preocupación casi neurótica por el arte de la composición, su gusto por el pastiche y su fascinación por seres y personajes que representan conductas humanas anómalas. El pastiche, que no ha gozado de buena fama entre los escritores de nuestra lengua, es un género que cuando se practica con arte ilumina al autor y al modelo originales. En Francia, en cambio, ha llegado a ser una verdadera manía. Uno de los primeros libros de Marcel Proust, Pastiches et mélanges, es una buena prueba de ello; ahí Proust escribe a la manera de Sainte-Beuve, a la de Renan, a la de Michelet, iluminando a estos autores, mostrándonos su arte de composición. Otro caso notable fue el del grupo de jóvenes poetas que se pusieron a rescribir a Mallarmé. 

Sin ningún complejo, Borges practicó el pastiche muy provechosamente y acabó demostrando que éste también puede llegar a ser un género mayor. Es notable cómo, ya en la vejez, se puso a bordar sobre un tema de Papini, de tal manera que acabó haciéndolo suyo. Borges aprendió de Kafka, uno de sus maestros, de cómo exagerando las cosas, llevándolas a ciertos extremos, glosándolas, pueden ser resignificadas, engrandecidas, parodiadas… Y es que en el pastiche de buena cepa casi siempre hay una gota de humor. 

En Borges aparece también un manejo muy singular de las anomalías de la conducta humana; su atracción por ese tipo de seres excéntricos y anómalos le viene otra vez de Kafka y antes de él de Herman Melville y Nathaniel Hawthorne. La rareza, la conducta extraña, que han estado siempre en los relatos de todos los tiempos, llegan a un grado de exacerbación en autores como los mencionados o como Edgar Allan Poe. Personajes como Bartleby o Wakefield y toda esa galería de seres que trastornan la realidad o la exageran o que sencillamente crean otra realidad dan sustento a muchos de los cuentos de Borges. Carlos Argentino, el personaje de El Aleph, es uno de los mejores ejemplos de ellos. 


El humorista 

Hasta ahora nadie ha podido dar una respuesta enteramente satisfactoria a la pregunta de qué es el humor. Es, desde luego, una forma de ver el mundo; una forma que contrasta con la visión grave de ese sentimiento trágico de la vida de que nos habla Unamuno. El humorista es que el ve las cosas al sesgo, ya que de frente son demasiado impresionantes. Y es precisamente esta mirada oblicua, que descompone el mundo sometiéndolo a una suerte de efecto de prisma, lo que nos ayuda a ver mejor la realidad. Yo tengo para mí que el verdadero humorista —y no me refiero, desde luego, al guasón o al chistoso de plazuela— es aquel que en última instancia nos puede dar una imagen más cabal del mundo. 

Para ventura de sus lectores, Borges es un humorista de buena ley. Y no sólo eso, el mejor Borges, el verdaderamente grande, el más sabio y el más entrañable, es el humorista; un humorista sin estridencias, sosegado, pero filoso y penetrante. Ahora bien, se trata de un humorista que en el fondo es también un moralista. En alguna ocasión, para gran satisfacción mía, Octavio Paz dijo: Arreola es al mismo tiempo un humorista y un moralista. Pero aparte de esa referencia personal que mucho me envanece, creo que en Borges concurren admirablemente ambos aspectos. Porque Paz tiene razón; no se puede ser verdaderamente moralista sin rasgo de humor, sin la capacidad de ver las cosas al sesgo (por esta razón los predicadores suelen ser moralistas huecos), y no puede existir un humorista profundo si no tiene ese antecedente del fondo moral. 

Porque hay que reconocer que la mayor parte de la obra de Borges —y aun me atrevería a decir que casi toda ella— está dominada por el imperio de la razón. Ahí tenemos de nuevo al escritor posible, al heredero de Grecia y Roma, de los franceses y los ingleses categóricos que creen en la razón como el instrumento eficaz —y en ocasiones como el único válido— para explicar el mundo. Borges todavía es víctima del ensueño de que es posible el conocimiento y la captura de la belleza fugaz (“presa en laurel, la planta fugitiva”). Pero nuestro escritor acabó venciendo también su fe desmedida en la razón y en los sueños de ésta, los cuales, al decir de Goya, sólo crean monstruos. Y lo que salva a Borges, lo que lo diferencia y le da a su obra esa singularidad y esa malicia tan reconocidas es la mirada humorística. 

Aquí está el Borges más hondo: el hombre que sabe que no se puede llegar a la verdad, al concepto de eternidad, o de azar. En este aspecto, Borges es del mismo linaje de Kafka —no debe olvidársenos que el gran Kafka es también el humorista —, el que termina diciéndonos que la razón es un instrumento demasiado precario para explicar el mundo.



* Primera publicación, en Vuelta, núm 241, diciembre de 1996, pp. 41-46.

En Borges y México 
Edición de Miguel Capistrán
México, Lumen, 1995
Imagen: J.J. Arreola y J.L. Borges 
Capilla Alfonsina,  México 1978
¿Foto de Paulina Lavista?
Cortesía Conaculta - Vía


2/5/15

Jorge Luis Borges: La espera*








Lo escribo ahora así. Cumplida la agonía
quiero morir del todo. Las vagas formas amarillas
que apenas entreveo, el ilusorio día,
la vida atroz, la incesante pesadilla,
la rutina porfiada, la prescindible historia,
se alejan lentamente. El tiempo establecido
ya se agota. Aguardo ante el ocaso que el olvido
me depare un sueño sin memoria.
Quimérico, secreto, espectral camino,
sus ilusorias leyes inventan un destino
que aunque soñado, quiere ser el mío.
Ya vence el plazo prefijado. De este encierro
la firme puerta es de cansado hierro.
Por eso espero. Se detendrán las aguas de mi río.

         1969**




* “El poema que Borges regaló en un café.” 
Al publicar este poema, la revista Pájaro de fuego transcribe la carta de un lector que narra su encuentro con Borges en la confitería Saint James de Buenos Aires. El lector tenía en sus manos Elogio de la sombra, 1969. El diálogo, que abreviamos, fue aproximadamente así:
—En ese libro que usted llama mi último libro, y que quizá lo sea, hay prosa y hay verso. Y también hay fantasmas —dijo Borges.
—¿Qué fantasmas?
—Los que nacen de lo que se va tachando, de aquellas cosas que uno elige no publicar… Una de ellas, por ejemplo, todavía no se resignó y hace días que me sigue visitando. Yo había pensado llamarla ‘La espera’.
—Usted ya escribió “La espera” en El Aleph, creo.
—Es cierto… Veo que usted es un lector aplicado.
—¿Y un lector aplicado no merece un premio?
—¿Como cuál?
—Como escuchar esa otra versión de “La espera”.
—¿Por qué no?
Entonces Borges recitó un poema… Yo escribí los versos en la primera página de Elogio de la sombra
Después le di las gracias, me levanté y me fui.
La revista Pájaro de fuego aclara que como esta colaboración le llegó sin firma, consultaron con Borges, quien admitió no sólo la veracidad de la anécdota, sino la paternidad del poema. (N. del E.)


** La publicación de Elogio de la sombra, en 1969, marcó un hito en la vida de Borges, quien no publicaba un nuevo libro desde El hacedor, 1960. Elogio de la sombra fue muy estimado en el extranjero, donde se lo tradujo inmediatamente a varios idiomas. Tuvo también gran repercusión entre el público argentino. A partir de la década del setenta, Borges empezaría a convertirse en el escritor “mediático” que todos recuerdan. Recibiría numerosas invitaciones del exterior para pronunciar conferencias, sería agasajado por universidades, academias y gobiernos, y le otorgarían múltiples premios y distinciones. (N. del E.)



En Textos Recobrados 1956-1986 (1997)
Pimera publicación en revista Pájaro de fuego 
Buenos Aires, Nº 8, agosto de 1978
Foto: Retrato de Borges en dario La Nación
Domingo 21 de junio de 1961



1/5/15

Jorge Luis Borges: Elegía de un parque








Se perdió el laberinto. Se perdieron
todos los eucaliptos ordenados,
los toldos del verano y la vigilia
del incesante espejo, repitiendo
cada expresión de cada rostro humano,
cada fugacidad. El detenido
reloj, la entretejida madreselva,
la glorieta, las frívolas estatuas,
el otro lado de la tarde, el trino,
el mirador y el ocio de la fuente
son cosas del pasado. ¿Del pasado?
Si no hubo un principio ni habrá un término,
si nos aguarda una infinita suma
de blancos días y de negras noches,
ya somos el pasado que seremos.
Somos el tiempo, el río indivisible,
somos Uxmal, Cartago y la borrada
muralla del romano y el perdido
parque que conmemoran estos versos.



En Los conjurados (1985)
Foto: Captura Borges 75
Cortometraje de Zorroaquín y Docampo Feijoó



30/4/15

Carlos Monsiváis: Ironías








En el mundo de habla hispana, ningún escritor dispone hoy de resonancia superior a la de Jorge Luis Borges, criterio cuantitativo y cualitativo que él desdeñaría como una de las supersticiones de la fama. Personaje memorable en muy diversos sentidos, Borges le añade al idioma una literatura señalada, distinguida por la precisión, la belleza expresiva, el genio aforístico, el despliegue tranquilo de la inteligencia, el don de síntesis, la adjetivación, memorable, que suele modificar el sustantivo, capacitándolo para acoplamientos subversivos, y método irónico que es elogio de las contradicciones, sentido del humor, festejo implacable de la tontería y creación de héroes del disparate, personajes únicos así los multiplique la falta de temor a Dios o, ya hablando en laico, la falta del temor al ridículo.
Según Borges, el humor es favor de la conversación. Pero él mismo, con ánimo efusivo, prueba otra posibilidad: el humor es la aceleración de lo grotesco oculto tras la solemnidad, el rejuvenecimiento de la herejía, el deleite del observar con pasmo crítico la fosa común de las pretensiones. Pongo un ejemplo notable, antecedente seguro de los libros de Bustos Domecq de Borges y Adolfo Bioy Casares, el personaje del cuento “El Aleph”: Carlos Argentino Daneri. Uno de los grandes relatos borgianos, “El Aleph”, se colma de tensión dramática y amorosa, con la amada ideal a cuyo retrato se acerca el escritor: “—Beatriz, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges”. Y Daneri conduce a Borges al encuentro del Aleph, uno de los puntos del espacio que contiene a todos los demás, y que lo lleva a una de sus deslumbrantes enumeraciones:

Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar; vi el alba y la tarde, vi las muhedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo…

El Aleph, “ese objeto secreto y coyuntural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo”, es tan extraordinario que borra o posterga en la memoria del lector al inconcebible Argentino Daneri, el escritor fallido por antonomasia, dispuesto a versificar la redondez del planeta: “En 1941 ya había despachado unas hectáreas del estado de Queensland, más de un kilómetro del curso del Ob, un gasómetro al norte de Veracruz, las principales casas de comercio de la parroquia de la Concepción”, y así sucesivamente. Y el bardo inmarcesible desecha cuartetos:

Sepan. A manderecha del poste rutinario
(Viniendo, claro está, desde el Nornoroeste)
Se aburre una osamenta —¿Color? Blanquiceleste—
Que da al corral de ovejas catadura de osario.

Daneri es un personaje morrocotudo (uso una expresión de la que él no habría abjurado), y es el anticlímax que prepara la visión del Aleph, al contener en su obra y su persona todos los puntos concebibles de la grotecidad. Con inteligencia suprema, Borges despliega el contrapunto entre la poesía de la metafísica (el Aleph) y la hilaridad del desastre cursi (Daneri). El poetastro a nada le teme, porque, para acudir a su sistema metafórico, su retórica es el escudo resplandeciente donde la Medusa de la ignorancia se petrifica. Daneri lee con sonora satisfacción:

He visto, como el griego, las urbes de los hombres,
Los trabajos, los días de varia luz, el hambre:
No corrijo los hechos, no falseo los nombres,
Pero el voyague que narro, es… autour de ma chambre

Borges deifica a Beatriz Elena Viterbo y se concentra en el vislumbre del infinito, pero “El Aleph” también se ríe, y el lector casi percibe el estruendo de sus carcajadas a costa de las fatuidades rioplatenses, la pompa de los académicos de la Lengua, el talante de los poetas locales de fuste, el hoyo negro de las buenas intenciones neobarrocas, el estro de las tardes asfixiantes en despachos iluminados por la ausencia de clientela, la certeza que guía la mano de alcaldes y jurisconsultos y médicos ansiosos de la posteridad tramitada por los sonetos “incandescentes” que redactan. Del cuento se desprende la vindicación del joyel del humor involuntario. En esto se adelanta a una pasión latinoamericana de hoy: el contentamiento en el desastre y el júbilo de observar a trasluz lo dicho o escrito con intenciones de eternidad. Y la parodia, al aclarar la desmesura, es una notable maniobra desmitificadora. De allí la excepcionalidad de Crónicas de Bustos Domecq (1967) y Nuevos cuentos de Bustos Domecq (1977).
Si el primer libro con Bioy, Seis problemas para don Isidro Parodi (1942), es un equivalente laico de los cuentos del padre Brown, de Chesterton, los textos de Bustos Domecq son el trazo desternillante y cruel de las pretensiones culturales y artísticas. La parodia —y las de Borges y Bioy son, según creo, las más extraordinarias en lengua hispana en el siglo XX— no acosa a la ineptitud, meta sin complicaciones; más bien, instala en el delirio a situaciones y personajes de polendas, y persuade al lector de hallar muy divertido este ascenso a los abismos. De allí la dedicatoria: “A esos tres grandes olvidados: Picasso, Joyce, Le Corbusier”. Y que no se intente explicar la ironía porque se evapora.
Si en cuanto género, la parodia es un travesti mortífero del original, al realizarse con talento o genio resulta un hecho autónomo, porque el original, si lo hay, es apenas una copia. La naturaleza social quiere clonar el arte, lo fotográfico imita a lo paródico, lo real va en pos de su magna caricatura. Véase una de las crónicas de Bustos Domecq, el magnífico “Homenaje a César Paladión”. Paladión, diplomático en Ginebra, publica en 1909 un poemario Los parques abandonados, que —se nos aclara— no hay que confundir con otro del mismo tema y los mismos poemas de Julio Herrera y Reissig. Es inútil acusar de plagio a Paladión, autor también —entre otras obras maestras— de Emilio, El sabueso de los Baskerville, De los Apeninos a los Andes, La cabaña del tío Tom, Fabiola y las Geórgicas (traducción de Ochoa), que muere casi al terminar el Evangelio según San Lucas (“obra de corte bíblico, se nos informa, de la que no ha quedado borrador y cuya lectura hubiese sido interesantísima”).
Hay una explicación de este ser prodigioso, capaz de escribir De divinatione en latín (“¡Y qué latín! ¡El de Cicerón!”): “Antes y después de nuestro Paladión, la unidad literaria que los autores recogían del acervo común, era la palabra o, a lo sumo, la frase hecha”. Paladión escoge la ampliación de unidades, y por eso a un libro que siente dentro de sus posibilidades le otorga su nombre “y lo pasa a la imprenta, sin quitar ni agregar una sola coma, norma a la que siempre fue fiel. Estamos así ante el acontecimiento literario más importante de nuestro siglo: Los parques abandonados de Paladión. Nada más remoto, ciertamente del libro homónimo de Herrera, que no repetía un libro anterior. Desde aquel momento, Paladión entra en la tarea, que nadie acometiera hasta entonces, de buscar en lo profundo de su alma y de publicar libros que la expresaran, sin recargar al ya abrumador corpus bibliográfico o incurrir en la fácil vanidad de escribir una sola línea”.
La idea es maravillosa por hilarante, e hilarante por maravillosa, y su origen evidente es uno de los grandes textos de Borges, “Pierre Menard, autor del Quijote”, donde un hallazgo humorístico se convierte en un texto metafísico, y lo trascendente se alcanza entre sonrisas de amable malevolencia. La grandeza se obtiene por la intuición, que sólo los ignaros identifican con el hurto. Menard, asegura Borges, “no quería componer otro Quijote —lo cual es fácil— sino el Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran —palabra por palabra y línea por línea— con las de Miguel de Cervantes”.
La atención a “Pierre Menard” testimonia el lugar de la ironía —y su complemento: la risa implícita o casi explícita en el texto— en la obra de Borges. El humor es un arma vindicativa, el espejo verídico, el laberinto donde sólo se extravían los solemnes, el tigre como la única posibilidad de ser devorado por el gato, el último recurso de la tan confiscada salud mental, sea en el orden de las parodias salvajes de Crónicas de Bustos Domecq, que festeja las ineptitudes de la inepta cultura y el candor militante, o a través de la complejidad del personaje de “Pierre Menard”, que a través de la clarividencia (la obra maestra es inmodificable, el nombre de su autor no) alcanza el abismo celeste: “Mi propósito es meramente asombroso —declara Menard—. El término final de una demostración teológica o metafísica —el mundo externo, Dios, la casualidad, las formas universales— no es menos anterior y común que mi divulgada novela”.
La idea satírica es, sin duda, la fundación borgiana del mundo de paradojas rientes que se convierten en sombras de la tragedia causada por la credulidad, la ignorancia y el autoengaño. La desmesura vuelve a Menard un titán del fracaso, algo más valioso que ser un alto funcionario del triunfo: “Mi empresa no es difícil, esencialmente. Me bastaría ser inmortal para llevarla a cabo”. Y Borges sacraliza y desacraliza su pasión por el universo al revés: “¿Confesaré que suelo imaginar que la terminó y que leo el Quijote —todo el Quijote— como si lo hubiera pensado Menard?”
Un cuento de Borges, “Tres versiones de Judas”, es un clásico de la ironía envolvente, que una vez emitida jamás termina. Un teólogo protestante, Nils Runeberg, acomete la vindicación metafísica de Judas. La primera: si Jesús se rebajó a mortal, Judas, discípulo del Verbo, se rebajó a delator. La segunda: Judas intentó “un hiperbólico y hasta ilimitado ascetismo. El asceta, para mayor gloria de Dios, envilece y mortifica la carne; Judas hizo lo propio con el espíritu”. Y la tercera versión es monstruosa o edificante como se quiera: “Dios totalmente se hizo hombre pero hombre hasta la infamia, hombre hasta la reprobación y el abismo. Para salvarnos, pudo elegir cualquiera de los abismos que trama la perpleja red de la historia; pudo ser Alejandro o Pitágoras o Rurik o Jesús; eligió un ínfimo destino: fue Judas”.
Con “Tres versiones de Judas” Borges extrema la vocación paradójica sustentada en la ironía. A la blasfemia se llega por vía de la especulación, y con técnica semejante a la lucidez se arriba gracias al sentido del humor. Max Brod cuenta cómo Kafka se reía a carcajadas al leerle fragmentos de El proceso. No es difícil suponer a Borges alegrísimo por sus trasmigraciones de vidas y destinos. Menard escribe el Quijote; Nolan redime a Kirkpatrick de su traición en “Tema del traidor y del héroe”; Judas obtiene la plenitud divina al recibir los treinta dineros. La ironía es el sustrato de la complejidad de los textos y de la felicidad del autor.
A los grandes artífices de la sátira y la parodia (Juvenal, Aristófanes, Petronio, Rabelais, Swift, Voltaire, Alexander Pope, Dickens, Mark Twain, Wilde, Evelyn Waugh) conviene agregar algunos momentos deslumbrantes de Borges, y del Borges y el Bioy Casares de los textos de Bustos Domecq, tanto más vigentes al desvanecerse o volverse culturalmente inexplicables sus contextos. La retórica academicista perdió todo sentido devorada por el analfabetismo oficial; el estructuralismo literario no convoca atención alguna, el culteranismo es un misterio comparable a la identidad de Jack el destripador, y ya no se localizan seres proteicos como el polifacético Vilaseco, autor de Abrojos del alma, La tristeza del fauno, Mascarita, Calidoscopio, Viperinas, Evita capitana y Oda a la integración. Al prepararse las obras completas de Vilaseco, el prologuista conoce la fatiga:

Dado que el exhaustivo prólogo analítico, que va en cursiva cuerpo catorce, corrió por cuenta de mi cálamo, quedé materialmente debilitado, constatándose una disminución de fósforo en el análisis, por lo que apelé a un falto, para el ensobrado, el estampillado y las direcciones. Este factótum, en vez de contraerse a la fajina específica, dilapidó un tiempo precioso leyendo las siete lucubraciones de Vilaseco. Llegó así a descubrir que salvo los títulos eran exactamente la misma. ¡Ni una coma, ni un punto y coma, ni una sola palabra de diferencia!

¿Y eso a quién le importa si nadie los va a leer? El fin de la antigua retórica latinoamericana le hereda a estas parodias y sátiras la calidad de último referente. Del humor involuntario ya sólo queda la ironía voluntaria que lo evoca. Ya nadie leerá a los Carlos Argentino Daneri y a los Vilaseco. Todos seguiremos leyendo a Borges, y repitiendo sus respuestas famosas, a Borges, clásico de la ironía y la continua transgresión del respeto a los vivos en el presidium y a los muertos en el mausoleo (o al revés).




En Borges y México 
Edición Miguel Capistrán
México, Lumen, 1995
Foto: Carlos Monsiváis y Jorge Luis Borges
Chapultepec, 1975 vía



29/4/15

Jorge Luis Borges: Un teólogo en la muerte










Los ángeles me comunicaron que cuando falleció Melanchton, le fue suministrada en el otro mundo una casa ilusoriamente igual a la que había tenido en la tierra. (A casi todos los recién venidos a la eternidad les sucede lo mismo y por eso creen que no han muerto.) Los objetos domésticos eran iguales: la mesa, el escritorio con sus cajones, la biblioteca. En cuanto Melanchton se despertó en ese domicilio, reanudó sus tareas literarias como si no fuera un cadáver y escribió durante unos días sobre la justificación por la fe. Como era su costumbre, no dijo una palabra sobre la caridad. Los ángeles notaron esa omisión y mandaron personas a interrogarlo. Melanchton les dijo: «He demostrado irrefutablemente que el alma puede prescindir de la caridad y que para ingresar en el cielo basta la fe». Esas cosas les decía con soberbia y no sabía que ya estaba muerto y que su lugar no era el cielo. Cuando los ángeles oyeron ese discurso lo abandonaron.
A las pocas semanas, los muebles empezaron a afantasmarse hasta ser invisibles, salvo el sillón, la mesa, las hojas de papel y el tintero. Además, las paredes del aposento se mancharon de cal y el piso de un barniz amarillo. Su misma ropa ya era mucho más ordinaria. Seguía, sin embargo, escribiendo, pero como persistía en la negación de la caridad, lo trasladaron a un taller subterráneo, donde había otros teólogos como él. Ahí estuvo unos días encarcelado y empezó a dudar de su tesis y le permitieron volver. Su ropa era de cuero sin curtir, pero trató de imaginarse que lo anterior había sido una mera alucinación y continuó elevando la fe y denigrando la caridad. Un atardecer sintió frío. Entonces recorrió la casa y comprobó que los demás aposentos ya no correspondían a los de su habitación en la tierra. Alguno estaba repleto de instrumentos desconocidos; otro se había achicado tanto que era imposible entrar; otro no había cambiado, pero sus ventanas y puertas daban a grandes médanos. La pieza del fondo estaba llena de personas que lo adoraban y que le repetían que ningún teólogo era tan sapiente como él. Esa adoración le agradó, pero como alguna de esas personas no tenía cara y otros parecían muertos, acabó por aborrecerlos y desconfiar. Entonces determinó escribir un elogio de la caridad, pero las páginas escritas hoy aparecían mañana borradas. Eso le aconteció porque las componía sin convicción.
Recibía muchas visitas de gente recién muerta, pero sentía vergüenza de mostrarse en un alojamiento tan sórdido. Para hacerles creer que estaba en el cielo, se arregló con un brujo de los de la pieza del fondo y éste los engañaba con simulacros de esplendor y serenidad. Apenas las visitas se retiraban, reaparecían la pobreza y la cal, y a veces un poco antes.
Las últimas noticias de Melanchton dicen que el mago y uno de los hombres sin cara lo llevaron hacia los médanos y que ahora es como un sirviente de los demonios.

(Del libro Arcana coelestia, de Emanuel Swedenborg)




En "Etcétera"
Historia universal de la infamia (1935)
Arriba: Captura Borges 75 (Cortometraje de Zorroaquín y Docampo Feijoó)
Imágenes al pie: Arcana Cœlestia, first edition (1749), title page  - Swedenborg Foundation








28/4/15

Jorge Luis Borges: Lo nuestro






Amamos lo que no conocemos, lo ya perdido.
El barrio que fue las orillas.
Los antiguos, que ya no pueden defraudarnos, porque son mito y esplendor.
Los seis volúmenes de Schopenhauer, que no acabaremos de leer.
El recuerdo, no la lectura, de la segunda parte del Quijote.
El Oriente, que sin duda no existe para el afghano, el persa o el tártaro.
Nuestros mayores, con los que no podríamos conversar durante un cuarto de hora.
Las cambiantes formas de la memoria, que está hecha de olvido.
Los idiomas que apenas desciframos.
Algún verso latino o sajón, que no es otra cosa que un hábito.
Los amigos que no pueden faltarnos, porque se han muerto.
El ilimitado nombre de Shakespeare.
La mujer que está a nuestro lado y que es tan distinta.
El ajedrez y el álgebra, que no sé.




En Textos recobrados 1956-1986 (1987)
Primeras publicaciones:
Diario ABC, Madrid, 18 de junio de 1983
Diario Clarín, Buenos Aires, 18 de agosto de 1983 
Catálogo Borges, Biblioteca Nacional, Madrid, 1986

27/4/15

Jorge Luis Borges: El inmortal








Solomon saith: There is no new thing upon the earth. So that as Plato had an imagination, that all knowledge was but remembrance; so Solomon given his sentence, that all novelty is but oblivion.
FRANCIS BACONEssaysLVIII
En Londres, a principios del mes de junio de 1929, el anticuario Joseph Cartaphilus, de Esmirna, ofreció a la princesa de Lucinge los seis volúmenes en cuarto menor (1715-1720) de la Ilíada de Pope. La princesa los adquirió; al recibirlos, cambió unas palabras con él. Era, nos dice, un hombre consumido y terroso, de ojos grises y barba gris, de rasgos singularmente vagos. Se manejaba con fluidez e ignorancia en diversas lenguas; en muy pocos minutos pasó del francés al inglés y del inglés a una conjunción enigmática de español de Salónica y de portugués de Macao. En octubre, la princesa oyó por un pasajero del Zeus que Cartaphilus había muerto en el mar, al regresar a Esmirna, y que lo habían enterrado en la isla de Ios. En el último tomo de la Ilíada halló este manuscrito.
El original está redactado en inglés y abunda en latinismos. La versión que ofrecemos es literal.

I
Que yo recuerde, mis trabajos empezaron en un jardín de Tebas Hekatómpylos, cuando Diocleciano era emperador. Yo había militado (sin gloria) en las recientes guerras egipcias, yo era tribuno de una legión que estuvo acuartelada en Berenice, frente al Mar Rojo: la fiebre y la magia consumieron a muchos hombres que codiciaban magnánimos el acero. Los mauritanos fueron vencidos; la tierra que antes ocuparon las ciudades rebeldes fue dedicada eternamente a los dioses plutónicos; Alejandría, debelada, imploró en vano la misericordia del César; antes de un año las legiones reportaron el triunfo, pero yo logré apenas divisar el rostro de Marte. Esa privación me dolió y fue tal vez la causa de que yo me arrojara a descubrir, por temerosos y difusos desiertos, la secreta Ciudad de los Inmortales.
Mis trabajos empezaron, he referido, en un jardín de Tebas. Toda esa noche no dormí, pues algo estaba combatiendo en mi corazón. Me levanté poco antes del alba; mis esclavos dormían, la luna tenía el mismo color de la infinita arena. Un jinete rendido y ensangrentado venía del oriente. A unos pasos de mí, rodó del caballo. Con una tenue voz insaciable me preguntó en latín el nombre del río que bañaba los muros de la ciudad. Le respondí que era el Egipto, que alimentan las lluvias. Otro es el río que persigo, replicó tristemente, el río secreto que purifica de la muerte a los hombres. Oscura sangre le manaba del pecho. Me dijo que su patria era una montaña que está al otro lado del Ganges y que en esa montaña era fama que si alguien caminara hasta el occidente, donde se acaba el mundo, llegaría al río cuyas aguas dan la inmortalidad. Agregó que en la margen ulterior se eleva la Ciudad de los Inmortales, rica en baluartes y anfiteatros y templos. Antes de la aurora murió, pero yo determiné descubrir la ciudad y su río. Interrogados por el verdugo, algunos prisioneros mauritanos confirmaron la relación del viajero; alguien recordó la llanura elísea, en el término de la tierra, donde la vida de los hombres es perdurable; alguien, las cumbres donde nace el Pactolo, cuyos moradores viven un siglo. En Roma, conversé con filósofos que sintieron que dilatar la vida de los hombres era dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes. Ignoro si creí alguna vez en la Ciudad de los Inmortales: pienso que entonces me bastó la tarea de buscarla. Flavio, procónsul de Getulia, me entregó doscientos soldados para la empresa. También recluté mercenarios, que se dijeron conocedores de los caminos y que fueron los primeros en desertar.
Los hechos ulteriores han deformado hasta lo inextricable el recuerdo de nuestras primeras jornadas. Partimos de Arsinoe y entramos en el abrasado desierto. Atravesamos el país de los trogloditas, que devoran serpientes y carecen del comercio de la palabra; el de los garamantas, que tienen las mujeres en común y se nutren de leones; el de los augilas, que sólo veneran el Tártaro. Fatigamos otros desiertos, donde es negra la arena; donde el viajero debe usurpar las horas de la noche, pues el fervor del día es intolerable. De lejos divisé la montaña que dio nombre al Océano: en sus laderas crece el euforbio, que anula los venenos; en la cumbre habitan los sátiros, nación de hombres ferales y rústicos, inclinados a la lujuria. Que esas regiones bárbaras, donde la tierra es madre de monstruos, pudieran albergar en su seno una ciudad famosa, a todos nos pareció inconcebible. Proseguimos la marcha, pues hubiera sido una afrenta retroceder. Algunos temerarios durmieron con la cara expuesta a la luna; la fiebre los ardió; en el agua depravada de las cisternas otros bebieron la locura y la muerte. Entonces comenzaron las deserciones; muy poco después, los motines. Para reprimirlos, no vacilé ante el ejercicio de la severidad. Procedí rectamente, pero un centurión me advirtió que los sediciosos (ávidos de vengar la crucifixión de uno de ellos) maquinaban mi muerte. Huí del campamento, con los pocos soldados que me eran fieles. En el desierto los perdí, entre los remolinos de arena y la vasta noche. 
Una flecha cretense me laceró. Varios días erré sin encontrar agua, o un solo enorme día multiplicado por el sol, por la sed y por el temor de la sed. Dejé el camino al arbitrio de mi caballo. En el alba, la lejanía se erizó de pirámides y de torres. Insoportablemente soñé con un exiguo y nítido laberinto: en el centro había un cántaro; mis manos casi lo tocaban, mis ojos lo veían, pero tan intrincadas y perplejas eran las curvas que yo sabía que iba a morir antes de alcanzarlo.
II
Al desenredarme por fin de esa pesadilla, me vi tirado y maniatado en un oblongo nicho de piedra, no mayor que una sepultura común, superficialmente excavado en el agrio declive de una montaña. Los lados eran húmedos, antes pulidos por el tiempo que por la industria. Sentí en el pecho un doloroso latido, sentí que me abrasaba la sed. Me asomé y grité débilmente. Al pie de la montaña se dilataba sin rumor un arroyo impuro, entorpecido por escombros y arena; en la opuesta margen resplandecía (bajo el último sol o bajo el primero) la evidente Ciudad de los Inmortales. Vi muros, arcos, frontispicios y foros: el fundamento era una meseta de piedra. Un centenar de nichos irregulares, análogos al mío, surcaban la montaña y el valle. En la arena había pozos de poca hondura; de esos mezquinos agujeros (y de los nichos) emergían hombres de piel gris, de barba negligente, desnudos. Creí reconocerlos: pertenecían a la estirpe bestial de los trogloditas, que infestan las riberas del Golfo Arábigo y las grutas etiópicas; no me maravillé de que no hablaran y de que devoraran serpientes.
La urgencia de la sed me hizo temerario. Consideré que estaba a unos treinta pies de la arena; me tiré, cerrados los ojos, atadas a la espalda las manos, montaña abajo. Hundí la cara ensangrentada en el agua oscura. Bebí como se abrevan los animales. Antes de perderme otra vez en el sueño y en los delirios, inexplicablemente repetí unas palabras griegas: los ricos teucros de Zelea que beben el agua negra del Esepo
No sé cuántos días y noches rodaron sobre mí. Doloroso, incapaz de recuperar el abrigo de las cavernas, desnudo en la ignorada arena, dejé que la luna y el sol jugaran con mi aciago destino. Los trogloditas, infantiles en la barbarie, no me ayudaron a sobrevivir o a morir. En vano les rogué que me dieran muerte. Un día, con el filo de un pedernal rompí mis ligaduras. Otro, me levanté y pude mendigar o robar —yo, Marco Flaminio Rufo, tribuno militar de una de las legiones de Roma— mi primera detestada ración de carne de serpiente.
La codicia de ver a los Inmortales, de tocar la sobrehumana Ciudad, casi me vedaba dormir. Como si penetraran mi propósito, no dormían tampoco los trogloditas: al principio inferí que me vigilaban; luego, que se habían contagiado de mi inquietud, como podrían contagiarse los perros. Para alejarme de la bárbara aldea elegí la más pública de las horas, la declinación de la tarde, cuando casi todos los hombres emergen de las grietas y de los pozos y miran el poniente, sin verlo. Oré en voz alta, menos para suplicar el favor divino que para intimidar a la tribu con palabras articuladas. Atravesé el arroyo que los médanos entorpecen y me dirigí a la Ciudad. Confusamente me siguieron dos o tres hombres. Eran (como los otros de ese linaje) de menguada estatura; no inspiraban temor, sino repulsión. Debí rodear algunas hondonadas irregulares que me parecieron canteras; ofuscado por la grandeza de la Ciudad, yo la había creído cercana. Hacia la medianoche, pisé, erizada de formas idolátricas en la arena amarilla, la negra sombra de sus muros. Me detuvo una especie de horror sagrado. Tan abominadas del hombre son la novedad y el desierto que me alegré de que uno de los trogloditas me hubiera acompañado hasta el fin. Cerré los ojos y aguardé (sin dormir) que relumbrara el día.
He dicho que la Ciudad estaba fundada sobre una meseta de piedra. Esta meseta comparable a un acantilado no era menos ardua que los muros. En vano fatigué mis pasos: el negro basamento no descubría la menor irregularidad, los muros invariables no parecían consentir una sola puerta. La fuerza del día hizo que yo me refugiara en una caverna; en el fondo había un pozo, en el pozo una escalera que se abismaba hacia la tiniebla inferior. Bajé; por un caos de sórdidas galerías llegué a una vasta cámara circular, apenas visible. Había nueve puertas en aquel sótano; ocho daban a un laberinto que falazmente desembocaba en la misma cámara; la novena (a través de otro laberinto) daba a una segunda cámara circular, igual a la primera. Ignoro el número total de las cámaras; mi desventura y mi ansiedad las multiplicaron. El silencio era hostil y casi perfecto; otro rumor no había en esas profundas redes de piedra que un viento subterráneo, cuya causa no descubrí; sin ruido se perdían entre las grietas hilos de agua herrumbrada. Horriblemente me habitué a ese dudoso mundo; consideré increíble que pudiera existir otra cosa que sótanos provistos de nueve puertas y que sótanos largos que se bifurcan. Ignoro el tiempo que debí caminar bajo tierra; sé que alguna vez confundí, en la misma nostalgia, la atroz aldea de los bárbaros y mi ciudad natal, entre los racimos.
En el fondo de un corredor, un no previsto muro me cerró el paso, una remota luz cayó sobre mí. Alcé los ofuscados ojos: en lo vertiginoso, en lo altísimo, vi un círculo de cielo tan azul que pudo parecerme de púrpura. Unos peldaños de metal escalaban el muro. La fatiga me relajaba, pero subí, sólo deteniéndome a veces para torpemente sollozar de felicidad. Fui divisando capiteles y astrágalos, frontones triangulares y bóvedas, confusas pompas del granito y del mármol. Así me fue deparado ascender de la ciega región de negros laberintos entretejidos a la resplandeciente Ciudad.
Emergí a una suerte de plazoleta; mejor dicho, de patio. Lo rodeaba un solo edificio de forma irregular y altura variable; a ese edificio heterogéneo pertenecían las diversas cúpulas y columnas. Antes que ningún otro rasgo de ese monumento increíble, me suspendió lo antiquísimo de su fábrica. Sentí que era anterior a los hombres, anterior a la tierra. Esa notoria antigüedad (aunque terrible de algún modo para los ojos) me pareció adecuada al trabajo de obreros inmortales. Cautelosamente al principio, con indiferencia después, con desesperación al fin, erré por escaleras y pavimentos del inextricable palacio. (Después averigüé que eran inconstantes la extensión y la altura de los peldaños, hecho que me hizo comprender la singular fatiga que me infundieron). Este palacio es fábrica de los dioses, pensé primeramente. Exploré los inhabitados recintos y corregí: Los dioses que lo edificaron han muerto. Noté sus peculiaridades y dije: Los dioses que lo edificaron estaban locos. Lo dije, bien lo sé, con una incomprensible reprobación que era casi un remordimiento, con más horror intelectual que miedo sensible. A la impresión de enorme antigüedad se agregaron otras: la de lo interminable, la de lo atroz, la de lo complejamente insensato. Yo había cruzado un laberinto, pero la nítida Ciudad de los Inmortales me atemorizó y repugnó. Un laberinto es una casa labrada para confundir a los hombres; su arquitectura, pródiga en simetrías, está subordinada a ese fin. En el palacio que imperfectamente exploré, la arquitectura carecía de fin. Abundaban el corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las increíbles escaleras inversas, con los peldaños y la balaustrada hacia abajo. Otras, adheridas aéreamente al costado de un muro monumental, morían sin llegar a ninguna parte, al cabo de dos o tres giros, en la tiniebla superior de las cúpulas. Ignoro si todos los ejemplos que he enumerado son literales; sé que durante muchos años infestaron mis pesadillas; no puedo ya saber si tal o cual rasgo es una transcripción de la realidad o de las formas que desatinaron mis noches. Esta Ciudad (pensé) es tan horrible que su mera existencia y perduración, aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y de algún modo compromete a los astros. Mientras perdure, nadie en el mundo podrá ser valeroso o feliz. No quiero describirla; un caos de palabras heterogéneas, un cuerpo de tigre o de toro, en el que pulularan monstruosamente, conjugados y odiándose, dientes, órganos y cabezas, pueden (tal vez) ser imágenes aproximativas.
No recuerdo las etapas de mi regreso, entre los polvorientos y húmedos hipogeos. Únicamente sé que no me abandonaba el temor de que, al salir del último laberinto, me rodeara otra vez la nefanda Ciudad de los Inmortales. Nada más puedo recordar. Ese olvido, ahora insuperable, fue quizá voluntario; quizá las circunstancias de mi evasión fueron tan ingratas que, en algún día no menos olvidado también, he jurado olvidarlas.
III
Quienes hayan leído con atención el relato de mis trabajos recordarán que un hombre de la tribu me siguió como un perro podría seguirme, hasta la sombra irregular de los muros. Cuando salí del último sótano, lo encontré en la boca de la caverna. Estaba tirado en la arena, donde trazaba torpemente y borraba una hilera de signos, que eran como las letras de los sueños, que uno está a punto de entender y luego se juntan. Al principio, creí que se trataba de una escritura bárbara; después vi que es absurdo imaginar que hombres que no llegaron a la palabra lleguen a la escritura. Además, ninguna de las formas era igual a otra, lo cual excluía o alejaba la posibilidad de que fueran simbólicas. El hombre las trazaba, las miraba y las corregía. De golpe, como si le fastidiara ese juego, las borró con la palma y el antebrazo. Me miró, no pareció reconocerme. Sin embargo, tan grande era el alivio que me inundaba (o tan grande y medrosa mi soledad) que di en pensar que ese rudimental troglodita, que me miraba desde el suelo de la caverna, había estado esperándome. El sol caldeaba la llanura; cuando emprendimos el regreso a la aldea, bajo las primeras estrellas, la arena era ardorosa bajo los pies. El troglodita me precedió; esa noche concebí el propósito de enseñarle a reconocer, y acaso a repetir, algunas palabras. El perro y el caballo (reflexioné) son capaces de lo primero; muchas aves, como el ruiseñor de los Césares, de lo último. Por muy basto que fuera el entendimiento de un hombre, siempre sería superior al de irracionales.
La humildad y miseria del troglodita me trajeron a la memoria la imagen de Argos, el viejo perro moribundo de la Odisea, y así le puse el nombre de Argos y traté de enseñárselo. Fracasé y volví a fracasar. Los arbitrios, el rigor y la obstinación fueron del todo vanos. Inmóvil, con los ojos inertes, no parecía percibir los sonidos que yo procuraba inculcarle. A unos pasos de mí, era como si estuviera muy lejos. Echado en la arena, como una pequeña y ruinosa esfinge de lava, dejaba que sobre él giraran los cielos, desde el crepúsculo del día hasta el de la noche. Juzgué imposible que no se percatara de mi propósito. Recordé que es fama entre los etíopes que los monos deliberadamente no hablan para que no los obliguen a trabajar y atribuí a suspicacia o a temor el silencio de Argos. De esa imaginación pasé a otras, aún más extravagantes. Pensé que Argos y yo participábamos de universos distintos; pensé que nuestras percepciones eran iguales, pero que Argos las combinaba de otra manera y construía con ellas otros objetos; pensé que acaso no había objetos para él, sino un vertiginoso y continuo juego de impresiones brevísimas. Pensé en un mundo sin memoria, sin tiempo; consideré la posibilidad de un lenguaje que ignorara los sustantivos, un lenguaje de verbos impersonales o de indeclinables epítetos. Así fueron muriendo los días y con los días los años, pero algo parecido a la felicidad ocurrió una mañana. Llovió, con lentitud poderosa.
Las noches del desierto pueden ser frías, pero aquélla había sido un fuego. Soñé que un río de Tesalia (a cuyas aguas yo había restituido un pez de oro) venía a rescatarme; sobre la roja arena y la negra piedra yo lo oía acercarse; la frescura del aire y el rumor atareado de la lluvia me despertaron. Corrí desnudo a recibirla. Declinaba la noche; bajo las nubes amarillas la tribu, no menos dichosa que yo, se ofrecía a los vividos aguaceros en una especie de éxtasis. Parecían coribantes a quienes posee la divinidad. Argos, puestos los ojos en la esfera, gemía; raudales le rodaban por la cara; no sólo de agua, sino (después lo supe) de lágrimas. Argos, le grité, Argos.
Entonces, con mansa admiración, como si descubriera una cosa perdida y olvidada hace mucho tiempo, Argos balbuceó estas palabras: Argos, perro de Ulises. Y después, también sin mirarme: Este perro tirado en el estiércol.
Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real. Le pregunté qué sabía de la Odisea. La práctica del griego le era penosa; tuve que repetir la pregunta.
Muy poco, dijo. Menos que el rapsoda más pobre. Ya habrán pasado mil cien años desde que la inventé.
IV
Todo me fue dilucidado, aquel día. Los trogloditas eran los Inmortales; el riacho de aguas arenosas, el Río que buscaba el jinete. En cuanto a la ciudad cuyo nombre se había dilatado hasta el Ganges, nueve siglos haría que los Inmortales la habían asolado. Con las reliquias de su ruina erigieron, en el mismo lugar, la desatinada ciudad que yo recorrí: suerte de parodia o reverso y también templo de los dioses irracionales que manejan el mundo y de los que nada sabemos, salvo que no se parecen al hombre. Aquella fundación fue el último símbolo a que condescendieron los Inmortales; marca una etapa en que, juzgando que toda empresa es vana, determinaron vivir en el pensamiento, en la pura especulación. Erigieron la fábrica, la olvidaron y fueron a morar en las cuevas. Absortos, casi no percibían el mundo físico.
Esas cosas Homero las refirió, como quien habla con un niño. También me refirió su vejez y el postrer viaje que emprendió, movido, como Ulises, por el propósito de llegar a los hombres que no saben lo que es el mar ni comen carne sazonada con sal ni sospechan lo que es un remo. Habitó un siglo en la Ciudad de los Inmortales. Cuando la derribaron, aconsejó la fundación de la otra. Ello no debe sorprendernos; es fama que después de cantar la guerra de Ilión, cantó la guerra de las ranas y los ratones. Fue como un dios que creara el cosmos y luego el caos.
Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal. He notado que, pese a las religiones, esa convicción es rarísima. Israelitas, cristianos y musulmanes profesan la inmortalidad, pero la veneración que tributan al primer siglo prueba que sólo creen en él, ya que destinan todos los demás, en número infinito, a premiarlo o a castigarlo. Más razonable me parece la rueda de ciertas religiones del Indostán; en esa rueda, que no tiene principio ni fin, cada vida es efecto de la anterior y engendra la siguiente, pero ninguna determina el conjunto… Adoctrinada por un ejercicio de siglos, la república de hombres inmortales había logrado la perfección de la tolerancia y casi del desdén. Sabía que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas. Por sus pasadas o futuras virtudes, todo hombre es acreedor a toda bondad, pero también a toda traición, por sus infamias del pasado o del porvenir. Así como en los juegos de azar las cifras pares y las cifras impares tienden al equilibrio, así también se anulan y se corrigen el ingenio y la estolidez, y acaso el rústico poema del Cid es el contrapeso exigido por un solo epíteto de las Églogas o por una sentencia de Heráclito. El pensamiento más fugaz obedece a un dibujo invisible y puede coronar, o inaugurar, una forma secreta. Sé de quienes obraban el mal para que en los siglos futuros resultara el bien, o hubiera resultado en los ya pretéritos… Encarados así, todos nuestros actos son justos, pero también son indiferentes. No hay méritos morales o intelectuales. Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea. Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy.
El concepto del mundo como sistema de precisas compensaciones influyó vastamente en los Inmortales. En primer término, los hizo invulnerables a la piedad. He mencionado las antiguas canteras que rompían los campos de la otra margen; un hombre se despeñó en la más honda, no podía lastimarse ni morir, pero lo abrasaba la sed; antes que le arrojaran una cuerda pasaron setenta años. Tampoco interesaba el propio destino. El cuerpo era un sumiso animal doméstico y le bastaba, cada mes, la limosna de unas horas de sueño, de un poco de agua y de una piltrafa de carne. Que nadie quiera rebajarnos a ascetas. No hay placer más complejo que el pensamiento y a él nos entregábamos. A veces, un estímulo extraordinario nos restituía al mundo físico. Por ejemplo, aquella mañana, el viejo goce elemental de la lluvia. Esos lapsos eran rarísimos; todos los Inmortales eran capaces de perfecta quietud; recuerdo alguno a quien jamás he visto de pie: un pájaro anidaba en su pecho.
Entre los corolarios de la doctrina de que no hay cosa que no esté compensada por otra, hay uno de muy poca importancia teórica, pero que nos indujo, a fines o a principios del siglo X, a dispersarnos por la faz de la tierra. Cabe en estas palabras: Existe un río cuyas aguas dan la inmortalidad; en alguna región habrá otro río cuyas aguas la borren. El número de ríos no es infinito; un viajero inmortal que recorra el mundo acabará, algún día, por haber bebido de todos. Nos propusimos descubrir ese río.
La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario. Lo elegiaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los Inmortales. Homero y yo nos separamos en las puertas de Tánger; creo que no nos dijimos adiós.
V
Recorrí nuevos reinos, nuevos imperios. En el otoño de 1066 milité en el puente de Stamford, ya no recuerdo si en las filas de Harold, que no tardó en hallar su destino, o en las de aquel infausto Harald Hardrada que conquistó seis pies de tierra inglesa, o un poco más. En el séptimo siglo de la Héjira, en el arrabal de Bulaq, transcribí con pausada caligrafía, en un idioma que he olvidado, en un alfabeto que ignoro, los siete viajes de Simbad y la historia de la Ciudad de Bronce. En un patio de la cárcel de Samarcanda he jugado muchísimo al ajedrez. En Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia. En 1638 estuve en Kolozsvár y después en Leipzig. En Aberdeen, en 1714, me suscribí a los seis volúmenes de la Ilíada de Pope; sé que los frecuenté con deleite. Hacia 1729 discutí el origen de ese poema con un profesor de retórica, llamado, creo, Giambattista; sus razones me parecieron irrefutables. El cuatro de octubre de 1921, el Patna, que me conducía a Bombay, tuvo que fondear en un puerto de la costa eritrea[1]. Bajé; recordé otras mañanas muy antiguas, también frente al Mar Rojo, cuando yo era tribuno de Roma y la fiebre y la magia y la inacción consumían a los soldados. En las afueras vi un caudal de agua clara; la probé, movido por la costumbre. Al repechar la margen, un árbol espinoso me laceró el dorso de la mano. El inusitado dolor me pareció muy vivo. Incrédulo, silencioso y feliz, contemplé la preciosa formación de una lenta gota de sangre. De nuevo soy mortal, me repetí, de nuevo me parezco a todos los hombres. Esa noche, dormí hasta el amanecer.
… He revisado, al cabo de un año, estas páginas. Me consta que se ajustan a la verdad, pero en los primeros capítulos, y aun en ciertos párrafos de los otros, creo percibir algo falso. Ello es obra, tal vez, del abuso de rasgos circunstanciales, procedimiento que aprendí en los poetas y que todo lo contamina de falsedad, ya que esos rasgos pueden abundar en los hechos, pero no en su memoria… Creo, sin embargo, haber descubierto una razón más íntima. La escribiré; no importa que me juzguen fantástico.
La historia que he narrado parece irreal porque en ella se mezclan los sucesos de dos hombres distintos. En el primer capítulo, el jinete quiere saber el nombre del río que baña las murallas de Tebas; Flaminio Rufo, que antes ha dado a la ciudad el epíteto de Hekatómpylos, dice que el río es el Egipto; ninguna de esas locuciones es adecuada a él, sino a Homero, que hace mención expresa, en la Ilíada, de Tebas Hekatómpylos, y en la Odisea, por boca de Proteo y de Ulises, dice invariablemente Egipto por Nilo. En el capítulo segundo, el romano, al beber el agua inmortal, pronuncia unas palabras en griego; esas palabras son homéricas y pueden buscarse en el fin del famoso catálogo de las naves. Después, en el vertiginoso palacio, habla de «una reprobación que era casi un remordimiento»; esas palabras corresponden a Homero, que había proyectado ese horror. Tales anomalías me inquietaron; otras, de orden estético, me permitieron descubrir la verdad. El último capítulo las incluye; ahí está escrito que milité en el puente de Stamford, que transcribí, en Bulaq, los viajes de Simbad el Marino y que me suscribí, en Aberdeen, a la Ilíada inglesa de Pope. Se lee, inter alia: «En Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia». Ninguno de esos testimonios es falso; lo significativo es el hecho de haberlos destacado. El primero de todos parece convenir a un hombre de guerra, pero luego se advierte que el narrador no repara en lo bélico y sí en la suerte de los hombres. Los que siguen son más curiosos. Una oscura razón elemental me obligó a registrarlos; lo hice porque sabía que eran patéticos. No lo son, dichos por el romano Flaminio Rufo. Lo son, dichos por Homero; es raro que éste copie, en el siglo trece, las aventuras de Simbad, de otro Ulises, y descubra, a la vuelta de muchos siglos, en un reino boreal y un idioma bárbaro, las formas de su Ilíada. En cuanto a la oración que recoge el nombre de Bikanir, se ve que la ha fabricado un hombre de letras, ganoso (como el autor del catálogo de las naves) de mostrar vocablos espléndidos[2].
Cuando se acerca el fin, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. No es extraño que el tiempo haya confundido las que alguna vez me representaron con las que fueron símbolos de la suerte de quien me acompañó tantos siglos. Yo he sido Homero; en breve, seré Nadie, como Ulises; en breve, seré todos: estaré muerto.

Posdata de 1950. Entre los comentarios que ha despertado la publicación anterior, el más curioso, ya que no el más urbano, bíblicamente se titula A coat of many colours (Manchester, 1948) y es obra de la tenacísima pluma del doctor Nahum Cordovero. Abarca unas cien páginas. Habla de los centones griegos, de los centones de la baja latinidad, de Ben Jonson, que definió a sus contemporáneos con retazos de Séneca, del Virgilius evangelizans de Alexander Ross, de los artificios de George Moore y de Eliot y, finalmente, de «la narración atribuida al anticuario Joseph Cartaphilus». Denuncia, en el primer capítulo, breves interpolaciones de Plinio (Historia naturalisV, 8); en el segundo, de Thomas de Quincey (WritingsIII, 439); en el tercero, de una epístola de Descartes al embajador Pierre Chanut; en el cuarto, de Bernard Shaw (Back to MethuselahV). Infiere de esas intrusiones, o hurtos, que todo el documento es apócrifo.
A mi entender, la conclusión es inadmisible. Cuando se acerca el fin, escribió Cartaphilus, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras, horas y los siglos.
A Cecilia Ingenieros




Notas

[1] Hay una tachadura en el manuscrito: quizá el nombre del puerto ha sido borrado. 

[2] Ernesto Sábato sugiere que el «Giambattista» que discutió la formación de la Ilíada con el anticuario Cartaphilus es Giambattista Vico; ese italiano defendía que Homero es un personaje simbólico, a la manera de Plutón o de Aquiles.




Primera edición: Anales de Buenos Aires, 1947
Luego incluido en El Aleph (1949)
Post propuesto por Francisco Alvez Francese [FB]
Foto: Borges, Perú 1978 (Archivo Histórico El Comercio)




26/4/15

Jorge Luis Borges: Nazismo








Yo abomino, precisamente, de Hitler porque no comparte mi fe en el pueblo alemán; porque juzga que para desquitarse de 1918, no hay otra pedagogía que la barbarie, ni mejor estímulo que los campos de concentración. Bernard Shaw, en ese punto, coincide con el melancólico Führer y piensa que sólo un incesante régimen de marchas, contramarchas y saludos a la bandera puede convertir a los plácidos alemanes en guerreros pasables…
Si yo tuviera el trágico honor de ser alemán, no me resignaría a sacrificar a la mera eficacia militar la inteligencia y la probidad de mi patria; si el de ser inglés o francés, agradecería la coincidencia perfecta de la causa particular de mi patria con la causa total de la humanidad.
Es posible que una derrota alemana sea la ruina de Alemania; es indiscutible que su victoria sería la ruina y el envilecimiento del orbe. No me refiero al imaginario peligro de una aventura colonial sudamericana; pienso en los imitadores autóctonos, en los Überinenschen caseros, que el inexorable azar nos depararía.
Espero que los años nos traerán la venturosa aniquilación de Adolf Hitler, hijo atroz de Versalles.

Ensayo de imparcialidad, 1939


Mentalmente, el nazismo no es otra cosa que la exacerbación de un prejuicio del que adolecen todos los hombres: la certidumbre de la superioridad de su patria, de su idioma, de su religión, de su sangre. Dilatada por la retórica, agravada por el fervor o disimulada por la ironía, esa convicción candorosa es uno de los temas tradicionales de la literatura. No menos candoroso que ese tema sería cualquier propósito de abolirlo. No hay, sin embargo, que olvidar que una secta perversa ha contaminado esas antiguas e inocentes ternuras y que frecuentarlas, ahora, es consentir (o proponer) una complicidad. Carezco de toda vocación de heroísmo, de toda facultad política, pero desde 1939 he procurado no escribir una línea que permita esa confusión. Mi vida de hombre es una imperdonable serie de mezquindades; yo quiero que mi vida de escritor sea un poco más digna.

El Gran Premio de Honor, 1945







En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges, 1988
Primeras Publicaciones:
Ensayo de imparcialidad, en Sur, núm. 61, octubre, 1939
El Gran Premio de Honor, en Sur, núm. 129, julio, 1945
Foto Archivo Diario Clarín vía
Portada del libro Borges A/Z
Col. La Biblioteca de Babel






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