25/4/15

Borges profesor. Clase 6:
Orígenes de la poesía en Inglaterra
Las elegías anglosajonas
Poesía cristiana: «La Visión de la Cruz»







La historia de los orígenes de la poesía de Inglaterra es asaz misteriosa. Como sabemos, lo único que queda de lo que se compuso en Inglaterra desde el siglo V, digamos del año 449, hasta poco después de la conquista normanda en el año 1066 es, fuera de las leyes y de la prosa, lo que se ha conservado en cuatro códices o libros de manuscritos, casuales.98 Estos códices presuponen, desde luego, una literatura anterior bastante rica. Los textos más antiguos son quizás algunos exorcismos, remedios para curar dolores reumáticos, para procurar fertilidad a las tierras yermas. Hay uno contra un enjambre de abejas.99 En ese aspecto hay algún reflejo de la antigua mitología sajona, hoy perdida, y que sólo podemos adivinar por su afinidad con la mitología escandinava, que se ha conservado. Por ejemplo, en un exorcismo contra los dolores reumáticos aparecen inesperadamente, sin que se las nombre, las valquirias.100 Los versos dicen así: «Eran sonoras o... resonantes, sí, resonantes, cuando cabalgaban sobre la colina. Eran resueltas, cuando cabalgaban sobre la tierra. Poderosas mujeres...». Y después esto se pierde y al final del exorcismo hay una invocación cristiana, porque el hechicero, el curandero, el brujo, dice: «Yo te ayudaré», y luego dice: «Si Dios lo quiere». Esto es un verso cristiano, evidentemente posterior. Y luego en otro verso, en otra estrofa, se dice que ese dolor se curará si es obra de las hechiceras, si es obra de los dioses, «esa geweorc»— «Ese» eran los dioses escandinavos—101 si es obra de los elfos...
Ahora bien, hasta ahora hemos visto la tradición épica desde el Beowulf, el «Fragmento heroico de Finnsburh», hasta su última aparición en la «Balada de Maldon», balada que prefigura, por su abundancia en detalles circunstanciales, las ulteriores sagas o narraciones en prosa islandesas. Pero en el siglo IX ocurre una revolución. Ni siquiera sabemos si quienes la hicieron fueron conscientes de ella. Ni siquiera sabemos si las piezas que se han conservado fueron las primeras. Pero ocurre algo muy importante, quizá lo más importante que puede ocurrir en la poesía: el hallazgo de una entonación nueva. Los periodistas, muchas veces, para hablar de un poeta nuevo, dicen «una voz nueva». Pero aquí la frase tendría directamente ese sentido: hay una voz nueva, una entonación nueva, un nuevo empleo del lenguaje. Y esto tiene que haber sido bastante difícil, ya que el lenguaje anglosajón, el inglés antiguo, estaba por su misma aspereza predestinado a la épica, es decir a la celebración del coraje y de la lealtad. Por eso, en las piezas épicas que hemos visto, lo que les sale especialmente bien a los poetas es la descripción de batallas. Es como si oyéramos el ruido de las espadas, el golpe de las lanzas sobre los escudos, el tumulto de los gritos de la batalla. Y en el siglo IX aparecen lo que se ha dado en llamar las «elegías anglosajonas». Esta poesía no es la poesía de la batalla. Se trata de poemas personales. Más aún, de poemas solitarios, de poemas de hombres que dicen su soledad y su melancolía. Y esto es algo del todo nuevo en el siglo IX, en que la poesía era genérica, en que el poeta cantaba las victorias o las derrotas de su clan, de su rey. En cambio, aquí el poeta ya habla personalmente, se anticipa al movimiento romántico, el movimiento que estudiaremos al ver la poesía inglesa del siglo XVIII. Yo he conjeturado —ésta es una conjetura personal mía, no se encuentra en ningún libro, que yo sepa— que esta poesía melancólica y personal puede deberse a la procedencia celta, puede ser de origen celta. Me parece inverosímil, si pensamos bien, suponer, como se dice comúnmente, que los sajones, los anglos y los jutos, al invadir Inglaterra, pasaron a cuchillo a toda la población. Es más natural suponer que guardaron a los hombres como esclavos y a las mujeres como concubinas suyas. No tendría objeto alguno matar a toda la población. Además, esto se comprueba actualmente en Inglaterra: el tipo de germánico, propiamente, digamos de linaje de gente alta, rubia o rojiza, corresponde a los condados del norte y Escocia. En cambio, en el sur y hacia el oeste, donde se refugiaron los habitantes primitivos, abunda gente de estatura mediana y de pelo castaño. En Gales abunda gente de pelo negro. En el norte, en las tierras altas, las Highlands de Escocia, también. Además, sin duda, hay mucha gente rubia en Inglaterra que no es de origen sajón sino escandinavo. Esto se observa en Northumberland, Yorkshire y en las tierras bajas de Escocia. Y esta mezcla de sajones, escandinavos, con celtas, puede haber producido —aquí estamos en lo conjetural, naturalmente— las llamadas «elegías anglosajonas». En la clase anterior dije que se llamaban elegías por su tono melancólico, ya que no son elegías en el sentido de que en ellas se llora la muerte de un individuo. En la clase anterior vimos el principio de una de las elegías más famosas, «The Seafarer», «El navegante», que empieza por una declaración personal. El poeta dice que cantará una canción verdadera sobre sí mismo y que referirá sus viajes. Luego viene una enumeración de los rigores de la vida del navegante. Se habla de las tempestades, de la guardia de noche en el barco. Se habla del frío, del barco que golpea contra los acantilados. Aquí está el tema del mar, que es uno de los temas eternos, de las constantes, de la poesía de Inglaterra. Y hay imágenes extrañas. Pero no extrañas en la manera en que lo son las kennings, que tienen algo de fabricado. Llamar por ejemplo «remo de la boca» a la lengua no es una metáfora natural en el sentido de que haya una afinidad profunda entre dos cosas. Se ve ahí al hombre de letras sajón, escandinavo, que está buscando una metáfora nueva. En cambio, aquí tenemos versos como «norþan sniwde», «nevó desde el norte»; y luego «hægl feol on eorþan», el granizo cayó sobre la tierra; «corna caldast», la más fría de las simientes, de las semillas. Y parece raro comparar el hielo, la nieve, el granizo —en suma: el frío, la muerte—, con la semilla, que significa la vida. Y al leer esto sentimos que el poeta no ha buscado, a la manera de los literatos, un contraste. Que ha visto el granizo y, al verlo caer, ha pensado en la caída de la semilla.
Durante la primera parte del poema el poeta, que es un navegante, habla de los rigores del mar. Habla del frío, del invierno, de las tempestades, de los azares de la vida del marinero. Y esos azares serían tremendos entonces en los tremendos mares del Norte, en embarcaciones frágiles y pequeñas. Y luego él dice que poco pueden saber de estos rigores los que gozan del placer de la vida en las ciudades, en las modestas ciudades de entonces. Habla del verano; el verano era la época elegida para navegar, en otras épocas el hielo de los témpanos obstruía los mares. Y entonces él dice: «Cantó el guardián del verano... —creo que es el cuclillo— ...anunciando amargos pesares»: «singeð sumeres weard, sorge beodeð / bitter in breosthord», «al tesoro del pecho», es decir, al corazón. Pero esta kenning aquí, «tesoro del pecho», era evidentemente ya una frase conocida cuando la usaba el poeta. Decir «tesoro del pecho» era como decir «corazón».
Habla de las tempestades, y cuando creemos que este poema se refiere simplemente a los rigores, hay una sorpresa, porque el poeta no sólo habla de los rigores sino —este tema lo encontraremos luego en Swinburne,102 en Kipling103 y otros— que habla también de la fascinación que el mar ejerce sobre él. Y éste es un tema específicamente inglés. Y es natural que sea así, ya que Inglaterra —tan importante en la historia del mundo es— si la vemos en un globo terráqueo, una pequeña isla desgarrada en los confines occidentales y septentrionales de Europa.
Quiero decir que si a una persona ignorante en historia le fuera mostrado el globo terráqueo, esta persona no pensaría nunca que esa breve isla desgarrada por el mar, esa breve isla en la cual entra el mar, llegaría a ser el centro de un imperio. Y sin embargo, así ocurrió. Hay una frase inglesa análoga también, «run away to sea», que corresponde al destino de aquellos que huyen de su familia, que deben aventurarse en los azarosos mares del Norte. Y después vienen unos versos que son del todo un asombro para el lector. Habla de aquellos que sienten la vocación del mar. Habla de un hombre que es navegante por naturaleza. Y esos versos dicen: «No tiene ánimo para el arpa, ni para la distribución de anillos —recordemos que los reyes distribuían anillos en sus salas—, ni para el goce de la mujer, ni para la grandeza del mundo. Sólo busca las altas corrientes saladas». Y luego, ambos sentimientos adversos conviven en la elegía del navegante: los peligros, las tempestades y la atracción del mar.
Ahora, hay quienes han interpretado todo este poema como alegórico. Se dice que el mar significa la vida; las tempestades, los rigores de la vida y la atracción del mar, las atracciones de la vida. Pero no debemos olvidar que la gente en la Edad Media poseía la capacidad de leer un poema en dos planos distintos. Es decir, quienes leían ese poema pensaban en el mar, en el navegante, y pensaban asimismo en que el mar puede ser una alegoría o un símbolo de la vida. Y hay un texto muy posterior, un texto que se escribe muchos siglos después, pero que es un texto medieval también, la epístola de Dante al Can Grande de la Scala,104 en la cual le dice que su poema, que es el poema máximo de todas las literaturas, la Divina Comedia, fue escrita por él para ser leída de cuatro modos distintos. Podría ser leída como una descripción de la vida del pecador, del penitente, del bienaventurado, del justo y más: como una descripción del infierno, del purgatorio y del cielo. Y más adelante leeremos un poema de Langland105 que ha causado no poca perplejidad a los lectores actuales, porque lo leen como si fuera sucesivo. Y según parece, se trata de una serie de visiones. Esas visiones vienen a ser facetas de una misma cosa. Y en nuestro tiempo tenemos a poetas como George106 o Pound, que quieren que sus poemas no sean leídos —salvo que esto es muy difícil de honrar en nuestra era— sucesivamente, sino que piden paciencia al lector y que los lean como diversas facetas de un mismo objeto poético. Parece que en la Edad Media esta capacidad que hemos perdido o que casi hemos perdido ahora, era más fácil. Ante un texto, los lectores o los oyentes sentían que podían interpretarlo de diversos modos. Ya adelantándonos a lo que vendrá mucho después, podemos decir que los cuentos policiales de Chesterton están hechos para ser leídos como cuentos fantásticos, como parábolas también. Y el hecho es que esto ocurre en la elegía del navegante. Y al final de la elegía, el poema es ya estrictamente, explícitamente simbólico. Y sin duda que esto no ofrecía dificultad alguna en el siglo IX. No hay que suponer que nosotros somos necesariamente más complejos que los hombres de la Edad Media, hombres versados en teología y en las sutilezas teológicas. Sin duda hemos ganado mucho, pero es posible que hayamos perdido algo.
Esta es una de las elegías. Tenemos otra de las elegías, que es la elegía del «Wanderer», «Elegía del hombre errante».107 Aquí el tema es el tema que tuvo ciertamente su importancia social en la Edad Media, la del hombre que ha perdido en una batalla a su protector, su señor, y está buscando otro. El hombre se ha quedado fuera de la sociedad. Esto es muy importante en una sociedad de estratos como la de la Edad Media. El hombre que perdía a su protector quedaba solo y es natural que se lamentara de su suerte. El poema empieza hablando del hombre solitario, del hombre que busca la protección del señor y que tiene «como compañero al pesar y al anhelo», al destierro «frío como el invierno». «El destino ha sido cumplido», dice luego. Aquí también podemos pensar en el contexto general de la vida, pero también en el caso particular del hombre que no encuentra apoyo alguno. Dice que sus amigos han muerto en las batallas, que su señor ha muerto, que él está solo. Esta es otra elegía famosa.
Y luego tenemos una que se titula «La ruina»,108 y que ha sido situada en la ciudad de Bath, porque en Bath quedan todavía los restos, que yo he visto, de grandes baños termales romanos.109Y las construcciones mismas tienen que haber parecido prodigiosas a los pobres sajones, que al principio sólo podían edificar habitaciones de madera. Ya dije que las ciudades y las carreteras romanas eran como instrumentos demasiado complejos para aquellos invasores que llegaban de Dinamarca, de los Países Bajos, de la desembocadura del Rhin, y para los cuales una ciudad, una calle, una calle donde había casas que estaban unas al lado de las otras, tenía algo de misterioso y de incomprensible. Ese poema comienza diciendo: «Maravillosa, prodigiosa, es la piedra labrada de este muro, destrozada por el destino», «wyrde gebræcon». Después habla de cómo toda la ciudad ha sido destrozada, y habla después del agua que surge de las fuentes termales, y el poeta imagina qué fiestas habrá habido en estas calles y se pregunta: «¿Dónde está el caballo? ¿Dónde está el jinete? ¿Dónde los distribuidores de oro?» —los reyes—. Y se los imagina con armaduras brillantes, se los imagina ebrios de vino, resplandecientes de oro, soberbios, y se pregunta qué ha ocurrido con esas generaciones. Y luego ve los muros destrozados, el viento que atraviesa las habitaciones. De los adornos poco queda. Ve muros en los que hay serpientes grabadas, y todo esto lo llena de melancolía.110 Ya que he usado la palabra «melancolía», querría recordar que es muy curioso el destino de esa palabra. «Melancolía» quiere decir «humor negro», y actualmente la palabra «melancolía» es más bien una palabra triste para nosotros. Y antes significó «humor» del cuerpo, cuya predominancia correspondía a un temperamento melancólico precisamente.
Ahora, nosotros no sabremos nunca si aquellos poetas de Inglaterra, de posible sangre céltica, se dieron cuenta de lo extraordinario, de lo revolucionario que era lo que estaban haciendo. Es muy posible que no. No creo que en aquella época hubiera escuelas literarias. Creo que escribieron esos versos porque los sentían, que no sabían lo extraordinario de lo que estaban haciendo: cómo estaban obligando a un idioma de hierro, a un idioma épico, a decir algo para lo cual ese idioma no había sido forjado, a expresar tristezas y soledades personales. Y sin embargo lo hicieron.
Tenemos también un poema quizás algo anterior que se llama «Lamento de Deor».111 De Deor sólo sabemos que fue poeta de una corte de Alemania, la de Prusia, que perdió el favor de su rey y que fue suplantado por otro cantor. El rey le quitó las tierras que le había dado. Deor se encontró solo y luego fue imaginado como personaje dramático por otro poeta de Inglaterra cuyo nombre se ha perdido. Y Deor en el poema se consuela pensando en desdichas pasadas. Piensa en Welund, que se llamaba Völund en la poesía escandinava y Wieland en Alemania, y que era un guerrero. Y este guerrero fue tomado prisionero —una especie de Dédalo septentrional es lo que es—, y él fabrica alas con las plumas de sus cisnes y huye volando de su encierro, como Dédalo, y antes se venga ultrajando a la hija del rey. El poema empieza diciendo «En cuanto a Welund, conoció entre serpientes el destierro». Es posible que esas serpientes no sean reales, es posible que se trate de una metáfora de las espadas forjadas por él... «Welund him be wurman wræces cunnade», y luego «hombre resuelto, conoció el destierro», «el destierro frío como el invierno», también dice. Ahora, esto, que para nosotros no es una frase rara, tiene que haberlo sido cuando se hizo. Porque lo natural sería interpretar «el frío destierro del invierno», pero no «el destierro frío como el invierno», lo cual ya corresponde a una mentalidad más compleja.
Y luego, después de enumerar algunas desdichas de Welund, viene un estribillo: «þæs ofereode, þisses swa mæg», «Aquello pasó, también esto puede pasar», y ese estribillo es una invención importante, porque ya hemos visto que la poesía aliterada no permitía formar estrofas. En cambio, el estribillo sí lo permite. Y luego el poeta recuerda otra desventura: la desventura de la princesa cuyos hermanos fueron matados por Welund. Recuerda su tristeza112 al ver que ella estaba embarazada. Y luego dice: «Aquello pasó, también esto pasará». Y luego el poeta recuerda tiranos, personajes verdaderos o históricos o legendarios de la tradición germánica. Y entre ellos aparece Eormanrico, rey de los godos. Y decimos que todo esto es recordado en Inglaterra. Y habla de Eormanrico y de su corazón de lobo, Eormanrico «que rigió la vasta nación del pueblo de los godos» —«ahte wide folc», vasta nación; «Gotena rices», del reino de los godos—. Y agrega: «þæt wæs grim cyning», «ése era un rey cruel», y luego dice «todo aquello pasó, también esto pasará».
Hemos hablado de las elegías anglosajonas y ahora vamos a pasar a los poemas propiamente cristianos. Vamos a hablar de uno de los poemas más curiosos de las llamadas «elegías anglosajonas». Y este poema, que registra una visión posiblemente real, posiblemente de invención literaria, suele titularse ahora «The Dream of the Rood», que otros traducen, usando palabras latinas, «The Vision of the Cross», «La visión de la cruz». Y el poema empieza diciendo: «Sí, ahora referiré el más precioso de los sueños» —o de las visiones, en la Edad Media no se distinguía muy bien entre sueños y visiones—. Dice Eliot113que ahora nosotros no creemos mucho en los sueños, les damos un origen fisiológico o un origen psicoanalítico. Pero en cambio en la Edad Media, cuando la gente creía en el posible origen divino de los sueños, esto los hacía soñar sueños mejores.
El poeta empieza diciendo, «Hwæt! Ic swefha cyst secgan wylle», «Sí, quiero contar el más precioso de los sueños, que salió a mi encuentro a medianoche, cuando los hombres capaces de articular, capaces de palabra, descansan en el reposo». Es decir, cuando el mundo está silencioso. Y el poeta dice que a él le pareció ver un árbol, el más resplandeciente de los árboles. Dice que ese árbol salió de la tierra y crecía hasta el cielo. Y luego describe de un modo casi cinematográfico ese árbol. Dice que lo veía cambiante, a veces rayado de sangre, a veces cubierto de joyas y de ropajes. Y dice que ese alto árbol que iba de la tierra al firmamento, que ese alto árbol era adorado por los hombres sobre la tierra, por los bienaventurados y los ángeles en el cielo. Y dice: «leohte bewunden, beama beorhtost», «crecía en el aire, el más resplandeciente de los árboles», y que él, al ver ese árbol adorado por los hombres y por los ángeles, se sintió avergonzado, se sintió manchado por sus pecados. Y luego, inesperadamente, el árbol empieza a hablar, como hablará siglos después, en la inscripción famosa del Infierno, la Puerta del Infierno. Esas palabras de color oscuro que Dante ve sobre la puerta: «Per me si va ne la cittá dolente, / per me si va ne l’eterno dolore, / per me si va tra la perduta gente», y luego «queste parole di colore oscuro»,114 y luego recién sabemos que esas palabras están escritas sobre la Puerta del Infierno. Ese fue un maravilloso rasgo de Dante. No empezó diciendo: «Vi una puerta, y sobre la puerta estas palabras». Empieza por las palabras que están escritas sobre la Puerta del Infierno, que suelen escribirse impresas en mayúsculas. Pero aquí ocurre algo aún más raro. Este árbol, que ya adivinamos como la Cruz, habla. Y habla como un ser viviente, como un hombre que quiere acordarse de algo que ha ocurrido hace mucho tiempo, y que está a punto de olvidar, y que va juntando sus recuerdos. Y el árbol dice entonces: «Esto ocurrió hace muchos años, todavía me acuerdo, que fui talado en un lindero del bosque, se apoderaron de mí fuertes enemigos». Y luego cuenta cómo esos enemigos lo llevaron y cómo lo plantaron en una colina, y cómo hicieron que él fuera una horca para los hombres culpables, para los forajidos.
Y luego aparece Cristo. Y entonces el árbol pide disculpas, pide que lo perdonen por no haber caído sobre los enemigos de Cristo.
Y en este poema, lleno de hondo y verdadero sentimiento místico, vuelve el antiguo sentimiento germánico. Y entonces, al hablar de Cristo, lo llama «ese joven héroe que era Dios Todopoderoso», «þa geong hæleð, þæt wæs god ælmihtig», y entonces lo clavan a Cristo sobre la cruz con oscuros clavos, «mid deorcan næglum», «with dark nails» sería en inglés actual. Y la cruz tiembla cuando siente el abrazo de Cristo. Es como si la cruz fuera la mujer de Cristo, su esposa, la cruz comparte el dolor de Dios crucificado. Y luego la elevan con Cristo, que está muriéndose. Y entonces por primera vez en el poema, porque hasta entonces había usado la palabra beam,115 «el árbol», esa palabra que encontramos en beam, «viga». Es decir, el árbol ha sido árbol hasta el momento en que lo abraza el joven, en que tiemblan los dos como en un abrazo nupcial. Y entonces el árbol dice: «Rod wæs ic aræred», «Cruz fui levantada». El árbol no era una cruz hasta ese momento. Y luego la cruz describe cómo se oscurece la tierra, cómo tiembla el mar, cómo se rasga el velo del templo. La cruz está identificada con Cristo. Luego describe la tristeza del Universo cuando Cristo muere, y luego llegan los apóstoles a enterrar a Cristo. Y la cruz dice: «Los apóstoles tristes en el atardecer». Y no sabemos si el poeta era del todo consciente de lo bien que se unen esas palabras «tristeza» y «atardecer». Posiblemente ese sentimiento era nuevo entonces. El hecho es que entierran a Cristo, y desde allí el poema se diluye —como ocurre con casi todas las elegías anglosajonas, como ocurrirá después con muchos pasajes de la novela picaresca española—, se diluye en consideraciones morales. La Cruz dice que el día del Juicio Final se salvarán aquellos que crean en ella, aquellos que sepan arrepentirse. Es decir, el poeta olvida su espléndida invención personal de hacer que la historia de la pasión de Cristo sea contada por la cruz, y el hecho de que la cruz piensa en el dolor de Cristo también.
Hay varias elegías anglosajonas. Yo creo que las más importantes son «El navegante», en la cual conviven el horror del mar y la fascinación del mar, y esta extraordinaria «Visión de la cruz», en que la cruz habla como si fuera un ser viviente. Hay otras poesías cristianas en las que se toman episodios de la Biblia. Por ejemplo «Judith, que mata a Holofernes». Tenemos un poema sobre el Exodo, y en este poema hay un rasgo que no es esencialmente poético, pero que es curioso porque nos muestra lo lejos que estaban los sajones de la Biblia. El poeta tiene que describir a los israelitas que atraviesan el Mar Rojo perseguidos por los egipcios. Y tiene que describir el mar que se abre para dejarlos pasar y que luego ahogará a los egipcios. Y el poeta no sabe muy bien cómo describir a los israelitas. Y entonces, como están atravesando el mar y tiene que usar una palabra para describirlos como navegantes, usa la palabra más inesperada para nosotros actualmente. Al hablar de los israelitas que atraviesan el Mar Rojo, los llama «vikings». Pero naturalmente para él, la idea de «navegante» y de «viking» eran ideas afines.
Estamos ya bastante cerca del fin de los sajones. Ya Inglaterra ha sido invadida por los escandinavos y será invadida por los normandos. En la próxima clase veremos el trágico fin del reinado de los sajones en Inglaterra. Los sajones seguirán en Inglaterra, y seguirán en Inglaterra como vasallos, así como los britanos fueron vasallos de los sajones. Porque los noruegos fueron para los sajones lo que los sajones habían sido para los britanos, es decir, piratas y después señores. La historia de esa conquista ha sido salvada para nosotros en la Historia de los Reyes de Noruega,116 de Snorri Sturluson, y en las crónicas sajonas. Y antes de hablar de lo que ocurrió con la lengua inglesa, yo querría detenerme en la próxima clase sobre lo que ocurrió en el año 1066, el año de la batalla de Hastings. Y luego veremos cómo el idioma cambiará después, lo que ocurrirá con la lengua y la literatura inglesa.

Viernes 28 de octubre de 1966



Notas


98 Lo que es casual, se entiende, es la supervivencia de esos códices y no de otros.
99 El Anexo Anglosajón incluye traducciones de estos tres conjuros.
100 Borges se refiere a este conjuro tanto en la página que dedica a las valquirias (OCC 708) como en la que dedica a los elfos (OCC 624) en su Libro de los seres imaginarios.
101 Ese corresponde en inglés antiguo al escandinavo /Æsir.
102 Algernon Charles Swinburne, poeta inglés (1837-1909).
103 Rudyard Kipling, poeta y escritor inglés (1865-1936).
104 La carta al Can Grande de la Scala de Verona es la última que se conserva de Dante. Fue escrita hacia el año 1303 y es importante porque constituye el único comentario sobre la Divina Comedia redactado por su propio autor. Hasta 1920, la epístola fue considerada apócrifa, pero entonces un grupo de estudiosos y críticos tanto italianos como extranjeros, tras un minucioso análisis, demostró su autenticidad sin dejar lugar a dudas.
105 William Langland, poeta inglés (C.1332-C.1400). Se le atribuye la autoría del poema Piers Plowman.
106 Stefan George, poeta alemán (1868-1933).
107 Se incluye una traducción al castellano de esta elegía en el Anexo Anglosajón.
108 Borges provee una traducción de este poema en su libroLiteraturas germánicas medievales, OCC págs. 877-878.
109 Bath, llamada por los romanos Aquae Sulis, se encuentra en Gran Bretaña, junto al río Avon. Las ruinas de los baños termales han sido montadas como un moderno centro turístico-arqueológico que puede visitarse.
110 Las preguntas retóricas del poeta, el viento que atraviesa las habitaciones y las formas de serpientes grabadas en las paredes no pertenecen en realidad al poema de «La ruina», sino a un pasaje de tono y tema muy similar que se encuentra en la «Elegía del hombre errante». Véase la traducción de esta última en el Anexo Anglosajón y compárese con la traducción de Borges del poema de «La ruina» (ver nota 108). Ambos poemas incluyen descripciones de ruinas y muros erosionados por el tiempo.
111 Este poema ha sido traducido por Borges al castellano. Figura en la Breve antología anglosajona bajo el simple título de «Deor».
112 La tristeza de la princesa.
113 Thomas Stearns Eliot, poeta, dramaturgo y crítico anglo-norteamericano nacido en St. Louis, Missouri, Estados Unidos (1888-1965). Estudió en la Universidad de Harvard, luego en la Sorbonne y finalmente en Oxford. En 1914 se estableció en Londres y en 1927 se convirtió en súbdito británico. Recibió el premio Nobel de literatura en el año 1948.
114 «Por mí se va a la ciudad doliente, / por mí se va a las penas eternas, / por mí se va entre la gente perdida», «estas palabras de color oscuro» o «estas sombrías palabras». Dante Alighieri, Divina Comedia, Canto III del Infierno, versos 1-3 y 10.
115 Beam, palabra que en inglés antiguo significa «árbol». Está emparentada con el alemán Baum, de igual significado, y ha dado en inglés moderno beam, que significa «viga o travesaño».
116 La Crónica de los reyes de Noruega fue escrita por Snorri Sturluson a comienzos del siglo XIII. Consta de dieciséis sagas que corresponden a los soberanos que ocuparon el trono de Noruega entre los años 850 y 1177. Como Borges explica, en el primer códice de esta obra falta la primera página. La segunda página «empieza con las palabras Kringla Heimsins, que significa “la redonda bola del mundo”. Por eso el códice fue llamado Kringla Heimsins o Kringla o Heimskringla. Dos palabras casuales quedaron como título de la obra, dos palabras que, sin embargo, sugieren la vastedad de su ámbito». Jorge Luis Borges, Literaturas germánicas medievales, OCC pág. 960. 



En Borges profesor
Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires
Edición, investigación y notas: Arias, Martín & Hadis, Martín
© María Kodama, 2000
Emecé Editores - Buenos Aires 2000
Foto original color - Amanda Ortega



24/4/15

Jorge Luis Borges: El etnógrafo








El caso me lo refirieron en Texas, pero había acontecido en otro estado. Cuenta con un solo protagonista, salvo que en toda historia los protagonistas son miles, visibles e invisibles, vivos y muertos. Se llamaba, creo, Fred Murdock. Era alto a la manera americana, ni rubio ni moreno, de perfil de hacha, de muy pocas palabras. Nada singular había en él, ni siquiera esa fingida singularidad que es propia de los jóvenes. Naturalmente respetuoso, no descreía de los libros ni de quienes escriben los libros. Era suya esa edad en que el hombre no sabe aún quién es y está listo a entregarse a lo que le propone el azar: la mística del persa o el desconocido origen del húngaro, las aventuras de la guerra o el álgebra, el puritanismo o la orgía. En la universidad le aconsejaron el estudio de las lenguas indígenas. Hay ritos esotéricos que perduran en ciertas tribus del oeste; su profesor, un hombre entrado en años, le propuso que hiciera su habitación en una reserva, que observara los ritos y que descubriera el secreto que los brujos revelan al iniciado. A su vuelta, redactaría una tesis que las autoridades del instituto darían a la imprenta. Murdock aceptó con alacridad. Uno de sus mayores había muerto en las guerras de la frontera; esa antigua discordia de sus estirpes era un vínculo ahora. Previo, sin duda, las dificultades que lo aguardaban; tenía que lograr que los hombres rojos lo aceptaran como uno de los suyos. Emprendió la larga aventura. Más de dos años habitó en la pradera, entre muros de adobe o a la intemperie. Se levantaba antes del alba, se acostaba al anochecer, llegó a soñar en un idioma que no era el de sus padres. Acostumbró su paladar a sabores ásperos, se cubrió con ropas extrañas, olvidó los amigos y la ciudad, llegó a pensar de una manera que su lógica rechazaba. Durante los primeros meses de aprendizaje tomaba notas sigilosas, que rompería después, acaso para no despertar la suspicacia de los otros, acaso porque ya no las precisaba. Al término de un plazo prefijado por ciertos ejercicios, de índole moral y de índole física, el sacerdote le ordenó que fuera recordando sus sueños y que se los confiara al clarear el día. Comprobó que en las noches de luna llena soñaba con bisontes. Confió estos sueños repetidos a su maestro; éste acabó por revelarle su doctrina secreta. Una mañana, sin haberse despedido de nadie, Murdock se fue.
En la ciudad, sintió la nostalgia de aquellas tardes iniciales de la pradera en que había sentido, hace tiempo, la nostalgia de la ciudad. Se encaminó al despacho del profesor y le dijo que sabía el secreto y que había resuelto no revelarlo.
—¿Lo ata su juramento? —preguntó el otro.
—No es ésa mi razón —dijo Murdock—. En esas lejanías aprendí algo que no puedo decir.
—¿Acaso el idioma inglés es insuficiente? —observaría el otro.
—Nada de eso, señor. Ahora que poseo el secreto, podría enunciarlo de cien modos distintos y aun contradictorios. No sé muy bien cómo decirle que el secreto es precioso y que ahora la ciencia, nuestra ciencia, me parece una mera frivolidad.
Agregó al cabo de una pausa:
—El secreto, por lo demás, no vale lo que valen los caminos que me condujeron a él. Esos caminos hay que andarlos.
El profesor le dijo con frialdad:
—Comunicaré su decisión al Consejo. ¿Usted piensa vivir entre los indios?
Murdock le contestó:
—No. Tal vez no vuelva a la pradera. Lo que me enseñaron sus hombres vale para cualquier lugar y para cualquier circunstancia.
Tal fue en esencia el diálogo.
Fred se casó, se divorció y es ahora uno de los bibliotecarios de Yale.



En Elogio de la Sombra (1969) 
Foto: Borges en Texas
Cortesía Benson Latin American Collection


23/4/15

Daniel C. Dennett: Jorge Luis Borges. Las ruinas circulares* - Reflexiones










And if he left off dreaming about you…
Through the Looking-Glass, VI.
Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.
El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo consagrado a la única tarea de dormir y soñar.
Al principio, los sueños eran caóticos, poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a, muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de bueno afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos, su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El Hombre un día emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.
Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente soñó con un corazón que latía.
Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.
En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla). Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.
El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Intimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehízo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido… En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer —y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.
Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.
El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros, el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Estos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.
Reflexiones
El epígrafe de Borges proviene de un pasaje de «Detrás del espejo» de Lewis Carroll y merece citarse en forma completa.
En este punto Alicia se detuvo, un poco alarmada, al oír cerca de ellos algo que sonaba como el jadeo de una gran locomotora en el bosque, aunque temió que lo más probable era que se tratase de una fiera.
—¿Hay leones o tigres por aquí? —preguntó con timidez.
—No es más que el Rey Rojo que ronca —dijo Tweedledee.
—¡Ven a verlo! —exclamaron los hermanos, y tomando a Alicia de la mano, la llevaron a donde estaba durmiendo el Rey.
—¿No es precioso? —preguntó Tweedledum.
Sinceramente, Alicia no podía decir que fuese precioso. Tenía puesto un alto gorro de dormir con una borla y estaba acurrucado, formando una especie de bulto informe, y roncaba fuerte, «como para que se le salte la cabeza», según comentó Tweedledum.
—Me temo que tome frío en ese pasto húmedo —dijo Alicia, que era una niñita muy considerada.
—Está soñando —dijo Tweedledee—. ¿Y con quién crees que sueña?
—Nadie puede adivinar eso —dijo Alicia.
—¡Contigo, claro! —exclamó Tweedledee, batiendo palmas complacido—. Y si dejase de soñar contigo, ¿dónde supones que estarías?
—Donde estoy ahora, por supuesto.
—¡Tú, no! —dijo Tweedledee con desdén—. No estarías en ninguna parte. ¡No eres más que una especie de cosa en su sueño!
—Si ese Rey despertase —acotó Tweedledum—, te apagarías… ¡Bang!… ¡Como una vela!
—¡No es verdad! —exclamó Alicia, indignada—. Además, si sólo soy una especie de cosa en su sueño, ¿qué eres tú, quiero yo saber?
—Lo mismo —dijo Tweedledum.
—Lo mismo, lo mismo —exclamó Tweedledee.
Lo había dicho tan á gritos, que Alicia no pudo contenerse y le dijo:
—¡Calla! Lo despenarás, me temo, si haces tanto ruido.
—Y es inútil que  hables de despertarlo —señaló Tweedledum—, cuando no eres más que una de las cosas que sueña. Sabes muy bien que no eres real.
—¡Sí, que soy real! —dijo Alicia y se puso a llorar.
—No te haces ni un poquito más real llorando observó Tweedledee. —No hay por qué llorar.
—Si no fuese real —dijo Alicia, sonriendo un poco entre lágrimas, por parecerle todo tan ridículo—, no podría llorar.
¡Espero que no imagines que ésas son lágrimas reales! —la interrumpió Tweedledum muy despectivamente.


René Descartes se preguntó una vez si podía determinar con certeza si estaba soñando o no. «Cuando considero estas cuestiones con cierto cuidado, advierto claramente que no hay indicios claros que hagan posible distinguir la vigilia del sueño y me asombro mucho, y mi asombro es tal que casi logro convencerme de que estoy durmiendo».
No se le ocurrió preguntarse a Descartes si acaso no era un personaje en el sueño de otro o si se le ocurrió, desechó de inmediato la idea. ¿Por qué? ¿No podríamos soñar un sueño con un personaje en él que no fuese nosotros, pero cuyas experiencias fuesen parte de nuestro sueño? No es fácil saber cómo responder a preguntas de esta clase. ¿Cuál sería la diferencia entre soñar un sueño en el cual uno es enteramente distinto de la persona en estado de vigilia —mucho mayor, o mucho más joven, o bien del otro sexo— y soñar un sueño en el que el personaje principal (una muchacha llamada Renée, digamos), el personaje desde cuyo punto de vista se «narrase» el sueño, fuese simplemente no uno, sino tan sólo un personaje soñado y ficticio, no más real que el dragón soñado que la persigue? Si ese personaje de sueño formulase la pregunta de Descartes y se preguntase si está soñando, o bien despierto, al parecer la respuesta sería que no estaba soñando, ni tampoco realmente despierto. Fue simplemente soñado. Cuando el soñador, el soñador real, despierte, ella será aniquilada. ¿Pero a quién debemos dirigir esta respuesta, ya que ella no existe en realidad, sino que es un personaje de sueño?
¿Es este juego filosófico con las ideas sobre el sueño y la realidad algo inútil? ¿No existe una posición cuerda y «científica» desde la cual podamos distinguir objetivamente entre las cosas que están en realidad allí y las meras ficciones? Tal vez la haya, pero entonces, ¿en qué lado de la cerca nos ubicaremos? ¿No en nuestro cuerpo físico, sino en nuestro yo?
Consideremos el tipo de novela escrita desde el punto de vista de un personaje-narrador. Moby Dick comienza con las palabras «Pueden llamarme Ismael» y luego la historia de Ismael es contada por Ismael. ¿Llamar a quién, «Ismael»? Ismael no existe. Es sólo un personaje de la novela de Melville. Melville es, o era, una persona perfectamente real que creó un personaje ficticio que se llama a sí mismo Ismael, pero al que no hay que incluir entre las cosas reales, las cosas que realmente son. Pero imaginemos ahora, si es posible, una máquina de escribir novelas, una simple máquina, sin un ápice de conciencia de sí misma ni de personalidad. Llamémosla la JOHNNIAC. (La selección que sigue ayudará al lector a imaginarla, si todavía no le es posible convencerse de que pueda hacerlo). Supongamos que la novela que brota tecleada de la JOHNNIAC en su pantalla de alta velocidad comenzase así: «Pueden llamarme “Gilbert”» y pasase a relatar la historia de Gilbert desde el punto de vista de Gilbert. ¿Llamar a quién, “Gilbert”? Gilbert es sólo un personaje ficticio, un nadie sin existencia real, si bien podemos aceptar la ficción y hablar, enterarnos, preocuparnos de “sus” aventuras, problemas, esperanzas, temores. En el caso de Ismael, podemos haber supuesto que su casi existencia extraña, ficticia, depende de la existencia real del yo de Melville. No hay sueño sin soñador que lo sueñe es, al parecer, el descubrimiento de Descartes. Pero en este caso parecemos tener, en efecto, un sueño —una ficción, de todos modos— sin soñador ni autor reales, sin yo real que pudiésemos identificar o no con Gilbert. Así, en un caso tan extraordinario como el de la máquina de escribir novelas podría crearse un yo meramente ficticio sin un yo verdadero detrás del acto creador. (Hasta podemos suponer que los diseñadores de la JOHNNIAC no tenían en definitiva la menor idea de las novelas que escribiría).
Ahora imaginemos que nuestra máquina de escribir novelas no es sólo una computadora sedentaria, en forma de caja, sino un robot. Y supongamos —¿por qué no?— que el texto de la novela no se escribe directamente a máquina sino que brota «hablado» de una boca mecánica. Llamemos a este robot SPEECHIAC, dado su lenguaje oral. Y supongamos, finalmente, que la historia que oímos de la SPEECHIAC sobre las aventuras de Gilbert es más o menos una historia verídica de las «aventuras» de SPEECHIAC. Cuando está encerrado en un armario, dice: «Estoy encerrado en el armario. ¡Socorro!». ¿Socorrer a quién? Socorrer a Gilbert. Pero Gilbert no existe, es sólo un personaje ficticio en la peculiar narración de SPEECHIAC. ¿Por qué, entonces, habríamos de llamar a este relato ficción, cuando existe delante de nosotros un candidato muy obvio a ser Gilbert? ¿Es la persona cuyo cuerpo es SPEECHIAC? En «¿Dónde estoy?». Dennett llamó a este cuerpo Hamlet. ¿Es éste el caso de que Gilbert tenga un cuerpo llamado SPEECHIAC, o bien de que SPEECHIAC se llame a sí mismo Gilbert?
Quizás el nombre nos crea una trampa. Nombrar al robot «Gilbert» puede ser exactamente como llamar a un barco de vela «Carolina», o a una campana «Big Ben», o a un programa «ELIZA». Puede ser que deseemos insistir en que aquí no hay una persona llamada Gilbert. Sin embargo, ¿qué, aparte de un biochauvinismo, es la base de nuestra resistencia a la conclusión de que Gilbert es una persona, creada, en efecto, por la actividad y autopresentación de SPEECHIAC en el mundo?
«¿La sugerencia es, entonces, que soy el sueño de mi cuerpo? ¿Soy sólo un personaje ficticio en una especie de novela compuesta por mi cuerpo en acción?». Sería una forma de verlo, pero ¿por qué llamarse a uno mismo ficticio? Nuestro cerebro, como la máquina de escribir novelas desprovista de conciencia, mueve sus engranajes realizando sus tareas físicas, clasificando las entradas y las salidas sin tener idea de lo que está haciendo. Como las hormigas que componen el hormiguero llamado «Aunt Hillary» en «Preludio y… fuga de hormigas», él no sabe que está creando a nadie en el proceso, pero aquí está uno, surgiendo de este frenesí de actividad en forma casi mágica.
Este proceso de crear un yo en un nivel con todas las actividades relativamente desprovistas de mente o de comprensión en otro nivel, aparece ilustrado en términos convincentes en el cuento de John Searle que sigue, si bien este autor se resiste decididamente a la visión de lo que muestra.




(*) Jorge Luis Borges: Obras Completas
Buenos Aires, Editorial Emecé, 1974, pág. 451


En Douglas R. Hofstadter y Daniel C. Dennett: El ojo de la mente.
Fantasías y reflexiones sobre el yo y el alma

Título original: The Mind’s I
Douglas R. Hofstadter & Daniel C. Dennett, 1981
Traducción: Lucrecia M. de Sáenz
Foto: Daniel C. Dennett por Bruce Davidson. USA, 1995 / Magnum Photos



22/4/15

Jorge Luis Borges: Prólogo a "El espejo que huye" de Giovanni Papini







   No sin justificada timidez un mero argentino, un vástago remoto de Roma, se atreve a prologar un libro de Gian Falco —bajo ese nombre lo conocí— para lectores italianos. Yo tendría once o doce años cuando leí, en un barrio suburbano de Buenos Aires, “Lo trágico cotidiano” y “El piloto ciego”, en una mala traducción española. A esa edad se goza con la lectura, se goza y no se juzga. Stevenson y Salgari, Eduardo Gutiérrez y Las mil y una noches son formas de felicidad, no objetos de juicio. No se piensa siquiera en comparar; nos basta con el goce. Leí a Papini y lo olvidé. Sin sospecharlo, obré del modo más sagaz; el olvido bien puede ser una forma profunda de la memoria. Sea lo que fuere, quiero referir una experiencia personal. Ahora, al releer aquellas páginas tan remotas, descubro en ellas, agradecido y atónito, fábulas que he creído inventar y que he reelaborado a mi modo en otros puntos del espacio y del tiempo. Más importante aún ha sido descubrir el idéntico ambiente de mis ficciones. Años después, abordé sin mayor fortuna la Historia de Cristo, Gog y el libro sobre Dante, volúmenes compuestos, cabe sospechar, para ser bestsellers.
   A semejanza de Poe, que sin duda fue uno de sus maestros, Giovanni Papini no quiere que sus relatos fantásticos parezcan reales. Desde el principio el lector siente la irrealidad del ámbito de cada uno. He mencionado a Poe; podríamos agregar que esa tradición es la de los románticos alemanes y la de Las mil y una noches. Esa convicción de irrealidad corresponde asimismo a lo que sabemos de su destino, al que siempre acechó la pesadilla, que inexorablemente lo cercó en los años finales.    
   Despojado de casi todos los sentidos por un extraño mal, dictó sus últimas Schegge a su nieta Ana Paszkowski cuando ya sólo la razón le quedaba.
  “Due immagini in una vasca” renueva la leyenda del doble, que para los hebreos significaba el encuentro con Dios y para los escoceses la cercanía de la muerte. Ninguno de estos caminos es el que Papini siguió; prefirió vincularlo a lo constante y a lo mutable del yo de Heráclito. La presencia del agua muerta y el antiguo y abandonado jardín cubierto de hojas secas crean un tercer personaje, que gravita sobre los otros dos, que siendo dos son uno.
  “Storia completamente assurda” es desleal a su título; un hombre que asombrosamente recupera todo lo que debemos olvidar para seguir viviendo correría lo suerte de su héroe.
  “Una morte mentale” expone un método personal de suicidio; no es difícil adivinar que este dramático relato es la apenas vedada confidencia de un plan que el escritor pudo haber acariciado en etapas de abatimiento y soledad.
  “L’ultima visita del Gentiluomo Malato” presenta de un modo íntimo, nuevo y triste la secular sospecha de que el mundo —y en el mundo, nosotros— no es otra cosa que los sueños de un soñador secreto.
  “Non voglio più essere quello che sono” es la expresión perfecta de un anhelo que han sentido todos los hombres y que nadie, que yo sepa, había escrito.
  “Chi sei?” refiere el descubrimiento atroz de que no somos nadie, fuera de nuestras circunstancias y de la certidumbre ilusoria que nos dan los otros, que también son nadie.
  Otro descubrimiento, el de ese anónimo y genérico ser que es el hombre común nos espera en “Il mendicante di anime”.
  “Il suicida sostituto” narra el inútil sacrificio de un hombre, que a los treinta y tres años, voluntariamente, muere por otro; el relato deja presentir la aún lejana Historia de Cristo.
  Dos ideas se unen en “Lo specchio che fugge”: la del tiempo que se detiene y la de nuestra vida pensada como una insatisfecha e infinita serie de vísperas.
  “Il giorno non restituito” es otro juego con el tiempo, un juego nostálgico y angustioso, como todos los de Papini. Podríamos reprochar a Papini el hecho de que sus personajes no viven fuera de la ficción que sucesivamente animan. Esto es otra manera de decir que nuestro escritor fue incurablemente un poeta y que sus héroes, bajo múltiples nombres, son proyecciones de su yo.
   Sospecho que Papini ha sido inmerecidamente olvidado. Los cuentos de este libro proceden de una fecha en que el hombre se reclinaba en su melancolía y en sus crepúsculos, pero la melancolía y los crepúsculos no han cesado aunque ahora el arte los vista con disfraces distintos.






En Prólogos de la Biblioteca de Babel (1997)
Foto: Borges firmando ejemplares de El Espejo que huye 
Archivo Diario Clarín
En Revista Ñ 14-6-2011
Portada de El espejo que huye
Col. La Biblioteca de Babel 


21/4/15

Jorge Luis Borges: Avelino Arredondo







El hecho aconteció en Montevideo, en 1897.
Cada sábado los amigos ocupaban la misma mesa lateral en el Café del Globo, a la manera de los pobres decentes que saben que no pueden mostrar su casa o que rehúyen su ámbito. Eran todos montevideanos; al principio les había costado amistarse con Arredondo, hombre de tierra adentro, que no se permitía confidencias ni hacía preguntas. Contaba poco más de veinte años; era flaco y moreno, más bien bajo y tal vez algo torpe. La cara habría sido casi anónima, si no la hubieran rescatado los ojos, a la vez dormidos y enérgicos. Dependiente de una mercería de la calle Buenos Aires, estudiaba Derecho a ratos perdidos. Cuando los otros condenaban la guerra que asolaba el país y que, según era opinión general, el presidente prolongaba por razones indignas, Arredondo se quedaba callado. También se quedaba callado cuando se burlaban de él por tacaño.
Poco después de la batalla de Cerros Blancos, Arredondo dijo a los compañeros que no lo verían por un tiempo, ya que tenía que irse a Mercedes. La noticia no inquietó a nadie. Alguien le dijo que tuviera cuidado con el gauchaje de Aparicio Saravia; Arredondo respondió, con una sonrisa, que no les tenía miedo a los blancos. El otro, que se había afiliado al partido, no dijo nada.
Más le costó decirle adiós a Clara, su novia. Lo hizo casi con las mismas palabras. Le previno que no esperara cartas, porque estaría muy atareado. Clara, que no tenía costumbre de escribir, aceptó el agregado sin protestar. Los dos se querían mucho.
Arredondo vivía en las afueras. Lo atendía una parda que llevaba el mismo apellido porque sus mayores habían sido esclavos de la familia en tiempo de la Guerra Grande. Era una mujer de toda confianza; le ordenó que dijera a cualquier persona que lo buscara que él estaba en el campo. Ya había cobrado su último sueldo en la mercería.
Se mudó a una pieza del fondo, la que daba al patio de tierra. La medida era inútil, pero lo ayudaba a iniciar esa reclusión que su voluntad le imponía.
Desde la angosta cama de fierro, en la que fue recuperando su hábito de sestear, miraba con alguna tristeza un anaquel vacío. Había vendido todos sus libros, incluso los de introducción al Derecho. No le quedaba más que una Biblia, que nunca había leído y que no concluyó.
La cursó página por página, a veces con interés y a veces con tedio, y se impuso el deber de aprender de memoria algún capítulo del Éxodo y el final del Ecclesiastés. No trataba de entender lo que iba leyendo. Era librepensador, pero no dejaba pasar una sola noche sin repetir el padrenuestro que le había prometido a su madre al venir a Montevideo. Faltar a esa promesa filial podría traerle mala suerte.
Sabía que su meta era la mañana del día veinticinco de agosto. Sabía el número preciso de días que tenía que trasponer. Una vez lograda la meta, el tiempo cesaría o, mejor dicho, nada importaba lo que aconteciera después. Esperaba la fecha como quien espera una dicha y una liberación. Había parado su reloj para no estar siempre mirándolo, pero todas las noches, al oír las doce campanadas oscuras, arrancaba una hoja del almanaque y pensaba un día menos.
Al principio quiso construir una rutina. Matear, fumar los cigarrillos negros que armaba, leer y repasar una determinada cuota de páginas, tratar de conversar con Clementina cuando ésta le traía la comida en una bandeja, repetir y adornar cierto discurso antes de apagar la candela. Hablar con Clementina, mujer ya entrada en años, no era muy fácil, porque su memoria había quedado detenida en el campo y en lo cotidiano del campo.
Disponía asimismo de un tablero de ajedrez en el que jugaba partidas desordenadas que no acertaban con el fin. Le faltaba una torre que solía suplir con una bala o con un vintén.
Para poblar el tiempo, Arredondo se hacía la pieza cada mañana con un trapo y con un escobillón y perseguía a las arañas. A la parda no le gustaba que se rebajara a esos menesteres, que eran de su gobierno y que, por lo demás, él no sabía desempeñar.
Hubiera preferido recordarse con el sol ya bien alto, pero la costumbre de hacerlo cuando clareaba pudo más que su voluntad. Extrañaba muchísimo a sus amigos y sabía sin amargura que éstos no lo extrañaban, dada su invencible reserva. Una tarde preguntó por él uno de ellos y lo despacharon desde el zaguán. La parda no lo conocía;
Arredondo nunca supo quién era. Ávido lector de periódicos, le costó renunciar a esos museos de minucias efímeras. No era hombre de pensar ni de cavilar.
Sus días y sus noches eran iguales, pero le pesaban más los domingos.
A mediados de julio conjeturó que había cometido un error al parcelar el tiempo, que de cualquier modo nos lleva. Entonces dejó errar su imaginación por la dilatada tierra oriental, hoy ensangrentada, por los quebrados campos de Santa Irene, donde había remontado cometas, por cierto petiso tubiano, que ya habría muerto, por el polvo que levanta la hacienda, cuando la arrean los troperos, por la diligencia cansada que venía cada mes desde Fray Bentos con su carga de baratijas, por la bahía de La Agraciada, donde desembarcaron los Treinta y Tres, por el Hervidero, por cuchillas, montes y ríos, por el Cerro que había escalado hasta la farola, pensando que en las dos bandas del Plata no hay otro igual. Del cerro de la bahía pasó una vez al cerro del escudo y se quedó dormido.
Cada noche la virazón traía la frescura, propicia al sueño. Nunca se desveló.
Quería plenamente a su novia, pero se había dicho que un hombre no debe pensar en mujeres, sobre todo cuando le faltan. El campo lo había acostumbrado a la castidad. En cuanto al otro asunto… trataba de pensar lo menos posible en el hombre que odiaba.
El ruido de la lluvia en la azotea lo acompañaba.
Para el encarcelado o el ciego, el tiempo fluye aguas abajo, como por una leve pendiente. Al promediar su reclusión Arredondo logró más de una vez ese tiempo casi sin tiempo. En el primer patio había un aljibe con un sapo en el fondo; nunca se le ocurrió pensar que el tiempo del sapo, que linda con la eternidad, era lo que buscaba.
Cuando la fecha no estaba lejos, empezó otra vez la impaciencia. Una noche no pudo más y salió a la calle. Todo le pareció distinto y más grande. Al doblar una esquina, vio una luz y entró en un almacén. Para justificar su presencia, pidió una caña amarga. Acodados contra el mostrador de madera conversaban unos soldados. Dijo uno de ellos:
—Ustedes saben que está formalmente prohibido que se den noticias de las batallas. Ayer tarde nos ocurrió una cosa que los va a divertir. Yo y unos compañeros de cuartel pasamos frente a La Razón. Oímos desde afuera una voz que contravenía la orden. Sin perder tiempo entramos. La redacción estaba como boca de lobo, pero lo quemamos a balazos al que seguía hablando. Cuando se calló, lo buscamos para sacarlo por las patas, pero vimos que era una máquina que le dicen fonógrafo y que habla sola.
Todos se rieron.
Arredondo se había quedado escuchando. El soldado le dijo:
—¿Qué le parece el chasco, aparcero?
Arredondo guardó silencio. El del uniforme le acercó la cara y le dijo:
—Gritá en seguida: ¡Viva el Presidente de la Nación, Juan Idiarte Borda!
Arredondo no desobedeció. Entre aplausos burlones ganó la puerta. Ya en la calle lo golpeó una última injuria.
—El miedo no es sonso ni junta rabia.
Se había portado como un cobarde, pero sabía que no lo era. Volvió pausadamente a su casa.
El día veinticinco de agosto, Avelino Arredondo se recordó a las nueve pasadas. Pensó primero en Clara y sólo después en la fecha. Se dijo con alivio: Adiós a la tarea de esperar. Ya estoy en el día.
Se afeitó sin apuro y en el espejo lo enfrentó la cara de siempre. Eligió una corbata colorada y sus mejores prendas. Almorzó tarde. El cielo gris amenazaba llovizna; siempre se lo había imaginado radiante. Lo rozó un dejo de amargura al dejar para siempre la pieza húmeda. En el zaguán se cruzó con la parda y le dio los últimos pesos que le quedaban. En la chapa de la ferretería vio rombos de colores y reflexionó que durante más de dos meses no había pensado en ellos. Se encaminó a la calle de Sarandí. Era día feriado y circulaba muy poca gente.
No habían dado las tres cuando arribó a la Plaza Matriz. El Te Deum ya había concluido; un grupo de caballeros, de militares y de prelados, bajaba por las lentas gradas del templo. A primera vista, los sombreros de copa, algunos aún en la mano, los uniformes, los entorchados, las armas y las túnicas, podían crear la ilusión de que eran muchos; en realidad, no pasarían de una treintena. Arredondo, que no sentía miedo, sintió una suerte de respeto. Preguntó cuál era el presidente. Le contestaron:
—Ése que va al lado del arzobispo con la mitra y el báculo.
Sacó el revólver e hizo fuego.
Idiarte Borda dio unos pasos, cayó de bruces y dijo claramente: Estoy muerto.
Arredondo se entregó a las autoridades. Después declararía:
—Soy colorado y lo digo con todo orgullo. He dado muerte al Presidente, que traicionaba y mancillaba a nuestro partido. Rompí con los amigos y con la novia, para no complicarlos; no miré diarios para que nadie pueda decir que me han incitado. Este acto de justicia me pertenece. Ahora, que me juzguen.
Así habrán ocurrido los hechos, aunque de un modo más complejo; así puedo soñar que ocurrieron.







En El Libro de Arena (1975)

Foto: Borges con Jorge Aravena Llanca
Colección JAL (músico, fotógrafo, escritor)


Jorge Aravena Llanca:Gedichte von J. Luis Borges (1997)




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