17/4/15

Jorge Luis Borges: Soledades del Tirano Francia







La tiranía, por edificada en el aire, es un absurdo. Porque si los hombres son libres, la pretensión de reducir a todos a una sola voluntad, de acaparar un solo hombre los libres albedríos de los demás, es imposible,- y si no son libres y una fatalidad particular conduce a cada uno, es también vana la sumisión artificial de todas las fatalidades vivientes a la de un solo hombre, bastante lleno con la suya. De modo que solamente una teoría de mecánica explica la génesis de las tiranías,-prepotencias al fin resultan de que una violencia ha sido superior en eficacia bruta o en astucia, es decir, en realidad a las violencias, aun sumadas, del prójimo. La parte en que una tiranía parece inteligente sólo es la coquetería del mando, la frivolidad divertida del despotismo, el descanso en el argumento contrario, una atención fugaz a la eternidad que no perdona.

El maestro de tiranos en América del Sud, el número 1 de los enemigos del individuo, nació en 1756 o 57 o 1761, es decir, en un año impreciso que es prueba de que ninguno quiere cargar con el nacimiento de un hombre malo. Pero eso sí fue en Asunción y Asunción está diciendo la acción de tomar para sí ¿No iba a tomar para sí demasiado poder? El padre era de San Pablo y se había trasladado al Paraguay esperando lucrar con el contrabando del tabaco que dio humo prematuro antes de que se armaran los cigarrillos. Jóse Gaspar Rodríguez Francia, el vástago prodigioso, era uno de los varios hermanos que se hacían todos competencia en esforzada alienación mental y decía llamarse Francia para probar su origen francés.

Discípulo de los franciscanos en su pueblo natal y destinado a la Iglesia, estudió en Córdoba, donde obtuvo el título de doctor en Teología. Allí vivía huraño, sin mayor trato con sus compañeros; ocupaba un escaño en la penumbra (¿anticipo de cómo viviría su espíritu después?) y en el respaldo dejó grabado su nombre. Flaco y flexible, ya tenían sus ojos una llamativa movilidad nerviosa, escudriñando a su alrededor como en el recelo de un peligro. No encontraba estímulos en ese ambiente y era un perpetuo aburrido. Un amargo sabor gustaba su espíritu y mostró pronto impulsos terribles. En una querella con sus compañeros hirió bruscamente a uno de ellos con un cortaplumas que había afilado previamente para ese preciso objeto. Ya conseguía el título tenebroso de "gato negro".

A partir de una venganza fracasada conservó un odio invariable a los sacerdotes. Aparentando amistad hacia uno de sus profesores, a quien en realidad quería mal, estuvo largo tiempo estudiando la disposición de su cuarto, encima del cual estaba el de Francia. Y practicó un orificio que correspondía exactamente de arriba hacia abajo a la cabeza del clérigo cuando éste dormía. Y terminó por pasar un fusil y disparar un tiro, bien entrada la noche; pero que no dio en el blanco deseado porque en ese momento no estaba en la cama la persona sentenciada por el terrible joven estudiante.

En otra ocasión también desenmascaró la aurora violenta de su carácter. Un compañero de habitación, encontrando apetecibles unos duraznos colocados sobre el lecho de Francia, se los comió y los carozos quedaron encima de una mesita. El perjudicado se los guarda y nada deja entrever. Pero meses después sorprende de improviso al otro en un baño, amenazándolo con una pistola, dispuesto a todo si el infeliz no traga inmediatamente aquellos carozos... El pobre, tras muchos y penosos esfuerzos, consigue pasar uno, aguanta el suplicio del segundo y se desvanece durante el tránsito del tercero que era el último. Francia había dado una prueba de verdadero compañerismo.

Las pretensiones que tuvo entre la clase aristocrática le resultaron fallidas y entonces, agriado, buscó refugio en el bajo pueblo de Córdoba: pero a sus amistades de malas trazas también les resultó antipático dado su invencible orgullo. Este sentimiento dio origen al padecer injustificado de dos hombres en Asunción, más tarde: a uno encerró en la cárcel, de donde se le sacó para la sepultura, todo por una tunda que de él recibiera en sus espaldas,- y a otro mantuvo encerrado y poco alimentado en un sótano durante dieciocho años por haberse opuesto decididamente a un proyecto matrimonial ambicioso de Francia y por haberle llamado "mulato".

Huérfano de padre, renunció al estado eclesiástico y se hizo abogado.

Amigo de los libros y de los placeres, cuyo antagonismo es aparente, adquirió, vuelto a su patria, rápido renombre. Y así, Francia, estando en sus cuarenta años, fue nombrado miembro y luego alcalde del Ayuntamiento de la Asunción. Y conquistó a la opinión pública por su inflexibilidad.

Siguiendo el ejemplo de nuestro 25 de mayo, los paraguayos depusieron al bondadoso gobierno de don Bernardo Velasco, al que sustituyó una Junta de Estado con un presidente, dos asesores y un secretario con voto deliberativo. José Gaspar obtuvo este último puesto en recompensa de su solapado trabajo anterior de ayuda a la emancipación. Y ocupóse, al parecer, mucho de los negocios públicos a diferencia de sus colegas entregados a los placeres. Un congreso que convocó dejó establecida una república gobernada por dos cónsules: uno fue, naturalmente, José Gaspar y el otro Fulgencio Tegros, ignorante campesino perito en caballos y en la técnica del lazo. ¿Hay que decir que Francia pretendía desde el comienzo ser el único jefe de su país? Habiéndose preparado dos sillones con los nombres de César y Pompeyo se apoderó impaciente del primero (¿no fue Pompeyo el defensor de la legalidad en la antigua Roma? ¿y cómo terminará Tegros, el Pompeyo paraguayo?). Y pone en juego una graciosísima artimaña el célebre Gaspar: consigue del Congreso que los cónsules duren un año, gobernando cuatro meses cada uno alternativamente y comenzando por él (lo que es justo y si no ¿para qué es abogado?). Obtenidos en seguida ocho meses susúrrase en flagrante calumnia que José cuidóse de formar un ejército bien adicto para aplastar todo intento de independencia. También es calumniosa noticia la de que para su popularidad entre los indios, decretó la muerte civil de los españoles y les prohibió casarse con mujeres blancas. Buen estratégico, consiguió que a la renovación consular de 1814, el poder fuera conferido a un solo magistrado. ¿No bastaba con él? ¿Y para tres años entonces? Y en 1817 ¡dictador perpetuo!, que no es redundancia de palabras, sino de poder, por desgracia.

Así, "Su Excelencia" José Gaspar Tomás Rodríguez Francia, hijo de un pretendiente al contrabando de tabaco, empezó a fumar a sus compatriotas, instalado en el palacio de los gobernadores españoles, sólo que con fuego terrible y echando humo por largo caño. Como mejor se verá.

Tomás, para tomar su nombre intermedio, embelleció la nueva residencia, y derribando las casas vecinas, la dejó completamente aislada. Allí, con cuatro criados, lejos de todo atractivo pernicioso, vivió para su ambición. No sé si pretendiendo repetir con su país el caso de su palacio o temiendo la introducción de ideas contrarias a su voluntad, rompió toda relación con el Brasil, Buenos Aires y las provincias limítrofes. Lo cierto es que cortó los vínculos con todas las naciones de la tierra. Y nadie podía salir sin su especial autorización.

José Francia formó una temible policía por la que llegó a conocer la intimidad de las familias, deportó o encarceló a los que se habían atrevido a caricaturarlo y sintió tal temor por denuncias recibidas a su seguridad que no salía de su palacio sin su escolta de húsares. Estos soldados atropellaban o herían a los curiosos de modo que las personas huían para encerrarse en sus casas al anuncio de que el dictador se aproximaba.

Pronto se notó lo singular de su carácter triste. Llegó a tener la idea de una muerte próxima y así pedía con vehemencia al doctor Juan Lorenzo Gama, médico español, que le quitara de encima "el peso de aquella angustia que le arrebataba el sueño" y le desfiguraba el rostro. Se le llamaba entonces "el histérico" y aquel médico lo trataba como tal, atribuyendo la enfermedad (¡oh, influjo irresistible!) a la gratuita acción de los astros lejanos. Lo curioso es que lo asesoraba también un doctor Zabala, afirmándole que moriría cuando Dios quisiera y no cuando él pensara y recomendándole que "saliera del país". ¡Gran proposición! Francia precisamente no saldría nunca de su país y sería siempre el tirano.

Aquel triste que desconfiaba del día inmediato y quizá de la próxima debía desconfiar de sus conciudadanos, hombre al fin, que llegan a esconder el pensamiento enemigo con la misma facilidad con que el día vecino arroja la Pálida terrible. Y cumplía estas precauciones, con sus propias manos cebaba el mate con que se desayunaba muy temprano y apenas un negrito le había llevado los trebejos indispensables. Después, en un paseo por el interior de su palacio fumaba un cigarrillo, armado también por Francia, y encendido con cuidado por el pequeño sirviente. Y cuando tenía ya delante la canasta, traída del mercado por la mujer que era simultáneamente cocinera, ama de llaves y confidente, separaba tras prolija inspección lo que placía a su paladar, destinando el resto para su perro y los cuervos, que eran dos para que no faltara distracción suplente a su melancolía. El paseo habitual en público, con características de paseo privado, no le sorprendía sin un largo sable y un par de pistolas y eso que iban delante numerosos batidores. A falta de verdadero delirio tuvo ideas de persecuciones, así que llegada la noche él mismo cerraba las puertas y hacía un miedoso registro de muebles y habitaciones.

Cierta vez una mujer pensó que la manera más segura de acercarse al dictador era trepándose a la ventana de su cuarto. Y como así lo hizo, "por este acto tan sospechoso fue puesta en prisión" junto con su marido, "probablemente complicado también en el infame complot". Previniendo sucesos análogos al que "parecía encerrar intenciones tan maléficas como misteriosas", ordenó Francia que en adelante toda persona que se le viera "¡mirar al palacio!", fuera allí mismo fusilada. Y dio al centinela una bala para el primer tiro y otra para el segundo si erraba el primero, prometiéndole a continuación que acertaría en su cuerpo con el tercero si equivocaba nuevamente el disparo. Días después un indio miró al pasar las ventanas prohibidas y allá fue el tiro que se merecía, pero que no lo hirió. Francia apareció alarmado, diciendo que "él jamás había ordenado semejante cosa". Era una disminución de su memoria.

Llegó a encerrarse en sus cuartos semanas enteras y sólo se le oía cuando daba las órdenes por una rendija de la puerta. Y por su vicario general prohibió las procesiones y el culto nocturno, temeroso de que originaran reuniones sospechosas. ¿Pero no es que temía la venganza de las sombras, donde también se albergan espíritus libres? No podía dormir sin buena luz. ¿Pudo permitir los chascos de los traviesos huéspedes del aire?

El empleo de la tortura para descubrir irreales conspiraciones motivaba que los hijos denunciaran a los padres. Los amigos evitaban encontrarse para no dar fundamento a las antojadizas sospechas de la policía. Y se pasó a las ejecuciones diarias por fútiles causas. Y todo esto era dispuesto por el tirano fríamente... Que tanto extremó la economía, que él mismo hacía entrega de los cartuchos necesarios para esos actos terribles nada más que a tres hombres, forzándolos al empleo último de las bayonetas en caso necesario.

Es tradición que Francia, a los veinte años, abofeteó a su propio padre, arrebatado por un impulso que nunca se justificó. A la terminación de su vida el padre ofendido quiere reconciliarse con el hijo: la llama moribunda tiene la ternura definitiva de encariñarse con la luz que deja, que le sobrevivirá. Pero como la luz era negra, el hijo insensible replica:

"Y a mí qué me importa de ese viejo, que se lleve el diablo su alma." Voz de verdugo. ¿Fue mejor con sus otros parientes? Parece que a su sobrino, ayuda de cámara, lo mandó fusilaren la plaza pública y en su presencia, como acostumbraría después. A otros dos sobrinos los encerró en una prisión por tiempo indeterminado. Y quería tanto a una hermana que la hizo presentar ante él e intentó su fusilamiento por "delito" de haberse reconciliado con su esposo. Así procedía un Borgia.

Luego sobrevino la gran época de las ejecuciones y de las torturas, que le servían de inocente pasatiempo en sus noches de insomnio. ¿Serían para aventajaren la vigilia las pesadillas espesas y habituales de sus sueños condenados? ¿Tenía Francia algo del temperamento byroniano? ¿O estaba verdaderamente loco? Don Vicente Estigarribia, el hombre de mayor trato con el tirano, quizá por ser su médico, íntegro, bueno y reposado, por otra parte, era el único de quien se dejaba ver (aparte de Patiño y de la vieja encargada de la comida), y el que afirma: en ocasiones se le oía hablar solo, exclamando: "|A la horca, al calabozo, al patíbulo, miserable!". Ese Estigarribia, pequeño y misterioso, temió más adelante que el "Supremo" terminara sus días en un acceso de locura, pues sus monólogos eran más frecuentes, y en las pocas veces que se dejaba ver en los corredores accionaba con violencia y se detenía bruscamente para mirar afuera algo que solamente para él era visible.

En la "Cámara del Tormento", industria diabólica, se arrancaban revelaciones de supuestas conspiraciones y asesinatos. Y Francia no tardó en resolver que el tormento se aplicara sólo de noche: la luz diurna no merecía tanta sensación. Y a más debía querer mucho a la noche, porque se pasaba las horas contemplándola. ¿Amor senil? En la también llamada "Cámara de la Verdad", un largo catre recibía a la víctima: colocada boca abajo, el abdomen quedaba comprimido por un madero atravesado, las manos y pies bien sujetos, el cuello agobiado por una piedra enorme y la cabeza colgando, envuelta en un poncho que servía asimismo para apretar la garganta cuando "molestaban" los gritos de dolor. Al costado del catre dos grandes indios manejaban sus látigos de fibras de toro, previamente sobados, según un procedimiento propio, y esos dos verdugos no interrumpían sus golpes con facilidad: eran máquinas vivientes y muchas veces hubo que sacarlos a la fuerza de allí para que no se excedieran. Patino, cuando sobrevenía un síncope, interrogaba en el cuarto inmediato al dictador, todo oído voluptuoso para los quejidos, sobre la continuación del tormento. Y Bejaran, otro de los jueces, chino gigantesco, de larga barba, bruto de mano grandota y ágil para el látigo, era barbero y también verdugo: un académico en azotes, con la vanidad de hacer sufrir terriblemente a la víctima, sin que perdiera el conocimiento, mas, en caso contrario, restregaba un hisopo empapado en salmuera por la herida inoportuna.

Fulgencio Yegros fue una de sus primeras víctimas fusiladas. Y habiéndose vuelto Francia más taciturno, las ejecuciones se hacían en su misma presencia a treinta varas de su puerta. Los cadáveres debían permanecer frente a las ventanas durante el día y el perverso sibarita mental se asomaba con frecuencia y eran largas las horas de fijas contemplaciones. Seguramente coleccionaba en la galería fantástica de su alma las imágenes últimas de sus víctimas, cuadros imborrables de una pinacoteca ideal que se enriquecía con envíos variadísimos. ¿Quién sabe las refinadas clasificaciones que hacía en esa colección privada por excelencia?

Es imposible conocer el número de los sacrificados, porque las órdenes debían serle devueltas con la nota de la ejecución al margen y en seguida las destruía. Así es difícil conseguir documentos con su firma.

No perdonaba el que dejaran de llamarlo "Excelentísimo Señor" o "Dictador Perpetuo". Al súbdito de una monarquía le dijo: "Debéis respetarme como a vuestro rey, y más aun si es posible porque yo os puedo hacer más bien o más mal que él". Todos los que encontraba a su paso debían volver la cara a la pared, y los niños tuvieron que usar tempranamente sombrero para demostrarle acatamiento quitándoselo.

En las tardes que Francia paseaba a caballo, el negrito Pilar y perro Sultán iban delante, uno corriendo y el otro ladrando: señal para que todo el mundo se encerrase en sus casas y más al oír el ruido característico que hacía la silla del dictador. En uno de esos paseos, varios perros ladraron a su caballo, lo que interpretó el jinete como una intención velada de sus enemigos, y, en consecuencia, ordenó a sus soldados que recorrieran las calles y mataran todos los perros ambulantes. Así se hizo puntualmente, con el empleo de hachas y palos, y todavía se llegó a derribar las puertas de muchas casas para dar con los animales escondidos en los cuartos. En la campaña se repitió la guerra por inspiración de los serviles agentes del tirano, para no perder su gracia.

José Rodríguez Francia aparece principalmente como un solitario. El solitario tiene baldío un sector de su vida durante toda su duración. Y está obligado a llenarlo para no desesperarse por completo. Y su condena es llenarlo con la sociedad de los demás. Francia, por fatalidad, necesitó de todo un pueblo, y así, para que lo acompañara mejor, lo aisló del mundo.

El solitario es un espíritu triste: su pensamiento, piedra de molino, muele una idea que vuelve a cada paso, una idea emponzoñada. El resultado es una nube de polvo que, circundándolo, le hace ver tétricamente el mundo. El solitario puro no reacciona mal contra los demás: perturbado por una melancolía profunda, puede atentar contra sí mismo, llegar al suicidio. Pero, más desequilibrado, aparecen los períodos de manía, de exaltación contra todos, y entonces es claramente dañino. Aquí está lo grave de una soledad enferma. ¿Pero no es el caso de Francia? Yo creo que sí. Por otra parte, no está todo dicho. También tenía un miedo morboso de los demás (¡no es otra vez el espíritu de soledad alterado?) revelable en sus ideas de persecuciones. Como asimismo un esbozo del delirio de grandezas (¿no sería por la falta de trato franco con la sociedad?) que se descubre en su pretensión de parecerse a Bonaparte en genio y figura y que lo llevó a usar medias de seda y sombrero de gran semejanza a las prendas del Corso. Poseía una caricatura de Nuremberg, representando a su héroe y que apreciaba como retrato fiel, hasta que un suizo lo sacó de su torpeza revelándole el significado de la inscripción alemana que aquélla incluía debajo: el sombrero exagerado de esta caricatura, hecha para ridiculizar a Napoleón, habría originado el análogo paraguayo.

Francia no tenía un solo amigo, y vimos cómo trató a sus parientes. Aun solitario se ve en sus libros favoritos, y aquí están los de Rousseau, ¡Vuelta a la naturaleza!, y los de Laplace, ¡Orígenes del mundo!, temas para ánimos grises.

Por la noche reverenciaba los libros hasta una hora avanzada, o bien se rodeaba de cartas para buscar en el cielo constelaciones y planetas, lo que originó la creencia en el pueblo de que poseía un poder sobrenatural. ¿Le gustaría el Navío Argos para llevarse en él a todo el Paraguay? ¿La Espiga provocó la agricultura intensiva? ¿El Can Mayor le recordaría su saña contra todos los canes? ¿Era diario su encuentro con El Indio? ¿La Cruz del Sur lo enfureció contra el clero?

Un hombre violento no concuerda con un fin apacible. Y Francia tuvo su legítimo fin. Pasados los ochenta años le afectó una brusca parálisis, cuyos síntomas, sin embargo, no le impidieron que continuara en sus funciones. La centella no lo fulminó: el aviso no fue bastante para que se enmendara. Rechaza entonces los auxilios de la iglesia, que le propone su barbero, y en cuanto a testamento, dice: "No tengo de qué disponer: mis soldados son mis herederos". Después sucede un misterioso tiempo de espera. Es que el rayo se preparaba mejor, y esta vez debía bastar un solo golpe. ¿Pero no es que en la vez anterior un espíritu de justicia había economizado fluido eléctrico como Francia economizaba cartuchos para ejecuciones? Sí; pero él no lo vio. Llegó el 20 de septiembre de 1840. Y se descargó el rayo definitivo: una apoplejía le priva inmediatamente de la palabra. El barbero llama asustado al sargento guardia, pero como éste no podía entrar sin permiso del dictador, se niega a la ayuda, mientras Francia no lo dispusiera. ¿Cómo puede hablar el mudo anonadado, que, sin embargo, fue el hablador frenético de los soliloquios en voz alta? Allí parece que el barbero es el que sufre a solas esperando oír una orden imposible. Cuando pasa el tiempo y se impone como verdad, a los soldados que guardan afuera, que algo terrible ha pasado, temblando se deciden a entrar con cautela, y alguno de ellos lleva su audacia a tocar la piel de dictador, que ya estaba frío. Así expiró, víctima de la obediencia que por el temor impusiera, un hombre violento. "Los ojos lloran, pero los corazones ríen", comentaba después un paraguayo al contemplar el acompañamiento, y el odio del pueblo, contenido tantos años, se reveló una noche: un brazo vengativo destruyó con furia el suntuoso sepulcro que se había destinado a su opresor. De un golpe de puño feroz hundió de arriba abajo el monumento. A Francia, que había quitado la tranquilidad a los hombres de su país, no se le dejaba descansar en paz. Y Francia, que tenía prohibida la entrada por su puerta, llega a tener vedada la salida por aquella que, pasándola ya se ha perdido toda esperanza.



Revista Multicolor de los Sábados del diario Crítica, 1933-1934 
N° 55, 25 de agosto de 1934
Firmado bajo seudónimo Benjamín Beltran
Retrato de Jorge Luis Borges, en Salem Press, Inc.
© Todos los derechos reservados borgestodoelanio.blogspot.com


16/4/15

Jorge Luis Borges: El Truco*







Cuarenta naipes han desplazado a la vida.
Pintados talismanes de cartón
nos hacen olvidar nuestros destinos
y una creación risueña
va poblando el tiempo robado
con floridas travesuras
de una mitología casera.
En los lindes de la mesa
la vida de los otros se detiene.
Adentro hay un extraño país:
las aventuras del envido y quiero,
la autoridad del as de espadas,
como don Juan Manuel, omnipotente,
y el siete de oros tintineando esperanza.
Una lentitud cimarrona
va demorando las palabras
y como las alternativas del juego
se repiten y se repiten,
los jugadores de esta noche
copian antiguas bazas:
hecho que resucita un poco, muy poco,
a las generaciones de los mayores
que legaron al tiempo de Buenos Aires
los mismo versos y las mismas diabluras.




* Nota de Borges:


En esta página de dudoso valor asoma por primera vez una idea que me ha inquietado siempre. Su declaración más cabal está en «Sentirse en muerte» (El idioma de los argentinos, 1928) y en la «Nueva refutación del tiempo» (Otras inquisiciones, 1952). Su error, ya denunciado por Parménides y Zenón de Elea, es postular que el tiempo está hecho de instantes individuales, que es dable separar unos de otros, así como el espacio de puntos


En Fervor de Buenos Aires (1923)
Imagen: Dibujo al lápiz de de Bustos 1976


15/4/15

Jorge Luis Borges: El asesino desinteresado Bill Harrigan





La imagen de las tierras de Arizona, antes que ninguna otra imagen: la imagen de las tierras de Arizona y de Nuevo Méjico, tierras con un ilustre fundamento de oro y plata, tierras vertiginosas y aéreas, tierras de la meseta monumental y de los delicados colores, tierras con blanco resplandor de esqueleto pelado por los pájaros. En esas tierras otra imagen, la de Billy the Kid: el jinete clavado sobre el caballo, el joven de los duros pistoletazos que aturden el desierto, el emisor de balas invisibles que matan a distancia, como una magia.
El desierto veteado de metales, árido y reluciente. El casi niño que al morir a los veintiún años debía a la justicia de los hombres veintiuna muertes —"sin contar mejicanos".



El estado larval

Hacia 1859 el hombre que para el terror y la gloria sería Billy the Kid nació en un conventillo subterráneo de Nueva York. Dicen que lo parió un fatigado vientre irlandés, pero se crió entre negros. En ese caos de catinga y de motas gozó el primado que conceden las pecas y una crencha rojiza. Practicaba el orgullo de ser blanco; también era esmirriado, chúcaro, soez. A los doce años militó en la pandilla de los Swamp Angels (Ángeles de la Ciénaga), divinidades que operaban entre las cloacas. En las noches con olor a niebla quemada emergían de aquel fétido laberinto, seguían el rumbo de algún marinero alemán, lo desmoronaban de un cascotazo, lo despojaban hasta de la ropa interior, y se restituían después a la otra basura. Los comandaba un negro encanecido, Gas Houser Jonas, también famoso como envenenador de caballos.
A veces, de la buhardilla de alguna casa jorobada cerca del agua, una mujer volcaba sobre la cabeza de un transeúnte un balde de ceniza. El hombre se agitaba y se ahogaba. En seguida los Ángeles de la Ciénaga pululaban sobre él, lo arrebataban por la boca de un sótano y lo saqueaban.
Tales fueron los años de aprendizaje de Billy Harrigan, el futuro Billy the Kid. No desdeñaba las ficciones teatrales; le gustaba asistir (acaso sin ningún presentimiento de que eran símbolos y letras de su destino) a los melodramas de cowboys.



Go West!

Si los populosos teatros del Bowery (cuyos concurrentes vociferaban "¡Alcen el trapo!» a la menor impuntualidad del telón) abundaban en esos melodramas de jinete y balazo, la facilísima razón es que América sufría entonces la atracción del Oeste. Detrás de los ponientes estaba el oro de Nevada y de California. Detrás de los ponientes estaba el hacha demoledora de cedros, la enorme cara babilónica del bisonte, el sombrero de copa y el numeroso lecho de Brigham Young, las ceremonias y la ira del hombre rojo, el aire despejado de los desiertos, la desaforada pradera, la tierra fundamental cuya cercanía apresura el latir de los corazones como la cercanía del mar. El Oeste llamaba. Un continuo rumor acompasado pobló esos años: el de millares de hombres americanos ocupando el Oeste. En esa progresión, hacia 1872, estaba el siempre aculebrado Bill Harrigan, huyendo de una celda rectangular.


Demolición de un mejicano

La Historia (que, a semejanza de cierto director cinematográfico, procede por imágenes discontinuas) propone ahora la de una arriesgada taberna, que está en el todopoderoso desierto igual que en alta mar. El tiempo, una destemplada noche del año 1873; el preciso lugar, el Llano Estacado (New Mexico). La tierra es casi sobrenaturalmente lisa, pero el cielo de nubes a desnivel, con desgarrones de tormenta y de luna, está lleno de pozos que se agrietan y de montañas. En la tierra hay el cráneo de una vaca, ladridos y ojos de coyote en la sombra, finos caballos y la luz alargada de la taberna. Adentro, acodados en el único mostrador, hombres cansados y fornidos beben un alcohol pendenciero y hacen ostentación de grandes monedas de plata, con una serpiente y un águila. Un borracho canta impasiblemente. Hay quienes hablan un idioma con muchas eses, que ha de ser español, puesto que quienes lo hablan son despreciados. Bill Harrigan, rojiza rata de conventillo, es de los bebedores. Ha concluido un par de aguardientes y piensa pedir otro más, acaso porque no le queda un centavo. Lo anonadan los hombres de aquel desierto. Los ve tremendos, tempestuosos, felices, odiosamente sabios en el manejo de hacienda cimarrona y de altos caballos. De golpe hay un silencio total, sólo ignorado por la desatinada voz del borracho. Ha entrado un mejicano más que fornido, con cara de india vieja. Abunda en un desaforado sombrero y en dos pistolas laterales. En duro inglés desea las buenas noches a todos los gringos hijos de perra que están bebiendo. Nadie recoge el desafío. Bill pregunta quién es, y le susurran temerosamente que el Dago —el Diego— es Belisario Villagrán, de Chihuahua. Una detonación retumba en seguida. Parapetado por aquel cordón de hombres altos, Bill ha disparado sobre el intruso. La copa cae del puño de Villagrán; después, el hombre entero. El hombre no precisa otra bala. Sin dignarse mirar al muerto lujoso, Bill reanuda la plática. "¿De veras?", dice*. "Pues yo soy Bill Harrigan, de New York." El borracho sigue cantando, insignificante.
Ya se adivina la apoteosis. Bill concede apretones de manos y acepta adulaciones, hurras y whiskies. Alguien observa que no hay marcas en su revólver y le propone grabar una para significar la muerte de Villagrán. Billy the Kid se queda con la navaja de ese alguien, pero dice "que no vale la pena anotar mejicanos". Ello, acaso, no basta. Bill, esa noche, tiende su frazada junto al cadáver y duerme hasta la aurora —ostentosamente.


Muertes porque sí

De esa feliz detonación (a los catorce años de edad) nació Billy the Kid el Héroe y murió el furtivo Bill Harrigan. El muchachuelo de la cloaca y del cascotazo ascendió a hombre de frontera. Se hizo jinete; aprendió a estribar derecho sobre el caballo a la manera de Wyoming o Texas, no con el cuerpo echado hacia atrás, a la manera de Oregón y de California. Nunca se pareció del todo a su leyenda, pero se fue acercando. Algo del compadrito de Nueva York perduró en el cowboy; puso en los mejicanos el odio que antes le inspiraban los negros, pero las últimas palabras que dijo fueron (malas) palabras en español. Aprendió el arte vagabundo de los troperos. Aprendió el otro, más difícil, de mandar hombres; ambos lo ayudaron a ser un buen ladrón de hacienda. A veces, las guitarras y los burdeles de Méjico lo arrastraban.
Con la lucidez atroz del insomnio, organizaba populosas orgías que duraban cuatro días y cuatro noches. Al fin, asqueado, pagaba la cuenta a balazos. Mientras el dedo del gatillo no le falló fue el hombre más temido (y quizá más nadie y más solo) de esa frontera. Garrett, su amigo, el sheriff que después lo mató, le dijo una vez: "Yo he ejercitado mucho la puntería matando búfalos". "Yo la he ejercitado más, matando hombres", replicó suavemente. Los pormenores son irrecuperables, pero sabemos que debió hasta veintiuna muertes —"sin contar mejicanos". Durante siete arriesgadísimos años practicó ese lujo: el coraje.
La noche del 25 de julio de 1880, Billy the Kid atravesó al galope de su overo la calle principal, o única, de Fort Sumner. El calor apretaba y no habían encendido las lámparas; el comisario Garrett, sentado en un sillón de hamaca en un corredor, sacó el revólver y le descerrajó un balazo en el vientre. El overo siguió; el jinete se desplomó en la calle de tierra. Garrett le encajó un segundo balazo. El pueblo (sabedor de que el herido era Billy the Kid) trancó bien las ventanas. La agonía fue larga y blasfematoria. Ya con el sol bien alto, se fueron acercando y lo desarmaron; el hombre estaba muerto. Le notaron ese aire de cachivache que tienen los difuntos.
Lo afeitaron, lo envainaron en ropa hecha y lo exhibieron al espanto y las burlas en la vidriera del mejor almacén.
Hombres a caballo o en tílbury acudieron de leguas a la redonda. El tercer día lo tuvieron que maquillar. El cuarto día lo enterraron con júbilo.



*Is that so?, he drawled
En Historia universal de la infamia (1935)
Foto daguerrotipo: Billy the Kid taken in 1879 or 1880 
in Fort Sumner, New Mexico
Fuente: Old West Show and Auction / Associated Press   



14/4/15

Jorge Luis Borges: Sentirse en muerte





Deseo registrar aquí una experiencia que tuve hace unas noches: fruslería demasiado evanescente y estática para que la llame aventura; demasiado irrazonable y sentimental para pensamiento. Se trata de una escena y de su palabra: palabra ya predicha por mí, pero no vivida hasta entonces con entera dedicación de mi yo. Paso a historiarla, con los accidentes de tiempo y de lugar que la declararon.
Lo rememoro así. La tarde que prefiguró a esa noche, estuve en Barracas: localidad no visitada por mi costumbre, y cuya distancia de la que después recorrí, ya me desfamiliarizó esa jornada. Su noche no tenía destino alguno; como era serena, salí a caminar y recordar después de comer. No quise determinarle rumbo a esa caminata: procuré una máxima latitud de probabilidades para no cansar la expectativa con la obligatoria antevisión de una sola de ellas. Realicé en la mala medida de lo posible, eso que llaman caminar al azar; acepté, sin otro consciente prejuicio que el de soslayar las avenidas o calles anchas, las más oscuras intimaciones de la casualidad. Con todo, una suerte de gravitación familiar me alejó hacia unos barrios, de cuyo nombre quiero siempre acordarme y que dictan reverencia a mi pecho. No quiero significar así el barrio mío, el preciso ámbito de la infancia, sino sus todavía misteriosas inmediaciones: confín que he poseído entero en palabras y poco en realidad, vecino y mitológico a un tiempo. El revés de lo conocido, su espalda, son para mí esas calles penúltimas, casi tan efectivamente ignoradas como el soterrado cimiento de nuestra casa o nuestro invisible esqueleto. La marcha me dejó en una esquina. Aspiré noche, en asueto serenísimo de pensar. La visión, nada complicada por cierto, parecía simplificada por mi cansancio. La irrealizaba su misma tipicidad. La calle era de casas bajas, y aunque su primera significación fuera de pobreza, la segunda era ciertamente de dicha. Era de lo más pobre y de lo más lindo. Ninguna casa se animaba a la calle; la higuera oscurecía sobre la ochava; los portoncitos —más altos que las líneas estiradas de las paredes— parecían obrados en la misma sustancia infinita de la noche. La vereda era escarpada sobre la calle; la calle era de barro elemental, barro de América no conquistado aún. Al fondo, el callejón, ya pampeano, se desmoronaba hacia el Maldonado. Sobre la tierra turbia y caótica, una tapia rosada parecía no hospedar luz de luna, sino efundir luz íntima. No habrá manera de nombrar la ternura mejor que ese rosado.
Me quedé mirando esa sencillez. Pensé, con seguridad en voz alta: Esto es lo mismo de hace veinte años… Conjeturé esa fecha: época reciente en otros países, pero ya remota en este cambiadizo lado del mundo. Tal vez cantaba un pájaro y sentí por él un cariño chico, de tamaño de pájaro; pero lo más seguro es que en ese ya vertiginoso silencio no hubo más ruido que el también intemporal de los grillos. El fácil pensamiento Estoy en mil novecientos y tantos dejó de ser unas cuantas aproximativas palabras y se profundizó a realidad. Me sentí muerto, me sentí percibidor abstracto del mundo: indefinido temor imbuido de ciencia que es la mejor claridad de la metafísica. No creí, no, haber remontado las presuntivas aguas del Tiempo; más bien me sospeché poseedor del sentido reticente o ausente de la inconcebible palabra eternidad. Sólo después alcancé a definir esa imaginación.
La escribo, ahora, así: Esa pura representación de hechos homogéneos —noche en serenidad, parecita límpida, olor provinciano de la madreselva, barro fundamental— no es meramente idéntica a la que hubo en esa esquina hace tantos años; es, sin parecidos ni repeticiones, la misma. El tiempo, si podemos intuir francamente esa identidad, es una delusión: la indisolubilidad de un momento de su aparente ayer y otro de su aparente hoy, basta para desordenarlo.
Es evidente que el número de tales momentos humanos no es infinito. Los elementales —los de sufrimiento físico y goce físico, los de acercamiento del sueño, los de la audición de una sola música, los de mucha intensidad o mucho desgano— son más impersonales aún. Derivo de antemano esta conclusión: la vida es demasiado pobre para no ser también inmortal. Pero ni siquiera tenemos la seguridad de nuestra pobreza, puesto que el tiempo, fácilmente refutable en lo sensitivo, no lo es también en lo intelectual, de cuya esencia parece inseparable el concepto de sucesión. Quede, pues, en anécdota emocional la vislumbrada idea y en la confesa irresolución de esta hoja el momento verdadero de éxtasis y la insinuación posible de eternidad de que esa noche no me fue avara.




Borges, El Idioma de los argentinos
Buenos Aires, Gleizer, 1928
Intervenido por Xul Solar. Colección Museo Xul Solar



Borges, El Idioma de los argentinos
Buenos Aires, Gleizer, 1928
Intervenido por Xul Solar. Colección Museo Xul Solar



En  El idioma de los argentinos (1928)



13/4/15

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Afinidad con Sarmiento ("En diálogo", I, 115)







Osvaldo Ferrari: Una figura, de la cual usted se ha ocupado muchas veces, Borges, es la de Sarmiento.

Jorge Luis Borges: Sí, yo he escrito sobre Sarmiento, he prologado una edición de Recuerdos de Provincia, y me he referido muchas veces a él. Yo creo que Sarmiento y Almafuerte son los dos hombres de genio que ha dado este país. En cuanto a Sarmiento, puedo hablar —no sé si con imparcialidad, más bien con entusiasmo—, pero puedo hablar porque no hay ninguna vinculación política entre mi familia y él; al contrario, mi abuelo, el coronel Borges, bueno, se hizo matar después de la capitulación de Mitre, que fue derrotado por Arias en la batalla de La Verde —o en la batallita de La Verde sería—, pero, en fin, en las batallitas o en las pequeñas guerras se muere como en las batallas y en las grandes guerras. La batalla de La Verde fue en 1874, y había una superioridad numérica de parte de los revolucionarios, de parte de los "mitristas". Pero había una ventaja —una superioridad técnica de parte de los otros— porque, por primera vez en este país, se usaron los rifles Remington, que habían sido importados de los Estados Unidos, donde, sin duda, habrían servido en la Guerra de Secesión. En cambio, los revolucionarios eran muchos más; parece que habían recorrido la provincia de Buenos Aires juntando gente. Esa gente eran los peones de las estancias; los estancieros pensaban que no tenían por qué arriesgarse, ¿no? Pero mandaron a sus peones, como ocurrió en la revolución de Aparicio Saravia, en que los estancieros mandaron a sus peones. Por ejemplo, mi tío, Francisco Haedo, creo que mandó a muchos.

—Cuando usted habla de Whitman, Borges, cuando usted compara a Whitman con Adán, yo tiendo a recordar a Sarmiento en este país que, en muchos campos, también se ha comportado como Adán.

—Es cierto, yo no había pensado en eso, pero es verdad. Ahora, claro que Whitman se compara con Adán; hay un poema de él en que se compara con Adán temprano por la mañana, lo que da una linda imagen —no sé si para Whitman que escribió el libro, pero sí para el Walt Whitman que tiene algo de adánico, o adámico, como dice él.

—Whitman sería un Adán en lo literario, un Adán de la palabra. Y Sarmiento, sí, también de la palabra, pero además de los hechos, de los hechos concretos: de la vida política, de la vida democrática. Usted me decía que hasta los eucaliptus, y hasta ciertos pájaros fueron traídos al país por él.

—Los gorriones y los eucaliptus, que ya son parte del paisaje argentino, y fueron traídos de Australia, de donde son originarios. Tengo un recuerdo sobre los eucaliptus: hubo una epidemia de gripe española después de la Primera Guerra; entonces había grandes calderas en que quemaban hojas de eucaliptus —se suponía que era curativo—, eso fue en Ginebra, y yo olí el eucaliptus, que hacía tanto tiempo no olía, y pensé: "Caramba, estoy en el hotel Las Delicias en Adrogué, o en la quinta nuestra La Rosalinda". Me sentí otra vez en Adrogué, por obra del olor de esos eucaliptus, que se suponían curativos, en el año 1918, en Ginebra.

—Vuelvo a Sarmiento, para recordar el hecho de que él identificaba su propia vida con la vida del país. Es decir, como si se tratara de un crecimiento al unísono, como si crecieran juntos, en aquel momento.

—Es cierto, y la nostalgia de todo eso encuentra su expresión en el Facundo. Yo creo que lo que se ha escrito contra el Facundo de Sarmiento es falso. Porque para nosotros, Facundo es menos el hombre histórico Facundo Quiroga —a quien Rosas hizo asesinar en Barranca Yaco, según nadie ignora—, que el Facundo de la imaginación de Sarmiento; el Facundo soñado por Sarmiento. De modo que no importa que se encuentren datos contrarios a ese sueño, ya que ese sueño es el que perdura. Y si recordamos a Facundo —es que realmente tuvo mucha suerte Facundo Quiroga, porque le tocó ser asesinado de un modo dramático: en una galera, por la partida comandada por influencia del libro.

—En ese sentido, Sarmiento dice que Facundo fue lo que fue, no por accidente de su carácter, sino por antecedentes inevitables y ajenos a su voluntad.

—Y eso puede decirse de todos los hombres, claro, sobre todo si son fatalistas.

—Usted lo ha dicho respecto de Oscar Wilde.

—Sí, como yo no creo en el libre albedrío, pienso que podría decirse eso de todos los hombres del mundo, y de toda la historia universal.

—Sin embargo, Sarmiento agregaba que Facundo era un espejo en el que se reflejaban algunos movimientos sociales de la época.

—Bueno, él lo ve a Facundo como a un precursor de Rosas.

—Claro.

—Que lo hizo asesinar, pero eso no importa. Yo había empezado a decirle que, por lo que yo sepa, mis mayores no fueron partidarios de Sarmiento, sino sus enemigos, ¿no?, y una prueba de ello es que mi abuelo muere en esa revolución mitrista, muere en La Verde. Yo estuve en el campo de batalla de La Verde, y hay un error que yo quisiera aprovechar esta ocasión para corregir; hay una placa con una inscripción en el lugar, en la inscripción se lee que ahí las fuerzas revolucionarias comandadas por el coronel Borges, que cayó en la acción, fueron derrotadas por el coronel o el general Arias. Pero no, no es así, además es absurdo, porque si Mitre comandaba la acción, no iba a delegar el mando de las fuerzas en uno de sus coroneles. Ahí estaba también el coronel Machado, Benito Machado; estaba mi abuelo, el coronel Francisco Borges, había dos coroneles más. Pero, para no decir que Mitre fue derrotado, porque eso sería mal visto por el diario La Nación, por ejemplo, se dice que las fuerzas estaban comandadas por mi abuelo, lo cual es evidentemente falso, y que él cayó en la acción. No, él se hizo matar después, después de la acción; y él no pudo comandar las fuerzas, ya que un general que comanda una revolución, no va a delegar el mando de esas fuerzas en un coronel, por razones jerárquicas, además. De modo que ahí, en esa placa, lo hacen a mi abuelo comandar la batalla, y lo hacen también ser derrotado. Bueno, él fue derrotado como todos los que formaban parte de esas fuerzas revolucionarias, pero no fue él quien fue derrotado, fue Mitre, pero como no conviene decir que Mitre fue derrotado, ahí hacen que mi abuelo comande la acción y sea el derrotado. Es todo falso.

—Creo que esta vez, Borges, queda del todo aclarada esta situación histórica.

—Sí.

—Se sostiene, Borges, que la pluma, en el tiempo, que sería equivalente a la de Sarmiento, es la suya.

—Bueno, eso es absurdo (ríen ambos). Lo que se puede decir es que la pluma, en este caso, es más que la espada; ya que es más importante lo que escribió Sarmiento que el hecho, bueno, de las acciones militares de él, ¿no?

—Pero lo curioso es que, en su época, un gran escritor podía llegar a ser presidente de la República, ¿no es cierto?

—Sí, y creo que el genio de Sarmiento no fue retaceado por nadie; salvo por Groussac: ahora parece que Sarmiento —según un epígrafe del artículo de Groussac sobre él— le entregaba sus cuartillas a Groussac para que las limara, desde el punto de vista literario. Pero, cuando muere Sarmiento, Groussac publica un artículo en el cual empieza diciendo: "Sarmiento es la mitad de un genio"; lo cual —como me dijo Alberto Gerchunoff una vez— no quiere decir absolutamente nada. Porque, ¿qué es eso de ser la mitad de un genio?; ¿acaso el genio puede ser subdividido?; ¿acaso significa algo decir: "la mitad de" refiriéndose a algo mental?, ya que "la mitad de" parece referirse a algo cuantitativo y no cualitativo. Entonces "la mitad de un genio" no quiere decir nada, como me dijo Gerchunoff una vez. Gerchunoff, que fue quizá el único amigo de Lugones.

—Pero hay otro aspecto que me parece importante que mencionemos, Borges, en Sarmiento. Y es la manera en que él resuelve esa permanente dicotomía, ese encuentro y desencuentro entre...

—Civilización y barbarie...

—No, entre...

—Sí, pero ahora es más complicado, porque antes la barbarie correspondía a la campaña; la civilización —como etimológicamente puede decirse— a la ciudad. En cambio, ahora parece que no; parece que ahora tenemos una barbarie que corresponde a la ciudad también, que ha creado lo industrial, desde luego.

—Yo me refería a la dicotomía europeísmo-americanismo, porque Sarmiento la resuelve con espíritu universal. Y eso marca, en nuestra cultura, una línea universalista, digamos.

—Y yo lo resolvería así también.

—Claro, por eso digo, fue dignamente continuado.

—Porque en su tiempo, se suponía que la barbarie era lo rústico. Pero ahora, lo industrial ha creado un tipo de barbarie ciudadana también, ya que las fábricas parecen corresponder más a la ciudad que al campo.

—Pero eso aquí y en todo el mundo.

—Aquí y en todo el mundo, sí.

—¿La barbarie tecnocrática?

—Sí, desde luego, ahora, desgraciadamente, seguimos padeciéndola. Por lo menos en la calle Maipú, ¿no? (ríe), que no es ciertamente rústica. Aunque mi madre la recordaba sin empedrar. Bueno, claro que todas las ciudades han empezado siendo campo. Recuerdo aquella broma de alguien que preguntó: ¿por qué no edifican las ciudades en el campo? y, precisamente es donde se edifican, ya que una ciudad no empieza siendo una ciudad sino un baldío, o siendo el campo directamente.

—Bueno, pero también se sigue cultivando entre nosotros esa universalidad, que estaba en Sarmiento, y usted sabe que sigue estando en el espíritu argentino.

—Yo creo que sí, y espero que esté en el mío también, aunque yo sea una parte ínfima de ese espíritu.

—Yo me permito confirmárselo.

—Bueno, muchísimas gracias.



En diálogo, I, 115
Prólogo, por Jorge Luis Borges (1985)
Prólogo, por Osvaldo Ferrari (1998)
Imagen: Busto de DFS por Vittoria, 1934
Escuela Modelo De Catedral al Norte (Bs.As.) por él fundada en 1860
Foto Patricia Damiano Vía




12/4/15

Jorge Luis Borges: Dos poemas dedicados a Francisco López Merino*









Ha soñado el espejo en que Francisco López Merino 
y su imagen se vieron por última vez
(Fragmento de Alguien sueña
en J. L. Borges, Los conjurados)



A Francisco López Merino

Si te cubriste, por deliberada mano, de muerte,
si tu voluntad fue rehusar todas las mañanas del mundo,
es inútil que palabras rechazadas te soliciten,
predestinadas a imposibilidad y a derrota.

Sólo me queda entonces
decir el deshonor de las rosas que no supieron demorarte,
el oprobio del día que te permitió el balazo y el fin.

¿Qué sabrá oponer nuestra voz
a lo confirmado por la disolución, la lágrima, el mármol?
Pero hay ternuras que por ninguna muerte son menos:
las íntimas, indescifrables noticias que nos cuenta la música,
la patria que condesciende a higuera y aljibe,
la gravitación del amor, que nos justifica.

Pienso en ellas y pienso también, amigo escondido,
que tal vez a imagen de la predilección, obramos la muerte,
que la supiste de campanas, niña y graciosa,
hermana de tu aplicada letra de colegial,
y que hubieras querido distraerte en ella como en un sueño.

Si esto es verdad y si cuando el tiempo nos deja,
nos queda un sedimento de eternidad, un gusto del mundo,
entonces es ligera tu muerte,
como los versos en que siempre estás esperándonos,
entonces no profanarán tu tiniebla
estas amistades que invocan.



Mayo, 20, 1928

Ahora es invulnerable como los dioses.
Nada en la tierra puede herirlo, ni el desamor de una mujer, ni la tisis, ni las ansiedades del verso, ni esa cosa blanca, la luna, que ya no tiene que fijar en palabras.
Camina lentamente bajo los tilos; mira las balaustradas y las puertas, no para recordarlas.
Ya sabe cuántas noches y cuántas mañanas le faltan.
Su voluntad le ha impuesto una disciplina precisa. Hará determinados actos, cruzará previstas esquinas, tocará un árbol o una reja, para que el porvenir sea tan irrevocable como el pasado.
Obra de esa manera para que el hecho que desea y que teme no sea otra cosa que el término final de una serie.
Camina por la calle 49; piensa que nunca atravesará tal o cual zaguán lateral.
Sin que lo sospecharan, se ha despedido ya de muchos amigos.
Piensa lo que nunca sabrá, si el día siguiente será un día de lluvia.
Se cruza con un conocido y le hace una broma. Sabe que este episodio será, durante algún tiempo, una anécdota.
Ahora es invulnerable como los muertos.
En la hora fijada, subirá por unos escalones de mármol. (Esto perdurará en la memoria de otros.)
Bajará al lavatorio; en el piso ajedrezado el agua borrará muy pronto la sangre. El espejo lo aguarda.
Se alisará el pelo, se ajustará el nudo de la corbata (siempre fue un poco dandy, como cuadra a un joven poeta) y tratará de imaginar que el otro, el del cristal, ejecuta los actos y que él, su doble, los repite. La mano no le temblará cuando ocurra el último. Dócilmente, mágicamente, ya habrá apoyado el arma contra la sien.
Así, lo creo, sucedieron las cosas.



* Francisco López Merino, poeta platense, amigo de Jorge Luis Borges 
Se suicidó, a los 23 años, el 22 de mayo de 1928 [Nota de Florencia Giani]

A Francisco López Merino se publicó en La Vida Literaria, Buenos Aires, Año I, n° 3, 1928
Luego en Cuaderno San Martín (1929), con variantes 


Mayo, 20, 1928:  Sur 316-317 (Enero-Abril 1969), pp. 1-2

Luego en Elogio de la sombra (1969)

Foto: Jorge Luis Borges y Francisco López Merino 

en el zoológico de Buenos Aires, 13 de agosto de 1926 
en cartulina firmada por ambos - Vía




11/4/15

Jorge Luis Borges: A cierta isla







¿Cómo invocarte, delicada Inglaterra?
Es evidente que no debo ensayar
la pompa y el estrépito de la oda,
ajena a tu pudor.
No hablaré de tus mares, que son el Mar,
ni del imperio que te impuso, isla íntima,
el desafío de los otros.
Mencionaré en voz baja unos símbolos:
Alicia, que fue un sueño del Rey Rojo,
que fue un sueño de Carroll, hoy un sueño,
el sabor del té y de los dulces,
un laberinto en el jardín,
un reloj de sol,
un hombre que extraña (y que a nadie dice que extraña)
el Oriente y las soledades glaciales
que Coleridge no vio
y que cifró en palabras precisas,
el ruido de la lluvia, que no cambia,
la nieve en la mejilla,
la sombra de la estatua de Samuel Johnson,
el eco de un laúd que perdura
aunque ya nadie pueda oírlo,
el cristal de un espejo que ha reflejado
la mirada ciega de Milton,
la constante vigilia de una brújula,
el Libro de los Mártires,
la crónica de oscuras generaciones
en las últimas páginas de una Biblia,
el polvo bajo el mármol,
el sigilo del alba.
Aquí estamos los dos, isla secreta.
Nadie nos oye.
Entre los dos crepúsculos
compartiremos en silencio cosas queridas.



En La cifra (1981)
Foto: Captura cortometraje Borges 75
Dirección G. Zorroaquín y Docampo Feijoó


10/4/15

Jorge Luis Borges: Laprida 1214






Por esa escalera he subido un número hoy secreto de veces; arriba me esperaba Xul-Solar. En ese hombre sonriente, de pómulos marcados y alto se conjugaban sangre prusiana, sangre eslava y sangre escandinava (su padre, Shulz, era del Báltico) y también sangre lombarda y sangre latina; su madre era del norte de Italia. Más importante es otra conjunción: la de muchos idiomas y religiones y, al parecer, de todas las estrellas, ya que era astrólogo. La gente, máxime en Buenos Aires, vive aceptando lo que se llama la realidad; Xul vivía reformando y recreando todas las cosas. Había urdido dos idiomas; uno, el creol, era el castellano aligerado de torpezas y enriquecido de inesperados neologismos. La palabra juguete le sugería un jugo malsano; prefería decir, por ejemplo, se toybesan, se toyquieran; asimismo decía: sansiéntese o, a una estupefacta señora argentina: le recomiendo el Tao, agregando: ¿cómo? ¿no coñezca el Tao Te Ching? El otro idioma era la panlengua, basada en la astrología. Había inventado también el panjuego, una suerte de complejo ajedrez duodecimal que se desenvolvía en un tablero de ciento cuarenta y cuatro casillas. Cada vez que me lo explicaba, sentía que era demasiado elemental y lo enriquecía de nuevas ramificaciones, de suerte que nunca lo aprendí. Solíamos leer juntos a William Blake, en especial los Libros Proféticos, cuya mitología él me explicaba y con la que no estaba siempre de acuerdo. Admiraba a Turner y a Paul Klee y tenía, en mil novecientos veintitantos, la osadía de no admirar a Picasso. Sospecho que sentía menos la poesía que el lenguaje, y que para él lo esencial era la pintura y la música. Fabricó un piano semicircular. Ni el dinero ni el éxito le importaban; vivía, como Blake o como Swedenborg, en el mundo de los espíritus. Profesaba el politeísmo; un solo Dios le parecía muy poco. En el Vaticano admiraba una sólida institución romana con sucursales en casi todas las ciudades del atlas. No he conocido una biblioteca más versátil y más deleitable que la suya. Me dio a conocer la Historia de la Filosofía de Deussen, que no empieza, como las otras, por Grecia sino por la India y la China y que consagra un capítulo a Gilgamesh. Murió en una de las islas del Tigre.
Le dijo a su mujer que mientras ella le tuviera la mano, él no se moriría. 
Al cabo de una noche, ella tuvo que dejarlo un instante, y, cuando volvió, Xul se había muerto.
Todo hombre memorable corre el albur de ser amonedado en anécdotas; yo ayudo ahora a que ese inevitable destino se cumpla.








En Atlas (1984)

Foto arriba: Kodama y Borges en el Museo Xul Solar (detalle)

Finca de Laprida 1214, Buenos Aires, 1984, ©Amanda Ortega

Al pie: Entrada al Museo Xul Solar, hoy, y frente del Museo (Laprida 1212 y 1214)

Fotos: Florencia Giani, abril 2015



9/4/15

Jorge Luis Borges: Yesterdays







De estirpe de pastores protestantes
y de soldados sudamericanos
que opusieron al godo y a las lanzas
del desierto su polvo incalculable,
soy y no soy. Mi verdadera estirpe
es la voz, que aún escucho, de mi padre,
conmemorando música de Swinburne,
y los grandes volúmenes que he hojeado,
hojeado y no leído, y que me bastan.
Soy lo que me contaron los filósofos.
El azar o el destino, esos dos nombres
de una secreta cosa que ignoramos,
me prodigaron patrias: Buenos Aires,
Nara, donde pasé una sola noche,
Ginebra, las dos Córdobas, Islandia...
Soy el cóncavo sueño solitario
en que me pierdo o trato de perderme,
la servidumbre de los dos crepúsculos,
las antiguas mañanas, la primera
vez que vi el mar o una ignorante luna,
sin su Virgilio y sin su Galileo.
Soy cada instante de mi largo tiempo,
cada noche de insomnio escrupuloso,
cada separación y cada víspera.
Soy la errónea memoria de un grabado
que hay en la habitación y que mis ojos,
hoy apagados, vieron claramente:
el Jinete, la Muerte y el Demonio.
Soy aquel otro que miró el desierto
y que en su eternidad sigue mirándolo.
Soy un espejo, un eco. El epitafio.



En La cifra (1981)
Foto original color: 
Borges entrevistado en su casa, 1984 Carlos Goldin


8/4/15

Jorge Luis Borges: Postal con busto de Sarmiento, escrita a Leonor Acevedo desde Resistencia







Dearest Mother: De Resistencia, que no es una gran ciudad (y quizá, agregaría Paul Groussac, el epíteto huelga), te dará una idea suficientemente monótona y desarreglada la imagen del reverso. El hotel es una versión territorial del hotel provinciano de Santiago. La gente es muy simpática; anoche comí con una hija de Gerchunoff y con su marido. Ayer hablé (entiendo que bien) sobre los poetas gauchescos: "Vaya un cielito rabioso", etc.; hoy sobre Almafuerte; mañana sobre Banchs y Lugones. Afectos y un abrazo. 
¿Qué tal Folio on Mary White, o lo que sea? 
Georgie 

Los días son calurosos; las noches (a juzgar por la única que he pasado) son más bien frías.




En Nicolás Helft, Borges. Postales de una biografía
Buenos Aires, Emecé, 2013 
Vía La Nación



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