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Jorge Luis Borges: Nathaniel Hawthorne*







Empezaré la historia de las letras americanas con la historia de una metáfora; mejor dicho, con algunos ejemplos de esa metáfora. No sé quién la inventó —es quizá un error suponer que puedan inventarse metáforas. Las verdaderas, las que formulan íntimas conexiones entre una imagen y otra, han existido siempre; las que aún podemos inventar son las falsas, las que no vale la pena inventar. Esta que digo es la que asimila los sueños a una función de teatro. En el siglo XVII, Quevedo la formuló en el principio del Sueño de la muerte; Luis de Góngora, en el soneto Varia imaginación, donde leemos:
El sueño, autor de representaciones,
en su teatro sobre el viento armado,
sombras suele vestir de bulto bello.
En el siglo XVIII, Addison lo dirá con más precisión. «El alma, cuando sueña —escribe Addison—, es teatro, actores y auditorio.» Mucho antes, el persa Umar Khyyam había escrito que la historia del mundo es una representación que Dios, el numeroso Dios de los panteístas, planea, representa y contempla, para distraer su eternidad; mucho después, el suizo Jung, en encantadores y, sin duda, exactos volúmenes, equipara las invenciones literarias a las invenciones oníricas, la literatura a los sueños.
Si la literatura es un sueño, un sueño dirigido y deliberado, pero fundamentalmente un sueño, está bien que los versos de Góngora sirvan de epígrafe a esta historia de las letras americanas y que inauguremos con el examen de Hawthorne, el soñador. Algo anteriores en el tiempo hay otros escritores americanos —Fenimore Cooper, una suerte de Eduardo Gutiérrez infinitamente inferior a Eduardo Gutiérrez; Washington Irving, urdidor de agradables españoladas— pero podemos olvidarlos sin riesgo.
Hawthorne nació en 1804, en el puerto de Salem. Salem adolecía, ya entonces, de dos rasgos anómalos en América; era una ciudad, aunque pobre, muy vieja, era una ciudad en decadencia. En esa vieja y decaída ciudad de honesto nombre bíblico, Hawthorne vivió hasta 1836; la quiso con el triste amor que inspiran las personas que no nos quieren, los fracasos, las enfermedades, las manías; esencialmente no es mentira decir que no se alejó nunca de ella. Cincuenta años después, en Londres o en Roma, seguía en su aldea puritana de Salem; por ejemplo, cuando desaprobó que los escultores, en pleno siglo XIX, labraran estatuas desnudas…
Su padre, el capitán Nathaniel Hawthorne, murió en 1808, en las Indias Orientales, en Surinam, de fiebre amarilla; uno de sus antepasados, John Hawthorne, fue juez en los procesos de hechicería de 1692, en los que diecinueve mujeres, entre ellas una esclava, Tituba, fueron condenadas a la horca. En esos curiosos procesos (ahora el fanatismo tiene otras formas), Justice Hawthorne obró con severidad y sin duda con sinceridad. «Tan conspicuo se hizo —escribió Nathaniel, nuestro Nathaniel— en el martirio de las brujas, que es lícito pensar que la sangre de esas desventuradas dejó una mancha en él. Una mancha tan honda que debe perdurar en sus viejos huesos, en el cementerio de Charter Street, si ahora no son polvo.» Hawthorne agrega, después de ese rasgo pictórico: «No sé si mis mayores se arrepintieron y suplicaron la divina misericordia; yo, ahora, lo hago por ellos y pido que cualquier maldición que haya caído sobre mi raza, nos sea, desde el día de hoy, perdonada.» Cuando el capitán Hawthorne murió, su viuda, la madre de Nathaniel, se recluyó en su dormitorio, en el segundo piso. En ese piso estaban los dormitorios de las hermanas, Louisa y Elizabeth; en el último, el de Nathaniel. Esas personas no comían juntas y casi no se hablaban; les dejaban la comida en una bandeja, en el corredor. Nathaniel se pasaba los días escribiendo cuentos fantásticos; a la hora del crepúsculo de la tarde salía a caminar. Ese furtivo régimen de vida duró doce años. En 1837 le escribió a Longfellow: «Me he recluido; sin el menor propósito de hacerlo, sin la menor sospecha de que eso iba a ocurrirme. Me he convertido en un prisionero, me he encerrado en un calabozo, y ahora ya no doy con la llave, y aunque estuviera abierta la puerta, casi me daría miedo salir.» Hawthorne era alto, hermoso, flaco, moreno. Tenía un andar hamacado de hombre de mar. En aquel tiempo no había (sin duda felizmente para los niños) literatura infantil; Hawthorne había leído a los seis años el Pilgrim's Progress; el primer libro que compró con su plata fue The Faerie Queen, dos alegorías. También, aunque sus biógrafos no lo digan, la Biblia; quizá la misma que el primer Hawthorne, William Hawthorne de Wilton, trajo de Inglaterra con una espada, en 1630. He pronunciado la palabra alegorías; esa palabra es importante, quizá imprudente o indiscreta, tratándose de la obra de Hawthorne. Es sabido que Hawthorne fué acusado de alegorizar por Edgar Allan Poe y que éste opinó que esa actividad y ese género eran indefendibles. Dos tareas nos encaran: la primera, indagar si el género alegórico es, en efecto, ilícito; la segunda, indagar si Nathaniel Hawthorne incurrió en ese género. Que yo sepa, la mejor refutación de las alegorías es la de Croce; la mejor vindicación, la de Chesterton. Croce acusa a la alegoría de ser un fatigoso pleonasmo, un juego de vanas repeticiones, que en primer término nos muestra (digamos) a Dante guiado por Virgilio y Beatriz y luego nos explica, o nos da a entender, que Dante es el alma, Virgilio la filosofía o la razón o la luz natural y Beatriz la teología o la gracia. Según Croce, según el argumento de Croce (el ejemplo no es de él), Dante primero habría pensado: «La razón y la fe obran la salvación de las almas» o «La filosofía y la teología nos conducen al cielo» y luego, donde pensó razón o filosofía puso Virgilio y donde pensóteología o fe puso Beatriz, lo que sería una especie de mascarada. La alegoría, según esa interpretación desdeñosa, vendría a ser una adivinanza, más extensa, más lenta y mucho más incómoda que las otras. Sería un género  bárbaro o infantil, una distracción de la estética. Croce formuló esa refutación en 1907; en 1904, Chesterton ya la había refutado sin que aquél lo supiera. ¡Tan incomunicada y tan vasta es la literatura! La página pertinente de Chesterton consta en una monografía sobre el pintor Watts, ilustre en Inglaterra a fines del siglo XIX y acusado, como Hawthorne, de alegorismo. Chesterton admite que Watts ha ejecutado alegorías, pero niega que ese género sea culpable. Razona que la realidad es de una interminable riqueza y que el lenguaje de los hombres no agota ese vertiginoso caudal. Escribe: «El hombre sabe que hay en el alma tintes más desconcertantes, más innumerables y más anónimos que los colores de una selva otoñal. Cree, sin embargo que esos tintes en todas sus fusiones y conversiones, son representables con precisión por un mecanismo arbitrario de gruñidos y de chillidos. Cree que del interior de un bolsista salen realmente ruidos que significan todos los misterios de la memoria y todas las agonías del anhelo…» Chesterton infiere, después, que puede haber diversos lenguajes que de algún modo correspondan a la inasible realidad; entre esos muchos, el de las alegorías y fábulas.
En otras palabras: Beatriz no es un emblema de la fe, un trabajoso y arbitrario sinónimo de la palabra  fe; la verdad es que en el mundo hay una cosa —un sentimiento peculiar, un proceso íntimo, una serie de estados análogos— que cabe indicar por dos símbolos: uno, asaz pobre, el sonido fe; otro, Beatriz, la gloriosa Beatriz que bajó del cielo y dejó sus huellas en el Infierno para salvar a Dante. No sé si es válida la tesis de Chesterton; sé que una alegoría es tanto mejor cuanto sea menos reductible a un esquema, a un frío juego de abstracciones. Hay escritor que piensa por imágenes (Shakespeare o Donne o Víctor Hugo, digamos) y escritor que piensa por abstracciones (Benda o Bertrand Russell); a priori, los unos valen tanto como los otros, pero, cuando un abstracto, un razonador, quiere ser también imaginativo, o pasar por tal, ocurre lo denunciado por Croce. Notamos que un proceso lógico ha sido engalanado y disfrazado por el autor, «para deshonra del entendimiento del lector», como dijo Wordsworth. Es, para citar un ejemplo notorio de esa dolencia, el caso de José Ortega y Gasset, cuyo buen pensamiento queda obstruido por laboriosas y adventicias metáforas; es, muchas veces, el de Hawthorne. Por lo demás, ambos escritores son antagónicos. Ortega puede razonar, bien o mal, pero no imaginar; Hawthorne era hombre de continua y curiosa imaginación; pero refractario, digámoslo así al pensamiento. No digo que era estúpido; digo que pensaba por imágenes, por intuiciones, como suelen pensar las mujeres, no por un mecanismo dialéctico. Un error estético lo dañó: el deseo puritano de hacer de cada imaginación una fábula lo inducía a agregarles moralidades y a veces a falsearlas y a deformarlas. Se han conservado los cuadernos de apuntes en que anotaba, brevemente, argumentos; en uno de ellos, de 1836, está escrito: «Una serpiente es admitida en el estómago de un hombre y es alimentada por él, desde los quince a los treinta y cinco, atormentándolo horriblemente.» Basta con eso, pero Hawthorne se considera obligado a añadir: «Podría ser un emblema de la envidia o de otra malvada pasión.» Otro ejemplo, de 1838 esta vez: «Que ocurran acontecimientos extraños, misteriosos y atroces, que destruyan la felicidad de una persona. Que esa persona los impute a enemigos secretos y que descubra, al fin, que él es el único culpable y la causa. Moral, la felicidad está en nosotros mismos.» Otro, del mismo año: «Un hombre, en la vigilia, piensa bien de otro y confía en él, plenamente, pero lo inquietan sueños en que ese amigo obra como enemigo mortal. Se revela, al fin, que el carácter soñado era el verdadero. Los sueños tenían razón. La explicación sería la percepción instintiva de la verdad.» Son mejores aquellas fantasías puras que no buscan justificación o moralidad y que parecen no tener otro fondo que un oscuro terror. Esta, de 1838: «En medio de una multitud imaginar un hombre cuyo destino y cuya vida están en poder de otro, como si los dos estuviesen en un desierto». Ésta, que es una variación de la anterior y que Hawthorne apuntó cinco años después: «Un hombre de fuerte voluntad ordena a otro, moralmente sujeto a él, que ejecute un acto. El que ordena muere y el otro, hasta el fin de sus días, sigue ejecutando aquel acto.» (No sé de qué manera Hawthorne hubiera escrito ese argumento; no sé si hubiera convenido que el acto ejecutado fuera trivial o levemente horrible o fantástico o tal vez humillante). Éste, cuyo tema es también la esclavitud, la sujeción a otro: «Un hombre rico deja en su testamento su casa a una pareja pobre. Ésta se muda ahí; encuentra un sirviente sombrío que el testamento les prohíbe expulsar. Este los atormenta; se descubre, al fin, que es el hombre que les ha legado la casa.» Citaré dos bosquejos más, bastante curiosos, cuyo tema (no ignorado por Pirandello o por André Gide) es la coincidencia o confesión del plano estético y del plano común, de la realidad y del arte. He aquí el primero: «Dos personas esperan en la calle un acontecimiento y la aparición de los principales actores. El acontecimiento ya está ocurriendo y ellos son los actores.» El otro es más complejo: «Que un hombre escriba un cuento y compruebe que éste se desarrolla contra sus intenciones; que los personajes no obren como él quería; que ocurran hechos no previstos por él y que se acerque una catástrofe que él trate, en vano, de eludir. Ese cuento podría prefigurar su propio destino y uno de los personajes es él.» Tales juegos, tales momentáneas confluencias del mundo imaginario y del mundo real —del mundo que en el curso de la lectura simulamos que es real— son, o nos parecen, modernos. Su origen, su antiguo origen, está acaso en aquel lugar de la Ilíada en que Elena de Troya teje su tapiz y lo que teje son batallas y desventuras de la misma guerra de Troya. Ese rasgo tiene que haber impresionado a Virgilio, pues en la Eneida consta que Eneas, guerrero de la guerra de Troya, arribó al puerto de Cartago y vio esculpidas en el mármol de un templo escenas de esa guerra y, entre tantas imágenes de guerreros, también su propia imagen. A Hawthorne le gustaban esos contactos de lo imaginario y lo real, son reflejos y duplicaciones del arte; también se nota, en los bosquejos que he señalado, que propendía a la noción panteísta de que un hombre es los otros, de que un hombre es todos los hombres.
Algo más grave que las duplicaciones y el panteísmo se advierte en los bosquejos, algo más grave para un hombre que aspira a novelista, quiero decir. Se advierte que el estímulo de Hawthorne, que el punto de partida de Hawthorne era, en general, situaciones. Situaciones, no caracteres. Hawthorne primero imaginaba, acaso involuntariamente, una situación y buscaba después caracteres que la encarnaran. No soy un novelista, pero sospecho que ningún novelista ha procedido así: «Creo que Schomberg es real», escribió Joseph Conrad de uno de los personajes más memorables de su novela Victory y eso podría honestamente afirmar cualquier novelista de cualquier personaje. Las aventuras del Quijote no están muy bien ideadas, los lentos y antitéticos diálogos —razonamientos, creo que los llama el autor— pecan de inverosímiles, pero no cabe duda de que Cervantes conocía bien a Don Quijote y podía creer en él. Nuestra creencia en la creencia del novelista salva todas las negligencias y fallas. Qué importan hechos increíbles o torpes si nos consta que el autor los ha ideado, no para sorprender nuestra buena fe, sino para definir a sus personajes. Qué importan los pueriles escándalos y los confusos crímenes de la supuesta Corte de Dinamarca si creemos en el príncipe Hamlet. Hawthorne, en cambio, primero concebía una situación o una serie de situaciones, y después elaboraba la gente que su plan requería. Ese método puede producir, o permitir admirables cuentos, porque en ellos, en razón de su brevedad, la trama es más visible que los actores, pero no admirables novelas, donde la forma general (si la hay) sólo es visible al fin y donde un solo personaje mal inventado puede contaminar de irrealidad a quienes lo acompañan. De las razones anteriores podría, de antemano, inferirse que los cuentos de Hawthorne valen más que las novelas de Hawthorne. Yo entiendo que así es. Los veinticuatro capítulos que componen La letra escarlata abundan en pasajes memorables, redactados en buena y sensible prosa, pero ninguno de ellos me ha conmovido como la singular historia de Wakefield que está en los Twice-Told Tales. Hawthorne había leído en un diario, o simuló por fines literarios haber leído en un diario, el caso de un señor inglés que dejó a su mujer sin motivo alguno, se alojó a la vuelta de su casa, y ahí, sin que nadie lo sospechara, pasó oculto veinte años. Durante ese largo período, pasó todos los días frente a su casa o la miró desde la esquina, y muchas veces divisó a su mujer. Cuando lo habían dado por muerto, cuando hacía mucho tiempo que su mujer se había resignado a ser viuda, el hombre, un día, abrió la puerta de su casa y entró. Sencillamente, como si hubiera faltado unas horas. (Fue hasta el día de su muerte un esposo ejemplar.) Hawthorne leyó con inquietud el curioso caso y trató de entenderlo, de imaginarlo. Caviló sobre el tema; el cuento Wakefield es la historia conjetural de ese desterrado. Las interpretaciones del enigma pueden ser infinitas; veamos la de Hawthorne.
Este imagina a Wakefield un hombre sosegado, tímidamente vanidoso, egoísta, propenso a misterios pueriles, a guardar secretos insignificantes; un hombre tibio, de gran pobreza imaginativa y mental, pero capaz de largas y ociosas e inconclusas y vagas meditaciones; un marido constante, defendido por la pereza. Wakefield, en el atardecer de una día de octubre, se despide de su mujer. Le ha dicho —no hay que olvidar que estamos a principios del siglo XIX— que va a tomar la diligencia y que regresará, a más tardar, dentro de unos días. La mujer, que lo sabe aficionado a misterios inofensivos, no le pregunta las razones del viaje. Wakefield está de botas, de galera, de sobretodo; lleva paraguas y valijas. Wakefield —esto me parece admirable— no sabe aún lo que ocurrirá, fatalmente. Sale, con la resolución más o menos firme de inquietar o asombrar a su mujer, faltando una semana entera de casa. Sale, cierra la puerta de la calle, luego la entreabre y, un momento, sonríe. Años después, la mujer recordará esa sonrisa última. Lo imaginará en un cajón con la sonrisa helada en la cara, o en el paraíso, en la gloria, sonriendo con astucia y tranquilidad. Todos creerán que ha muerto y ella recordará esa sonrisa y pensará que, acaso, no es viuda. Wakefield, al cabo de unos cuantos rodeos, llega al alojamiento que tenía listo. Se acomoda junto a la chimenea y sonríe; está a la vuelta de su casa y ha arribado al término de su viaje. Duda, se felicita, le parece increíble ya estar ahí, teme que lo hayan observado y que lo denuncien. Casi arrepentido, se acuesta; en la vasta cama desierta tiende los brazos y repite en voz alta: «No dormiré solo otra noche.» Al otro día, se recuerda más temprano que de costumbre y se pregunta, con perplejidad, qué va a hacer. Sabe que tiene algún propósito, pero le cuesta definirlo. Descubre, finalmente, que su propósito es averiguar la impresión que una semana de viudez causará en la ejemplar señora de Wakefield. La curiosidad lo impulsa a la calle. Murmura: «Espiaré de lejos mi casa.» Camina, se distrae; de pronto se da cuenta que el hábito lo ha traído, alevosamente, a su propia puerta y que está por entrar. Entonces retrocede aterrado. ¿No lo habrán visto; no lo perseguirán? En una esquina se da vuelta y mira su casa; ésta le parece distinta, porque él ya es otro, porque una sola noche ha obrado en él, aunque él no lo sabe, una transformación. En su alma se ha operado el cambio moral que lo condenará a veinte años de exilio. Ahí, realmente, empieza la larga aventura. Wakefield adquiere una peluca rojiza. Cambia de hábitos; al cabo de algún tiempo ha establecido una nueva rutina. Lo aqueja la sospecha de que su ausencia no ha trastornado bastante a la señora Wakefield. Decide no volver hasta haberle dado un buen susto. Un día el boticario entra en la casa, otro día el médico. Wakefield se aflige, pero teme que su brusca reaparición pueda agravar el mal. Poseído, deja correr el tiempo; antes pensaba: «Volveré en tantos días», ahora, «en tantas semanas». Y así pasan diez años. Hace ya mucho que no sabe que su conducta es rara. Con todo el tibio afecto de que su corazón es capaz, Wakefield sigue queriendo a su mujer y ella está olvidándolo. Un domingo por la mañana se cruzan los dos en la calle, entre las muchedumbres de Londres. Wakefield ha enflaquecido; camina oblicuamente, como ocultándose, como huyendo; su frente baja está como surcada de arrugas; su rostro que antes era vulgar, ahora es extraordinario, por la empresa extraordinaria que ha ejecutado. En sus ojos chicos la mirada acecha o se pierde. La mujer ha engrosado; lleva en la mano un libro de misa y toda ella parece un emblema de plácida y resignada viudez. Se ha acostumbrado a la tristeza y no la cambiaría, tal vez, por la felicidad. Cara a cara, los dos se miran en los ojos. La muchedumbre los aparta, los pierde. Wakefield huye a su alojamiento, cierra la puerta con dos vueltas de llave y se tira en la cama donde lo trabaja un sollozo. Por un instante ve la miserable singularidad de su vida. «¡Wakefield, Wakefield! ¡Estás loco!», se dice. Quizá lo está. En el centro de Londres se ha desvinculado del mundo. Sin haber muerto ha renunciado a su lugar y a sus privilegios entre los hombres vivos. Mentalmente sigue viviendo junto a su mujer en su hogar. No sabe, o casi nunca sabe, que es otro. Repite «pronto regresaré» y no piensa que hace veinte años que está repitiendo lo mismo. En el recuerdo los veinte años de soledad le parecen un interludio, un mero paréntesis. Una tarde, una tarde igual a otras tardes, a las miles de tardes anteriores, Wakefield mira su casa. Por los cristales ve que en el primer piso han encendido el fuego; en el moldeado cielo raso las llamas lanzan grotescamente la sombra de la señora Wakefield. Rompe a llover; Wakefield siente una racha de frío. Le parece ridículo mojarse cuando ahí tiene su casa, su hogar. Sube pesadamente la escalera y abre la puerta. En su rostro juega, espectral, la taimada sonrisa que conocemos. Wakefield ha vuelto, al fin. Hawthorne no nos refiere su destino ulterior, pero nos deja adivinar que ya estaba, en cierto modo, muerto. Copio las palabras finales: «En el desorden aparente de nuestro misterioso mundo, cada hombre está ajustado a un sistema con tan exquisito rigor —y los sistemas entre sí, y todos a todo— que el individuo que se desvía un solo momento, corre el terrible albur de perder para siempre su lugar. Corre el albur de ser, como Wakefield, el Paria del Universo».
En esta breve y ominosa parábola —que data de 1835— ya estamos en el mundo de Herman Melville, en el mundo de Kafka. Un mundo de castigos enigmáticos y de culpas indescifrables. Se dirá que ello nada tiene de singular, pues el orbe de Kafka es el judaísmo, y el de Hawthorne, las iras y los castigos del Viejo Testamento. La observación es justa, pero su alcance no rebasa la ética, y entre la horrible historia de Wakefield y muchas historias de Kafka, no sólo hay una ética común sino una retórica. Hay, por ejemplo, la honda trivialidad del protagonista, que contrasta con la magnitud de su perdición y que lo entrega, aún más desvalido, a las Furias. Hay el fondo borroso, contra el cual se recorta la pesadilla. Hawthorne, en otras narraciones, invoca un pasado romántico; en ésta se limita a un Londres burgués, cuyas multitudes le sirven, por lo demás, para ocultar al héroe.
Aquí, sin desmedro alguno de Hawthorne, yo desearía intercalar una observación. La circunstancia, la extraña circunstancia, de percibir en un cuento de Hawthorne, redactado a principios del siglo XIX, el sabor mismo de los cuentos de Kafka que trabajó a principios del siglo XX, no debe hacernos olvidar que el sabor de Kafka ha sido creado, ha sido determinado, por Kafka. Wakefield prefigura a Franz Kafka, pero éste modifica, y afina, la lectura de Wakefield. La deuda es mutua; un gran escritor crea a sus precursores. Los crea y de algún modo los justifica. Así ¿qué sería de Marlowe sin Shakespeare? El traductor y crítico Malcolm Cowley ve en Wakefield una alegoría de la curiosa reclusión de Nathaniel Hawthorne. Schopenhauer ha escrito, famosamente, que no hay acto, que no hay pensamiento, que no hay enfermedad que no sean voluntarios; si hay verdad en esa opinión, cabría conjeturar que Nathaniel Hawthorne se apartó muchos años de la sociedad de los hombres para que no faltara en el universo, cuyo fin es acaso la variedad, la singular historia de Wakefield. Si Kafka hubiera escrito esa historia, Wakefield no hubiera conseguido, jamás, volver a su casa; Hawthorne le permite volver, pero su vuelta no es menos lamentable ni menos atroz que su larga ausencia.
Una parábola de Hawthorne que estuvo a punto de ser magistral y que no lo es, pues la ha dañado la preocupación de la ética, es la que se titula Earth's Holocaust: el Holocausto de la Tierra. En esa ficción alegórica, Hawthorne prevé un momento en que los hombres, hartos de acumulaciones inútiles, resuelven destruir el pasado. En el atardecer se congregan, para ese fin, en uno de los vastos territorios del oeste de América. A esa llanura occidental llegan hombres de todos los confines del mundo. En el centro hacen una altísima hoguera que alimentan con todas las genealogías, con todos los diplomas, con todas las medallas, con todas las órdenes, con todas las ejecutorias, con todos los escudos, con todas las coronas, con todos los cetros, con todas las tiaras, con todas las púrpuras, con todos los doseles, con todos los tronos, con todos los alcoholes, con todas las bolsas de café, con todos los cajones de té, con todos los cigarros, con todas las cartas de amor, con toda la artillería, con todas las espadas, con todas las banderas, con todos los tambores marciales, con todos los instrumentos de tortura, con todas las guillotinas, con todas las horcas, con todos los metales preciosos, con todo el dinero, con todos los títulos de propiedad, con todas las constituciones y códigos, con todos los libros, con todas las mitras, con todas las dalmáticas, con todas las sagradas escrituras que hoy pueblan y fatigan la Tierra. Hawthorne ve con asombro la combustión y con algún escándalo; un hombre de aire pensativo le dice que no debe alegrarse ni entristecerse, pues la vasta pirámide de fuego no ha consumido sino lo que era consumible en las cosas. Otro espectador —el demonio— observa que los empresarios del holocausto se han olvidado de arrojar lo esencial, el corazón humano, donde está la raíz de todo pecado, y que sólo han destruido unas cuantas formas. Hawthorne concluye así: «El corazón, el corazón, esa es la breve esfera ilimitada en la que radica la culpa de lo que apenas son unos símbolos el crimen y la miseria del mundo. Purifiquemos esa esfera interior, y las muchas formas del mal que entenebrecen este mundo visible huirán como fantasmas, porque si no rebasamos la inteligencia y procuramos, con ese instrumento imperfecto, discernir y corregir lo que nos aqueja, toda nuestra obra será un sueño. Un sueño tan insustancial que nada importa que la hoguera, que he descrito con tal fidelidad, sea lo que llamamos un hecho real y un fuego que chamusque las manos o un fuego imaginado y una parábola». Hawthorne, aquí, se ha dejado arrastrar por la doctrina cristiana, y específicamente calvinista, de la depravación ingénita de los hombres y no parece haber notado que su parábola de una ilusoria destrucción de todas las cosas es capaz de un sentido filosófico y no sólo moral. En efecto, si el mundo es el sueño de Alguien, si hay Alguien que ahora está soñándonos que sueña la historia del universo, como es doctrina de la escuela idealista, la aniquilación de las religiones y de las artes, el incendio general de las bibliotecas, no importa mucho más que la destrucción de los muebles de un sueño. La mente que una vez los soñó volverá a soñarlos; mientras la mente siga soñando, nada se habrá perdido. La convicción de esta verdad, que parece fantástica, hizo que Schopenhauer, en su libro Parerga und Paralipomena, comparara la historia a un calidoscopio, en el que cambian las figuras, no los pedacitos de vidrio, a una eterna y confusa tragicomedia en la que cambian los papeles y máscaras, pero no los actores. Esa misma intuición de que el universo es una proyección de nuestra alma y de que la historia universal está en cada hombre, hizo escribir a Emerson el poema que se titula History.
En lo que se refiere a la fantasía de abolir el pasado, no sé si cabe recordar que ésta fue ensayada en la China, con adversa fortuna, tres siglos antes de Jesús. Escribe Herbert Allen Giles: «El ministro Li Su propuso que la historia comenzara con el nuevo monarca, que tomó el título de Primer Emperador. Para tronchar las vanas pretensiones de la antigüedad, se ordenó la confiscación y quemazón de todos los libros, salvo los que enseñaran agricultura, medicina o astrología. Quienes ocultaron sus libros, fueron marcados con un hierro candente y obligados a trabajar en la construcción de la Gran Muralla. Muchas obras valiosas perecieron; a la abnegación y al valor de oscuros e ignorados hombres de letras debe la posteridad la conservación del canon de Confucio. Tantos literatos, se dice, fueron ejecutados por desacatar las órdenes imperiales, que en invierno crecieron melones en el lugar donde los habían enterrado». En Inglaterra, al promediar el siglo XVII, ese mismo propósito resurgió, entre los puritanos, entre los antepasados de Hawthorne. «En uno de los parlamentos populares convocados por Cromwell —refiere Samuel Johnson— se propuso muy seriamente que se quemaran los archivos de la Torre de Londres, que se borrara toda memoria de las cosas pretéritas y que todo el régimen de la vida recomenzara.» Es decir, el propósito de abolir el pasado ya ocurrió en el pasado y —paradójicamente— es una de las pruebas de que el pasado no se puede abolir. El pasado es indestructible; tarde o temprano vuelven todas las cosas, y una de las cosas que vuelven es el proyecto de abolir el pasado.
Como Stevenson, también hijo de puritanos, Hawthorne no dejó de sentir nunca que la tarea de escritor era frívola o, lo que es peor, culpable. En el prólogo de la Letra escarlata, imagina a las sombras de sus mayores mirándolo escribir su novela. El pasaje es curioso. «¿Qué estará haciendo? —dice una antigua sombra a las otras—. ¡Está escribiendo un libro de cuentos! ¿Qué oficio será ese, qué manera de glorificar a Dios o de ser útil a los hombres, en su día y generación? Tanto le valdría a ese descastado ser violinista.» El pasaje es curioso, porque encierra una suerte de confidencia y corresponde a escrúpulos íntimos. Corresponde también al antiguo pleito de la ética y de la estética o, si se quiere, de la teología y la estética. Uno de sus primeros testimonios consta en la Sagrada Escritura y prohíbe a los hombres que adoren ídolos. Otro es el de Platón, que en el décimo libro de la República razona de este modo: «Dios crea el Arquetipo (la idea original) de la mesa; el carpintero, un simulacro». Otro es el de Mahoma, que declaró que toda representación de una cosa viva comparecerá ante el Señor, el día del Juicio Final. Los ángeles ordenarán al artífice que la anime; éste fracasará y lo arrojarán al Infierno, durante cierto tiempo. Algunos doctores musulmanes pretenden que sólo están vedadas las imágenes capaces de proyectar una sombra (las esculturas)… De Plotino se cuenta que estaba casi avergonzado de habitar en un cuerpo y que no permitió a los escultores la perpetuación de sus rasgos. Un amigo le rogaba una vez que se dejara retratar; Plotino le dijo: «Bastante me fatiga tener que arrastrar este simulacro en que la naturaleza me ha encarcelado. ¿Consentiré además que se perpetúe la imagen de esta imagen?».
Nathaniel Hawthorne desató esa dificultad (que no es ilusoria) de la manera que sabemos; compuso moralidades y fábulas; hizo o procuró hacer del arte una función de la conciencia. Así para concretarnos a un solo ejemplo, la novela The House of the Seven Gables (La casa de los siete tejados) quiere mostrar que el mal cometido por una generación perdura y se prolonga en las subsiguientes, como una suerte de castigo heredado. Andrew Lang ha confrontado esa novela con las de Emilio Zola, o con la teoría de las novelas de Emilio Zola; salvo un asombro momentáneo, no sé qué utilidad puede rendir la aproximación de esos nombres heterogéneos. Que Hawthorne persiguiera, o tolerara, propósito de tipo moral no invalida, no puede invalidar, su obra. En el decurso de una vida consagrada menos a vivir que a leer, he verificado muchas veces que los propósitos y teorías literarias no son otra cosa que estímulos y que la obra final suele ignorarlos y hasta contradecirlos. Si en el autor hay algo, ningún propósito, por baladí o erróneo que sea, podrá afectar, de un modo irreparable, su obra. Un autor puede adolecer de prejuicios absurdos, pero su obra, si es genuina, si responde a una genuina visión, no podrá ser absurda. Hacia 1916, los novelistas de Inglaterra y de Francia creían (o creían que creían) que todos los alemanes eran demonios; en sus novelas, sin embargo, los presentaban como seres humanos. En Hawthorne, siempre la visión germinal era verdadera; lo falso, lo eventualmente falso, son las moralidades que agregaba en el último párrafo o los personajes que ideaba, que armaba, para representarla. Los personajes de la Letra escarlata —especialmente Hester Prynne, la heroína— son más independientes, más autónomos, que los de otras ficciones suyas; suelen asemejarse a los habitantes de la mayoría de las novelas y no son meras proyecciones de Hawthorne, ligeramente disfrazadas. Esta objetividad, esta relativa y parcial objetividad, es quizá la razón de que dos escritores tan agudos (y tan disímiles) como Henry James y Ludwig Lewisohn, juzguen que la Letra escarlata es la obra maestra de Hawthorne, su testimonio imprescindible. Yo me aventuro a diferir de esas autoridades. Quien anhele objetividad, quien tenga hambre y sed de objetividad, búsquela en Joseph Conrad o en Tolstoi; quien busque el peculiar sabor de Nathaniel Hawthorne, lo hallará menos en sus laboriosas novelas que en alguna página lateral o que en los leves y patéticos cuentos. No sé muy bien cómo razonar mi desvío; en las tres novelas americanas y en el Fauno de mármol sólo veo una serie de situaciones, urdidas con destreza profesional para conmover al lector, no una espontánea y viva actividad de la imaginación. Ésta (lo repito) ha obrado el argumento general y las digresiones, no la trabazón de los episodios y la psicología —de algún modo tenemos que llamarla— de los actores.
Johnson observa que a ningún escritor le gusta deber algo a sus contemporáneos; Hawthorne los ignoró en lo posible. Quizá obró bien; quizá nuestros contemporáneos —siempre— se parecen demasiado a nosotros, y quien busca novedades las hallará con más facilidad en los antiguos. Hawthorne, según sus biógrafos, no leyó a De Quincey, no leyó a Keats, no leyó a Víctor Hugo —que tampoco se leyeron entre ellos—. Groussac no toleraba que un americano pudiera ser original; en Hawthorne denunció «la notable influencia de Hoffmann»; dictamen que parece fundado en una equitativa ignorancia de ambos autores. La imaginación de Hawthorne es romántica; su estilo, a pesar de algunos excesos, corresponde al siglo XVIII, al débil fin del admirable sido XVIII.
He leído varios fragmentos del diario que Hawthorne escribió para distraer su larga soledad; he referido, siquiera brevemente, dos cuentos; ahora leeré una página del Marble Faun para que ustedes oigan a Hawthorne. El tema es aquel pozo o abismo que se abrió, según los historiadores latinos, en el centro del Foro y en cuya ciega hondura un romano se arrojó, armado y a caballo, para propiciar a los dioses. Reza el texto de Hawthorne:
"Resolvamos —dijo Kenyon— que éste es precisamente el lugar donde la caverna se abrió, en la que el héroe se lanzó con su buen caballo. Imaginemos el enorme y oscuro hueco, impenetrablemente hondo, con vagos monstruos y con caras atroces mirando desde abajo y llenando de horror a los ciudadanos que se habían asomado a los bordes. Adentro había, a no dudarlo, visiones proféticas (intimaciones de todos los infortunios de Roma), sombras de galos y de vándalos y de los soldados franceses. ¡Qué lástima que lo cerraron tan pronto! Yo daría cualquier cosa por un vistazo.
"Yo creo —dijo Miriam— que no hay persona que no eche una mirada a esa grieta, en momentos de sombra y de abatimiento, es decir, de intuición.
«Esa grieta —dijo su amigo— era sólo una boca del abismo de oscuridad que está debajo de nosotros, en todas partes. La sustancia más firme de la felicidad de los hombres es una lámina interpuesta sobre ese abismo y que mantiene nuestro mundo ilusorio. No se requiere un terremoto para romperla; basta apoyar el pie. Hay que pisar con mucho cuidado. Inevitablemente, al fin nos hundimos. Fue un tonto alarde de heroísmo el de Curcio cuando se adelantó a arrojarse a la hondura, pues Roma entera, como ven, ha caído adentro. El Palacio de los Césares ha caído, con un ruido de piedras que se derrumba. Todos los templos han caído, y luego han arrojado miles de estatuas. Todos los ejércitos y los triunfos han caído, marchando, en esa caverna, y tocaba la música marcial mientras se despeñaban…» Hasta aquí, Hawthorne. Desde el punto de vista de la razón (de la mera razón que no debe entrometerse en las artes) el ferviente pasaje que he traducido es indefendible. La grieta que se abrió en la mitad del foro es demasiadas cosas. En el curso de un solo párrafo es la grieta de que hablan los historiadores latinos y también es la boca del Infierno «con vagos monstruos y con caras atroces» y también es el horror esencial de la vida humana y también es el Tiempo, que devora estatuas y ejércitos, y también es la Eternidad, que encierra los tiempos. Es un símbolo múltiple, un símbolo capaz de muchos valores, acaso incompatibles. Para la razón, para el entendimiento lógico, esta variedad de valores puede constituir un escándalo, no así para los sueños que tienen su álgebra singular y secreta, y en cuyo ambiguo territorio una cosa puede ser muchas. Ese mundo de sueños es el de Hawthorne. Éste se propuso una vez escribir un sueño, «que fuera como un sueño verdadero, y que tuviera la incoherencia, las rarezas y la falta de propósito de los sueños» y se maravilló de que nadie, hasta el día de hoy, hubiera ejecutado algo semejante. En el mismo diario en que dejó escrito ese extraño proyecto —que toda nuestra literatura «moderna» trata vanamente de ejecutar, y que, tal vez, sólo ha realizado Lewis Carroll— anotó miles de impresiones triviales de pequeños rasgos concretos (el movimiento de una gallina, la sombra de una rama en la pared) que abarcan seis volúmenes, cuya inexplicable abundancia es la consternación de todos los biógrafos. «Parecen cartas agradables e inútiles —escribe con perplejidad Henry James— que se dirigiera a sí mismo un hombre que abrigara el temor de que las abrieran en el correo y que hubiera resuelto no decir nada comprometedor.» Yo tengo para mí que Nathaniel Hawthorne registraba, a lo largo de los años, esas trivialidades para demostrarse a sí mismo que él era real, para liberarse, de algún modo, de la impresión de irrealidad, de fantasmidad, que solía visitarlo.
En uno de los días de 1840 escribió: «Aquí estoy en mi cuarto habitual, donde me parece estar siempre. Aquí he concluido muchos cuentos, muchos que después he quemado; muchos que sin duda, merecen ese ardiente destino. Esta es una pieza embrujada, porque miles y miles de visiones han poblado su ámbito, y algunas ahora son visibles al mundo. A veces creía estar en la sepultura, helado y detenido y entumecido; otras, creía ser feliz… Ahora empiezo a comprender por qué fui prisionero tantos años en este cuarto solitario y por qué no pude romper sus rejas invisibles. Si antes hubiera conseguido evadirme, ahora sería duro y áspero y tendría el corazón cubierto de polvo terrenal… En verdad, sólo somos sombras…» En las líneas que acabo de transcribir, Hawthorne menciona «miles y miles de visiones». La cifra no es acaso una hipérbole; los doce tomos de las obras completas de Hawthorne incluyen ciento y tantos cuentos, y éstos son unos pocos de los muchísimos que abocetó en su diario. (Entre los concluidos hay uno —Mr. Higginbotham's Catastrophe [La muerte repetida]— que prefigura el género policial que inventaría Poe). Miss Margaret Fuller, que lo trató en la comunidad utópica de Brook Farm, escribió después: «De aquel océano sólo hemos tenido unas gotas», y Emerson, que también era amigo suyo, creía que Hawthorne no había dado jamás toda su medida. Hawthorne se casó en 1842, es decir, a los treinta y ocho años; su vida, hasta esa fecha, fue casi puramente imaginativa, mental. Trabajó en la aduana de Boston, fue cónsul de los Estados Unidos en Liverpool, vivió en Florencia, en Roma y en Londres, pero su realidad fue, siempre, el tenue mundo crepuscular, o lunar, de las imaginaciones fantásticas.
En el principio de esta clase he mencionado la doctrina del psicólogo Jung que equipara las invenciones literarias a las invenciones oníricas, la literatura a los sueños. Esta doctrina no parece aplicable a las literaturas que usan el idioma español, clientes del diccionario y de la retórica, no de la fantasía. En cambio, es adecuada a las letras de América del Norte. Éstas (como las de Inglaterra o las de Alemania) son más capaces de inventar que de transcribir, de crear que de observar. De ese rasgo, procede la curiosa veneración que tributan los norteamericanos a las obras realistas y que los mueve a postular, por ejemplo, que Maupassant es más importante que Hugo. La razón es que un escritor norteamericano tiene la posibilidad de ser Hugo; no, sin violencia, la de ser Maupassant. Comparada con la de los Estados Unidos, que ha dado varios hombres de genio, que ha influido en Inglaterra y en Francia, nuestra literatura argentina corre el albur de parecer un tanto provincial; sin embargo, en el siglo XIX, produjo algunas páginas de realismo —algunas admirables crueldades de Echeverría, de Ascasubi, de Hernández, del ignorado Eduardo Gutiérrez— que los norteamericanos no han superado (tal vez no han igualado) hasta ahora. Faulkner, se objetará, no es menos brutal que nuestros gauchescos. Lo es, ya lo sé, pero de un modo alucinatorio. De un modo infernal, no terrestre. Del modo de los sueños, del modo inaugurado por Hawthorne.
Este murió el dieciocho de mayo de 1864, en las montañas de New Hampshire. Su muerte fue tranquila y fue misteriosa, pues ocurrió en el sueño. Nada nos veda imaginar que murió soñando y hasta podemos inventar la historia que soñaba —la última de una serie infinita— y de qué manera la coronó o la borró la muerte. Algún día, acaso, la escribiré y trataré de rescatar con un cuento aceptable esta deficiente y harto digresiva lección.
Van Wyck Brooks, en The Flowering of New England, D. H. Lawrence en Studies in Classic American Litterature y Ludwig Lewisohn, en The Story of American Literature, analizan o juzgan la obra de Hawthorne. Hay muchas biografías. Yo he manejado la que Henry James redactó en 1879 para la serie English men of Letters, de Morley.
Muerto Hawthorne, los demás escritores heredaron su tarea de soñar. En la próxima clase estudiaremos, si lo tolera la indulgencia de ustedes, la gloria y los tormentos de Poe, en quien el sueño se exaltó a pesadilla.



* Texto de una conferencia dictada en el Colegio Libre de Estudios Superiores, en marzo de 1949

En Otras inquisiciones (1952)
Imagen: Portrait of  Nathaniel Hawthorne by Charles Osgood, 1841
Property of  Peabody Essex Museum in Salem, Massachusetts, USA Via
Post propuesto y selección: Francisco Alvez Francese [FB] 


31/3/15

Jorge Luis Borges: Los traductores de las 1001 Noches







1. El Capitán Burton

En Trieste, en 1872, en un palacio con estatuas húmedas y obras de salubridad deficientes, un caballero con la cara historiada por una cicatriz africana —el capitán Richard Francis Burton, cónsul inglés— emprendió una famosa traducción del Quitab alif laila ua laila, libro que también los rumíes llaman de las 1001 Noches. Uno de los secretos fines de su trabajo era la aniquilación de otro caballero (también de barba tenebrosa de moro, también curtido) que estaba compilando en Inglaterra un vasto diccionario y que murió mucho antes de ser aniquilado por Burton. Ése era Eduardo Lane, el orientalista, autor de una versión harto escrupulosa de las 1001 Noches, que había suplantado a otra de Galland. Lane tradujo contra Galland, Burton contra Lane; para entender a Burton hay que entender esa dinastía enemiga.

Empiezo por el fundador. Es sabido que Jean Antoine Galland era un arabista francés que trajo de Estambul una paciente colección de monedas, una monografía sobre la difusión del café, un ejemplar arábigo de las Noches y un maronita suplementario, de memoria no menos inspirada que la de Shahrazad. A ese oscuro asesor —de cuyo nombre no quiero olvidarme, y dicen que es Hanna— debemos ciertos cuentos fundamentales, que el original no conoce: el de Aladino, el de los Cuarenta Ladrones, el del príncipe Ahmed y el hada Peri Banú, el de Abulhasán el dormido despierto, el de la aventura nocturna de Harún Arrashid, el de las dos hermanas envidiosas de la hermana menor. Basta la sola enumeración de esos nombres para evidenciar que Galland establece un canon, incorporando historias que hará indispensables el tiempo y que los traductores venideros —sus enemigos— no se atreverían a omitir. Hay otro hecho innegable. Los más famosos y felices elogios de las 1001 Noches —el de Coleridge, el de Tomás De Quincey, el de Stendhal, el de Tennyson, el de Edgar Allan Poe, el de Newman— son de lectores de la traducción de Galland. Doscientos años y diez traducciones mejores han trascurrido, pero el hombre de Europa o de las Américas que piensa en las 1001 Noches, piensa invariablemente en esa primer traducción. El epíteto milyunanochesco (milyunanochero adolece de criollismo, milyunanocturno de divergencia) nada tiene que ver con las eruditas obscenidades de Burton o de Mardrus, y todo con las joyas y las magias de Antoine Galland.

Palabra por palabra, la versión de Galland es la peor escrita de todas, la más embustera y más débil, pero fue la mejor leída. Quienes intimaron con ella, conocieron la felicidad y el asombro. Su orientalismo, que ahora nos parece frugal, encandiló a cuantos aspiraban rapé y complotaban una tragedia en cinco actos. Doce primorosos volúmenes aparecieron de 1707 a 1717, doce volúmenes innumerablemente leídos y que pasaron a diversos idiomas, incluso el hindustani y el árabe. Nosotros, meros lectores anacrónicos del siglo veinte, percibimos en ellos el sabor dulzarrón del siglo dieciocho y no el desvanecido aroma oriental, que hace doscientos años determinó su innovación y su gloria. Nadie tiene la culpa del desencuentro y menos que nadie, Galland. Alguna vez, los cambios del idioma lo perjudican. En el prefacio de una traducción alemana de las 1001 Noches, el doctor Weil estampó que los mercaderes del imperdonable Galland se arman de una "valija con dátiles", cada vez que la historia los obliga a cruzar el desierto. Podría argumentarse que por 1710 la mención de los dátiles bastaba para borrar la imagen de la valija, pero es innecesario: valise, entonces, era una subclase de alforja.

Hay otras agresiones. En cierto panegírico atolondrado que sobrevive en los Morceaux choisis de 1921, André Gide vitupera las licencias de Antoine Galland, para mejor borrar (con un candor del todo superior a su reputación) la literalidad de Mardrus, tan fin de siècle como aquél es siglo dieciocho, y mucho más infiel.

Las reservas de Galland son mundanas; las inspira el decoro, no la moral. Copio unas líneas de la tercer página de sus Noches: II alia droit à l'appartement de cette princesse, qui, ne s'attendant pas a le revoir, avait reçu dans son lit un des derniers officiers de sa maison. Burton concreta a ese nebuloso "officier": un negro cocinero, rancio de grasa de cocina y de hollín. Ambos, diversamente, deforman: el original es menos ceremonioso que Galland y menos grasiento que Burton. (Efectos del decoro: en la mesurada prosa de aquél, la circunstancia recevoir dans son lit resulta brutal.)

A noventa años de la muerte de Antoine Galland, nace un diverso traductor de las Noches: Eduardo Lane. Sus biógrafos no dejan de repetir que es hijo del doctor Theophilus Lane, prebendado de Hereford. Ese dato genésico (y la terrible Forma que evoca) es tal vez suficiente. Cinco estudiosos años vivió el arabizado Lane en El Cairo, "casi exclusivamente entre musulmanes, hablando y escuchando su idioma, conformándose a sus costumbres con el más perfecto cuidado y recibido por todos ellos como un igual". Sin embargo, ni las altas noches egipcias, ni el opulento y negro café con semilla de cardamomo, ni la frecuente discusión literaria con los doctores de la ley, ni el venerado turbante de muselina, ni el comer con los dedos, le hicieron olvidar su pudor británico, la delicada soledad central de los amos del mundo. De ahí que su versión eruditísima de las Noches sea (o parezca ser) una mera enciclopedia de la evasión. El original no es profesionalmente obsceno; Galland corrige las torpezas ocasionales por creerlas de mal gusto. Lane las rebusca y las persigue como un inquisidor. Su probidad no pacta con el silencio: prefiere un alarmado coro de notas en un apretado cuerpo menor, que murmuran cosas como éstas: Paso por alto un episodio de lo más reprensible, Suprimo una explicación repugnante, Aquí una línea demasiado grosera para la traducción, Suprimo necesariamente otra anécdota, Desde aquí doy curso a las omisiones, Aquí la historia del esclavo Bujait, del todo inapta para ser traducida. La mutilación no excluye la muerte: hay cuentos rechazados íntegramente "porque no pueden ser purificados sin destrucción". Ese repudio responsable y total no me parece ilógico: el subterfugio puritano es lo que condeno. Lane es un virtuoso del subterfugio, un indudable precursor de los pudores más extraños de Hollywood. Mis notas me suministran un par de ejemplos. En la noche 391, un pescador le presenta un pez al rey de los reyes y éste quiere saber si es macho o hembra y le dicen que hermafrodita. Lane consigue aplacar ese improcedente coloquio, traduciendo que el rey ha preguntado de qué especie es el animal y que el astuto pescador le responde que es de una especie mixta. En la noche 217, se habla de un rey con dos mujeres, que yacía una noche con la primera y la noche siguiente con la segunda, y así fueron dichosos. Lane dilucida la ventura de ese monarca, diciendo que trataba a sus mujeres "con imparcialidad"... Una razón es que destinaba su obra "a la mesita de la sala", centro de la lectura sin alarmas y de la recatada conversación.

Basta la más oblicua y pasajera alusión carnal para que Lane olvide su honor y abunde en torceduras y ocultaciones. No hay otra falta en él. Sin el contacto peculiar de esa tentación, Lane es de una admirable veracidad. Carece de propósitos, lo cual es una positiva ventaja. No se propone destacar el colorido bárbaro de las Noches como el capitán Burton, ni tampoco olvidarlo y atenuarlo, como Galland. Éste domesticaba a sus árabes, para que no desentonaran irreparablemente en París; Lane es minuciosamente agareno. Éste ignoraba toda precisión literal; Lane justifica su interpretación de cada palabra dudosa. Éste invocaba un manuscrito invisible y un maronita muerto; Lane suministra la edición y la página. Éste no se cuidaba de notas; Lane acumula un caos de aclaraciones que, organizadas, integran un volumen independiente. Diferir: tal es la norma que le impone su precursor. Lane cumplirá con ella: le bastará no compendiar el original.

La hermosa discusión Newman-Arnold (1861-62), más memorable que sus dos interlocutores, ha razonado extensamente las dos maneras generales de traducir. Newman vindicó en ella el modo literal, la retención de todas las singularidades verbales: Arnold, la severa eliminación de los detalles que distraen o detienen. Esta conducta puede suministrar los agrados de la uniformidad y la gravedad; aquélla, de los continuos y pequeños asombros. Ambas son menos importantes que el traductor y que sus hábitos literarios. Traducir el espíritu es una intención tan enorme y tan fantasmal que bien puede quedar como inofensiva; traducir la letra, una precisión tan extravagante que no hay riesgo de que la ensayen. Más grave que esos infinitos propósitos es la conservación o supresión de ciertos pormenores; más grave que esas preferencias y olvidos, es el movimiento sintáctico. El de Lane es ameno, según conviene a la distinguida mesita. En su vocabulario es común reprender una demasía de palabras latinas, no rescatadas por ningún artificio de brevedad. Es distraído: en la página liminar de su traducción pone el adjetivo romántico, lo cual es una especie de futurismo, en una boca musulmana y barbada del siglo doce. Alguna vez la falta de sensibilidad le es propicia, pues le permite la interpolación de voces muy llanas en un párrafo noble, con involuntario buen éxito. El ejemplo más rico de esa cooperación de palabras heterogéneas, debe ser éste que traslado: And in this palace is the last information respecting lords collected in the dust. Otro puede ser esta invocación: Por el Viviente que no muere ni ha de morir, por el nombre de Aquel a quien pertenecen la gloria y la permanencia. En Burton —ocasional precursor del siempre fabuloso Mardrus— yo sospecharía de fórmulas tan satisfactoriamente orientales; en Lane escasean tanto que debo suponerlas involuntarias, vale decir genuinas.

El escandaloso decoro de las versiones de Galland y de Lane ha provocado un género de burlas que es tradicional repetir. Yo mismo no he faltado a esa tradición. Es muy sabido que no cumplieron con el desventurado que vio la Noche del Poder, con las imprecaciones de un basurero del siglo trece defraudado por un derviche y con los hábitos de Sodoma. Es muy sabido que desinfectaron las Noches.

Los detractores argumentan que ese proceso aniquila o lastima la buena ingenuidad del original. Están en un error: el libro de mil noches y una noche no es (moralmente) ingenuo; es una adaptación de antiguas historias al gusto aplebeyado, o soez, de las clases medias de El Cairo. Salvo en los cuentos ejemplares del Sendebar, los impudores de las 1001 Noches nada tienen que ver con la libertad del estado paradisíaco. Son especulaciones del editor: su objeto es una risotada, sus héroes nunca pasan de changadores, de mendigos o eunucos. Las antiguas historias amorosas del repertorio, las que refieren casos del Desierto o de las ciudades de Arabia, no son obscenas, como no lo es ninguna producción de la literatura preislámica. Son apasionadas y tristes, y uno de los motivos que prefieren es la muerte de amor, esa muerte que un juicio de los alemas ha declarado no menos santa que la del mártir que atestigua la fe... Si aprobamos ese argumento las timideces de Galland y de Lane nos pueden parecer restituciones de una redacción primitiva.

Sé de otro alegato mejor. Eludir las oportunidades eróticas del original, no es una culpa de las que el Señor no perdona, cuando lo primordial es destacar el ambiente mágico. Proponer a los hombres un nuevo Decamerón es una operación comercial como tantas otras; proponerles un Ancient mariner o un Bateau ivre, ya merece otro cielo. Littmann observa que las 1001 Noches es, más que nada, un repertorio de maravillas. La imposición universal de ese parecer en todas las mentes occidentales, es obra de Galland. Que ello no quede en duda. Menos felices que nosotros, los árabes dicen tener en poco el original: ya conocen los hombres, las costumbres, los talismanes, los desiertos y los demonios que esas historias nos revelan.

*

En algún lugar de su obra, Rafael Cansinos Asséns jura que puede saludar las estrellas en catorce idiomas clásicos y modernos. Burton soñaba en diecisiete idiomas y cuenta que dominó treinta y cinco: semitas, dravidios, indoeuropeos, etiópicos... Ese caudal no agota su definición: es un rasgo que concuerda con los demás, igualmente excesivos. Nadie menos expuesto a la repetida burla de Hudibras contra los doctores capaces de no decir absolutamente nada en varios idiomas: Burton era hombre que tenía muchísimo que decir, y los setenta y dos volúmenes de su obra siguen diciéndolo. Destaco algunos títulos al azar: Goa y las Montañas Azules, 1851; Sistema de ejercicios de bayoneta, 1853; Relato personal de una peregrinación a Medina, 1855; Las regiones lacustres del África Ecuatorial, 1860; La Ciudad, de los Santos, 1861; Exploración de las mesetas del Brasil, 1869; Sobre un hermafrodita de las islas del Cabo Verde, 1869; Cartas desde los campos de batalla del Paraguay, 1870; Última Thule o un verano en Islandia, 1875; A la Costa de Oro en pos de oro, 1883; El Libro de la Espada (primer volumen) 1884; El jardín fragante de Nafzauí —obra póstuma, entregada al fuego por Lady Burton, así como una Recopilación de epigramas inspirados por Priapo. El escritor se deja traslucir en ese catálogo: el capitán inglés que tenía la pasión de la geografía y de las innumerables maneras de ser un hombre, que conocen los hombres. No difamaré su memoria, comparándolo con Morand, caballero bilingüe y sedentario que sube y baja infinitamente en los ascensores de un idéntico hotel internacional y que venera el espectáculo de un baúl... Burton, disfrazado de afghán, había peregrinado a las ciudades santas de Arabia: su voz había pedido al Señor que negara sus huesos y su piel, su dolorosa carne y su sangre, al Fuego de la Ira y de la Justicia; su boca, resecada por el samún, había dejado un beso en el aerolito que se adora en la Caaba. Esa aventura es célebre: el posible rumor de que un incircunciso, un nazraní, estaba profanando el santuario hubiera determinado su muerte. Antes, en hábito de derviche, había ejercido la medicina en El Cairo —no sin variarla con la prestidigitación y la magia, para obtener la confianza de los enfermos. Hacia 1858, había comandado una expedición a las secretas fuentes del Nilo: cargo que lo llevó a descubrir el lago Tanganika. En esa empresa lo agredió una alta fiebre; en 1855 los somalíes le atravesaron los carrillos con una lanza. (Burton venía de Harrar, que era ciudad vedada a los europeo, en el interior de Abisinia.) Nueve años más tarde, ensayó la terrible hospitalidad de los ceremoniosos caníbales del Dahomé; a su regreso no faltaron rumores (acaso propalados, y ciertamente fomentados, por él) de que había "comido extrañas carnes" —como el omnívoro procónsul de Shakespeare [*]. Los judíos, la democracia, el Ministerio de Relaciones Exteriores y el cristianismo, eran sus odios preferidos; Lord Byron y el Islam, sus veneraciones. Del solitario oficio de escribir había hecho algo valeroso y plural: lo acometía desde el alba, en un vasto salón multiplicado por once mesas, cada una de ellas con el material para un libro —y alguna con un claro jazmín en un vaso de agua. Inspiró ilustres amistades y amores: de las primeras básteme nombrar la de Swinburne, que le dedicó la segunda serie de Poems and Ballads —in recognition of a friendship which I must always count among the highest honours of my life— y que deploró su deceso en muchas estrofas. Hombre de palabras y hazañas, bien pudo Burton asumir el alarde del Diván de Almotanabí:

El caballo, el desierto, la noche me conocen,
El huésped y la espada, el papel y la pluma.

Se advertirá que desde el antropófago amateur hasta el polígloto durmiente, no he rechazado aquellos caracteres de Richard Burton que sin disminución de fervor podemos apodar legendarios. La razón es clara: el Burton de la leyenda de Burton, es el traductor de las Noches. Yo he sospechado alguna vez que la distinción radical entre la poesía y la prosa está en la muy diversa expectativa de quien las lee: la primera presupone una intensidad que no se tolera en la última. Algo parecido acontece con la obra de Burton: tiene un prestigio previo con el que no ha logrado competir ningún arabista. Las atracciones de lo prohibido le corresponden. Se trata de una sola edición, limitada a mil ejemplares para mil suscritores del Burton Club, y que hay el compromiso judicial de no repetir. (La reedición de Leonard C. Smithers "omite determinados pasajes de un gusto pésimo, cuya eliminación no será lamentada por nadie"; la selección representativa de Bennett Cerf —que simula ser integral— procede de aquel texto purificado.) Aventuro la hipérbole: recorrer las 1001 Noches en la traslación de Sir Richard no es menos increíble que recorrerlas "vertidas literalmente del árabe y comentadas" por Simbad el Marino.

Los problemas que Burton resolvió son innumerables, pero una conveniente ficción puede reducirlos a tres: justificar y dilatar su reputación de arabista; diferir ostensiblemente de Lane; interesar a caballeros británicos del siglo diecinueve con la versión escrita de cuentos musulmanes y orales del siglo trece. El primero de esos propósitos era tal vez incompatible con el tercero; el segundo lo indujo a una grave falta, que paso a declarar. Centenares de dísticos y canciones figuran en las Noches; Lane (incapaz de mentir salvo en lo referente a la carne) los había trasladado con precisión, en una prosa cómoda. Burton era poeta: en 1880 había hecho imprimir las Casidas, una rapsodia evolucionista que Lady Burton siempre juzgó muy superior a las Rubaiyát de Fitzgerald... La solución "prosaica" del rival no dejó de indignarlo, y optó por un traslado en versos ingleses —procedimiento de antemano infeliz, ya que contravenía a su propia norma de total literalidad. El oído, por lo demás, quedó casi tan agraviado como la lógica. No es imposible que esta cuarteta sea de las mejores que armó:

A night whose stars refused to run their course,
A night of those which never seem outworn:
Like Resurrection-day, of longsome length
To him that watched and waited for the morn. [**]

Es muy posible que la peor no sea ésta:

A sun on wand in knoll of sand she showed,
Clad in her cramoisy-hued chemisette:
Of her lips' honey-dew she gave me drink
And with her rosy cheeks quencht fire she set.

He mencionado la diferencia fundamental entre el primitivo auditorio de los relatos y el club de suscritores de Burton. Aquellos eran pícaros, noveleros, analfabetos, infinitamente suspicaces de lo presente y crédulos de la maravilla remota; éstos eran señores del West End, aptos para el desdén y la erudición y no para el espanto o la risotada. Aquéllos apreciaban que la ballena muriera al escuchar el grito del hombre; éstos, que hubiera hombres que dieran crédito a una capacidad mortal de ese grito. Los prodigios del texto —sin duda suficientes en el Kordofán o en Bulak, donde los proponían como verdades— corrían el albur de parecer muy pobres en Inglaterra. (Nadie requiere de la verdad que sea verosímil o inmediatamente ingeniosa: pocos lectores de la Vida y Correspondencia de Carlos Marx reclaman indignados la simetría de las Contrerimes de Toulet o la severa precisión de un acróstico.) Para que los suscritores no se le fueran, Burton abundó en notas explicativas "de las costumbres de los hombres islámicos". Cabe afirmar que Lane había preocupado el terreno. Indumentaria, régimen cotidiano, prácticas religiosas, arquitectura, referencias históricas o alcoránicas, juegos, artes, mitología —eso ya estaba elucidado en los tres volúmenes del incómodo precursor. Faltaba, previsiblemente, la erótica. Burton (cuyo primer ensayo estilístico había sido un informe harto personal sobre los prostíbulos de Bengala) era desaforadamente capaz de tal adición. De las delectaciones morosas en que paró, es buen ejemplo cierta nota arbitraria del tomo séptimo, graciosamente titulada en el índice capotes mélancoliques. La Edinburgh Review lo acusó de escribir para el albañal; la Enciclopedia Británica resolvió que una traslación integral era inadmisible, y que la de Edward Lane "seguía insuperada para un empleo realmente serio". No nos indigne demasiado esa oscura teoría de la superioridad científica y documental de la expurgación: Burton cortejaba esas cóleras. Por lo demás, las muy poco variadas variaciones del amor físico no agotan la atención de su comentario. Éste es enciclopédico y montonero, y su interés está en razón inversa de su necesidad. Así el volumen 6 (que tengo a la vista) incluye unas trescientas notas, de las que cabe destacar las siguientes: una condenación de las cárceles y una defensa de los castigos corporales y de las multas; unos ejemplos del respeto islámico por el pan; una leyenda sobre la capilaridad de las piernas de la reina Belkís; una declaración de los cuatro colores emblemáticos de la muerte; una teoría y práctica oriental de la ingratitud; el informe de que el pelaje overo es el que prefieren los ángeles, así como los genios el doradillo; un resumen de la mitología de la secreta Noche del Poder o Noche de las Noches; una denuncia de la superficialidad de Andrew Lang; una diatriba contra el régimen democrático; un censo de los nombres de Mohámed, en la Tierra, en el Fuego y en el Jardín; una mención del pueblo amalecita, de largos años y de larga estatura; una noticia de las partes pudendas del musulmán, que en el varón abarcan del ombligo hasta la rodilla, y en la mujer de pies a cabeza; una ponderación del asa'o del gaucho argentino; un aviso de las molestias de la "equitación" cuando también la cabalgadura es humana; un grandioso proyecto de encastar monos cinocéfalos con mujeres y derivar así una subraza de buenos proletarios. A los cincuenta años, el hombre ha acumulado ternuras, ironías, obscenidades y copiosas anécdotas; Burton las descargó en sus notas. Queda el problema fundamental. ¿Cómo divertir a los caballeros del siglo diecinueve con las novelas por entregas del siglo trece? Es harto conocida la pobreza estilística de las Noches. Burton, alguna vez, habla del "tono seco y comercial" de los prosistas árabes, en contraposición al exceso retórico de los persas; Littmann, el novísimo traductor, se acusa de haber interpolado palabras como preguntó, pidió, contestó, en cinco mil páginas que ignoran otra fórmula que dijo —invocada invariablemente. Burton prodiga con amor las sustituciones de ese orden. Su vocabulario no es menos dispar que sus notas. El arcaísmo convive con el argot, la jerga carcelaria o marinera con el término técnico. No se abochorna de la gloriosa hibridación del inglés: ni el repertorio escandinavo de Morris ni el latino de Johnson tienen su beneplácito, sino el contacto y la repercusión de los dos. El neologismo y los extranjerismos abundan: castrato, inconséquence, hauteur, in gloria, bagnio, langue fourrée, pundonor, vendetta, Wazir. Cada una de esas palabras debe ser justa, pero su intercalación importa un falseo. Un buen falseo, ya que esas travesuras verbales —y otras sintácticas— distraen el curso a veces abrumador de las Noches. Burton las administra: al comienzo traduce gravemente Sulayman, Son of David (on the twain he peace!); luego —cuando nos es familiar esa majestad— lo rebaja a Salomón Davidson, Hace de un rey que para los demás traductores es "rey de Samarcanda en Persia", a King of Samarcand in Barbarian-land; de un comprador que para los demás es "colérico", a man of wrath. Ello no es todo: Burton reescribe íntegramente —con adición de pormenores circunstanciales y rasgos fisiológicos— la historia liminar y el final. Inaugura así, hacia 1885, un procedimiento cuya perfección (o cuya reductio ad absurdum) consideraremos luego en Mardrus. Siempre un inglés es más intemporal que un francés: el heterogéneo estilo de Burton se ha anticuado menos que el de Mardrus, que es de fecha notoria.


2. El Doctor Mardrus

Destino paradójico el de Mardrus. Se le adjudica la virtud moral de ser el traductor más veraz de las 1001 Noches, libro de admirable lascivia, antes escamoteada a los compradores por la buena educación de Galland o los remilgos puritanos de Lane. Se venera su genial literalidad, muy demostrada por el inapelable subtítulo Versión literal y completa del texto árabe y por la inspiración de escribir Libro de las mil noches y una noche. La historia de ese nombre es edificante; podemos recordarla antes de revisar a Mardrus.

Las Praderas de oro y minas de piedras preciosas del Masudí describen una recopilación titulada Hezár Afsane, palabras persas cuyo recto valor es Mil aventuras, pero que la gente apoda Mil noches. Otro documento del siglo diez, el Fihrist, narra la historia liminar de la serie: el juramento desolado del rey que cada noche se desposa con una virgen que hace decapitar en el alba, y la resolución de Shahrazad que lo distrae con maravillosas historias, hasta que encima de los dos, han rodado mil noches y ella le muestra su hijo. Esa invención —tan superior a las venideras y análogas de la piadosa cabalgata de Chaucer o la epidemia de Giovanni Boccacio— dicen que es posterior al título, y que se urdió con el fin de justificarlo... Sea lo que fuere, la primitiva cifra de 1000 pronto ascendió a 1001. ¿Cómo surgió esa noche adicional que ya es imprescindible, esa maquette de la irrisión de Quevedo —y luego de Voltaire— contra Pico de la Mirándola: Libro de todas las cosas y otras muchas más? Littmann sugiere una contaminación de la frase turca bin bir, cuyo sentido literal es mil y uno y cuyo empleo es muchos. Lane, a principios de 1840, adujo una razón más hermosa: el mágico temor de las cifras pares. Lo cierto es que las aventuras del título no pararon ahí. Antoine Galland, desde 1704, eliminó la repetición del original y tradujo Mil y una noches: nombre que ahora es familiar en todas las naciones de Europa, salvo Inglaterra, que prefiere el de Noches árabes. En 1839 el editor de la impresión de Calcuta. W. H. Macnaghten, tuvo el singular escrúpulo de traducir Quitab alif laila ua laila por Libro de las mil noches y una noche. Esa renovación por deletreo no pasó inadvertida. John Payne, desde 1882, comenzó a publicar su Book of the thousand nights and one night; el capitán Burton, desde 1885, su Book of the thousand nights and a night; J. C. Mardrus, desde 1899, su Livre des mille nuits et une nuit.

Busco el pasaje que me hizo definitivamente dudar de la veracidad de este último. Pertenece a la historia doctrinal de la Ciudad de Latón, que abarca en todas las versiones el fin de la noche 566 y parte de la 578, pero que el doctor Mardrus ha remitido (el Ángel de su Guarda sabrá la causa) a las noches 338-346. No insisto; esa reforma inconcebible de un calendario ideal no debe agotar nuestro espanto. Refiere Shahrazad-Mardrus: El agua seguía cuatro canales trazados en el piso de la sala con desvíos encantadores, y cada canal tenía un lecho de color especial: el primer canal tenía un lecho de pórfido rosado; el segundo, de topacios; el tercero, de esmeraldas, y el cuarto, de turquesas; de modo que el agua se teñía según el lecho, y herida por la atenuada luz que filtraban las sederías en la altura, proyectaba sobre los objetos ambientes y los muros de mármol una dulzura de paisaje marino.

Como ensayo de prosa visual a la manera del Retrato de Dorian Grey, acepto (y aun venero) esa descripción; come versión "literal y completa" de un pasaje compuesto en el siglo trece, repito que me alarma infinitamente. Las razones son múltiples. Una Shahrazad sin Mardrus describe por enumeración de las partes, no por mutuas reacciones, y no alega detalles circunstanciales como el del agua que trasluce el color de su lecho, y no define la calidad de la luz filtrada por la seda, y no alude al Salón de Acuarelistas en la imagen final. Otra pequeña grieta: desvíos encantadores no es árabe, es notoriamente francés. Ignoro si las anteriores razones pueden satisfacer; a mí no me bastaron, y tuve el indolente agrado de compulsar las tres versiones alemanas de Weil, de Henning y de Littmann, y las dos inglesas de Lane y de Sir Richard Burton. En ellas comprobé que el original de las diez líneas de Mardrus era éste: Las cuatro acequias desembocaban en una pila, que era de mármol de diversos colores.

Las interpolaciones de Mardrus no son uniformes. Alguna vez son descaradamente anacrónicas —como si de golpe discutiera la retirada de la misión Marchand. Por ejemplo: Dominaban una ciudad de ensueño... Hasta donde abarcaba la vista fija en los horizontes ahogados en la noche, cúpulas de palacios, terrazas de casas, serenos jardines, se escalonaban en aquel recinto de bronce, y canales iluminados por el astro se paseaban en mil circuitos claros a la sombra de los macizos, mientras que allá en el fondo, un mar de metal contenía en su frío seno los fuegos del cielo reflejado. O ésta, cuyo galicismo no es menos público: El magnífico tapiz de colores gloriosos, de diestra lana, abría sus flores sin olor en un prado sin savia, y vivía toda la vida artificial de sus florestas llenas de pájaros y animales, sorprendidos en su exacta belleza natural y sus líneas precisas. (Ahí las ediciones árabes rezan: A los lados había tapices, con variedad de pájaros y de fieras, recamados en oro rojo y en plata blanca, pero con los ojos de perlas y de rubíes. Quien los miró, no dejó de maravillarse.)

Mardrus no deja nunca de maravillarse de la pobreza de "color oriental" de las 1001 Noches. Con una persistencia no indigna de Cecil B. de Mille, prodiga los visires, los besos, las palmeras y las lunas. Le ocurre leer, en la noche 570: Arribaron a una columna de piedra negra, en la que un hombre estaba enterrado hasta las axilas. Tenía dos enormes alas y cuatro brazos: dos de los cuales eran como los brazos de los hijos de Adán y dos como las patas de los leones, con las uñas de hierro. El pelo de su cabeza era semejante a las colas de los caballos y los ojos eran como ascuas y tenía en la frente un tercer ojo que era como el ojo del lince. Traduce lujosamente: Un atardecer, la caravana llegó ante una columna de piedra negra, a la que estaba encadenado un ser extraño del que no se veía sobresalir mas que medio cuerpo, ya que el otro medio estaba enterrado en el suelo. Aquel busto que surgía de la tierra, parecía algún engendro monstruoso clavado ahí por la fuerza de las potencias infernales. Era negro y del tamaño del tronco de una vieja palmera decaída, despojada de sus palmas. Tenía dos enormes alas negras y cuatro manos de las cuales dos eran semejantes a las patas uñosas de los leones. Una erizada cabellera de crines ásperas como cola de onagro se movía salvajemente sobre su cráneo espantoso. Bajó los arcos orbitales llameaban dos pupilas rojas, en tanto que la frente de dobles cuernos estaba taladrada por un ojo único, que se abría inmóvil y fijo, lanzando resplandores verdes como la mirada de los tigres y las panteras.

Algo más tarde escribe: El bronce de las murallas, las pedrerías encendidas de las cúpulas, las terrazas cándidas, los canales y todo el mar, así como las sombras proyectadas hacia Occidente, se casaban bajo la brisa nocturna y la luna mágica. Mágica, para un hombre del siglo trece, debe haber sido una calificación muy precisa, no el mero epíteto mundano del galante doctor... Yo sospecho que el árabe no es capaz de una versión "literal y completa" del párrafo de Mardrus, así como tampoco lo es el latín, o el castellano de Miguel de Cervantes.

En dos procedimientos abunda el libro de las 1001 Noches: uno, puramente formal, la prosa rimada; otro, las predicaciones morales. El primero, conservado por Burton y por Littmann, corresponde a las animaciones del narrador: personas agraciadas, palacios, jardines, operaciones mágicas, menciones de la Divinidad, puestas de sol, batallas, auroras, principios y finales de cuentos. Mardrus, quizá misericordiosamente, lo omite. El segundo requiere dos facultades: la de combinar con majestad palabras abstractas y la de proponer sin bochorno un lugar común. De las dos carece Mardrus. De aquel versículo que Lane memorablemente tradujo: And in this palace is the last information respecting lords collected in the dust, nuestro doctor apenas extrae: Pasaron, todos aquellos! Tuvieron apenas tiempo de reposar a la sombra de mis torres. La confesión del ángel: Estoy aprisionado por el Poder, confinado por el Esplendor, y castigado mientras el Eterno lo mande, de quien son la Fuerza y la Gloria, es para el lector de Mardrus: Aquí estoy encadenado por la Fuerza Invisible hasta la extinción de los siglos.

Tampoco la hechicería tiene en Mardrus un coadjutor de buena voluntad. Es incapaz de mencionar lo sobrenatural sin alguna sonrisa. Finge traducir, por ejemplo: Un día que el califa Abdelmélik, oyendo hablar de ciertas vasijas de cobre antiguo, cuyo contenido era una extraña humareda negra de forma diabólica, se maravillaba en extremo y parecía poner en duda la realidad de hechos tan notorios, hubo de intervenir el viajero Tálib ben-Sahl. En ese párrafo (que pertenece, como los demás que alegué, a la Historia de la Ciudad de Latón, que es de imponente Bronce en Mardrus) el candor voluntario de tan notorios y la duda más bien inverosímil del califa Abdelmélik, son dos obsequios personales del traductor.

Continuamente, Mardrus quiere completar el trabajo que los lánguidos árabes anónimos descuidaron. Añade paisajes art-nouveau, buenas obscenidades, breves interludios cómicos, rasgos circunstanciales, simetrías, mucho orientalismo visual. Un ejemplo de tantos: en la noche 573, el gualí Muza Bennuseir ordena a sus herreros y carpinteros la construcción de una escalera muy fuerte de madera y de hierro. Mardrus (en su noche 344) reforma ese episodio insípido, agregando que los hombres del campamento buscaron ramas secas, las mondaron con los alfanjes y los cuchillos, y las ataron con los turbantes, los cinturones, las cuerdas de los camellos, las cinchas y las guarniciones de cuero, hasta construir una escalera muy alta que arrimaron a la pared, sosteniéndola con piedras por todos lados... En general, cabe decir que Mardrus no traduce las palabras sino las representaciones del libro: libertad negada a los traductores, pero tolerada en los dibujantes —a quienes les permiten la adición de rasgos de ese orden... Ignoro si esas diversiones sonrientes son las que infunden a la obra ese aire tan feliz, ese aire de patraña personal, no de tarea de mover diccionarios. Sólo me consta que la "traducción" de Mardrus es la más legible de todas —después de la incomparable de Burton, que tampoco es veraz. (En ésta, la falsificación es de otro orden. Reside en el empleo gigantesco de un inglés charro, cargado de arcaísmos y barbarismos.)

*

Deploraría (no por Mardrus, por mí) que en las comprobaciones anteriores se leyera un propósito policial. Mardrus es el único arabista de cuya gloria se encargaron los literatos, con tan desaforado éxito que ya los mismos arabistas saben quien es. André Gide fue de los primeros en elogiarlo, en agosto de 1899; no pienso que Cancela y Capdevila serán los últimos. Mi fin no es demoler esa admiración, es documentarla. Celebrar la fidelidad de Mardrus es omitir el alma de Mardrus, es no aludir siquiera a Mardrus. Su infidelidad, su infidelidad creadora y feliz, es lo que nos debe importar.


3. Enno Littmann

Patria de una famosa edición árabe de las 1001 Noches, Alemania se puede (vana) gloriar de cuatro versiones: la del "bibliotecario aunque israelita" Gustavo Weil —la adversativa está en las páginas catalanas de cierta Enciclopedia—; la de Max Henning, traductor del Curán; la del hombre de letras Félix Paul Greve; la de Enno Littmann, descifrador de las inscripciones etiópicas de la fortaleza de Axum. Los cuatro volúmenes de la primera (1839-1842) son los más agradables, ya que su autor —desterrado del África y del Asia por la disentería— cuida de mantener o de suplir el estilo oriental. Sus interpolaciones me merecen todo respeto. A unos intrusos en una reunión les hace decir: No queremos parecernos a la mañana, que dispersa las fiestas. De un generoso rey asegura: El fuego que arde para sus huéspedes trae a la memoria el Infierno y el rocío de su mano benigna es como el Diluvio; de otro nos dice que sus manos eran tan liberales como el mar. Esas buenas apocrifidades no son indignas de Burton o Mardrus, y el traductor las destinó a las partes en verso —donde su bella animación puede ser un Ersatz o sucedáneo de las rimas originales. En lo que se refiere a la prosa, entiendo que la tradujo tal cual, con ciertas omisiones justificadas, equidistantes de la hipocresía y del impudor. Burton elogia su trabajo— "todo lo fiel que puede ser una traslación de índole popular". No en vano era judío el doctor Weil "aunque bibliotecario"; en su lenguaje creo percibir algún sabor de las Escrituras.

La segunda versión (1895-1897) prescinde de los encantos de la puntualidad, pero también de los del estilo. Hablo de la suministrada por Henning, arabista de Leipzig, a la Universalbibliothek de Philipp Reclam. Se trata de una versión expurgada, aunque la casa editorial diga lo contrario. El estilo es insípido, tesonero. Su más indiscutible virtud debe ser la extensión. Las ediciones de Bulak y de Breslau están representadas, amén de los manuscritos de Zotenberg y de las Noches Suplementales de Burton. Henning traductor de Sir Richard es literariamente superior a Henning traductor del árabe, lo cual es una mera confirmación de la primacía de Sir Richard sobre los árabes.

En el prefacio y en la terminación de la obra abundan las alabanzas de Burton —casi desautorizadas por el informe de que éste manejó "el lenguaje de Chaucer, equivalente al árabe medieval". La indicación de Chaucer como una de las fuentes del vocabulario de Burton hubiera sido más razonable. (Otra es el Rabelais de Sir Thomas Urquhart.)

La tercera versión, la de Greve, deriva de la inglesa de Burton y la repite, con exclusión de las enciclopédicas notas. La publicó antes de la guerra el Insel-Verlag.

La cuarta (1923-1928) viene a suplantar la anterior. Abarca seis volúmenes como aquélla, y la firma Enno Littmann: descifrador de los monumentos de Axum, enumerador de los 283 manuscritos etiópicos que hay en Jerusalén, colaborador de la Zeitschrift für Assyriologie. Sin las demoras complacientes de Burton, su traducción es de una franqueza total. No lo retraen las obscenidades más inefables: las vierte a su tranquilo alemán, alguna rara vez al latín. No omite una palabra, ni siquiera las que registran —1000 veces— el pasaje de cada noche a la subsiguiente. Desatiende o rehúsa el color local; ha sido menester una indicación de los editores para que conserve el nombre de Alá, y no lo sustituya por Dios. A semejanza de Burton y de John Payne, traduce en verso occidental el verso árabe. Anota ingenuamente que si después de la advertencia ritual "Fulano pronunció estos versos" viniera un párrafo de prosa alemana, sus lectores quedarían desconcertados. Suministra las notas necesarias para la buena inteligencia del texto: una veintena por volumen, todas lacónicas. Es siempre lúcido, legible, mediocre. Sigue (nos dicen) la respiración misma del árabe. Si no hay error en la Enciclopedia Británica, su traducción es la mejor de cuantas circulan. Oigo que los arabistas están de acuerdo; nada importa que un mero literato —y ése, de la República meramente Argentina— prefiera disentir.

Mi razón es esta: las versiones de Burton y de Mardrus, y aun la de Galland, sólo se dejan concebir después de una literatura. Cualesquiera sus lacras o sus méritos, esas obras características presuponen un rico proceso anterior. En algún modo, el casi inagotable proceso inglés está adumbrado en Burton —la dura obscenidad de John Donne, el gigantesco vocabulario de Shakespeare y de Cyril Tourneur, la afición arcaica de Swinburne, la crasa erudición de los tratadistas del mil seiscientos, la energía y la vaguedad, el amor de las tempestades y de la magia. En los risueños párrafos de Mardrus conviven Salammbó y Lafontaine, el Manequí de Mimbre y el ballet ruso. En Littmann, incapaz como Washington de mentir, no hay otra cosa que la probidad de Alemania. Es tan poco, es poquísimo. El comercio de las Noches y de Alemania debió producir algo más.

Ya en el terreno filosófico, ya en el de las novelas, Alemania posee una literatura fantástica —mejor dicho, sólo posee una literatura fantástica. Hay maravillas en las Noches que me gustaría ver repensadas en alemán. Al formular ese deseo, pienso en los deliberados prodigios del repertorio —los todopoderosos esclavos de una lámpara o de un anillo, la reina Lab que convierte a los musulmanes en pájaros, el barquero de cobre con talismanes y fórmulas en el pecho— y en aquellas más generales que proceden de su índole colectiva, de la necesidad de completar mil y una secciones. Agotadas las magias, los copistas debieron recurrir a noticias históricas o piadosas, cuya inclusión parece acreditar la buena fe del resto. En un mismo tomo conviven el rubí que sube hasta el cielo y la primera descripción de Sumatra, los rasgos de la corte de los Abbasidas y los ángeles de plata cuyo alimento es la justificación del Señor. Esa mezcla queda poética; digo lo mismo de ciertas repeticiones. ¿No es portentoso que en la noche 602 el rey Shahriar oiga de boca de la reina su propia historia? A imitación del marco general, un cuento suele contener otros cuentos, de extensión no menor: escenas dentro de la escena como en la tragedia de Hamlet, elevaciones a potencia del sueño. Un arduo y claro verso de Tennyson parece definirlos:

Laborious orient ivory, sphere in sphere.

Para mayor asombro, esas cabezas adventicias de la Hidra pueden ser más concretas que el cuerpo: Shahriar, fabuloso rey "de las Islas de la China y del Indostán" recibe nuevas de Tárik Benzeyad, gobernador de Tánger y vencedor en la batalla del Guadalete... Las antesalas se confunden con los espejos, la máscara está debajo del rostro, ya nadie sabe cuál es el hombre verdadero y cuáles sus ídolos. Y nada de eso importa; ese desorden es trivial y aceptable como las invenciones del entresueño.

El azar ha jugado a las simetrías, al contraste, a la digresión. ¿Qué no haría un hombre, un Kafka, que organizara y acentuara esos juegos, que los rehiciera según la deformación alemana, según la Unheimlichkeit de Alemania?

Adrogué, 1935

Entre los libros compulsados, debo enumerar los que siguen:

Les Mille et une Nuits. Contes árabes traduits par Galland. París, s. d.
The Thousand and One Nights commonly called The Arabian Nights' Entertainments A new translation from the Arabic, by E. W. Lane. London, 1839.
The Book of the Thousand Nights and a Night. A plain and literal translation by Richard F. Burton. London (?), n. d. Vols VI, VII, VIII.
The Arabian Nights. A complete (sic) and unabridged selection from the famous literal translation of R. F. Burton. New York, 1932.
Le Livre des Mille Nuits et Une Nuit. Traduction littérale et complete du texte árabe, par le Dr. J. C Mardrus. París, 1906.
Tausend und eme Nacht. Aus dem Arabischen übertragen von Max Henning. Leipzig, 1897.
Die Erzählungen aus den Tausendundein Nächten. Nach dem arabischen Urtext der Calcuttaer Ausgabe vom Jahre 1839 übertragen von Enno Littmann. Leipzig, 1928.


Notas

[*] Aludo al Marco Antonio invocado por el apóstrofe de César:

... on the Alps
It is reported, thou didst eat strange flesh
Which some did die to look on ...

En esas líneas, creo entrever algún invertido reflejo del mito zoológico del basilisco, serpiente de mirada mortal. Plinio (Historia Natural, libro octavo, párrafo 53) nada nos dice de las aptitudes póstumas de ese ofidio, pero la conjunción de las dos ideas de mirar y morir (vedi Napoli e poi mori). tiene que haber influido en Shakespeare.
La mirada del basilisco era venenosa; la Divinidad, en cambio, puede matar a puro esplendor —o a pura irradiación de mana. La visión directa de Dios es intolerable. Moisés cubre su rostro en el monte Horeb, porque tuvo miedo de ver a Dios; Hakim, profeta del Jorasán, usó un cuádruple velo de seda blanca para no cegar a los hombres. Cf. también Isaías, VI, 5, y I Reyes, XIX, 13.

[**]  También es memorable esta variación de los motivos de Abulbeca de Ronda y Jorge Manrique:
Where is the wight who peopled in the pass
Hind-land and Sind; and there the tyrant played?


En Historia de la Eternidad (1933)
Primera edición: Editorial Viau y Zona de Buenos Aires, 1936
Alianza Editorial, 1997
Foto: Borges en Sicilia, Palermo, 1984 Hotel Villa Igea, in the Basile room
© Ferdinando Scianna/Magnum Photos



30/3/15

Jorge Luis Borges: Nubes (I) y Nubes (II)








No habrá una sola cosa que no sea
una nube. Lo son las catedrales
de vasta piedra y bíblicos cristales
que el tiempo allanará. Lo es la Odisea,
que cambia como el mar. Algo hay distinto
cada vez que la abrimos. El reflejo
de tu cara ya es otro en el espejo
y el día es un dudoso laberinto.
Somos los que se van. La numerosa
nube que se deshace en el poniente
es nuestra imagen. Incesantemente
la rosa se convierte en otra rosa.
Eres nube, eres mar, eres olvido.
Eres también aquello que has perdido.


                             ■


Por el aire andan plácidas montañas
o cordilleras trágicas de sombra
que oscurecen el día. Se las nombra
nubes. Las formas suelen ser extrañas.
Shakespeare observó una. Parecía
un dragón. Esa nube de una tarde
en su palabra resplandece y arde
y la seguimos viendo todavía.
¿Qué son las nubes? ¿Una arquitectura
del azar? Quizá Dios las necesita
para la ejecución de Su infinita
obra y son hilos de la trama oscura.
Quizá la nube sea no menos vana
que el hombre que la mira en la mañana.



En Los conjurados (1985)
Foto: Borges en Palermo (Sicilia) 1984© Ferdinando Scianna/Magnum Photos


29/3/15

Jorge Luis Borges: Postal a Leonor Acevedo desde Islandia (1971)










Reykjiavik
14 Abril 1971

Querida madre: mucho más increíble que Islandia es el hecho de que María Kodama haya arribado aquí, con noticias tuyas. Reykiavik es menos monumental que la Municipalidad de Lomas e infinitamente más linda, por extraño que parezca. Muchison (en cuya casa paré un par de días en Cambridge) te manda sus afectos, así como Joan Alonso, los Marichal, el gran poeta -es decir Guillén, no Magdalena Harriague, Anderson Imbert, Pezzoni, and so on and so forth. Me siento muy feliz y estoy contando los días para la vuelta. 

Un beso
Georgie

Norah, siempre pienso en ustedes y en el jardín desde el balcón

Letra de Thomas Di Giovanni


En Nicolás Helft, Borges. Postales de una biografía
Buenos Aires, Emecé, 2013
Vía La Nación



28/3/15

Jorge Luis Borges prologa "Las mil y una noches" según Antoine Galland y según Richard Burton




Según Antoine Galland



















Descubrir cada tanto tiempo el Oriente es una de las tradiciones de Europa: Heródoto, la Sagrada Escritura, Marco Polo y Kipling son los nombres que acuden en primer término. El más deslumbrante de todos esos es El Libro de las Mil y Una Noches. En él parece estar cifrado el concepto de Oriente. Esa extraña palabra que abarca tantas y tan desiguales regiones, desde Marruecos hasta las islas del Japón. Definirla es difícil, porque definir es diluir en otras palabras y la palabra Oriente y la palabra Mil y Una Noches ya nos colman de magia. El hábito suele contraponer los conceptos de calidad y de cantidad. De un libro decimos que es largo como si ello fuera un pecado, pero en algunos la extensión es una calidad, una calidad esencial. Uno de tales libros y no el menos ilustre es el Furioso; otro, el Quijote; otro, Las Mil y Una Noches o, como quiere el capitán Burton, el Libro de las Mil Noches y Una Noche. No se trata, por cierto, de leerlo íntegro; los árabes afirman que esa empresa nos llevaría a la muerte. Quiero decir que el goce que nos depara la lectura de una pieza cualquiera procede, en algún modo, de la conciencia de estar frente a un río que es inagotable. El título original enumeraba mil noches. El supersticioso temor de las cifras pares indujo a los compiladores a agregar una y esa una basta para sugerir lo infinito.
El Indostán atribuye sus vastas epopeyas a un dios, a un hombre legendario, a un personaje de la misma obra o al tiempo; en la edificación de Las Mil y Una Noches han colaborado los siglos y los reinos. Se conjetura que el núcleo primitivo de la serie proviene precisamente del Indostán, que del Indostán pasó a Persia, de Persia a Arabia y de Arabia a Egipto, creciendo y multiplicándose. La redacción definitiva correspondería al siglo XIV y a Egipto. Para justificar el título tenían que ser exactamente mil y una; esta necesidad hizo que los copistas intercalaran en la obra textos fortuitos. Así, en una de sus noches, Schahrasad refiere la historia de Schahrasad, sin sospechar que se trata de sí misma; si hubiera persistido en tal distracción habríamos alcanzado el vértigo y la felicidad de un libro infinito. A primera vista, Las Mil y Una Noches sugieren un ejercicio ilimitado de la fantasía; sin embargo, a poco de explorar este laberinto descubrimos, como en el caso de otros, que no es un mero caos irresponsable, una orgía de la imaginación. El sueño tiene sus leyes. Abunda en ciertas simetrías: la repetición del número tres, las mutilaciones, las metamorfosis de cuerpos humanos en animales, la hermosura de las princesas, la pompa de los reyes, los talismanes mágicos, los genios todopoderosos que son esclavos del capricho de un hombre. Estos repetidos dibujos forman la trama y constituyen el estilo personal de esta gran obra colectiva, impersonal por excelencia.
Podemos afirmar sin hipérbole que hay dos tiempos. Uno es el tiempo histórico, en el que se trama nuestro destino; el otro, el tiempo de Las Mil y Una Noches. Pese a los infortunios y a los azares, a las metamorfosis y a los demonios, el caudaloso tiempo de Schahrasad nos deja un sabor que no es menos raro en los libros que en la vida. El sabor de la dicha. Abunda en fábulas y apólogos, pero su moraleja no es lo que importa; abunda en crueldades y en erotismos, pero en ellas hay la inocencia de formas inconclusas en un espejo.
En este volumen se incluye una sola pieza famosa, la historia de Aladino y la lámpara que De Quincey juzgaba la mejor y que no figura en los textos originales. Se trata acaso de una feliz invención de Galland, el orientalista francés que reveló, a principios del siglo XVIII, Las Mil y Una Noches al Occidente. Aceptada esta conjetura, Galland sería el último eslabón de una larga dinastía de narradores.
Al compilar este volumen me ha acompañado la esperanza de que no sacie la curiosidad del lector y lo invite al goce de perderse en la querida y dilatada región de la obra original.



Según Richard Francis Burton



Richard Francis Burton por Frederick Leighton (1821-1890)
National Portrait GalleryLondres

En Trieste, en 1872, en un palacio con estatuas húmedas y obras de salubridad deficientes, un caballero con la cara historiada por una cicatriz africana -el capitán Richard Francis Burton, cónsul inglés- emprendió una famosa traducción del Quitab aliflaila ua laila, libro que también los rumies llaman de las 1001 Noches. Uno de los secretos fines de su trabajo era la aniquilación de otro caballero (también de barba tenebrosa de moro, también curtido) que estaba compilando en Inglaterra un vasto diccionario y que murió mucho antes de ser aniquilado por Burton. Ése era Eduardo Lañe, el orientalista, autor de una versión harto escrupulosa de las 1001 Noches, que había suplantado a otra de Galland.
En algún lugar de su obra, Rafael Cansinos-Asséns jura que puede saludar las estrellas en catorce idiomas clásicos y modernos. Burton soñaba en diecisiete idiomas y cuenta que dominó treinta y cinco: semitas, dravidios, indoeuropeos, etiópicos. Ese caudal no agota su definición: es un rasgo que concuerda con los demás, igualmente excesivos. Nadie menos expuesto a la repetida burla de Hudibras contra los doctores capaces de no decir absolutamente nada en varios idiomas: Burton era hombre que tenía muchísimo que decir, y los setenta y dos volúmenes de su obra siguen diciéndolo. Destaco algunos títulos al azar: Goa y las Montañas Azules, 1851; Sistema de ejercicios de bayoneta, 1853; Relato personal de una peregrinación a Medina, 1855; Las regiones lacustres del África Ecuatorial, 1860; La Ciudad de los Santos, 1861; Exploración de las mesetas del Brasil, 1869; Sobre un hermafrodita de las islas del Cabo Verde, 1869: Cartas desde los campos de batalla del Paraguay, 1870; Última Thule o un verano en Islandia, 1875; A la Costa de Oro en pos de oro, 1883; El Libro de la Espada (primer volumen), 1884; El jardín fragante de Nafzauí, obra póstuma entregada al fuego por Lady Burton, así como una Recopilación de epigramas inspirados por Príapo. El escritor se deja traslucir en ese catálogo: el capitán inglés que tenía la pasión de la geografía y de las innumerables maneras de ser un nombre, que conocen los hombres. No difamaré su memoria, comparándolo con Morand, caballero bilingüe y sedentario que sube y baja infinitamente en los ascensores de un idéntico hotel internacional y que venera el espectáculo de un baúl... Burton, disfrazado de afghán, había peregrinado a las ciudades santas de Arabia: su voz había pedido al Señor que negara sus huesos y su piel, su dolorosa carne y su sangre, al Fuego de la Ira y de la Justicia; su boca, resecada por el samún, había dejado un beso en el aerolito que se adora en el Caaba. Esa aventura es célebre: el posible rumor de que un incircunciso, un nazraní, estaba profanando el santuario, hubiera determinado su muerte. Antes, en hábito de derviche, había ejercido la medicina en El Cairo -no sin variarla con la prestidigitación y la magia, para obtener la confianza de los enfermos. Hacia 1858, había comandado una expedición a las secretas fuentes del Nilo: cargo que lo llevó a descubrir el lago Tanganika. En esa empresa lo agredió una alta fiebre; en 1855 los somalíes le atravesaron los carrillos con una lanza. (Burton venía de Harrar, que era ciudad vedada a los europeos, en el interior de Abisinia.) Nueve años más tarde, ensayó la terrible hospitalidad de los ceremoniosos caníbales del Dahomé; a su regreso no faltaron rumores (acaso propalados, y ciertamente fomentados, por él) de que había «comido extrañas carnes». Los judíos, la democracia, el Ministerio de Relaciones Exteriores y el cristianismo, eran sus odios preferidos: Lord Byron y el Islam, sus veneraciones. Del solitario oficio de escribir había hecho algo valeroso y plural: lo acometía desde el alba, en un vasto salón multiplicado por once mesas, cada una de ellas con el material para un libro -y alguna con un claro jazmín en un vaso de agua. Inspiró ilustres amistades y amores: de las primeras básteme nombrar la de Swinburne, que le dedicó la segunda serie de Poems and Ballads -in recognition of a friendship which I must always count among the bighest honours of my Ufe- y que deploró su deceso en muchas estrofas. Hombre de palabra y hazañas, bien pudo Burton asumir el alarde del Diván de Almotanabí:

El caballo, el desierto, la noche me conocen.
El huésped y la espada, el papel y la pluma.

Se advertirá que desde el antropófago amateur hasta el polígloto durmiente, no he rechazado aquellos caracteres de Richard Burton que sin disminución de fervor podemos apodar legendarios. La razón es clara: el Burton de la leyenda de Burton, es el traductor de las Noches. Yo he sospechado alguna vez que la distinción radical entre la poesía y la prosa está en la muy diversa expectativa de quien las lee: la primera presupone una intensidad que no se tolera en la última. Algo parecido acontece con la obra de Burton: tiene un prestigio previo con el que no ha logrado competir ningún arabista. Las atracciones de lo prohibido le corresponden. Se trata de una sola edición, limitada a mil ejemplares para mil suscriptores del Burton Club, y que hay el compromiso judicial de no repetir. (La reedición de Leonard C. Smithers «omite determinados pasajes de un gusto pésimo, cuya eliminación no será lamentada por nadie»; la selección representativa de Bennett Cerf -que simula ser integral- procede de aquel texto purificado.) Aventuro la hipérbole: recorrer Las Mil y Una Noches en la traslación de Sir Richard no es menos increíble que recorrerlas «vertidas literalmente del árabe y comentadas» por Simbad el Marino. Los problemas que Burton resolvió son innumerables, pero una conveniente ficción puede reducirlos a tres: justificar y dilatar su reputación de arabista; diferir ostensiblemente de Lañe; interesar a caballeros británicos del siglo diecinueve con la versión escrita de cuentos musulmanes y orales del siglo trece. El primero de esos propósitos era tal vez incompatible con el tercero; el segundo lo indujo a una grave falta, que paso a declarar. Centenares de dísticos y canciones figuran en las Noches; Lañe (incapaz de mentir salvo en lo referente a la carne) los había trasladado con precisión, en una prosa cómoda. Burton era poeta: en 1880 había hecho imprimir las Casidas, una rapsodia evolucionista que Lady Burton siempre juzgó muy superior a las Rubaiyát de Fitz Gerald... La solución «prosaica» del rival no dejó de indignarlo, y optó por un traslado en versos ingleses -procedimiento de antemano infeliz, ya que contravenía a su propia norma de total literalidad. El oído, por lo demás, quedó casi tan agraviado como la lógica.
He mencionado la diferencia fundamental entre el primitivo auditorio de los relatos y el club de suscriptores de Burton. Aquéllos eran picaros, noveleros, analfabetos, infinitamente suspicaces de lo presente y crédulos de la maravilla remota; éstos eran señores del West End, aptos para el desdén y la erudición y no para el espanto o la risotada. Aquéllos apreciaban que la ballena muriera al escuchar el grito del hombre; éstos, que hubiera hombres que dieran crédito a una capacidad moral de ese grito. Los prodigios del texto -sin duda suficientes en el Kordofán o en Bulak, donde los proponían como verdades- corrían el albur de parecer muy pobres en Inglaterra. (Nadie requiere de la verdad que sea verosímil o inmediatamente ingeniosa; pocos lectores de la Vida y Correspondencia de Carlos Marx reclaman indignados la simetría de las Contrerimes de Toulet o la severa precisión de un acróstico.) Para que los suscriptores no se le fueran, Burton abundó en notas explicativas «de las costumbres de los hombres islámicos». Cabe afirmar que Lañe había preocupado el terreno. Indumentaria, régimen cotidiano, prácticas religiosas, arquitectura, referencias históricas o alcoránicas, juegos, artes, mitología -eso ya estaba elucidado en los tres volúmenes del incómodo precursor. Faltaba, previsiblemente, la erótica. Burton (cuyo primer ensayo estilístico había sido un informe harto personal sobre los prostíbulos de Bengala) era desaforadamente capaz de tal adición. De las delectaciones amorosas en que paró, es buen ejemplo cierta nota arbitraria del tomo séptimo, graciosamente titulada en el índice capotes mélancoliques. La Edinburgh Review lo acusó de escribir para el albañal; la Enciclopedia Británica resolvió que una traslación integral era inadmisible y que la de Edward Lañe «seguía insuperada para un empleo realmente serio». No nos indigne demasiado esa oscura teoría de la superioridad científica y documental de la expurgación: Burton cortejaba esas cóleras. Por lo demás, las muy poco variadas variaciones del amor físico no agotan la atención de su comentario. Éste es enciclopédico y montonero, y su interés está en razón inversa de su necesidad. Así el volumen 6 (que tengo a la vista) incluye unas trescientas notas, de las que cabe destacar las siguientes: una condenación de las cárceles y una defensa de los castigos corporales y de las multas; unos ejemplos del respeto islámico por el pan; una leyenda sobre la capilaridad de las piernas de la reina Belkís; una declaración de los cuatro colores emblemáticos de la muerte; una teoría y práctica oriental de la ingratitud; el informe de que el pelaje overo es el que prefieren los ángeles, así como los genios del doradillo; un resumen de la mitología de la secreta Noche del Poder o Noche de las Noches; una denuncia de la superficialidad de Andrew Lang; una diatriba contra el régimen democrático; un censo de los nombres de Mohámed, en la Tierra, en el Fuego y en el Jardín; una mención del pueblo amalecita, de largos años y de larga estatura; una noticia de las partes pudendas del musulmán, que en el varón abarcan del ombligo hasta la rodilla, y en la mujer de pies a cabeza; una ponderación del asa'o del gaucho argentino; un aviso de las molestias de la «equitación» cuando también la cabalgadura es humana; un grandioso proyecto de encastar monos cinocéfalos con mujeres y derivar así una subraza de buenos proletarios. A los cincuenta años, el hombre ha acumulado ternuras, ironías, obscenidades y copiosas anécdotas; Burton las descargó en sus notas.
Queda el problema fundamental. ¿Cómo divertir a los caballeros del siglo diecinueve con las novelas por entregas del siglo trece? Es harto conocida la pobreza estilística de las Noches. Burton, alguna vez, habla del «tono seco y comercial» de los prosistas árabes, en contraposición al exceso retórico de los persas; Littmann, el novísimo traductor, se acusa de haber interpolado palabras como preguntó, pidió contestó, en cinco mil páginas que ignoran otra fórmula que dijo -invocada invariablemente. Burton prodiga con amor las sustituciones de ese orden. Su vocabulario no es menos dispar que sus notas. El arcaísmo convive con el argot, la jerga carcelaria o marinera con el término técnico. No se abochorna de la gloriosa hibridación del inglés: ni el repertorio escandinavo de Morris ni el latino de Johnson tienen su beneplácito, sino el contacto y la repercusión de los dos. El neologismo y los extranjerismos abundan: castrato, inconséquence, hauteur, in gloria, bagnio, langue fourée, pundonor, vendetta, Wazir. Cada una de esas palabras debe ser justa, pero su intercalación importa un falseo. Un buen falseo, ya que esas travesuras verbales -y otras sintácticas- distraen el curso a veces abrumador de las Noches. Burton las administra: al comienzo traduce gravemente Sulayman, Son of David (on the twain he peacel); luego -cuando nos es familiar esa majestad- lo rebaja a Salomón Davidson. Hace de un rey que para los demás traductores es «rey de Samarcanda en Persia», a King of Samarcand in Barbarianland; de un comprador que para los demás es «colérico», a man of wrath. Ello no es todo: Burton reescribe íntegramente -con adición de pormenores circunstanciales y rasgos fisiológicos- la historia liminar y el final.


El sultán conmuta la pena de Scherezade
para
Las 1001 nochesde Arthur Boyd Houghton (1836-1875)



En Prólogos de la Biblioteca de Babel (1997)



27/3/15

Jorge Luis Borges: Una oración







Mi boca ha pronunciado y pronunciará, miles de veces y en los dos idiomas que me son íntimos, el padre nuestro, pero sólo en parte lo entiendo. Esta mañana, la del día primero de julio de 1969, quiero intentar una oración que sea personal, no heredada. Sé que se trata de una empresa que exige una sinceridad más que humana. Es evidente, en primer término, que me está vedado pedir. Pedir que no anochezcan mis ojos sería una locura; sé de millares de personas que ven y que no son particularmente felices, justas o sabias. El proceso del tiempo es una trama de efectos y de causas, de suerte que pedir cualquier merced, por ínfima que sea, es pedir que se rompa un eslabón de esa trama de hierro, es pedir que ya se haya roto. Nadie merece tal milagro. No puedo suplicar que mis errores me sean perdonados; el perdón es un acto ajeno y sólo yo puedo salvarme. El perdón purifica al ofendido, no al ofensor, a quien casi no le concierne. La libertad de mi albedrío es tal vez ilusoria, pero puedo dar o soñar que doy. Puedo dar el coraje, que no tengo; puedo dar la esperanza, que no está en mí; puedo enseñar la voluntad de aprender lo que sé apenas o entreveo. Quiero ser recordado menos como poeta que como amigo; que alguien repita una cadencia de Dunbar o de Frost o del hombre que vio en la medianoche el árbol que sangra, la Cruz, y piense que por primera vez la oyó de mis labios. Lo demás no me importa; espero que el olvido no se demore. Desconocemos los designios del universo, pero sabemos que razonar con lucidez y obrar con justicia es ayudar a esos designios, que no nos serán revelados.
Quiero morir del todo; quiero morir con este compañero, mi cuerpo.




En Elogio de la sombra (1969)
Foto: Borges en 1977 © Sophie Bassouls/Sygma/Corbis


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