26/3/15

Jorge Luis Borges: La rosa de Paracelso





De Quincey: Writings, XIII, 345

  En su taller, que abarcaba las dos habitaciones del sótano, Paracelso pidió a su Dios, a su indeterminado Dios, a cualquier Dios, que le enviara un discípulo. Atardecía. El escaso fuego de la chimenea arrojaba sombras irregulares. Levantarse para encender la lámpara de hierro era demasiado trabajo. Paracelso, distraído por la fatiga, olvidó su plegaria. La noche había borrado los polvorientos alambiques y el atanor cuando golpearon la puerta. El hombre, soñoliento, se levantó, ascendió la breve escalera de caracol y abrió una de las hojas. Entró un desconocido. También estaba muy cansado. Paracelso le indicó un banco; el otro se sentó y esperó. Durante un tiempo no cambiaron una palabra.

  El maestro fue el primero que habló.

  —Recuerdo caras del Occidente y caras del Oriente —dijo con cierta pompa—. No recuerdo la tuya. ¿Quién eres y qué deseas de mí?

  —Mi nombre es lo de menos —replicó el otro—. Tres días y tres noches he caminado para entrar en tu casa. Quiero ser tu discípulo. Te traigo todos mis haberes.

  Sacó un talego y lo volcó sobre la mesa. Las monedas eran muchas y de oro. Lo hizo con la mano derecha. Paracelso le había dado la espalda para encender la lámpara. Cuando se dio vuelta advirtió que la mano izquierda sostenía una rosa. La rosa lo inquietó.

  Se recostó, juntó la punta de los dedos y dijo:

  —Me crees capaz de elaborar la piedra que trueca todos los elementos en oro y me ofreces oro. No es oro lo que busco, y si el oro te importa, no serás nunca mi discípulo.

  —El oro no me importa —respondió el otro—. Estas monedas no son más que una parte de mi voluntad de trabajo. Quiero que me enseñes el Arte. Quiero recorrer a tu lado el camino que conduce a la Piedra.

  Paracelso dijo con lentitud:

  —El camino es la Piedra. El punto de partida es la Piedra. Si no entiendes estas palabras, no has empezado aún a entender. Cada paso que darás es la meta.

El otro lo miró con recelo. Dijo con voz distinta:

  —Pero, ¿hay una meta?

  Paracelso se rió.

  —Mis detractores, que no son menos numerosos que estúpidos, dicen que no y me llaman un impostor. No les doy la razón, pero no es imposible que sea un iluso. Sé que «hay» un Camino.

  Hubo un silencio, y dijo el otro:

  —Estoy listo a recorrerlo contigo, aunque debamos caminar muchos años. Déjame cruzar el desierto. Déjame divisar siquiera de lejos la tierra prometida, aunque los astros no me dejen pisarla. Quiero una prueba antes de emprender el camino.

  —¿Cuándo? —dijo con inquietud Paracelso.

  —Ahora mismo —dijo con brusca decisión el discípulo.

  Habían empezado hablando en latín; ahora, en alemán.

  El muchacho elevó en el aire la rosa.

  —Es fama —dijo— que puedes quemar una rosa y hacerla resurgir de la ceniza, por obra de tu arte. Déjame ser testigo de ese prodigio. Eso te pido, y te daré después mi vida entera.

  —Eres muy crédulo —dijo el maestro—. No he menester de la credulidad; exijo la fe.

  El otro insistió.

  —Precisamente porque no soy crédulo quiero ver con mis ojos la aniquilación y la resurrección de la rosa.

Paracelso la había tomado, y al hablar jugaba con ella.

  —Eres crédulo —dijo—. ¿Dices que soy capaz de destruirla?

  —Nadie es incapaz de destruirla —dijo el discípulo.

  —Estás equivocado. ¿Crees, por ventura, que algo puede ser devuelto a la nada? ¿Crees que el primer Adán en el Paraíso pudo haber destruido una sola flor o una brizna de hierba?

  —No estamos en el Paraíso —dijo tercamente el muchacho; aquí, bajo la luna, todo es mortal.

  Paracelso se había puesto en pie.

  —¿En qué otro sitio estamos? ¿Crees que la divinidad puede crear un sitio que no sea el Paraíso? ¿Crees que la Caída es otra cosa que ignorar que estamos en el Paraíso?

  —Una rosa puede quemarse —dijo con desafío el discípulo.

  —Aún queda fuego en la chimenea —dijo Paracelso—. Si arrojamos esta rosa a las brasas, creerías que ha sido consumida y que la ceniza es verdadera. Te digo que la rosa es eterna y que sólo su apariencia puede cambiar. Me bastaría una palabra para que la vieras de nuevo.

  —¿Una palabra? —dijo con extrañeza el discípulo—. El atanor está apagado y están llenos de polvos los alambiques. ¿Qué harías para que resurgiera?

  Paracelso le miró con tristeza.

  —El atanor está apagado —repitió— y están llenos de polvo los alambiques. En este tramo de mi larga jornada uso de otros instrumentos.

—No me atrevo a preguntar cuáles son —dijo el otro con astucia o con humildad.

  —Hablo del que usó la divinidad para crear los cielos y la tierra y el invisible Paraíso en que estamos, y que el pecado original nos oculta. Hablo de la Palabra que nos enseña la ciencia de la Cábala.

  El discípulo dijo con frialdad:

  —Te pido la merced de mostrarme la desaparición y aparición de la rosa. No me importa que operes con alquitaras o con el Verbo.

  Paracelso reflexionó. Al cabo, dijo:

  —Si yo lo hiciera, dirías que se trata de una apariencia impuesta por la magia de tus ojos. El prodigio no te daría la fe que buscas: Deja, pues, la rosa.

  El joven lo miró, siempre receloso. El maestro alzó la voz y le dijo:

  —Además, ¿quién eres tú para entrar en la casa de un maestro y exigirle un prodigio? ¿Qué has hecho para merecer semejante don?

  El otro replicó, tembloroso:

  —Ya sé que no he hecho nada. Te pido en nombre de los muchos años que estudiaré a tu sombra que me dejes ver la ceniza y después la rosa. No te pediré nada más. Creeré en el testimonio de mis ojos.

  Tomó con brusquedad la rosa encarnada que Paracelso había dejado sobre el pupitre y la arrojó a las llamas. El color se perdió y sólo quedó un poco de ceniza. Durante un instante infinito esperó las palabras y el milagro.

  Paracelso no se había inmutado. Dijo con curiosa llaneza.

—Todos los médicos y todos los boticarios de Basilea afirman que soy un embaucador. Quizá están en lo cierto. Ahí está la ceniza que fue la rosa y que no lo será.

  El muchacho sintió vergüenza. Paracelso era un charlatán o un mero visionario y él, un intruso, había franqueado su puerta y lo obligaba ahora a confesar que sus famosas artes mágicas eran vanas.

  Se arrodilló, y le dijo:

  —He obrado imperdonablemente. Me ha faltado la fe, que el Señor exigía de los creyentes. Deja que siga viendo la ceniza. Volveré cuando sea más fuerte y seré tu discípulo, y al cabo del Camino veré la rosa.

  Hablaba con genuina pasión, pero esa pasión era la piedad que le inspiraba el viejo maestro, tan venerado, tan agredido, tan insigne y por ende tan hueco. ¿Quién era él, Johannes Grisebach, para descubrir con mano sacrílega que detrás de la máscara no había nadie?

  Dejarle las monedas de oro sería una limosna. Las retomó al salir. Paracelso lo acompañó hasta el pie de la escalera y le dijo que en esa casa siempre sería bienvenido. Ambos sabían que no volverían a verse.

  Paracelso se quedó solo. Antes de apagar la lámpara y de sentarse en el fatigado sillón, volcó el tenue puñado de ceniza en la mano cóncava y dijo una palabra en voz baja. La rosa resurgió.


En La memoria de Shakespeare, 1983
Imagen: Willis Barnstone

Jorge Luis Borges: Veinticinco de agosto, 1983







Vi en el reloj de la pequeña estación que eran las once de la noche pasadas. Fui caminando hasta el hotel. Sentí, como otras veces, la resignación y el alivio que nos infunden los lugares muy conocidos. El ancho portón estaba abierto; la quinta, a oscuras. Entré en el vestíbulo, cuyos espejos pálidos repetían las plantas del salón. Curiosamente el dueño no me reconoció y me tendió el registro. Tomé la pluma que estaba sujeta al pupitre, la mojé en el tintero de bronce y al inclinarme sobre el libro abierto, ocurrió la primera sorpresa de las muchas que me depararía esa noche. Mi nombre, Jorge Luis Borges, ya estaba escrito y la tinta, todavía fresca.
El dueño me dijo: —Yo creí que usted ya había subido.
Luego me miró bien y se corrigió: —Disculpe, señor El otro se le parece tanto, pero, usted es más joven.
Le pregunté: —¿Qué habitación tiene?
—Pidió la pieza 19 —fue la respuesta.
Era lo que yo había temido.
Solté la pluma y subí corriendo las escaleras. La pieza 19 estaba en el segundo piso y daba a un pobre patio desmantelado en el que había una baranda y, lo recuerdo, un banco de plaza. Era el cuarto más alto del hotel. Abrí la puerta que cedió. No habían apagado la araña. Bajo la despiadada luz me reconocí. De espaldas en la angosta cama de fierro, más viejo, enflaquecido y muy pálido, estaba yo, los ojos perdidos en las altas molduras de yeso. Me llegó la voz. No era precisamente la mía; era la que suelo oír en mis grabaciones, ingrata y sin matices.
—Qué raro —decía— somos dos y somos el mismo. Pero nada es raro en los sueños.
Pregunté asustado: —Entonces, ¿todo esto es un sueño?
—Es, estoy seguro, mi último sueño.
Con la mano mostró el frasco vacío sobre el mármol de la mesa de luz. —Vos tendrás mucho que soñar, sin embargo, antes de llegar a esta noche. ¿En qué fecha estás?
—No sé muy bien —le dije aturdido—. Pero ayer cumplí sesenta y un años.
—Cuando tu vigilia llegue a esta noche, habrás cumplido, ayer, ochenta y cuatro. Hoy estamos a 25 de agosto de 1983.
—Tantos años habrá que esperar —murmuré.
—A mí ya no me está quedando nada —dijo con brusquedad—. En cualquier momento puedo morir, puedo perderme en lo que no sé y sigo soñando con el doble. El fatigado tema que me dieron los espejos y Stevenson.
Sentí que la evocación de Stevenson era una despedida y no un rasgo pedante. Yo era él y comprendía. No bastan los momentos más dramáticos para ser Shakespeare y dar con frases memorables. Para distraerlo, le dije:
—Sabía que esto te iba a ocurrir. Aquí mismo hace años, en una de las piezas de abajo, iniciamos el borrador de la historia de este suicidio.
—Sí —me respondió lentamente, como si juntara recuerdos—. Pero no veo la relación. En aquel borrador yo había sacado un pasaje de ida para Adrogué, y ya en el hotel Las Delicias había subido a la pieza 19, la más apartada de todas. Ahí me había suicidado.
—Por eso estoy aquí —le dije.
—¿Aquí? Siempre estamos aquí. Aquí te estoy soñando en la casa de la calle Maipú. Aquí estoy yéndome, en el cuarto que fue de madre.
—Que fue de madre —repetí, sin querer entender—. Yo te sueño en la pieza 19, en el patio de arriba.
—¿Quién sueña a quién? Yo sé que te sueño, pero no sé si estás soñándome. El hotel de Adrogué fue demolido hace ya tantos años, veinte, acaso treinta. Quién sabe.
—El soñador soy yo —repliqué con cierto desafío.
—No te das cuenta que lo fundamental es averiguar si hay un solo hombre soñando o dos que se sueñan.
—Yo soy Borges, que vio tu nombre en el registro y subió.
—Borges soy yo, que estoy muriéndome en la calle Maipú.
Hubo un silencio, el otro me dijo:
—Vamos a hacer la prueba. ¿Cuál ha sido el momento más terrible de nuestra vida?
Me incliné sobre él y los dos hablamos a un tiempo. Sé que los dos mentimos.
Una tenue sonrisa iluminó el rostro envejecido. Sentí que esa sonrisa reflejaba, de algún modo, la mía.
—Nos hemos mentido —me dijo— porque nos sentimos dos y no uno. La verdad es que somos dos y somos uno.
Esa conversación me irritaba. Así se lo dije.
Agregué:
—Y vos, en 1983, ¿no vas a revelarme nada sobre los años que me faltan?
—¿Qué puedo decirte, pobre Borges? Se repetirán las desdichas a que ya estás acostumbrado. Quedarás solo en esta casa. Tocarás los libros sin letras y el medallón de Swedenborg y la bandeja de madera con la Cruz Federal. La ceguera no es la tiniebla; es una forma de la soledad. Volverás a Islandia.
—¡Islandia! ¡Islandia de los mares!
—En Roma, repetirás los versos de Keats, cuyo nombre, como el de todos, fue escrito en el agua.
—No he estado nunca en Roma.
—Hay también otras cosas. Escribirás nuestro mejor poema, que será una elegía.
—A la muerte de… —dije yo. No me atreví a decir el nombre.
—No. Ella vivirá más que vos.
Quedamos silenciosos. Prosiguió:
—Escribirás el libro con el que hemos soñado tanto tiempo. Hacia 1979 comprenderás que tu supuesta obra no es otra cosa que una serie de borradores, de borradores misceláneos, y cederás a la vana y supersticiosa tentación de escribir tu gran libro. La superstición que nos ha infligido el Fausto de Goethe, Salammbó, el Ulysses. Llené, increíblemente, muchas páginas.
—Y al final comprendiste que habías fracasado.
—Algo peor Comprendí que era una obra maestra en el sentido más abrumador de la palabra. Mis buenas intenciones no habían pasado de las primeras páginas; en las otras estaban los laberintos, los cuchillos, el hombre que se cree una imagen, el reflejo que se cree verdadero, el tigre de las noches, las batallas que vuelven en la sangre, Juan Muraña ciego y fatal, la voz de Macedonio, la nave hecha con las uñas de los muertos, el inglés antiguo repetido en las tardes.
—Ese museo me es familiar —observé con ironía.
—Además, los falsos recuerdos, el doble juego de los símbolos, las largas enumeraciones, el buen manejo del prosaísmo, las simetrías imperfectas que descubren con alborozo los críticos, las citas no siempre apócrifas.
—¿Publicaste ese libro?
—Jugué, sin convicción, con el melodramático propósito de destruirlo, acaso por el fuego. Acabé por publicarlo en Madrid, bajo un seudónimo. Se habló de un torpe imitador de Borges, que tenía el defecto de no ser Borges y de haber repetido lo exterior del modelo.
—No me sorprende —dije yo—. Todo escritor acaba por ser su menos inteligente discípulo.
—Ese libro fue uno de los caminos que me llevaron a esta noche. En cuanto a los demás… La humillación de la vejez, la convicción de haber vivido ya cada día…
—No escribiré ese libro —dije.
—Lo escribirás. Mis palabras, que ahora son el presente, serán apenas la memoria de un sueño.
Me molestó su tono dogmático, sin duda el que uso en mis clases. Me molestó que nos pareciéramos tanto y que aprovechara la impunidad que le daba la cercanía de la muerte. Para desquitarme, le dije:
—¿Tan seguro estás de que vas a morir?
—Sí —me replicó—. Siento una especie de dulzura y de alivio, que no he sentido nunca. No puedo comunicarlo. Todas las palabras requieren una experiencia compartida. ¿Por qué parece molestarte tanto lo que te digo?
—Porque nos parecemos demasiado. Aborrezco tu cara, que es mi caricatura, aborrezco tu voz, que es mi remedo, aborrezco tu sintaxis patética, que es la mía.
—Yo también —dijo el otro—. Por eso resolví suicidarme.
Un pájaro cantó desde la quinta.
—Es el último —dijo el otro.
Con un gesto me llamó a su lado. Su mano buscó la mía.
Retrocedí; temí que se confundieran las dos.
Me dijo:
—Los estoicos enseñan que no debemos quejamos de la vida; la puerta de la cárcel está abierta. Siempre lo entendí así, pero la pereza y la cobardía me demoraron. Hará unos doce días, yo daba una conferencia en La Plata sobre el Libro VI de la Eneida. De pronto, al escandir un hexámetro, supe cuál era mi camino. Tomé esta decisión. Desde aquel momento me sentí invulnerable. Mi suerte será la tuya, recibirás la brusca revelación, en medio del latín y de Virgilio y ya habrás olvidado enteramente este curioso diálogo profético, que transcurre en dos tiempos y en dos lugares. Cuando lo vuelvas a soñar, serás el que soy y tú serás mi sueño.
—No lo olvidaré y voy a escribirlo mañana.
—Quedará en lo profundo de tu memoria, debajo de la marea de los sueños. Cuando lo escribas, creerás urdir un cuento fantástico. No será mañana, todavía te faltan muchos años.
Dejó de hablar, comprendí que había muerto. En cierto modo yo moría con él; me incliné acongojado sobre la almohada y ya no había nadie.
Huí de la pieza. Afuera no estaba el patio, ni las escaleras de mármol, ni la gran casa silenciosa, ni los eucaliptus, ni las estatuas, ni la glorieta, ni las fuentes, ni el portón de la verja de la quinta en el pueblo de Adrogué.
Afuera me esperaban otros sueños.



En La Memoria de Shakespeare (1983)
Imagen:  Borges por Hermenegildo Sábat 1970's Via



25/3/15

Jorge Luis Borges: El Templo de Poseidón







Sospecho que no hubo un Dios del Mar, como tampoco un Dios del Sol; ambos conceptos son ajenos a mentes primitivas. Hubo el mar y hubo Poseidón, que era también el mar. Mucho después vendrían las teogonías y Homero, que según Samuel Butler urdió con fábulas ulteriores los interludios cómicos de la Ilíada. El tiempo y sus guerras se han llevado la apariencia del Dios, pero queda el mar, su otra efigie.

Mi hermana suele decir que los niños son anteriores al cristianismo. A pesar de las cúpulas y de los íconos también lo son los griegos. Su religión, por lo demás, fue menos una disciplina que un conjunto de sueños, cuyas divinidades pueden menos que el Ker. El templo data del siglo quinto antes de nuestra era, es decir, de aquella fecha en que los filósofos ponían todo en duda. 

No hay una sola cosa en el mundo que no sea misteriosa, pero ese misterio es más evidente en determinadas cosas que en otras. En el mar, en el color amarillo, en los ojos de los ancianos y en la música.



En Atlas (1984)
Foto: Templo de Poseidón (Attica, Grecia), 2003 
© Josef Koudelka/Magnum Photos


24/3/15

Jorge Luis Borges: El falso problema de Ugolino







No he leído (nadie ha leído) todos los comentarios dantescos, pero sospecho que, en el caso del famoso verso 75 del canto penúltimo del Infierno, han creado un problema que parte de una confusión entre el arte y la realidad. En aquel verso Ugolino de Pisa, tras narrar la muerte de sus hijos en la Prisión del Hambre, dice que el hambre pudo más que el dolor («Poscia, piú che’l dolor, potè il digiuno»)[71]. De este reproche debo excluir a los comentaristas antiguos, para quienes el verso no es problemático, pues todos interpretan que el dolor no pudo matar a Ugolino, pero sí el hambre. También lo entiende así Geoffrey Chaucer en el tosco resumen del episodio que intercaló en el ciclo de Canterbury.
Reconsideremos la escena. En el fondo glacial del noveno círculo, Ugolino roe infinitamente la nuca de Ruggieri degli Ubaldini y se limpia la boca sanguinaria con el pelo del réprobo. Alza la boca, no la cara, de la feroz comida y cuenta que Ruggieri lo traicionó y lo encarceló con sus hijos. Por la angosta ventana de la celda vio crecer y decrecer muchas lunas, hasta la noche en que soñó que Ruggieri, con hambrientos mastines, daba caza en el flanco de una montaña a un lobo y sus lobeznos, Al alba oye los golpes del martillo que tapia la entrada de la torre. Pasan un día y una noche, en silencio. Ugolino, movido por el dolor, se muerde las manos; los hijos creen que lo hace por hambre y le ofrecen su carne, que él engendró. Entre el quinto y el sexto día los ve, uno a uno, morir. Después se queda ciego y habla con sus muertos y llora y los palpa en la sombra; después el hambre pudo más que el dolor.
He declarado el sentido que dieron a este paso los primeros comentadores. Así, Rambaldi de Imola en el siglo XIV; «Viene a decir que el hambre rindió a quien tanto dolor no pudo vencer y matar.» Profesan esta opinión entre los modernos Francesco Torraca, Guido Vitali y Tommaso Casini. El primero ve estupor y remordimiento en las palabras de Ugolino; el último agrega: «Intérpretes modernos han fantaseado que Ugolino acabó por alimentarse de la carne de sus hijos, conjetura contraria a la naturaleza y a la historia», y considera inútil la controversia. Benedetto Croce piensa como él y sostiene que de las dos interpretaciones, la más congruente y verosímil es la tradicional. Bianchi, muy razonablemente, glosa; «Otros entienden que Ugolino comió la carne de sus hijos, interpretación improbable pero que no es lícito descartar.» Luigi Pietrobono (sobre cuyo parecer volveré) dice que el verso es deliberadamente misterioso.
Antes de participar, a mi vez, en la inutile controversia, quiero detenerme un instante en el ofrecimiento unánime de los hijos. Éstos ruegan al padre que retome esas carnes que él ha engendrado:
«... tu ne vestisti
queste misere carni, e tu le spoglia»[72].
Sospecho que este discurso debe causar una creciente incomodidad en quienes lo admiran. De Sanctis (Storia della Letteratura ItalianaIX) pondera la imprevista conjunción de imágenes heterogéneas; D’Ovidio admite que «esta gallarda y conceptuosa exposición de un Ímpetu filial casi desarma toda crítica». Yo tengo para mí que se trata de una de las muy pocas falsedades que admite la Comedia. La juzgo menos digna de esa obra que de la pluma de Malvezzi o de la veneración de Gracián. Dante, me digo, no pudo no sentir su falsía, agravada sin duda por la circunstancia casi coral de que los cuatro niños, a un tiempo, brindan el convite famélico. Alguien insinuará que enfrentamos una mentira de Ugolino, fraguada para justificar (para sugerir) el crimen anterior.
El problema histórico de si Ugolino della Gherardesca ejerció en los primeros días de febrero de 1289 el canibalismo es, evidentemente, insoluble. El problema estético o literario es de muy otra índole. Cabe enunciarlo así: ¿Quiso Dante que pensáramos que Ugolino (el Ugolino de su Infierno, no el de la historia) comió la carne de sus hijos? Yo arriesgaría la respuesta: Dante no ha querido que lo pensemos, pero sí que lo sospechemos[73]. La incertidumbre es parte de su designio, Ugolino roe el cráneo del arzobispo; Ugolino sueña con perros de colmillos agudos que rasgan los flancos del lobo («... e con l’agute scane / mi parea lor veder fender li fianchi»)[74]. Ugolino, movido por el dolor, se muerde las manos; Ugolino oye que los hijos le ofrecen inverosímilmente su carne; Ugolino, pronunciado el ambiguo verso, torna a roer el cráneo del arzobispo. Tales actos sugieren o simbolizan el hecho atroz. Cumplen una doble función: los creemos parte del relato y son profecías.
Robert Louis Stevenson (Ethical Studies, 110) observa que los personajes de un libro son sartas de palabras; a eso, por blasfematorio que nos parezca, se reducen Aquiles y Peer Gynt, Robinson Crusoe y don Quijote. A eso también los poderosos que rigieron la tierra: una serie de palabras es Alejandro y otra es Atila. De Ugolino debemos decir que es una textura verbal, que consta de unos treinta tercetos. ¿Debemos incluir en esa textura la noción de canibalismo? Repito que debemos sospecharla con incertidumbre y temor. Negar o afirmar el monstruoso delito de Ugolino es menos tremendo que vislumbrarlo.
El dictamen Un libro es las palabras que lo componen corre el albur de parecer un axioma insípido. Sin embargo, todos propendemos a creer que hay una forma separable del fondo y que diez minutos de diálogo con Henry James nos revelarían el «verdadero» argumento de Otra vuelta de tuerca. Pienso que tal no es la verdad; pienso que Dante no supo mucho más de Ugolino que lo que sus tercetos refieren. Schopenhauer declaró que el primer volumen de su obra capital consta de un solo pensamiento y que no halló modo más breve de transmitirlo. Dante, a la inversa, diría que cuanto imaginó de Ugolino está en los debatidos tercetos.
En el tiempo real, en la historia, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas opta por una y elimina y pierde las otras; no así en el ambiguo tiempo del arte, que se parece al de la esperanza y al del olvido. Hamlet, en ese tiempo, es cuerdo y es loco[75]. En la tiniebla de su Torre del Hambre, Ugolino devora y no devora los amados cadáveres, y esa ondulante imprecisión, esa Incertidumbre, es la extraña materia de que está hecho. Así, con dos posibles agonías, lo soñó Dante y así lo soñarán las generaciones.



Notas

[71] «Después más que el dolor pudo el ayuno».
[72] «… tú nos vestiste/con esta carne mísera, y puedes quitárnosla» 
(Inf. XXXIII, 62-63).
[73] Observa Luigi Pietrobono (Infierno, pág. 47) «que el digiuno no afirma la culpa de Ugolino, pero la deja adivinar sin menoscabo del arte o del rigor histórico. Basta que la juzguemos posible». 
[74] «… y con sus agudos colmillos / me parecía que se los hundían en sus costados» (Inf. XXXIII, 35-36). 
[75] A titulo de curiosidad, cabe recordar dos ambigüedades famosas. La primera, la sangrienta luna de Quevedo, que es a la vez la de los campos de batalla y la de la bandera otomana: la otra, la mortal moon del soneto 107 de Shakespeare, que es la luna del cielo y la Reina Virgen. 
En Nueve ensayos dantescos (1982)
Imagen: Ugolino and his sons in their cell, as painted by William Blake ca.1826


23/3/15

Jorge Luis Borges: Oliverio Girondo, Calcomanías







Es innegable que la eficacia de Girondo me asusta. Desde los arrabales de mi verso he llegado a su obra, desde ese largo verso mío donde ha puestas de sol y vereditas y una vaga niña que es clara junto a una balaustrada celeste. Lo he mirado tan hábil, tan apto para desgajarse de un tranvía en plena largada y para renacer sano y salvo entre una amenaza de klaxon y un apartarse de transeúntes, que me he sentido provinciano junto a él. Antes de empezar estas líneas, he debido asomarme al patio y cerciorarme, en busca de ánimo, de que su cielo rectangular y la luna siempre estaban conmigo.

Girondo es un violento. Mira largamente las cosas y de golpe les tira un manotón. Luego, estruja, las guarda. No hay aventura en ello, pues el golpe nunca se frustra. A lo largo de las cincuenta páginas de su libro, he atestiguado la inevitabilidad implacable de su afanosa puntería. Sus procedimientos son muchos, pero hay dos o tres predilectos que quiero destacar. Sé que esas trazas son instintivas en él, pero pretendo inteligirlas.

Girondo impone a las pasiones del ánimo una manifestación visual e inmediata; afán que da cierta pobreza a su estilo (pobreza heroica y voluntaria, entiéndase bien) pero que le consigue relieve. La antecedencia de ese método parece estar en la caricatura y señaladamente en los dibujos animados del biógrafo. Copiaré un par de ejemplos:

 El cantaor tartamudea una copla que lo
 desinfla nueve kilos.
 (Juerga)

 A vista de ojo, los hoteleros engordan ante la
 perspectiva de doblar la tarifa.
 (Semana Santa ‑ vísperas)

Esa antigua metáfora que anima y alza las cosas inanimadas ‑la que grabó en la Eneida lo del río indignado contra el puente (pontem indignatus araxes) y prodigiosamente escribió las figuras bíblicas de Se alegrará la tierra desierta, dará saltos la soledad y florecerá como azucena‑ toma prestigio bajo su pluma. Ante los ojos de Girondo, ante su desenvainado mirar, que yo dije una vez, las cosas dialogizan, mienten, se influyen. Hasta la propia quietación de las cosas es activa para él y ejerce una causalidad. Copiaré algún ejemplo:

 ¡Noches, con gélido aliento de fantasma,
 en que las piedras que circundan la población
 celebran aquelarres goyescos!
 (Toledo)

 ¡Corredores donde el silencio tonifica
 la robustez de las columnas!
 (Escorial)

 las casas de los aldeanos se arrodillan
 a los pies de la iglesia,
 se aprietan unas a otras,
 la levantan
 como si fuera una custodia,
 se anestesian de siesta
 y de repiqueteo de campana.
 (El Tren Expreso)


Es achaque de críticos prescribirles una genealogía a los escritores de que hablan. Cumpliendo con esa costumbre, voy a trazar el nombre, infalible aquí, de Ramón Gómez de la Serna y el del escritor criollo que tuvo alguna semejanza con el gran Oliverio, pero que fue a la vez menos artista y más travieso que él. Hablo de Eduardo Wilde.



En Obra crítica, Vol. II
Buenos Aires, 2000

Nota: OG publicó Calcomanías en 1925


Foto: Reunión del comité fundador de la revista Sur en casa de Victoria Ocampo en 1931. De izquierda a derecha, de pie: Eduardo Bullrich, Jorge Luis Borges, Francisco Romero, Eduardo Mallea, Enrique Bullrich, Victoria Ocampo y Ramón Gómez de la Serna. Sentados: Pedro Henríquez Ureña, Norah Borges, María Rosa Oliver, Carola Padilla y Guillermo de Torre. Sentados en el piso: Oliverio Girondo y Ernest Ansermet. Sobre la mesa: una foto de Ricardo Güiraldes. Vía



22/3/15

Jorge Luis Borges: Emanuel Swedenborg






Voltaire dijo que el hombre más extraordinario que registra la historia fue Carlos XII. Yo diría: quizá el hombre más extraordinario —si es que admitimos esos superlativos— fue el más misterioso de los súbditos de Carlos XII, Emanuel Swedenborg. Quiero decir algunas palabras sobre él, y luego voy a hablar de su doctrina, que es lo más importante para nosotros.
Emanuel Swedenborg nació en Estocolmo en el año 1688, y murió en Londres en 1772. Una larga vida, más larga si pensamos en las breves vidas de entonces. Casi pudo haber cumplido cien años. Su vida se divide en tres períodos. Esos períodos son de intensa actividad. Cada uno de esos períodos dura —se ha computado— veintiocho años. Tenemos al principio a un hombre dedicado al estudio. El padre de este Swedenborg era un obispo luterano, y Swedenborg fue educado en el luteranismo, cuya base angular, según se sabe, es la salvación por la gracia, de la cual descree Swedenborg.
En su sistema, en la nueva religión que él predicó, se habla de la salvación por las obras, aunque esas obras no son, por cierto, misas ni ceremonias: son obras verdaderas, obras en las cuales entra todo el hombre, es decir su espíritu y, lo que es más curioso aún, también su inteligencia.
Pues bien, este Swedenborg empieza como sacerdote y luego se interesa por las ciencias. Le interesan, sobre todo, de un modo práctico. Luego se ha descubierto que él se adelantó a muchas invenciones ulteriores. Por ejemplo, la hipótesis nebular de Kant y de Laplace. Luego, como Leonardo Da Vinci, Swedenborg diseñó un vehículo para andar por el aire. El sabía que era inútil, pero veía el punto de partida posible para lo que nosotros llamamos actualmente aviones. También diseñó vehículos para andar bajo el agua, como había previsto Francis Bacon. Luego le interesó —hecho también singular— la mineralogía. Fue asesor de negocios de minas en Estocolmo, le interesó también la anatomía. Y, como a Descartes, le interesó el lugar preciso donde el espíritu se comunica con el cuerpo.
Emerson dice: Lamento decir que nos ha dejado cincuenta volúmenes. Cincuenta volúmenes de los cuales veinticinco, por lo menos, están dedicados a la ciencia, a la matemática, a la astronomía. Rehusó ocupar la cátedra de Astronomía en la Universidad de Upsala por que se negaba a todo lo que fuera teórico. Era un hombre práctico. Fue ingeniero militar de Carlos XII, que lo honró. Se trataron mucho los dos: el héroe y el futuro visionario. Swedenborg ideó una máquina para trasladar navíos por tierra, en una de esas guerras casi míticas de Carlos XII sobre las cuales ha escrito tan hermosamente Voltaire. Transportaron los barcos de guerra a lo largo de veinte millas.
Más tarde se trasladó a Londres, donde estudió las artes del carpintero, del ebanista, del tipógrafo, del fabricante de instrumentos. También dibujó mapas para los globos terráqueos. Es decir que fue un hombre eminentemente práctico. Y recuerdo una frase de Emerson; dice que ningún hombre llevó una vida más real que Swedenborg. Es necesario que sepamos esto, que unamos toda esa obra científica y práctica de él. Fue un político, además; fue senador del reino. A los 55 años ya había publicado unos veinticinco volúmenes sobre mineralogía, anatomía y geometría.
Ocurrió entonces el hecho capital de su vida. El hecho capital de su vida fue una revelación. Recibió esa revelación en Londres, precedida por sueños, que están registrados en su diario.
No se han publicado, pero sabemos que fue­ron sueños eróticos.
Y después vino la visitación, que algunos han considerado un acceso de locura. Pero eso está negado por la lucidez de su obra, por el hecho de que en ningún momento nos sentimos ante un loco.
Escribe siempre con gran claridad, cuando expone su doctrina. En Londres, un desconocido que lo había seguido por la calle entró a su casa y le dijo que era Jesús, que la Iglesia estaba decayendo —como la iglesia judía cuando surgió Jesucristo—, y que él tenía el deber de renovar la Iglesia creando una tercera iglesia, la de Jerusalén.
Todo esto parece absurdo, increíble, pero tenemos la obra de Swedenborg. Y esa obra es muy vasta, escrita en un estilo muy tranquilo. El no razona en ningún momento. Podemos recordar aquella frase de Emerson, que dice: Los argumentos no convencen a nadie. Swedenborg expone todo con autoridad, con tranquila autoridad.
Pues bien, Jesús le dijo que le encomendaba la misión de renovar la Iglesia y que le sería permitido visitar el otro mundo, el mundo de los espíritus, con sus innumerables cielos e infiernos. Que tenía el deber de estudiar la escritura sagrada. Antes de escribir nada, le dedicó dos años al estudio de la lengua hebrea, porque quería leer los textos originales. Volvió a estudiar los textos, y creyó encontrar en ellos el fundamento de su doctrina un poco a la manera de los cabalistas, que encuentran razones a lo que buscan en el texto sagrado.
Veamos, ante todo, su visión del otro mundo, su visión de la inmortalidad personal, en la cual creyó, y veremos que todo ello está basado en el libre albedrío. En la Divina Comedia de Dante —esa obra tan hermosa literariamente— el libre albedrío cesa en el momento de la muerte. Los muertos son condenados por un tribunal y merecen el cielo o el infierno. En cambio, en la obra de Swedenborg nada de eso ocurre. Nos dice que cuando un hombre muere no se da cuenta de que ha muerto, ya que todo lo que lo rodea es igual. Se encuentra en su casa, lo visitan sus amigos, recorre las calles de su ciudad, no piensa que ha muerto; pero luego empieza a notar algo. Empieza a notar algo que al principio lo alegra y que lo alarma después: todo, en el otro mundo, es más vivido que en éste.
Nosotros siempre pensamos en el otro mundo de un modo nebuloso, pero Swedenborg nos dice que ocurre todo lo contrario, que las sensaciones son mucho más vívidas en el otro mundo. Por ejemplo, hay más colores. Y si pensamos que en el cielo de Swedenborg, los ángeles, de cualquier modo que estén, están siempre de cara al Señor, podemos pensar también en una suerte de cuarta dimensión. En todo caso, Swedenborg nos repite que el otro mundo es mucho más vivido que éste. Hay más colores, hay más formas. Todo es más concreto, todo es más tangible que en este mundo. Tanto es así —dice él— que este mundo, comparado con el mundo que yo he visto en mis innumerables andanzas por los cielos y los infiernos, es como una sombra. Es como si nosotros viviéramos en la sombra.
Aquí recuerdo una sentencia de San Agustín. En la Civitas Dei, San Agustín dice que sin duda el goce sensual era más fuerte que en el Paraíso que aquí, porque no puede suponerse que la caída haya mejorado nada. Y Swedenborg dice lo mismo. El habla de los goces carnales en los cielos y los infiernos del otro mundo y dice que son mucho más vividos que los de aquí.
¿Qué sucede cuando un hombre muere? Al principio no se da cuenta de que ha muerto. Pro­sigue con sus ocupaciones habituales, lo visitan sus amigos, conversa con ellos. Y luego, poco a poco, los hombres ven con alarma que todo es más vivido, que hay más colores. El hombre piensa: Yo he vivido todo el tiempo en la sombra, y ahora vivo en la luz. Y eso puede alegrar­lo un momento.
Y luego se le acercan desconocidos y conversan con él. Y esos desconocidos son ángeles y demonios. Swedenborg dice que los ángeles no han sido creados por Dios, que los demonios no han sido creados por Dios. Los ángeles son hombres que han ascendido a ser angelicales; los demonios son hombres que han descendido a ser demoníacos. De modo que toda la población de los cielos y de los infiernos está hecha de hombres, y esos hombres son ahora ángeles y son ahora demonios.
Pues bien, al muerto se le acercan los ángeles. Dios no condena a nadie al infierno. Dios quiere que todos los hombres se salven.
Pero al mismo tiempo Dios ha concedido al hombre el libre albedrío, el terrible privilegio de condenarse al infierno, o de merecer el cielo. Es decir que la doctrina del libre albedrío —que la doctrina ortodoxa suspende después de la muerte—, Swedenborg la mantiene hasta después de la muerte. Entonces, hay una región intermedia, que es la región de los espíritus. En esa región están los hombres, están las almas de quienes han muerto, y conversan con ángeles y con demonios.
Entonces llega ese momento que puede durar una semana, puede durar un mes, puede durar muchos años; no sabemos cuánto tiempo puede durar. En ese momento el hombre resuelve ser un demonio, o llegar a ser un demonio o un ángel. En uno de los casos merece el infierno. Esa región es una región de valles y luego de grietas. Esas grietas pueden ser inferiores, que comunican con los infiernos; o grietas superiores, que comunican con los cielos. Y el hombre busca, conversa y sigue la compañía de quienes le gustan. Si tiene temperamento demoníaco, prefiere la compañía de los demonios. Si tiene temperamento angelical, la compañía de los ángeles. Si ustedes quieren una exposición de todo esto, por cierto mucho más elocuente que la mía, la encontrarán en el tercer acto de Man and Superman, de Bernard Shaw.
Es curioso que Shaw no mencione nunca a Swedenborg. Yo creo que él llegó a hacerlo a través de su propia doctrina. Porque en el sistema de John Tanner está mencionada la doctrina de Swedenborg, pero sin nombrarlo. Presumo que no fue un acto de deshonestidad de Shaw sino que llegó a creerlo sinceramente. Presumo que Shaw llegó a las mismas conclusiones a través de William Blake, que ensaya la doctrina de la salvación que predice Swedenborg.
Bien. El hombre conversa con ángeles, el hombre conversa con demonios, y le atraen más unos que otros; eso, según su temperamento. Quienes se condenan al infierno —ya que Dios no condena a nadie— se sienten atraídos por los demonios. Ahora, ¿qué son los infiernos? Los infiernos, según Swedenborg, tienen varios aspectos. El aspecto que tendrían para nosotros o para los ángeles. Son zonas pantanosas, zonas en las que hay ciudades que parecen destruidas por los incendios; pero ahí los réprobos se sienten felices. Se sienten felices a su modo, es decir, están llenos de odio y no hay un monarca de ese reino; continuamente están conspirando unos contra otros. Es un mundo de baja política, de conspiración. Eso es el infierno.
Luego tenemos el cielo, que es lo contrario, lo que corresponde simétricamente al infierno. Según Swedenborg —y ésta es la parte más difícil de su doctrina— habría un equilibrio entre las fuerzas infernales y las fuerzas angelicales, necesario para que el mundo subsista. En ese equilibrio siempre es Dios el que manda. Dios deja que los espíritus infernales estén en el infierno porque sólo en el infierno están felices.
Y Swedenborg nos refiere el caso de un espíritu demoníaco que asciende al cielo, aspira la fragancia del cielo, oye las conversaciones del cielo, y todo le parece horrible. La fragancia le parece fétida, la luz le parece negra. Entonces vuelve al infierno porque sólo en el infierno es feliz. El cielo es el mundo de los ángeles. Swedenborg agrega que todo el infierno tiene la forma de un demonio, y el cielo la forma general de un ángel. El cielo está hecho de sociedades de ángeles y ahí está Dios. Y Dios está representado por el sol.
De modo que el sol corresponde a Dios y los peores infiernos son los infiernos occidentales y los del norte. En cambio, al este y al sur los infiernos son más mansos. Nadie está condena­do a ellos. Cada uno busca la sociedad que quiere, busca los compañeros que quiere, y los busca según el apetito que ha dominado su vida.
Los que llegan al cielo tienen una noción equivocada. Piensan que en el cielo rezarán continuamente; y les permiten rezar, pero al cabo de pocos días o semanas se cansan: se dan cuenta de que eso no es el cielo. Luego adulan a Dios; lo alaban. A Dios no le gusta ser adulado. Y también esa gente se cansa de adular a Dios. Luego piensan que pueden ser felices conversando con sus seres queridos, y al cabo de un tiempo comprenden que los seres queridos y los héroes ilustres pueden ser tan tediosos en la otra vida como en ésta. Se cansan de eso y entonces entran en la verdadera obra del cielo. Y aquí recuerdo un verso de Tennyson; dice que el alma no desea asientos dorados, simplemente, desea que le den el don de seguir y de no cesar.
Es decir, el cielo de Swedenborg es un cielo de amor y, sobre todo, un cielo de trabajo, un cielo altruista. Cada uno de los ángeles trabaja para los otros; todos trabajan para los demás. No es un cielo pasivo. No es una recompensa, tampoco. Si uno tiene temperamento angelical uno tiene ese cielo y está cómodo en él. Pero hay otra diferencia que es muy importante en el cielo de Swedenborg: su cielo es eminentemente intelectual.
Swedenborg narra la historia, patética, de un hombre que durante su vida se ha propuesto ganar el cielo; entonces, ha renunciado a to­dos los goces sensuales. Se ha retirado a la tebaida. Ahí se ha abstraído de todo. Ha rezado, ha pedido el cielo. Es decir, ha ido empobreciéndose. Y cuando muere, ¿qué ocurre? Cuan­do muere llega al cielo, y en el cielo no saben qué hacer con él. Trata de seguir las conversaciones de los ángeles, pero no las entiende. Trata de aprender las artes. Trata de oír to­do. Trata de aprender todo y no puede, porque él se ha empobrecido. Es, simplemente, un hombre justo y mentalmente pobre. Y entonces le conceden como un don el poder proyectar una imagen: el desierto. En el desierto rezaba como rezaba en la tierra, pero sin despegarse del cielo, porque él sabe que se ha hecho indigno del cielo mediante su penitencia, por­que él ha empobrecido su vida, porque él se ha negado a los goces y a los placeres de la vida, lo cual también está mal.
Esta es una innovación de Swedenborg. Por­que siempre se ha pensado que la salvación es de carácter ético. Se entiende que si un hombre es justo, se salva. El reino de los cielos es de los pobres de espíritu, etcétera. Eso lo comunica Jesús. Pero Swedenborg va más allá. Dice que eso no basta, que un hombre tiene que salvarse también intelectualmente. El se imagina el cielo, sobre todo, como una serie conversaciones teológicas entre los ángeles. Y si un hombre no puede seguir esas conversaciones es indigno del cielo. Así, debe vivir solo. Y luego vendrá William Blake, que agrega una tercera salvación. Dice que podemos —que tenemos— que salvarnos también por medio del arte. Blake explica que Cristo también fue un artista, ya que no predicaba por medio de palabras sino de parábolas. Y las parábolas son, desde luego, expresiones estéticas. Es decir, que la salvación sería por la inteligencia, por la ética y por el ejercicio del arte.
Y aquí recordamos algunas de las frases en que Blake ha moderado, de algún modo, las largas sentencias de Swedenborg; cuando dice, por ejemplo: El tonto no entrará en el cielo por santo que sea. O: Hay que descartar la santidad; hay que investirse de inteligencia.
De modo que tenemos esos tres mundos. Tenemos el mundo del espíritu y luego, al cabo de un tiempo, un hombre ha merecido el cielo, un hombre ha merecido el infierno. El infierno está regido realmente por Dios, que necesita ese equilibrio. Satanás es el nombre de una región, simplemente. El demonio es simplemente un personaje cambiante, ya que todo el mundo del infierno es un mundo de conspiraciones, de personas que se odian, que se juntan para atacar a otro.
Luego Swedenborg conversa con diversa gente en el paraíso, con diversa gente en los infiernos. Le es permitido todo eso para fundar la nueva iglesia. ¿Y qué hace Swedenborg?
No predica; publica libros, anónimamente, escritos en un sobrio y árido latín. Y difunde esos libros. Así pasan los últimos treinta años de la vida de Swedenborg. Vive en Londres. Lleva una vida muy sencilla. Se alimenta de leche, pan, legumbres. A veces, llega un amigo de Suecia y entonces se toma unos días de licencia.
Cuando fue a Inglaterra, quiso conocer a Newton, porque le interesaba mucho la nueva astronomía, la ley de gravedad. Pero nunca llegó a conocerlo. Se interesó mucho por la poesía inglesa. Menciona en sus escritos a Shakespeare, a Milton y a otros. Los elogia por su imaginación; es decir, este hombre tenía sentido estético. Sabemos que cuando recorría los países —porque viajó por Suecia, Inglaterra, Alemania, Austria, Italia— visitaba las fábricas, los barrios pobres. Le gustaba mucho la música. Era un caballero de aquella época. Llegó a ser un hombre rico. Sus sirvientes vivían en el piso bajo de su casa, en Londres (la casa ha sido demolida hace poco), y lo veían conversando con los ángeles o discutiendo con los demonios. En el diálogo nunca quiso imponer sus ideas. Desde luego, no permitía que se burlaran de sus visiones; pero tampoco quería imponer las: más bien trataba de desviar la conversación de esos temas.
Hay una diferencia esencial entre Swedenborg y los otros místicos. En el caso de San Juan de la Cruz, tenemos descripciones muy vividas del éxtasis. Tenemos el éxtasis referido en términos de experiencias eróticas o con metáforas de vino. Por ejemplo, un hombre que se encuentra con Dios, y Dios es igual a sí mismo. Hay un sistema de metáforas. En cambio, en la obra de Swedenborg no hay nada de eso. Es la obra de un viajero que ha recorrido tierras desconocidas y que las describe tranquila y minuciosamente.
Por eso su lectura no es exactamente divertida. Es asombrosa y gradualmente divertida. Yo he leído los cuatro volúmenes de Swedenborg que han sido traducidos al inglés y publicados por la «Everyman’s Library». Me han dicho que hay una traducción española, una selección, publicada por la Editora Nacional. He visto unas estenografías de él, sobre toda aquella espléndida conferencia que dio Emerson. Emerson dio una serie de conferencias sobre hombres representativos. Puso: Napoleón o el hombre de mundo: Montaigne o el escéptico; Shakespeare o el poeta; Goethe o el hombre de letras; Swedenborg o el místico. Esa fue la primera introducción que yo leí a la obra de Swedenborg. Esa conferencia de Emerson, que es memorable, finalmente no está del todo de acuerdo con Swedenborg. Había algo que le repugnaba: tal vez que Swedenborg fuera tan minucioso, tan dogmático. Porque Swedenborg insiste varias veces sobre los hechos. Repite la misma idea. No busca analogías. Es un viajero que ha recorrido un país muy extraño. Que ha recorrido los innumerables infiernos y cielos y que los refiere. Ahora vamos a ver otro tema de la doctrina de las correspondencias. Yo tengo para mí que él ideó esas correspondencias para encontrar su doctrina en la Biblia. El dice que cada palabra en la Biblia tiene por lo menos dos sentidos. Dante creía que había cuatro sentidos para cada pasaje.
Todo debe ser leído e interpretado. Por ejemplo, si se habla de la luz, la luz para él es una metáfora, símbolo evidente de la verdad. El caballo significa la inteligencia, por el hecho de que el caballo nos traslada de un lugar a otro. El tiene todo un sistema de correspondencia. En esto se parece mucho a los cabalistas.
Después de eso, llegó a la idea de que todo en el mundo está basado en correspondencias. La creación es una escritura secreta, una criptografía que debemos interpretar. Que todas las cosas son realmente palabras, salvo las cosas que no podemos entender y que tomamos literalmente.
Recuerdo aquella terrible sentencia de Carlyle, que leyó no sin provecho y que dice: La historia universal es una escritura que tenemos que leer y que escribir continuamente. Y es verdad: nosotros estamos presenciando continuamente la historia universal y somos actores de ella. Y nosotros también somos letras, también nosotros somos símbolos: Un texto divino en el cuál nos escriben. Yo tengo en casa un diccionario de correspondencias. Uno puede buscar cualquier palabra de la Biblia y ver cuál es el sentido espiritual que Swedenborg le dio.
El, desde luego, creyó sobre todo en la salvación por las obras. En la salvación por las obras no sólo del espíritu sino también de la mente. En la salvación por la inteligencia. El cielo para él es, ante todo, un cielo de largas consideraciones teológicas. Los ángeles, sobre todo, conversan. Pero también el cielo está lleno de amor. Se admite el casamiento en el cielo. Se admite todo lo que hay de sensual en este mundo. El no quiere negar ni empobrecer nada.
Actualmente, hay una iglesia swedenborgiana. Creo que en algún lugar de Estados Unidos hay una catedral de cristal. Y tiene algunos millares de discípulos en Estados Unidos, en Inglaterra (sobre todo en Manchester), en Suecia y en Alemania. Sé que el padre de William y Henry James era swedenborgiano. Yo he encontrado swedenborgianos en Estados Unidos, donde hay una sociedad que sigue publicando sus libros y traduciéndolos al inglés.
Es curioso que la obra de Swedenborg, aunque se haya traducido a muchos idiomas —incluso al hindú y al japonés— no haya ejercido más influencia. No se ha llegado a esa renovación que él quería. Pensaba fundar una nueva iglesia, que sería al cristianismo lo que la iglesia protestante fue a la iglesia de Roma.
Descreía parcialmente de las dos. Sin embargo, no ejerció esa vasta influencia que debería haber ejercido. Yo creo que todo eso es parte del destino escandinavo, en el cual parece que todas las cosas sucedieran como en un sueño y en una esfera de cristal. Por ejemplo, los vikingos descubren América varios siglos antes de Colón y no pasa nada. El arte de la novela se inventa en Islandia con la saga y esa invención no cunde. Tenemos figuras que deberían ser mundiales —la de Carlos XII, por ejemplo—, pero pensamos en otros conquistadores que han realizado empresas militares quizás inferiores a la de Carlos XII. El pensamiento de Swedenborg hubiera debido renovar la iglesia en todas partes del mundo, pero pertenece a ese destino escandinavo que es como un sueño.
Yo sé que en la Biblioteca Nacional hay un ejemplar de Del infierno y sus maravillas. Pero en algunas librerías teosóficas no se encuentran obras de Swedenborg. Sin embargo, es un místico mucho más complejo que los otros; éstos sólo nos han dicho que han experimentado el éxtasis, y han tratado de transmitir el éxtasis de un modo hasta literario. Swedenborg es el primer explorador del otro mundo, el explorador que debemos tomar en serio.
En el caso de Dante, que también nos ofrece una descripción del Infierno, del Purgatorio y del Paraíso, entendemos que se trata de una ficción literaria. No podemos creer realmente que todo lo que relata se refiere a una vivencia personal. Además, ahí está el verso que lo ata: él no pudo haber experimentado el verso.
En el caso de Swedenborg tenemos una larga obra. Tenemos libros como La religión cristiana en la Providencia Divina, y sobre todo ese libro que yo recomiendo a todos ustedes sobre el cielo y el infierno. Ese libro ha sido vertido al latín, al inglés, al alemán, al francés y creo que también al español. Allí la doctrina está contada con una gran lucidez. Es absurdo pensar que la escribió un loco. Un loco no hubiera podido escribir con esa claridad. Además, la vida de Swedenborg cambió en el sentido de que él dejó todos sus libros científicos. El pensó que los estudios científicos habían sido una preparación divina para encarar las otras obras.
Se dedicó a visitar los cielos y los infiernos, a conversar con los ángeles y con Jesús, y luego a referimos todo eso en una prosa serena, en una prosa ante todo lúcida, sin metáforas ni exageraciones. Hay muchas anécdotas personales memorables, como esa que les conté del hombre que quiere merecer el cielo pero sólo puede merecer el desierto porque ha empobrecido su vida. Swedenborg nos invita a todos a salvarnos mediante una vida más rica. A salvarnos mediante la justicia, mediante la virtud y mediante la inteligencia también.
Y luego vendrá Blake, que agrega que el hombre también debe ser un artista para salvarse. Es decir un triple salvación: tenemos que salvarnos por la bondad, por la justicia, por la inteligencia abstracta; y luego por el ejercicio del arte.
9 de junio de 1978













Conferencia en la Universidad de Belgrano el 9 de junio de 1978
Transcripción y publicación en Borges oral
Buenos Aires, Emecé editores / Editorial de Belgrano, 1979
Fuente foto sin atribución de autor
Al pie, cover Borges oral


21/3/15

Jorge Luis Borges: Films







Escribo mi opinión de unos films estrenados últimamente.
El mejor, a considerable distancia de los otros: El asesino Karamasoff (Filmreich). Su director (Ozep*) ha eludido sin visible incomodidad los aclamados y vigentes errores de la producción alemana —la simbología lóbrega, la tautología o vana repetición de imágenes equivalentes, la obscenidad, las aficiones teratológicas, el satanismo— sin tampoco incurrir en los todavía menos esplendorosos de la escuela soviética: la omisión absoluta de caracteres, la mera antología fotográfica, las burdas seducciones del comité. (De los franceses no hablo: su mero y pleno afán hasta ahora es el de no parecer norteamericanos —riesgo que ciertamente no corren.) Yo desconozco la espaciosa novela de la que fue excavado este film: culpa feliz que me ha permitido gozarlo, sin la continua tentación de superponer el espectáculo actual sobre la recordada lectura, a ver si coincidían. Así, con inmaculada prescindencia de sus profanaciones nefandas y de sus meritorias fidelidades —ambas importantes—, el presente film es poderosísimo. Su realidad, aunque puramente alucinatoria, sin subordinación ni cohesión, no es menos torrencial que la de Los muelles de Nueva York, de Josef von Sternberg. Su presentación de una genuina, candorosa felicidad después de un asesinato, es uno de sus altos momentos. Las fotografías —la del amanecer ya preciso, la de las bolas monumentales de billar aguardando el impacto, la de la mano clerical de Smerdiakov, retirando el dinero— son excelentes, de invención y de ejecución.
Paso a otro film. El que misteriosamente se nombra Luces de la ciudad de Chaplin ha conocido el aplauso incondicional de todos nuestros críticos; verdad es que su impresa aclamación es más bien una prueba de nuestros irreprochables servicios telegráficos y postales, que un acto personal, presuntuoso. ¿Quién iba a atreverse a ignorar que Charlie Chaplin es uno de los dioses más seguros de la mitología de nuestro tiempo, un colega de las inmóviles pesadillas de Chineo, de las fervientes ametralladoras de Scarface Al, del universo finito aunque ilimitado, de las espaldas cenitales de Greta Garbo, de los tapiados ojos de Gandhi? ¿Quién a desconocer que su novísima comédie larmoyante era de antemano asombrosa? En realidad, en la que creo realidad, este visitadísimo film del espléndido inventor y protagonista de La quimera del oro no pasa de una lánguida antología de pequeños percances, impuestos a una historia sentimental. Alguno de estos episodios es nuevo; otro, como el de la alegría técnica del basurero ante el providencial (y luego falaz) elefante que debe suministrarle una dosis de raison d'etre, es una reedición facsimilar del incidente del basurero troyano y del falso caballo de los griegos, del pretérito film La vida privada de Elena de Troya. Objeciones más generales pueden aducirse también contra City Lights. Su carencia de realidad sólo es comparable a su carencia, también desesperante, de irrealidad. Hay películas reales —El acusador de sí mismo, Los pequeros, Y el mundo marcha, hasta La melodía de Broadway—; las hay de voluntaria irrealidad: las individualísimas de Borzage, las de Harry Langdon, las de Buster Keaton, las de Eisenstein. A este segundo género correspondían las travesuras primitivas de Chaplin, apoyadas sin duda por la fotografía superficial, por la espectral velocidad de la acción, y por los fraudulentos bigotes, insensatas barbas postizas, agitadas pelucas y levitones portentosos de los actores. City Lights no consigue esa realidad, y se queda en inconvincente. Salvo la ciega luminosa, que tiene lo extraordinario de la hermosura, y salvo el mismo Charlie, siempre tan disfrazado y tan tenue, todos sus personajes son temerariamente normales. Su destartalado argumento pertenece a la difusa técnica conjuntiva de hace veinte años. Arcaísmo y anacronismo son también géneros literarios, lo sé; pero su manejo deliberado es cosa distinta de su perpetración infeliz. Consigno mi esperanza —demasiadas veces satisfecha— de no tener razón.
En Marruecos de Sternberg también es perceptible el cansancio, si bien en grado menos todopoderoso y suicida. El laconismo fotográfico, la organización exquisita, los procedimientos oblicuos y suficientes de La ley del hampa, han sido reemplazados aquí por la mera acumulación de comparsas, por los brochazos de excesivo color local. Sternberg, para significar Marruecos, no ha imaginado un medio menos brutal que la trabajosa falsificación de una ciudad mora en suburbios de Hollywood, con lujo de albornoces y piletas y altos muecines guturales que preceden el alba y camellos con sol. En cambio, su argumento general es bueno, y a su resolución en claridad, en desierto, en punto de partida otra vez, es la de nuestro primer Martín Fierro o la de la novela Sanin del ruso Arzibáshef. Marruecos se deja ver con simpatía, pero no con el goce intelectual que produce La batida, la heroica.
Los rusos descubrieron que la fotografía oblicua (y por consiguiente deforme) de un botellón, de una cerviz de toro o de una columna, era de un valor plástico superior a la de mil y un extras de Hollywood, rápidamente disfrazados de asirios y luego barajados hasta la total vaguedad por Cecil B. de Mille. También descubrieron que las convenciones del Middle West —méritos de la denuncia y del espionaje, felicidad final y matrimonial, intacta integridad de las prostitutas, concluyente uppercut administrado por un joven abstemio— podían ser canjeadas por otras no menos admirables. (Así, en uno de los más altos films del Soviet, un acorazado bombardea a quemarropa el abarrotado puerto de Odessa, sin otra mortandad que la de unos leones de mármol. Esa puntería inocua se debe a que es un virtuoso acorazado maximalista.) Tales descubrimientos fueron propuestos a un mundo saturado hasta el fastidio por las emisiones de Hollywood. El mundo los honró, y estiró su agradecimiento hasta pretender que la cinematografía soviética había obliterado para siempre a la americana. (Eran los años en que Alejandro Block anunciaba, con el acento peculiar de Walt Whitman, que los rusos eran escitas.) Se olvidó, o se quiso olvidar, de que la mayor virtud del film ruso era su interrupción de un régimen californiano continuo. Se olvidó de que era imposible contraponer algunas buenas o excelentes violencias (Iván el Terrible, El acorazado Potemkin, tal vez Octubre) a una vasta y compleja literatura, ejercitada con desempeño feliz en todos los géneros, desde la incomparable comicidad (Chaplin, Buster Keaton y Langdon) hasta las puras invenciones fantásticas: mitología del Krazy Kat y de Bimbo. Cundió la alarma rusa; Hollywood reformó o enriqueció alguno de sus hábitos fotográficos y no se preocupó mayormente.
King Vidor, sí. Me refiero al desigual director de obras tan memorables como Aleluya y tan innecesarias y triviales como Billy the Kid: púdica historiación de las veinte muertes (sin contar mejicanos) del más mentado peleador de Arizona, hecha sin otro mérito que el acopio de tomas panorámicas y la metódica prescindencia de close-ups para significar el desierto. Su obra más reciente, Street Scene, adaptada de la comedia del mismo nombre del ex-expresionista Elmer Rice, está inspirada por el mero afán negativo de no parecer "standard". Hay un insatisfactorio mínimum de argumento. Hay un héroe virtuoso, pero manoseado por un compadrón. Hay una pareja romántica, pero toda unión legal o sacramental les está prohibida. Hay un glorioso y excesivo italiano, larger than life, que tiene a su evidente cargo toda la comicidad de la obra, y cuya vasta irrealidad cae también sobre sus normales colegas. Hay personajes que parecen de veras y hay otros disfrazados. No es, sustancialmente, una obra realista; es la frustración o la represión de una obra romántica.
Dos grandes escenas la exaltan: la del amanecer, donde el rico proceso de la noche está compendiado por una música; la del asesinato, que nos es presentado indirectamente, en el tumulto y en la tempestad de los rostros.

1932








(*) Borges menciona al director Fyodor Otsep con el nombre del personaje que encarna, Ozep.
También los afiches publicitarios. Se trata de un error. Cfr. data

En Discusión (1932)
Imágenes: IMDb [+]


20/3/15

Jorge Luis Borges: Haydée Lange







Las naves de alto bordo, las azules
espadas que partieron de Noruega,
de tu Noruega y depredaron mares
y dejaron al tiempo y a sus días
los epitafios de las piedras rúnicas,
el cristal de un espejo que te aguarda,
tus ojos que miraban otras cosas,
el marco de una imagen que no veo
las verjas de un jardín junto al ocaso,
un dejo de Inglaterra en tu palabra,
el hábito de Sandburg, unas bromas,
las batallas de Bancroft y de Kohler
en la pantalla silenciosa y lúcida,
los viernes compartidos. Esas cosas,
sin nombrarte te nombran.




En Los conjurados (1985)
Foto: Al pie de la imagen, manuscrito de Leonor Acevedo
“Haydée Lange y Georgie de barba”
En el reverso, Borges escribió  “Wounded Tapir, April the first, 1939” 
(Tapir herido, 1° de abril de 1939) Vía



19/3/15

Jorge Luis Borges: A Israel








¿Quién me dirá si estás en el perdido
laberinto de ríos seculares
de mi sangre, Israel? ¿Quién los lugares
que mi sangre y tu sangre han recorrido?
No importa. Sé que estás en el sagrado
libro que abarca el tiempo y que la historia
del rojo Adán rescata y la memoria
y la agonía del Crucificado.
En ese libro estás, que es el espejo
de cada rostro que sobre él se inclina
y del rostro de Dios, que en su complejo
y arduo cristal, terrible se adivina.
Salve, Israel, que guardas la muralla
de Dios, en la pasión de tu batalla.




En Elogio de la sombra (1969)
Foto: Borges en el Mar Muerto, 1971 (Archivo Cidipal) incluida
en Borges e Israel. El asiduo manuscrito 
Publicado por la Embajada de Israel en Buenos Aires




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