4/1/15

Luis Harss: Jorge Luis Borges, o la consolación por la filosofía



Luis Harss en su casa - Foto Eduardo Montes Bradley


A un orbe aparte pertenece este artesano y anticuario que se ha convertido en una figura casi legendaria —una ausencia— en nuestra literatura. Se ha dudado alguna vez, aunque nunca muy en serio, de su existencia, que parece haberse evaporado con los años. Queda la imagen tenue de un hombrecito frágil, casi ciego, que se desplaza como una sombra al anochecer. Es un polemista temible, de convicciones tan fuertes como arbitrarias, tanto en la vida como en la literatura, pero al mismo tiempo un alma tímida, de modales tan suaves, tan dulce y modesto en su andar, que casi se podría pasar inadvertidamente a través de él en la calle. Hay algo de fugaz hasta en sus hábitos más invariables. En su tránsito diario por las calles céntricas, vacila al borde de la acera y golpea llamando con el bastón. Un pasante lo sorprende, lo ayuda a cruzar, sólo para perderlo después cuando el viento se lo lleva de un soplo como a una hoja transparente arrancada de un viejo libro. Y tal vez eso sea. «Vida y muerte le han faltado a mi vida», dice, afectando ese aire de diletante que ha cultivado siempre, sin duda un resabio del dandismo intelectual de su juventud en el aristocrático Barrio Norte. Ofrece esta «indigencia» como una explicación de su «laborioso amor» por las minucias. «Pocas cosas me han ocurrido y muchas he leído», y dice: «Estoy podrido de literatura». Se preguntan algunos, no sin razón, si él escribió sus libros o si ellos lo escribieron a él. Quizá sea un fantasma en la mente del lector como se creyó alguna vez que pudo haber sido Shakespeare en la mente de Francis Bacon. Él sería el último en rechazar semejante idea: admite con su chispa habitual de humor que no sabe muy bien a qué género pertenece, «si al realismo o a la literatura fantástica».
Se llama Borges y vive en Buenos Aires. Pero ésa es sólo una cara del espejo. Hay «otro» Borges, como él lo llama, que habita un mundo propio, un planeta en órbita en torno a alguna estrella desaparecida que alumbra todavía con su resplandor la escritura invisible de los viejos folios y los manuscritos olvidados. Se deleita en los placeres tranquilos del estudio y la contemplación. Alaba las cosas simples: el pan y la sal, las estaciones, el arte de la amistad, el gusto del café, el sueño, el hábito, la diversidad y el olvido. Otras cosas permanecen veladas atrás del pudor y la reticencia. Lo rodean las admiradoras, pero no se ha casado nunca. Allá en su primera juventud se insinúa la imagen de un amor perdido. Aparece translúcida en un poema temprano escrito en inglés en el que suspira la voz del autor: «Te ofrezco la amargura de un hombre que ha contemplado largamente la luna solitaria». Hubo, según parece, una «despedida trivial» en las calles de Buenos Aires que inició una «infinita separación». Desde entonces, confiesa Borges con tristeza en una elegía, a pesar de sus viajes a países lejanos, la nostalgia lo ha perseguido por todas partes como una bruma, y en realidad no ha visto «nada o casi nada sino el rostro de una muchacha de Buenos Aires». Es como si una parte de su ser se hubiera consumido con el recuerdo. Sus pasiones han sido las del intelecto. Como Kant, a quien trató en vano de leer una vez, ha encontrado alivio y liberación en el pensamiento y la fantasía. Ha amado los mapas, las etimologías, el ajedrez, los clásicos, el álgebra, la tipografía del siglo XVIII, los relojes de arena, Dante, Swedenborg, Verlaine, Walt Whitman, San Francisco de Asís, Schopenhauer, «que acaso descifró el universo», la música de Brahms, «misteriosa forma del tiempo», y el pasado, formado por «los ríos secretos e inmemoriales que convergen en mí».
De Borges se puede decir, como ha dicho él de Valéry, que «en un siglo que adora los caóticos ídolos de la sangre, de la tierra y de la pasión, prefirió siempre los lúcidos placeres del pensamiento y las secretas aventuras del orden». Su obra ha sido una especie de larga consolación por la filosofía. De W. H. Hudson ha escrito reveladoramente que «muchas veces en la vida emprendió el estudio de la metafísica», pero «siempre lo interrumpió la felicidad». Palabras en las que se ocultan tal vez una confesión y un anhelo íntimo. Quizá rechazando el exhibicionismo de la autocompasión, se dedicó a las investigaciones del tiempo y la eternidad. Sentimos que sus abstracciones intelectuales nacen de la discreción de un alma solitaria que se da cuenta demasiado bien de sus propias insuficiencias. Se ha dicho que Borges es frío y cerebral. Sería más exacto decir que es cauto y civilizado. Es también extraordinariamente astuto y sagaz. Sabe disfrazar los sentimientos en su obra, donde las referencias a la vida cotidiana son siempre tácitas; las preocupaciones mundanas, escasas y oblicuas; las psicologías de los personajes, las tramas y anécdotas, esquemáticas. Su delicadeza podría ser un defecto, y le da cierta fragilidad a todo lo que escribe, pero también transparencia. La verdad es que el hombre nunca está tan lejos como puede parecer. Bajo la superficie impasible asoma la cara de una inteligencia profundamente humana.
La ignorancia y la malicia se han empeñado en tergiversar a Borges. Es un gran bromista, y sus travesuras suelen contrariar a la gente. Se complace en parecer ingenuo y contradictorio. De vez en cuando, bajo la presión de alguna entrevista inoportuna, ofende improvisando una opinión escandalosa. Es un maestro de la insidia, y hace cuatro o cinco años se burló de una conferencia de escritores en Buenos Aires declarando que no asistiría porque le estaba costando demasiado dinero al gobierno en quiebra. En otro momento se afilió al Partido Conservador por «escepticismo», según explicó. Ya antes había hecho saber que «la política es una de las formas del tedio». Sin embargo, ha firmado manifiestos contra Castro. Se ha declarado en varias ocasiones antinazi, anticomunista y anticristiano. Recientemente le tomó el pelo al público en Venezuela, donde en un discurso ante patriotas de la cultura que esperaban alabanzas del color local, habló de Walt Whitman. No le impresionan los partidarios de la literatura «indígena». En el Río de la Plata no hay indios, dice. Es un conferencista distraído —lo solicitan día y noche los clubes y círculos literarios, que se lo arrebatan en taxi por toda la ciudad— y abandona su tema en la mitad de una frase, para divagar sobre los misterios de alguna oscura etimología, o ultrajar al auditorio sosteniendo, por ejemplo, que la poesía gauchesca es una invención artificial de literatos, que el lunfardo o supuesto argot de los bajos fondos de Buenos Aires nunca existió más que en los tangos, que el fútbol fue importado de Inglaterra, o que el idolatrado Carlitos Gardel era francés. El reconocimiento, salvo entre una ínfima minoría ilustrada, le llegó con bastante retraso en su país. Fue descubierto primero en Francia, donde desde hace unos diez años abundan las traducciones de su obra, y es sólo ahora, cuando sus libros circulan por el mundo entero, que ha comenzado a interesar a sus compatriotas. Y aun así, sigue muy controvertida su reputación. Algunos dudosos admiradores han ponderado su poesía, que es su arte menor. Los nacionalistas lo han acusado de extranjerizante. Un crítico comunista decidió que odiaba a la clase trabajadora. Otro enemigo lo injurió por contribuir a la delincuencia juvenil de la nación patrocinando ediciones de novelas policiales. La verdad es que ha cultivado todos los géneros literarios salvo la novela y el teatro. Ha escrito cuentos policiales, guiones de película, artículos, ensayos, prefacios y prólogos; ha dirigido colecciones de libros y antologías; ha anotado textos clásicos; y ha traducido a su modo idiosincrático a una docena de escritores desde Faulkner hasta Gide. En todo, curioseando en los rincones más eruditos e inesperados —la literatura anglosajona antigua, las sagas nórdicas—, ha establecido sus propios cánones. Se ha dado el gusto —ese gusto que inquieta a sus lectores— de ser esotérico. Acerca de la posición del escritor en Argentina dice: «Aquí hubo un hecho que parece desfavorable, y sin embargo es bueno, y es la indiferencia de la mayoría de los argentinos por la literatura. Ahora, eso tiene un lado malo, porque el escritor se siente solitario. Pero tiene un lado bueno, porque nadie escribe para el público. En otros países dicen: el escritor se prostituye. Pero aquí, aunque quisiera prostituirse no podría». Recuerda que cuando empezó a escribir, las ediciones —hasta las de Lugones, el poeta argentino más famoso de su época— eran de alrededor de quinientos ejemplares. Podían pasar dos o tres años antes de que se agotara una edición. «Y yo recuerdo la sorpresa que tuve, la incredulidad con la cual recibí la noticia, de que un libro mío titulado ambiciosa y paradójicamente Historia de la eternidad había vendido creo que treinta y siete ejemplares en un año. Yo tenía ganas de buscar a esas treinta y siete personas, agradecerles, pedirles disculpas por lo malo que era el libro.» Y no sólo por modestia, agrega Borges. En realidad, lejos de incomodarlo, le agradaba bastante la idea de tener nada más que treinta y siete lectores. Porque «uno puede más o menos imaginarse treinta y siete personas. No es demasiado todavía». Tal vez en el fondo, ahora que cuenta con miles de lectores anónimos desparramados por el mundo entero, añora los viejos tiempos en que podía despreocuparse del público con la seguridad de que escribía nada más que para su propia satisfacción y la de unos pocos amigos y colegas. Es la actitud de su clase y su generación, para quienes la cultura no era la emanación de un medio particular sino una herencia abstracta y universal, una prerrogativa de la aristocracia del espíritu, que no reconocía fronteras. A Borges se lo ha acusado siempre de europeísmo, pero en el contexto argentino la acusación no tiene ningún sentido. El «europeísmo» es tan argentino como la pampa. La concentración urbana en la Argentina, país de inmigrantes recientes que han formado su cultura, es en gran parte europea. Por eso dice Borges: «Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental, y creo también que tenemos derecho a esa tradición».
Pocos hombres han vivido esa tradición más intensamente que Borges, que ha imaginado siempre el Paraíso como una biblioteca universal que sería la cifra y sinopsis de los siglos. Ese ambiente es el aire que respira, una presencia que lo acompaña a todas partes como una aureola. En su casa —un decoroso departamento en el centro de Buenos Aires, cerca de la histórica plaza San Martín—, después del trajín del día, que incluye conferencias y las clases particulares de anglosajón que recibe por las tardes, descansa entre paredes cubiertas de ediciones raras que han sido sus compañeras inseparables desde lo que se diría el comienzo del tiempo. Llega la hora del té, y charla, abrupto y afectuoso, con su madre, una mujercita delicada y chispeante que lo llama Georgie y aparenta la misma edad que él —lo acompañaba hasta hace poco en todos sus viajes—, le tuesta el pan y lo regaña por no abrigarse bien. Cuando cae la noche se reúne en el salón, entre los cortinados, con su colaborador, Adolfo Bioy Casares, y la mujer de Bioy, Silvina Ocampo, viejos amigos conversadores con quienes comparte aficiones Borges se repantiga en un frondoso sillón en su posición favorita, desplegando una pierna sobre el brazo del sillón, y arranca libros de los estantes. Apenas puede distinguir ya los títulos —tienen que leerle los amigos, y compone mentalmente, memorizando los breves textos que después dictará— pero lo guía el instinto, que rara vez se equivoca, y agarra con mano segura el libro que quiere. Sabe dónde está todo y sus libros le obedecen. No por nada es el director de la Biblioteca Nacional, su templo y santuario, un enorme edificio pseudorrenacentista, esplendorosamente adornado, con una cúpula central sobre un abismo de muchos pisos de profundidad bordeado por hileras de estanterías colmadas que se empinan sobre corredores circulares, cercados por altas barandas. Desde el eje central se extienden en todas direcciones los salones como un interminable fichero.
Aquí una tarde, en un pliegue del tiempo, entramos bajo un lejano cielo raso sombreado por racimos de pesadas molduras, hasta el borde de una maraña de pasillos enlosados que se pierden de vista entre innumerables puertas vidrieras. Corren en rosarios los ventanales, en abanicos las cornisas. El espacioso silencio nos dice que hemos ingresado en «el ámbito sereno de un orden», rodeados por «el tiempo disecado y conservado mágicamente». En el primer rellano de la gran escalera nos absorbe ya, como una fuerza magnética, esa «gravitación de los libros» que evocan tantas páginas de Borges. Puntual como siempre, a la hora convenida, nos recibe en el primer piso, en una pulcra sala de conferencias, donde nos espera sentado al borde de una silla, con traje y chaleco claros, remoto y minúsculo detrás de la mesa ovalada que nos separa infinitamente de él. Nos distingue mal, y como un sordo que levanta la voz para que lo oigan, se adelanta en la silla para hacerse visible. Quizá preferiría pasar inadvertido. Pero se expone, se somete, resignado, a nuestra mirada. Está acostumbrado a los interrogatorios. Lo visitan a diario académicos y turistas literarios y espirituales. Se sienta con las manos replegadas, como si quisiera ocultarlas en las mangas, y habla bajo, casi en un susurro. Como en sus libros, que conversan tan íntimamente con el lector. Se maneja sin inconveniente en inglés y francés, y bastante bien en alemán, y se las arregla para acomodar sus alusiones al idioma y la nacionalidad de su visitante. Para él hablar es pensar en voz alta. Aprovecha cualquier tema que le trae asociaciones. Es tan tímido que al principio vacila, casi tartamudea. Pero arranca con una sonrisa radiante de dientes postizos. Los ojos límpidos, a veces desenfocados, el izquierdo fugándose por momentos bajo el párpado, teje tramas de pensamientos en el aire como anillos de humo. La verdad es que le encanta hablar y pronto se entusiasma y le duele interrumpirse. Su voz y sus gestos tienen algo de invariable. Como si se perpetuara en cada momento. Su vida debe de ser una serie interminable de desgarramientos y adioses forzados. «Una fuga», la ha llamado, quejándose de que no es a él, el Borges que la fama ha vuelto una figura casi impersonal, sino «al otro Borges a quien le suceden las cosas». Él ha querido que sea así. El «otro» Borges era un obstáculo del que tenía que despojarse. Lo dejó vivir sólo para anularlo, como una sustancia que no existía más que para ser reemplazada por su sombra. Hace años que lucha Borges para eliminarlo. La metafísica y la mitología, dice, han sido sus armas contra el «otro», que ha ido perdiendo cuerpo en ellas, evaporándose cada vez más. En su famosa meditación sobre Shakespeare, que es realmente una autoconfesión, se describe con lucidez cuando habla del poeta como de una especie de farsante en el escenario del mundo, un hombre empeñado en eludir el peso de sí mismo, «agotar las apariencias del ser», experto en «en el hábito de simular que es alguien para que no se descubra su condición de nadie».
Borges nació con el siglo, el 24 de agosto de 1899. La suya era una familia culta y acomodada. Había una institutriz inglesa llamada Miss Tink y una abuela también inglesa en cuya biblioteca en el suburbio residencial de Adrogué hizo Borges sus primeras lecturas. Recuerda un jardín «detrás de una verja con lanzas» y «una biblioteca de ilimitados libros ingleses». Su anglofilia data de esa época; aprendió a leer en inglés antes que en español, y el inglés sigue siendo la lengua en que lee con preferencia. Ha llegado a declarar que no hace falta conocer ningún otro idioma porque la literatura inglesa contiene o resume todas las cosas. Recuerda que su abuela lo sentaba en el regazo para leerle revistas infantiles inglesas. Sus cuentos favoritos eran los cuentos de animales, especialmente tigres, quizá los precursores de los tigres de pesadilla que pueblan su obra. Un querido amigo y mentor fue su padre, Jorge Borges, hombre múltiple: abogado, lingüista, psicólogo, traductor y autor de una novela olvidada. Su espíritu ágil e inquieto —era también un brillante orador— iluminó toda la infancia de sus hijos. De vuelta de alguna visita al zoológico, Borges y su hermana Nora se quedaban fascinados escuchando sus melodiosas recitaciones de Yeats y Swinburne. Durante años, los niños prodigio fueron educados en casa a causa del temor que tenía Jorge Borges de las enfermedades contagiosas en la escuela. Fue tal vez el ambiente tan enclaustrado de la familia el que hizo de Borges un niño introvertido y sugestionable. Cuenta una de sus biógrafas, a quien debemos este retrato de infancia, que lo asustaban las máscaras y los espejos. Había al pie de su cama un gran espejo en cuyas imágenes se multiplicaban los espectros de fabulosos animales prehistóricos. El temor a los espejos es uno de sus temas constantes. Se refugiaba en sus libros. Recuerda el asombro que sintió cuando descubrió que «las letras de un volumen cerrado no se mezclaban y perdían en el decurso de la noche». Sus ejercicios literarios comenzaron temprano y fueron debidamente eruditos. A los seis años escribió un cuento en castellano antiguo titulado «La visera fatal». Ya había compuesto un texto en inglés sobre la mitología griega. Cuando por fin entró en la escuela, en cuarto grado, a los nueve años, además de los clásicos de la educación argentina —el Cantar de mío Cid, Cervantes y la literatura gauchesca—, había consumido y digerido ya a Dickens, Kipling, Mark Twain, Poe, H. G. Wells, Las mil y una noches, y entre sus predilecciones nórdicas, la Völsunga Saga en la traducción inglesa de William Morris. Pronto estaba sumido en Johnson, Conrad, Henry James, De Quincey, Chesterton, Stevenson y Bernard Shaw. De 1914 en adelante hizo su bachillerato en Ginebra, adonde su familia se había retirado de la guerra durante un viaje a Europa. En Ginebra se enseñó a sí mismo el alemán leyendo a Heine con un diccionario y se puso a leer en traducción alemana la literatura china. Después de la guerra perfeccionó su inglés en Cambridge. Para entonces había comulgado ya con Carlyle y Walt Whitman y su modelo filosófico más admirado: Schopenhauer. Empapado en El mundo como voluntad y representación, escribía a un amigo en Ginebra cartas en un francés tan fluido que se publicaron extractos en la página literaria de un diario.
De 1919 a 1921 —años de experimentación literaria— Borges estuvo en España. Allí, primero en Sevilla y luego en Madrid, rondó con un grupo de escritores jóvenes, la vanguardia de la época, a los que, porque se reunieron en un momento dado en torno a la revista Ultra, se dio en llamar ultraístas. Dadá hacía furor en Francia y sus vástagos se extendían. Los ultraístas, dedicados a sabotear los excesos del modernismo rubendariano, fueron renovadores de la poesía española, atascada por ese entonces en rimas melifluas y simbolismos exóticos. Entre otras curas preconizaban los exabruptos del verso libre y los juegos metafóricos. El movimiento murió pronto. Cuando acompañó a Borges a Buenos Aires en 1921 y a pesar de un agresivo manifiesto borgiano que data de ese mismo año, estaba ya moribundo. «La equivocación ultraísta» llamó más tarde Borges a ese período. Si ha sido siempre amigo de la controversia, ha sabido evitar en general el sectarismo. Al poco tiempo de su regreso, celebrando a su ciudad en la persona de una muchacha mítica con trenzas, escribió: «Los años que he vivido en Europa son ilusorios, yo he estado siempre (y estaré) en Buenos Aires». Tal vez la declaración suene un poco falsa. La verdad es que le costó algún tiempo adaptarse. Entretanto lanzó una revista literaria llamada Prisma, en la que coqueteó con las modas intelectuales de la época. Lo marcó profundamente en ese tiempo una amistad heredada de su padre, la del gran filósofo absurdista porteño Macedonio Fernández, «un hombre oral de genio», como lo llama Borges, comparándolo, al modo de él, con una lista incongruente de personas tan diversas como Pitágoras, Sócrates, Cristo, Buda y Oscar Wilde. Macedonio Fernández, que brilla todavía en fragmentos de una obra casi olvidada, fue un ingenioso excéntrico y humorista «metafísico», famoso por sus epigramas y bon mots. Con él —juntos fundaron la revista Proa (1922)— Borges exploró el idealismo de Hume y Berkely. Encontró afinidades con su mundo imaginario. Borges venera la memoria del fantasioso conversador, que le habla siempre en el recuerdo, repitiéndole «el alma es inmortal».
La década del veinte, con su proliferación de revistas literarias —«revistas secretas» las llama Borges, refiriéndose a su circulación limitada, que generalmente comenzaba y terminaba en sus colaboradores—, fue un período de gran agitación intelectual en la Argentina. La literatura argentina contemporánea empieza con la llamada generación de 1922, compuesta por escritores nacidos todos ellos alrededor de 1900 y asociados en aventuras editoriales de vanguardia como la revista Martín Fierro. La vieja generación, tradicionalista, moralizante —Güiraldes, Benito Lynch, Roberto Payró, Lugones—, menguaba. Se formaba una nueva estética, diversa. La tendencia «martinfierrista» era en realidad un compendio de los influjos y las corrientes más contradictorias: la filosofía alemana, la novela rusa, el marxismo, polarizados, tras una serie de cambios de posición, en dos «escuelas» literarias, amistosamente opuestas, según Borges. Se las llamaba de acuerdo con su ubicación: Boedo, un barrio proletario, cuna de la militancia política; y la elegante Florida, donde la actitud era más hedonista. Como de costumbre en tales divisiones, había en ésta una cierta demagogia.
Vista desde la perspectiva de los años, la polémica entre los grupos de Boedo y Florida le parece a Borges bastante irreal. Algunas de las figuras más significativas de la época —Arlt, Marechal, Martínez Estrada, Borges mismo— eran independientes.
Dice Borges, tomándolo todo un poco a la ligera: «Yo hubiera querido militar en el grupo de Boedo porque escribía poemas sobre las afueras de Buenos Aires. Pero me dijeron que ya estaba incluido en el grupo de Florida, y como todo era un simulacro... Además, éramos amigos personales entre un grupo y otro. Se exageraron las diferencias, y hasta se llegó quizás a cierta violencia. Pero esa violencia era parte de un juego».
Quién sabe si todos los viejos sectarios se mostrarían tan conciliatorios. Sin embargo, Borges insiste en que por debajo de los desacuerdos había una comunidad de espíritu. El resto, nos asegura, era «un truco publicitario». Porque, como dice, con malicia, «la vida literaria de Buenos Aires tendía y quizá tienda todavía a formarse sobre el modelo de la vida literaria francesa. Y a París le interesa menos el arte que la política del arte». Él, en cambio, desconfiando de las definiciones simplistas —vanguardia y retaguardia, derecha e izquierda— se adhiere a los hábitos de la literatura inglesa, que en general y a pesar de ciertos grupos como los prerrafaelistas, ha sido «una literatura individual... Hay que recordar aquello que dijo Novalis: “Cada inglés es una isla”». Por cierto que Borges frecuentó también modelos franceses. Pero a pesar de las sangrientas batallas que libró en el frente literario en los años veinte, no fue nunca un verdadero partidario o ideólogo.
En 1923 hizo un segundo viaje a Europa con su familia. En su ausencia, ese mismo año, sus amigos festejaron la publicación de su primer libro de poemas, Fervor de Buenos Aires. Cuando volvió de su viaje en 1925, publicó Luna de enfrente. En seguida apareció su primer volumen de ensayos, Inquisiciones, y en 1926 el segundo, El tamaño de mi esperanza.
La obra temprana de Borges, especialmente su poesía, que tiende a ser pomposa y retórica, está llena de nostalgia por los barrios porteños y los paisajes pampeanos, y la obsesiona el problema de la nacionalidad que tanto preocupó a una generación para quien la literatura era un constante examen de conciencia y una forma de autoanálisis cultural. Fue la época del bautismo por inmersión en la realidad argentina. La ejemplifican libros como la Radiografía de la pampa de Martínez Estrada y La historia de una pasión argentina de Eduardo Mallea. Se hablaba de la «Argentina profunda», el alma del «ser nacional». En Borges, la manía del argentinismo, síntoma de desarraigo, se manifiesta en estruendosas declaraciones patrióticas y orgullosas evocaciones de antepasados heroicos como su bisabuelo Isidoro Suárez, oficial de caballería que «a la cabeza de un escuadrón de Húsares del Perú decidió la victoria de Junín», y su abuelo, el coronel Francisco Borges, que «conoció la tristeza, la soledad y el inútil coraje» en una guerra fronteriza con los indios. Borges ha repudiado después esos «ejercicios de excesivo y apócrifo color local que andan por las antologías», pero dice: «Para estar libre de un error conviene haberlo profesado».
Y algo dejó en esos poemas. Un sentido de intimidad con la ciudad. Un mapa de sus andanzas imaginarias.
«Un hombre que habla, no uno que canta...» Así se califica Borges, citando a Stevenson, que gustaba comparar sus libros con cartas que podía haber escrito a sus amigos. Es la mejor descripción de esos poemas de juventud, confidenciales como páginas de un diario espiritual. Hay pasajes que conmueven con su lirismo intenso y tranquilo, que celebra, a veces felizmente, los pequeños acontecimientos privados de la vida cotidiana. «Final de año», «Caminata», «Arrabal», «La vuelta», «Amanecer», «Atardeceres», «Sábados», «Despedida» son títulos característicos. Hay poemas de amor, siempre muy recatados. El verso, en su mayor parte, es libre. En esa época, en su ignorancia, dice Borges, creía que el verso libre era más fácil de manejar que la rima y el metro. El éxtasis cede lugar a veces a reflexiones melancólicas sobre el paso del tiempo, una sensación siempre muy aguda en Borges, que se recuerda constantemente que «el tiempo está viviéndome». Hay una declaración de intención poética, algo indefinida pero ya de alguna manera inexorable, cuando llama a sus poemas «salmos» de un hombre que «en su callejero no hacer nada» testimonia «el asombro de vivir».
En cuanto a los ensayos de ese período, en los que apenas se insinúa el estilista posterior, tratan principalmente temas literarios y problemas lingüísticos que aborda el autor mediante discusiones sobre Joyce —a quien confiesa que no comprende— y otros escritores extranjeros y nacionales. Borges anota y comenta sus lecturas, saluda a sus admiraciones, con una reverencia especial a la filosofía idealista, y muestra diversos grados de familiaridad con el expresionismo alemán y otros movimientos de la época. El estilo es insoportablemente pedante y primoroso. No falta el lamento, muy en boga, de que «en Buenos Aires no ha sucedido aún nada y no acredita su grandeza ni un símbolo ni una asombrosa fábula ni siquiera un destino individual» digno de comparación con los grandiosos panoramas que inspiraron el Martín Fierro.
El preciosismo arruina El tamaño de mi esperanza, que Borges ha excluido de sus obras completas. Apenas reconocemos a este Borges amanerado en el que los artificios verbales se acompañan de coqueterías ortográficas que remedan la pronunciación argentina. El objetivo es romper con la tiranía del «castellano» para liberar un lenguaje más idiomático, pero la afectación termina en caricatura. Insistiendo hasta el cansancio en que «la ciudad sigue a la espera de una poetización», Borges apela donde había decidido que «la tristura, la inmóvil burlería, la insinuación irónica» eran «los únicos sentires que un arte criollo puede pronunciar sin dejo forastero». Más interesante es una «profesión de fe literaria» en la que sorprendemos por primera vez al verdadero Borges expresando su convicción que «toda literatura es autobiografía» y proponiendo como norma estética que «el idioma es un ordenamiento eficaz de la enigmática abundancia del mundo». Ya escribía con la urgencia interior del que sabe que «para mí no hay otro destino».
Además de otro volumen de poemas, completan este período El idioma de los argentinos, ensayo que ganó un premio literario en 1929 —Borges gastó el dinero en una Enciclopedia Británica— y un estudio de un poeta de los barrios porteños cuyos méritos exagera: Evaristo Carriego (1930). El idioma de los argentinos es un desafío a los hispanistas como Enrique Larreta. Una nota declara la guerra a la dictadura académica y al «aburrimiento escolar de los lingüistas profesionales». «El lenguaje —afirma Borges— es acción, vida; tiempo presente». Advierte sin embargo contra el peligro de confundir lo presente con lo pasajero. Rechaza tanto el dialecto casero como la retórica importada.
Borges siempre ha reaccionado contra el hispanismo. Nos dice: «Creo que la literatura española, fuera de cinco o seis grandes libros, es una literatura bastante pobre. No podemos compararla con otras grandes literaturas. En todo caso, tenemos un comienzo espléndido: el romancero. Ocupa un buen lugar, y no creo que la poesía popular española sea inferior a ninguna otra. Y luego tenemos la obra de Fray Luis de León; tenemos el Quijote y algunos sonetos de Lope de Vega. Y luego ya enseguida empieza a decaer la literatura española. Porque hubo grandes escritores como Góngora y como Quevedo, pero pertenecen evidentemente a una época de decadencia. El conceptismo, el culteranismo, todo eso ya corresponde a una literatura que es demasiado, para usar el inglés, self-conscious. Y luego tenemos el siglo XVIII y el siglo XIX que son increíblemente pobres. Cuando hay una renovación literaria, esa renovación viene de América, y desde luego bajo el influjo de los franceses, más leídos y mejor leídos en América que en España».
En 1931 Victoria Ocampo lanzó Sur, la más importante y perdurable de todas las revistas literarias de la Argentina —debe su longevidad a la fortuna personal de su fundadora—, a la que se asoció inmediatamente Borges, uno de sus primeros y frecuentes colaboradores. Sus tareas a bordo fueron múltiples, desde la redacción hasta la crítica cinematográfica. Entretanto, en 1935, publicó su Historia universal de la infamia, seguida en 1936 por Historia de la eternidad, ambas notables eslabones en su evolución literaria.
La primera es una especie de curioseario: un surtido variado de anécdotas pintorescas de famosos maleantes y canallas rescatados con toda su ignominia de diversas fuentes históricas. El autor todavía es efectista: exagera contrastes, incongruencias, enumeraciones heterogéneas. Pero aquí, por primera vez, aparecen en embrión procedimientos que llevan su sello inconfundible. Por ejemplo, sus famosas letanías de identidades que se transforman. Relatos ajenos recontados por su valor estético. También «la reducción de la vida entera de un hombre a dos o tres escenas». Catalogando excentricidades, Borges crea retratos mentales que, como explica, «no son, ni tratan de ser, psicológicos». Son avatares en los que se desdobla alguna idea central que es a la vez arbitraria y metódica. El estilo barroco del que ahora reniega lo ha llevado a repudiar estas obras por caprichosas y frívolas. «El irresponsable juego de un tímido», ha llamado a Historia universal de la infamia, confesando que «bajo los tumultos no hay nada. No es otra cosa que apariencia, que una superficie de imágenes».
«Yo creo que eso es general entre los jóvenes —nos dice—. El escritor joven tiene la íntima conciencia de que las ideas que tiene no son muy interesantes, y entonces trata de disfrazarlas usando, según el caso, neologismos, arcaísmos, peculiaridades sintácticas, construcciones raras; el joven tiende a la extravagancia. Por timidez y desconfianza íntima».
Hay sin duda un virtuosismo gratuito en Historia universal de la infamia que linda con la pura mistificación. Fulguran brevemente las carreras de notorios malhechores como el pistolero Billy the Kid; el esclavista misisipiano Lazarus Morell; un gánster precursor de Capone llamado Monk Eastman; un impostor caradura llamado Tom Castro; Kotsuké No Suké, un cobarde maestro de ceremonias del emperador en el Japón feudal; y Hákin de Merv, un tintorero leproso que lleva mil máscaras distintas hasta convertirse en el Profeta Velado de una secta mística oriental. El gusto por la sangre y la violencia, se entiende que en abstracción, delata un espíritu libresco que se sublima en la fantasía. Forma parte de esta colección el primer relato original de Borges: una fanfarronada arrabalera —historia de un desafío, duelo y venganza—llamada «El hombre de la esquina rosada». En otra edición Borges agregó una fábula árabe sobre la vanidad humana y la historia de la muerte mágica de un déspota sudanés.
En Historia de la eternidad un Borges incorpóreo remonta una corriente de paisajes mentales para enumerar las diferentes concepciones que ha tenido el mundo occidental de la eternidad desde la más remota antigüedad hasta los tiempos modernos. Emigra desde los arquetipos platónicos, a través del idealismo, hasta el nominalismo, persiguiendo siempre esa «lúcida perplejidad» que declara ser «el único honor de la metafísica». Se describe como un hombre «desgarrado hasta el escándalo por sucesivas y contradictorias lealtades» cuyo juego compulsivo con el tiempo nace del sentimiento de que «la sucesión es una intolerable miseria» porque «el estilo del deseo es la eternidad». «La vida es demasiado corta para no ser también inmortal», dice. Interrumpir su curso vertiginoso, revocarlo, divergir, encontrar disyuntivas y asimetrías, es su desesperado anhelo.
En un artículo anexo sobre los kenningars —primitivas y a veces estrafalarias metáforas escandinavas—, Borges confiesa que «el ultraísta muerto cuyo fantasmas sigue habitándome... goza con estos juegos». En realidad, parecen menos juegos que representaciones teatrales o bailes de máscaras.
En el mismo volumen hay ensayos sobre el tiempo cíclico y circular y la idea nietzscheana del Eterno Retorno. «El presente es la forma de toda vida», cita Borges a Schopenhauer, quizá expresando una ferviente esperanza.
Aquí como en otras partes Borges maneja con total libertad una serie de doctrinas, utilizándolas para satisfacer sus juegos de invención. No se adhiere a ninguna de ellas. Su propósito, nos dice, siempre ha sido «explorar las posibilidades literarias de ciertos sistemas filosóficos. Es decir, aceptando a Berkeley, o aceptando a Schopenhauer, o aceptando a Bradley, o aceptando también ciertos dogmas del cristianismo, o aceptando la filosofía platónica, o ideas sobre el tiempo reversible, o lo que fuera, vamos a ver qué puede hacerse literariamente con eso». No ha sido misionero sino poeta. «De modo que cuando ciertas personas han creído encontrar un sistema metafísico en mis cuentos, posiblemente el sistema metafísico esté allí, pero está de una manera muy profunda, y yo desde luego no he escrito mis cuentos como fábulas para ilustrar tal o cual sistema. Además, en todos los cuentos míos hay un elemento de humorismo, un elemento de broma. Aun cuando hablo de cosas muy serias, como la idea de que la vida y los sueños son sinónimos, todo está cum grano salis...»
Lo que le interesa a Borges son las afinidades y las intuiciones que ha encontrado en ciertos sistemas que, como el solipsismo, o el hinduismo, con su negación del universo físico, o el budismo mahayánico, que contradice el principio de la identidad personal, le han servido como puntos de partida para la fantasía y la especulación.
Historia de la eternidad es una especie de llave maestra a los recintos borgianos. A partir de esta obra, aunque metamorfoseándose constantemente, los temas de Borges, pocos pero pertinaces, casi no han variado con el transcurso del tiempo. 1938 fue un año decisivo para él. Murió su padre, y por primera vez en su vida Borges tomó un empleo, como asistente en una biblioteca municipal. En esa Navidad le llegó el momento de la verdad. Siempre había tenido mala vista y sufría de insomnio, y un día dio un curioso traspié. Subiendo por una escalera en su casa se golpeó la cabeza contra el filo de una ventana, tuvo un desmayo y pasó tres semanas en el hospital, con fiebre y delirante. Lo operaron y mientras convalecía escribió su primer cuento fantástico: «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius». Dice Borges que se sentía al borde de la demencia y los intrincados contrapuntos de «Tlön, Uqbar» fueron una especie de recapitulación e inventario interior. Se reorganizaba, inaugurando toda una serie de nuevos circuitos mentales.
Los próximos años trabajó incansablemente. Ya había contribuido a editar una Antología de la literatura argentina (1937), y ahora, con Bioy Casares, a quien había conocido en 1930, preparó una Antología de la literatura fantástica (1940) y otra de la poesía argentina (1941). En 1941 publicó su primera obra maestra, la colección de cuentos El jardín de senderos que se bifurcan, y también con Bioy Casares, bajo el seudónimo conjunto de Bustos Domecq, el ingenioso Seis problemas para don Isidro Parodi, una serie de historietas policiales que combinan la pincelada satírica —burlas de diversas modas intelectuales— con una parodia de los cuentos de detectives. El meticuloso don Isidro Parodi, detective de sillón, razona sus casos, siempre herméticos y rebuscados, desde la celda de una cárcel, a la que lo han condenado las intrigas de sus enemigos. Tiene a su doctor Watson en Aquiles Molinari, un periodista que se atribuye los triunfos deductivos de su mentor. 1944 fue el año de Ficciones. En 1946 otra colaboración con Bioy Casares, esta vez bajo el seudónimo de Suárez Lynch, produjo una verdadera curiosidad: Dos fantasías memorables, escritas en una especie de lunfardo estilizado que es como un reductio ad absurdum, no desprovisto de autoparodia, de las tentativas cultas de patentar el habla del hampa. La afición del dúo Borges-Bioy Casares por el arte del sabueso se consolidó ese mismo año con el primer volumen de una antología de cuentos policiales.
Los años de la guerra parecen haber sido años de retiro para Borges. En medio de las pasiones ideológicas y políticas que desgarraron el país oímos su callada voz murmurando con oscuro pesimismo que «casi todos mis contemporáneos son nazis, aunque lo nieguen o lo ignoren» por opinar que «el hecho inevitable y trivial de haber nacido en un determinado país y de pertenecer a tal raza» es «un privilegio singular y un talismán suficiente». En un artículo escrito en esa época propone «sin esperanza y con nostalgia» el «pobre individualismo» y la anarquía argentinos como posibles antídotos contra el progresivo estatismo mundial.
Se consolaba en parte sin duda por su propia desgracia. En 1946, perdió su puesto en la biblioteca por haber firmado un manifiesto contra Perón, que se consagraba en ese momento; para completar el insulto fue nombrado inspector de aves en los mercados de Buenos Aires. Renunció para emplearse de maestro en un instituto inglés. Mientras se ganaba la vida con sus clases, siguió publicando: el ensayo Nueva refutación del tiempo (1947), los cuentos de El Aleph (1949), un estudio sobre la literatura gauchesca (1950). En 1950 fue elegido presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, puesto peligroso en esos días de dictadura. Había espías en la sala durante sus conferencias y bostezaban los policías entre el público. Su presidencia duró hasta 1953. Para entonces había publicado otras dos obras maestras: La muerte y la brújula (1951) y Otras inquisiciones (1952). En 1955 recopiló con Bioy Casares una selección de Cuentos breves y extraordinarios y compuso sin mucha suerte dos guiones de películas sobre los malevos de la vida orillera de Buenos Aires a comienzos del siglo.
Fue después de la caída de Perón cuando —ya había dejado atrás el grueso de su obra— le llegó el éxito. Recibió títulos honorarios y una cátedra de literatura inglesa y norteamericana en la Universidad de Buenos Aires, donde discurseaba a diario, errático, caprichoso y distraído siempre, rechazando las cintas magnetofónicas. Ese mismo año ingresó en la Academia Argentina de Letras y fue nombrado director de la Biblioteca Nacional. En 1956 ganó el Premio Nacional de Literatura. En 1957 se asoció con Margarita Guerrero para recoger un surtido de monstruos mitológicos que quedaron catalogados en el Manual de zoología fantástica. 1960 fue el año de su summa, una pulcra destilación de sus viejos temas: El hacedor. Finalmente, en 1961, año en que compartió el Premio Internacional de Editores con Samuel Beckett, reunió una metódica pero arbitraria Antología personal. También en 1961, siempre en movimiento, dio un curso en la Universidad de Texas, que había publicado traducciones de sus obras y donde causaría algún asombro y alarma cuando aprovechó para inscribirse allí mismo como estudiante de anglosajón. A una gira de conferencias por los Estados Unidos siguió otra, en 1963, por Europa, que lo esperaba con los brazos abiertos, especialmente París, donde interrumpió el tránsito una tarde en las calles de Montmartre recitando a Verlaine. Hace poco anduvo causando estragos en Venezuela y Colombia, pero últimamente viaja cada vez menos. Nunca necesitó desplazarse para viajar.
Los libros son su contexto, su medio, sus puntos cardinales. En sus citas, sus coordenadas, ha encontrado tanto drama como otro hombre en una vida de acción. Sabe resumir un destino en una nota marginal. Gran parte de la fuerza sugestiva de un texto borgiano está en la felicidad con que encadena alusiones bibliográficas insinuando un significado que nunca se revela plenamente. «La solución del misterio siempre es inferior al misterio», dice: principio que ha servido de base a uno de los métodos más eficaces de nuestra literatura. Para darse completa libertad de movimiento, ha inventado su propio género, a medio camino entre el cuento y el ensayo. Varían las proporciones pero la tendencia es siempre, como él dice, «estimar las ideas religiosas o filosóficas por su valor estético». Pero hay algo más: una aspiración al absoluto que se vislumbra en las formas de la imaginación. Dice que «todo hombre culto es un teólogo y para serlo no hace falta la fe». Lo admirable es cómo —de acuerdo con su propia idea de que «el arte, siempre, opta por lo individual, lo concreto; el arte no es platónico»— ha sabido dar consistencia a sus especulaciones: son sus personajes. Las adopta prefiriéndolas a las personas de carne y hueso y a los acontecimientos de la vida real porque encarnan temas eternos, mientras que la realidad de los sentidos «es siempre anacrónica». En Borges, las figuras abstractas del pensamiento se vuelven anécdota. Materializarlas es abarcar lo que es universal y esencial en el hombre. Como Walt Whitman, con quien suele identificarse, asume una posición genérica en la que la experiencia personal adquiere «una infinita y plástica ambigüedad». «Ser todo para todos, como el Apóstol», dice Borges, es la aspiración secreta de todo arte perdurable. Al abstraerse el artista accede a otra dimensión. El arte, dice Borges —como el universo idealista de Tlön— «no es un espejo del mundo, sino una cosa más agregada al mundo». Y la experiencia del arte es una expectativa. Como «la música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares» que «quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo», es una promesa visionaria. Y «esta inminencia de una revelación que no se produce es, quizá, el hecho estético».
Para ponernos al borde del «hecho estético», Borges recurre a una serie de ingeniosos expedientes. Entre los principales está la letanía o enumeración. Inventa un autor y lo exalta por medio de una lista de obras imaginarias, algunas de ellas incompletas y por lo tanto susceptibles de enmiendas interpretativas, que dibujan un diagrama mental del autor inventado y son también un secreto autorretrato; especula sobre el emperador que construyó la Muralla China y además hizo quemar todos los libros en su imperio, posiblemente para obliterar el pasado y recomenzar la historia consigo mismo, y nos ofrece varias explicaciones contradictorias de los hechos, sin decidirse en favor de ninguna de ellas, simplemente contrastándolas. Despliega la genealogía de una idea, como en Historia de la eternidad (una paradoja que lo deleita) o cataloga «las formas de una leyenda», «los ecos de un nombre», o los «avatares» de la tortuga de Zenón. El sistema puede adaptarse a la crítica literaria, como en sus ensayos sobre las diversas traducciones de Homero y Las mil y una noches.
«Quizá la historia universal es la historia de unas cuantas metáforas», dice en «La esfera de Pascal», donde la metáfora en cuestión es la del círculo, tomado como un símbolo de la perfección en Platón, del ser en Parménides, de Dios en la Edad Media, del universo en el Renacimiento, y finalmente de la desesperación existencial en Pascal. Ha remontado la historia de la literatura hasta sus fuentes en la tradición oral, y la de la novela hasta sus orígenes en la alegoría. Una típica construcción borgiana es «El acercamiento a Almotásim», un cuento de juventud, embrionario en su forma, en el que resume el argumento de un libro imaginario, detallando las aventuras del protagonista, cuya búsqueda obsesiva de la figura mítica de Almotásim, leída entre líneas, es una sonriente alegoría de los caminos y desvíos que sigue el alma en su ascensión mística hacia la divinidad. El método culmina con esas dos magníficas estructuras, «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» y «El inmortal»: esquemas de comunidades utópicas que, como las fases de la luna, reflejan los procesos mentales.
Aunque hereda la tradición fantástica que asentaron en el Río de la Plata Quiroga y Lugones, y a pesar de deudas evidentes a la tradición inglesa, un cuento de Borges es algo muy especial. Cada uno de ellos rompe el molde. Borges combina felizmente, y en las formas más inesperadas, el suspenso y el teorema. Usa la sorpresa, la falsa apariencia y el argumento sofístico a la manera de la novela policial; mezcla la burla y la metafísica, la lógica y la argucia, la realidad y el hecho apócrifo. Pone cuentos dentro de cuentos y —como en su relato de la búsqueda por Averroes del significado de las palabras aristotélicas comedia y tragedia, lo que provoca una meditación sobre la conciencia histórica— esfuma a sus narradores. Borges es un satírico despiadado, como lo demuestra en momentos vitriólicos, cuando castiga a sus enemigos literarios siguiendo las reglas sentadas en su «Arte de injuriar», que recomienda armas verbales tan sangrientas como «las exageraciones burlescas, las falsas caridades, las concesiones traicioneras y el paciente desdén». El sentido de un cuento puede estar en la exégesis que da de algún texto anterior. A esta categoría pertenecen sus diversas «glosas» de Martín Fierro, y también «El muerto», la historia de un compadrito porteño que se une a las filas de unos bandoleros en Rio Grande do Sul, disimulando oscuras ambiciones, y muere de la mano amable y descuidada del jefe de la pandilla, que resulta ser «una versión mulata mostrenca del incomparable Billy Sunday de Chesterton». «Los pasos que da un hombre, desde el día de su nacimiento hasta el de su muerte —dice Borges— dibujan en el tiempo una inconcebible figura... Esa figura (acaso) tiene su determinada función en la economía del universo». Siendo una figura impersonal, es capaz de infinitas mutaciones. También los actos y los objetos son infinitamente transformables en la mente que los contempla. Así es como en un relato esquivo y, según el propio Borges, «no del todo inocente de simbolismo», la descripción de una rifa babilónica se convierte en una parábola sobre la insondable voluntad de Dios, en cuyo mundo la vida, a la vez fortuita y fatal, es un sorteo sin fin. Elementos ubicuos en todo relato borgiano son las alusiones a hechos recónditos de la historia, incorporados por su valor enigmático, que contribuye a la incertidumbre y la mistificación. Algunos cuentos son ilustraciones de teorías exploradas en sus ensayos. «El milagro secreto», por ejemplo, deriva de la «Nueva refutación del tiempo» del mismo Borges, una de sus más atrevidas incursiones en el mundo idealista de Berkeley y Schopenhauer, con una parada en el sensacionalismo de Hume, a cuyo argumento contra la existencia del mundo material fuera de la mente que lo percibe, y que también tiene una existencia discutible, Borges agrega un argumento contra el tiempo. Razona, en líneas generales —concediendo de entrada que el razonamiento es espurio— que si no existe una continuidad del ser, una sustancia fundamental en la que radica la conciencia, no hay flujo, no hay causa y efecto, no hay consecuencia, y por lo tanto, no hay tiempo. No nos quedan más que percepciones inconexas y absolutas en el vacío. Y así, en «El milagro secreto», donde un argumento ontológico mueve la acción, vemos a un judío condenado en la Alemania nazi a quien Dios le concede el milagro de un año fuera del tiempo para que termine de componer en su cabeza una comedia, frente al paredón. Es un un judío muy particular que, como Borges, ha escrito poesía olvidable que lamenta; ha quedado ciego buscando a Dios en las páginas de sus libros; y ha escrito textos alegando que «no es infinita la cifra de las posibles experiencias del hombre» y que «basta una sola “repetición” para demostrar que el tiempo es una falacia». El cuento es un ejemplo perfecto de la habilidad con que Borges se integra con sus temas en la trama y la psicología de la narración.
El ajuste de la forma al fondo es tan diabólicamente inteligente en Borges que con desmontar las piezas de un cuento no reducimos en absoluto la misteriosa fascinación que ejercen sus mecanismos. En su mejor obra todo parece encajar. En «El enigma de Edward Fitzgerald», por ejemplo, coincide el hecho de que Omar Khayyám y su traductor inglés sean dobles, con las ideas que profesan —el panteísmo, la transmigración—, a partir de las cuales, como dice Borges, se podría especular que «el inglés pudo recrear al persa, porque ambos eran, esencialmente, Dios o caras momentáneas de Dios». El tema se repite en «Los teólogos», uno de los apogeos del arte borgiano, donde brota de la crónica de la rivalidad entre dos doctos apologistas escolásticos, uno de los cuales combate una herejía con razonamientos que más tarde son a su vez considerados heréticos, desviación que lo condena a la hoguera denunciado por su rival, a quien también le tocará después morir en llamas, sólo para descubrir en el otro mundo que en la mente divina el ortodoxo y el hereje, el acusado y el acusador son una sola persona. La herejía en cuestión, no por casualidad, es una variante de la noción platónica del tiempo cíclico y de la repetición de todas las cosas y todos los actos, alegando variadamente que cada hombre es dos hombres, que todos los actos humanos contienen o proyectan sus opuestos, o que el mundo se compone de un número limitado de posibilidades que, una vez agotadas, tienen que comenzar a repetirse.
Otro ejemplo de sincronización borgiana es «La muerte y la brújula», donde se teje una maraña alrededor de un detective libresco atraído a su muerte por la lectura de códices hebreos abandonados por un difunto erudito talmúdico. Algo por el estilo ocurre en «El jardín de senderos que se bifurcan», que en en un primer nivel es un cuento de espionaje: un informante chino a sueldo de los nazis mata a un hombre llamado Albert, quien vive en una casa situada en un jardín laberíntico, para dar a conocer a sus amos el nombre de la ciudad que deben bombardear, que coincide que el de la víctima. Pero, como por providencia divina, Albert resulta ser un sinólogo que antes de morir interpreta un libro escrito por un antepasado de su verdugo, un tal Ts’ui Pên, para ilustrar la creencia de su autor en «infinitas series de tiempos, divergentes, convergentes y paralelos», uno de los cuales, desembocando en lo que parece ser un acto casual —y es en realidad sólo uno de muchos desenlaces posibles, contradictorios y tal vez simultáneos— lleva al asesino a su víctima.
«Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» es quizás el epítome del arte de Borges, y de sus métodos. Las características del Mundo Feliz de Tlön corresponden minuciosamente a las intenciones y el sentido del relato. Nos enteramos de que las referencias a Tlön se encuentran sólo en las fuentes más esotéricas: un tratado olvidado, una edición insólita de la Anglo-American Cyclopaedia. Tlön es el invento de un conciliábulo de técnicos, moralistas, hombres de ciencia, artistas y filósofos que han trazado sus coordenadas astronómicas y planetarias, dándole así existencia mental —y, por extensión, real, si no física— bajo la dirección de algún genio desconocido. Indispensable para la verosimilitud del cuento es el hecho de que Tlön es un mundo idealista cuyos habitantes ignoran la noción del espacio; para ellos, la realidad es una galaxia de actos o intelecciones aislados e independientes que uno de sus idiomas refleja en la forma de «objetos poéticos». En Tlön se invalidan la causa y el efecto, consideradas allí meras asociaciones de ideas. No existe la verdad, sino solamente la sorpresa. La ciencia, en tales condiciones, es difícil o por lo menos antisistemática, exceptuando la psicología, que se ocupa de estados mentales. Lo que da levadura a la fórmula y precipita la historia es el informe que entrega Borges de la paulatina infiltración de Tlön en el mundo real. Como la confraternidad de «La secta del Fénix», cuyo rito secreto —el acoplamiento— se ha difundido hasta convertirse en un acto común, la sociedad oculta que creó Tlön —donde la metafísica es una rama de la literatura fantástica— ha dispersado sus dinastías de hombres solitarios por el mundo, para transformarlo en la imagen de su creación.
Uno de los principales emisarios de Tlön debe de ser Borges mismo. Como dice en El hacedor, esa deslumbrante «silva de varia lección»: «Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo», pero «poco antes de morir descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara». Aunque, por supuesto, esa cara es la cara de todos los hombres. El arte es un acróstico, propone en otra de sus obiter dicta: «Un espejo que declara los rasgos del lector y es también un mapa del mundo». Sus rasgos visibles reproducen las facciones invisibles del Rostro eterno que está más allá de todos los rostros. En Borges, la identidad personal es un aspecto momentáneo del Ser genérico. Habla de una memoria universal, sin la cual cada hombre se llevaría consigo a la tumba una parte irreemplazable de la realidad. Y se consuela de la privación de su individualidad postulando la eternidad de la literatura, en la que «el sueño de uno es parte de la memoria de todos». No deja de recalcar «el sentido ecuménico, impersonal» del arte, que él siente tan intensamente que en Otras inquisiciones declara: «Durante muchos años yo creía que la casi infinita literatura estaba en un hombre». Cita en algún lado a Angelus Silesius, para quien Dios y el hombre, en sus diversos papeles y aspectos, alternaban como sueño y soñador, y agrega en otra parte: «La pluralidad de los autores es ilusoria».
Un desarrollo de este tema, que produce algunas de las mejores páginas de Borges, es el ensayo sobre el «Kubla Khan» de Coleridge, donde Borges expone una teoría de los arquetipos —que figuran aquí como una especie de inconsciente colectivo que podría ser una prueba de la vida sobrenatural— basada en el hecho de que el poema se le apareció a Coleridge en un sueño, tal como el palacio que el poema evoca se le había aparecido al emperador mogol que lo construyó en el siglo XIII. En «El enigma de Edward Fitzgerald» tenemos otra vez dos avatares separados por el tiempo y el espacio en los que habita una sola identidad. En el campo de la ficción, una de las elaboraciones más logradas de este tema es «Las ruinas circulares», donde un hombre crea en sueños a otro, sólo para descubrir —cuando escapa de la muerte en el fuego, que no puede consumirlo— que es soñado por un tercero. Borges puede adaptar la idea, con pequeñas modificaciones, a la crítica literaria, como en un artículo sobre el primer poeta gauchesco, Hidalgo, cuya poesía no mereció la posteridad, pero cuyo recuerdo estaba, no obstante, destinado a sobrevivir en los dobles que iban a ser sus descendientes literarios; o puede convocarla para remachar un detalle en un cuento, como en «Tlön», donde no existe la noción del plagio, porque «se ha establecido que todas las obras son obra de un solo autor, que es intemporal y anónimo». La aprovecha eficazmente en una nota sobre el Quijote, en la que subraya —al modo de Unamuno en su Niebla— la ambigüedad que existe entre el autor, el lector y los personajes imaginarios. En la segunda parte del Quijote, señala, el protagonista ha leído la primera parte de sus aventuras, y «tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores y espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios». Donde mejor se resume este tema es tal vez en el sucinto «Everything and Nothing», donde un Shakespeare borgiano es imaginado en el Cielo diciéndole a Dios: «Yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo»; a lo que la voz de Dios responde: «Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estabas tú, que como yo eres muchos y nadie».
Para Borges —como para el Pascal de Deux infinis, que veía a cada átomo como un sistema solar y a cada sol como un satélite—, el universo es una molécula monádica en la que cualquier parte implica el todo. Invoca una serie de testigos en apoyo de esta proposición, apelando en una sola página a autoridades tan diversas como Schopenhauer, Leibniz y Bertrand Russell. Encuentra una nueva confirmación en ciertos objetos a los que inviste con un significado místico. Pueden ser cualquier cosa, desde un reloj de arena donde le parece sentir que se escurre el «tiempo cósmico», hasta la moneda obsesiva de «El Zahir». Zahir, explica Borges, significa «notorio» o «visible»: es un término que se aplica a «los seres o cosas que tienen la terrible virtud de ser inolvidables y cuya imagen acaba por enloquecer a la gente». La moneda así dotada en el cuento lleva al protagonista, un joven en las angustias de la creación artística, a descubrir que no hay hecho o acontecimiento, por ínfimo que sea, que no implique «el inconcebible universo». Igualmente, en «El Aleph», un foco luminoso semejante a la bola de cristal de Wells —otro Zahir— es «uno de los puntos del espacio que contiene todos los puntos». Posiblemente sea una reminiscencia de la famosa esfera de Alanus de Insulis «cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna». El Zahir, con su fuerza hipnótica, era uno de los noventa nombres de Dios. Y Aleph, la primera letra del alfabeto de la «lengua sagrada», es el En Soph de los cabalistas, que simboliza «la ilimitada y pura divinidad».
«Todo conocimiento no es más que recordación», dijo Platón en una frase citada por Borges, para quien, como él dice que fue para Carlyle, «la historia universal es un infinito libro sagrado que todos los hombres escriben y leen y tratan de entender, y en el que también los escriben». El mundo como un libro en el que el hombre, autor y protagonista, trata de discernir el significado de su vida es la idea englobante de Borges. Aparece en «El culto de los libros», donde cita, como en tantas otras partes, a León Bloy, quien sostenía que «somos versículos o palabras o letras de un libro mágico, y ese libro incesante es la única cosa que hay en el mundo: es, mejor dicho, el mundo». En otra oportunidad, Borges recuerda la idea cabalista de que el mundo exterior es un lenguaje de criptogramas y palabras cruzadas que el hombre entendía en un tiempo pero ha olvidado y ya no puede descifrar. Y en «La biblioteca de Babel», Borges, el bibliotecario ciego, razona que si la biblioteca existe ab aeterno, debe ser también total y no debe haber en ella dos libros idénticos. Podría sin embargo haber un solo «libro cíclico» que sería «la cifra y el compendio perfecto de todos los demás». Tendría que haberlo escrito el Autor de los autores, cuya visión es absoluta.
Borges parece haberse aproximado por momentos a esa visión absoluta. Está al borde de ella en «Poema conjetural», uno de sus favoritos, donde dice haber encontrado «la letra que faltaba, la perfecta forma que supo Dios desde el principio». Pero pronto se desvanece la ilusión. La palabra o fórmula clave no se revelará nunca. Ésa es la queja del poeta en «El otro tigre». Los tigres —¿reminiscencia de Blake?— son en Borges símbolos atroces de lo inalcanzable. Hay un poema que habla de su búsqueda «por el tiempo de la tarde» del otro tigre «que no está en el verso». ¿No será un eco de la fleur hors de tout bouquet de Mallarmé? Fue Mallarmé quien dijo que el mundo existe para ponerlo en un libro. Como él, Borges persigue incansablemente un quimérico «sistema de palabras». Una dramatización de este tema es el cuento «La escritura del dios», donde un jerarca maya, un sumo sacerdote de las pirámides, encarcelado por el conquistador Alvarado, comparte un calabozo dividido por una reja con un jaguar, en cuyas manchas, que son runas o glifos —el jaguar, en la cosmogonía maya, era uno de los atributos de Dios—, trata de vislumbrar una revelación divina prometida en la tradición indígena para el final de los tiempos. Cuando llega la revelación en la forma de una rueda ardiente, recuerda el calidoscopio de Schopenhauer, en el que las figuras de la historia cambian eternamente de máscaras y vestimentas, aunque los fragmentos de vidrio —los actores del repertorio— son siempre los mismos.
Borges —un Montaigne místico— propone la posibilidad de considerar la eternidad como una especie de dimensión inmanente, análoga a la que los teólogos han definido como «la simultánea y lúcida posesión de todos los instantes del tiempo». Sería como un estado altamente intuitivo en el que la recordación total se confundiría con la previsión. La exposición más meditada y completa de este concepto es el cuento «El inmortal», al que Borges llama «bosquejo de una ética para inmortales». Con inventiva swiftiana, Borges explora los posibles efectos que tendría la inmortalidad en los hombres. Su Gulliver es Marco Flaminio Rufo, extribuno militar en las legiones de la Roma imperial, que llega a la deshabitada Ciudadela de los Inmortales en medio de un desierto tras peregrinar por fabulosos paisajes espirituales. La ciudad está hecha de antiguos esplendores absurdos: escalinatas invertidas, palacios vacíos, corredores que no llevan a ningún lado. Los únicos habitantes de esta región baldía son trogloditas establecidos fuera de las murallas de la ciudad. Son los Inmortales que, viviendo en el reino del pensamiento puro, al margen de las vicisitudes de la vida temporal, se han despreocupado de su ciudad, hasta abandonarla, por desidia, puesto que el esfuerzo es inútil, cuando de cualquier manera, como han descubierto, «en un plazo infinito le ocurren al hombre todas las cosas». Anónimos, no les interesa ni atañe el destino personal. Su trance es contagioso y poco a poco infecta al narrador-protagonista, que comienza a usar el «nosotros» en su relato, inmortalizándose sin que apenas lo advirtamos ante nuestros ojos. Ésta es una de las astucias y uno de los triunfos del cuento. Al ser todos, Marco Flaminio Rufo se ve de pronto convertido en diferentes personas, sus alternativas, en la historia. Se encuentra en Stamford en 1066 con los ejércitos de Harold, luego es un escriba en Bulaq en el siglo VII de la hégira, enseguida un ajedrecista en Samarcanda, un astrólogo en Bikaner, y así sucesivamente a lo largo de los siglos. Pero una misma presencia lo habita durante toda su larga odisea. Ha leído la Ilíada de Pope y vivido las aventuras de Simbad el marino. Es al mismo tiempo Ulises y Homero —y Borges.
Si la literatura es inagotable, dice Borges, es por la suficiente y simple razón de que un libro lo es. Un corolario del axioma es la noción de que en la literatura los precursores no sólo prefiguran a sus sucesores, sino que se regeneran en ellos. Así, el cuento de Hawthorne, «Wakefield», «prefigura a Franz Kafka, pero éste modifica, y afina, la lectura de Wakefield. La deuda es mutua; un gran escritor crea a sus precursores». La visión retrospectiva revive antecedentes que, en realidad, no existirían sin ella.
Un brillante ejemplo del efecto retroactivo de la posteridad es el paradójico «Pierre Menard, autor del Quijote». Aquí —si tomamos el lado serio del chiste que le hace Borges a la crítica académica— la perspectiva del tiempo profundiza el sentido de un texto, sin alterar una palabra. Pierre Menard, quizás estimulado por la idea de Novalis de la identificación completa con un autor determinado, ha dedicado su vida a la tarea subterránea e ingrata de reescribir siglos más tarde, palabra por palabra, dos fragmentos del Quijote. Lo leyó sólo una vez años atrás y el vago recuerdo que tiene de él es como «la imprecisa imagen anterior de un libro no escrito». Lo que Cervantes, en su día, hizo de manera espontánea, en Menard resulta una glosa, una interpretación. El producto final es idéntico al original, pero enriquecido por ser el fruto reflexionado de años de laboriosa y erudita investigación y de siglos de tradición literaria que lo han cambiado y complicado retrospectivamente.
Los caminos que atraviesa el libro del mundo de Borges forman un interminable laberinto. Ésta es la imagen paradigmática que establece Borges en «El jardín de senderos que se bifurcan», donde el libro y el laberinto se confunden. Los laberintos borgianos son incontables. Algunos, como la intríngulis de «La muerte y la brújula», son metáforas que aluden a los caprichos del pensamiento o del tiempo o de la tortuosidad de la acción humana; otros, como la enredada residencia del Minotauro en «La casa de Asterión», con sus catorce —o, en lenguaje hermético, infinitos, puesto que catorce es infinitamente subdivisible— puertas, patios y fuentes, son símbolos explícitos del mundo. Hay itinerarios obligados que pueden retorcerse y desviarse en la forma más compleja y desconcertante, pero que llevan inevitablemente a una meta, como el laberinto subterráneo de «El inmortal», que sale a la superficie en la Ciudadela, marcando así el paso entre dos dimensiones; o circuitos abiertos, llenos de contrasentidos, en los que el avance es errático y cada vuelta una encrucijada, como la Ciudadela misma. El jardín de senderos que se bifurcan es un compuesto de lo predeterminado y lo imprevisible. Enseguida está el laberinto más magnífico de todos, el mundo de Tlön, una ficción —un modelo ampliado de la biblioteca de Babel— que adopta agradecida una humanidad sufriente como un símbolo del orden en el caos.
Alimentar y perpetuar esta ficción es tal vez el sentido de toda la obra de Borges. Hay en él una «monotonía esencial» que reconoce él mismo como una limitación, pero que le ha dado un espacio de vida iluminada. Los laberintos de Borges son, como los bares de luz nocturna de Hemingway, en los que se conjuraban los demonios de la guerra: una isla de paz y claridad. Sin duda hay algo en él de su protagonista árabe, Abencaján, que se oculta en el centro de una tortuosa maraña, fingiendo huir de un enemigo, cuando en realidad lo que quiere es atraer al enemigo al laberinto para matarlo. Entretanto asume el nombre del enemigo. Lo exorciza identificándose con él. También el narrador de «La forma de la espada», bajo un seudónimo, cuenta la historia de un delator en la guerra de independencia irlandesa, atribuyendo una serie de crímenes a este personaje vicario, que resulta ser él mismo.
Los cambios de identidad, que suelen destruir a un hombre en el momento de absolverlo, se prestan a diversas interpretaciones en Borges. Está el caso de un hombre de la provincia de Buenos Aires en el siglo XX que es asesinado por su ahijado, como César por Bruto, sin sospechar —su muerte no es más que un fait divers— que muere «para que se repita una escena». Están también los extraños destinos paralelos de Droctulft, un bárbaro que se pasó de bando y murió defendiendo a Roma contra los suyos, y una inglesa asimilada a una tribu indígena de la Argentina en la época de la abuela de Borges. Las dos anécdotas parecen contradictorias, pero en realidad, sub specie aeternitatis, son complementarias. En «El sur», donde Borges evoca recuerdos angustiosos de los días que pasó hospitalizado después de su accidente, un hombre en coma en una sala de hospital sueña su muerte atávica de una cuchillada en el campo de sus nostalgias donde atravesó el facón a más de uno de sus antepasados. En la misma vena, «La otra muerte» propone dos versiones alternas de la vida de un hombre que se interceptan y tienden a sustituirse mutuamente, y al final se revelan como sombras de las especulaciones de un antiguo teólogo sobre el problema de la identidad personal.
Complica y en cierta forma resuelve este tema la penetrante «Deutsches Requiem», en la que Borges contribuye sutilmente a una comprensión de las raíces espirituales del nazismo. Otto Dietrich zur Linde, nacido en Marienburg en 1908, es un semiinválido que pierde la fe leyendo a Schopenhauer y llega a considerar a Alemania «el espejo universal que a todos recibe, la conciencia del mundo». Nombrado jefe de un campo de concentración durante la guerra, encuentra entre sus prisioneros un famoso poeta judío al que tortura y ejecuta a sangre fría, menos como judío que como «el símbolo de una detestada zona de mi alma». Dice Otto Dietrich, con una franqueza a la que no desmiente sino que refuerza la culpabilidad: «Yo agonicé con él, yo morí con él, yo de algún modo me he perdido con él». Es como David, que se juzga y condena a sí mismo en un extraño. Porque «lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres». Víctima y verdugo —como el Yin y el Yang que se confunden en el Tao— son indivisibles.
El hombre en busca de una fatalidad personal sufre sintiéndose indeciso y múltiple. Tal vez eso explique el fervor con que los personajes de Borges aspiran a la predestinación. «Hay pocos argumentos posibles —escribió Borges hace mucho ya—. Uno de ellos es el del hombre que da con su destino». De este apotegma, Borges ha hecho una ley. En Historia universal de la infamia figuraba ya el caso de Bogle, el mentor maldito de Tom Castro, a quien atropella un día en la calle «el terrible vehículo que desde el fondo de los años lo perseguía». Pero el destino o dharma tiene un sentido más profundo que eso en Borges. Es una forma de autodefinición. Así es como Otto Dietrich, camino del abismo, descubre que «no hay consuelo más hábil que el pensamiento de que hemos elegido nuestras desdichas», porque «esa teleología individual nos revela un orden secreto y prodigiosamente nos confunde con la divinidad». Otto Dietrich, estudiante asiduo de Schopenhauer, sabe que «todos los hechos que pueden ocurrirle a un hombre, desde el instante de su nacimiento hasta el de su muerte, han sido prefijados por él. Así, toda negligencia es deliberada, todo casual encuentro una cita, toda humillación una penitencia, todo fracaso una misteriosa victoria, toda muerte un suicidio». Cada vida, por larga y complicada que sea, dice Borges, «consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es». El momento crucial llega, por ejemplo, a Emma Zunz —la única protagonista femenina de Borges, una solterona psicótica atemorizada por los hombres— con la muerte de su padre, un acontecimiento decisivo en su vida, que queda congelada en el resplandor glacial de «lo único que había sucedido en el mundo y seguiría sucediendo sin fin». Emma, resuelta a vengarse del culpable, traza un plan que después lleva a cabo a sangre fría, con la rigurosa precisión del autómata. El autor la observa con ojo clínico, como si Emma fuera uno de esos peones que Borges describe en su poema sobre el ajedrez, movidos por una mano invisible que responde a las maquinaciones de una voluntad desconocida. Emparentado con Emma está Tadeo Isidoro Cruz, un proscrito en otro tiempo, ahora convertido en soldado al servicio de las fuerzas del gobierno, que persigue al renegado Martín Fierro y se encuentra con su hombre y su momento de verdad en «una lúcida noche fundamental, la noche en que por fin vio su propia cara, la noche en que por fin escuchó su nombre».
En el umbral de esa noche, jugueteando con «las curiosidades de la literatura», como las llama en un poema «hostil» dirigido a una de sus contrafiguras, el poeta Baltasar Gracián, un hombre al que le han sido negadas «las pasiones esenciales», ha alcanzado esa alquimia del lenguaje que puede, según su propia expresión, «simular la sabiduría».
«Saber cómo habla un personaje —ha escrito Borges, mirándose en su imagen y semejanza— es saber quién es. Descubrir una entonación, una voz, una sintaxis particular es haber descubierto un destino».
A lo largo de los años ha refinado y perfeccionado un arte ya impecable. Al mismo tiempo, partiendo del principio de que «todo escrupuloso estilo contagia a los lectores una sensible porción de la molestia con que fue trabajado», se ha esforzado por sutilizar sus mecanismos hasta la invisibilidad. Busca siempre la elegancia, la ilusión de informalidad. Ha descartado completamente, sus estridencias metafóricas y patrióticas, el barroquismo pedante de su juventud, para obtener un equilibrio entre la espontaneidad y la precisión. Sobre todo, ha tratado de universalizar su lenguaje. Escribir, de algún modo, fuera del tiempo. «La página de perfección, la página de la que ninguna palabra puede ser alterada sin daño —dice, refiriéndose a la que tiene fecha o situación precisa— es la más precaria de todas. Los cambios del lenguaje borran los sentidos laterales y los matices; la página “perfecta” es la que consta de esos delicados valores y la que con facilidad mayor se desgasta». Así envejecen también los modelos literarios que pretenden codificar una forma de hablar. La poesía gauchesca, por ejemplo: fue un invento poético, una abstracción. Aunque hubiera existido en algún segmento de la población, no tendría más derecho a imponer normas generales que el castellano de la academia. Lo que importa es que el estilo refleje una actitud vital. «O ser argentino es una fatalidad, y en ese caso lo seremos de cualquier modo —dice Borges—, o ser argentino es una mera afectación, una máscara». Shakespeare era inglés, no sólo en sus palabras sino en sus actitudes, aunque situara sus dramas en Dinamarca o Italia. Borges cita «La muerte y la brújula» como un ejemplo de cuento que produce la sensación de ser profundamente argentino en tono y temperamento —como no lo es su poesía patriótica— aunque las calles mencionadas llevan nombres franceses y los escenarios son ecos del París de Poe.
Borges siempre ha aceptado los préstamos, con predilección por el «corte inglés» que se reconoce en su sintaxis, sus párrafos breves y compactos, sus formas adverbiales, su puntuación. Es un maestro de la ironía, del oxímoron, del sobrentendido, y de ese «súbito favor de la conversación» que para él define la esencia del «género oral» que es el humorismo.
A los sesenta y siete años, delicado de salud y cada vez más frágil en sus movimientos, sigue siempre tan activo como antes, pero ya, desde hace algún tiempo, mucho menos intrépido. Parece haber saldado sus cuentas con el mundo y terminado su inventario interior. Ya es el otro Borges que lo sobrevive en su obra.
Recapitulando su carrera, le parece imperfecta, pero inevitable. «Cuando uno llega a mi edad —dice acompañándonos hasta la puerta, donde prolonga la despedida con un apretón de manos interminable—, uno se da cuenta de que no pudo hacer las cosas ni mucho mejor ni mucho peor».
Los pocos poemas que ha publicado últimamente han sido cada vez más clásicos en su forma, y en el fondo más convencionales. Dice que estos días le interesa más la verdad que la originalidad. Hay un sumario en cada estrofa. Ya en 1953 había escrito: «Has gastado los años, y te han gastado». Ahora lo vemos reprochando suavemente a Dios, quien con «magnífica ironía» le concedió —como a su predecesor en la Biblioteca Nacional, Paul Groussac, que también perdió la vista en la vejez— al mismo tiempo los libros y la oscuridad de sus «ojos mortales». Con asombro y curiosidad piensa en los riesgos que todavía pueden esperarle en el vasto y populoso reino de la noche sin fondo. En El hacedor, bibliómano hasta el final, se identifica con el legendario Héctor, abandonado poco a poco por el universo que se esfuma, hasta que «una terca neblina le borró las líneas de la mano, la noche se despobló de estrellas, la tierra era insegura bajo sus pies». En su poema «Emerson», poniéndose como siempre en boca de otros, se entrega a una vieja nostalgia.«Leí los libros esenciales —dice—, y otros compuse que el oscuro olvido / no ha de borrar. Un dios me ha concedido / lo que es dado saber a los mortales. / Por todo el continente anda mi nombre»; pero: «No he vivido. Quisiera ser otro hombre». Quizás al componer «Emerson» recordaba sus propias palabras escritas hace tiempo de que «sólo se pierde lo que realmente no se ha tenido». Pero «espacio y tiempo y Borges ya me dejan». Lo peor ya pasó, o quedó en manos del «otro» Borges, tan ubicuo que al final «no sé cuál de los dos ha escrito esta página». Y es justo que así sea. Porque como sabe Borges, borrado por la fama, «la gloria es una de las formas del olvido».



En Luis Harss: Los nuestros
En colaboración con Bárbara Dohmann
Título original: Into the Mainstream
© 1966, 2012, Luis Harss
© De la traducción: Luis Harss
Madrid, Santillana Ediciones Generales, S. L, 2012
Imagen: Luis Harss en su casa diciembre 2014
Foto Eduardo Montes Bradley [+]


3/1/15

Playa Borges






A la derecha Jorge Luis Borges. A la izquierda Adolfo Bioy Casares.
A su lado Josefina Dorado y luego Silvina Ocampo.
Balneario de Punta Mogotes, sin fecha
(podría tratarse del mismo verano que foto siguiente)




De izq. a der.: Josefina Dorado, Bioy Casares, Victoria Ocampo, Borges.
Mar del Plata, 17 de marzo de 1935
Al dorso de la fotografía, de mano de ABC, se lee:
«En este mismo año 1935, dos o tres meses después, empezó la colaboración de JLB y ABC».






Borges, María Esther Vázquez, Silvina Ocampo, Cecilia Boldarín, Bioy Casares y Marta Bioy
Mar del Plata, 21 de febrero de 1964



Las tres fotos se incluyen en Bioy Casares: Borges 
Madrid, 1999




2/1/15

Jorge Luis Borges: El noble castillo del canto IV



...«Cuatro altas sombras saludan a Dante; no hay ni tristeza ni alegría en las caras;
son Homero, Horacio, Ovidio y Lucano, y en la diestra de Homero
hay una espada, símbolo de su primacía en la épica».
William Blake. 
The Tate Gallery. Londres


A principios del siglo XIX o a fines del XVIII, entran en la circulación del inglés diversos epítetos (eerie, uncanny, weird), de origen sajón o escocés, que servirán para definir aquellos lugares o cosas que vagamente inspiran horror. Tales epítetos corresponden a un concepto romántico del paisaje. En alemán, los traduce con perfección la palabra unheimlich; en español, quizá la mejor palabra es siniestro. Puesta la mente en esa singular cualidad de uncanniness, yo escribí alguna vez: «El Alcázar de Fuego que conocemos en las últimas páginas del Vath Vathek (1782), de William Beckford, es el primer Infierno realmente atroz de la literatura. El más ilustre de los avernos literarios, el doloroso reino de la Comedia, no es un lugar atroz; es un lugar en el que ocurren hechos atroces. La distinción es válida».
Stevenson (A Chapter on Dreams) refiere que en los sueños de la niñez lo perseguía un matiz abominable del color pardo; Chesterton (The Man who was ThursdayVI) imagina que en los confines occidentales del mundo acaso existe un árbol que ya es más, y menos, que un árbol, y en los confines orientales, algo, una torre, cuya sola arquitectura es malvada. Poe, en el Manuscrito encontrado en una botella, habla de un mar austral donde crece el volumen de la nave como el cuerpo viviente del marinero; Melville dedica muchas páginas de Moby Dick a dilucidar el horror de la blancura insoportable de la ballena... He prodigado ejemplos; quizá hubiera bastado observar que el Infierno dantesco magnifica la noción de una cárcel[59]; el de Beckford, los túneles de una pesadilla.
Noches pasadas, en un andén de Constitución, recordé bruscamente un caso perfecto de uncanniness, de horror tranquilo y silencioso, en la entrada misma de la Comedia. El examen del texto confirmó la rectitud de ese recuerdo tardío. Hablo del canto IV del Infierno, uno de los más afamados.
Alcanzadas las páginas finales del Paraíso, la Comedia puede ser muchas cosas, quizá todas las cosas; al principio, es notoriamente un sueño de Dante, y éste, por su parte, no es más que el sujeto del sueño. Nos dice que no sabe cómo fue a dar en la selva oscura, «tant’ era pieno di sonno a quel punto»[60]; el sonno es metáfora de la ofuscación del alma pecadora, pero sugiere el indefinido comienzo del acto de soñar. Después escribe que la loba que le cierra el camino hace que muchos vivan tristes; Guido Vitali observa que esta noticia no podría surgir de la simple visión de la fiera; Dante lo sabe como sabemos las cosas en los sueños. En la selva aparece un desconocido; Dante, apenas lo ve, sabe que éste ha guardado un largo silencio; otra sabiduría de tipo onírico. El hecho, anota Momígliano, se justifica por razones poéticas, no por razones lógicas. Emprenden su fantástico viaje. Virgilio se demuda al entrar en el primer círculo del abismo; Dante achaca al temor esa palidez. Virgilio afirma que lo mueve la lástima y que él es uno de los réprobos («e di questi cotai son io medesmo»)[61]. Dante, para disimular el horror de esa afirmación o para decir su piedad, prodiga los títulos reverenciales: «Dimmi, maestro mio, dimmi, segnore»[62]. Suspiros, suspiros de duelo sin tormento hacen temblar el aire; Virgilio explica que están en el Infierno de aquellos que murieron antes de proclamada la Fe; cuatro altas sombras lo saludan; no hay ni tristeza ni alegría en las caras; son Homero, Horacio, Ovidio y Lucano, y en la diestra de Homero hay una espada, símbolo de su primacía en la épica. Los ilustres fantasmas honran a Dante como a igual y lo conducen a su eterna morada, que es un castillo siete veces rodeado por altos muros (las siete artes liberales o las tres virtudes intelectuales y las cuatro morales) y por un foso (los bienes terrenales o la elocuencia), que atraviesan como si fuera tierra firme. Los habitantes del castillo son gente de mucha autoridad; rara vez hablan y su voz es muy tenue; miran con grave lentitud. En el patio del castillo hay un césped de verdor misterioso; Dante, desde una altura, ve a personajes clásicos y bíblicos y a tal cual musulmán («Averois, che’l gran comento feo»)[63]. Alguno se destaca por un rasgo que lo hace memorable («Cesare armato, con li occhi grifagni»)[64]; otro, por una soledad que lo agranda («e solo, in parte, vidi’l Saladino»)[65], viven en un anhelo sin esperanza; no padecen dolor, pero saben que Dios los excluye. Un árido catálogo de nombres propios, menos estimulantes que informativos, da fin al canto.
Las nociones de un Limbo de los Padres, llamado también Seno de Abraham (Lucas, 16, 22), y de un Limbo para las almas de los infantes que mueren sin bautismo, son de la teología común; hospedar en ese lugar o lugares a los paganos virtuosos fue, según Francesco Torraca, una invención de Dante. Para mitigar el horror de una época adversa, el poeta buscó refugio en la gran memoria romana. Quiso honrarla en su libro, pero no pudo no entender —la observación pertenece a Guido Vitali— que insistir demasiado sobre el mundo clásico no convenía a sus propósitos doctrinales. Dante no podía, contra la Fe, salvar a sus héroes; los pensó en un Infierno negativo, privados de la vista y posesión de Dios en el cielo, y se apiadó de su misterioso destino. Años después, al imaginar el Cielo de Júpiter, regresaría a ese problema. Boccaccio refiere que entre la redacción del canto VII del Infierno y la del VIII se produjo una larga interrupción, motivada por el destierro: el hecho, sugerido o corroborado por el verso «Io dico, seguitando ch’assai prima»[66], puede ser verdadero, pero harto más profunda es la diferencia que hay entre el canto del castillo y los que subsiguen. En el canto V, Dante hizo hablar inmortalmente a Francesca da Rimini; en el anterior, qué palabras no habría dado a Aristóteles, a Heráclito o a Orfeo, si ya hubiera pensado en ese artificio. Deliberado o no, su silencio agrava el horror y conviene a la escena. Anota Benedetto Croce: «En el noble castillo, entre los grandes y los sabios, la seca información usurpa el lugar de la refrenada poesía. Admiración, reverencia, melancolía, son sentimientos indicados, no representados» (La poesía di Dante, 1920). Los comentadores han denunciado el contraste de la fábrica medieval del castillo con sus huéspedes clásicos; esa fusión o confusión es característica de la pintura de la época y agrava, ciertamente, el sabor onírico de la escena.
En la invención y ejecución de este canto IV Dante urdió una serie de circunstancias, alguna de índole teológica. Devoto lector de La Eneida, imaginó a los muertos en el Elíseo o en una variación medieval de esos campos dichosos; en el verso «in luogo aperto, luminoso e alto»[67] hay reminiscencias del túmulo desde el cual Eneas vio a sus romanos y del largior hic campos aether. Urgido por razones dogmáticas, debió situar en el Infierno a su noble castillo. Mario Rossi descubre en ese conflicto de lo formal y de lo poético, de la intuición paradisíaca y de la sentencia espantosa, la íntima discordia del canto y la raíz de ciertas contradicciones. En un lugar se dice que los suspiros hacen temblar el aire eterno; en otro, que no hay tristeza ni alegría en las caras. La facultad visionaria del poeta no había logrado su plenitud. A esa relativa torpeza debemos la rigidez que produjo el singular horror del castillo y de sus moradores, o prisioneros. Algo de penoso museo de figuras de cera hay en ese quieto recinto: César armado y ocioso, Lavinia eternamente sentada junto a su padre, la certidumbre de que el día de mañana será como el de hoy, que fue como el de ayer, que fue como todos. Un pasaje ulterior del Purgatorio añade que las sombras de los poetas, a quienes les está vedado escribir, puesto que están en el infierno, procuran distraer su eternidad con discusiones literarias[68].
Determinadas las razones técnicas, es decir, las razones de orden verbal que hacen espantoso al castillo, falta determinar las razones íntimas. Un teólogo de Dios diría que basta la ausencia de Dios para que sea terrible el castillo. Admitiría, acaso, una afinidad con aquel terceto en que proclamó que las glorias terrenales son vanas:
«Non è il mondan romore altro ch’un fiato
di vento, ch’or vien quinci e or vien quindi
e muta nome perché muta lato»[69].
Yo insinuaría otra razón de índole personal. En este lugar de la Comedia, Homero, Horacio, Ovidio y Lucano son proyecciones o figuraciones de Dante, que se sabía no inferior a esos grandes, en acto o en potencia. Son tipos de lo que ya era Dante, para sí mismo y previsiblemente sería para los otros: un famoso poeta. Son grandes sombras veneradas que reciben a Dante en su cónclave:
«ch’e sì mi fecer delta loro schiera
sì ch’io fui sesto tra cotanto senno»[70].
Son formas del incipiente sueño de Dante, apenas desligadas del soñador. Hablan interminablemente de letras (¿qué otra cosa pueden hacer?). Han leído la Ilíada o la Farsalia o escriben la Comedia; son magistrales en el ejercicio de su arte y, sin embargo, están en el infierno porque los olvida Beatriz.


Notas

[59] Carcere cieco, cárcel ciega, dice el Infierno, Virgilio (Purgatorio XXII, 103, Infierno, X, 58-59).

[60] «tanto era mi sueño en aquel instante» (Inf. I, 11).

[61] «Y de estos tales, soy también yo mismo» (Inf. IV, 39).

[62] «Maestro mio, dime, Señor, dime» (Inf. IV, 46).

[63] «Averroes, que hizo el gran comentario» (Inf. IV, 104)."

[64] «Cesar armado, con sus ojos rapaces» (Inf. IV, 123).

[65] «Y solo, aparte, vi a Saladino» (Inf. IV, 129).

[66] «Yo digo, prosiguiendo, que mucho antes» (Inf. VIII, 1).

[67] «En un lugar abierto, luminoso y alto» (Inf. IV, 116).

[68] Dante, en los cantos iniciales de la Comedia, fue lo que Gioberti escribió que era en todo el poema, «un poco más que un simple testigo de la fabula inventada por él» (Primato Civile e morale degli italiani, 1840).

[69] «No es el rumor del mundo mas que un soplo
de viento, que ya viene de acá o ya de allá viene
y cambia nombre por cambiar de lado» 
(Purg. XI, 100-102).

[70] «Y así me hicieron de su comitiva,
que yo fui el sexto entre tan grandes sabios»
(Inf. IV, 101-102).



En Nueve ensayos dantescos (1982)
Presentación de Joaquín Arce
Introducción de Marcos Ricardo Barnatán
Ilustraciones: William Blake. The Tate Gallery. Londres
Madrid, Austral, 1998

Previamente en Otras inquisiciones (1952)



1/1/15

Jorge Luis Borges: Habla un busto de Jano






Nadie abriere o cerrare alguna puerta
sin honrar la memoria del Bifronte,
que las preside. Abarco el horizonte
de inciertos mares y de tierra cierta.
Mis dos caras divisan el pasado
y el porvenir. Los veo y son iguales
los hierros, las discordias y los males
que Alguien pudo borrar y no ha borrado
ni borrará. Me faltan las dos manos
y soy de piedra inmóvil. No podría
precisar si contemplo una porfía
futura o la de ayeres hoy lejanos.
Veo mi ruina: la columna trunca
y las caras, que no se verán nunca.






En El oro de los tigres (1972)
Luego, incluido en La rosa profunda (1975)
Foto: Borges en el jardín de Villa Igea (Palermo, Sicilia)
© Ferdinando Scianna/Magnum Photos


31/12/14

Jorge Luis Borges: Final de año








Ni el pormenor simbólico
de reemplazar un tres por un dos
ni esa metáfora baldía
que convoca un lapso que muere y otro que surge
ni el cumplimiento de un proceso astronómico
aturden y socavan
la altiplanicie de esta noche
y nos obligan a esperar
las doce irreparables campanadas.
La causa verdadera
es la sospecha general y borrosa
del enigma del Tiempo;
es el asombro ante el milagro
de que a despecho de infinitos azares,
de que a despecho de que somos
las gotas del río de Heráclito,
perdure algo en nosotros:
inmóvil,
[algo que no encontró lo que buscaba.]*



Nota
El asterisco muestra un cambio entre la edición de 1969 y la de 1923

En Fervor de Buenos Aires (1923)
Foto: Monumento a JLB en la Biblioteca Nacional de Bs.As.
Foto: Isaías Garde




30/12/14

Jorge Luis Borges: Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto






… son comparables a la araña, que edifica una casa.
AlcoránXXIX, 40
Ésta —dijo Dunraven, con un vasto ademán que no rehusaba las nubladas estrellas y que abarcaba el negro páramo, el mar y un edificio majestuoso y decrépito que parecía una caballeriza venida a menos— es la tierra de mis mayores.
Unwin, su compañero, se sacó la pipa de la boca y emitió sonidos modestos y aprobatorios. Era la primera tarde del verano de 1914; hartos de un mundo sin la dignidad del peligro, los amigos apreciaban la soledad de ese confín de Cornwall. Dunraven fomentaba una barba oscura y se sabía autor de una considerable epopeya que sus contemporáneos casi no podrían escandir y cuyo tema no le había sido aún revelado; Unwin había publicado un estudio sobre el teorema que Fermat no escribió al margen de una página de Diofanto. Ambos —¿será preciso que lo diga?— eran jóvenes, distraídos y apasionados.
—Hará un cuarto de siglo —dijo Dunraven— que Abenjacán el Bojarí, caudillo o rey de no sé qué tribu nilótica, murió en la cámara central de esa casa a manos de su primo Zaid. Al cabo de los años, las circunstancias de su muerte siguen oscuras.
Unwin preguntó por qué, dócilmente.
—Por diversas razones —fue la respuesta—. En primer lugar, esa casa es un laberinto. En segundo lugar, la vigilaban un esclavo y un león. En tercer lugar, se desvaneció un tesoro secreto. En cuarto lugar, el asesino estaba muerto cuando el asesinato ocurrió. En quinto lugar…
Unwin, cansado, lo detuvo.
—No multipliques los misterios —le dijo—. Éstos deben ser simples. Recuerda la carta robada de Poe, recuerda el cuarto cerrado de Zangwill.
—O complejos —replicó Dunraven—. Recuerda el universo.
Repechando colinas arenosas, habían llegado al laberinto. Éste, de cerca, les pareció una derecha y casi interminable pared, de ladrillos sin revocar, apenas más alta que un hombre. Dunraven dijo que tenía la forma de un círculo, pero tan dilatada era su área que no se percibía la curvatura. Unwin recordó a Nicolás de Cusa, para quien toda línea recta es el arco de un círculo infinito… Hacia la medianoche descubrieron una ruinosa puerta, que daba a un ciego y arriesgado zaguán. Dunraven dijo que en el interior de la casa había muchas encrucijadas, pero que, doblando siempre a la izquierda, llegarían en poco más de una hora al centro de la red. Unwin asintió. Los pasos cautelosos resonaron en el suelo de piedra; el corredor se bifurcó en otros más angostos. La casa parecía querer ahogarlos, el techo era muy bajo. Debieron avanzar uno tras otro por la complicada tiniebla. Unwin iba adelante. Entorpecido de asperezas y de ángulos, fluía sin fin contra su mano el invisible muro. Unwin, lento en la sombra, oyó de boca de su amigo la historia de la muerte de Abenjacán.
—Acaso el más antiguo de mis recuerdos —contó Dunraven— es el de Abenjacán el Bojarí en el puerto de Pentreath. Lo seguía un hombre negro con un león; sin duda el primer negro y el primer león que miraron mis ojos, fuera de los grabados de la Escritura. Entonces yo era niño, pero la fiera del color del sol y el hombre del color de la noche me impresionaron menos que Abenjacán. Me pareció muy alto; era un hombre de piel cetrina, de entrecerrados ojos negros, de insolente nariz, de carnosos labios, de barba azafranada, de pecho fuerte, de andar seguro y silencioso. En casa dije: «Ha venido un rey en un buque». Después, cuando trabajaron los albañiles, amplié ese título y le puse el Rey de Babel.
»La noticia de que el forastero se fijaría en Pentreath fue recibida con agrado; la extensión y la forma de su casa, con estupor y aun con escándalo. Pareció intolerable que una casa constara de una sola habitación y de leguas y leguas de corredores. «Entre los moros se usarán tales casas, pero no entre cristianos», decía la gente. Nuestro rector, el señor Allaby, hombre de curiosa lectura, exhumó la historia de un rey a quien la Divinidad castigó por haber erigido un laberinto y la divulgó desde el púlpito. El lunes, Abenjacán visitó la rectoría; las circunstancias de la breve entrevista no se conocieron entonces, pero ningún sermón ulterior aludió a la soberbia, y el moro pudo contratar albañiles. Años después, cuando pereció Abenjacán, Allaby declaró a las autoridades la substancia del diálogo.
»Abenjacán le dijo, de pie, estas o parecidas palabras: «Ya nadie puede censurar lo que yo hago. Las culpas que me infaman son tales que aunque yo repitiera durante siglos el Ultimo Nombre de Dios, ello no bastaría a mitigar uno solo de mis tormentos; las culpas que me infaman son tales que aunque yo lo matara con estas manos, ello no agravaría los tormentos que me destina la infinita Justicia. En tierra alguna es desconocido mi nombre; soy Abenjacán el Bojarí y he regido las tribus del desierto con un cetro de hierro. Durante muchos años las despojé, con asistencia de mi primo Zaid, pero Dios oyó mi clamor y sufrió que se rebelaran. Mis gentes fueron rotas y acuchilladas; yo alcancé a huir con el tesoro recaudado en mis años de expoliación. Zaid me guió al sepulcro de un santo, al pie de una montaña de piedra. Le ordené a mi esclavo que vigilara la cara del desierto; Zaid y yo dormimos, rendidos. Esa noche creí que me aprisionaba una red de serpientes. Desperté con horror; a mi lado, en el alba, dormía Zaid; el roce de una telaraña en mi carne me había hecho soñar aquel sueño. Me dolió que Zaid, que era cobarde, durmiera con tanto reposo. Consideré que el tesoro no era infinito y que él podía reclamar una parte. En mi cinto estaba la daga con empuñadura de plata; la desnudé y le atravesé la garganta. En su agonía balbuceó unas palabras que no pude entender. Lo miré; estaba muerto, pero yo temí que se levantara y le ordené al esclavo que le deshiciera la cara con una roca. Después erramos bajo el cielo y un día divisamos un mar. Lo surcaban buques muy altos; pensé que un muerto no podría andar por el agua y decidí buscar otras tierras. La primera noche que navegamos soñé que yo mataba a Zaid. Todo se repitió, pero yo entendí sus palabras. Decía: Como ahora me borras te borraré, dondequiera que estés. He jurado frustrar esa amenaza; me ocultaré en el centro de un laberinto para que su fantasma se pierda».
»Dicho lo cual, se fue. Allaby trató de pensar que el moro estaba loco y que el absurdo laberinto era un símbolo y un claro testimonio de su locura. Luego reflexionó que esa explicación condecía con el extravagante edificio y con el extravagante relato, no con la enérgica impresión que dejaba el hombre Abenjacán. Quizá tales historias fueran comunes en los arenales egipcios, quizá tales rarezas correspondieran (como los dragones de Plinio) menos a una persona que a una cultura… Allaby, en Londres, revisó números atrasados del Times; comprobó la verdad de la rebelión y de una subsiguiente derrota del Bojarí y de su visir, que tenía fama de cobarde.
»Aquél, apenas concluyeron los albañiles, se instaló en el centro del laberinto. No lo vieron más en el pueblo; a veces Allaby temió que Zaid ya lo hubiera alcanzado y aniquilado. En las noches el viento nos traía el rugido del león, y las ovejas del redil se apretaban con un antiguo miedo.
»Solían anclar en la pequeña bahía, rumbo a Cardiff o a Bristol, naves de puertos orientales. El esclavo descendía del laberinto (que entonces, lo recuerdo, no era rosado, sino de color carmesí) y cambiaba palabras africanas con las tripulaciones y parecía buscar entre los hombres el fantasma del visir. Era fama que tales embarcaciones traían contrabando, y si de alcoholes o marfiles prohibidos, ¿por qué no, también, de sombras de muertos?
»A los tres años de erigida la casa, ancló al pie de los cerros elRose of Sharon. No fui de los que vieron ese velero y tal vez en la imagen que tengo de él influyen olvidadas litografías de Aboukir o de Trafalgar, pero entiendo que era de esos barcos muy trabajados que no parecen obra de naviero, sino de carpintero y menos de carpintero que de ebanista. Era (si no en la realidad, en mis sueños) bruñido, oscuro, silencioso y veloz, y lo tripulaban árabes y malayos.
»Ancló en el alba de uno de los días de octubre. Hacia el atardecer, Abenjacán irrumpió en casa de Allaby. Lo dominaba la pasión del terror; apenas pudo articular que Zaid ya había entrado en el laberinto y que su esclavo y su león habían perecido. Seriamente preguntó si las autoridades podrían ampararlo. Antes que Allaby respondiera, se fue, como si lo arrebatara el mismo terror que lo había traído a esa casa, por segunda y última vez. Allaby, solo en su biblioteca, pensó con estupor que ese temeroso había oprimido en el Sudán a tribus de hierro y sabía qué cosa es una batalla y qué cosa es matar. Advirtió, al otro día, que ya había zarpado el velero (rumbo a Suakin en el Mar Rojo, se averiguó después). Reflexionó que su deber era comprobar la muerte del esclavo y se dirigió al laberinto. El jadeante relato del Bojarí le pareció fantástico, pero en un recodo de las galerías dio con el león, y el león estaba muerto, y en otro, con el esclavo, que estaba muerto, y en la cámara central con el Bojarí, a quien le habían destrozado la cara. A los pies del hombre había un arca taraceada de nácar; alguien había forzado la cerradura y no quedaba ni una sola moneda.
Los períodos finales, agravados de pausas oratorias, querían ser elocuentes; Unwin adivinó que Dunraven los había emitido muchas veces, con idéntico aplomo y con idéntica ineficacia. Preguntó, para simular interés:
—¿Cómo murieron el león y el esclavo?
La incorregible voz contestó con sombría satisfacción:
—También les había destrozado la cara.
Al ruido de los pasos se agregó el ruido de la lluvia. Unwin pensó que tendrían que dormir en el laberinto, en la cámara central del relato, y que en el recuerdo esa larga incomodidad sería una aventura. Guardó silencio: Dunraven no pudo contenerse y le preguntó, como quien no perdona una deuda:
—¿No es inexplicable esta historia?
Unwin le respondió, como si pensara en voz alta:
—No sé si es explicable o inexplicable. Sé que es mentira.
Dunraven prorrumpió en malas palabras e invocó el testimonio del hijo mayor del rector (Allaby, parece, había muerto) y de todos los vecinos de Pentreath. No menos atónito que Dunraven, Unwin se disculpó. El tiempo, en la oscuridad, parecía más largo; los dos temieron haber extraviado el camino y estaban muy cansados cuando una tenue claridad superior les mostró los peldaños iniciales de una angosta escalera. Subieron y llegaron a una ruinosa habitación redonda. Dos signos perduraban del temor del malhadado rey: una estrecha ventana que dominaba los páramos y el mar y en el suelo una trampa que se abría sobre la curva de la escalera. La habitación, aunque espaciosa, tenía mucho de celda carcelaria.
Menos instados por la lluvia que por el afán de vivir para la rememoración y la anécdota, los amigos hicieron noche en el laberinto. El matemático durmió con tranquilidad; no así el poeta, acosado por versos que su razón juzgaba detestables:
Faceless the sultry and overpowering lion,
Faceless the stricken slave, faceless the king.
Unwin creía que no le había interesado la historia de la muerte del Bojarí, pero se despertó con la convicción de haberla descifrado. Todo aquel día estuvo preocupado y huraño, ajustando y reajustando las piezas, y tres o cuatro noches después, citó a Dunraven en una cervecería de Londres y le dijo estas o parecidas palabras:
—En Cornwall dije que era mentira la historia que te oí. Loshechos eran ciertos, o podían serlo, pero contados como tú los contaste, eran, de un modo manifiesto, mentiras. Empezaré por la mayor mentira de todas, por el laberinto increíble. Un fugitivo no se oculta en un laberinto. No erige un laberinto sobre un alto lugar de la costa, un laberinto carmesí que avistan desde lejos los marineros. No precisa erigir un laberinto, cuando el universo ya lo es. Para quien verdaderamente quiere ocultarse, Londres es mejor laberinto que un mirador al que conducen todos los corredores de un edificio. La sabia reflexión que ahora te someto me fue deparada antenoche, mientras oíamos llover sobre el laberinto y esperábamos que el sueño nos visitara; amonestado y mejorado por ella, opté por olvidar tus absurdidades y pensar en algo sensato.
—En la teoría de los conjuntos, digamos, o en una cuarta dimensión del espacio —observó Dunraven.
—No —dijo Unwin con seriedad—. Pensé en el laberinto de Creta. El laberinto cuyo centro era un hombre con cabeza de toro.
Dunraven, versado en obras policiales, pensó que la solución del misterio siempre es inferior al misterio. El misterio participa de lo sobrenatural y aun de lo divino; la solución, del juego de manos. Dijo, para aplazar lo inevitable:
—Cabeza de toro tiene en medallas y esculturas el minotauro. Dante lo imaginó con cuerpo de toro y cabeza de hombre.
—También esa versión me conviene —Unwin asintió—. Lo que importa es la correspondencia de la casa monstruosa con el habitante monstruoso. El minotauro justifica con creces la existencia del laberinto. Nadie dirá lo mismo de una amenaza percibida en un sueño. Evocada la imagen del minotauro (evocación fatal en un caso en que hay un laberinto), el problema, virtualmente, estaba resuelto. Sin embargo, confieso que no entendí que esa antigua imagen era la clave y así fue necesario que tu relato me suministrara un símbolo más preciso: la telaraña.
—¿La telaraña? —repitió, perplejo, Dunraven.
—Sí. Nada me asombraría que la telaraña (la forma universal de la telaraña, entendamos bien, la telaraña de Platón) hubiera sugerido al asesino (porque hay un asesino) su crimen. Recordarás que el Bojarí, en una tumba, soñó con una red de serpientes y que al despertar descubrió que una telaraña le había sugerido aquel sueño. Volvamos a esa noche en que el Bojarí soñó con una red. El rey vencido y el visir y el esclavo huyen por el desierto con un tesoro. Se refugian en una tumba. Duerme el visir, de quien sabemos que es un cobarde; no duerme el rey, de quien sabemos que es un valiente. El rey, para no compartir el tesoro con el visir, lo mata de una cuchillada; su sombra lo amenaza en un sueño, noches después. Todo esto es increíble; yo entiendo que los hechos ocurrieron de otra manera. Esa noche durmió el rey, el valiente, y veló Zaid, el cobarde. Dormir es distraerse del universo, y la distracción es difícil para quien sabe que lo persiguen con espadas desnudas. Zaid, ávido, se inclinó sobre el sueño de su rey. Pensó en matarlo (quizá jugó con el puñal), pero no se atrevió. Llamó al esclavo, ocultaron parte del tesoro en la tumba, huyeron a Suakin y a Inglaterra. No para ocultarse del Bojarí, sino para atraerlo y matarlo construyó a la vista del mar el alto laberinto de muros rojos. Sabía que las naves llevarían a los puertos de Nubia la fama del hombre bermejo, del esclavo y del león, y que, tarde o temprano, el Bojarí lo vendría a buscar en su laberinto. En el último corredor de la red esperaba la trampa. El Bojarí lo despreciaba infinitamente; no se rebajaría a tomar la menor precaución. El día codiciado llegó; Abenjacán desembarcó en Inglaterra, caminó hasta la puerta del laberinto, barajó los ciegos corredores y ya había pisado, tal vez, los primeros peldaños cuando su visir lo mató, no sé si de un balazo, desde la trampa. El esclavo mataría al león y otro balazo mataría al esclavo. Luego Zaid deshizo las tres caras con una piedra. Tuvo que obrar así; un solo muerto con la cara deshecha hubiera sugerido un problema de identidad, pero la fiera, el negro y el rey formaban una serie y, dados los dos términos iniciales, todos postularían el último. No es raro que lo dominara el temor cuando habló con Allaby; acababa de ejecutar la horrible faena y se disponía a huir de Inglaterra para recuperar el tesoro.
Un silencio pensativo, o incrédulo, siguió a las palabras de Unwin. Dunraven pidió otro jarro de cerveza antes de opinar.
—Acepto —dijo— que mi Abenjacán sea Zaid. Tales metamorfosis, me dirás, son clásicos artificios del género, son verdaderas convenciones cuya observación exige el lector. Lo que me resisto a admitir es la conjetura de que una porción del tesoro quedara en el Sudán. Recuerda que Zaid huía del rey y de los enemigos del rey; más fácil es imaginarlo robándose todo el tesoro que demorándose a enterrar una parte. Quizá no se encontraron monedas porque no quedaban monedas; los albañiles habrían agotado un caudal que, a diferencia del oro rojo de los Nibelungos, no era infinito. Tendríamos así a Abenjacán atravesando el mar para reclamar un tesoro dilapidado.
—Dilapidado, no —dijo Unwin—. Invertido en armar en tierra de infieles una gran trampa circular de ladrillo destinada a apresarlo y aniquilarlo. Zaid, si tu conjetura es correcta, procedió urgido por el odio y por el temor y no por la codicia. Robó el tesoro y luego comprendió que el tesoro no era lo esencial para él. Lo esencial era que Abenjacán pereciera. Simuló ser Abenjacán, mató a Abenjacán y finalmente fue Abenjacán.
—Sí —confirmó Dunraven—. Fue un vagabundo que, antes de ser nadie en la muerte, recordaría haber sido un rey o haber fingido ser un rey, algún día.



En El Aleph (1949)
Foto: Borges interview at L'Hotel Hotel, 13 rue des Beaux-Arts.
October 1977 © Guy Le Querrec / Magnum Photos 



Jorge Luis Borges: Lo perdido







¿Dónde estará mi vida, la que pudo
haber sido y no fue, la venturosa
o la de triste horror, esa otra cosa
que pudo ser la espada o el escudo
y que no fue? ¿Dónde estará el perdido
antepasado persa o el noruego,
dónde el azar de no quedarme ciego,
dónde el ancla y el mar, dónde el olvido
de ser quien soy? ¿Dónde estará la pura
noche que al rudo labrador confía
el iletrado y laborioso día,
según lo quiere la literatura?
Pienso también en esa compañera
Que me esperaba, y que tal vez me espera.



En El oro de los tigres (1972)
Foto: Borges en una plaza de Adrogué (sin data)


29/12/14

Jorge Luis Borges: El tiempo






     A Nietzsche le desagradaba que se hablara parejamente de Goethe y de Schiller. Y podríamos decir que es igualmente irrespetuoso hablar del espacio y del tiempo, ya que podemos prescindir en nuestro pensamiento del espacio, pero no del tiempo.
Vamos a suponer que sólo tuviéramos un sentido, en lugar de cinco. Que ese sentido fuera el oído. Entonces, desaparece el mundo visual, es decir, desaparecen el firmamento, los astros… Que carecemos de nuestro tacto: desaparece lo áspero, lo liso, lo rugoso, etcétera. Si nos faltan también el olfato y el gusto perderemos también esas sensaciones localizadas en el paladar y en la nariz. Quedaría solamente el oído. Allí tendríamos un mundo posible que podría prescindir del espacio. Un mundo de individuos. De individuos que pueden comunicarse entre ellos, pueden ser millares, pueden ser millones, y se comunican por medio de palabras. Nada nos impide imaginar un lenguaje tan complejo o más complejo que el nuestro —y por medio de la música. Es decir, podríamos tener un mundo en el que no hubiera otra cosa sino conciencias y música. Podría objetarse que la música necesita de instrumentos. Pero es absurdo suponer que la música necesita instrumentos. Los instrumentos se necesitan para la producción de la música. Si pensamos en tal o en cual partitura, podemos imaginarla sin instrumentos: sin pianos, sin violines, sin flautas, etcétera.
Entonces, tendríamos un mundo tan complejo como el nuestro, hecho de conciencias individuales y de música. Como dijo Schopenhauer, la música no es algo que se agrega al mundo; la música ya es un mundo. En ese mundo, sin embargo, tendríamos siempre el tiempo. Porque el tiempo es la sucesión. Si yo me imagino a mí mismo, si cada uno de ustedes se imagina a sí mismo en una habitación oscura, desaparece el mundo visible, desaparece de su cuerpo. ¡Cuántas veces nos sentimos inconscientes de nuestro cuerpo…! Por ejemplo, yo ahora, sólo en este momento en que toco la mesa con la mano, tengo conciencia de la mano y de la mesa. Pero algo sucede. ¿Qué sucede? Pueden ser percepciones, pueden ser sensaciones o pueden ser simplemente memorias o imaginaciones. Pero siempre ocurre algo. Y aquí recuerdo uno de los hermosos versos de Tennyson, uno de los primeros versos que escribió: «Time is flowing in the middle of the night» (El tiempo que fluye a medianoche). Es una idea muy poética esa de que todo el mundo duerme, pero mientras tanto el silencioso río del tiempo —esa metáfora es inevitable— está fluyendo en los campos, por los sótanos, en el espacio, está fluyendo entre los astros.
Es decir, el tiempo es un problema esencial. Quiero decir que no podemos prescindir del tiempo. Nuestra conciencia está continuamente pasando de un estado a otro, y ése es el tiempo: la sucesión. Creo que Henri Bergson dijo que el tiempo era el problema capital de la metafísica. Si se hubiera resuelto ese problema, se habría resuelto todo. Felizmente, yo creo que no hay ningún peligro en que se resuelva; es decir, seguiremos siempre ansiosos. Siempre podremos decir, como San Agustín: «¿Qué es el tiempo? Si no me lo preguntan lo sé. Si me lo preguntan, lo ignoro».
No sé si al cabo de veinte o treinta siglos de meditación hemos avanzado mucho en el problema del tiempo. Yo diría que siempre sentimos esa antigua perplejidad, esa que sintió mortalmente Heráclito en aquel ejemplo al que vuelvo siempre: nadie baja dos veces al mismo río. ¿Por qué nadie baja dos veces al mismo río? En primer término, porque las aguas del río fluyen. En segundo término —esto es algo que ya nos toca metafísicamente, que nos da como un principio de horror sagrado—, porque nosotros mismos somos también un río, nosotros también somos fluctuantes. El problema del tiempo es ése. Es el problema de lo fugitivo: el tiempo pasa. Vuelvo a recordar aquel hermoso verso de Boileau: «El tiempo pasa en el momento en que algo ya está lejos de mí». Mi presente —o lo que era mi presente— ya es el pasado. Pero ese tiempo que pasa, no pasa enteramente. Por ejemplo, yo conversé con ustedes el viernes pasado. Podemos decir que somos otros, ya que nos han pasado muchas cosas a todos nosotros en el curso de una semana. Sin embargo, somos los mismos. Yo sé que estuve disertando aquí, que estuve tratando de razonar y de hablar aquí, y ustedes quizás recuerden haber estado conmigo la semana pasada. En todo caso, queda en la memoria. La memoria es individual. Nosotros estamos hechos, en buena parte, de nuestra memoria.
Esa memoria está hecha, en buena parte, de olvido.
Tenemos, pues, el problema del tiempo. Ese problema puede no resolverse, pero podemos revisar las soluciones que se han dado. La más antigua es la que da Platón, la que luego dio Plotino y la que dio San Agustín después. Es la que se refiere a una de las más hermosas invenciones del hombre, Se me ocurre que se trata de una invención humana. Ustedes quizás pueden pensar de otro modo si son religiosos. Yo digo: esa hermosa invención de la eternidad. ¿Qué es la eternidad? La eternidad no es la suma de todos nuestros ayeres. La eternidad es todos nuestros ayeres, todos los ayeres de todos los seres conscientes. Todo el pasado, ese pasado que no se sabe cuándo empezó. Y luego, todo el presente. Este momento presente que abarca todas las ciudades, todos los mundos, el espacio entre los planetas. Y luego, el porvenir. El porvenir, que no ha sido creado aún, pero que también existe.
Los teólogos suponen que la eternidad viene a ser un instante en el cual se juntan milagrosamente esos diversos tiempos. Podemos usar las palabras de Plotino, que sintió profundamente el problema del tiempo. Plotino dice: hay tres tiempos, y los tres son el presente. Uno es el presente actual, el momento en que hablo. Es decir, el momento en que hablé, porque ya ese momento pertenece al pasado. Y luego tenemos el otro, que es el presente del pasado, que se llama memoria. Y el otro, el presente del porvenir, que viene a ser lo que imaginan nuestra esperanza o nuestro miedo.
Y ahora, vayamos a la solución que dio primeramente Platón, que parece arbitraria pero que sin embargo no lo es, como espero probarlo. Platón dijo que el tiempo es la imagen móvil de la eternidad. El empieza por eternidad, por un ser eterno, y ese ser eterno quiere proyectarse en otros seres. Y no puede hacerlo en su eternidad: tiene que hacerlo sucesivamente. El tiempo viene a ser la imagen móvil de la eternidad. Hay una sentencia del gran místico inglés William Blake que dice: «El tiempo es la dádiva de la eternidad». Si a nosotros nos dieran todo el ser… El ser es más que el universo, más que el mundo. Si a nosotros nos mostraran el ser una sola vez, quedaríamos aniquilados, anulados, muertos. En cambio, el tiempo es la dádiva de la eternidad. La eternidad nos permite todas esas experiencias de un modo sucesivo. Tenemos días y noches, tenemos horas, tenemos minutos, tenemos la memoria, tenemos las sensaciones actuales, y luego tenemos el porvenir, un porvenir cuya forma ignoramos aún pero que presentimos o tememos.
Todo eso nos es dado sucesivamente porque no podemos aguantar esa intolerable carga, esa intolerable descarga de todo el ser del universo. El tiempo vendría a ser un don de la eternidad. La eternidad nos permite vivir sucesivamente. Schopenhauer dijo que felizmente para nosotros nuestra vida está dividida en días y en noches, nuestra vida está interrumpida por el sueño. Nos levantamos por la mañana, pasamos nuestra jornada, luego dormimos. Si no hubiera sueño, sería intolerable vivir, no seríamos dueños del placer. La totalidad del ser es imposible para nosotros. Así nos dan todo, pero gradualmente.
La transmigración responde a una idea parecida. Quizás seríamos a un tiempo, como creen los panteístas, todos los minerales, todas las plantas, todos los animales, todos los hombres. Pero felizmente no lo sabemos. Felizmente, creemos en individuos. Porque si no estaríamos abrumados, estaríamos aniquilados por esa plenitud.
Llego ahora a San Agustín. Creo que nadie ha sentido con mayor intensidad que San Agustín el problema del tiempo, esa duda del tiempo. San Agustín dice que su alma arde, que está ardiendo porque quiere saber qué es el tiempo. El le pide a Dios que le revele qué es el tiempo. No por vana curiosidad sino porque él no puede vivir sin saber aquello. Aquello viene a ser la pregunta esencial, es decir, lo que Bergson diría después: el problema esencial de la metafísica. Todo eso lo dijo con ardor San Agustín.
Ahora que estamos hablando del tiempo, vamos a tomar un ejemplo aparentemente sencillo, el de las paradojas de Zenón. El las aplica al espacio, pero nosotros las aplicamos al tiempo. Vamos a tomar la más sencilla de todas; la paradoja o la aporía del móvil. El móvil está situado en una punta de la mesa, y tiene que llegar a la otra punta. Primero tiene que llegar a la mitad, pero antes tiene que cruzar por la mitad de la mitad, luego por la mitad de la mitad de la mitad, y así infinitamente. El móvil nunca llega de un extremo de la mesa al otro. Oh, si no, podemos buscar un ejemplo de la geometría. Se imagina un punto. Se supone que el punto no ocupa extensión alguna. Si tomamos luego una sucesión infinita de puntos, tendremos la línea. Y luego, tomando un número infinito de líneas, la superficie. Y un número infinito de superficies, tenemos el volumen. Pero yo no sé hasta dónde podemos entender esto, porque si el punto no es espacial, no se sabe de qué modo una suma, aunque sea infinita, de puntos inextensos, puede darnos una línea que es extensa. Al decir una línea, no pienso en una línea que va desde este punto de la tierra a la luna. Pienso, por ejemplo, en esta línea: la mesa, que estoy tocando. También consta de un número infinito de puntos. Y para todo eso se ha creído encontrar una solución.
Bertrand Russell lo explica así: hay números finitos (la serie natural de los números 1, 2. 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10 y así infinitamente). Pero luego consideramos otra serie, y esa otra serie tendrá exactamente la mitad de la extensión de la primera. Está hecha de todos los números pares. Así, al 1 corresponde él 2, al 2 corresponde el 4, al 3 corresponde el 6… Y luego tomemos otra serie. Vamos a elegir una cifra cualquiera. Por ejemplo, 365. Al 1 corresponde el 365, al 2 corresponde el 365 multiplicado por sí mismo, al 3 corresponde el 365 multiplicado a la tercera potencia. Tenemos así varias series de números que son todos infinitos. Es decir, en los números transfinitos las partes no son menos numerosas que el todo. Creo que esto ha sido aceptado por los matemáticos. Pero no sé hasta dónde nuestra imaginación puede aceptarlo.
Vamos a tomar el momento presente. ¿Qué es el momento presente? El momento presente es el momento que consta un poco de pasado y un poco de porvenir. El presente en sí es como el punto finito de la geometría. El presente en sí no existe. No es un dato inmediato de nuestra conciencia. Pues bien; tenemos el presente, y vemos que el presente está gradualmente volviéndose pasado, volviéndose futuro. Hay dos teorías del tiempo. Una de ellas, que es la que corresponde, creo, a casi todos nosotros, ve el tiempo como un río. Un río fluye desde el principio, desde el inconcebible principio, y ha llegado a nosotros. Luego tenemos la otra, la del metafísico James Bradley, inglés. Bradley dice que ocurre lo contrario: que el tiempo fluye desde el porvenir hacia el presente. Que aquel momento en el cual el futuro se vuelve pasado, es el momento que llamamos presente.
Podemos elegir entre ambas metáforas. Podemos situar el manantial del tiempo en el porvenir o en el pasado. Lo mismo da. Siempre estamos ante el río del tiempo. Ahora, ¿cómo resolver el problema de un origen del tiempo? Platón ha dado esa solución: el tiempo procede de la eternidad, y sería un error decir que la eternidad es anterior al tiempo. Porque decir anterior es decir que la eternidad pertenece al tiempo. También es un error decir, como Aristóteles, que el tiempo es la medida del movimiento, porque el movimiento ocurre en el tiempo y no puede explicar el tiempo. Hay una sentencia muy linda de San Agustín, que dice: «Non in tempore, sed cum tempore Deus creavit caela et terram» (es decir: No en el tiempo, sino con tiempo, Dios creó los cielos y la tierra). Los primeros versículos del Génesis se refieren no sólo a la creación del mundo, a la creación de los mares, de la tierra, de la oscuridad, de la luz, sino al principio del tiempo. No hubo un tiempo anterior: el mundo empezó a ser con el tiempo, y desde entonces todo es sucesivo.
Yo no sé si este concepto de los números transfinitos que explicaba hace un momento puede ayudarnos. No sé si mi imaginación acepta esa idea. No sé si la de ustedes puede aceptarla. La idea de cantidades cuyas partes no sean menos extensas que el todo. En el caso de la serie natural de los números aceptamos que la cifra de números pares es igual a la cifra de números impares, es decir, que es infinita; que la cifra de potencia del número 365 es igual a la suma total. ¿Por qué no aceptar la idea de dos instantes de tiempo? ¿Por qué no aceptar la idea de las 7 y 4 minutos y de las 7 y 5 minutos? Parece muy difícil aceptar que entre esos dos instantes haya un número infinito o transfinito de instantes.
Sin embargo, Bertrand Russell nos pide que lo imaginemos así.
Bernheim dijo que las paradojas de Zenón se basaban en un concepto espacial del tiempo. Que en la realidad lo que existe es el ímpetu vital y que no podemos subdividirlo. Por ejemplo, si decimos que mientras Aquiles corre un metro la tortuga ha corrido un decímetro, eso es falso, porque decimos que Aquiles corre a grandes pasos al principio y luego a pasos de tortuga al final. Es decir, estamos aplicando al tiempo unas medidas que corresponden al espacio. Pero vamos a suponer un transcurso de cinco minutos de tiempo. Para que pasen cinco minutos dé tiempo es necesario que pase la mitad de cinco minutos. Para que pasen dos minutos y medio, tiene que pasar la mitad de dos minutos y medio. Para que pase la mitad, tiene que pasar la mitad de la mitad, y así infinitamente, de suerte que nunca pueden pasar cinco minutos. Aquí tenemos las aporías de Zenón aplicadas al tiempo con el mismo resultado.
Y podemos tomar también el ejemplo de la flecha. Zenón dice que una flecha en su vuelo está inmóvil en cada instante. Luego, el movimiento es imposible, ya que una suma de inmovilidades no puede constituir el movimiento.
Pero si nosotros pensamos que existe un espacio real, ese espacio puede ser divisible finalmente en puntos, aunque el espacio sea divisible infinitamente. Si pensamos en un espacio real, también puede subdividirse en instantes, en instantes de instantes, cada vez en unidades de unidades.
Si pensamos que el mundo es simplemente nuestra imaginación, si pensamos que cada uno de nosotros está soñando un mundo, ¿por qué no suponer que pensamos de un pensamiento a otro y que no existen esas subdivisiones puesto que no las sentimos? Lo único que existe es lo que sentimos nosotros. Sólo existen nuestras percepciones, nuestras emociones. Pero esa subdivisión es imaginaria, no es actual. Luego hay otra idea, que también parece pertenecer al común de los hombres, que es la idea de la unidad del tiempo. Fue establecida por Newton, pero ya la había establecido el consenso antes de él. Cuando Newton habló del tiempo matemático —es decir, de un solo tiempo que fluye a través de todo el universo— ese tiempo está fluyendo ahora en lugares vacíos, está fluyendo entre los astros, esta fluyendo de un modo uniforme. Pero el metafísico inglés Bradley dijo que no había ninguna razón para suponer eso.
Podemos suponer que hubiera diversas series de tiempo, decía, no relacionadas entre sí. Tendríamos una serie que podríamos llamar a, b, c, d, e, f… Esos hechos están relacionados entre sí: uno es posterior a otro, uno es anterior a otro, uno es contemporáneo de otro. Pero podríamos imaginar otra serie, con alfa, beta, gamma… Podríamos imaginar otras series de tiempos.
¿Por qué imaginar una sola serie de tiempo? Yo no sé si la imaginación de ustedes acepta esa idea. La idea de que hay muchos tiempos y que esas series de tiempos —naturalmente que los miembros de las series son anteriores, contemporáneos o posteriores entre sí— no son ni anteriores, ni posteriores, ni contemporáneas. Son series distintas. Eso podríamos imaginarlo en la conciencia de cada uno de nosotros. Podemos pensar en Leibniz, por ejemplo.
La idea es que cada uno de nosotros vive una serie de hechos, y esa serie de hechos puede ser paralela o no a otras. ¿Por qué aceptar esa idea? Esa idea es posible; nos daría un mundo más vasto, un mundo mucho más extraño que el actual. La idea de que no hay un tiempo. Creo que esa idea ha sido en cierto modo cobijada por la física actual, que no comprendo y que no conozco. La idea de varios tiempos. ¿Por qué suponer la idea de un solo tiempo, un tiempo absoluto, como lo suponía Newton?
Ahora vamos a volver al tema de la eternidad, a la idea de lo eterno que quiere manifestarse de algún modo, que se manifiesta en el espacio y en el tiempo. Lo eterno es el mundo de los arquetipos. En lo eterno, por ejemplo, no hay triángulo. Hay un solo triángulo, que no es ni equilátero, ni isósceles, ni escaleno. Ese triángulo es las tres cosas a la vez y ninguna de ellas. El hecho de que ese triángulo sea inconcebible no importa nada: ese triángulo existe.
O, por ejemplo, cada uno de nosotros puede ser una copia temporal y mortal del arquetipo de hombre. También se nos plantea el problema de si cada hombre tuviera su arquetipo platónico. Luego ese absoluto quiere manifestarse y se manifiesta en el tiempo. El tiempo es la imagen de la eternidad.
Yo creo que esto último nos ayudaría a entender por qué el tiempo es sucesivo. El tiempo es sucesivo porque habiendo salida de lo eterno quiere volver a lo eterno. Es decir, la idea de futuro corresponde a nuestro anhelo de volver al principio. Dios ha creado el mundo; todo el mundo, todo el universo de las criaturas, quiere volver a ese manantial eterno que es intemporal, no anterior al tiempo ni posterior; que está fuera del tiempo. Y eso ya quedaría en el ímpetu vital. Y también el hecho de que el tiempo está continuamente moviéndose. Hay quienes han negado el presente. Hay metafísicos en el Indostán que han dicho que no hay un momento en que la fruta cae. La fruta está por caer o está en el suelo, pero no hay un momento en que cae.
¡Qué raro pensar que de los tres tiempos en que hemos dividido el tiempo —el pasado, el presente, el futuro—, el más difícil, el más inasible, sea el presente! El presente es tan inasible como el punto. Porque si lo imaginamos sin extensión, no existe; tenemos que imaginar que el presente aparente vendría a ser un poco el pasado y un poco el porvenir Es decir, sentimos el pasaje del tiempo. Cuando yo hablo del pasaje del tiempo, estoy hablando de algo que todos ustedes sienten. Si yo hablo del presente, estoy hablando de una entidad abstracta. El presente no es un dato inmediato de nuestra conciencia.
Nosotros sentimos que estamos deslizándonos por el tiempo, es decir, podemos pensar que pasamos del futuro al pasado, o del pasado al futuro, pero no hay un momento en que podamos decirle al tiempo: «Detente ¡Eres tan hermoso…!» como quería Goethe. El presente no se detiene. No podríamos imaginar un presente puro; sería nulo. El presente tiene siempre una partícula de pasado, una partícula de futuro. Y parece que eso es necesario al tiempo. En nuestra experiencia, el tiempo corresponde siempre al río de Heráclito, siempre seguimos con esa antigua parábola. Es como si no se hubiera adelantado en tantos siglos. Somos siempre Heráclito viéndose reflejado en el río, y pensando que el río no es el río porque ha cambiado las aguas y pensando que él no es Heráclito porque él ha sido otras personas entre la última vez que vio el río y ésta. Es decir, somos algo cambiante y algo permanente. Somos algo, esencialmente misterioso.
¿Qué sería cada uno de nosotros sin su memoria? Es una memoria que en buena parte está hecha del ruido pero que es esencial. No es necesario que yo recuerde, por ejemplo, para ser quien soy, que he vivido en Palermo, en Adrogué, en Ginebra, en España. Al mismo tiempo, yo tengo que sentir que no soy el que fui en esos lugares, que soy otro. Ese es el problema que nunca podremos resolver: el problema de la identidad cambiante. Y quizás la misma palabra cambio sea suficiente. Porque si hablamos de cambio de algo, no decimos que algo sea reemplazado por otra cosa. Decimos: La planta crece. No queremos decir con esto que una planta chica deba ser reemplazada por una más grande. Queremos decir que esa planta se convierte en otra cosa. Es decir, la idea de la permanencia en lo fugaz.
La idea del futuro vendría a justificar aquella antigua idea de Platón, que el tiempo es imagen móvil de lo eterno. Si el tiempo es la imagen de lo eterno, el futuro vendría a ser el movimiento del alma hacia el porvenir. El porvenir sería a su vez la vuelta a lo eterno. Es decir, que nuestra vida es una continua agonía. Cuando San Pablo dijo: «Muero cada día», no era una expresión patética la suya. La verdad es que morimos cada día y que nacemos cada día. Estamos continuamente naciendo y muriendo. Por eso el problema del tiempo nos toca más que los otros problemas metafísicos. Porque los otros son abstractos. El del tiempo es nuestro problema. ¿Quién soy yo? ¿Quién es cada uno de nosotros? ¿Quiénes somos? Quizás lo sepamos alguna vez. Quizás no. Pero mientras tanto, como dijo San Agustín, mi alma arde porque quiero saberlo.
23 de junio de 1978



En Borges oral (1979)
Foto s-d: Borges dicta una conferencia en 
el Club Pueyrredón de Mar del Plata



28/12/14

Jorge Luis Borges: El otro duelo






Hace ya tantos años que Carlos Reyles, hijo del novelista, me refirió la historia en Adrogué, en un atardecer de verano. En mi recuerdo se confunden ahora la larga crónica de un odio y su trágico fin con el olor medicinal de los eucaliptos y la voz de los pájaros.
Hablamos, como siempre, de la entreverada historia de las dos patrias. Me dijo que sin duda yo tenía mentas de Juan Patricio Nolan, que había ganado fama de valiente, de bromista y de pícaro. Le contesté, mintiendo, que sí. Nolan había muerto hacia el noventa, pero la gente seguía pensando en él como en un amigo. Tuvo también sus detractores, que nunca faltan. Me contó una de sus muchas diabluras. El hecho había ocurrido poco antes de la batalla de Manantiales; los protagonistas eran dos gauchos de Cerro Largo, Manuel Cardoso y Carmen Silveira.
¿Cómo y por qué se gestó su odio? ¿Cómo recuperar, al cabo de un siglo, la oscura historia de dos hombres, sin otra fama que la que les dio su duelo final? Un capataz del padre de Reyles, que se llamaba Laderecha y "que tenía un bigote de tigre", había recibido por tradición oral ciertos pormenores que ahora traslado sin mayor fe, ya que el olvido y la memoria son inventivos.
Manuel Cardoso y Carmen Silveira tenían sus campitos linderos. Como el de otras pasiones, el origen de un odio siempre es oscuro, pero se habla de una porfía por animales sin marcar o de una carrera a costilla, en la que Silveira, que era más fuerte, había echado a pechazos de la cancha al parejero de Cardoso. Meses después ocurría, en el comercio del lugar, una larga trucada mano a mano, de quince y quince; Silveira felicitaba a su contrario casi por cada baza, pero lo dejó al fin sin un cobre. Cuando guardó la plata en el tirador, agradeció a Cardoso la lección que le había dado. Fue entonces, creo, que estuvieron a punto de irse a las manos. La partida había sido muy reñida; los concurrentes, que eran muchos, los desapartaron. En esas asperezas y en aquel tiempo, el hombre se encontraba con el hombre y el acero con el acero; un rasgo singular de la historia es que Manuel Cardoso y Carmen Silveira se habrán cruzado en las cuchillas más de una vez, en el atardecer y en el alba, y que no se batieron hasta el fin. Quizá sus pobres vidas rudimentarias no poseían otro bien que su odio y por eso lo fueron acumulando. Sin sospecharlo, cada uno de los dos se convirtió en esclavo del otro.
Ya no sé si los hechos que narraré son efectos o causas. Cardoso, menos por amor que por hacer algo, se prendó de una muchacha vecina, la Serviliana; bastó que se enterara Silveira para que la festejara a su modo y se la llevara a su rancho. Al cabo de unos meses la echó porque ya lo estorbaba. La mujer, despechada, quiso buscar amparo en lo de Cardoso; éste pasó una noche con ella y la despidió al mediodía. No quería las sobras del otro.
Fue por aquellos años que sucedió, antes o después de la Serviliana, el incidente del ovejero. Silveira le tenía mucho apego y le había puesto Treinta y Tres como nombre.
Lo hallaron muerto en una zanja; Silveira no dejó de maliciar quién se lo había envenenado.
Hacia el invierno del 70, la revolución de Aparicio los encontró en la misma pulpería de la trucada. A la cabeza de un piquete de montoneros, un brasilero amulatado arengó a los presentes, les dijo que la patria los precisaba, que la opresión gubernista era intolerable, les repartió divisas blancas y, al cabo de ese exordio que no entendieron, arreó con todos. No les fue permitido despedirse de sus familias. Manuel Cardoso y Carmen Silveira aceptaron su suerte; la vida del soldado no era más dura que la vida del gaucho. Dormir a la intemperie, sobre el recado, era algo a lo que ya estaban hechos; matar hombres no le costaba mucho a la mano que tenía el hábito de matar animales. La falta de imaginación los libró del miedo y de la lástima, aunque el primero los tocó alguna vez, al iniciar las cargas. El temblor de los estribos y de las armas es una de las cosas que siempre se oyen al entrar en acción la caballería. El hombre que no ha sido herido al principio ya se cree invulnerable. No extrañaron sus pagos. El concepto de patria les era ajeno; a pesar de las divisas de los chambergos, un partido les daba lo mismo que otro. Aprendieron lo que se puede hacer con la lanza. En el curso de marchas y contramarchas, acabaron por sentir que ser compañeros les permitía seguir siendo rivales. Pelearon hombro a hombro y no cambiaron, que sepamos, una sola palabra.
En el otoño del 71, que fue pesado, les llegaría el fin.
El combate, que no duraría una hora, ocurrió en un lugar cuyo nombre nunca supieron.
Los nombres los ponen después los historiadores. La víspera, Cardoso se metió gateando en la carpa del jefe y le pidió en voz baja que si al día siguiente ganaban, le reservara algún colorado, porque él no había degollado a nadie hasta entonces y quería saber cómo era. El superior le prometió que si se conducía como un hombre, le haría ese favor.
Los blancos eran más, pero los otros disponían de mejor armamento y los diezmaron desde lo alto de un cerro. Al cabo de dos cargas inútiles que no llegaron a la cumbre, el jefe, herido de gravedad, se rindió. Ahí mismo, a su pedido, lo despenaron.
Los hombres depusieron las armas. El capitán Juan Patricio Nolan, que comandaba a los colorados, ordenó con suma prolijidad la consabida ejecución de los prisioneros. Era de Cerro Largo y no desconocía el rencor antiguo de Silveira y Cardoso. Los mandó buscar y les dijo: —Ya sé que ustedes dos no se pueden ver y que se andan buscando desde hace rato. Les tengo una buena noticia; antes que se entre el sol van a poder mostrar cuál es el más toro. Los voy a hacer degollar de parado y después correrán una carrera. Ya sabe Dios quién ganará.
El soldado que los había traído se los llevó.
La noticia no tardó en cundir por todo el campamento. Nolan había resuelto que la carrera coronaría la función de esa tarde, pero los prisioneros le mandaron un delegado para decirle que ellos también querían ser testigos y apostar a uno de los dos. Nolan, que era hombre razonable, se dejó convencer; se cruzaron apuestas de dinero, de prendas de montar, de armas blancas y de caballos, que serían entregados a su tiempo a las viudas y deudos. El calor era inusitado; para que nadie se quedara sin siesta, demoraron las cosas hasta las cuatro. (Les dio trabajo recordar a Silveira.) Nolan, a la manera criolla, los tuvo esperando una hora. Estaría comentando la victoria con otros oficiales; el asistente iba y venía con la caldera.
A cada lado del camino de tierra, contra las carpas, aguardaban las filas de prisioneros, sentados en el suelo, con las manos atadas a la espalda, para no dar trabajo. Uno que otro se desahogaba en malas palabras, uno dijo el principio del Padrenuestro, casi todos estaban como aturdidos. Naturalmente, no podían fumar. Ya no les importaba la carrera, pero todos miraban.
—A mí también me van a agarrar de las mechas —dijo uno, envidioso.
—Sí, pero en el montón —reparó un vecino.
—Como a vos —el otro le retrucó.
Con el sable, un sargento marcó una raya a lo ancho del camino. A Silveira y a Cardoso les habían desatado las muñecas, para que no corrieran trabados. Un espacio de más de cinco varas quedaba entre los dos. Pusieron los pies en la raya; algunos jefes les pidieron que no les fueran a fallar, porque les tenían fe y las sumas que habían apostado eran de mucho monto.
A Silveira le tocó en suerte el Pardo Nolan, cuyos abuelos habían sido sin duda esclavos de la familia del capitán y llevaban su nombre; a Cardoso, el degollador regular, un correntino entrado en años, que para serenar a los condenados solía decirles, con una palmadita en el hombro: "Ánimo, amigo; más sufren las mujeres cuando paren".
Tendido el torso hacia adelante, los dos hombres ansiosos no se miraron.
Nolan dio la señal.
Al Pardo, envanecido por su actuación, se le fue la mano y abrió una sajadura vistosa que iba de oreja a oreja; al correntino le bastó con un tajo angosto. De las gargantas brotó el chorro de sangre; los hombres dieron unos pasos y cayeron de bruces. Cardoso, en la caída, estiró los brazos. Había ganado y tal vez no lo supo nunca.



En El informe de Brodie (1970)
Imagen: Borges cruza Av. Corrientes en Bs.As. 1973
Foto: Horacio Villalobos/Corbis



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