22/12/14

María Bonatti: Dante en la lectura de Borges




Borges en Pittsburgh 1967 por A. F. Supervielle


Aunque Borges haya declarado varias veces su admiración por la Divina Comedia1 hasta ahora no se había estudiado seriamente la influencia de Dante en la obra del escritor argentino.2

En un libro reciente Borges, Percorsi di significato 3, Roberto Paoli hizo un análisis excelente de algunos cuentos fundamentales de Borges, y aplicando un amplio material crítico estructuralista, puso en evidencia los aspectos más sobresalientes de la obra borgiana en lo que se refiere a la estrecha relación con Dante.

Lástima que por falta de conocimiento directo de algunos textos críticos de Borges –como el prólogo a la Divina Comedia, publicado en 1949 4 y que Paoli cita sin analizar–, en su trabajo se encuentran algunas imprecisiones que trataremos de corregir.

Leyendo el ensayo sobre “El Aleph”, que es el primero del libro, asombra no hallar ninguna cita del artículo de Borges “Encuentro en un sueño”5 que, como subraya correctamente Cro, ha dejado la huella más profunda en la elaboración de este cuento.

Entre los personajes clave del mismo aparece también una Beatriz que, aun resultando desde distintos puntos de vista una evidente alusión a la Beatrice dantesca, llegará a ser exactamente su antítesis.6 

En el artículo mencionado Borges describe y analiza el encuentro de Dante con Beatrice en el Paraíso Terrenal. Observa que Dante idolatró tanto a Beatrice (a pesar de que ella lo despreciara y hasta se mofara públicamente de él) que, después de muerta, en la ficción del encuentro evocado en la Divina Comedia, no pudo evitar representarla muy severa, inaccesible, dispuesta a humillarlo de nuevo.

La humillación misma es el elemento de conjunción entre las dos Beatrices. 

En la Divina Comedia la humillación impuesta al personaje Dante tiene una doble finalidad positiva, es decir el logro de la salvación y la visión final de Dios. En “El Aleph” la incesante humillación a que somete Beatriz Viterbo al personaje Borges, llega a su límite cuando éste, en la visión multiforme del Aleph, tiene la revelación de las cartas obscenas enviadas por ella a su primo Carlos Argentino Daneri, revelación que termina por descalificarla totalmente ante sus ojos.

El ensayo, “Encuentro en un sueño”, que Paoli ni siquiera menciona, es imprescindible para la comprensión perfecta de “El Aleph”, porque ilumina su núcleo y permite el acceso a su sentido más profundo. O para decirlo con palabras de Cro, esta relación de las dos Beatrices ilumina “l’intensa analogía simbólica con il poema dantesco, per quanto riguarda la rappresentazione, e con il significato onirico dell’evocazione di Beatrice7.

Analizando el personaje de Carlos Argentino Daneri, Paoli con razón destaca la semejanza fonética con el nombre de Dante Alighieri, signo de un “mensaje paródico y antifrástico” y en varias ocasiones subraya el elemento paródico presente a menudo en la obra borgiana, pero nunca hace una interpretación de conjunto de este recurso, que el autor utiliza para acentuar y destacar situaciones y personajes como “proyecciones invertidas” de otros muy conocidos, en este caso los dantescos.

En este ensayo sobre “El Aleph” Paoli incurre en excesos de interpretación textual. Así, por ejemplo, le parecen “piuttosto improbabili” (p. 29) los apellidos Zunino y Zungri que identifican a los dueños de la casa donde vive Carlos Argentino. Sin embargo, en Montevideo existió una empresa de demoliciones con el nombre “improbable” pero verdadero de Zunino. En otra ocasión Paoli adelanta una hipótesis bastante exagerada sobre el coñac nacional que Borges regala a Carlos Argentino y que éste a su vez le hará tomar antes de llevarlo al sótano para mostrarle el Aleph.

Paoli sostiene que: “non è assolutamente possibile escludere che si tratti di una bevanda allucinogena introdotta da Borges in quella casa per ragioni inconsapevolmente ritorsionistiche” (p. 37). 

Más adelante hasta emite la sospecha de que pueda ser veneno disfrazado de coñac (p. 38), aunque dos páginas más adelante se contradiga afirmando que puede “anch’essere che il cognac, sebbene di modesta qualità (coñac del país) sia innocentissimo” (p. 40).

Por perseguir una superflua motivación realista, Paoli no advierte la evidente referencia paródica al conocido cuento de E. A. Poe, “The Cask of Amontillado” donde, contra todas las expectativas del lector, el vino amontillado no es otra cosa que el anzuelo inocente que usa el asesino para atraer a su víctima al sótano y matarla de una manera mucho más atroz que un simple envenenamiento.

Por lo que se refiere a la concepción borgiana del Aleph, como visión inefable, punto que incluye todos los puntos del universo, Paoli muy agudamente destaca los pasajes análogos del “Paradiso” (XXX, 22-23 y XXXIII, 85-89), donde Dante proclama la insuficiencia de su lenguaje poético para expresar la belleza de Beatrice, y donde logra la visión sublime del Absoluto; pero al mismo tiempo subraya cómo en Borges no hay nada de sobrenatural, “... il suo dantismo è senza al di là. Per lui il divino è al di fuori di questo mondo” (p. 44).

Sin embargo, analizando la enumeración caótica por medio de la cual Borges describe el Aleph, Paoli no se da cuenta, por ejemplo, de que “vi un laberinto roto (era Londres)”8 es una alusión a una frase de De Quincey y la estudia como si fuera una invención del mismo autor argentino. Por otra parte parece atribuir seriamente al Capitán Burton una cita que aparece al final del cuento sobre la existencia del Aleph, porque así la refiere Borges, sin advertir que en realidad ha sido inventada por él mismo.

En el segundo ensayo de su libro, Paoli continúa con profundo sentido crítico el estudio de otros dos importantes cuentos de Borges: “El Sur” y “La muerte y la brújula”, de la colección Ficciones

En “El Sur”, “racconto di una morte sognata come rinascita”, destaca en seguida el aspecto más relevante, o sea el onírico, y subraya cómo la posibilidad de una doble lectura (experiencia real y experiencia soñada) sugiere y confirma “la nota indistinzione borgesiana fra vivere e sognare, fra universo reale e universo mentale” (p. 47).

En “La muerte y la brújula”, Paoli subraya la novedad más auténtica, la contaminación del cuento por la doctrina y el sistema de la Cábala hebrea que constituye un código 

che con le sue divaricazioni simboliche tra il tre e il quattro, con le sue oscurità, polivalenze e ambiguità, col suo verbo ignoto che nasconde la chiave dell’universo è un sistema di segni che opera a livello paradigmatico, suggerendo le possibili scelte semiologiche in base alle quali si determina l’intreccio (p. 55).

Paoli analiza con cuidado la profusión de signos y de símbolos “ai limiti della ridondanza” que abundan en este cuento, 

testo proteiforme costituito da una continua emissione di nuovi segni the giocano a contraddirsi fra di loro, in una delirante e insieme lucidissima altalena (p. 68).

Tal vez la única observación que podría hacerse a este brillante ensayo sobre la numerología borgiana de “La muerte y la brújula” es la de no haber intentado una vinculación con la numerología dantesca de los cap. 28-29 de la Vita Nuova, donde Dante explica la razón de su insistencia en los números 3 y 9. 

El capítulo tal vez más interesante de este estudio crítico es el tercero, sobre Dante en Borges, y es en éste donde nos detendremos más tiempo.

Paoli regresa de nuevo a “La muerte y la brújula” y a “El Sur”, para reducir su trama a dos funciones esenciales (según el método de Propp): “infracción seguida de castigo”, “elección de un fin seguida de fracaso”, y también para establecer la analogía con el último viaje de Ulises. Es curioso que Borges, en el mismo Estudio Preliminar a la Divina Comedia se detenga largo rato en el personaje de Ulises, sobre el que adelanta una tesis bastante interesante.9

Paoli cita esta tesis pero sin analizarla y sin referirse críticamente a ella. Las analogías que subraya con el Ulises dantesco son esencialmente éstas. 

También Lonnrot y Dahlmann, en los respectivos cuentos, pagan con la vida su propia temeridad. 

Lönnrot ha decifrato (o crede di averlo fatto) la trama profonda che si cela sotto il disegno superficiale, ma la scoperta del segreto ha un suo prezzo che egli non aveva forse preventivato. Varcato il limite (la convalescenza? il sogno?), Dahlmann entra in una sfera che solo in apparenza è di gioiosa libertà ... Il visitatore viola un mondo che non è suo, ambiguo kafkianamente estraneo ed ostile (p. 87).

Si para el Ulises dantesco lo ignoto está vagamente situado en el “occidente”, en el “lato mancino”, bajo “le stelle... dello altro polo”, en Borges se encuentra del otro lado de Buenos Aires, la capital que representa la civilización, o sea en el interior, en la pampa, al “Sur”, que representa el desierto, la barbarie. Con razón Paoli observa que:

con un po’ di esagerazione mitologica, si può affermare che in ogni bonaerense che s’avventuri nell’interno del suo paese s’annida un ulisside europeo che affronti l’ignoto di un continente diverso (ma lo stesso si può dire anche di un abitante di Lima e forse con minore esagerazione) (p. 90).

En “La muerte y la brújula”, el Sur está indicado por el cuarto punto que hay que agregar al triángulo equilátero dibujado en un mapa de la ciudad y enviado a la policía, y que Lönnrot situará con la ayuda de una brújula determinando así un rombo perfecto. El punto que falta es lo opuesto al Norte que significa orientación, por consiguiente “il Sud viene a significare all’inverso, disorientamento, perdita della bussola, propria perdizione” (p. 91). Por eso en ambos cuentos el Sur torna a ser lugar de encuentro con la muerte y de cumplimiento del destino secreto.

La obsesión del Sur como frontera –continúa Paoli– se encuentra también en la poesía de Borges, en especial en el conocido “Poema conjetural”10, donde el escritor imagina las reflexiones y sensaciones de su antepasado Francisco Laprida, mientras huye hacia el Sur, antes de morir en manos de sus perseguidores.

Uno de los aspectos más interesantes de este poema lo constituye la precipitada narración de la derrota, relatada en primera persona por el mismo Laprida, que llega a ser:

bilancio lapidario della propria vita, ... condensazione di una biografia in un’ultima carrellata di coscienza ..., che richiama gli inserimenti “mimetici” delle anime dei tre regni nella narrazione dantesca, col racconto compendiario e selettivo the fanno della propria vita ... Il discorso interiore di Laprida è poi avvicinabile alle confessioni the le anime fanno a Dante anche in ragione del suo carattere “conjetural”, cioè in quanto ipotesi fondate, riferimento di una versione sconosciuta e segreta ma realmente o idealmente autentica e verace, la quale ristabilisce un ordine di verità infranto dalle false versioni (p. 97).

La referencia a Dante, en este poema, es evidente en particular en los versos en que Borges compara la huida de Laprida con la de Bonconte da Montefeltro:

Como aquel capitán de Purgatorio
que, huyendo a pie y ensangrentando el llano,
fue cegado y tumbado por la muerte
donde un oscuro río pierde el nombre,
así habré de caer. Hoy es el término.
La noche lateral de los pantanos
me acecha y me demora. Oigo los cascos
de mi caliente muerte que me busca
con jinetes, con belfos y con lanzas.11

que corresponde bastante fielmente, como ya Cro había notado, a la imagen del canto V del “Purgatorio”. Con mucho acierto Paoli ha subrayado, además de la clara referencia a Bonconte, la relación, tal vez por “inconsciente contaminación”, con otro episodio del mismo canto del “Purgatorio”: la persecución a que es sometido Jacopo del Cassero, la primera de las tres almas que se dirigen a Dante en ese canto V. Aclara Paoli, esta comparación destacando cómo los pantanos y el lodo del Sur, que detienen la huida de Laprida, encuentran su equivalencia en “la palude”, “le cannucce”, “il braco” que atrapan a Jacopo del Cassero. 

Infine l’errore fatale compiuto da Jacopo durante la fuga, l’essersi messo in trappola praticamente da sè, dirigendosi verso la palude della foce dove è stato raggiunto, anzichè verso l’interno dove si sarebbe salvato, suona come un richiamo misterioso della morte, una manifestazione subdola del destino che è perfettamente in chiave con le formule borgesiane, mentre l’episodio di Bonconte, al pari di quello di Ulisse, è viceversa esemplare piuttosto per quanto riguarda il resoconto della “versione segreta” della morte (p. 99).

En la segunda parte de este ensayo Paoli evidencia el aspecto tal vez más notable de la mayoría de los cuentos de Borges, que consiste en una gran intensidad, condensación narrativa de acontecimientos relatados con aceleración, para detenerse en un momento particular, “istante privilegiato verso il quale tutto il resto converge, preparandolo e subordinandovisi: momento cruciale o culminante in cui il destino si compie e si rivela” (p. 103).

Para entender este proceso hay que remitirse, como hace Paoli, a la famosa cita de Borges, donde este último se refiere a su técnica estructurante del cuento: “Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quien es”.12 

Este momento culminante, que en muchos cuentos coincide con una iluminación en vísperas de la muerte, o con un momento crucial de la vida, Paoli lo relaciona con las historias particulares que las almas de los tres reinos refieren a Dante. También los relatos de estos difuntos “si riducono a un solo episodio estremamente condensato, si che fra l’uomo e il suo atto (o abito) fondamentale si stabilisce un’equazione che è anche una condanna immutabile” (p. 107).

Muchas veces el cuento se concentra en su fin, como ocurre en los ejemplos dantescos de Pier della Vigna, Ulisse, Ugolino, Manfredi, Jacopo del Cassero; fin que casi siempre ha sido causado por una muerte violenta. Este es otro aspecto más que asemeja los personajes de Borges a los de Dante. 

Paoli reconoce una última analogía entre los textos de Borges y el poema dantesco, comparando “la versión secreta y la versión conjetural” de muchos cuentos borgianos. Considera, según la conocida clasificación de Genette, los niveles narrativos de la Divina Comedia, estableciendo como nivel diegético aquel constituido por “las peripecias del viaje, la relación de Dante con Virgilio y luego con Beatrice, por el encuentro o choque entre los viajeros y las almas de ultratumba.” Por otra parte Paoli coloca a nivel metadiegético “le varie narrazioni incastrate entro la narrazione omnicomprensiva del viaggio” (p. 109).

Regresa luego a Borges para establecer los respectivos universos diegético y metadiegético. Reconoce el primero en el ambiente casi siempre autobiográfico del autor, poblado de amistades, lecturas, relaciones, sean reales o ficticias: “È un universo che può apparire un po’ monotono e grigio, statico e libresco, ma è anche imbevuto di una sua serena pacatezza e anche percorso da una vena ironica e bizzarra che lo rendono piacevole” (p. 109). Mientras que considera universo metadiegético: “i racconti tradizionalmente definiti ‘in prima’ o ‘in terza persona’, che hanno come tratto tematico comune un segreto, o una o più congetture sulla base di dati controversi” (p. 110). Ejemplos de textos en posición metadiegética son –según Paoli– los impresos y los manuscritos apócrifos en que se basan textualmente “El jardín de senderos que se bifurcan” y “El inmortal”; los resúmenes de fingidas obras ajenas (“El acercamiento a Almotásim”), falsos esbozos de libros propios (“Tema del traidor y del héroe”).

Ma soprattutto –continúa Paoli– lo sono nella maniera più classica e ortodossa, i racconti orali inseriti nella cornice dei racconti di primo grado (“La forma de la espada”, “El indigno”) ... Tutti questi racconti di secondo grado ... hanno – come abbiamo già detto– la funzione di riferire una storia sconosciuta o di rivelare una versione che è, di solito, “segreta” e/o “congetturale”. È “segreta” nel rapporto the unisce il narratore del metaracconto (assente o, perlopiù, presente nella storia narrata) al destinatario (che può essere il narratore del racconto primo o, semplicemente, un personaggio del primo livello narrativo). È, invece, “congetturale” sul piano del messaggio che il narratore extradiegetico (che ribadiamo, non coincide neppure in questo caso con fautore, anche se ne porta il nome, come di solito in Borges) intende comunicare a un “narratario” che a questo livello si confonde con il lettore virtuale (pp. 110-111).

En el último capítulo, “Il muro e l’infinito”, que concluye su libro, Paoli sintetiza la situación presente en tres cuentos de Borges, “La casa de Asterión”, “La escritura del Dios” y “La espera”, de la colección El Aleph, que tienen “per storia (per tempo) una reclusione e per spazio una prigione”, lo que sin embargo no limita la capacidad perceptiva y alucinatoria del espacio exterior.

Con este ensayo termina el valiosísimo estudio de Paoli, contribución fundamental a la nueva crítica borgiana. La novedad principal de este trabajo es, sin duda, el análisis sutil de la influencia dantesca en la narrativa del escritor argentino. Las únicas reservas que se le pueden hacer conciernen a algunas imprecisiones críticas debidas al desconocimiento de textos o declaraciones de Borges. Por ejemplo, las declaraciones contenidas en An Autobiographical Essay, que está incluido en la traducción norteamericana de El Aleph. Allí Borges cuenta (p. 242) su primera experiencia como lector de la Divina Comedia, realizada por primera vez, bastante tarde en su carrera, a fines de los años ‘30. Este material, como también el Prólogo a la Divina Comedia, ya mencionado, habría sin duda constituido una ayuda ulterior y complementaria para Paoli en su minucioso estudio de la narrativa borgiana.13

Yale University, María Bonatti


Notas

1 Este ha sido también el tema de una conferencia dictada por Borges el 1° de Julio de 1977 en el Teatro Coliseo de Buenos Aires, la cuarta de un ciclo que incluía variados temas: La ceguera, El budismo, Los sueños, La Cábala. Fue recogida en el diario La Opinión, BuenosAires, 10 de agosto de 1977.

2 Stelio Cro, en su libro Jorge Luis Borges, poeta, saggista, narratore, (Milano, Mursia, 1971), ha dedicado un capítulo a las lecturas dantescas del escritor argentino.

3 Paoli, R., Borges: Percorsi di significato. (Firenze: D’Anna, 1977).

4 J. L. Borges, “Estudio Preliminar” a La Divina Comedia (Buenos Aires: “Clásicos Jackson”, 1949).

5 Borges, “El encuentro en un sueño”, La Nación, Buenos Aires, 3 de octubre de 1948, recogido en Otras Inquisiciones, (Buenos Aires, Sur, 1952), pp. 116-120. También forma parte del Prólogo a la Divina Comedia, ya citado, pp. XXIV-XXVII.

6 Cro, op. cit., p. 118.

7 Cro, ibid.

8 Borges, “El Aleph”, en Obras Completas (Buenos Aires: Emecé, 1957), p. 165.

9 Stelio Cro en su estudio sobre Borges resume esta tesis: “La premessa è data dalle ipotesi di alcuni studiosi” (Hugo, Friederich, Carlo Steiner), secondo i quali Ulisse è vittima della sua superbia, che provoca la tragedia del naufragio, mentre Dante, illuminato dalla grazia e dalla fede, porta a felice compimento il suo viaggio ultraterreno. La tesi di Borges è che il problema non va impostato in termini cosi contrapposti. Dopo aver esaminato i passi del poema in cui Dante confessa la sua incapacità e impossibilità di portare a termine l’alta impresa, Borges osserva che il personaggio di Ulisse è la personificazione di uno stato d’animo dello stesso Dante, che temeva di aver osato troppo”. Cfr. “Estudio Preliminar” pp. XVII-XXI.

10 Borges, “Poema Conjetural”, Obra Poética 1923-1964, (Buenos Aires: Emecé, 1964), p. 148.

11 Op. cit., p. 115.

12 Borges, “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)”, El Aleph, p. 55. 

13 Para este trabajo he aprovechado indicaciones del Profesor Emir Rodríguez Monegal en un curso sobre Borges, dictado en la Universidad de Yale.



En 40 Inquisiciones sobre Borges 
Revista Iberoamericana, número especial dedicado a Borges 
Dirigido por Alfredo Roggiano y Emir Rodríguez Monegal
Universidad de Pittsburgh
Vol. XLIII Números 100-101 Julio-Diciembre de 1977
La fotografía fue tomada durante una visita de Jorge Luis Borges a Pittsburgh en 1967 
por A. F. Supervielle y es propiedad de Alfredo Roggiano


21/12/14

Jorge L. Borges: Epílogo de "Vida de un loco" de R. Akutagawa






Tales midió la sombra de una pirámide para indagar su altura; Pitágoras y Platón enseñaron la trasmigración de las almas; setenta escribas, recluidos en la isla de Pharos, produjeron al cabo de setenta jornadas de labor setenta versiones idénticas del Pentateuco; Virgilio, en la segunda Geórgica, ponderó las delicadas telas de seda que elaboran los chinos y, días pasados, jinetes de la provincia de Buenos Aires se disputaban la victoria en el juego persa del polo. Verdaderas o apócrifas las heterogéneas noticias que he enumerado (a las que habría que agregar, entre tantas otras, la presencia de Atila en los cantares de la Edda Mayor) marcan sucesivas etapas de un proceso intrincado y secular, que no ha cesado aún: el descubrimiento del Oriente por las naciones occidentales. Este proceso, como es de suponer, tiene su reverso; el Occidente es descubierto por el Oriente. A esta otra cara corresponden los misioneros de hábito amarillo que un emperador budista envió a Alejandría, la conquista de la España cristiana por el islam y los encantadores y a veces terribles volúmenes de Akutagawa. Discernir con rigor los elementos orientales y occidentales en la obra de Akutagawa es acaso imposible; por lo demás, los términos no se oponen exactamente, ya que en lo occidental está el cristianismo, que es de origen semítico. Entiendo, sin embargo, que no es aventurado afirmar que los temas y el sentimiento son orientales, pero que ciertos procederes de su retórica son europeos. Así, en Kesa y Moritô y en Rashômon, asistimos a diversas versiones de una misma fábula, referidas por los diversos protagonistas; es el procedimiento de Robert Browning, en The Ring and the Book. En cambio, cierta tristeza reprimida, cierta preferencia por lo visual, cierta ligereza de pincelada, me parecen, a través de lo inevitablemente imperfecto de toda traducción, esencialmente japonesas. La extravagancia y el horror están en sus páginas, pero no en el estilo, que siempre es límpido.


Akutagawa estudió las literaturas de Inglaterra, de Alemania y de Francia; el tema de su tesis doctoral fue la obra de Morris y nos consta que frecuentó a Schopenhauer, a Yeats y a Baudelaire. La reinterpretación psicológica de las tradiciones y leyendas de su país fue una de las tareas que ejecutó.


Thackeray declara que pensar en Swift es como pensar en la caída de un imperio. Análogo proceso de vasta desintegración y agonía nos dejan entrever las dos narraciones que componen este volumen. En la primera, Kappa, el novelista recurre al artificio de fustigar la especie humana bajo el disfraz de una especie fantástica; acaso los bestiales yahoos de Swift o los pingüinos de Anatole France o los curiosos reinos que atraviesa el mono de piedra de cierta alegoría budista fueron su estímulo. A medida que procede el relato, Akutagawa olvida las convenciones del género satírico; a los kappas no les importa revelar que son hombres y hablan directamente de Marx, de Darwin o de Nietzsche. Según los cánones literarios, esta negligencia es una falla; de hecho, infunde en las últimas páginas una melancolía indecible, ya que sentimos que en la imaginación del autor todo se desmorona, y también los sueños de su arte. Poco después, Akutagawa se mataría; para quien escribió esas últimas páginas, el mundo de los kappas y el de los hombres, el mundo cotidiano y el mundo estético, ya eran parejamente vanos y deleznables. Un documento más directo de ese crepúsculo final de su mente es el que nos propone Los engranajes. Como el Inferno de aquel Strindberg que entrevemos al fin, esta narración es el diario, atroz y metódico, de un gradual proceso alucinatorio. Diríase que el encuentro de dos culturas es necesariamente trágico. A partir de un esfuerzo que se inició en 1868, el Japón llegó a ser una de las grandes potencias del orbe, a derrotar a Rusia y a lograr alianzas con Inglaterra y con el Tercer Reich. Esta casi milagrosa renovación exigió, como es natural, una desgarradora y dolorosa crisis espiritual; uno de los artífices y mártires de esta metamorfosis fue Akutagawa que se dio muerte el día 24 de julio de 1927.




En Vida de un loco - tres relatos
Título original: Jigokuhen. Haguruma. Aru Ahó no Isshó
Traducción de Mirta Rosenberg

Prólogo de Luis Chitarroni, con epílogo de Jorge Luis Borges
Foto: Borges 1985 en New York © Ferdinando Scianna/Magnum Photos


Jorge Luis Borges: El puñal (bilingüe)









A Margarita Bunge


En un cajón hay un puñal.

Fue forjado en Toledo, a fines del siglo pasado; Luis Melián Lafinur se lo dio a mi padre, que lo trajo del Uruguay; Evaristo Carriego lo tuvo alguna vez en la mano.

Quienes lo ven tienen que jugar un rato con él; se advierte que hace mucho que lo buscaban; la mano se apresura a apretar la empuñadura que la espera; la hoja obediente y poderosa juega con precisión en la vaina.

Otra cosa quiere el puñal.

Es más que una estructura hecha de metales; los hombres lo pensaron y lo formaron para un fin muy preciso; es, de algún modo, eterno, el puñal que anoche mató a un hombre en Tacuarembó y los puñales que mataron a César. Quiere matar, quiere derramar brusca sangre.

En un cajón del escritorio, entre borradores y cartas, interminablemente sueña el puñal su sencillo sueño de tigre, y la mano se anima cuando lo rige porque el metal se anima, el metal que presiente en cada contacto al homicida para quien lo crearon los hombres.

A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan impasible o inocente soberbia, y los años pasan, inútiles.



The Dagger
To Margarita Bunge 


A dagger rests in a drawer.

It was forged in Toledo at the end of the last century. Luis Melián Lafinur gave it to my father, who brought it from Uruguay. Evaristo Carriego once held it in his hand.

Whoever lays eyes on it has to pick up the dagger and toy with it, as if he had always been on the lookout for it. The hand is quick to grip the waiting hilt, and the powerful obeying blade slides in and out of the sheath with a click.

This is not what the dagger wants.

It is more than a structure of metal; men conceived it and shaped it with a single end in mind. It is, in some eternal way, the dagger that last night knifed a man in Tacuarembó and the daggers that rained on Caesar. It wants to kill, it wants to shed sudden blood.

In a drawer of my writing table, among draft pages and old letters, the dagger dreams over and over its simple tiger’s dream. On wielding it the hand comes alive because the metal comes alive, sensing itself, each time handled, in touch with the killer for whom it was forged.

At times I am sorry for it. Such power and single- mindedness, so impassive or innocent its pride, and the years slip by, unheeding.



En Evaristo Carriego 
Buenos Aires, 1930



Margarita Bunge de Bunge Campos Urquiza,
a quien JLB dedica el poema, en publicidad gráfica de Cremas Ponds
Cover versión inglesa


























Versión en inglés: Translated with Introduction and Notes
© 1982, 1984 by Norman Thomas di Giovanni with the assistance of Susan Ashe
E. P. Dutton, Inc. New York 




20/12/14

Jorge Luis Borges: La forma de la espada







a E. H. M.

Le cruzaba la cara una cicatriz rencorosa: un arco ceniciento y casi perfecto que de un lado ajaba la sien y del otro el pómulo. Su nombre verdadero no importa; todos en Tacuarembó le decían el Inglés de La Colorada. El dueño de esos campos, Cardoso, no quería vender; he oído que el Inglés recurrió a un imprevisible argumento: le confió la historia secreta de la cicatriz. El Inglés venía de la frontera, de Río Grande del Sur; no faltó quien dijera que en el Brasil había sido contrabandista. Los campos estaban empastados; las aguadas, amargas; el Inglés, para corregir esas deficiencias, trabajó a la par de sus peones. Dicen que era severo hasta la crueldad, pero escrupulosamente justo.
Dicen también que era bebedor: un par de veces al año se encerraba en el cuarto del mirador y emergía a los dos o tres días como de una batalla o de un vértigo, pálido, trémulo, azorado y tan autoritario como antes. Recuerdo los ojos glaciales, la enérgica flacura, el bigote gris. No se daba con nadie; es verdad que su español era rudimental, abrasilerado. Fuera de alguna carta comercial o de algún folleto, no recibía correspondencia.
La última vez que recorrí los departamentos del Norte, una crecida del arroyo Caraguatá me obligó a hacer noche en La Colorada. A los pocos minutos creí notar que mi aparición era inoportuna; procuré congraciarme con el Inglés; acudí a la menos perspicaz de las pasiones: el patriotismo. Dije que era invencible un país con el espíritu de Inglaterra. Mi interlocutor asintió, pero agregó con una sonrisa que él no era inglés. Era irlandés, de Dungarvan. Dicho esto se detuvo, como si hubiera revelado un secreto.
Salimos, después de comer, a mirar el cielo. Había escampado, pero detrás de las cuchillas del Sur, agrietado y rayado de relámpagos, urdía otra tormenta. En el desmantelado comedor, el peón que había servido la cena trajo una botella de ron.
Bebimos largamente, en silencio.
No sé qué hora sería cuando advertí que yo estaba borracho; no sé qué inspiración o qué exultación o qué tedio me hizo mentar la cicatriz. La cara del Inglés se demudó; durante unos segundos pensé que me iba a expulsar de la casa. Al fin me dijo con su voz habitual:
—Le contaré la historia de mi herida bajo una condición: la de no mitigar ningún oprobio, ninguna circunstancia de infamia.
Asentí. Esta es la historia que contó, alternando el inglés con el español, y aun con el portugués:
"Hacia 1922, en una de las ciudades de Connaught, yo era uno de los muchos que conspiraban por la independencia de Irlanda. De mis compañeros, algunos sobreviven dedicados a tareas pacíficas; otros, paradójicamente, se baten en los mares o en el desierto, bajo los colores ingleses; otro, el que más valía, murió en el patio de un cuartel, en el alba, fusilado por hombres llenos de sueño; otros (no los más desdichados) dieron con su destino en las anónimas y casi secretas batallas de la guerra civil. Éramos republicanos, católicos; éramos, lo sospecho, románticos. Irlanda no sólo era para nosotros el porvenir utópico y el intolerable presente; era una amarga y cariñosa mitología, era las torres circulares y las ciénagas rojas, era el repudio de Parnell y las enormes epopeyas que cantan el robo de toros que en otra encarnación fueron héroes y en otras peces y montañas... En un atardecer que no olvidaré, nos llegó un afiliado de Munster: un tal John Vincent Moon.
Tenía escasamente veinte años. Era flaco y fofo a la vez; daba la incómoda impresión de ser invertebrado. Había cursado con fervor y con vanidad casi todas las páginas de no sé qué manual comunista; el materialismo dialéctico le servía para cegar cualquier discusión. Las razones que puede tener un hombre para abominar de otro o para quererlo son infinitas: Moon reducía la historia universal a un sórdido conflicto económico.
Afirmaba que la revolución está predestinada a triunfar. Yo le dije que a un gentleman sólo pueden interesarle causas perdidas... Ya era de noche; seguimos disintiendo en el corredor, en las escaleras, luego en las vagas calles. Los juicios emitidos por Moon me impresionaron menos que su inapelable tono apodíctico. El nuevo camarada no discutía: dictaminaba con desdén y con cierta cólera.
Cuando arribamos a las últimas casas, un brusco tiroteo nos aturdió. (Antes o después, orillamos el ciego paredón de una fábrica o de un cuartel.) Nos internamos en una calle de tierra; un soldado, enorme en el resplandor, surgió de una cabaña incendiada. A gritos nos mandó que nos detuviéramos. Yo apresuré mis pasos, mi camarada no me siguió. Me di vuelta: John Vincent Moon estaba inmóvil, fascinado y como eternizado por el terror. Entonces yo volví, derribé de un golpe al soldado, sacudía Vincent Moon, lo insulté y le ordené que me siguiera. Tuve que tomarlo del brazo; la pasión del miedo lo invalidaba. Huimos, entre la noche agujereada de incendios. Una descarga de fusilería nos buscó; una bala rozó el hombro derecho de Moon; éste, mientras huíamos entre pinos, prorrumpió en un débil sollozo.
En aquel otoño de 1922 yo me había guarecido en la quinta del general Berkeley. Éste (a quien yo jamás había visto) desempeñaba entonces no sé qué cargo administrativo en Bengala; el edificio tenía menos de un siglo, pero era desmedrado y opaco y abundaba en perplejos corredores y en vanas antecámaras. El museo y la enorme biblioteca usurpaban la planta baja: libros controversiales e incompatibles que de algún modo son la historia del siglo XIX; cimitarras de Nishapur, en cuyos detenidos arcos de círculo parecían perdurar el viento y la violencia de la batalla. Entramos (creo recordar) por los fondos. Moon, trémula y reseca la boca, murmuró que los episodios de la noche eran interesantes; le hice una curación, le traje una taza de té; pude comprobar que su "herida" era superficial. De pronto balbuceó con perplejidad:
Pero usted se ha arriesgado sensiblemente.
Le dije que no se preocupara. (El hábito de la guerra civil me había impelido a obrar como obré; además, la prisión de un solo afiliado podía comprometer nuestra causa.)
Al otro día Moon había recuperado el aplomo. Aceptó un cigarrillo y me sometió a un severo interrogatorio sobre los "recursos económicos de nuestro partido revolucionario". Sus preguntas eran muy lúcidas; le dije (con verdad) que la situación era grave. Hondas descargas de fusilería conmovieron el Sur. Le dije a Moon que nos esperaban los compañeros. Mi sobretodo y mi revólver estaban en mi pieza; cuando volví, encontré a Moon tendido en el sofá, con los ojos cerrados. Conjeturó que tenía fiebre; invocó un doloroso espasmo en el hombro.
Entonces comprendí que su cobardía era irreparable. Le rogué torpemente que se cuidara y me despedí. Me abochornaba ese hombre con miedo, como si yo fuera el cobarde, no Vincent Moon. Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres. Por eso no es injusto que una desobediencia en un jardín contamine al género humano; por eso no es injusto que la crucifixión de un solo judío baste para salvarlo.
Acaso Schopenhauer tiene razón: yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres, Shakespeare es de algún modo el miserable John Vincent Moon.
Nueve días pasamos en la enorme casa del general. De las agonías y luces de la guerra no diré nada: mi propósito es referir la historia de esta cicatriz que me afrenta. Esos nueve días, en mi recuerdo, forman un solo día, salvo el penúltimo, cuando los nuestros irrumpieron en un cuartel y pudimos vengar exactamente a los dieciséis camaradas que fueron ametrallados en Elphin. Yo me escurría de la casa hacia el alba, en la confusión del crepúsculo. Al anochecer estaba de vuelta. Mi compañero me esperaba en el primer piso: la herida no le permitía descender a la planta baja. Lo rememoro con algún libro de estrategia en la mano: E N. Maude o Clausewitz. "El arma que prefiero es la artillería", me confesó una noche. Inquiría nuestros planes; le gustaba censurarlos o reformarlos.
También solía denunciar "nuestra deplorable base económica, profetizaba, dogmático y sombrío, el ruinoso fin."
C'est une affaire flambée murmuraba. Para mostrar que le era indiferente ser un cobarde físico, magnificaba su soberbia mental. Así pasaron, bien o mal, nueve días.
El décimo la ciudad cayó definitivamente en poder de los Black and Tans.
Altos jinetes silenciosos patrullaban las rutas; había cenizas y humo en el viento; en una esquina vi tirado un cadáver, menos tenaz en mi recuerdo que un maniquí en el cual los soldados interminablemente ejercitaban la puntería, en mitad de la plaza... Yo había salido cuando el amanecer estaba en el cielo; antes del mediodía volví. Moon, en la biblioteca, hablaba con alguien; el tono de la voz me hizo comprender que hablaba por teléfono. Después oí mi nombre; después que yo regresaría a las siete, después la indicación de que me arrestaran cuando yo atravesara el jardín. Mi razonable amigo estaba razonablemente vendiéndome. Le oí exigir unas garantías de seguridad personal.
Aquí mi historia se confunde y se pierde. Sé que perseguí al delator a través de negros corredores de pesadilla y de hondas escaleras de vértigo. Moon conocía la casa muy bien, harto mejor que yo. Una o dos veces lo perdí. Lo acorralé antes de que los soldados me detuvieran. De una de las panoplias del general arranqué un alfanje; con esa media luna de acero le rubriqué en la cara, para siempre, una media luna de sangre.
Borges: a usted que es un desconocido, le he hecho esta confesión. No me duele tanto su menosprecio."
Aquí el narrador se detuvo. Noté que le temblaban las manos. —¿Y Moon? —le interrogué.
—Cobró los dineros de Judas y huyó al Brasil. Esa tarde, en la plaza, vio fusilar un maniquí por unos borrachos.
Aguardé en vano la continuación de la historia. Al fin le dije que prosiguiera.
Entonces un gemido lo atravesó; entonces me mostró con débil dulzura la corva cicatriz blanquecina. —¿Usted no me cree? —balbuceó—. ¿No ve que llevo escrita en la cara la marca de mi infamia? Le he narrado la historia de este modo para que usted la oyera hasta el fin. Yo he denunciado al hombre que me amparó: yo soy Vincent Moon. Ahora desprécieme.

1942



Notas

Primera publicación en diario La Nación, 26 de julio de 1942. 
Luego aparece en Artificios, en La muerte y la brújula y, finalmente, en Ficciones
En 1944 dedica el cuento a "E.H.M.", que sería Elsa Elena [Astete] Millán. 
En 1974 la dedicatoria desaparece. 
En Adolfo Bioy Casares: Borges (Edición a cargo de Daniel Martino), Barcelona, 2006

En Ficciones (1944)
Prólogo por José Luis Rodríguez Zapatero 

Foto: Borges en su casa por Francisco "Tito" Caula (Colección Amparo Caula)


19/12/14

Jorge Luis Borges y Esteban Peicovich: Prólogo oral








Sí, sé vagamente de qué se trata su libro... usted dice que es mío y no suyo; pero ¿cómo puede ser mío lo que yo he dicho ya? No vaya a creer que no me divierte tener un espacio de tradición oral Borges, como los pueblos primitivos... Apócrifa, desde luego. Pero prologarla yo mismo me parece demasiado; me parece una obscenidad, qué quiere que le diga. Perdone, por favor, ¿me acompaña al baño? Dígame... ¿no hablábamos ayer de John Thomas? Ah, ¿no? ¿No sabe usted quién es John Thomas...? A ver... Vamos al baño. Gracias. Es el nombre coloquial del pene en inglés y Lady Jane, lo de la mujer... John Thomas y Lady Jane... John solo no tendría gracia. Pero John Thomas, sí... Nadie se llama John Thomas en Inglaterra ¿qué curioso, no? Es el nombre que quería ponerle Lawrence al amante de Lady Chaterley...

¿No cree que un prólogo sería algo impúdico? Usted dice que si no se hubieran registrado las palabras de Homero, la Ilíada y la Odisea no existirían. Puede ser, puede ser... Pero, ¿sabe?, yo no hablo de hexámetros... Los prólogos no son necesarios. Tal vez el único prólogo necesario fue el Génesis.

Palabras de Borges grabadas en magnefófono el día 25 de abril de 1980,
en la
suite 401, del Hotel Palace de Madrid, España.



En Esteban Peicovich, Poemas plagiados
Buenos Aires, bajo la luna, pág. 187

Foto 1980 sin mención de autor: CeDOC Perfil
Desde Zoopat


18/12/14

Jorge Luis Borges: Elegía del recuerdo imposible







Qué no daría yo por la memoria
de una calle de tierra con tapias bajas
y de un alto jinete llenando el alba
(largo y raído el poncho)
en uno de los días de la llanura,
en un día sin fecha.
Qué no daría yo por la memoria
de mi madre mirando la mañana
en la estancia de Santa Irene,
sin saber que su nombre iba a ser Borges.
Qué no daría yo por la memoria
de haber combatido en Cepeda
y de haber visto a Estanislao del Campo
saludando la primera bala
con la alegría del coraje.
Qué no daría yo por la memoria
de un portón de quinta secreta
que mi padre empujaba cada noche
antes de perderse en el sueño
y que empujó por última vez
el catorce de febrero del 38.
Qué no daría yo por la memoria
de las barcas de Hengist,
zarpando de la arena de Dinamarca
para debelar una isla
que aún no era Inglaterra.
Qué no daría yo por la memoria
(la tuve y la he perdido)
de una tela de oro de Turner,
vasta como la música.
Qué no daría yo por la memoria
de haber oído a Sócrates
que, en la tarde de la cicuta,
examinó serenamente el problema
de la inmortalidad,
alternando los mitos y las razones
mientras la muerte azul iba subiendo
desde los pies ya fríos.
Qué no daría yo por la memoria
de que me hubieras dicho que me querías
y de no haber dormido hasta la aurora,
desgarrado y feliz.



En La moneda de hierro (1976)
Foto: Borges 1985 en New York © Ferdinando Scianna/Magnum


Jorge Luis Borges: Buenos Aires (Autobiografía, III)




Carta de Macedonio Fernández a Borges


Regresamos a Buenos Aires en el Reina Victoria Eugenia hacia fines de marzo de 1921. Fue para mí una sorpresa, después de vivir en tantas ciudades europeas -después de tantos recuerdos de Ginebra, Zurich, Nimes, Córdoba y Lisboa-, descubrir que el lugar donde nací se había transformado en una ciudad muy grande y muy extensa, casi infinita, poblada de edificios bajos con azotea, que se extendía por el oeste hacia lo que los geógrafos y los literatos llaman la pampa. Más que un regreso fue un redescubrimiento. Podía ver Buenos Aires con entusiasmo y con una mirada diferente porque me había alejado de ella un largo tiempo. Si nunca hubiera vivido en el extranjero, dudo que hubiese podido verla con esa rara mezcla de sorpresa y afecto. La ciudad -no toda la ciudad, claro, sino algunos lugares que adquirieron para mí una importancia emocional- me inspiró los poemas de Fervor de Buenos Aires, mi primer libro publicado.
Escribí esos poemas en 1921 y 1922, y el volumen salió a principios de 1923. El libro fue impreso en cinco días; hubo que hacerlo con urgencia porque teníamos que volver a Europa, donde mi padre quería volver a consultar a su oculista de Ginebra. Yo había pactado por una edición de sesenta y cuatro páginas, pero el manuscrito resultó demasiado largo y a último momento, por suerte, hubo que dejar afuera cinco poemas. No recuerdo absolutamente nada de ellos. El libro fue producido con espíritu un tanto juvenil. No hubo corrección de pruebas, no se incluyó un índice y las páginas no estaban numeradas. Mi hermana hizo un grabado para la tapa y se imprimieron trescientos ejemplares. En aquellos tiempos publicar un libro era una especie de aventura privada. Nunca pensé en mandar ejemplares a los libreros ni a los críticos. La mayoría los regalé. Recuerdo uno de mis métodos de distribución. Como había notado que muchas de las personas que iban a las oficinas de Nosotros -una de las revistas literarias más antiguas y prestigiosas de la época- colgaban los sobretodos en el guardarropa, le llevé unos cincuenta ejemplares a Alfredo Bianchi, uno de los directores. Bianchi me miró asombrado y dijo: “¿Esperás que te venda todos esos libros?” “No -le respondí-. Aunque escribí este libro, no estoy loco. Pensé que podía pedirle que los metiera en los bolsillos de esos sobretodos que están allí colgados.” Generosamente, Bianchi lo hizo. Cuando regresé después de un año de ausencia, descubrí que algunos de los habitantes de los sobretodos habían leído mis poemas e incluso escrito acerca de ellos. De esa manera me gané una modesta reputación de poeta.
El libro era esencialmente romántico, aunque estaba escrito en un estilo escueto que abundaba en metáforas lacónicas. Celebraba los crepúsculos, los lugares solitarios y las esquinas desconocidas; se aventuraba en la metafísica de Berkeley y en la historia familiar; dejaba constancia de primeros amores. Al mismo tiempo imitaba el siglo XVII español y citaba Religio Medici de sir Thomas Browne en el prólogo. Me temo que el libro era un “plum pudding”: contenía demasiadas cosas. Sin embargo, creo que nunca me he apartado de él. Tengo la sensación de que todo lo que escribí después no ha hecho más que desarrollar los temas presentados en sus páginas; siento que durante toda mi vida he estado reescribiendo ese único libro.


Los poemas de Fervor de Buenos Aires ¿eran acaso poemas ultraístas? Cuando volví de Europa en 1921, llegué con la bandera del ultraísmo. Los historiadores de la literatura todavía me conocen como “el padre del ultraísmo argentino”. Cuando en esa época hablé del tema con otros poetas, como Eduardo González Lanuza, Norah Lange, Francisco Piñero, mi primo Guillermo Juan (Borges) y Roberto Ortelli, llegamos a la conclusión de que el ultraísmo español, a la manera del futurismo, estaba sobrecargado de modernidad y de artilugios. No nos impresionaban los trenes ni las hélices ni los aviones ni los ventiladores eléctricos. Aunque en nuestros manifiestos seguíamos defendiendo la primacía de la metáfora y la eliminación de las transiciones y los adjetivos decorativos, lo que queríamos escribir era una poesía esencial: poemas más allá del aquí y ahora, libres del color local y de las circunstancias contemporáneas. Creo que el poema “Llaneza” ilustra de manera suficiente lo que yo buscaba:

Se abre la verja del jardín
con la docilidad de la página
que una frecuente devoción interroga
y adentro las miradas
no precisan fijarse en los objetos
que ya están cabalmente en la memoria.
Conozco las costumbres y las almas
y ese dialecto de alusiones
que toda agrupación humana va
/urdiendo.
No necesito hablar
ni mentir privilegios;
bien me conocen quienes aquí me
/rodean,
bien saben mis congoja y mi flaqueza.
Eso es alcanzar lo más alto,
lo que tal vez nos dará el Cielo:
no admiraciones ni victorias
sino sencillamente ser admitidos
como parte de una Realidad innegable,
como las piedras y los árboles.

Creo que esto difiere mucho de las tímidas extravagancias de mis primeros ejercicios ultraístas españoles, cuando veía un tranvía como un hombre llevando un rifle o el amanecer como un grito o el sol poniente como una crucifixión en occidente. Un amigo sensato al que le recité esos absurdos, comentó: “Ah, veo que sostenías que la principal función de la poesía es enfatizar”. En cuanto a si los poemas de Fervor... son o no ultraístas, quien dio la respuesta -para mí- fue mi amigo y traductor al francés Néstor Ibarra cuando dijo: “Borges dejó de ser poeta ultraísta con el primer poema ultraísta que escribió”. Ahora sólo me resta lamentar mis primeros excesos ultraístas. Después de casi medio siglo todavía me sigo esforzando por olvidar ese torpe período de mi vida.


Quizá el mayor acontecimiento de mi regreso fue Macedonio Fernández. De todas las personas que he conocido en mi vida -y he conocido a algunos hombres verdaderamente excepcionales- nadie me ha dejado una impresión tan profunda y duradera como Macedonio. Cuando desembarcamos en la Dársena Norte estaba esperándonos con su figura diminuta y su bombín negro, y terminé heredando de mi padre su amistad. Los dos habían nacido en 1874. Macedonio, paradójicamente, era a la vez un extraordinario conversador y un hombre de largos silencios y pocas palabras. Nos reuníamos los sábados a la noche en el bar La Perla, en la Plaza del Once. Allí conversábamos hasta el amanecer, en una mesa presidida por Macedonio. Así como en Madrid Cansinos había representado todo el conocimiento, Macedonio pasó a representar el pensamiento puro. En esa época yo era un gran lector y salía muy poco (casi todas las noches después de cenar me acostaba y leía), pero durante la semana me sostenía la idea de que el sábado vería y oiría a Macedonio. Vivía cerca de casa y yo hubiera podido ir a visitarlo en cualquier momento, pero pensaba que no tenía derecho a ese privilegio, y que para dar al sábado de Macedonio todo su valor tenía que abstenerme de verlo durante la semana. En esas reuniones, Macedonio hablaba quizá tres o cuatro veces, arriesgando sólo unos pocos comentarios que en apariencia iban dirigidos exclusivamente a la persona que tenía al lado. Esos comentarios nunca eran afirmativos. Macedonio era muy cortés y hablaba con voz muy suave, diciendo por ejemplo: “Bueno, supongo que habrás notado...” Y entonces soltaba alguna idea muy sorprendente y original. Pero invariablemente atribuía esa idea a quien lo escuchaba.
Era un hombre frágil y gris, de pelo y bigote cenicientos que le daban aspecto de Mark Twain. Ese parecido le agradaba, pero cuando le recordaban que también se parecía a Paul Valéry le molestaba, ya que los franceses le interesaban muy poco. Siempre usaba aquel bombín negro, y que yo sepa ni siquiera se lo sacaba para dormir. Nunca se desvestía para ir a la cama, y de noche, para protegerse de las corrientes de aire que según él podían darle dolor de muelas, se envolvía la cabeza con una toalla. Eso le daba aspecto de árabe. Entre sus otras excentricidades figuraban el nacionalismo (admiraba a los sucesivos presidentes argentinos por la sencilla razón de que a su criterio el electorado no podía equivocarse), el miedo a todo lo relacionado con la odontología (que lo llevaba a aflojarse las muelas en público, tapándose la boca con una mano, como para evitar las pinzas del dentista) y la costumbre de enamorarse de manera sentimental de las prostitutas callejeras.
Como escritor, Macedonio publicó varios libros bastante raros, y casi veinte años después de su muerte se siguen reuniendo sus papeles. Su primer libro, publicado en 1928, se llamaba No toda es vigilia la de los ojos abiertos. Era un extenso ensayo sobre el idealismo, escrito en un estilo deliberadamente intrincado e inextricable, supongo que para reflejar la naturaleza igualmente intrincada de la realidad. Al año siguiente apareció una selección de sus escritos -Papeles de Recienvenido-, en la que colaboré recopilando y ordenando los capítulos. Era una especie de miscelánea de chistes dentro de chistes. Macedonio también escribió novelas y poemas, todos sorprendentes pero bastante ilegibles. Una novela de veinte capítulos está precedida de cincuenta y seis prólogos diferentes. A pesar de su brillo, creo que nada de Macedonio está en la obra escrita. El verdadero Macedonio estaba en la conversación.
Macedonio vivía modestamente en pensiones de las que se mudaba con frecuencia. Eso se debía a que, por lo general, no pagaba el alquiler. Cada vez que se mudaba, dejaba pilas y pilas de manuscritos. En una ocasión los amigos lo reprendieron diciéndole que era una pena que toda esa obra se perdiera. Macedonio nos dijo: “¿De veras creen que soy tan rico como para perder algo?”.
Los lectores de Hume y Schopenhauer encontrarán muy pocas cosas nuevas en Macedonio, pero lo sorprendente es que llegó solo a sus conclusiones. Tiempo después leyó a Hume, a Schopenhauer, a Berkeley y a William James, pero sospecho que no tuvo muchas otras lecturas ya que siempre citaba a los mismos autores. Consideraba a sir Walter Scott el mejor novelista, quizá por lealtad a un entusiasmo juvenil. En una época se carteó con William James en una mezcla de inglés, alemán y francés, y explicaba que lo había hecho así porque “sabía tan poco de cualquiera de esos idiomas que tenía que pasar continuamente de uno a otro”. Creo que Macedonio leía apenas una página y eso ya le estimulaba el pensamiento. No sólo sostenía que somos la materia de la que están hechos los sueños sino que estaba convencido de que vivíamos en un mundo de sueños. Macedonio dudaba de que la verdad fuera comunicable. Pensaba que algunos filósofos la habían descubierto pero no habían logrado comunicarla del todo. Sin embargo, también creía que descubrir la verdad era muy fácil. Una vez me dijo que si pudiera acostarse en la pampa y olvidar el mundo, olvidarse a sí mismo y olvidar lo que buscaba, de pronto la verdad podría revelársele. Agregó que, por supuesto, resultaría imposible poner en palabras esa sabiduría repentina.
A Macedonio le gustaba compilar pequeños catálogos orales de personas de genio, y en uno de ellos me asombró encontrar el nombre de una mujer encantadora que ambos conocíamos, Quica González Acha de Tomkinson Alvear. Yo lo miré boquiabierto. No tenía la impresión de que Quica estuviera en el mismo nivel que Hume y Schopenhauer. Pero Macedonio dijo: “Los filósofos se han visto obligados a explicar el universo, mientras que Quica sencillamente lo siente y lo experimenta y lo comprende”. Volvía la cabeza y preguntaba: “Quica, ¿qué es el Ser?”. Y Quica contestaba: “No sé qué quieres decir, Macedonio”. “¿Ves? -me decía él entonces- Quica entiende de manera tan perfecta que ni siquiera puede percibir nuestra perplejidad”. Con eso creía probar que Quica era una mujer de genio. Más tarde, cuando le dije que podríamos decir lo mismo de un niño o de un gato, Macedonio se enojó.
Antes de Macedonio yo siempre había sido un lector crédulo. El mayor regalo que me hizo fue enseñarme a leer con escepticismo. Al comienzo lo plagiaba con devoción, y usaba ciertas peculiaridades estilísticas suyas de las que luego me arrepentí. Sin embargo, ahora lo veo como un Adán perplejo en el Paraíso Terrenal. Su genio sobrevive sólo en unas pocas páginas; su influencia fue de naturaleza socrática. Como dijo Ben Johnson de Shakespeare: I truly loved the man, on this síde idolatry, as much as any.


Ese período de 1921 a 1930 fue de gran actividad, aunque buena parte de esa actividad fue quizá imprudente y hasta inútil. Escribí y publiqué nada menos que siete libros: cuatro de ensayos y tres de poemas. También fundé tres revistas y escribí con regularidad para una docena de publicaciones periódicas, entre ellas “La Prensa”, “Nosotros”, “Inicial”, “Criterio” y “Síntesis”. Esta productividad hoy me asombra tanto como el hecho de que sólo siento una remota afinidad con la obra de aquellos años. Nunca autoricé la reedición de tres de esos cuatro libros de ensayos, cuyos nombres prefiero olvidar. Cuando en 1953 Emecé, mi editor actual, propuso publicar mis “obras completas”, acepté por la única razón de que eso me permitiría suprimir aquellos libros absurdos. Esto me recuerda la sugerencia de Mark Twain, según la cual se podría iniciar una magnífica biblioteca tan solo con suprimir los libros de Jane Austen, y aunque en esa biblioteca no quedaran más libros, seguiría siendo una magnífica biblioteca porque no estarían los libros de Jane Austen.
En la primera de esas imprudentes recopilaciones había un ensayo bastante malo sobre sir Thomas Browne, tal vez el primero que se escribió sobre él en idioma español. Otro clasificaba las metáforas como si se pudiera prescindir sin problema de otros elementos poéticos, por ejemplo el ritmo y la música. Y había también un ensayo demasiado extenso sobre la inexistencia del yo, copiado de Bradley o del Buda o de Macedonio Fernández. Al escribir esos artículos intentaba imitar prolijamente a dos escritores españoles barrocos del siglo XVII, Quevedo y Saavedra Fajardo, que en su español árido y severo creaban el mismo tipo de prosa que sir Thomas Browne en Urne-Buriall. Yo hacía todo lo posible por escribir latín en español, y el libro se desmoronaba bajo el peso de sus complejidades y sus juicios sentenciosos. El siguiente de aquellos fracasos fue una especie de reacción. Me fui al otro extremo: traté de ser lo más argentino posible. Busqué el diccionario de argentinismos de Segovia e introduje tantos localismos que muchos de mis compatriotas casi no lo entendieron. Dado que perdí el diccionario no estoy seguro de poder entenderlo yo mismo, de modo que lo abandoné por estar más allá de cualquier esperanza. El tercero de esos innombrables constituye una redención parcial. Me estaba librando del estilo del libro anterior y volviendo poco a poco a la cordura, a escribir con cierta lógica tratando de facilitarle las cosas al lector en vez de intentar deslumbrarlo con pasajes grandilocuentes. Uno de esos experimentos, de dudoso valor, fue “Hombres pelearon”, mi primera incursión en la mitología del viejo Barrio Norte de Buenos Aires. Allí intentaba contar una historia puramente argentina de manera argentina, historia que desde entonces he estado repitiendo con pequeñas variaciones. Se trata del relato de un duelo desinteresado o inmotivado: del coraje por el coraje mismo. Al escribirlo puse el acento en que el sentido del lenguaje de los argentinos difiere del de los españoles. Ahora, en cambio, creo que debemos subrayar nuestras afinidades lingüísticas. Aunque en menor intensidad, seguía escribiendo para que los españoles no me entendieran: escribiendo, podríamos decir, para ser incomprendido. Los gnósticos afirmaban que la única manera de evitar un pecado era cometerlo, y así librarse de él. En mis libros de aquella época creo haber cometido la mayoría de los pecados literarios, algunos bajo la influencia de un gran escritor, Leopoldo Lugones, a quien admiro mucho. Esos pecados eran la afectación, el color local, la búsqueda de lo inesperado y el estilo del siglo XVII. Hoy ya no me siento culpable de esos excesos; esos libros fueron escritos por otra persona. Hasta hace unos años, si el precio no era muy alto, compraba ejemplares y los quemaba.


De los poemas de esa época quizá tendría que haber suprimido también la segunda recopilación, Luna de enfrente. Ese libro fue publicado en 1925 y es un verdadero derroche de color local. Entre otras tonterías, mi primer nombre aparecía escrito, a la manera chilena del siglo diecinueve, como “Jorje” (un desganado intento de grafía fonética); usaba “i” en vez de “y” tratando de ser lo menos español posible (Sarmiento, nuestro mayor escritor, había hecho lo mismo); y omitía la “d” final en palabras como “autoridá” y “ciudá”. En ediciones posteriores eliminé los peores poemas, podé las excentricidades, y a lo largo de sucesivas reediciones fui moderando el tono de los versos.
El tercer libro de poemas de ese período, Cuaderno San Martín (título que no tiene nada que ver con el prócer sino con la marca del antiguo cuaderno escolar donde la escribí), incluye algunos poemas legítimos como “La noche que en el Sur lo velaron” y “Muertes de Buenos Aires”, en los que se habla de los dos principales cementerios de la ciudad. Un poema del libro (no precisamente mi favorito) se ha convertido en una especie de pequeño clásico argentino: “La fundación mítica de Buenos Aires”. Ese libro también ha sido mejorado y depurado a lo largo de los años, mediante cortes y revisiones.
En 1929 mi tercer libro de ensayos ganó el segundo Premio Municipal, tres mil pesos, que en aquellos tiempos era una suma considerable. Con una parte compré un juego de segunda mano de la undécima edición de la Enciclopedia Británica. El resto me aseguraba un año de tiempo libre, que decidí emplear en escribir un libro más extenso con un tema marcadamente argentino. Mi madre quería que escribiera sobre uno de los tres poetas que realmente valían la pena: Ascasubi, Almafuerte o Lugones. Ojalá lo hubiera hecho. Pero elegí escribir sobre un poeta popular casi invisible, Evaristo Carriego. Mi madre y mi padre me advirtieron que sus poemas no eran buenos. “Pero era amigo y vecino nuestro”, dije. “Bueno, si te parece que eso es mérito suficiente para convertirse en tema de un libro, adelante”, me contestaron. Carriego descubrió las posibilidades literarias de los tristes arrabales de la ciudad: el Palermo de mi juventud. Su carrera siguió la misma evolución que el tango: alegre, audaz y valiente al principio, luego se volvió sentimental. En 1912, a los veintinueve años, murió de tuberculosis y dejó una sola obra publicada. Recuerdo que un ejemplar, firmado para mi padre, fue uno de los libros argentinos que llevamos a Ginebra, donde lo leí y releí. Allá por 1909 Carriego le dedicó un poema a mi madre. En realidad se lo escribió en el álbum, y se refería a mí: “Y que vuestro hijo marche adelante, llevado por las esperanzadas alas de la inspiración, hacia la vendimia de una nueva anunciación, que de los altos racimos extraerá el vino del canto”. Pero cuando empecé a escribir el libro me pasó lo mismo que a Carlyle mientras escribía su Federico el Grande. Cuanto más escribía, menos me importaba mi héroe. Había empezado a hacer una simple biografía, pero a mitad de camino me empezó a interesar cada vez más el viejo Buenos Aires. Por supuesto, los lectores no tardaron en descubrir que el libro apenas hacía honor al título, Evaristo Carriego, de modo que fue un fracaso. Cuando veinticinco años más tarde, en 1955, apareció la segunda edición como cuarto volumen de mis “obras completas”, lo amplié con varios capítulos nuevos, entre ellos una “Historia del tango”. Creo que con esos agregados Evaristo Carriego es un libro mejor.


“Prisma”, fundada en 1921, duró apenas dos números y fue la primera revista que dirigí. Nuestro pequeño grupo ultraísta estaba ansioso por tener una revista propia, pero nos faltaban los medios para hacerla. Fijándome en los avisos de las carteleras se me ocurrió que podíamos imprimir una “revista mural” y pegarla en las paredes de los edificios de ciertos barrios de la ciudad. Cada número constaba de una única hoja de tamaño grande que incluía un manifiesto y de seis a ocho poemas breves y lacónicos, impresos con mucho blanco alrededor y con un grabado de mi hermana. Salíamos de noche -González Lanuza, Piñero, mi primo y yo-, armados con baldes de engrudo y brochas que nos proporcionaba mi madre, y caminábamos kilómetros y kilómetros pegando las hojas por Santa Fe, Callao, Entre Ríos y México. Lectores perplejos destrozaban nuestro trabajo casi a medida que lo hacíamos, pero afortunadamente Alfredo Bianchi, de “Nosotros”, vio una hoja y nos invitó a publicar una antología ultraísta en las páginas de su prestigiosa revista. Después de “Prisma” empezamos a hacer una revista de seis páginas, que en realidad era una sola hoja impresa de ambos lados y plegada dos veces. Esa fue la primera versión de “Proa”, de la cual se publicaron tres números. Dos años más tarde, en 1924, apareció la segunda. Una tarde, Brandán Caraffa, un joven poeta de Córdoba, vino a verme al Hotel Garden, donde nos habíamos instalado al regresar del viaje a Europa. Me dijo que Ricardo Güiraldes y Pablo Rojas Paz tenían la intención de fundar una revista que representara a la nueva generación literaria, y que como se trataba de una revista de jóvenes no se podía prescindir de mí. Desde luego, me sentí halagado. Esa noche fui al Hotel Phoenix, donde vivía Güiraldes, y él me recibió con estas palabras: “Brandán me contó que anteanoche se reunieron para fundar una revista de escritores jóvenes y todos dijeron que no se podía prescindir de mí”. En ese momento llegó Rojas Paz y nos dijo: “Me siento muy halagado”. De modo que intervine. “Anteanoche -dije- nos reunimos los tres y decidimos que una revista de jóvenes no puede prescindir de usted”. Gracias a esa inocente estratagema, nació “Proa”. Cada uno de nosotros puso cincuenta pesos, con lo cual se pagaba una edición de trescientos a quinientos ejemplares sin erratas y en buen papel. Pero al año y medio -después de publicar quince números-, por falta de suscriptores y de avisos tuvimos que darnos por vencidos.


Aquellos años fueron muy felices porque las amistades abundaban: las de Norah Lange, Macedonio, Piñero, mi padre... La sinceridad animaba nuestro trabajo y sentíamos que estábamos renovando la prosa y la poesía. Desde luego, como todos los jóvenes yo trataba de ser lo más desdichado posible, una suma de Hamlet y Raskolnikov. Lo que logramos resultó bastante malo, pero la camaradería perduró.
En 1924 me vinculé con dos grupos literarios diferentes. Uno, del que conservo un buen recuerdo, era el de Ricardo Güiraldes, quien todavía no había escrito Don Segundo Sombra. Güiraldes fue muy generoso conmigo. Si le entregaba un poema torpe, él adivinaba lo que estaba tratando de decir, o lo que mi inexperiencia literaria me había impedido decir. Después le comentaba el poema a otra gente, que se desconcertaba al no encontrar en el texto lo que él veía. El otro grupo, del que más bien me arrepiento, fue el de la revista “Martín Fierro”. No me gustaba lo que representaba “Martín Fierro”: la idea francesa de que la literatura se renueva continuamente, que Adán renace todas las mañanas, y de que si en París había cenáculos que promovían la publicidad y las disputas, nosotros teníamos que actualizarnos y hacer lo mismo. El resultado fue la invención de una falsa rivalidad entre Florida y Boedo. Florida representaba el centro y Boedo el proletariado. Yo hubiera preferido pertenecer al grupo de Boedo, considerando que escribía sobre el viejo Barrio Norte y los conventillos, sobre la tristeza y los ocasos. Pero uno de los dos conjurados (eran Ernesto Palacio por Florida y Roberto Mariani por Boedo) me informó que yo era un guerrero de Florida y ya no quedaba tiempo para cambiar de bando. Todo aquello estuvo amañado. Algunos escritores -por ejemplo Roberto Arlt y Nicolás Olivari- pertenecían a los dos grupos. Actualmente algunas “universidades crédulas” toman en serio esa farsa. Pero en parte fue un truco publicitario y en parte una broma juvenil.


Ligados a esa época están los nombres de Silvina y Victoria Ocampo, del poeta Carlos Mastronardi, de Eduardo Mallea, así como el de Alejandro Xul Solar. Podríamos decir que Xul, que era místico, poeta y pintor, es nuestro William Blake. Recuerdo que una tarde especialmente bochornosa le pregunté qué había hecho durante ese día tan opresivo. Su respuesta fue: “Nada, sólo fundé doce religiones después de almorzar”. Xul también era filólogo e inventor de dos lenguajes. Uno era un lenguaje filosófico a la manera de John Wilkins y el otro una variante del español con muchas palabras del inglés, el alemán y el griego. Descendía de familias bálticas e italianas. “Xul” era su versión de Schulz y “Solar” de Solari.
En esa época también conocí a Alfonso Reyes. Era el embajador de México en la Argentina y solía invitarme a cenar en la Embajada todos los domingos. Todavía considero que Reyes es el mejor prosista del idioma español en este siglo y de él he aprendido a escribir de manera sencilla y directa.
Para resumir este período de mi vida, me siento en total desacuerdo con el joven pedante y un tanto dogmático que fui. Pero los amigos están todavía muy presentes, y muy próximos. De hecho, son una parte indispensable de mi vida. Creo que la amistad es la pasión que salva a los argentinos.





Autobiografía (1899-1970), Cap. III
Título Original: Autobiographical Essay, 1970
©1970, Borges, Jorge Luis
©1970, The New Yorker
Traductor: Marcial Souto y Norman Thomas di Giovanni
Buenos Aires, El Ateneo, 1999

Imagen: Carta de Macedonio Fernández que Borges conservó hasta el final
Transcripción: Nadie cree en mí excepto vos. Trata de creerme tambien cuando te digo que tu estilo es el más ardiente que he conocido y que serás escritor universal en literatura. Desde que me sorprendiste con tu fé en mí, que nadie la ha tenido ni los que me conocen desde hace veinte años, acaricio una esperanza nueva y muy querida para mí, muy necesitada en mi situación general. Creo que me harás conocer y triunfar quizá. Cree lo que te digo: no seas así amargo y negador contigo mismo y con mi fé en vos. Rivadavia 2748. Altos

Foto al pie: Borges y Norman Thomas di Giovanni en la Biblioteca Nacional de Bs. As.



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