15/12/14

Borges profesor. Clase 3: El Beowulf. La valentía y la jactancia






Beowulf comparado con los compadritos



En la clase anterior hablamos de la epopeya de Beowulf. Hoy retomamos el tema. Relaté antes uno de los episodios más poéticos del poema: ese niño que llega misteriosamente a la costa de Dinamarca, que llega a ser rey del país, infunde temor en los enemigos. El poeta comenta: «Ése era un buen rey», porque eso era lo que se esperaba de un rey, que fuera fuerte y belicoso, e hiciera que su gente fuera temida por los vecinos. Luego pasan los años, el rey llega a la hora señalada por el destino. Cuando siente que la muerte se acerca, da órdenes para su entierro. Preparan entonces la nave funeraria.
El poeta nos dice que esta nave era «isig ond utfus». La primera palabra quiere decir «helada» y corresponde a la palabra inglesa «iced» o la alemana «eisig». Pero no sabemos si la nave estaba cubierta de hielo —es raro que el poeta no haya hablado de ese hielo antes— o si quería decir «resplandeciente», «brillante», «clara como el hielo». La segunda palabra38 es de traducción difícil, porque «fus» significa ansiosa, ganosa y «ut» corresponde a la palabra inglesa «out». Es decir que la nave estaba, como si fuera un ser vivo, deseosa de partir. Luego se describe el barco, se habla de una bandera que tenía un tejido de oro y al rey lo sientan apoyado contra el mástil: «el poderoso contra el mástil», dice el poeta. Luego sus vasallos, llorando, empujan la nave hacia el mar y entonces tenemos esos versos que recordé: «Nadie, ni los consejeros en sus asambleas, ni los héroes bajo los cielos, saben quién recibió esa carga». Y se dice del barco que fue impulsado por el poder del mar hacia lo lejos: «Bajo el poder del mar, fue a viajar lejos». Ahora, se habla también de un antepasado, que se llama también Beowulf, como el héroe epónimo que da su nombre al poema, pero que es otro Beowulf. Y esto nos hace imaginar algún vínculo entre la casa real de Dinamarca y la casa real de los geatas, esta tribu un poco misteriosa que unos han identificado con los jutos que invadieron Inglaterra y otros con los godos. Es decir, con los antepasados de los españoles, los visigodos. Pero hay mucha discusión sobre esto.
Un rasgo singular de Beowulf es que la historia que veremos ahora es una historia primitiva —hasta lo pueril, según algunos— y sin embargo el ambiente en que se desarrolla esta fábula bárbara y primitiva no es el ambiente fantástico de un cuento de hadas, aunque los hechos lo sean. Es un ambiente que abunda en detalles realistas, sobre todo en lo que se refiere a la genealogía de los personajes. Es, como ha dicho el germanista inglés Ker, un ambiente sólido, de novela realista. Los hechos son fantásticos, pero sentimos a los personajes como reales. Y además como personajes gárrulos, como personajes presentes, propensos a la oratoria, como personajes a quienes les gusta la cortesía, la convivencia, la ceremonia. Es verdad que todo ello era bastante precioso en una época azarosa, una época violenta a la que no le gustaba quizá mucho la violencia, una época bárbara pero que propendía a la cultura, a la cual le gustaba la cultura.
El poeta sigue enumerando los reyes de la casa real de Dinamarca y llegamos así a un rey que se llama Hroþgar. Estos grupos consonándoos son comunes en el idioma anglosajón, pero se han perdido actualmente: «hr» —la letra rúnica que lo sigue puede traducirse por el grupo «th»—.39 Tendríamos otro ejemplo en el nombre anglosajón del anillo. En inglés y en alemán y creo que en las lenguas escandinavas, se dice «ring». En cambio, los anglosajones decían «hring» y tenemos otros sonidos análogos. Por ejemplo, «relinchar» en inglés es «neigh», en cambio en anglosajón el verbo era «hnaegan».40 Hay otros grupos consonánticos que no podemos pronunciar porque no sabemos cómo se pronunciaban. Por ejemplo, «soberbio» se decía «wlanc». No sé cómo podría pronunciarse la «wl». Posiblemente la «w» se pronunciaría como una «u». Pero volvamos al poema.
El poeta enumera varios reyes y recae al fin en Hrothgar, el rey de Dinamarca, que construye un palacio que se llama «Heorot». Y ese palacio es, nos dice el poeta, el más espléndido de los palacios, aunque debemos imaginarlo hecho de madera. Por lo demás, yo he visto en los Estados Unidos casas muy lindas, casas lujosas, la casa de Longfellow,41 la casa de Emerson,42 que tienen trescientos años, y esas casas son de madera. Actualmente, decir en Buenos Aires «casa de madera» es imaginarse una casilla de madera. Ello no ocurre en Nueva Inglaterra: una casa de madera puede ser una casa muy linda, con muchos pisos, con sala, con biblioteca, y están hechas de tal modo que el viento no entra.
El rey construye ese palacio y el poeta nos dice que es el palacio que resplandece sobre todos los reinos vecinos, es decir que es un palacio famoso. Podemos imaginar una gran sala central en la que el rey reúne a sus vasallos y ahí cena. Supongo que comerían carne de cerdo, venado, beben cerveza en cuernos; el vino era muy raro, tenían que traerlo del sur. Hay en el poema un juglar que alegra las reuniones cantando acompañándose con su arpa. El arpa era el instrumento nacional de toda la gente germánica. La música, sin duda, sería muy sencilla.
El rey tiene su corte. Ahí él regala anillos o brazaletes de oro a sus vasallos. Por eso uno de los títulos del rey es «dador de anillos», «beahgifa». Esa palabra, «beag»,43 la encontramos en el idioma francés: «bague» significa «anillo». Es un rey poderoso, pero el estruendo o las músicas de las cortes inquieta o molesta a un monstruo que vive cerca en una región de ciénagas, de pantanos y de páramos. Algunos han creído reconocer en la descripción de las regiones donde vive el monstruo, que se llama Grendel, una descripción de ciertas regiones de Inglaterra. Lincolnshire, por ejemplo. Pero esto es meramente conjetural. Al monstruo se le describe como de forma humana pero gigantesco. Es un ogro, pertenece evidentemente a la antigua mitología germánica, pero como el poeta es cristiano ha querido vincularlo a la tradición cristiana, no a la tradición pagana, y nos dice que es descendiente de Caín. Y este monstruo recorre los páramos y vive con su madre en el fondo de una laguna, tan profunda que el héroe que se sumerge tiene que nadar durante un día entero para llegar a la caverna subterránea donde el ogro vive con su madre, que es una bruja. El poeta la llama «la loba del mar», «la hechicera del mar». Hay tormentas también, lo cual hace que esa laguna sea un poco marítima, y hay una descripción de las selvas que rodean a la laguna. Se dice que los ciervos temen acercarse a la laguna, como una zona de tempestades, de neblina, de soledad, y por lo que podríamos llamar también horror sagrado. La descripción de la laguna y los alrededores abarca unos veinte versos. Esto ahora no nos asombra, pero pensemos que el poema fue redactado a fines del siglo VII o, según opinan los eruditos, a principios del siglo VIII, y está lleno del sentimiento de la naturaleza. Este sentimiento tarda mucho en aparecer en las otras literaturas. Suele decirse con demasiada prisa —porque además del Beowulf ahí está Shakespeare— que el sentimiento de la naturaleza corresponde al sentimiento romántico. Es decir, al siglo XVIII, unos diez siglos después del Beowulf. La verdad es que hay libros, libros insignes, en que la naturaleza tal como la sentimos ahora no aparece. Y para remitirme al ejemplo más famoso, creo —no sé si estoy seguro—, sospecho que en el Quijote, por ejemplo, no llueve una sola vez. Los paisajes que hay en el Quijote no corresponden al paisaje de Castilla: son paisajes convencionales de praderas, arroyuelos y sotos que corresponden a la novela italiana. En cambio, en el Beowulf tenemos el sentimiento de la naturaleza como algo temible, por lo demás, como algo hostil a los hombres; el sentimiento de la noche y de la oscuridad como algo temible, como ciertamente lo fueron para los sajones, que se habían establecido en un país desconocido cuya geografía fueron descubriendo a medida que iban conquistando el país. Seguramente los primeros invasores germánicos no tenían una noción muy precisa de la geografía de Inglaterra. Es absurdo imaginar que Horsa o Hengest vieron un mapa. Del todo increíble. Ni siquiera sabemos si hubieran entendido el Beowulf, que está escrito en un idioma muy retorcido y que abunda en metáforas que, sin duda, eran ajenas a los anglosajones en su lengua oral. Por lo pronto, no se encuentra nunca en la prosa. Y en las regiones escandinavas, las más afines a los sajones, tenemos una división muy marcada y deliberada entre la prosa, que puede ser muy elocuente y muy patética pero que es muy simple, y el lenguaje de la poesía, que está entretejida de kennings, que es el nombre que llevan las metáforas que, según hemos visto, llegaron a una extraordinaria complejidad.
Pues bien, el rey Hroþgar domina Dinamarca. Naturalmente, no se pensaba en imperios entonces, la idea de imperio es del todo ajena a la mente germánica. Pero era un rey próspero, un rey victorioso, opulento, y luego el mismo júbilo de su corte —una de las metáforas para el arpa es «madera del júbilo» o «madera de la fiesta»— molesta a Grendel, que ataca el castillo. La fábula está mal inventada, porque tenemos al principio un rey muy poderoso y luego ese rey, con sus vasallos, con su tropa, la única medida que toma es rezar a sus dioses, pedir ayuda a sus antiguos dioses, Odín y Thor y los otros. Y el poeta nos advierte que todas sus plegarias eran inútiles. Los dioses no tenían poder alguno contra el monstruo. Y así pasan, inverosímilmente, doce años, y cada tantas noches el ogro fuerza las dos puertas del castillo —no tenían más—, entra y devora a uno de los señores. Y el rey no hace nada. Luego llegan noticias de estas depredaciones del ogro. El ogro es gigantesco y es invulnerable a las armas. Las noticias son llevadas al vecino país de Suecia. Y en Suecia hay un joven, un príncipe, Beowulf, y ese príncipe durante su infancia se ha mostrado como lerdo, como perezoso, pero quiere distinguirse mediante una hazaña. Ha participado ya en una guerra contra los francos, pero esto no le basta y sale con catorce compañeros suyos en una nave.
Naturalmente, el poeta hace que el mar sea tempestuoso, para que el viaje no sea fácil, sea difícil, y Beowulf desembarca en Dinamarca. Le sale al encuentro el centinela del rey, que es un aristócrata como Beowulf, es un príncipe. Beowulf dice que viene a salvar al país y es recibido cortésmente en la corte. Pero hay un personaje que pone en duda el coraje personal de Beowulf y entonces Beowulf refiere una especie de certamen, de concurso de natación, que duró inverosímilmente diez días, un concurso con otro famoso nadador llamado Breca. Los dos nadan diez días y diez noches. Tienen que luchar con monstruos marinos, que arrastran a Beowulf al fondo del mar, donde él con su espada los mata y los pone en fuga. Luego sube a la superficie, sigue nadando y gana el certamen.
Ahora, aquí estamos ante una costumbre, un prejuicio moderno que nos aleja del poema. Decimos hoy, o es mejor, hay la idea de que un hombre valiente no debe ser jactancioso. Pensamos que todo jactancioso es como el miles gloríosus de la comedia latina,44 que todo jactancioso es cobarde. Pero esa idea no existía en general en la antigüedad. Los héroes se jactaban de sus hazañas y podían hacerlo. Al contrario, se animaban con ello. Puedo traer a colación las coplas de los compadritos de principio de siglo en Buenos Aires, y creo que nadie pensaba que un hombre fuera cobarde porque dijera:

Soy del barrio ‘e Monserrá,
donde relumbra el acero,
lo que digo con el pico,
lo sostengo con el cuero.

o:

Yo soy del barrio del norte,
soy del barrio del Retiro,
Yo-soy aquel que no miro
con quién tengo que pelear,
y aquí en el milonguear,
ninguno se puso a tiro.

o:

Hágase a un lao, se lo ruego,
que soy de la Tierra ‘el Fuego.

—Es decir, de los alrededores de la Penitenciaría.
Pues bien, Beowulf se parecía a nuestros compadritos de Monserrat o del Retiro. Beowulf quería jactarse de su valor. Y eso no hacía que nadie pensara que fuera cobarde. Para buscar un ejemplo más ilustre, tenemos la Ilíada, en la que los guerreros dicen quiénes son y su reputación no peligra. Al contrario, aumenta. Es como un preludio necesario al combate, para entrar en calor hacían estas cosas. Hasta podían insultarse también, podían acusarse de cobardía.
En el Beowulf, después del concurso de natación y lucha con monstruos marinos, todos se van a acostar, y todos duermen. Es otro rasgo mal inventado: están esperando el ataque del ogro y sin embargo todos duermen tranquilamente y el único que está despierto es Beowulf. Y Beowulf está desnudo, porque sabe que las armas no hieren al monstruo. Confía, además, en su fuerza física. Esa fuerza es extraordinaria. El poeta nos dice que en su puño hay la fuerza de treinta hombres.
Luego llega el monstruo, que rodea el castillo y aunque la puerta está cerrada con fuertes cerrojos de hierro, la derriba, sorprende al primer guerrero durmiente que tiene a mano y lo devora entero, crudo. Devora las manos y los pies también y luego comete la imprudencia de acercarse a Beowulf. Y entonces Beowulf, que no se ha incorporado aún, toma la mano del ogro y la rompe. Y luego se entabla una lucha entre los dos. Lucha en que, para mayor lucimiento del héroe, no participan los otros. Y Beowulf, con la sola fuerza de sus manos —pensemos que estamos frente a un Hércules septentrional—, arranca el brazo y el hombro del ogro. Y mientras pelean, gritan. Esto corresponde a la realidad. En las cargas de infantería, por ejemplo, los hombres gritan también. Hay un verso de Kipling que los recuerda. Los dos gritan, pues. Todo el palacio de Heorot tiembla, está a punto de venirse abajo, pero finalmente el ogro herido cae mortalmente, huye a morir a su ciénaga. Al día siguiente, celebran la muerte del ogro y cuelgan su brazo como trofeo en la sala. Hay otro festín, pero de noche la madre del ogro, que es una bruja y es muy fuerte también, viene a rescatar el brazo de su hijo muerto y se lo lleva, dando muerte a un guerrero. Entonces Beowulf resuelve buscar la ciénaga donde vive el ogro y aquí tenemos esa descripción de la ciénaga, que es uno de los pasajes clásicos del poema. Algunos quieren acompañar a Beowulf, pero él es el héroe: conviene que cumpla solo sus hazañas, como lo hizo Hércules siglos antes. Y se ven en la superficie de la ciénaga restos de carne, carne humana, posiblemente la carne del ogro. Y hay también espuma como ensangrentada. El héroe se sumerge y nada durante un día hasta llegar a una caverna. Esta caverna está seca, está iluminada por una luz sobrenatural, mágica. Y allí está la madre del ogro, horrible, fuerte como él. Y Beowulf combate con ella y está a punto de ser vencido: ella es aún más fuerte que su hijo. Pero [Beowulf] tiene tiempo de arrancar una espada de la pared. La madre del ogro no es invulnerable al hierro: con esa espada la mata, pero la espada se consume, porque la bruja exhala veneno de su sangre. Luego Beowulf toma la cabeza del ogro y lleva también la empuñadura de su espada, no la hoja, que ha sido consumida. Afuera están esperándolo ansiosamente. El sube con ese trofeo último, y el poeta inventa un rasgo circunstancial: se necesitan dos hombres para llevar la cabeza del gigante, tan pesada es. Luego Beowulf, ensangrentado, herido y victorioso, vuelve al palacio de Hrothgar, que le agradece lo que ha hecho, lo colma de presentes —aceptar estos presentes no es deshonroso—, y Beowulf vuelve otra vez a su reino, al sur de Suecia.
Ahora, Beowulf no era sueco. Los suecos pertenecían a otra tribu. Los geatas eran enemigos de los suecos. Y así pasan cinco años... Perdón, cincuenta años, «cincuenta inviernos», dice el poeta. Los sajones contaban el tiempo por inviernos, dado el rigor del clima. Mientras tanto, Beowulf ejecuta muchas hazañas militares, pero el poeta las menciona al pasar, porque las que le importan son la primera y última hazañas de Beowulf. Y se ha dicho que uno de los fines del poema es presentar el príncipe ejemplar, según el concepto de la época. Esto es: fuerte, fuerte hasta lo sobrenatural ya que tiene la fuerza de treinta hombres, y además destructor de monstruos, que son un peligro para todos —esto concuerda otra vez con Hércules—, y es además justo. Porque cuando él muere, al fin del poema, invoca a Dios y dice que él nunca, en la sala de los festines, ha dado muerte a ningún pariente suyo. Y esto se considera como un hecho bastante extraordinario, y lo sería quizás en la época. Pasan cincuenta años, cincuenta años de victoria y, finalmente, de paz victoriosa, y luego aparece otro personaje, que es un dragón que vive desde tiempo inmemorial en una cueva y que guarda tesoros. La idea del dragón como guardián de tesoros es común en toda la antigüedad germánica. Recordemos el caso de Sigurd o Sigfrido y el dragón, y recordemos en la Historia Natural de Plinio a los grifos, que cuidan montañas de oro y luchan con los arimaspos, que tienen un solo ojo.45 La idea del dragón como guardián de tesoros es tan común, que en la poesía escandinava una de las metáforas corrientes para el oro —que era entendida inmediatamente por todos— era «lecho de dragón». O sea que la gente se imaginaba el oro y el dragón acostado encima y durmiendo encima para mejor guardarlo. Luego el poeta nos habla de un esclavo, que ha huido y entra en la caverna cuando el dragón está durmiendo, y roba un jarro de oro. El esclavo desaparece de la fábula también. A la mañana siguiente, el dragón se despierta, nota que le falta el jarro de oro, sale, piensa que tiene que vengarse de este robo, y luego tiene un rasgo humano: antes de depredar la tierra de los gea- tas, vuelve a la cueva y vuelve a examinar todo bien, para ver si no está el jarro en alguna parte. Pero no lo encuentra, y entonces es el terror del reino de los geatas, como el ogro, medio siglo antes, lo había sido de Dinamarca. Entonces llegan noticias de lo que ocurre al viejo Beowulf, y él resuelve de nuevo luchar con un monstruo. Y si queremos ser un poco imaginativos, tenemos que ver esta historia como la de un hombre a quien acecha un destino: luchar con el monstruo y morir. El dragón es, de algún modo, presentido o no por el poeta —esto sí que no nos importa, porque las intenciones de los autores son menos importantes que el logro de lo que ejecutan—, la vuelta a encontrarse con su destino. Es decir, el dragón es otra vez el ogro de Dinamarca, y el rey va con su gente, que quiere acompañarlo, pero él dice que no, que se arreglará solo como se arregló hace cincuenta años con el ogro y con la madre del ogro. Llega a la boca de la cueva del dragón, que ha sido descripto por muchas metáforas —se lo ha llamado «manchado horror del crepúsculo», «guardián del oro»—, y Beowulf lo desafía. El dragón sale y los dos combaten. Hay una descripción suficientemente sanguinaria del combate. Beowulf da muerte al dragón, pero el dragón exhala fuego de sus fauces, y Beowulf sabe que ese fuego lo va a envenenar. Y hay un servidor que se llama Wiglaf, que es el único que lo ha acompañado hasta ahí, y el rey dice que va a entregar su alma al Señor —este párrafo es cristiano—, pero que él sabe que irá al Cielo, porque su vida ha sido justa, y da órdenes para sus funerales. El funeral ya no es el que hemos visto antes: no se trata de una nave funeraria. Dice que erijan una alta pira adornada de yelmos, escudos y brillantes armaduras: «Helmum behongen, hildebordum, beorhtum byrnum, swa he bena waes». «Helmum behongen», «Adornada de yelmos» —la palabra germánica «helm» es la misma—.46 Luego «hildebordum», «tabla de la batalla»: se llamaba así al escudo, que era redondo, de madera, y estaba revestido de cuero. Y luego «beorhtum byrnum», de brillantes armaduras, «swa he bena waes», tal como él lo había ordenado. Luego lo acuestan a él en lo alto de la pira, le prenden fuego, y él ha dicho que además tienen que erigir un túmulo que se vea desde el mar, para que la gente lo recuerde.47 Luego lo entierran en ese túmulo, y entonces doce guerreros a caballo evolucionan alrededor de la tumba del rey y cantan su elegía y celebran sus alabanzas.
Ahora, en un texto medieval sobre la historia de los godos, de Jordanes, se describe el entierro de Atila y el rito es el mismo.48La pira, el túmulo y los guerreros que cabalgan alrededor cantando la alabanza del rey. En fin, se ve que el poeta era un poeta erudito: en su poema ha querido registrar los diversos ritos funerarios de la gente germánica. Porque aunque Atila era huno, los germanos lo consideraban como suyo, porque muchos reyes germánicos fueron vasallos suyos. Y luego el poema concluye con la alabanza de Beowulf, y la alabanza es muy rara. Algunos han creído que es interpolación —yo creo que no— porque uno esperaría que en esa alabanza se hablara del ogro, del dragón, de los suecos contra los cuales él ha combatido, de sus victorias, pero no se dice nada de eso. El último verso49 nos dice que él era «manna mildust», «the mildest of men», el más suave, el más bondadoso de los hombres y el más deseoso de alabanza. Esto también contradice nuestra sensibilidad actual, porque nosotros vivimos en una época de propaganda: el hecho de que un hombre desee ser famoso no nos parece un rasgo admirable. Pero debemos pensar que este poema fue escrito en la Edad Media. En la Edad Media se creía que toda alabanza era justa: que un hombre deseara ser alabado es porque merecía ser alabado. El poema concluye con estas palabras: «el más bondadoso de los hombres y el más deseoso de alabanza». No se dice nada sobre su coraje. Es verdad que hemos visto este coraje ejemplificado a lo largo del poema.
Hay otro rasgo curioso en este poema, y es que en el poema aparece un juglar, y este juglar canta —y no concluye— una leyenda germánica anterior acaso al Beowulf: la historia de una princesa de Dinamarca que se llama Hildeburh. El nombre significa «castillo de la guerra» o «el castillo de la batalla». Ahora, quizá este fragmento tal como lo canta el juglar no es evidentemente el cantar, el romance anterior, porque el lenguaje es igual al lenguaje del resto del Beowulf. Es decir, es un lenguaje retórico en el que abundan las metáforas, y sin duda la poesía primitiva de los germanos tiene que haber sido mucho más simple. Esto lo vemos, por ejemplo, en el Cantar de Hildebrand, que aunque compuesto más o menos en la misma época que el Beowulf, corresponde a una etapa muy primitiva, ya que las aliteraciones son escasas, y creo que hay una sola metáfora, una metáfora dudosa: se llama a la armadura «vestidura de batalla», «vestidura de guerra», lo cual puede o no ser una metáfora. Está muy lejos de metáforas complicadas, como «tejido de hombres» por «batalla», que encontramos en los escandinavos, o «camino del cisne» por «el mar».
Ahora, esta historia está a medio contar, y es el tema del otro antiguo fragmento épico de los anglosajones: el «Fragmento heroico de Finnsburh»,50 que consta de unos setenta versos y que debe ser, sospecho, anterior al Beowulf por lo directo de su lenguaje. La fábula elegida por el autor del Beowulf no se presta al desarrollo patético. Tenemos dos hazañas del mismo héroe. Las dos hazañas están separadas por un intervalo de cincuenta años y no hay ningún conflicto en el poema. Es decir, Beowulf cumple siempre con su deber de valiente, nada más. Muere valerosamente. El poema está lleno de sentencias piadosas. Algunas son evidentemente paganas: se dice, por ejemplo, que «mejor que llorar al amigo muerto es vengarlo», evidentemente pagana. Esto corresponde a una época en que la venganza era no sólo un derecho sino un deber, un hombre debía vengar la muerte de su amigo. Pero no hay conflicto. En cambio, en la historia de Hildeburh, que está intercalada en el Beowulf, sí tenemos un conflicto. Porque la historia es ésta: hay una princesa de Dinamarca que se llama Hildeburh, hay una discordia entre los daneses y los frisios, es decir gente de los Países Bajos. Y entonces se resuelve que una princesa, la princesa de Dinamarca, se casará con el rey de los frisios. Y así, mediante esta alianza de las dos casas reales, queda cicatrizada esa discordia. Esta práctica era tan común que una de las metáforas de la poesía sajona es «tejedora de paz», esto es «la princesa», no porque fuera especialmente apacible sino porque servía para que se tejiera la paz entre naciones vecinas y rivales. Hildeburh se casa con el rey de los frisios y va a visitarla su hermano, que llega con sesenta guerreros a la corte. Los reciben hospitalariamente y les dan como alojamiento las piezas que rodean a un recinto central con dos puertas. Idéntico, digamos, al palacio de Hrothgar. Pero de noche los atacan los frisios. Ellos salen a defenderse, combaten durante varios días y ahí el hermano de la princesa de Dinamarca mata a su sobrino. Al final, los frisios se dan cuenta de que no pueden con los daneses. En ambos poemas anglosajones hay una verdadera simpatía por los daneses y por los geatas, desde luego, es decir, por la gente escandinava. Al cabo de unos días, [los frisios] se dan cuenta de que no pueden combatir, de que no pueden vencer [a los daneses], y les proponen una tregua, y el hermano de la princesa la acepta. Espera que pase el invierno para navegar —porque durante el invierno los mares estaban obstruidos por el hielo—, vuelve a su país y allí reúne una fuerza mayor que la de los sesenta guerreros que lo habían acompañado. Vuelve, ataca a los frisios, mata al rey y vuelve a su país llevándose a su hermana, la princesa.
Ahora, si este poema existiera entero, y de suponer que existió, tendríamos un conflicto trágico, porque tendríamos la historia de la princesa cuyo hijo muere a manos del tío. Es decir, aquí el poeta tendría una mayor ocasión de ser patético que en el Beowulf, que simplemente registra dos hazañas, increíbles para nosotros, contra un ogro y contra un dragón. En la próxima clase vamos a examinar, y podemos examinarlo muy detalladamente, el «Fragmento heroico de Finnsburh». Ahora, el principio del fragmento, de la historia, lo dejaremos de lado porque lo he contado. Vamos a tomar el fragmento desde el comienzo, que es el momento en el cual los daneses notan que su habitación ha sido forzada por los frisios y que van a ser atacados por ellos, hasta que los frisios se dan cuenta de que no pueden con los daneses y que han sido derrotados por ellos. Vamos a analizarlo casi línea por línea. Son unos sesenta versos. Ustedes verán que el lenguaje es muy directo, muy distinto del lenguaje ceremonioso del Beowulf. Posiblemente su autor fue un hombre de acción. En cambio, en el caso del Beowulf, podemos imaginar al autor como un monje, de Northumbria, se ha dicho, del norte de Inglaterra, lector de Virgilio, que se propuso el experimento, muy audaz en la época, de escribir una epopeya germánica. Y esto nos llevaría a un pequeño problema, que es éste: ¿por qué en las naciones germánicas —y aquí estoy pensando en Ulfilas,51 estoy pensando en los sajones, estoy pensando después en Wycliff,52 en Inglaterra en el siglo XIV, en Lutero—, por qué en las naciones germánicas hubo traducciones de la Biblia antes que en las latinas?
Y hay un germanista de origen judío, Palgrave,53 que ha dado con la solución, y la solución es ésta: la Biblia que se leía en la Edad Media era una Biblia Vulgata, es decir un texto latino. Ahora, si alguien hubiera pensado en traducir el texto bíblico al provenzal, o al italiano o al español, esos idiomas se parecían demasiado al latín como para que la traducción no corriera el albur de parecer una parodia del original. En cambio, como las lenguas germánicas eran totalmente distintas del latín, la traducción podía hacerse sin ningún riesgo. Quiero decir que, en la Edad Media, quienes hablaban provenzal o español o italiano sabían que estaban hablando un idioma que era una variación o una corrupción del latín. De modo que hubiera parecido irreverente pasar del latín al provenzal. En cambio, las lenguas germánicas eran totalmente distintas, [las traducciones de la Biblia] estaban hechas para personas que no sabían latín, de modo que la traducción podía hacerse sin correr ningún riesgo. Ahora, quizás esto podríamos aplicarlo al Beowulf. ¿Por qué el Beowulf es el primer poema épico escrito en una lengua vernácula? Porque esa lengua vernácula difería tan profundamente del latín, que nadie al leer el Beowulf podía pensar que estaba leyendo una parodia de la Eneida. En cambio, tuvo que pasar bastante tiempo para que los juglares de lengua romance se animaran a intentar epopeyas en su lengua.
En la próxima clase veremos, pues, el «Fragmento heroico de Finnsburh», y veremos algún poema muy posterior épico anglosajón, con lo cual concluiremos la primera bolilla.

Viernes 21 de octubre de 1966


Notas


38 Se refiere a la tercera palabra, «fus». «Ond» equivale al inglés moderno «and», es decir al «y» castellano.
39 Cuando los monjes de la Inglaterra anglosajona comenzaron a escribir el inglés antiguo, lo hicieron utilizando el alfabeto latino. Tuvieron que enfrentarse, sin embargo, con dos sonidos consonánticos que no hallaban correlato en latín. Se trata de las consonantes interdentales que en inglés moderno se escriben con el dígrafo «th» (tanto la consonante muda de «thin» como la consonante sonora de «this»). Para representar estos dos sonidos, los escribas agregaron entonces dos letras: tomaron prestada la þ «thorn» del alfabeto rúnico, e inventaron una nueva letra, ð «eth», a partir de la «d» latina. En inglés antiguo cada una de estas dos letras se utilizaba para representar tanto la consonante muda como la sonora; ambas eran intercambiables. En inglés antiguo tardío los escribas tienden a separar su uso, escribiendo «þ» en posición inicial y «ð» en caso contrario. La letra þ dejó de usarse durante el inglés medio; la þ se siguió utilizando hasta el siglo XVI. La aclaración de Borges demuestra que en su memoria guardaba el nombre del rey en su grafía original (que utiliza la letra «þ»: Hroþgar), pero quería explicar a sus estudiantes cómo escribirlo utilizando las letras que ellos ya conocían.
40 Es evidente que en esta sección Borges ejemplificaba oralmente las diferencias fonéticas.
41 Henry Wadsworth Longfellow, poeta norteamericano (1807-1882).
42 Ralph Waldo Emerson, ensayista, poeta y conferencista norteamericano, nacido en Boston, Massachusetts (1803-1882).
43 En inglés antiguo: «brazalete, anillo».
44 Personaje de las comedias de Plauto y Terencio que refería grandes hazañas de batallas en las que no había participado.
45 «(Los arimaspos son) hombres notables por tener sólo un ojo y éste, en la mitad de la frente. Viven en perpetua guerra con los grifos, especie de monstruos alados, para arrebatarles el oro que éstos extraen de las entrañas de la tierra y que defienden con no menos codicia que la que ponen los arimaspos en despojarlos».Plinio, Historia Natural, VII, 2. Citado por Borges en la página que dedica a los monóculos en el Libro de los seres imaginarios, OCC pág 666.
46 La palabra castellana «yelmo» procede, a través del latín vulgar, del vocablo germano-occidental helm.
47 El Anexo anglosajón incluye una traducción del fragmento correspondiente al funeral de Beowulf.
48 Borges se refiere a la obra de Jordanes titulada De origine actibusque Getarum. También llamada Getica, fue escrita por Jordanes a mediados del siglo VI, basándose en la obra mucho más extensa y hoy perdida de Magnus Aurelius Cassiodorus. La Getica preserva las leyendas que los godos contaban acerca de su propio origen escandinavo; es asimismo una fuente especialmente valiosa en lo tocante al pueblo de los hunos. La obra incluye una descripción detallada del funeral de Atila, que Borges compara con el de Beowulf. Jordanes escribe: «No omitiremos decir algunas palabras sobre las muchas formas en que su espíritu fue honrado por su raza. Su cuerpo fue colocado en medio de una planicie y velado en una carpa de seda para que los hombres lo admiraran. Los mejores jinetes de toda la tribu de los hunos cabalgaron alrededor en círculos, a la manera de los juegos circenses, en el lugar donde había sido traído y dijeron sus hazañas en un canto fúnebre de la siguiente manera: “El líder de los hunos, Rey Atila, nacido de su padre Mundiuch, señor de las más valientes tribus, dueño único de los reinos de Scythia y Germania —poderes hasta entonces desconocidos—, capturó ciudades y aterrorizó a ambos imperios del mundo romano y, aplacado por sus plegarias, aceptó tributo anual para evitar el saqueo del resto. Y cuando hubo logrado todo esto por el favor de la fortuna, cayó, no por una herida infligida por el enemigo, ni por la traición de sus amigos, sino rodeado de su nación en paz, feliz en su dicha y sin sentir ningún dolor. ¿Quién puede considerar a esto una muerte, cuando nadie cree que merezca una venganza?”. Una vez que lo hubieron llorado con tales lamentaciones, celebraron sobre su tumba una strava, como ellos la llaman, con gran jolgorio. Cedieron alternativamente a los extremos del sentimiento y mostraron su pena alternada con alegría. Luego, amparados por el secreto de la noche, enterraron su cuerpo en la tierra. Sujetaron sus ataúdes, el primero con oro, el segundo con plata y el tercero con la fuerza del hierro, mostrando por estos medios que esas tres cosas eran las apropiadas para el más poderoso de los reyes; hierro por haber sometido a las naciones, oro y plata por haber recibido los honores de ambos imperios. Agregaron también las armas de enemigos ganadas en combate, joyas de raro valor, brillantes con varias gemas y ornamentos de toda clase con los cuales se preserva la condición regia. Y para que tan grandes riquezas se mantuvieran a resguardo de la curiosidad humana, mataron a aquellos encargados de esa tarea —una paga horrible por sus labores— y así la muerte repentina fue el destino de aquellos que lo enterraron como también de aquel que fue enterrado». (Los párrafos que aquí se reproducen, XLIX, 256-258, han sido traducidos de la edición de C. G. Mierow, Gothic History of Jordanes in English Versión, Princeton University Press, 1915. Traducción de M.H.)
49 En realidad, el anteúltimo verso de Beowulf.
50 El «Fragmento de Finnsburh» ha sido traducido al castellano por Borges y aparece en la Breve antología anglosajona.
51 Ulfilas o Wulfilas, «el lobezno», obispo de los godos (311-c. 383). Profesó el arrianismo, doctrina teológica que negaba la divinidad de Cristo y la consustancialidad de las Tres Personas de la Trinidad. Se le atribuye la invención del alfabeto gótico, que utilizó para llevar a cabo la primera traducción de la Biblia a una lengua germánica. Tanto el historiador Philostorgus como el bizantino Sócrates Scholasticus aseguran que tradujo la Biblia completa; Philostorgus aclara que Ulfilas pasó por alto los cuatro Libros de los Reyes, para evitar azuzar la naturaleza guerrera de las tribus góticas. Gran cantidad del material traducido por Ulfilas, sin embargo, se ha perdido y lo que sobrevive ha llegado hasta nosotros en distintos fragmentos. De todos ellos, el más importante es el llamado Codex Argenteus, escrito con letras de oro y plata sobre un pergamino púrpura, que se conserva hoy en la biblioteca de la Universidad de Uppsala, en Suecia. Ulfilas ejerció su labor misionera desde su consagración, alrededor del 341, hasta la fecha de su muerte.
52 John Wycliff, teólogo y filósofo inglés, precursor de la reforma eclesiástica (c.1330-1384). Según sus teorías, la iglesia debía abandonar sus posesiones terrenales. Wycliff se rebeló contra la autoridad del pontificado y se opuso al magisterio eclesiástico. Sostuvo que la única autoridad era la Biblia e impulsó la primera traducción completa de las Escrituras al idioma inglés.
53 Francis Palgrave (1788-1861), historiador de la Inglaterra anglosajona y fundador de la Oficina de Registros Públicos inglesa. Entre sus obras se cuentan History of England, History of the Anglo-Saxons, y Truths and Fictions of the Middle Ages.









En Borges profesor
Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires
Edición, investigación y notas: Arias, Martín & Hadis, Martín
© María Kodama, 2000
Foto cabecera: JLB por Bernardo Pérez (1985) Via




14/12/14

Jorge Luis Borges: Elsa







Noches de largo insomnio y de castigo
que anhelaban el alba y la temían,
días de aquel ayer que repetían
otro inútil ayer. Hoy los bendigo.
¿Cómo iba a presentir que en esos años
de soledad de amor que las atroces
fábulas de la fiebre y las feroces
auroras no eran más que los peldaños
torpes y las errantes galerías
que me conducirían a la pura
cumbre de azul, que el azul perdura
de esta tarde de un día y de mis días?
Elsa, en mi mano está tu mano. Vemos
en el aire la nieve y la queremos.

Cambridge, 1967




Elogio de la sombra (1969)
Poema a su primera esposa, Elsa Astete Millán, suprimido de las ediciones posteriores a 1972
Fuente

Foto: Borges y Elsa Astete Millan USA 1968 por Charles H. Phillips
The LIFE Picture Collection/Getty

Jorge Luis Borges: Dos antiguos problemas






El mentiroso

En algunas versiones, el héroe de esta primera dificultad (con la que jugaron los griegos) es el abderitano Demócrito inventor de los átomos indivisibles, negador del espiritismo, falsificador de esmeraldas, disolvedor de piedras, antiguo ablandador del marfil y hombre que se arrancó los ojos en un jardín para no distraerse, en otras, el candiota Epiménides, varón que se dedicó a la longevidad, postergando la muerte hasta el decurso de 289 años.

Demócrito de Abdera en el Mar Egeo, Epiménides de Creta en el Mediterráneo: elija mi lector aquel sonido que más le gusta. El sofisma (con la persona y la ciudad que quieran) es éste. Demócrito sostiene que los abderitanos son mentirosos; pero Demócrito es abderitano: luego, Demócrito miente: luego, no es cierto que los abderitanos sean mentirosos: luego, Demócrito no miente: luego, es verdad que los abderitanos son mentirosos: luego, Demócrito miente: luego, no es cierto que los abderitanos sean mentirosos: luego, Demócrito no miente, et sic de caeleris hasta la peligrosa longevidad, o hasta la apresurada investidura de un chaleco de fuerza.

Charles Lamb se duele de los jugadores despreocupados que en vez de jugar a los naipes, juegan a jugar a ellos, yo prefiero creer que los griegos sólo jugaron a la perplejidad y al misterio con la broma anterior. Es imposible que no percibieran la trampa. Ésta reside en la falsa identificación de mentir y ser mentiroso. Mentir es decir lo contrario de la verdad: ser mentiroso es tener el hábito de mentir, sin que ello signifique una obligación de mentir todo el tiempo. Un mentiroso puede lamentar la sequía sin estar domiciliado en un maremoto,- un mentiroso puede murmurar la frase yo entro, sin que ello importe vociferar la orden: tú sales.


El cocodrilo

Los interlocutores de la segunda dificultad (con la que también jugaron los griegos) son un cocodrilo, una mujer y un niño. El cocodrilo acaba de apoderarse del niño, la madre exige con acopio de lágrimas su inmediata devolución. El cocodrilo jura restituírselo, siempre que ella adivine acertadamente si él lo devorará o lo restituirá. Si la madre le dice: No devorarás a mi niño, el cocodrilo (sin faltar a su juramento) puede afirmarle, y aun probarle, que se equivoca... La madre piensa un rato largo y le dice: Digo que vas a devorar a mi hijito. Aquí principia un interminable problema.

Si la madre acertó, el hijo debe serle devuelto, pero si le devuelven al hijo, ella no acertó, pero si no acertó, el cocodrilo puede en buena ley devorarlo, pero si lo devora, ella acertó,- pero si la madre acertó, el hijo debe serle devuelto, pero si le devuelven el hijo, ella no acertó, pero... y así infinitamente.

Antes de indagar el misterio, quiero copiar una más reciente versión que sin el menor cambio fundamental, mejora considerablemente la fábula. Es la que conocieron los amigos de Miguel de Cervantes.


El puente

Casi al principio del capítulo 51 de la segunda parte del Don Quijote, puede buscarse esta mejorada versión: "Un caudaloso río dividía dos términos de un mismo señorío (y esté vuestra merced atento, porque el caso es de importancia y algo dificultoso), digo pues, que sobre este río estaba una puente, y al cabo delta una horca y una como casa de audiencia, en la cual de ordinario había cuatro jueces que juzgaban la ley que puso el dueño del río, de la puente y del señorío, que era en esta forma: Si alguno pasara por esta puente de una parte a otra, ha de jurar primero adónde y a qué va, y si jurara verdad, déjenlo pasar, y si dijera mentira, muera por ello ahorcado en la horca que allí se muestra sin remisión alguna. Sabida esta ley y la rigurosa condición della, pasaban muchos, y luego en lo que juraban se echaba de ver que decían verdad, y los jueces los dejaban pasar libremente. Sucedió pues, que tomando juramento a un hombre, juró y dijo que para el juramento que hacía, que iba a morir en aquella horca que allí estaba, y no a otra cosa. Repararon los jueces en el juramento y dijeron: Si a este hombre lo dejamos pasar libremente, mintió en su juramento y conforme a la ley debe morir, y si lo ahorcamos, él juró que iba a morir en aquella horca, y habiendo jurado verdad, por la misma ley debe ser libre. Pídese a vuesa merced, señor gobernador, ¿qué harán los jueces del tal hombre, que aun hasta agora están dudosos y suspensos?"

Mi lector habrá notado que la muerte —ya por cocodrilo, ya por verdugo— interviene en los dos problemas. Todos propendemos a suponer que en el empleo de esa operación absoluta reside la dificultad. Sin embargo, no hay tal: si la pena de la mentira fuera una multa y el viajero genial hubiera afirmado que su destino era abonar esa multa, nos encararía la misma dificultad, con infinitos pagos y con incontenibles reembolsos, según el movimiento, o vaivén, dialéctico. Hay que tirar por otro rumbo.

El doctor Wolff, en su libro El certamen con la tortuga (Berlín 1929) sostiene la nulidad del primer convenio, puesto que la mujer tiene que adivinar una cosa que sólo se resuelve a raíz de la misma contestación... Yo pensaría que la debilidad del segundo reside en el empleo despreocupado de las palabras juramento y mentir, que ya están insinuando una confusión entre ejecución y propósito. Esas palabras imprudentes parecen indicar que la veracidad del interrogado era lo importante, no sus dotes proféticas. Ello anularía el problema. El extraño viajero declara su propósito de morir, el tribunal comprueba que es sincero en la declaración de esa voluntad, el tribunal, de acuerdo con la ley del señor de aquel río, le impone seguir viaje.

Para evitar esa deplorable consumación, he urdido una tercera fábula: variante acaso inútil de la primera. Carece de dramaticidad, carece de muerte, pero no le veo fin.


El adivinador

En Sumatra, un hombre quiere doctorarse de brujo. El examinador le pide que adivine si será reprobado o si pasará. El hombre dice que será reprobado...

Ya se presiente la infinita continuación.



Obras, reseñas y traducciones inéditas (1995)
Colaboraciones de Jorge Luis Borges en la Revista Multicolor de los Sábados
del diario Crítica, 1933-1934
Con firma de JLB - N° 40. 5 de diciembre de 1934

Incluido en Textos recobrados 1931-1955
Buenos Aires, 2001
Foto: Borges en Villa Palagonia, Bagheria, 1984 - Ferdinando Scianna/Magnum Photos


13/12/14

Jorge Luis Borges: Al olvidar un sueño






A Viviana Aguilar

En el alba dudosa tuve un sueño.
Sé que en el sueño había muchas puertas.
Lo demás lo he perdido. La vigilia
ha dejado caer esta mañana
esa fábula íntima, que ahora
no es menos inasible que la sombra
de Tiresias o que Ur de los Caldeos
o que los corolarios de Spinoza.
Me he pasado la vida deletreando
los dogmas que aventuran los filósofos.
Es fama que en Irlanda un hombre dijo
que la atención de Dios, que nunca duerme,
percibe eternamente cada sueño
y cada jardín solo y cada lágrima.
Sigue la duda y la penumbra crece.
Si supiera qué ha sido de aquel sueño
que he soñado, o que sueño haber soñado,
sabría todas las cosas.




La cifra, Madrid, Alianza Editores, 1981

Nota
Publicado simultáneamente en Madrid, por Alianza Editores, y en Buenos Aires, por Emecé Editores. El poema fue suprimido en la edición argentina y en todas las demás a partir de la segunda edición. Tampoco se incluye en las Obras Completas. Se reproduce también en Borges. Esplendor y derrota, de María Esther Vázquez. Fuente

Foto: Borges. Rome, Italy, 1981 © Horst Tappe Fondation/LUZphoto

Richard Avedon: Borges



(...) En 1975 llegué a un punto en mi carrera en que no estaba interesado en hacer retratos a personas de poder y fama. Sin embargo, había tres hombres cuyo trabajo admiraba enormemente y cuyo retrato quería realizar: Jorge Luis Borges, Samuel Beckett, y Francis Bacon. Sus retratos involucraron tres tipos diferentes de performance: Borges otorgó una performance infotografiable, Beckett rechazó la performance y Bacon ofreció una performance perfecta.

Fotografío lo que más temo, y Borges era ciego.

En vuelo a Buenos Aires me informan que la madre de Borges, con quién yo sabía que él vivió toda su vida, acababa de morir esa mañana. Asumí que la sesión sería cancelada. Pero él me recibió, como estaba planeado, la tarde siguiente a las cuatro en punto. Llegué a su apartamento y me encontré a mi mismo en la oscuridad. Estaba sentado en una luz gris, en una silla pequeña, y me señaló con su mano que me sentara a su lado. Casi inmediatamente, me dijo que admiraba a Kipling, y me pidió que le leyera. “Ve a la biblioteca y busca en séptimo libro desde la derecha del segundo estante”. Lo hice. Me dijo cuál poema de Kipling quería ecuchar –“The Harp Song of the Dane Women”- y se lo leí. Se sumó en algunos pasajes. Si sabía yo anglosajón, me preguntó. ¿Qué prefería, leyenda o elegía? Elegía, aventuré. Me explicó, mientras preparaba su recitado, que su difunta madre yacía en la habitación de al lado. Sus manos se crisparon de dolor justo un instante antes de su muerte, explicó, y luego describió cómo él y su sirviente habían estirado cada uno de los dedos de su madre, uno por uno, hasta que sus manos descansaron sobre su pecho. Luego recitó la elegía anglosajona, su voz elevándose y cayendo en el cuarto oscuro.

La primera vez que lo vi en la luz, era mi luz. Me abrumaron los sentimientos y empecé a fotografiar. Pero las fotos resultaron más vacías de lo que yo esperaba. Pensé que de alguna manera la abrumación fue tanta que no había logrado poner nada de mí mismo en el retrato.

Cuatro años después leo una crónica de Paul Theroux sobre su visita a Borges. Era mi visita: la luz suave, la ida a la biblioteca, Kipling, el recital anglosajón. De alguna manera, parece que Borges no hubiera tenido visitas. La gente que venía de afuera sólo podía existir para él si formaba parte de su propio mundo interior, el mundo de poetas y sabios que eran su verdadera compañía. La gente de ese mundo sabía más, discutía mejor, tenía más para decirle. La performance no permitía ningún intercambio. Él se había tomado su propio retrato hacía tiempo atrás, y yo sólo pude fotografiar eso. (...)


Fotos: www.richardavedon.com/


12/12/14

Jorge Luis Borges: Inscripción [La cifra]






De la serie de hechos inexplicables que son el universo o el tiempo, la dedicatoria de un libro no es, por cierto, el menos arcano. Se la define como un don, un regalo. Salvo en el caso de la indiferente moneda que la caridad cristiana deja caer en la palma del pobre, todo regalo verdadero es recíproco. El que da no se priva de lo que da. Dar y recibir son lo mismo.

Como todos los actos del universo, la dedicatoria de un libro es un acto mágico. También cabría definirla como el modo más grato y más sensible de pronunciar un nombre. Yo pronuncio ahora su nombre, María Kodama. Cuántas mañanas, cuántos mares, cuántos jardines del Oriente y del Occidente, cuánto Virgilio.

J.L.B.

Buenos Aires, 17 de mayo de 1981




La cifra (1981)
Foto: JLB y M. Kodama - Palazzo dei Normanni (Palermo, Italia)
© Ferdinando Scianna/Magnum Photos 1984


Jorge Luis Borges: Hombre de la Esquina Rosada



Set de filmación El hombre de la esquina rosada (1962)
Francisco Petrone y JLB Ibídem





















A  Enrique Amorim
A mí, tan luego, hablarme del finado Francisco Real. Yo lo conocí, y eso que éstos no eran sus barrios porque él sabía tallar más bien por el Norte, por esos laos de la laguna de Guadalupe y la Batería. Arriba de tres veces no lo traté, y ésas en una misma noche, pero es noche que no se me olvidará, como que en ella vino la Lujanera porque sí, a dormir en mi rancho y Rosendo Juárez dejó, para no volver, el Arroyo. A ustedes, claro que les falta la debida esperiencia para reconocer ese nombre, pero Rosendo Juárez el Pegador era de los que pisaban más fuerte por Villa Santa Rita. Mozo acreditao para el cuchillo era uno de los hombres de D. Nicolás Paredes, que era uno de los hombres de Morel. Sabía llegar de lo más paquete al quilombo, en un oscuro, con las prendas de plata; los hombres y los perros lo respetaban y las chinas también; nadie inoraba que estaba debiendo dos muertes; usaba un chambergo alto, de ala finita, sobre la melena grasienta; la suerte lo mimaba, como quien dice. Los mozos de la Villa le copiábamos hasta el modo de escupir. Sin embargo, una noche nos ilustró la verdadera condición de Rosendo.
Parece cuento, pero la historia de esa noche rarísima empezó por un placero insolente de ruedas coloradas, lleno hasta el tope de hombres, que iba a los barquinazos por esos callejones de barro duro, entre los hornos de ladrillos y los huecos, y dos de negro, déle guitarriar y aturdir, y el del pescante que les tiraba un fustazo a los perros sueltos que se le atravesaban al moro, y un emponchado iba silencioso en el medio, y ése era el Corralero de tantas mentas, y el hombre iba a peliar y a matar. La noche era una bendición de tan fresca; dos de ellos iban sobre la capota volcada, como si la soledá juera un corso. Ese jué el primer sucedido de tantos que hubo, pero recién después lo supimos. Los muchachos estábamos dende temprano en el salón de Julia, que era un galpón de chapas de cinc, entre el camino de Gauna y el Maldonado. Era un local que usté lo divisaba de lejos, por la luz que mandaba a la redonda el farol sinvergüenza, y por el barullo también. La Julia, aunque de humilde color, era de lo más conciente y formal, así que no faltaban musicantes, güen beberaje y compañeras resistentes pal baile. Pero la Lujanera, que era la mujer de Rosendo, las sobraba lejos a todas. Se murió, señor, y digo que hay años en que ni pienso en ella, pero había que verla en sus días, con esos ojos. Verla, no daba sueño.
La caña, la milonga, el hembraje, una condescendiente mala palabra de boca de Rosendo, una palmada suya en el montón que yo trataba de sentir como una amistá: la cosa es que yo estaba lo más feliz. Me tocó una compañera muy seguidora, que iba como adivinándome la intención. El tango hacía su voluntá con nosotros y nos arriaba y nos perdía y nos ordenaba y nos volvía a encontrar. En esa diversión estaban los hombres, lo mismo que en un sueño, cuando de golpe me pareció crecida la música, y era que ya se entreveraba con ella la de los guitarreros del coche, cada vez más cercano. Después, la brisa que la trajo tiró por otro rumbo, y volví a atender a mi cuerpo y al de la compañera y a las conversaciones del baile. Al rato largo llamaron a la puerta con autoridá, un golpe y una voz. En seguida un silencio general, una pechada poderosa a la puerta y el hombre estaba adentro. El hombre era parecido a la voz.
Para nosotros no era todavía Francisco Real, pero sí un tipo alto, fornido, trajeado enteramente de negro, y una chalina de un color como bayo, echada sobre el hombro. La cara recuerdo que era aindiada, esquinada.
Me golpeó la hoja de la puerta al abrirse. De puro atolondrado me le juí encima y le encajé la zurda en la facha, mientras con la derecha sacaba el cuchillo filoso que cargaba en la sisa del chaleco, junto al sobaco izquierdo. Poco iba a durarme la atropellada. El hombre, para afirmarse, estiró los brazos y me hizo a un lado, como despidiéndose de un estorbo. Me dejó agachado detrás, todavía con la mano abajo del saco, sobre el arma inservible. Siguió como si tal cosa, adelante. Siguió, siempre más alto que cualquiera de los que iba desapartando, siempre como sin ver. Los primeros —puro italianaje mirón— se abrieron como abanico, apurados. La cosa no duró. En el montón siguiente ya estaba el Inglés esperándolo, y antes de sentir en el hombro la mano del forastero, se le durmió con un planazo que tenía listo. Jué ver ese planazo y jué venírsele ya todos al humo. El establecimiento tenía más de muchas varas de fondo, y lo arriaron como un cristo, casi de punta a punta, a pechadas, a silbidos y a salivasos. Primero le tiraron trompadas, después, al ver que ni se atajaba los golpes, puras cachetadas a mano abierta o con el fleco inofensivo de las chalinas, como riéndose de él. También, como reservándolo pa Rosendo, que no se había movido para eso de la paré del fondo, en la que hacía espaldas, callado. Pitaba con apuro su cigarrillo, como si ya entendiera lo que vimos claro después. El Corralero fue empujado hasta él, firme y ensangrentado, con ese viento de chamuchina pifiadora detrás. Silbado, chicoteado, escupido, recién habló cuando se enfrentó con Rosendo. Entonces lo miró y se despejó la cara con el antebrazo y dijo estas cosas:
—Yo soy Francisco Real, un hombre del Norte. Yo soy Francisco Real, que le dicen el Corralero. Yo les he consentido a estos infelices que me alzaran la mano, porque lo que estoy buscando es un hombre. Andan por ahí unos bolaceros diciendo que en estos andurriales hay uno que tiene mentas de cuchillero, y de malo, y que le dicen el Pegador. Quiero encontrarlo pa que me enseñe a mí, que soy naides, lo que es un hombre de coraje y de vista.
Dijo esas cosas y no le quitó los ojos de encima. Ahora le relucía un cuchillón en la mano derecha, que en fija lo había traído en la manga. Alrededor se habían ido abriendo los que empujaron, y todos los mirábamos a los dos, en un gran silencio. Hasta la jeta del mulato ciego que tocaba el violín, acataba ese rumbo.
En eso, oigo que se desplazaban atrás, y me veo en el marco de la puerta seis o siete hombres, que serían la barra del Corralero. El más viejo, un hombre apaisanado, curtido, de bigote entrecano, se adelantó para quedarse como encandilado por tanto hembraje y tanta luz, y se descubrió con respeto. Los otros vigilaban, listos para dentrar a tallar si el juego no era limpio.
¿Qué le pasaba mientras tanto a Rosendo, que no lo sacaba pisotiando a ese balaquero? Seguía callado, sin alzarle los ojos. El cigarro no sé si lo escupió o si se le cayó de la cara. Al fin pudo acertar con unas palabras, pero tan despacio que a los de la otra punta del salón no nos alcanzó lo que dijo. Volvió Francisco Real a desafiarlo y él a negarse. Entonces, el más muchacho de los forasteros silbó. La Lujanera lo miró aborreciéndolo y se abrió paso con la crencha en la espalda, entre el carreraje y las chinas, y se jué a su hombre y le metió la mano en el pecho y le sacó el cuchillo desenvainado y se lo dio con estas palabras:
—Rosendo, creo que lo estarás precisando.
A la altura del techo había una especie de ventana alargada que miraba al arroyo. Con las dos manos recibió Rosendo el cuchillo y lo filió como si no lo reconociera. Se empinó de golpe hacia atrás y voló el cuchillo derecho y fue a perderse ajuera, en el Maldonado. Yo sentí como un frío.
—De asco no te carneo —dijo el otro, y alzó, para castigarlo, la mano. Entonces la Lujanera se le prendió y le echó los brazos al cuello y lo miró con esos ojos y le dijo con ira:
—Déjalo a ése, que nos hizo creer que era un hombre.
Francisco Real se quedó perplejo un espacio y luego la abrazó como para siempre y les gritó a los musicantes que le metieran tango y milonga, y a los demás de la diversión, que bailáramos. La milonga corrió como un incendio de punta a punta. Real bailaba muy grave, pero sin ninguna luz, ya pudiéndola. Llegaron a la puerta y gritó:
—¡Vayan abriendo cancha, señores, que la llevo dormida!
Dijo, y salieron sien con sien, como en la marejada del tango, como si los perdiera el tango.
Debí ponerme colorao de vergüenza. Di unas vueltitas con alguna mujer y la planté de golpe. Inventé que era por el calor y por la apretura y juí orillando la paré hasta salir. Linda la noche, ¿para quién? A la vuelta del callejón estaba el placero, con el par de guitarras derechas en el asiento, como cristianos. Dentré a amargarme de que las descuidaran así, como si ni pa recoger changangos sirviéramos. Me dio coraje de sentir que no éramos naides. Un manotón a mi clavel de atrás de la oreja y lo tiré a un charquito y me quedé un espacio mirándolo, como para no pensar en más nada. Yo hubiera querido estar de una vez en el día siguiente, yo me quería salir de esa noche. En eso, me pegaron un codazo que jué casi un alivio. Era Rosendo, que se escurría solo del barrio.
—Vos siempre has de servir de estorbo, pendejo —me rezongó al pasar, no sé si para desahogarse, o ajeno. Agarró el lado más oscuro, el del Maldonado; no lo volví a ver más.
Me quedé mirando esas cosas de toda la vida —cielo hasta decir basta, el arroyo que se emperraba solo ahí abajo, un caballo dormido, el callejón de tierra, los hornos— y pensé que yo era apenas otro yuyo de esas orillas, criado entre las flores de sapo y las osamentas. ¿Qué iba a salir de esa basura sino nosotros, gritones pero blandos para el castigo, boca y atropellada no más? Sentí después que no, que el barrio cuanto más aporriao, más obligación de ser guapo. ¿Basura? La milonga déle loquiar, y déle bochinchar en las casas, y traía olor a madreselvas el viento. Linda al ñudo la noche. Había de estrellas como para marearse mirándolas, unas encima de otras. Yo forcejiaba por sentir que a mí no me representaba nada el asunto, pero la cobardía de Rosendo y el coraje insufrible del forastero no me querían dejar. Hasta de una mujer para esa noche se había podido aviar el hombre alto. Para ésa y para muchas, pensé, y tal vez para todas, porque la Lujanera era cosa seria. Sabe Dios qué lado agarraron. Muy lejos no podían estar. A lo mejor ya se estaban empleando los dos, en cualesquier cuneta.
Cuando alcancé a volver, seguía como si tal cosa el bailongo.
Haciéndome el chiquito, me entreveré en el montón, y vi que alguno de los nuestros había rajado y que los norteros tangueaban junto con los demás. Codazos y encontrones no había, pero sí recelo y decencia. La música parecía dormilona, las mujeres que tangueaban con los del Norte, no decían esta boca es mía.
Yo esperaba algo, pero no lo que sucedió.
Ajuera oímos una mujer que lloraba y después la voz que ya conocíamos, pero serena, casi demasiado serena, como si ya no juera de alguien, diciéndole:
—Entrá, m'hija —y luego otro llanto. Luego la voz como si empezara a desesperarse.
—¡Abrí te digo, abrí guacha arrastrada, abrí, perra! —Se abrió en eso la puerta tembleque, y entró la Lujanera, sola. Entró mandada, como si viniera arreándola alguno.
—La está mandando un ánima —dijo el Inglés.
—Un muerto, amigo —dijo entonces el Corralero. El rostro era como de borracho. Entró, y en la cancha que le abrimos todos, como antes, dio unos pasos mareados —alto, sin ver— y se fue al suelo de una vez, como poste. Uno de los que vinieron con él lo acostó de espaldas y le acomodó el ponchito de almohada. Esos ausilios lo ensuciaron de sangre. Vimos entonces que traiba una herida juerte en el pecho; la sangre le encharcaba y ennegrecía un lengue punzó que antes no lo oservé, porque lo tapó la chalina. Para la primera cura, una de las mujeres trujo caña y unos trapos quemados. El hombre no estaba para esplicar. La Lujanera lo miraba como perdida, con los brazos colgando. Todos estaban preguntándose con la cara y ella consiguió hablar. Dijo que luego de salir con el Corralero, se jueron a un campito, y que en eso cae un desconocido y lo llama como desesperado a pelear y le infiere esa puñalada y que ella jura que no sabe quién es y que no es Rosendo. ¿Quién le iba a creer?
El hombre a nuestros pies se moría. Yo pensé que no le había temblado el pulso al que lo arregló. El hombre, sin embargo, era duro. Cuando golpeó, la Julia había estao cebando unos mates y el mate dio la vuelta redonda y volvió a mi mano, antes que falleciera. «Tápenme la cara», dijo despacio, cuando no pudo más. Sólo le quedaba el orgullo y no iba a consentir que le curiosearan los visajes de la agonía. Alguien le puso encima el chambergo negro, que era de copa altísima. Se murió abajo del chambergo, sin queja. Cuando el pecho acostado dejó de subir y bajar, se animaron a descubrirlo. Tenía ese aire fatigado de los difuntos; era de los hombres de más coraje que hubo en aquel entonces, dende la Batería hasta el Sur; en cuanto lo supe muerto y sin habla, le perdí el odio.
—Para morir no se precisa más que estar vivo —dijo una del montón, y otra, pensativa también:
—Tanta soberbia el hombre, y no sirve más que pa juntar moscas.
Entonces los norteros jueron diciéndose una cosa despacio y dos a un tiempo la repitieron juerte después:
—Lo mató la mujer.
Uno le gritó en la cara si era ella, y todos la cercaron. Ya me olvidé que tenía que prudenciar y me les atravesé como luz. De atolondrado, casi pelo el fiyingo. Sentí que muchos me miraban, para no decir todos. Dije como con sorna:
—Fijensén en las manos de esa mujer. ¿Qué pulso ni qué corazón va a tener para clavar una puñalada?
Añadí, medio desganado de guapo:
—¿Quién iba a soñar que el finao, que asegún dicen, era malo en su barrio, juera a concluir de una manera tan bruta y en un lugar tan enteramente muerto como éste, ande no pasa nada, cuando no cae alguno de ajuera para distrairnos y queda para la escupida después?
El cuero no le pidió biaba a ninguno.
En eso iba creciendo en la soledá un ruido de jinetes. Era la policía. Quien más, quien menos, todos tendrían su razón para no buscar ese trato, porque determinaron que lo mejor era traspasar el muerto al arroyo. Recordarán ustedes aquella ventana alargada por la que pasó en un brillo el puñal. Por ahí pasó después el hombre de negro. Lo levantaron entre muchos y de cuanto centavos y cuanta zoncera tenía, lo alijeraron esas manos y alguno le hachó un dedo para refalarle el anillo. Aprovechadores, señor, que así se le animaban a un pobre dijunto indefenso, después que lo arregló otro más hombre. Un envión y el agua torrentosa y sufrida se lo llevó. Para que no sobrenadara, no sé si le arrancaron las vísceras, porque preferí no mirar. El de bigote gris no me quitaba los ojos. La Lujanera aprovechó el apuro para salir.
Cuando echaron su vistazo los de la ley, el baile estaba medio animado. El ciego del violín le sabía sacar unas habaneras de las que ya no se oyen. Ajuera estaba queriendo clariar. Unos postes de ñandubay sobre una lomada estaban como sueltos, porque los alambrados finitos no se dejaban divisar tan temprano.
Yo me fui tranquilo a mi rancho, que estaba a unas tres cuadras. Ardía en la ventana una lucesita, que se apagó en seguida. De juro que me apuré a llegar, cuando me di cuenta. Entonces, Borges, volví a sacar el cuchillo corto y filoso que yo sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al sobaco izquierdo, y le pegué otra revisada despacio, y estaba como nuevo, inocente, y no quedaba ni un rastrito de sangre.



Historia universal de la infanmia (1935)
Fotos: JLB en set del film homónimo [+]


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