16/11/14

Jorge Luis Borges: Europa (Autobiografía, II)





En 1914 nos trasladamos a Europa. Mi padre había empezado a perder la vista, y recuerdo haberle oído decir: “¿Cómo voy a seguir firmando documentos legales si no puedo leerlos?”. Forzado a un retiro temprano, planeó nuestro viaje exactamente en diez días. En esos tiempos el mundo no era desconfiado; no había pasaportes ni trámites burocráticos de ningún tipo. Primero pasamos unas semanas en París, ciudad que no me fascinó ni en ese entonces ni después, al contrario de lo que le sucede a la mayoría de los argentinos. Quizá sin saberlo, siempre fui un poco británico -de hecho, siempre pienso en Waterloo como en una victoria-.

El objetivo del viaje, con respecto a mi hermana y a mí, era que concurriéramos a la escuela en Ginebra. Viviríamos con mi abuela materna, que viajaría con nosotros (y finalmente murió allí, mientras mis padres recorrían Europa). Al mismo tiempo, mi padre se haría tratar por un famoso oculista de Ginebra. En esa época Europa era más barata que Buenos Aires, y la plata argentina significaba algo. Pero éramos tan ignorantes de la historia, que no teníamos la menor idea de que en agosto estallaría la primera Guerra Mundial. En ese momento mi padre y mi madre estaban en Alemania, pero lograron regresar a Ginebra y reunirse con nosotros. Un año más tarde, a pesar de la guerra, pudimos atravesar los Alpes hasta el norte de Italia. Conservo recuerdos vívidos de Verona y de Venecia. En el vasto y vacío anfiteatro de Verona, me atreví a recitar en voz alta algunos versos gauchescos de Ascasubi.


Aquel otoño de 1914 empecé a estudiar en el Colegio de Ginebra, fundado por Calvino. Se trataba de un colegio sin internado. En mi clase éramos unos cuarenta alumnos, más de la mitad extranjeros. La materia principal era el latín, y pronto descubrí que si uno era bueno en latín podía descuidar un poco los demás estudios. Sin embargo, las otras materias -álgebra, química, física, mineralogía, botánica, zoología- se estudiaban en francés; y ese año aprobé todos los exámenes excepto, precisamente, el de francés. Sin decirme nada, mis compañeros firmaron una petición al director. Señalaban que yo había tenido que estudiar todas las materias en francés, un idioma que también había tenido que aprender. Le pedían que lo tuviera en cuenta; y él amablemente aceptó. Al principio ni siquiera entendía cuando un profesor me llamaba por mi apellido, porque lo pronunciaban a la manera francesa, con una sola sílaba. Cada vez que tenía que contestar, mis compañeros me daban un codazo.
Vivíamos en un departamento situado en el sur, el centro antiguo de la ciudad. Conozco Ginebra todavía mejor que Buenos Aires; y eso se explica porque en Ginebra no hay dos esquinas iguales y uno aprende muy pronto las diferencias. Todos los días caminaba por la orilla de ese río verde y helado, el Ródano, que atraviesa el centro de la ciudad pasando por debajo de siete puentes de aspecto muy diferente. Los suizos son bastante orgullosos y distantes. Mis dos amigos íntimos, Simón Jichlinski y Maurice Abramowicz, eran de origen judío-polaco. Uno llegó a ser abogado y el otro médico. Les enseñé a jugar al truco y aprendieron tan rápido y bien que al final de la primera partida me dejaron sin un centavo. Me convertí en un buen latinista, aunque la mayoría de mis lecturas personales las hacía en inglés. En casa hablábamos español, pero el francés de mi hermana fue de pronto tan bueno que hasta soñaba en ese idioma. Recuerdo que una vez, al regresar a casa, mi madre encontró a Norah escondida detrás de una cortina de felpa roja, gritando asustada: “Une mouche, une mouche!”. Parece que había adoptado la idea francesa de que las moscas son peligrosas. “Salí de ahí”, le dijo mi madre sin demasiado fervor patriótico. “¡Naciste y te criaste entre moscas!”
A causa de la guerra, exceptuando el viaje a Italia y excursiones dentro de Suiza, no viajamos. Al poco tiempo, desafiando los submarinos alemanes y en compañía de apenas otros cuatro o cinco pasajeros, mi abuela inglesa vino a vivir con nosotros.


Por mi cuenta, fuera del colegio empecé a estudiar alemán. Me empujó a esa aventura Sartor Resartus (El remendón remendado) de Carlyle, que me deslumbraba y me desconcertaba al mismo tiempo. El protagonista, Diógenes Devil’sdung (Diógenes Bosta del Diablo), es un profesor de idealismo alemán. Buscaba en la literatura alemana algo similar a Tácito, pero eso sólo lo encontraría más tarde, en el inglés y el escandinavo antiguos. La literatura alemana resultó ser romántica y empalagosa. Al principio intenté leer Crítica de la razón pura de Kant, pero me derrotó como a la mayoría, incluida la mayoría de los alemanes. Entonces pensé que la poesía, por su brevedad, sería más fácil. Conseguí un ejemplar de los primeros poemas de Heine,Lyrisches Intermezzo, y un diccionario alemán-inglés. Poco a poco, gracias al sencillo vocabulario de Heine, descubrí que podía leer sin el diccionario. Me había internado pronto en la belleza del idioma. También logré leer la novela El Golem de Meyrink. (En 1969, cuando estuve en Israel, hablé de la leyenda bohemia del Golem con Gershom Scholem, un destacado estudioso del misticismo judío, cuyo nombre yo había usado dos veces como única rima posible en un poema que escribí sobre el Golem.) Por influencias de Carlyle y De Quincey -alrededor de 1917- traté de interesarme en Jean-Paul Richter, pero pronto descubrí que su lectura me aburría. Richter, a pesar de sus dos defensores ingleses, me pareció un escritor muy farragoso y poco apasionado. Sin embargo me interesé mucho en el expresionismo alemán, que todavía considero muy superior a otras escuelas contemporáneas como el imaginismo, el cubismo, el futurismo, el surrealismo, etcétera. Años después, en Madrid, intentaría algunas de las primeras y tal vez únicas traducciones al español de algunos poetas expresionistas.

Mientras vivíamos en Suiza empecé a leer a Schopenhauer. Hoy, si tuviera que elegir a un filósofo, lo elegiría a él. Si el enigma del universo puede formularse en palabras creo que esas palabras están en su obra. Lo he leído muchas veces en alemán, y también traducido, en compañía de mi padre y su íntimo amigo Macedonio Fernández. Todavía pienso que el alemán es un idioma muy hermoso; quizá más hermoso que la literatura que ha producido. Paradójicamente, el francés tiene una buena literatura a pesar de su afición a las escuelas y los movimientos, pero el idioma en sí es, me parece, bastante feo. Las cosas resultan triviales cuando se las dice en francés. En realidad, considero que de los dos idiomas el español es el mejor, a pesar de que sus palabras sean demasiado largas y pesadas. Como escritor argentino tengo que sobrellevar el español, y soy demasiado consciente de sus deficiencias. Recuerdo que Goethe escribió que tenía que tratar con el peor idioma del mundo: el alemán. Supongo que la mayoría de los escritores piensan de la misma manera acerca del idioma con el que tienen que luchar. En cuanto al italiano, he leído y releído la Divina Comedia en más de una docena de ediciones diferentes. También he leído a Ariosto, a Tasso, a Croce y a Gentile, pero soy incapaz de hablar el italiano o de seguir una película o una obra de teatro en ese idioma.
Fue también en Ginebra donde descubrí a Walt Whitman, gracias a una traducción alemana de Johannes Schlaf (“Als ich in Alabama meinen Morgengang machte” - “As I have walk’d in Alabama my morning walk”). Tenía conciencia, por supuesto, de lo absurdo que era leer a un poeta norteamericano en alemán, de modo que encargué a Londres un ejemplar de Leaves of Grass. Todavía lo recuerdo, con aquella tapa verde. Durante un tiempo pensé que Whitman no sólo era un gran poeta sino el único poeta. En realidad, creía que lo que habían hecho todos los poetas del mundo hasta 1855 había sido conducirnos a Whitman, y que no imitarlo era una prueba de ignorancia. Había tenido la misma sensación leyendo la prosa de Carlyle, que ahora me resulta insoportable, y con la poesía de Swinburne. Son fases por las que pasé. Más tarde tendría otras experiencias similares en las que me sentí abrumado por algún autor en particular.


Permanecimos en Suiza hasta 1919. Después de tres o cuatro años en Ginebra, pasamos un año en Lugano. Ya tenía el título de bachiller, y estaba sobreentendido que debía dedicarme a escribir. Quería mostrarle mis manuscritos a mi padre, pero él me dijo que no creía en los consejos y que debía aprender solo, mediante la prueba y el error. Yo había estado escribiendo sonetos en inglés y en francés. Los sonetos en inglés eran malas imitaciones de Wordsworth, y los sonetos en francés copiaban, de manera acuosa, la poesía simbolista. Todavía recuerdo una línea de mis experimentos franceses: “Petite boite noire pour le violon cassé”. El texto completo se titulaba “Poeme pour etre recité avec un accent russe”. Sabiendo que escribía un francés de extranjero, pensé que era mejor un acento ruso que uno argentino. En mis experimentos con el inglés adoptaba algunas peculiaridades del siglo dieciocho, como “o’er” en vez de “over” y, para mayor facilidad métrica, “doth sing” en vez de “sings”. Pero no ignoraba que el español era mi destino ineludible.


Decidimos regresar a la Argentina, pero pasar primero un año en España. En aquellos tiempos los argentinos estaban descubriendo España poco a poco. Hasta ese momento, incluso escritores ilustres como Leopoldo Lugones y Ricardo Güiraldes habían dejado a España deliberadamente fuera de sus viajes. No se trataba de un capricho. En Buenos Aires, los españoles desempeñaban trabajos de ínfima categoría -sirvientas, mozos y peones- o bien eran pequeños comerciantes, y nosotros los argentinos nunca nos sentimos españoles. En realidad, dejamos de serlo en 1816, al declarar nuestra Independencia. Cuando leí de chico el libro de Prescott La conquista del Perú, descubrí con asombro que describía a los conquistadores de una manera romántica. A mí, descendiente de algunos de esos funcionarios, no me resultaban para nada interesantes. Pero a través de los ojos franceses los latinoamericanos veían pintorescos a los españoles, a quienes asociaban con los temas de García Lorca: gitanos, corridas de toros y arquitectura morisca. Sin embargo, aunque nuestro idioma era el español y proveníamos de sangre española y portuguesa, mi familia nunca consideró nuestro viaje como una vuelta a España tras una ausencia de tres siglos.


Fuimos a Mallorca porque era barata y hermosa y porque casi no había turistas con excepción de nosotros. Vivimos allí casi un año, en Palma y en Valldemosa, una aldea en lo alto de las montañas. Yo seguí estudiando latín, esta vez bajo la tutela de un sacerdote que una vez me dijo que considerando que lo innato satisfacía plenamente sus necesidades, jamás había leído una novela. Repasamos Virgilio, a quien sigo admirando.
A la gente del lugar le asombraba mi habilidad como nadador, que había adquirido en ríos de corriente rápida como el Uruguay y el Ródano, mientras los mallorquines estaban acostumbrados a un mar tranquilo, sin mareas. Mi padre escribía su novela, que evocaba los viejos tiempos de la guerra civil de la década de 1870 en su Entre Ríos natal. Creo haberle proporcionado algunas malas metáforas tomadas de los expresionistas alemanes, que él aceptó con resignación. Mi padre hizo imprimir 500 ejemplares de su novela, que trajimos con nosotros a Buenos Aires para regalar a los amigos. Cada vez que la palabra Paraná -su ciudad natal- aparecía en el manuscrito, el impresor la había cambiado por “Panamá”, pensando que corregía un error. Por no molestar, y creyendo también que así resultaba más divertido, mi padre no dijo nada. Ahora me arrepiento de mis intromisiones juveniles en su libro. Diecisiete años más tarde, antes de morir, me dijo que le gustaría mucho que yo reescribiera la novela de una manera sencilla, sacando todos los pasajes grandilocuentes y floridos.


Durante esa época, en Mallorca, escribí un cuento acerca de un hombre lobo y lo mandé a una revista popular de Madrid, “La Esfera”, cuyos editores, muy sabiamente, lo rechazaron. El invierno de 1919-20 lo pasamos en Sevilla, donde vi publicado mi primer poema. Se llamaba “Himno del mar” y apareció en la revista “Grecia”, en el número del 31 de diciembre de 1919. En el poema hacía todo lo posible por ser Walt Whitman:

Oh mar! oh mito! oh sol! oh largo lecho!
Y sé por qué te amo. Sé que somos muy viejos.
Que ambos nos conocemos desde siglos...
Oh proteico, yo he salido de ti.
¡Ambos encadenados y nómadas;
Ambos con una sed intensa de estrellas;
Ambos con esperanza y desengaños...!

Hoy me cuesta pensar en el mar, o en mí mismo, con una sed intensa de estrellas.

Años más tarde, cuando encontré la frase de Arnold Bennett “grandilocuente de tercera”, entendí de inmediato a qué se refería. Pero al llegar a Madrid unos meses después, como ése era mi único poema publicado, la gente me consideraba un cantor del mar.

En Sevilla me uní al grupo literario nucleado alrededor de “Grecia”. Los integrantes de ese grupo se daban el nombre de ultraístas y se habían propuesto renovar la literatura, rama del arte de la que no entendían absolutamente nada. Uno de ellos me confesó una vez que todo lo que había leído era la Biblia, Cervantes, Darío y uno o dos libros del Maestro, Rafael Cansinos Assens. Enterarme de que no sabían francés, ni tenían la más remota idea de la existencia de algo llamado “literatura inglesa”, confundió mi mente de argentino. Hasta llegaron a presentarme a un importante personaje local conocido como “el Humanista”, cuyo latín (no tardé mucho en descubrirlo) era aún más pobre que el mío. En cuanto a “Grecia”, su director Isaac del Vando Villar se hacía escribir todo el corpus de su poesía por sus ayudantes. Recuerdo que un día uno de ellos me dijo: “Estoy muy ocupado: Isaac está escribiendo un poema”.


Nos trasladamos a Madrid, y allí el gran acontecimiento fue mi amistad con Rafael Cansinos Assens. Todavía me gusta considerarme su discípulo. Había venido de Sevilla, donde estudió para sacerdote hasta que al descubrir que su apellido figuraba en los archivos de la Inquisición decidió que era judío. Eso lo llevó a estudiar hebreo, e incluso se hizo circuncidar. Lo conocí a través de unos amigos andaluces.
Tímidamente, lo felicité por un poema que él había escrito sobre el mar. “Sí -dijo-, y cómo me gustaría volver a verlo antes de morir.”
Era un hombre alto que tenía un desprecio andaluz por todo lo castellano. Lo más notable era que vivía exclusivamente para la literatura, sin pensar en el dinero o la fama. Excelente poeta, escribió un libro de salmos eróticos titulado El candelabro de los siete brazos, publicado en 1915. También escribió novelas, cuentos y ensayos, y cuando lo conocí presidía un grupo literario.
Todos los sábados iba al Café Colonial, donde nos reuníamos a medianoche, y la conversación duraba hasta el alba. A veces éramos veinte o treinta. Los integrantes del grupo despreciaban el color local: el cante jondo, las corridas de toros. Admiraban el jazz norteamericano y les interesaba más ser europeos que españoles. Cansinos proponía un tema: La Metáfora, El Verso Libre, Las Formas Tradicionales de la Poesía, La Poesía Narrativa, El Adjetivo, El Verbo.
A su manera, con esa tranquilidad tan suya, era un dictador que no permitía alusiones hostiles a escritores contemporáneos y trataba de mantener la conversación en un plano elevado.
Cansinos era un lector voraz. Había traducido El comedor de opio de De Quincey, Las Meditaciones de Marco Aurelio del griego, novelas de Barbusse y Vidas imaginarias de Schwob. Más tarde emprendería la traducción de las obras completas de Goethe y Dostoievski. También hizo la primera versión española de Las Mil y Una Noches, que es muy libre comparada con la de Burton o la de Lane pero cuya lectura es, en mi opinión, más agradable. Un día fui a verlo y me llevó a su biblioteca. Más bien debería decir que toda su casa era una biblioteca. Uno tenía la sensación de atravesar un bosque. Era demasiado pobre para tener estantes y los libros estaban amontonados desde el suelo hasta el techo, y había que abrirse paso entre las pilas. Sentía que Cansinos era como todo el pasado de aquella Europa que yo estaba dejando atrás: algo así como el símbolo de toda la cultura, occidental y oriental. Pero tenía una perversión que le impedía llevarse bien con sus contemporáneos más destacados. Consistía en escribir libros que elogiaban con generosidad a escritores de segunda o de tercera. En aquellos tiempos Ortega y Gasset estaba en la cumbre de la fama, pero Cansinos lo consideraba mal filósofo y mal escritor. Lo que a mí me dio, por sobre todo, fue el placer de la conversación literaria, y también me estimuló a ampliar mis lecturas. En cuanto a la escritura, empecé a imitarlo. Él escribía frases largas y fluidas con un sabor nada español y muy hebreo.
Curiosamente, fue Cansinos quien inventó en 1919 el término “ultraísmo”. Consideraba que la literatura española siempre se había quedado atrás. Con el seudónimo “Juan Las” escribió algunos breves y lacónicos textos ultraístas. Todo aquello -lo advierto ahora- se hacía con espíritu de burla. Pero los jóvenes lo tomábamos muy en serio. Otro de sus discípulos fervientes era Guillermo de Torre, a quien conocí en Madrid aquella primavera y que nueve años más tarde se casó con mi hermana Norah.
En aquella época había en Madrid otro grupo, nucleado alrededor de Gómez de la Serna. Fui una vez a una reunión y no me gustó cómo se comportaban. Tenían un payaso con una pulsera a la que habían sujetado un cascabel. Hacían que estrechara la mano a la gente, y el cascabel cascabeleaba y Gómez de la Serna invariablemente decía: “¿Dónde está la culebra?” Se suponía que era gracioso. Una vez me miró con orgullo y comentó: “¿Verdad que nunca viste nada parecido en Buenos Aires?” Reconocí que no, gracias a Dios.
En España escribí dos libros. Uno se llamaba -ahora me pregunto por qué- Los naipes del tahúr. Eran ensayos políticos y literarios (yo era todavía anarquista, librepensador y pacifista) escritos bajo la influencia de Pío Baroja. Pretendían ser duros e implacables, pero la verdad es que eran bastante mansos. Usaba palabras como “idiotas”, “rameras”, “embusteros”. Como no encontré editor, destruí el manuscrito al regresar a Buenos Aires. El otro libro se titulaba Los salmos rojos o Los ritmos rojos. Era una colección de poemas en verso libre -unos veinte en total- que elogiaban la Revolución rusa, la hermandad del hombre y el pacifismo. Tres o cuatro llegaron a aparecer en revistas: “Épica bolchevique”, “Trinchera”, “Rusia”. Destruí ese libro en España, la víspera de nuestra partida. Ya estaba preparado para regresar al país.







Autobiografía (1899-1970) , Cap. II
Título Original: Autobiographical Essay, 1970
©1970, Borges, Jorge Luis
©1970, The New Yorker
Traductor: Marcial Souto y Norman Thomas di Giovanni
Buenos Aires, El Ateneo, 1999
Foto cabecera ca. 1914-18: Borges con su hermana Norah
en Suiza, en su época de bachiller
Foto al pie: Borges y Norman Thomas di Giovanni en Nueva York, 8 de abril, 1968

15/11/14

Jorge Luis Borges: Los dos reyes y los dos laberintos






Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto mejor y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribó sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: «¡Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te veden el paso». 

Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con Aquel que no muere.


14/11/14

Jorge Luis Borges: Las dos catedrales







En esa biblioteca de Almagro Sur
compartimos la rutina y el tedio
y la morosa clasificación de los libros
según el orden decimal de Bruselas
y me confiaste tu curiosa esperanza
de escribir un poema que observara
verso por verso, estrofa por estrofa,
las divisiones y las proporciones
de la remota catedral de Chartres
(que tus ojos de carne no vieron nunca)
y que fuera el coro, y las naves,
y el ábside, el altar y las torres.
Ahora, Schiavo, estás muerto.
Desde el cielo platónico habrás mirado
con sonriente piedad
la clara catedral de erguida piedra
y tu secreta catedral tipográfica
y sabrás que las dos,
la que erigieron las generaciones de Francia
y la que urdió tu sombra,
son copias temporales y mortales
de un arquetipo inconcebible.



En La cifra (1981)
Foto Jorge Aravena Llanca Vía El mundo.es







13/11/14

Jorge Luis Borges: Leyenda





Abel y Caín se encontraron después de la muerte de Abel. Caminaban por el desierto y se reconocieron desde lejos, porque los dos eran muy altos. Los hermanos se sentaron en la tierra, hicieron un fuego y comieron. Guardaban silencio, a la manera de la gente cansada cuando declina el día. En el cielo asomaba alguna estrella, que aún no había recibido su nombre. A la luz de las llamas, Caín advirtió en la frente de Abel la marca de la piedra y dejó caer el pan que estaba por llevarse a la boca y pidió que le fuera perdonado su crimen.
Abel contestó:
—¿Tú me has matado o yo te he matado? Ya no recuerdo; aquí estamos juntos como antes.
—Ahora sé que en verdad me has perdonado —dijo Caín—, porque olvidar es perdonar. Yo trataré también de olvidar.
Abel dijo despacio:
—Así es. Mientras dura el remordimiento dura la culpa.



En Elogio de la Sombra (1969) 
Foto Borges, 1980 (sin mencion de autor) 
Cover Jean Clet Martin, Borges et la répétition


12/11/14

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Nuevo diálogo sobre "Los conjurados" ("En Diálogo", II,90)





Osvaldo Ferrari: Respecto de su último libro de poemas, Los conjurados, yo sostuve, Borges, que los poemas que lo componen lo acercan a una forma de cosmogonía, a una fundación...

Jorge Luis Borges: Yo no había pensado en eso; ahora, me dijeron en La Pampa que habían notado en ese libro una tristeza que no se nota en los libros anteriores.

Ah, yo tampoco pensé en eso.

—Yo tampoco había pensado, y me dijeron que el único libro mío en el cual hay felicidad o alegría es la serie de milongas que se llama Para las seis cuerdas; que ahí sí hay alegría. Y yo les dije: "Bueno, puede haber porque es un libro anónimo, un libro que ha sido escrito por mis mayores, o por todos". Y en cambio, los otros libros, siendo personales, pueden ser melancólicos. Ahora, eso de la cosmogonía yo no lo sabía, pero posiblemente sea cierto, ya que si un escritor escribe lo que se propone escribir, no ha escrito nada; conviene que escriba algo más de lo que se ha propuesto escribir. Es decir, conviene que la obra exceda los propósitos del escritor.

Y que cada obra sea una nueva fundación.

—Ah, sí.

Si es fundación, es cosmogónica.

—Yo creo que si se escribe algo en función de un libro, se hace un ripio; uno debe escribir cada composición pensando en esa composición. Ahora, el hecho de que eso sea parte de un libro ulteriormente es insignificante.

Accidental.

—Sí, irrelevant (fuera de propósito), como decían en inglés.

Lo que sí es indudable es que su libro es de inspiración onírica.

—Bueno, así lo espero.

Casi todos los poemas...

—Generalmente, si yo comparo mis sueños con mi vigilia, me arrepiento de muchas cosas; me arrepiento, por ejemplo, de las pesadillas, que pueden ser terribles.

En el libro se da particularmente uno de sus hábitos: la enumeración.

—Sí, se Supone que la inventó Walt Whitman, pero yo creo que los Salmos ya la habían inventado; y además, es una forma natural, una actividad mental enumerar, ¿no?

...

—Si el tiempo es sucesivo, bueno, la enumeración es sucesiva, y se produce en el tiempo.

Y se da en la poesía.

—Y se da en la poesía. Ahora, yo hablé con Bioy Casares sobre eso; él cree que la enumeración se siente a partir del número cuatro. Es decir, si usted enumera tres cosas, el lector no siente eso como una enumeración, pero si son cuatro o cinco, se siente como una enumeración, y quizá se sienta como algo mecánico. Sin embargo, en el caso de Walt Whitman, tenemos raras enumeraciones, en el caso de los Salmos de David también; y no se las siente como mecánicas, se las siente como necesarias.

Por supuesto.

—O en todo caso, uno las agradece, y no las censura. No, yo no creo que la enumeración sea una figura vedada; es que ninguna figura es vedada: si las cosas salen bien, están bien (ríe).

Silvina Ocampo, en un poema, habla de una larga dicha enumerativa...

—Ah, qué lindo. Bueno, y el libro de ella se titula Enumeración de la Patria, ¿no?

Justamente.

—Exactamente. Es que la idea de contar no es una idea antipoética; la prueba está en que, bueno, usted tiene en inglés tale (cuento) y tell (contar), pero tell se aplica a un relato y también a las sucesivas cuentas del rosario, o a las sucesivas campanadas; ya que las palabras tale y tell tienen que tener el mismo origen, ¿no? Toll (tañer) que se aplica a las campanas, y tell, que se aplica a los cuentos, a contar, tiene que ser lo mismo.

Ahora, yo diría que la enumeración...

—No, yo creo que la enumeración es lícita.

Y en su caso...

—.. .Si sale bien. En cuanto a la enumeración caótica, quizá sea imposible, ya que si hay un universo, todas las cosas están unidas; y la enumeración caótica puede servir para que sintamos no el caos, sino el cosmos o secreto cosmos del mundo, ¿no?

Ah, está muy claro.

—Sí, cuando Walt Whitman dice: "Y de los hilos que atan a las estrellas / y de los senos, y de la simiente...", se siente que esas cosas tan disímiles, sin embargo, se parecen; porque si no sería, bueno, irracional o injustificable la enumeración.

Hay un orden en eso.

—Sí, tiene un orden, y un orden, bueno, secreto; y por consiguiente misterioso. Ahora, yo no sé si a lo mejor he abusado de la enumeración en ese libro.

No, yo creo que tiene que ver con el deseo suyo de cumplir con todos aquellos símbolos que le han parecido fundamentales o más permanentes.

—Bueno, yo he escrito sobre eso en estos días precisamente, y los he enumerado y me he preguntado por qué he elegido ésos. Y luego he llegado a la conclusión de que he sido elegido por ellos; porque nada me costaría, por ejemplo, prescindir de los laberintos y hablar de catedrales o de mezquitas; prescindir de los tigres y hablar de panteras o de jaguares; prescindir de los espejos, y hablar, bueno, de ecos, que vienen a ser como espejos auditivos. Sin embargo, siento que si yo obrara así, el lector se daría cuenta inmediatamente de que me he disfrazado (ríen ambos) ligeramente, y me descubriría; es decir: si yo dijera "el leopardo", el lector pensaría en el tigre; si yo dijera "catedrales", el lector pensaría en laberintos, porque el lector ya conoce mis hábitos. Y quizá los espera, y quizá... bueno, se haya resignado a ellos, y se haya resignado hasta tal punto que si yo no repito esos símbolos, lo defraudo de algún modo.

O se defrauda usted a sí mismo (ríe).

—O me defraudo yo, y defraudo a los lectores también, que esperan eso de mí, y no otra cosa. Es decir, quizá cualquier tic, cualquier hábito llegue a convertirse en una tradición.

Si se afirma, claro.

—Sí, todas las cosas tienden a ser tradiciones; de manera que lo que al principio fue arbitrario y excepcional, concluye siendo tradicional, esperado, aceptado y aprobado.

Ciertamente, pero, en su caso, también podría tratarse de algo como un pagarle su deuda de conocimiento al mundo...

—Es cierto...

Al devolverle cada uno de los elementos de su conocimiento.

—Bueno, ésa es una interpretación muy generosa suya, la agradezco y la adopto en este momento; la plagiaré, se lo prometo (ríe).

(Ríe.) Es una conjetura, pero también podría ser para combatir la eventual pesadilla del exceso de recuerdos del mundo.

—Sí, bueno, ya Jean Cocteau dijo que todo estilo es una serie de tics, y es verdad.

De hábitos, claro.

—Claro, ahí la palabra "tics" está usada un poco despectivamente, o como una broma, mejor dicho, ¿no?

Sí, pero en este caso, los poemas de Los conjurados revelan a la vez amor y afección por el mundo, por esos símbolos del mundo.

—Y, yo espero sentir así: en esa página que yo dicté hace 'poco, yo me asombro del número singularmente escaso de mis símbolos, ya que suponemos que llamamos "mundo" a una serie indefinida de cosas; y quiere decir que soy muy poco sensible, ya que sólo unas pocas me han impresionado a tal punto de ser hábitos míos, ¿eh? Por ejemplo, yo hablo tanto de tigres, ¿por qué no hablo de peces?, que son mucho más raros. Sin embargo, no sé por qué me han impresionado más los tigres que los peces, aunque ahora, tranquilamente me doy cuenta de que los peces son mucho más raros.

En cualquier caso, Borges, lo que sí veo es que usted tiene la necesidad de guardar fidelidad a sus símbolos de siempre.

—...Sí, es que si no lo hago siento que estoy haciendo trampa.

Claro.

—Y además, bueno, una suerte de declive, una forma de cansancio; o quizá el saber que si me han elegido esos símbolos, por algo será, que yo no tengo derecho a innovar: he sido elegido por los tigres, por los espejos, por las armas blancas, por los laberintos, por las máscaras; y no tengo derecho a otras cosas. Aunque cada una de esas cosas presupone el universo, que consta de infinitas cosas, o de indefinidas cosas. Eso no lo sabemos.

Sin embargo, en los poemas de Los conjurados encontramos muchos más símbolos que los que usted menciona.

—¿Ah, sí?; habrá uno o dos más.

Por ejemplo, en el poema "Alguien sueña"...

—Eso no lo recuerdo.

Ese poema en que usted se pregunta: "¿ Qué habrá soñado el Tiempo hasta ahora?"

—Ah, sí, sí.

Y se responde con todos los elementos fundacionales, digamos, que forman siempre su poesía, y algunos otros.

—¿Hay algún otro?, bueno, muchas gracias, quizá tenga razón usted.

Para probarlo, me gustaría leer un fragmento del poema.

—Bueno, yo lo he olvidado; sé que es enumerativo, como casi todo lo que yo escribo, sí, a ver.

"¿Qué habrá soñado el Tiempo hasta ahora, que es, como todos los ahoras, el ápice? Ha soñado la espada, cuyo mejor lugar es el verso"...

—Bueno, ahí estoy condenando la espada, desde luego. Lo digo de un modo reticente, pero suficiente, ¿no?: "cuyo mejor lugar es el verso", es decir, no la mano del hombre.

Pero perdura en el verso.

—Sí.

"Ha soñado y labrado la sentencia, que puede simular la sabiduría"...

—Y, la frase está bien, ¿eh?, aunque es una sentencia también: "que puede simular la sabiduría", claro, podemos simular la sabiduría.

A través de una sentencia.

—Claro.

"Ha soñado la fe, ha soñado las atroces Cruzadas"...

—Bueno, "las atroces Cruzadas" sí, porque las Cruzadas han sido alabadas siempre, y sin embargo fueron empresas terribles.

"Ha soñado a los griegos que descubrieron el diálogo y la duda. Ha soñado la aniquilación de Cartago por el fuego y la sal. Ha soñado la palabra, ese torpe y rígido símbolo. Ha soñado"...

—El que insistió en que la palabra era torpe fue Stevenson, sí, claro, la palabra es torpe.



En diálogo, II, 90
Buenos Aires, 1985/1998
Foto: Borges y Beppo, en su casa, por Paola Agosti


11/11/14

Jorge Luis Borges: Eugene G. O'Neill, Premio Nobel de Literatura






Uno de los reglamentos del premio Nobel (fundado, como los diccionarios enciclopédicos no lo ignoran, por Alfred Bernhard Nobel, padre y divulgador de la dinamita y de otras coaliciones poderosas de la nitroglicerina y la sílice) decreta que de los cinco premios anuales, el cuarto debe ser adjudicado, sin consideración de la nacionalidad del autor, a la obra literaria de mayor mérito, dans le sens d'idéalisme. La condición final es inofensiva: no hay en el universo un libro que no pueda ser considerado «idealista», si nos empeñamos en que lo sea. La primera, en cambio, es algo insidiosa. El honrado propósito esencial de que se repartan los premios imparcialmente, sin distinción de la nacionalidad del autor, se resuelve de hecho en un internacionalismo insensato, en una rotación geográfica. Lo verosímil, lo infinitamente probable es que la obra más ilustre del año se haya producido en París, en Londres, en Nueva York, en Viena o en Leipzig. La comisión no lo entiende así; la comisión, con extraña «imparcialidad», prefiere fatigar las librerías de Addis Abeba, de Tasmania, del Líbano, de San Cristóbal de la Habana y de Berna. (También, con imparcialidad un tanto patriótica, las de Estocolmo.) Los derechos de las pequeñas naciones tienden a prevalecer sobre la justicia. Yo no sé, por ejemplo, si dentro de cien años la República Argentina habrá producido un autor de importancia mundial, pero sé que antes de cien años un autor argentino habrá obtenido el premio Nobel, por mera rotación de todos los países del atlas. De ahí cabe derivar una conclusión que tiene algo de paradójico: le es tan difícil a un francés o a un americano obtener el premio como a un dinamarqués o a un belga. Le es más difícil, puesto que debe competir con todos los escritores de su país, que son numerosísimos, y no con un puñado de colegas más o menos mediocres. Si consideramos que Eugenio O'Neill es coterráneo de Cari Sandburg, de Robert Frost, de William Faulkner, de Sherwood Anderson y de Edgar Lee Masters, comprenderemos la dificultad y la gloria de su premio reciente.

Mucho se ha escrito sobre la tormentosa vida de O'Neill: vida literalmente tormentosa sobre las aguas arriesgadas de los dos hemisferios; vida tan idéntica, en suma, a la de un personaje de O'Neill. Bástame recordar que Eugenio Gladstone O'Neill nació en 1888 en un hotel de Broadway, que su padre fue un actor trágico que majestuosamente pereció millares de veces ante las candilejas de gas; que Eugenio Gladstone estudió en la Universidad de Princeton; que hacia 1909 fue en busca de oro a las tierras bajas de Honduras; que en 1910 era marinero y que desertó en la Dársena Sur y conoció los almacenes de Buenos Aires y el sabor de la caña. («Siempre me gustó la Argentina. Todo, menos ese brebaje: la caña», dice uno de sus héroes. Después, agonizando, recuerda los cinematógrafos de Barracas y una buena pelea con el pianista, y el olor de los cueros en las curtiembres.)

En la obra tumultuosa de O'Neill creo que es lícito distinguir dos períodos. Sospecho que en el primero, realista —La luna del Mar Caribe, Anna Christie, Donde está marcada la cruz—, le interesaban, ante todo, los personajes, su destino y sus almas. En el segundo, gradual o descaradamente simbólico —Raro interludio, El Gran Dios Brown, El Emperador Jones—, le interesan los experimentos, la técnica. Pensando en esos últimos dramas, ha escrito el comediógrafo irlandés Saint John Ervine: «Si algo ha sabido O'Neill de las reglas de la construcción dramática, formuladas por todas las autoridades en la materia desde Aristóteles hasta el profesor G. P. Baker, ha ocultado cuidadosamente su información y ha compuesto sus piezas como si las desconociera absolutamente. Una de sus piezas tiene seis actos cuando tres bastarían. Otra tiene un comienzo y un fin, pero le falta el medio. Una tercera, El Emperador Jones, viene a ser un monólogo en ocho escenas. Aristóteles se estremecería en la tumba si le contaran las diabluras que hace el señor O'Neill con la técnica, pero quizá las perdonara por lo afortunadas que son. Cada nuevo drama de O'Neill es un experimento nuevo, y lo asombroso es que ese experimento se justifica. La estructura de cada pieza nada tiene que ver con la estructura de la pieza siguiente ni con la de la pieza anterior, pero no deja nunca de ajustarse al propósito especial del señor O'Neill. Sus piezas, para decirlo en una palabra, son otras tantas aventuras.» El juicio me parece verdadero, aunque ni siquiera menciona la intensidad que pone O'Neill en esas infracciones del orden. En su invención, más que en su ejecución. Verbigracia: el valor fundamental de Raro interludio está en la idea de presentar dos dramas paralelos —uno de palabras, otro de pensamientos y de emociones—, y no en la fábula que O'Neill desenvuelve para ejecutar su propósito. Verbigracia: las caretas que usurpan el lugar de los hombres, los niños y las mujeres en El Gran Dios Brown, y la fusión final, o confusión, de las dos personas en una, es más interesante, para nosotros —y para O'Neill— que la historia de la firma Anthony, Brown y Compañía, Arquitectos. En resumen: a los últimos dramas de O'Neill, a los más ambiciosos y emprendedores, les falta «realidad». Esa comprobación no los acusa de ser infieles a lo cotidiano del mundo; es evidente que lo son y que tal es el propósito de su autor. Los acusa de otra infidelidad: de no corresponder a una imaginación minuciosa de los caracteres y de los hechos. Uno siente que O'Neill no conoce bien ese mundo de símbolos y de larvas. Uno siente que los personajes no son complejos, que apenas son caóticos. Uno siente que O'Neill es el espectador más desconcertado, y acaso más ingenuo y más trémulo, de esas fantasmagorías enormes. Uno siente que O'Neill ha inventado cada vez un procedimiento y que después ha improvisado su obra con una especie de ferviente descuido. Uno siente que a O'Neill lo mueven más los efectos escénicos que la realidad, siquiera fantasmal o nominal, de sus personajes. Ante un drama de O'Neill, como ante las novelas de William Faulkner, uno a veces no sabe lo que sucede, pero uno sabe que lo que sucede es terrible. De ahí su conexión con la música, arte que opera con nosotros de ese modo inmediato. La música (dijo Hanslick) es un idioma que entendemos y hablamos, pero que somos incapaces de traducir. De traducir en conceptos, naturalmente. Es el caso de los dramas de O'Neill. Su espléndida eficacia es anterior a toda interpretación y no depende de ella. Es también el caso del Universo, que nos destruye, nos exalta y nos mata, y no sabemos nunca qué es.





Texto publicado el 27.11.1936 en El Hogar 1935-1958
Incluido luego en Textos cautivos (compilación 1986)
Foto: Borges, Rome, Italy, 1981 © Horst Tappe
Imagen al pie: The Nobel Prize for Literature, awarded to Eugene O'Neill in 1936

10/11/14

Jaime Alazraki: Borges o el difícil oficio de la intimidad. Reflexiones sobre su poesía más reciente





A partir de 1967, fecha de publicación de la última edición de su Obra poética, Borges escribe cuatro colecciones nuevas: Elogio de la sombra (1969), El oro de los tigres (1972), La rosa profunda (1975) y La moneda de hierro (1976). Su producción poética de estos últimos siete años iguala en cantidad a su obra poética publicada entre 1923 (Fervor de Buenos Aires) y 1967 (El otro, el mismo). Los cambios registrados entre estos dos ciclos son significativos, formal y temáticamente. El más notable entre estos últimos es su voluntad de intimidad. Como Eliot, el primer Borges parece comprender la poesía “not as a turning loose of emotions, but as an escape from emotions; not as the expression of personality, but as an escape of personality”. El aparente impersonalismo de sus primeros libros define una verdadera estética del pudor y del gesto épico. Estos temas reaparecen en sus últimas colecciones pero en ellas Borges explora en profundidad un tema apenas enunciado en su poesía anterior: la intimidad del hombre que trasciende la máscara del poeta. Desde la vejez y el saldo de una obra plenamente realizada, Borges se confiesa.

Ante el inesperado hallazgo del volumen undécimo de la Primera Enciclopedia de Tlön, el narrador (Borges) declara sobrecogido: “Me puse a hojearlo y sentí un vértigo asombrado y ligero que no describiré, porque ésta no es la historia de mis emociones sino de Uqbar y Tlön y Orbis Tertius”.1 ¿Una efusión de Borges? ¿Un artificio del narrador que se vuelve sobre su narración y la cuestiona, comenta o corrige? ¿Una sonrisa de incredulidad respecto a su propia ficción? ¿Un guiño travieso al lector ingenuo? Si, todo eso, pero además una velada profesión de fe que declara los alcances y limitaciones de su arte. Borges se niega a la novela, al libro vasto, por un escrúpulo de economía, como lo ha afirmado en varios textos, pero además porque siendo la función de la novela, según él, “crear un personaje real y mostrar el carácter del héroe” (O.I., 194, 220), tal empeño implica una morosa y trabajada excursión por el territorio de sus emociones y el mundo de su intimidad. Borges se niega a tales excursiones. Una voluntad de artificio y de irrealidad (que él considera “condición del arte”) le hace decir respecto a la novela psicológica: “Los rusos y los discípulos de los rusos han demostrado hasta el hastío que nada es imposible: suicidas por felicidad, asesinos por benevolencia; personas que se adoran hasta el punto de separarse para siempre, delatores por fervor o por humildad...” Para concluir: “Esa libertad plena acaba por equivaler a pleno desorden. Por otra parte, la novela ‘psicológica’ quiere ser también novela ‘realista’: prefiere que olvidemos su carácter de artificio verbal y hace de toda vana precisión (o de toda lánguida vaguedad) un nuevo rasgo verosímil. Hay páginas, hay capítulos de Marcel Proust que son inaceptables como invenciones y a ellos nos resignamos, sin saberlo, como a lo insípido y ocioso de cada día”.2 El cuento en cambio, “fábula de situaciones”, se ajusta más eficazmente al carácter de invención de la literatura. Borges deplora la condición de “informe” de cierta novela psicológica, su estéril alarde de “transcripción de la realidad” y exalta la literatura como un objeto artificial, el texto como “un férreo sistema de simetrías, de coincidencias y de contrastes”.3 Su preferencia por lo fantástico constituye una oblicua formulación de su poética: si la novela realista se atiene a la crónica como criterio de verosimilitud, la narración fantástica es solamente inverosímil en relación a esa crónica, no lo es en cuanto testimonio de la imaginación. Concluir que la fantasía es un arbitrio y que la verdad habita en las versiones de la realidad postuladas por la novela realista equivale a afirmar que la vida de vigilia es más verdadera que el mundo desorbitado de los sueños. Como los sueños, las imágenes de la literatura fantástica son máscaras de su creador pero el creador está en ellas metamorfoseado y así lo reconoce Borges. Interrogado sobre el supuesto “impersonalismo” de sus cuentos, respondió: “No, (con tristeza). Si dejan tal impresión es por mera torpeza mía, porque yo los he sentido muy profundamente. Los he sentido tan profundamente que los he contado, bueno, usando símbolos extraños para que los lectores no se enteraran de que eran todos más o menos autobiográficos. Son relatos sobre mí mismo, sobre mis experiencias personales. Me imagino que es mi timidez anglosajona, ¿no?”.4 La entrevista es de 1967. Tres años antes, en Madrid, Borges ofrece una respuesta semejante. Entrevistado por Gómez de la Serna, comenta respecto a la literatura fantástica: “Pero lo fantástico no es ni arbitrario ni gratuito. Me expreso por medio de símbolos, o más bien diría que determinadas imágenes se forman en mí, a través de las cuales cobro conciencia de ciertas verdades. Algunos creen que yo comienzo por una proposición abstracta. Es lo contrario. Parto siempre de una situación humana, de una posibilidad concreta. Si no sería un moralista y no un poeta”.5 En una tercera entrevista del mismo año ha explicado en relación al aparente impersonalismo de su obra: “Esa suerte de misterio que según algunos lectores parece ‘existir’ en mi obra, no se debe a un deseo de mistificación, sino a una suerte de pudor; quisiera en el fondo alcanzar una mayor intimidad, no solamente con los otros sino conmigo mismo”.6

Lo común en las tres respuestas es una defensa o justificación de la timidez y del pudor. Más que negarse a escribir sobre sí mismo, Borges se niega a la fácil confesión, a la intimidad romántica, al egocentrismo existencial. Acosado por el destino de “sus antepasados de muerte romántica”, exalta la valentía de héroes y cuchilleros dispuestos a morir en defensa de un ideal o de una virtud más cara que sus propias vidas. Los derroteros y las derrotas de un Roquentin, por ejemplo, le aburren; las hazañas de un héroe épico, en cambio, ganan su admiración. De ahí su preferencia por Shaw de quien ha dicho:

Creo que además de ese Shaw circunstancial, hay en Shaw un sentido épico, y que es el único escritor de nuestro tiempo que ha imaginado y presentado héroes a sus lectores. En general, los escritores tienden a mostrar las flaquezas de los hombres y parecen complacerse en sus derrotas; en cambio, en el caso de Shaw hay personajes como Major Barbara o César, que son personajes heroicos que uno puede admirar. Eso es muy raro en la literatura contemporánea. La literatura contemporánea desde Dostoiewsky y aun antes, desde Byron, parece complacerse más en las culpas, en las flaquezas del hombre. En cambio, en la obra de Bernard Shaw hay una exaltación de las mayores virtudes humanas. Por ejemplo, que un hombre pueda olvidarse de su propio destino, que a un hombre no le importen sus venturas, que pueda decir como nuestro Almafuerte: “A mí no me interesa mi propia vida”, porque le interesa algo que está más allá de las circunstancial personales.7

La defensa que Borges hace del pudor, entonces, no es un alegato de la debilidad o del mero impersonalismo; es una afirmación de un sentido épico de la vida y un esfuerzo por trascender su inmediatez. El poeta olvida su biografía para ser ese hombre que esencialmente es o quiere ser: Walt Whitman “es el modesto periodista Walter Whitman, oriundo de Long Island, que algún amigo apresurado saludaría en las aceras de Manhattan, y es, asimismo, el otro que el primero quería ser y no fue, un hombre de aventura y de amor, indolente, animoso, despreocupado, recorredor de América”.8 Para Borges, Leaves of Grass es una epopeya: “Whitman se impuso la escritura de una epopeya de ese acontecimiento histórico nuevo –la democracia americana”.9 El héroe de esa epopeya es Whitman, un innumerable Whitman que olvida al otro de Long Island y de las aceras de Manhattan para desdoblarse en los destinos infinitos de una nación en ciernes. El esfuerzo poético de Borges apunta a una dirección semejante aunque sus temas y propósitos difieran. La Argentina de Borges no es la América de Whitman, pero, como el poeta del Norte, Borges se reconoce menos en el modesto bibliotecario que por esos años escribía “Vida y muerte le han faltado a mi vida”, que en las gloriosas vidas de sus antepasados muertos a caballo. Borges ha dicho de esos nueve años en una oscura biblioteca del suroeste de la ciudad de Buenos Aires: “Fueron nueve años de sólida infelicidad”;10 pero su realidad por esos años es menos esa miserable biblioteca que la ciudad conjurada desde su poesía, menos las dos horas diarias de tranvía entre su casa y esa biblioteca que los libros leídos durante la rutina del viaje. En su poesía de esos años no hay ni una palabra de ese mundo indigente y banal. Si el destino épico de sus antepasados le ha sido negado en el campo de batalla, Borges convertirá la literatura en su batalla. No son sus flaquezas y derrotas las que triunfan en su poesía de esa época. De sus libros juveniles emerge una ciudad reconquistada: “La ciudad esta en mi como un poema/que no he logrado detener en palabras” (OP, 32). Borges rescata viejos barrios, calles ignoradas del arrabal, plazas suspendidas en la tarde, íntimos jardines, ponientes herrumbrados, almacenes rosados, sepulcros, horizontes, ciudad que se disuelve en la llanura, y con esos adarmes funda por tercera vez Buenos Aires, fundación mítica de una ciudad hecha de nostalgia y de historia familiar:

A mi ciudad de patios cóncavos como cántaros
y de calles que surcan las leguas como un vuelo,
a mi ciudad de esquinas aureoladas de ocaso
y arrabales azules, hechos de firmamento.
A mi ciudad que se abre clara como una pampa,
yo volví de las tierras antiguas del naciente
y recobre sus casas y la luz de sus casas
y esa modesta luz que urgen los almacenes

(OP, 96)

Si para Whitman cantarse a sí mismo es cantar las multitudes en que se desgrana América, y para Neruda el canto general de América es su propio canto como canto de todos, para Borges la patria es apenas ese diálogo íntimo con las calles de Buenos Aires, “no las calles enérgicas,/molestadas de prisas y ajetreos,/sino la dulce calle de arrabal/enternecida de penumbra y ocaso” (OP, 17): “Mi patria es un latido de guitarra, unos retratos y una vieja espada” (OP, 80). Una patria entrañable que más que loar se cultiva como una amistad: “Grato es vivir en la amistad oscura/de un zaguán, de una parra y de un aljibe” (OP, 30). La historia de esa patria entrañable “que condesciende a higuera y aljibe” no puede ser otra que la historia de sus propios antepasados, una historia en que el destino del país se confunde con el destino de su sangre como en la amistad el yo y el tú se entrelazan en un diálogo verbal y de destino:

Una amistad hicieron mis abuelos
con esta lejanía
y conquistaron la intimidad de la Pampa
y ligaron a su baquía
la tierra, el fuego, el aire, el agua.

(OP, 88)

Pero además de los temas de la ciudad íntima y la patria entrañable, las primeras colecciones (Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente y Cuaderno San Martín) incluyen también poemas de inquietud metafísica, como “Amanecer”, y de materia literaria, como “Manuscrito hallado en un libro de Joseph Conrad”. Estos temas son todavía la excepción y solamente a partir de El otro, el mismo, que reúne su producción poética escrita entre Cuaderno San Martín (1929) y Elogio de la sombra (1969), devendrán lo dominante. Los primeros temas, lejos de desaparecer, alcanzan en esta colección de madurez su más concentrada intensidad –basta leer, por ejemplo, los dos sonetos titulados “Buenos Aires” y el memorable “Poema conjetural”–, pero lo central será ahora la reflexión filosófica, sus preferencias literarias y las paradojas de la cultura. De esta época data el tan citado epílogo a El hacedor, libro que incluye una buena porción de los poemas recogidos más tarde en El otro, el mismo; en ese epílogo Borges retoma el motivo de vida y literatura, formulado primero desde el prólogo a Discusión, y reitera: “Pocas cosas me han ocurrido y muchas he leído. Mejor dicho: pocas cosas me han ocurrido más dignas de memoria que el pensamiento de Schopenhauer y la música verbal de Inglaterra” (H, 109). La literatura y las aventuras del pensamiento alcanzan en su poesía adulta la magnitud de una pasión: Gracián, Quevedo, Camoens, Ariosto, Milton, la Biblia, Homero, la Gesta de Beowulf, Snorri Sturluson, Swedenborg, Jonathan Edwards, Emerson, Poe, Whitman, Heine, Cansinos-Assens, Spinoza –son algunos de los nombres de esa pasión.

Para algunos esta poesía puede parecer excesivamente sofisticada e impersonal, más próxima al intelecto que al corazón, pero solamente si se identifica al corazón con facilidades sensibleras y a la poesía, no como la invención del poeta de su propia realidad, Paz dixit, sino como una mera efusión confesional. Para Borges la poesía es una música, un sueño dirigido y un espejo “que nos revela nuestra propia cara”; una manera de decir que “la literatura es fundamentalmente un hecho sintáctico”,11 que la realidad de crónica es tan empobrecedora como las noticias de los periódicos y que los sueños y los mitos nos devuelven a ese ser que íntimamente somos. El poema es “un objeto artificial” como lo son todas las creaciones del hombre –Lévi-Strauss ha definido la cultura como “ese mundo artificial en el cual vivimos como miembros de una sociedad”12–, y cada escritor escribe, como ha observado Borges, “no sobre lo que quiere sino sobre lo que puede”. Sus tres últimas colecciones –El oro de los tigres (1972), La rosa profunda (1975) y La moneda de hierro (1976)– presentan variaciones de esos temas a que nos ha acostumbrado su poesía: la patria íntima, el culto de los mayores, la pasión por los libros, la preocupación filosófica, la ceguera, la germanística de Inglaterra y de Islandia, los antepasados, el tiempo, el olvido y la memoria, la vejez, la muerte.

Una variación no es la repetición de un tema sino su desarrollo, un esfuerzo por hilar más fino y encontrar una versión más, la final, de esas imágenes que en la obra de todo escritor se sobreponen como láminas de sueños borradas por la vigilia. Pero esa versión última no coincide con la cronología; es apenas un nuevo ángulo desde el cual el mismo tema reaparece revelado con la profundidad a que accede desde esa redescubierta perspectiva: “Otro poema de los dones” no es la mera reiteración de “Poema de los dones” sino su complemento, un punto focal de intensidad y claridad diferentes.

Junto a estos temas, aunque no agotados, ya recorridos, emerge un Borges más dispuesto a hablarnos de sí mismo, no de la persona creada por la literatura, no del escritor que “trama su literatura” para justificar al otro, sino justamente de ese “otro que vive y se deja vivir”, un Borges asediado por “las miserias de cada día”, prisionero de la condición humana, un hombre ciego que “una u otra mujer han rechazado”, en resumen, un Borges más dispuesto a contarnos esas “pocas cosas que le han ocurrido”. Indicios de ese Borges aparecen ya en sus primeros libros. Son poemas que evocan una mujer (“Ausencia”), celebran su hermosura (“Sábados”, “Trofeo”), se duelen de su ausencia (“Despedida”), sellan una despedida (“Dualidá en una despedida”), hacen un voto (“Two English Poems”). Dejan un sabor, como toda poesía amatoria, de nostalgia y pasión frustrada. Son poemas que por ser excepción confirman la regla y en su entusiasmo exaltado corresponden a una edad de ilusa y elusiva exuberancia. Hay que esperar hasta 1964 para encontrar un segundo asalto de intimidad. Cronológicamente, el salto no es menos abrupto: entre los poemas juveniles de tema amoroso y ese poema que lleva como título el año de su composición (“1964”), Borges ha publicado Otras inquisiciones y las tres colecciones más importantes de su obra narrativa, ha sido descubierto en Europa y los Estados Unidos y ha recibido el Premio Nacional de Literatura y el Premio Internacional Formentor. Un escritor plenamente realizado y, sin embargo, un hombre que se siente profundamente desdichado; oigamos cómo lo dice él mismo en el segundo de los dos sonetos compuestos en 1964 y así titulados:

Ya no seré feliz. Tal vez no importa.
Hay tantas otras cosas en el mundo;
Un instante cualquiera es más profundo
Y diverso que el mar. La vida es corta
Y aunque las horas son tan largas, una
Oscura maravilla nos acecha,
La muerte, ese otro mar, esa otra flecha
Que nos libra del sol y de la luna
Y del amor. La dicha que me diste
Y me quitaste deberá ser borrada;
Lo que era todo tiene que ser nada.
Sólo me queda el goce de estar triste,
Esa vana costumbre que me inclina
Al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina.

(OP, 256)

Borges se solaza todavía en la patria íntima, tema al cual volverá en sus tres últimos libros de poesía, pero el tono épico ha sido reemplazado ahora por un tono elegíaco; véase, por ejemplo, “Elegía del recuerdo imposible” y “Elegía de la patria” de La moneda de hierro. Si en “Inscripción sepulcral”, de 1923, el coronel Isidoro Suárez es el héroe que:

Dilató su valor sobre los Andes.
Contrastó montañas y ejércitos.
La audacia fue costumbre de su espada.
Impuso en Junín término venturoso a la lucha
y a las lanzas del Perú dio sangre española.
Escribió su censo de hazañas
en prosa rígida como los clarines belísonos.

(OP, 29)

en “Coronel Suárez”, de 1976, Suárez es percibido en su intimidad de hombre y en su condición de héroe, pero de esa condición quedan apenas las cenizas de la gloria y la metáfora del bronce no invulnerables a la obra del tiempo:

Alta en el alba se alza la severa
Faz de metal y de melancolía.
Un perro se desliza por la acera.
Ya no es de noche y no es aún de día.
Suárez mira su pueblo y la llanura
Ulterior, las estancias, los potreros,
Los rumbos que fatigan los reseros,
El paciente planeta que perdura.
Detrás del simulacro lo adivino,
Oh joven capitán que fuiste el dueño
De esa batalla que torció el destino:
Junín, resplandeciente como un sumo.
En un confín del vasto Sur persiste
Esa alta cosa, vagamente triste.

(MH, 17)

La resignación, melancolía y tristeza de este Suárez elegíaco son de una pieza con el tono resignado del soneto “1964”. Borges, como Suárez, contempla las cenizas del pasado (“Lo que era todo tiene que ser nada”); la dicha pasada, de Borges, como la gloria antigua, de Suárez, se borran en el agua del tiempo y “sólo queda el goce de estar triste”, en Borges, y “esa alta cosa, vagamente triste”, en Suárez. En el soneto “Junín”, de 1966, se mezclan las dos voces (y los dos destinos) y el tono de resignación cede a un sentimiento de futilidad: la ceguera y el olvido dejan sobre el fuego apagado apenas una ceniza o una sombra: “Acaso buscas por mis vanos ojos/el épico Junín de tus soldados (...)/ Te imagino severo, un poco triste (...)” (OP, 286).

Con “1964” Borges inicia un ciclo de poemas dedicados a su vocación de infelicidad. Si los dos poemas de los dones representan un esfuerzo de gratitud por todo lo que tuvo, desde “el pan y la sal” hasta “la felicidad de los otros”, “Alguien”, de 1966, es su reverso: el poema de lo que no tuvo. Los dones son apenas “modestas limosnas”; la felicidad, en cambio, es un misterio que, como los dioses, se manifiesta desde su ausencia, esta menos en el individuo que en la especie y es más un reflejo que resplandece desde una distancia primordial y cuya fuente no está en nosotros. Del fondo de estas cavilaciones asciende otra vez la mirada de la muerte con una promesa de cielo o infierno:

Un hombre trabajado por el tiempo,
un hombre que ni siquiera espera la muerte
(las pruebas de la muerte son estadísticas
y nadie hay que no corra el albur
de ser el primer inmortal),
un hombre que ha aprendido a agradecer
las modestas limosnas de los días:
el sueño, la rutina, el sabor del agua,
una no sospechada etimología,
un verso latino o sajón,
la memoria de una mujer que lo ha abandonado
hace ya tantos años
que hoy puede recordarla sin amargura,
un hombre que no ignora que el presente
ya es el porvenir y el olvido,
un hombre que ha sido desleal
y con el que fueron desleales,
puede sentir de pronto, al cruzar la calle,
una misteriosa felicidad
que no viene del lado de la esperanza
sino de una antigua inocencia,
de su propia raíz o de un dios disperso.
Sabe que no debe mirarla de cerca,
porque hay razones más terribles que tigres
que le demostraran su obligación
de ser un desdichado,
pero humildemente recibe
esa felicidad, esa ráfaga.
Quizás en la muerte para siempre seremos,
cuando el polvo sea polvo,
esa indescifrable raíz,
de la cual para siempre crecerá,
ecuánime o atroz,
nuestro solitario cielo o infierno.

(OP, 264-265)

En “Elegía”, de 1963, esa “obligación de desdicha” se abre a través de un pasado poblado con mares solitarios y lejanos países, con enciclopedias y atlas, con espadas y espejos, para dejarnos frente al “rostro de una muchacha de Buenos Aires,/un rostro que no quiere que lo recuerde”. Este motivo del amor negado es el tema del dístico apócrifo “Le regret d’Heraclite”: “Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca/aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach” (OP, 332). Borges vuelve al amor como la medida, tal vez la única, de la paz, y detrás de sus “mitologías” y “sus pequeñas magias inútiles” descubre un gran dolor: “El nombre de una mujer me delata./Me duele una mujer en todo el cuerpo” (OT, 61). Pero la amenaza del amor (“El amenazado” es el título de ese poema) no amengua un estado de soledad que es la condición de un hombre y, tal vez, de todos los hombres: “Un sólo hombre ha sentido en el paladar la frescura del agua, el sabor de las frutas y de la carne./Hablo del único, del uno, del que esta siempre sólo” (OT, 69), y esa condición se define en “El centinela” como una avasalladora esclavitud: “Vuelvo a la esclavitud que ha durado más de siete veces diez años” (OT, 77). El amor puede manifestarse en esa amenaza y en ese dolor como “una magia inútil”, ser un Proteo cuyo verdadero rostro se oculta entre efímeros rostros, o tal vez una multitud de caras que se niegan a la única cara de la felicidad, pero, como la sangre, está en el hombre: se lo puede postergar o sublimar, huir de él, para finalmente comprobar que todos los caminos conducen inevitablemente a él:
“¿De qué me servirán mis talismanes: el ejercicio de las letras, la vaga erudición, el aprendizaje de las palabras que usó el áspero Norte para cantar sus mares y sus espadas, la serena amistad, las galerías de la Biblioteca, las cosas comunes, los hábitos, el joven amor de mi madre, la sombra militar de mis muertos, la noche intemporal, el sabor del sueño?
Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo.” (OT, 61)
El tema recurre, como una variación, en el soneto “Al triste”. La tristeza nace de un sentimiento de futilidad ante esos “talismanes” que antes fueron todo y que ahora aceptan el fracaso de su momentáneo exorcismo. Los trabajos del amor son tan implacables como la vida misma; todas la máscaras que el arte crea para reinventar la vida o colmar su vaciedad son tan falibles como la ciencia de Fausto ante las promesas de Mefistófeles o la vejez de Kohelet ante la muerte. Frente al amor sucumben libros, espadas, tiempo y hasta el mismo verso que inscribe su propia derrota:

Ahí está lo que fue: la terca espada
Del sajón y su métrica de hierro,
Los mares y las islas del destierro
Del hijo de Laertes, la dorada
Luna del persa y los sin fin jardines
De la filosofía y de la historia,
El oro sepulcral de la memoria
Y en la sombra el olor de los jazmines.
Y nada de eso importa. El resignado
Ejercicio del verso no lo salva
Ni las aguas del sueño ni la estrella
Que en la arrasada noche olvida el alba.
Una sola mujer es tu cuidado,
Igual a las demás, pero que es ella.

(OT, 87)

Borges acepta su condición de poeta, la literatura como su inexorable realidad: “No haber caído, / como otros de mi sangre, / en la batalla./ Ser en la vana noche/ el que cuenta las silabas” (OT, 22), y desde esa condición de hombre de letras realizado explora ahora su soledad, sus desengaños y desdichas. Como Kohelet, que desde su sabia vejez reflexiona sobre el brillo perdido de las vanidades humanas, este Borges septuagenario accede a la verdad cruda de la intimidad: “Y detrás de los mitos y las máscaras,/ el alma, que está sola” (OT, 25). Retorna al pasado, pero no a un pasado visible signado en esa vida dedicada a los libros y consignado en su obra literaria, sino a un pasado invisible, a un tiempo reversible en el cual la inscripción pudo haber sido diferente: ¿Dónde estará mi vida, la que pudo haber sido y no fue?”(OT, 41). Pero el tiempo es irreversible y su respuesta, el olvido:

Esas cosas no son. Otra es mi suerte:
Las vagas horas, la memoria impura,
El abuso de la literatura
Y en el confín la no gustada muerte.
Sólo esa piedra quiero. Sólo pido
Las dos abstractas fechas y el olvido.

(OT, 45)

Ya Guillermo Sucre ha observado que en Borges el olvido es una forma de posesión y que de la misma manera que “la vida adquiere sentido a partir de la muerte misma”, el olvido es también la realización última de la memoria.13 En el poema “El pasado” de El oro de los tigres evoca los mitos y las máscaras del tiempo transcurrido para concluir: “Esas cosas pudieron no haber sido./ Casi no fueron. Las imaginamos/ en un fatal ayer inevitable./ No hay otro tiempo que el ahora, este ápice/ del ya será y del fue, de aquel instante/ en que la gota cae en la clepsidra” (OT, 18).

El instante es el vértice visible que cancela y a su vez manifiesta el cono del pasado, y es en este ahora inmediato y paradójicamente hecho de pasado en el que la poesía de Borges se detiene. El olvido y la muerte pertenecen a ese instante en que, como un cruce de caminos, se sale de la memoria y de la vida para llegar al único centro posible que espera detrás del instante, pero el instante es un puente, y para Borges un puente último desde el cual puede atalayar lo que fue y lo que no fue: “... Todo esto estoy cantando y asimismo/ la insufrible memoria de lugares de Buenos Aires/ en los que no he sido feliz/ y en los que no podré ser feliz” (OT, 153).

En la colección siguiente, La rosa profunda, Borges explora una vez más el vedado territorio de su intimidad. Junto a los temas que forman el bulbo de su poesía –los antepasados y la patria, la memoria y el olvido, el ejercicio de la literatura y los libros– recurren reflexiones sobre el amor frustrado, la soledad y la muerte. En el primer poema, “Yo”, Borges se retrata como el cuerpo de vísceras y huesos que el otro arrastra, como el poeta soñado desde sus mitos, para concluir en uno de sus versos más desgarradores: “Soy el que envidia a los que ya se han muerto” (RP, 13). La muerte es una forma más del olvido: “Cuando yo muera morirá un pasado” (RP, 123), que se salva parcialmente en la literatura: “el verso es la única memoria” (RP, 45). Pero detrás de los mitos de la poesía esta la muerte grande: “Soy eco, olvido, nada” (RP, 53) y la pesadumbre del destino que no fue: “Soy el que es nadie, el que no fue una espada” (RP, 53), “No soy el oriental Francisco Borges/ que murió con dos balas en el pecho” (RP, 107). En “Talismanes” Borges hace un balance de sus mitologías (un ejemplar de la primera edición de la Edda Islandorum de Snorri impresa en Dinamarca, los cinco tomos de la obra de Schopenhauer, los dos tomos de las Odiseas de Chapman, las Empresas de Saavedra Fajardo, líneas de Virgilio y de Frost), un balance de objetos que cifran su pasado (“una espada que guerreó en el desierto”, “un mate con un pie de serpientes que mi bisabuelo trajo de Lima”, “un prisma de cristal”, “unos daguerrotipos borrosos”, “un globo terráqueo de madera que me dio Cecilia Ingenieros y que no fue de su padre”, “un bastón de puño encorvado que anduvo por la llanuras de América, por Colombia y por Texas”, “varios cilindros de metal con diplomas”, “la toga y el birrete de un doctorado”) y un balance del saldo que el tiempo deja en el recuerdo (“la memoria de una mañana”, “la voz de Macedonio Fernández”, “el amor o el diálogo de unos pocos”); en el último verso concluye: “Ciertamente son talismanes, pero de nada sirven contra la sombra que no puedo nombrar, contra la sombra que no debo nombrar” (RP, 136).

“Inventario”, del mismo volumen, propone una conclusión semejante; recuerda las enumeraciones prolijas a que nos acostumbró la poesía de Neruda hasta en el uso del verbo anafórico hay, pero en Borges la tirada no es una exaltación del caos o la celebración de una olvidada belleza o un esfuerzo de multitud aprendido en Whitman, sino una manera de hurgar en el pasado, una forma de ponernos otra vez ante el olvido desde la memoria –“la memoria, esa forma del olvido” dice en “El ciego”, y en “Inventario” concluye: “Al olvido, a las cosas del olvido, acabo de erigir este monumento” (RP, 30). Para este Borges que sentencia “La meta es el olvido” y que desde la breve alegoría “El prisionero” percibe la vida como una prisión y la muerte como una libertad, como su más íntimo anhelo, la poesía es “un alto río que sigue resonando en el tiempo”, una música hecha con los objetos y seres del pasado, con “máscaras, agonías y resurrecciones”, y además una música que finalmente se rinde a los secretos de la intimidad.

En una entrevista reciente hecha por William Buckley para la televisión americana, Borges dijo de pasada: “I will welcome death since I am very tired, since life has few pleasures left for me”. De esta resignada aceptación de la muerte, aunque como la forma más alta de realización de la vida (“Llego a mi centro,/ a mi algebra y mi clave,/ a mi espejo./ Pronto sabré quien soy”, dice en el poema que cierra Elogio de la sombra), emerge mucha de su última poesía como una larga meditación sobre el olvido y la muerte. De este talante deriva también una voluntad de confesión y un tono conmovedoramente elegíaco. Borges viola su recato porque sabe que en esa hora de aceptaciones y reconciliaciones el pudor puede ser una miseria más de nuestra vanidad y porque ahora recordar las flaquezas es olvidarlas. Ya no importa, y lo dirá: “Soy un triste” (MH, 73). Tal es el sentido del poema “Elegía del recuerdo imposible” que abre la colección La moneda de hierro. Es un íntimo balance (como “Inventario” y “Talismanes”) de recuerdos (vividos, leídos o imaginados) y deseos. Recuerda lo que una vez tuvo y desea lo que no pudo tener, pero en ninguno de los dos casos se trata de poseer, de vivir o revivir, sino apenas de recordar, de la posibilidad de una evocación última ante la inminencia del olvido total. El tono es elegíaco porque lo que fue es una memoria que el tiempo deshace implacable, y lo que no fue no podrá ya ser. El poema es la respuesta desde la literatura a ese recuerdo imposible, su realización por el lenguaje, pero al verbalizar el “recuerdo imposible” el poema replantea el espacio infranqueable entre las palabras y las cosas. Es un espacio íntimo que antes de ingresar al olvido debe ser recorrido aunque la evocación tome apenas la forma de un voto irrealizable:

Qué no daría yo por la memoria
De que me hubieras dicho que me querías
Y de no haber dormido hasta la aurora,
Desgarrado y feliz.

(MH, 14)

El logro de esta poesía reside menos en la confesión que en la aceptación del fracaso confesado, es menos un acto de fácil sentimentalismo que un gesto de matiz épico. Entre la actitud de complacencia ante las derrotas que Borges censuraba en la novela psicológica y su actitud de resignada aceptación ante su fracaso de felicidad, presente en su poesía última, media una distancia semejante a la que separa la novela que exalta las flaquezas humanas del poema épico que celebra virtudes que trascienden las circunstancias puramente personales. Y sin embargo esta poesía última es eminentemente personal. Lo es en cuanto habla de la infelicidad de un hombre, pero en el contexto todo de su obra esa voz solamente permitida desde la vejez adquiere la dimensión de un silencio, es una astilla de luz que acentúa aún más la oscuridad rasgada. Hasta 1964, tiene 65 años, más allá de los pocos poemas juveniles de tema amatorio, ni una sola palabra de ese mundo íntimo y personal. Borges hace su obra como un héroe épico libra sus batallas: olvidando su propio destino personal. Sabe que la espada de sus abuelos no le ha sido permitida: convertirá el ejercicio de la literatura en su espada. Sus poemas que acceden a la intimidad definen, por contraste, una obra que posterga el yo personal o que lo sublima en los juegos y los fuegos de la imaginación. “Un hombre que entreteje endecasíbalos” (MH, 140) es su definición de sí mismo: el poeta que escoge la literatura como un destino, el poeta que busca en las pasiones de la cultura una sordina a sus propias pasiones, el poeta que hace del destino de los otros su propio destino. Próximo al ocaso de su vida, su exabrupto de intimidad es, más que una flaqueza, un acto heroico: la desdicha como una culpa para que la obra se cumpla.

Borges vuelve a su yo más íntimo como Ulises a su Itaca: “harto de prodigios”. Sus prodigios son las “simétricas porfías del arte que entreteje naderías”, pero como el héroe homérico Borges sabe que solamente después de haber recorrido los prodigios, de la aventura o del arte, es posible el regreso. “Se vuelve al yo como a una casa vieja” escribió Neruda en uno de sus libros póstumos.14 Para Borges ese retorno desde su poesía equivale a una confesión: el pecado de no haber sido feliz. Hay momentos de su obra que ilustran ese diálogo callado entre los dos Borges: en la prosa “Borges y yo” y más recientemente en el poema “El centinela” de El oro de los tigres. Es un diálogo en el que sólo se oye la voz del otro, la del escritor; la voz del hombre, en cambio, es apenas una queja de su larga esclavitud al destino y a las preferencias del otro: “Yo vivo para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica” (H, 50). Es esta elección del destino del otro y la subsecuente supresión en su poesía de aquel que “se perderá definitivamente” la que define su gesto como un acto heroico. También Borges, como los héroes épicos, dice a lo largo de su obra dedicada al destino del otro: “A mí no me interesa mi propia vida, porque me interesa algo que está más allá de las circunstancias personales”. Solamente en raros y tardíos momentos de intimidad Borges cede la palabra a ese yo personal que se confiesa brutalmente. La versión más reciente de esa confesión es el poema “El remordimiento” incluido en La moneda de hierro. En su íntimo reconocimiento hay visos trágicos: la certeza de una vida dedicada a la literatura que sabe que en ese acto, a sabiendas o no, a queriendas o no, sacrifica su felicidad personal:

He cometido el peor de los pecados
Que un hombre puede cometer. No he sido
Feliz. Que los glaciares del olvido
Me arrastren y me pierdan, despiadados.
Mis padres me engendraron para el juego
Arriesgado y hermoso de la vida,
Para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
Los defraudé. No fui feliz. Cumplida
No fue su joven voluntad. Mi mente
Se aplicó a las simétricas porfías
Del arte, que entreteje naderías.
Me legaron su valor. No fui valiente.
No me abandona. Siempre esta a mi lado
La sombra de haber sido un desdichado.

(MH, 89)

Esta confesión final y descarnada no es una arenga sobre el sufrimiento. Tampoco una dolorida tirada de quejas y ayes. Menos todavía un lacrimoso lamento. Es un reconocimiento de la desdicha como un pecado y la aceptación de ese pecado como una culpa de destino. Este soneto, como otros, quiebra el pudor resguardado en su literatura y lo restablece desde la literatura, porque haber sido desdichado, no haber sido feliz, no es un suplicio que se grita como un amargo resentimiento o una sufrida angustia, sino una culpa que se expía desde el pudor mismo, desde ese silencio con que los héroes sobrellevan sus adversidades. No se trata, sin embargo, de un heroísmo mitológico sino apenas de ese condición de todo hombre inmerso en el absurdo de su propio destino. “Un destino no es mejor que otro, pero todo hombre debe acatar el que lleva adentro”, observa Borges en “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”. Tal es el sentido de su propia aceptación. El heroísmo de todo hombre es un antiheroísmo no menos estoico que el del héroe épico y entre sus hazañas figura la desdicha. Comentando sobre su cuento “La casa de Asterión”, Borges ha dicho: “En el epílogo a El Aleph, llamo a Asterión ‘mi pobre protagonista’. Lo llamo así porque, siendo un ser ambiguo e impar, está condenado fatalmente a la soledad. Ningún hombre está hecho para la felicidad”.15 Su vocación de infelicidad, entonces, es menos una queja personal que una aserción de una condición común a todos los hombres, menos la voz de un hombre que la expresión del destino inexorable del género humano. Joyce ha escrito que el artista “transmutes the daily bread of experience into the radiant body of everliving life”; desde su más salvaguardada intimidad, Borges, y en general el poeta, nos obliga a romper máscaras, a trascender convenciones y a desandar nuestras propias evasiones para confrontarnos con ese ser que olvida sus miserias para que triunfe algo que no comprende del todo pero que, sabe, vale más que sus miserias.


University of California, San Diego 
La Jolla


Notas


1 Jorge Luis Borges, Ficciones. Buenos Aires, Emecé, 1963. Se emplean las siguientes abreviaturas: Ficciones: F, El Aleph: A, El hacedor: H, Otras inquisiciones: OI, Obra poética: OP, Elogio de la sombra: ES, El oro de los tigres: OT, La rosa profunda: RP, La moneda de hierro: MH.
2 Jorge Luis Borges, Prólogos con un prólogo de prólogos. Buenos Aires, Torres Agüero, 1975, p. 23.
3 Jorge Luis Borges, “Los libros”. Sur, Buenos Aires, No. 111, enero de 1944, p. 74.
4 Ronald Christ, “Jorge Luis Borges; An Interview”. Paris Review, Winter-Spring, 1967, p. 155.
5 Ramón Gómez de la Serna, “Borges en Paris”. Alcor, 1964, No. 33.
6 Gabriella Toppani, “Intervista con Borges”. Il Verri, Milan, XVIII, dic. 1964, p. 98.
7 Rita Guibert, “Entrevista a J.L.B.” en Siete voces. México, Editorial Novaro, 1974, p. 116.
8 Jorge Luis Borges, Prólogos con un prólogo de prólogos, o.c., p. 172.
9 Ibid. p. 171.
10 Jorge Luis Borges, “An Autobiographical Essay”. The Aleph and Other Stories, 1933-1969; edited and translated by N.T. di Giovanni in collaboration with the author. New York, Dutton, 1970, p. 241.
11 Jorge Luis Borges, “Elementos de preceptiva”. Sur, Buenos Aires, año III, No. 7, abril 1933, p. 161.
12 Claude Lévi-Strauss, Arte, lenguaje, etnología. México, Siglo XXI, 1968, pp. 131-132.
13 Guillermo Sucre, “Borges: El elogio de la sombra”. Incluido en Borges, el escritor y la crítica (ed. de J. Alazraki), Madrid, Taurus, 1976, p. 109.
14 Pablo Neruda, “Se vuelve a yo”. El mar y las campanas. Buenos Aires, Losada, 1973.
15 J. Irby, N. Murat y C. Peralta, Encuentro con Borges. Buenos Aires, Galerna, p. 29.



En 40 Inquisiciones sobre Borges
Revista Iberoamericana Vol. XLIII Números 100-101 Julio-Diciembre de 1977
Foto: Borges en Pittsburgh en 1967 por A.F.Supervielle (Ibidem)
Prop. Alfredo Roggiano y Emir Rodríguez Monegal
Yale University


9/11/14

Jorge Luis Borges: Diecisiete Haiku





1

Algo me han dicho
la tarde y la montaña.
Ya lo he perdido.


2

La vasta noche
no es ahora otra cosa
que una fragancia.


3

¿Es o no es
el sueño que olvidé
antes del alba?


4

Callan las cuerdas.
La música sabía
lo que yo siento.


5

Hoy no me alegran
los almendros del huerto.
Son tu recuerdo.


6

Oscuramente
libros, láminas, llaves
siguen mi suerte.


7

Desde aquel día
no he movido las piezas
en el tablero.


8

En el desierto
acontece la aurora.
Alguien lo sabe.


9

La ociosa espada
sueña con sus batallas.
Otro es mi sueño.


10

El hombre ha muerto.
La barba no lo sabe.
Crecen las uñas.


11

Ésta es la mano
que alguna vez tocaba
tu cabellera.


12

Bajo el alero
el espejo no copia
más que la luna.


13

Bajo la luna
la sombra que se alarga
es una sola.


14

¿Es un imperio
esa luz que se apaga
o una luciérnaga?


15

La luna nueva.
Ella también la mira
desde otra puerta.


16

Lejos un trino.
El ruiseñor no sabe
que te consuela.


17

La vieja mano
sigue trazando versos
para el olvido.



La cifra (1981)
Foto: Borges listening to a shell Palermo 1984
© Ferdinando Scianna/Magnum Photos


8/11/14

Jorge Luis Borges: La trama






En el segundo patio
la canilla periódica gotea,
fatal como la muerte de César.
Las dos son piezas de la trama que abarca
el círculo sin principio ni fin,
el ancla del fenicio,
el primer lobo y el primer cordero,
la fecha de mi muerte
el teorema perdido de Fermat.
A esa trama de hierro
los estoicos la pensaron de un fuego
que muere y que renace como el Fénix.
Es el gran árbol de las causas
y de los ramificados efectos;
en sus hojas están Roma y Caldea
y lo que ven las caras de Jano.
El universo es uno de sus nombres.
Nadie lo ha visto nunca
y ningún hombre puede ver otra cosa.


En La cifra (1981)


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