12/11/14

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Nuevo diálogo sobre "Los conjurados" ("En Diálogo", II,90)





Osvaldo Ferrari: Respecto de su último libro de poemas, Los conjurados, yo sostuve, Borges, que los poemas que lo componen lo acercan a una forma de cosmogonía, a una fundación...

Jorge Luis Borges: Yo no había pensado en eso; ahora, me dijeron en La Pampa que habían notado en ese libro una tristeza que no se nota en los libros anteriores.

Ah, yo tampoco pensé en eso.

—Yo tampoco había pensado, y me dijeron que el único libro mío en el cual hay felicidad o alegría es la serie de milongas que se llama Para las seis cuerdas; que ahí sí hay alegría. Y yo les dije: "Bueno, puede haber porque es un libro anónimo, un libro que ha sido escrito por mis mayores, o por todos". Y en cambio, los otros libros, siendo personales, pueden ser melancólicos. Ahora, eso de la cosmogonía yo no lo sabía, pero posiblemente sea cierto, ya que si un escritor escribe lo que se propone escribir, no ha escrito nada; conviene que escriba algo más de lo que se ha propuesto escribir. Es decir, conviene que la obra exceda los propósitos del escritor.

Y que cada obra sea una nueva fundación.

—Ah, sí.

Si es fundación, es cosmogónica.

—Yo creo que si se escribe algo en función de un libro, se hace un ripio; uno debe escribir cada composición pensando en esa composición. Ahora, el hecho de que eso sea parte de un libro ulteriormente es insignificante.

Accidental.

—Sí, irrelevant (fuera de propósito), como decían en inglés.

Lo que sí es indudable es que su libro es de inspiración onírica.

—Bueno, así lo espero.

Casi todos los poemas...

—Generalmente, si yo comparo mis sueños con mi vigilia, me arrepiento de muchas cosas; me arrepiento, por ejemplo, de las pesadillas, que pueden ser terribles.

En el libro se da particularmente uno de sus hábitos: la enumeración.

—Sí, se Supone que la inventó Walt Whitman, pero yo creo que los Salmos ya la habían inventado; y además, es una forma natural, una actividad mental enumerar, ¿no?

...

—Si el tiempo es sucesivo, bueno, la enumeración es sucesiva, y se produce en el tiempo.

Y se da en la poesía.

—Y se da en la poesía. Ahora, yo hablé con Bioy Casares sobre eso; él cree que la enumeración se siente a partir del número cuatro. Es decir, si usted enumera tres cosas, el lector no siente eso como una enumeración, pero si son cuatro o cinco, se siente como una enumeración, y quizá se sienta como algo mecánico. Sin embargo, en el caso de Walt Whitman, tenemos raras enumeraciones, en el caso de los Salmos de David también; y no se las siente como mecánicas, se las siente como necesarias.

Por supuesto.

—O en todo caso, uno las agradece, y no las censura. No, yo no creo que la enumeración sea una figura vedada; es que ninguna figura es vedada: si las cosas salen bien, están bien (ríe).

Silvina Ocampo, en un poema, habla de una larga dicha enumerativa...

—Ah, qué lindo. Bueno, y el libro de ella se titula Enumeración de la Patria, ¿no?

Justamente.

—Exactamente. Es que la idea de contar no es una idea antipoética; la prueba está en que, bueno, usted tiene en inglés tale (cuento) y tell (contar), pero tell se aplica a un relato y también a las sucesivas cuentas del rosario, o a las sucesivas campanadas; ya que las palabras tale y tell tienen que tener el mismo origen, ¿no? Toll (tañer) que se aplica a las campanas, y tell, que se aplica a los cuentos, a contar, tiene que ser lo mismo.

Ahora, yo diría que la enumeración...

—No, yo creo que la enumeración es lícita.

Y en su caso...

—.. .Si sale bien. En cuanto a la enumeración caótica, quizá sea imposible, ya que si hay un universo, todas las cosas están unidas; y la enumeración caótica puede servir para que sintamos no el caos, sino el cosmos o secreto cosmos del mundo, ¿no?

Ah, está muy claro.

—Sí, cuando Walt Whitman dice: "Y de los hilos que atan a las estrellas / y de los senos, y de la simiente...", se siente que esas cosas tan disímiles, sin embargo, se parecen; porque si no sería, bueno, irracional o injustificable la enumeración.

Hay un orden en eso.

—Sí, tiene un orden, y un orden, bueno, secreto; y por consiguiente misterioso. Ahora, yo no sé si a lo mejor he abusado de la enumeración en ese libro.

No, yo creo que tiene que ver con el deseo suyo de cumplir con todos aquellos símbolos que le han parecido fundamentales o más permanentes.

—Bueno, yo he escrito sobre eso en estos días precisamente, y los he enumerado y me he preguntado por qué he elegido ésos. Y luego he llegado a la conclusión de que he sido elegido por ellos; porque nada me costaría, por ejemplo, prescindir de los laberintos y hablar de catedrales o de mezquitas; prescindir de los tigres y hablar de panteras o de jaguares; prescindir de los espejos, y hablar, bueno, de ecos, que vienen a ser como espejos auditivos. Sin embargo, siento que si yo obrara así, el lector se daría cuenta inmediatamente de que me he disfrazado (ríen ambos) ligeramente, y me descubriría; es decir: si yo dijera "el leopardo", el lector pensaría en el tigre; si yo dijera "catedrales", el lector pensaría en laberintos, porque el lector ya conoce mis hábitos. Y quizá los espera, y quizá... bueno, se haya resignado a ellos, y se haya resignado hasta tal punto que si yo no repito esos símbolos, lo defraudo de algún modo.

O se defrauda usted a sí mismo (ríe).

—O me defraudo yo, y defraudo a los lectores también, que esperan eso de mí, y no otra cosa. Es decir, quizá cualquier tic, cualquier hábito llegue a convertirse en una tradición.

Si se afirma, claro.

—Sí, todas las cosas tienden a ser tradiciones; de manera que lo que al principio fue arbitrario y excepcional, concluye siendo tradicional, esperado, aceptado y aprobado.

Ciertamente, pero, en su caso, también podría tratarse de algo como un pagarle su deuda de conocimiento al mundo...

—Es cierto...

Al devolverle cada uno de los elementos de su conocimiento.

—Bueno, ésa es una interpretación muy generosa suya, la agradezco y la adopto en este momento; la plagiaré, se lo prometo (ríe).

(Ríe.) Es una conjetura, pero también podría ser para combatir la eventual pesadilla del exceso de recuerdos del mundo.

—Sí, bueno, ya Jean Cocteau dijo que todo estilo es una serie de tics, y es verdad.

De hábitos, claro.

—Claro, ahí la palabra "tics" está usada un poco despectivamente, o como una broma, mejor dicho, ¿no?

Sí, pero en este caso, los poemas de Los conjurados revelan a la vez amor y afección por el mundo, por esos símbolos del mundo.

—Y, yo espero sentir así: en esa página que yo dicté hace 'poco, yo me asombro del número singularmente escaso de mis símbolos, ya que suponemos que llamamos "mundo" a una serie indefinida de cosas; y quiere decir que soy muy poco sensible, ya que sólo unas pocas me han impresionado a tal punto de ser hábitos míos, ¿eh? Por ejemplo, yo hablo tanto de tigres, ¿por qué no hablo de peces?, que son mucho más raros. Sin embargo, no sé por qué me han impresionado más los tigres que los peces, aunque ahora, tranquilamente me doy cuenta de que los peces son mucho más raros.

En cualquier caso, Borges, lo que sí veo es que usted tiene la necesidad de guardar fidelidad a sus símbolos de siempre.

—...Sí, es que si no lo hago siento que estoy haciendo trampa.

Claro.

—Y además, bueno, una suerte de declive, una forma de cansancio; o quizá el saber que si me han elegido esos símbolos, por algo será, que yo no tengo derecho a innovar: he sido elegido por los tigres, por los espejos, por las armas blancas, por los laberintos, por las máscaras; y no tengo derecho a otras cosas. Aunque cada una de esas cosas presupone el universo, que consta de infinitas cosas, o de indefinidas cosas. Eso no lo sabemos.

Sin embargo, en los poemas de Los conjurados encontramos muchos más símbolos que los que usted menciona.

—¿Ah, sí?; habrá uno o dos más.

Por ejemplo, en el poema "Alguien sueña"...

—Eso no lo recuerdo.

Ese poema en que usted se pregunta: "¿ Qué habrá soñado el Tiempo hasta ahora?"

—Ah, sí, sí.

Y se responde con todos los elementos fundacionales, digamos, que forman siempre su poesía, y algunos otros.

—¿Hay algún otro?, bueno, muchas gracias, quizá tenga razón usted.

Para probarlo, me gustaría leer un fragmento del poema.

—Bueno, yo lo he olvidado; sé que es enumerativo, como casi todo lo que yo escribo, sí, a ver.

"¿Qué habrá soñado el Tiempo hasta ahora, que es, como todos los ahoras, el ápice? Ha soñado la espada, cuyo mejor lugar es el verso"...

—Bueno, ahí estoy condenando la espada, desde luego. Lo digo de un modo reticente, pero suficiente, ¿no?: "cuyo mejor lugar es el verso", es decir, no la mano del hombre.

Pero perdura en el verso.

—Sí.

"Ha soñado y labrado la sentencia, que puede simular la sabiduría"...

—Y, la frase está bien, ¿eh?, aunque es una sentencia también: "que puede simular la sabiduría", claro, podemos simular la sabiduría.

A través de una sentencia.

—Claro.

"Ha soñado la fe, ha soñado las atroces Cruzadas"...

—Bueno, "las atroces Cruzadas" sí, porque las Cruzadas han sido alabadas siempre, y sin embargo fueron empresas terribles.

"Ha soñado a los griegos que descubrieron el diálogo y la duda. Ha soñado la aniquilación de Cartago por el fuego y la sal. Ha soñado la palabra, ese torpe y rígido símbolo. Ha soñado"...

—El que insistió en que la palabra era torpe fue Stevenson, sí, claro, la palabra es torpe.



En diálogo, II, 90
Buenos Aires, 1985/1998
Foto: Borges y Beppo, en su casa, por Paola Agosti


11/11/14

Jorge Luis Borges: Eugene G. O'Neill, Premio Nobel de Literatura






Uno de los reglamentos del premio Nobel (fundado, como los diccionarios enciclopédicos no lo ignoran, por Alfred Bernhard Nobel, padre y divulgador de la dinamita y de otras coaliciones poderosas de la nitroglicerina y la sílice) decreta que de los cinco premios anuales, el cuarto debe ser adjudicado, sin consideración de la nacionalidad del autor, a la obra literaria de mayor mérito, dans le sens d'idéalisme. La condición final es inofensiva: no hay en el universo un libro que no pueda ser considerado «idealista», si nos empeñamos en que lo sea. La primera, en cambio, es algo insidiosa. El honrado propósito esencial de que se repartan los premios imparcialmente, sin distinción de la nacionalidad del autor, se resuelve de hecho en un internacionalismo insensato, en una rotación geográfica. Lo verosímil, lo infinitamente probable es que la obra más ilustre del año se haya producido en París, en Londres, en Nueva York, en Viena o en Leipzig. La comisión no lo entiende así; la comisión, con extraña «imparcialidad», prefiere fatigar las librerías de Addis Abeba, de Tasmania, del Líbano, de San Cristóbal de la Habana y de Berna. (También, con imparcialidad un tanto patriótica, las de Estocolmo.) Los derechos de las pequeñas naciones tienden a prevalecer sobre la justicia. Yo no sé, por ejemplo, si dentro de cien años la República Argentina habrá producido un autor de importancia mundial, pero sé que antes de cien años un autor argentino habrá obtenido el premio Nobel, por mera rotación de todos los países del atlas. De ahí cabe derivar una conclusión que tiene algo de paradójico: le es tan difícil a un francés o a un americano obtener el premio como a un dinamarqués o a un belga. Le es más difícil, puesto que debe competir con todos los escritores de su país, que son numerosísimos, y no con un puñado de colegas más o menos mediocres. Si consideramos que Eugenio O'Neill es coterráneo de Cari Sandburg, de Robert Frost, de William Faulkner, de Sherwood Anderson y de Edgar Lee Masters, comprenderemos la dificultad y la gloria de su premio reciente.

Mucho se ha escrito sobre la tormentosa vida de O'Neill: vida literalmente tormentosa sobre las aguas arriesgadas de los dos hemisferios; vida tan idéntica, en suma, a la de un personaje de O'Neill. Bástame recordar que Eugenio Gladstone O'Neill nació en 1888 en un hotel de Broadway, que su padre fue un actor trágico que majestuosamente pereció millares de veces ante las candilejas de gas; que Eugenio Gladstone estudió en la Universidad de Princeton; que hacia 1909 fue en busca de oro a las tierras bajas de Honduras; que en 1910 era marinero y que desertó en la Dársena Sur y conoció los almacenes de Buenos Aires y el sabor de la caña. («Siempre me gustó la Argentina. Todo, menos ese brebaje: la caña», dice uno de sus héroes. Después, agonizando, recuerda los cinematógrafos de Barracas y una buena pelea con el pianista, y el olor de los cueros en las curtiembres.)

En la obra tumultuosa de O'Neill creo que es lícito distinguir dos períodos. Sospecho que en el primero, realista —La luna del Mar Caribe, Anna Christie, Donde está marcada la cruz—, le interesaban, ante todo, los personajes, su destino y sus almas. En el segundo, gradual o descaradamente simbólico —Raro interludio, El Gran Dios Brown, El Emperador Jones—, le interesan los experimentos, la técnica. Pensando en esos últimos dramas, ha escrito el comediógrafo irlandés Saint John Ervine: «Si algo ha sabido O'Neill de las reglas de la construcción dramática, formuladas por todas las autoridades en la materia desde Aristóteles hasta el profesor G. P. Baker, ha ocultado cuidadosamente su información y ha compuesto sus piezas como si las desconociera absolutamente. Una de sus piezas tiene seis actos cuando tres bastarían. Otra tiene un comienzo y un fin, pero le falta el medio. Una tercera, El Emperador Jones, viene a ser un monólogo en ocho escenas. Aristóteles se estremecería en la tumba si le contaran las diabluras que hace el señor O'Neill con la técnica, pero quizá las perdonara por lo afortunadas que son. Cada nuevo drama de O'Neill es un experimento nuevo, y lo asombroso es que ese experimento se justifica. La estructura de cada pieza nada tiene que ver con la estructura de la pieza siguiente ni con la de la pieza anterior, pero no deja nunca de ajustarse al propósito especial del señor O'Neill. Sus piezas, para decirlo en una palabra, son otras tantas aventuras.» El juicio me parece verdadero, aunque ni siquiera menciona la intensidad que pone O'Neill en esas infracciones del orden. En su invención, más que en su ejecución. Verbigracia: el valor fundamental de Raro interludio está en la idea de presentar dos dramas paralelos —uno de palabras, otro de pensamientos y de emociones—, y no en la fábula que O'Neill desenvuelve para ejecutar su propósito. Verbigracia: las caretas que usurpan el lugar de los hombres, los niños y las mujeres en El Gran Dios Brown, y la fusión final, o confusión, de las dos personas en una, es más interesante, para nosotros —y para O'Neill— que la historia de la firma Anthony, Brown y Compañía, Arquitectos. En resumen: a los últimos dramas de O'Neill, a los más ambiciosos y emprendedores, les falta «realidad». Esa comprobación no los acusa de ser infieles a lo cotidiano del mundo; es evidente que lo son y que tal es el propósito de su autor. Los acusa de otra infidelidad: de no corresponder a una imaginación minuciosa de los caracteres y de los hechos. Uno siente que O'Neill no conoce bien ese mundo de símbolos y de larvas. Uno siente que los personajes no son complejos, que apenas son caóticos. Uno siente que O'Neill es el espectador más desconcertado, y acaso más ingenuo y más trémulo, de esas fantasmagorías enormes. Uno siente que O'Neill ha inventado cada vez un procedimiento y que después ha improvisado su obra con una especie de ferviente descuido. Uno siente que a O'Neill lo mueven más los efectos escénicos que la realidad, siquiera fantasmal o nominal, de sus personajes. Ante un drama de O'Neill, como ante las novelas de William Faulkner, uno a veces no sabe lo que sucede, pero uno sabe que lo que sucede es terrible. De ahí su conexión con la música, arte que opera con nosotros de ese modo inmediato. La música (dijo Hanslick) es un idioma que entendemos y hablamos, pero que somos incapaces de traducir. De traducir en conceptos, naturalmente. Es el caso de los dramas de O'Neill. Su espléndida eficacia es anterior a toda interpretación y no depende de ella. Es también el caso del Universo, que nos destruye, nos exalta y nos mata, y no sabemos nunca qué es.





Texto publicado el 27.11.1936 en El Hogar 1935-1958
Incluido luego en Textos cautivos (compilación 1986)
Foto: Borges, Rome, Italy, 1981 © Horst Tappe
Imagen al pie: The Nobel Prize for Literature, awarded to Eugene O'Neill in 1936

10/11/14

Jaime Alazraki: Borges o el difícil oficio de la intimidad. Reflexiones sobre su poesía más reciente





A partir de 1967, fecha de publicación de la última edición de su Obra poética, Borges escribe cuatro colecciones nuevas: Elogio de la sombra (1969), El oro de los tigres (1972), La rosa profunda (1975) y La moneda de hierro (1976). Su producción poética de estos últimos siete años iguala en cantidad a su obra poética publicada entre 1923 (Fervor de Buenos Aires) y 1967 (El otro, el mismo). Los cambios registrados entre estos dos ciclos son significativos, formal y temáticamente. El más notable entre estos últimos es su voluntad de intimidad. Como Eliot, el primer Borges parece comprender la poesía “not as a turning loose of emotions, but as an escape from emotions; not as the expression of personality, but as an escape of personality”. El aparente impersonalismo de sus primeros libros define una verdadera estética del pudor y del gesto épico. Estos temas reaparecen en sus últimas colecciones pero en ellas Borges explora en profundidad un tema apenas enunciado en su poesía anterior: la intimidad del hombre que trasciende la máscara del poeta. Desde la vejez y el saldo de una obra plenamente realizada, Borges se confiesa.

Ante el inesperado hallazgo del volumen undécimo de la Primera Enciclopedia de Tlön, el narrador (Borges) declara sobrecogido: “Me puse a hojearlo y sentí un vértigo asombrado y ligero que no describiré, porque ésta no es la historia de mis emociones sino de Uqbar y Tlön y Orbis Tertius”.1 ¿Una efusión de Borges? ¿Un artificio del narrador que se vuelve sobre su narración y la cuestiona, comenta o corrige? ¿Una sonrisa de incredulidad respecto a su propia ficción? ¿Un guiño travieso al lector ingenuo? Si, todo eso, pero además una velada profesión de fe que declara los alcances y limitaciones de su arte. Borges se niega a la novela, al libro vasto, por un escrúpulo de economía, como lo ha afirmado en varios textos, pero además porque siendo la función de la novela, según él, “crear un personaje real y mostrar el carácter del héroe” (O.I., 194, 220), tal empeño implica una morosa y trabajada excursión por el territorio de sus emociones y el mundo de su intimidad. Borges se niega a tales excursiones. Una voluntad de artificio y de irrealidad (que él considera “condición del arte”) le hace decir respecto a la novela psicológica: “Los rusos y los discípulos de los rusos han demostrado hasta el hastío que nada es imposible: suicidas por felicidad, asesinos por benevolencia; personas que se adoran hasta el punto de separarse para siempre, delatores por fervor o por humildad...” Para concluir: “Esa libertad plena acaba por equivaler a pleno desorden. Por otra parte, la novela ‘psicológica’ quiere ser también novela ‘realista’: prefiere que olvidemos su carácter de artificio verbal y hace de toda vana precisión (o de toda lánguida vaguedad) un nuevo rasgo verosímil. Hay páginas, hay capítulos de Marcel Proust que son inaceptables como invenciones y a ellos nos resignamos, sin saberlo, como a lo insípido y ocioso de cada día”.2 El cuento en cambio, “fábula de situaciones”, se ajusta más eficazmente al carácter de invención de la literatura. Borges deplora la condición de “informe” de cierta novela psicológica, su estéril alarde de “transcripción de la realidad” y exalta la literatura como un objeto artificial, el texto como “un férreo sistema de simetrías, de coincidencias y de contrastes”.3 Su preferencia por lo fantástico constituye una oblicua formulación de su poética: si la novela realista se atiene a la crónica como criterio de verosimilitud, la narración fantástica es solamente inverosímil en relación a esa crónica, no lo es en cuanto testimonio de la imaginación. Concluir que la fantasía es un arbitrio y que la verdad habita en las versiones de la realidad postuladas por la novela realista equivale a afirmar que la vida de vigilia es más verdadera que el mundo desorbitado de los sueños. Como los sueños, las imágenes de la literatura fantástica son máscaras de su creador pero el creador está en ellas metamorfoseado y así lo reconoce Borges. Interrogado sobre el supuesto “impersonalismo” de sus cuentos, respondió: “No, (con tristeza). Si dejan tal impresión es por mera torpeza mía, porque yo los he sentido muy profundamente. Los he sentido tan profundamente que los he contado, bueno, usando símbolos extraños para que los lectores no se enteraran de que eran todos más o menos autobiográficos. Son relatos sobre mí mismo, sobre mis experiencias personales. Me imagino que es mi timidez anglosajona, ¿no?”.4 La entrevista es de 1967. Tres años antes, en Madrid, Borges ofrece una respuesta semejante. Entrevistado por Gómez de la Serna, comenta respecto a la literatura fantástica: “Pero lo fantástico no es ni arbitrario ni gratuito. Me expreso por medio de símbolos, o más bien diría que determinadas imágenes se forman en mí, a través de las cuales cobro conciencia de ciertas verdades. Algunos creen que yo comienzo por una proposición abstracta. Es lo contrario. Parto siempre de una situación humana, de una posibilidad concreta. Si no sería un moralista y no un poeta”.5 En una tercera entrevista del mismo año ha explicado en relación al aparente impersonalismo de su obra: “Esa suerte de misterio que según algunos lectores parece ‘existir’ en mi obra, no se debe a un deseo de mistificación, sino a una suerte de pudor; quisiera en el fondo alcanzar una mayor intimidad, no solamente con los otros sino conmigo mismo”.6

Lo común en las tres respuestas es una defensa o justificación de la timidez y del pudor. Más que negarse a escribir sobre sí mismo, Borges se niega a la fácil confesión, a la intimidad romántica, al egocentrismo existencial. Acosado por el destino de “sus antepasados de muerte romántica”, exalta la valentía de héroes y cuchilleros dispuestos a morir en defensa de un ideal o de una virtud más cara que sus propias vidas. Los derroteros y las derrotas de un Roquentin, por ejemplo, le aburren; las hazañas de un héroe épico, en cambio, ganan su admiración. De ahí su preferencia por Shaw de quien ha dicho:

Creo que además de ese Shaw circunstancial, hay en Shaw un sentido épico, y que es el único escritor de nuestro tiempo que ha imaginado y presentado héroes a sus lectores. En general, los escritores tienden a mostrar las flaquezas de los hombres y parecen complacerse en sus derrotas; en cambio, en el caso de Shaw hay personajes como Major Barbara o César, que son personajes heroicos que uno puede admirar. Eso es muy raro en la literatura contemporánea. La literatura contemporánea desde Dostoiewsky y aun antes, desde Byron, parece complacerse más en las culpas, en las flaquezas del hombre. En cambio, en la obra de Bernard Shaw hay una exaltación de las mayores virtudes humanas. Por ejemplo, que un hombre pueda olvidarse de su propio destino, que a un hombre no le importen sus venturas, que pueda decir como nuestro Almafuerte: “A mí no me interesa mi propia vida”, porque le interesa algo que está más allá de las circunstancial personales.7

La defensa que Borges hace del pudor, entonces, no es un alegato de la debilidad o del mero impersonalismo; es una afirmación de un sentido épico de la vida y un esfuerzo por trascender su inmediatez. El poeta olvida su biografía para ser ese hombre que esencialmente es o quiere ser: Walt Whitman “es el modesto periodista Walter Whitman, oriundo de Long Island, que algún amigo apresurado saludaría en las aceras de Manhattan, y es, asimismo, el otro que el primero quería ser y no fue, un hombre de aventura y de amor, indolente, animoso, despreocupado, recorredor de América”.8 Para Borges, Leaves of Grass es una epopeya: “Whitman se impuso la escritura de una epopeya de ese acontecimiento histórico nuevo –la democracia americana”.9 El héroe de esa epopeya es Whitman, un innumerable Whitman que olvida al otro de Long Island y de las aceras de Manhattan para desdoblarse en los destinos infinitos de una nación en ciernes. El esfuerzo poético de Borges apunta a una dirección semejante aunque sus temas y propósitos difieran. La Argentina de Borges no es la América de Whitman, pero, como el poeta del Norte, Borges se reconoce menos en el modesto bibliotecario que por esos años escribía “Vida y muerte le han faltado a mi vida”, que en las gloriosas vidas de sus antepasados muertos a caballo. Borges ha dicho de esos nueve años en una oscura biblioteca del suroeste de la ciudad de Buenos Aires: “Fueron nueve años de sólida infelicidad”;10 pero su realidad por esos años es menos esa miserable biblioteca que la ciudad conjurada desde su poesía, menos las dos horas diarias de tranvía entre su casa y esa biblioteca que los libros leídos durante la rutina del viaje. En su poesía de esos años no hay ni una palabra de ese mundo indigente y banal. Si el destino épico de sus antepasados le ha sido negado en el campo de batalla, Borges convertirá la literatura en su batalla. No son sus flaquezas y derrotas las que triunfan en su poesía de esa época. De sus libros juveniles emerge una ciudad reconquistada: “La ciudad esta en mi como un poema/que no he logrado detener en palabras” (OP, 32). Borges rescata viejos barrios, calles ignoradas del arrabal, plazas suspendidas en la tarde, íntimos jardines, ponientes herrumbrados, almacenes rosados, sepulcros, horizontes, ciudad que se disuelve en la llanura, y con esos adarmes funda por tercera vez Buenos Aires, fundación mítica de una ciudad hecha de nostalgia y de historia familiar:

A mi ciudad de patios cóncavos como cántaros
y de calles que surcan las leguas como un vuelo,
a mi ciudad de esquinas aureoladas de ocaso
y arrabales azules, hechos de firmamento.
A mi ciudad que se abre clara como una pampa,
yo volví de las tierras antiguas del naciente
y recobre sus casas y la luz de sus casas
y esa modesta luz que urgen los almacenes

(OP, 96)

Si para Whitman cantarse a sí mismo es cantar las multitudes en que se desgrana América, y para Neruda el canto general de América es su propio canto como canto de todos, para Borges la patria es apenas ese diálogo íntimo con las calles de Buenos Aires, “no las calles enérgicas,/molestadas de prisas y ajetreos,/sino la dulce calle de arrabal/enternecida de penumbra y ocaso” (OP, 17): “Mi patria es un latido de guitarra, unos retratos y una vieja espada” (OP, 80). Una patria entrañable que más que loar se cultiva como una amistad: “Grato es vivir en la amistad oscura/de un zaguán, de una parra y de un aljibe” (OP, 30). La historia de esa patria entrañable “que condesciende a higuera y aljibe” no puede ser otra que la historia de sus propios antepasados, una historia en que el destino del país se confunde con el destino de su sangre como en la amistad el yo y el tú se entrelazan en un diálogo verbal y de destino:

Una amistad hicieron mis abuelos
con esta lejanía
y conquistaron la intimidad de la Pampa
y ligaron a su baquía
la tierra, el fuego, el aire, el agua.

(OP, 88)

Pero además de los temas de la ciudad íntima y la patria entrañable, las primeras colecciones (Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente y Cuaderno San Martín) incluyen también poemas de inquietud metafísica, como “Amanecer”, y de materia literaria, como “Manuscrito hallado en un libro de Joseph Conrad”. Estos temas son todavía la excepción y solamente a partir de El otro, el mismo, que reúne su producción poética escrita entre Cuaderno San Martín (1929) y Elogio de la sombra (1969), devendrán lo dominante. Los primeros temas, lejos de desaparecer, alcanzan en esta colección de madurez su más concentrada intensidad –basta leer, por ejemplo, los dos sonetos titulados “Buenos Aires” y el memorable “Poema conjetural”–, pero lo central será ahora la reflexión filosófica, sus preferencias literarias y las paradojas de la cultura. De esta época data el tan citado epílogo a El hacedor, libro que incluye una buena porción de los poemas recogidos más tarde en El otro, el mismo; en ese epílogo Borges retoma el motivo de vida y literatura, formulado primero desde el prólogo a Discusión, y reitera: “Pocas cosas me han ocurrido y muchas he leído. Mejor dicho: pocas cosas me han ocurrido más dignas de memoria que el pensamiento de Schopenhauer y la música verbal de Inglaterra” (H, 109). La literatura y las aventuras del pensamiento alcanzan en su poesía adulta la magnitud de una pasión: Gracián, Quevedo, Camoens, Ariosto, Milton, la Biblia, Homero, la Gesta de Beowulf, Snorri Sturluson, Swedenborg, Jonathan Edwards, Emerson, Poe, Whitman, Heine, Cansinos-Assens, Spinoza –son algunos de los nombres de esa pasión.

Para algunos esta poesía puede parecer excesivamente sofisticada e impersonal, más próxima al intelecto que al corazón, pero solamente si se identifica al corazón con facilidades sensibleras y a la poesía, no como la invención del poeta de su propia realidad, Paz dixit, sino como una mera efusión confesional. Para Borges la poesía es una música, un sueño dirigido y un espejo “que nos revela nuestra propia cara”; una manera de decir que “la literatura es fundamentalmente un hecho sintáctico”,11 que la realidad de crónica es tan empobrecedora como las noticias de los periódicos y que los sueños y los mitos nos devuelven a ese ser que íntimamente somos. El poema es “un objeto artificial” como lo son todas las creaciones del hombre –Lévi-Strauss ha definido la cultura como “ese mundo artificial en el cual vivimos como miembros de una sociedad”12–, y cada escritor escribe, como ha observado Borges, “no sobre lo que quiere sino sobre lo que puede”. Sus tres últimas colecciones –El oro de los tigres (1972), La rosa profunda (1975) y La moneda de hierro (1976)– presentan variaciones de esos temas a que nos ha acostumbrado su poesía: la patria íntima, el culto de los mayores, la pasión por los libros, la preocupación filosófica, la ceguera, la germanística de Inglaterra y de Islandia, los antepasados, el tiempo, el olvido y la memoria, la vejez, la muerte.

Una variación no es la repetición de un tema sino su desarrollo, un esfuerzo por hilar más fino y encontrar una versión más, la final, de esas imágenes que en la obra de todo escritor se sobreponen como láminas de sueños borradas por la vigilia. Pero esa versión última no coincide con la cronología; es apenas un nuevo ángulo desde el cual el mismo tema reaparece revelado con la profundidad a que accede desde esa redescubierta perspectiva: “Otro poema de los dones” no es la mera reiteración de “Poema de los dones” sino su complemento, un punto focal de intensidad y claridad diferentes.

Junto a estos temas, aunque no agotados, ya recorridos, emerge un Borges más dispuesto a hablarnos de sí mismo, no de la persona creada por la literatura, no del escritor que “trama su literatura” para justificar al otro, sino justamente de ese “otro que vive y se deja vivir”, un Borges asediado por “las miserias de cada día”, prisionero de la condición humana, un hombre ciego que “una u otra mujer han rechazado”, en resumen, un Borges más dispuesto a contarnos esas “pocas cosas que le han ocurrido”. Indicios de ese Borges aparecen ya en sus primeros libros. Son poemas que evocan una mujer (“Ausencia”), celebran su hermosura (“Sábados”, “Trofeo”), se duelen de su ausencia (“Despedida”), sellan una despedida (“Dualidá en una despedida”), hacen un voto (“Two English Poems”). Dejan un sabor, como toda poesía amatoria, de nostalgia y pasión frustrada. Son poemas que por ser excepción confirman la regla y en su entusiasmo exaltado corresponden a una edad de ilusa y elusiva exuberancia. Hay que esperar hasta 1964 para encontrar un segundo asalto de intimidad. Cronológicamente, el salto no es menos abrupto: entre los poemas juveniles de tema amoroso y ese poema que lleva como título el año de su composición (“1964”), Borges ha publicado Otras inquisiciones y las tres colecciones más importantes de su obra narrativa, ha sido descubierto en Europa y los Estados Unidos y ha recibido el Premio Nacional de Literatura y el Premio Internacional Formentor. Un escritor plenamente realizado y, sin embargo, un hombre que se siente profundamente desdichado; oigamos cómo lo dice él mismo en el segundo de los dos sonetos compuestos en 1964 y así titulados:

Ya no seré feliz. Tal vez no importa.
Hay tantas otras cosas en el mundo;
Un instante cualquiera es más profundo
Y diverso que el mar. La vida es corta
Y aunque las horas son tan largas, una
Oscura maravilla nos acecha,
La muerte, ese otro mar, esa otra flecha
Que nos libra del sol y de la luna
Y del amor. La dicha que me diste
Y me quitaste deberá ser borrada;
Lo que era todo tiene que ser nada.
Sólo me queda el goce de estar triste,
Esa vana costumbre que me inclina
Al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina.

(OP, 256)

Borges se solaza todavía en la patria íntima, tema al cual volverá en sus tres últimos libros de poesía, pero el tono épico ha sido reemplazado ahora por un tono elegíaco; véase, por ejemplo, “Elegía del recuerdo imposible” y “Elegía de la patria” de La moneda de hierro. Si en “Inscripción sepulcral”, de 1923, el coronel Isidoro Suárez es el héroe que:

Dilató su valor sobre los Andes.
Contrastó montañas y ejércitos.
La audacia fue costumbre de su espada.
Impuso en Junín término venturoso a la lucha
y a las lanzas del Perú dio sangre española.
Escribió su censo de hazañas
en prosa rígida como los clarines belísonos.

(OP, 29)

en “Coronel Suárez”, de 1976, Suárez es percibido en su intimidad de hombre y en su condición de héroe, pero de esa condición quedan apenas las cenizas de la gloria y la metáfora del bronce no invulnerables a la obra del tiempo:

Alta en el alba se alza la severa
Faz de metal y de melancolía.
Un perro se desliza por la acera.
Ya no es de noche y no es aún de día.
Suárez mira su pueblo y la llanura
Ulterior, las estancias, los potreros,
Los rumbos que fatigan los reseros,
El paciente planeta que perdura.
Detrás del simulacro lo adivino,
Oh joven capitán que fuiste el dueño
De esa batalla que torció el destino:
Junín, resplandeciente como un sumo.
En un confín del vasto Sur persiste
Esa alta cosa, vagamente triste.

(MH, 17)

La resignación, melancolía y tristeza de este Suárez elegíaco son de una pieza con el tono resignado del soneto “1964”. Borges, como Suárez, contempla las cenizas del pasado (“Lo que era todo tiene que ser nada”); la dicha pasada, de Borges, como la gloria antigua, de Suárez, se borran en el agua del tiempo y “sólo queda el goce de estar triste”, en Borges, y “esa alta cosa, vagamente triste”, en Suárez. En el soneto “Junín”, de 1966, se mezclan las dos voces (y los dos destinos) y el tono de resignación cede a un sentimiento de futilidad: la ceguera y el olvido dejan sobre el fuego apagado apenas una ceniza o una sombra: “Acaso buscas por mis vanos ojos/el épico Junín de tus soldados (...)/ Te imagino severo, un poco triste (...)” (OP, 286).

Con “1964” Borges inicia un ciclo de poemas dedicados a su vocación de infelicidad. Si los dos poemas de los dones representan un esfuerzo de gratitud por todo lo que tuvo, desde “el pan y la sal” hasta “la felicidad de los otros”, “Alguien”, de 1966, es su reverso: el poema de lo que no tuvo. Los dones son apenas “modestas limosnas”; la felicidad, en cambio, es un misterio que, como los dioses, se manifiesta desde su ausencia, esta menos en el individuo que en la especie y es más un reflejo que resplandece desde una distancia primordial y cuya fuente no está en nosotros. Del fondo de estas cavilaciones asciende otra vez la mirada de la muerte con una promesa de cielo o infierno:

Un hombre trabajado por el tiempo,
un hombre que ni siquiera espera la muerte
(las pruebas de la muerte son estadísticas
y nadie hay que no corra el albur
de ser el primer inmortal),
un hombre que ha aprendido a agradecer
las modestas limosnas de los días:
el sueño, la rutina, el sabor del agua,
una no sospechada etimología,
un verso latino o sajón,
la memoria de una mujer que lo ha abandonado
hace ya tantos años
que hoy puede recordarla sin amargura,
un hombre que no ignora que el presente
ya es el porvenir y el olvido,
un hombre que ha sido desleal
y con el que fueron desleales,
puede sentir de pronto, al cruzar la calle,
una misteriosa felicidad
que no viene del lado de la esperanza
sino de una antigua inocencia,
de su propia raíz o de un dios disperso.
Sabe que no debe mirarla de cerca,
porque hay razones más terribles que tigres
que le demostraran su obligación
de ser un desdichado,
pero humildemente recibe
esa felicidad, esa ráfaga.
Quizás en la muerte para siempre seremos,
cuando el polvo sea polvo,
esa indescifrable raíz,
de la cual para siempre crecerá,
ecuánime o atroz,
nuestro solitario cielo o infierno.

(OP, 264-265)

En “Elegía”, de 1963, esa “obligación de desdicha” se abre a través de un pasado poblado con mares solitarios y lejanos países, con enciclopedias y atlas, con espadas y espejos, para dejarnos frente al “rostro de una muchacha de Buenos Aires,/un rostro que no quiere que lo recuerde”. Este motivo del amor negado es el tema del dístico apócrifo “Le regret d’Heraclite”: “Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca/aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach” (OP, 332). Borges vuelve al amor como la medida, tal vez la única, de la paz, y detrás de sus “mitologías” y “sus pequeñas magias inútiles” descubre un gran dolor: “El nombre de una mujer me delata./Me duele una mujer en todo el cuerpo” (OT, 61). Pero la amenaza del amor (“El amenazado” es el título de ese poema) no amengua un estado de soledad que es la condición de un hombre y, tal vez, de todos los hombres: “Un sólo hombre ha sentido en el paladar la frescura del agua, el sabor de las frutas y de la carne./Hablo del único, del uno, del que esta siempre sólo” (OT, 69), y esa condición se define en “El centinela” como una avasalladora esclavitud: “Vuelvo a la esclavitud que ha durado más de siete veces diez años” (OT, 77). El amor puede manifestarse en esa amenaza y en ese dolor como “una magia inútil”, ser un Proteo cuyo verdadero rostro se oculta entre efímeros rostros, o tal vez una multitud de caras que se niegan a la única cara de la felicidad, pero, como la sangre, está en el hombre: se lo puede postergar o sublimar, huir de él, para finalmente comprobar que todos los caminos conducen inevitablemente a él:
“¿De qué me servirán mis talismanes: el ejercicio de las letras, la vaga erudición, el aprendizaje de las palabras que usó el áspero Norte para cantar sus mares y sus espadas, la serena amistad, las galerías de la Biblioteca, las cosas comunes, los hábitos, el joven amor de mi madre, la sombra militar de mis muertos, la noche intemporal, el sabor del sueño?
Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo.” (OT, 61)
El tema recurre, como una variación, en el soneto “Al triste”. La tristeza nace de un sentimiento de futilidad ante esos “talismanes” que antes fueron todo y que ahora aceptan el fracaso de su momentáneo exorcismo. Los trabajos del amor son tan implacables como la vida misma; todas la máscaras que el arte crea para reinventar la vida o colmar su vaciedad son tan falibles como la ciencia de Fausto ante las promesas de Mefistófeles o la vejez de Kohelet ante la muerte. Frente al amor sucumben libros, espadas, tiempo y hasta el mismo verso que inscribe su propia derrota:

Ahí está lo que fue: la terca espada
Del sajón y su métrica de hierro,
Los mares y las islas del destierro
Del hijo de Laertes, la dorada
Luna del persa y los sin fin jardines
De la filosofía y de la historia,
El oro sepulcral de la memoria
Y en la sombra el olor de los jazmines.
Y nada de eso importa. El resignado
Ejercicio del verso no lo salva
Ni las aguas del sueño ni la estrella
Que en la arrasada noche olvida el alba.
Una sola mujer es tu cuidado,
Igual a las demás, pero que es ella.

(OT, 87)

Borges acepta su condición de poeta, la literatura como su inexorable realidad: “No haber caído, / como otros de mi sangre, / en la batalla./ Ser en la vana noche/ el que cuenta las silabas” (OT, 22), y desde esa condición de hombre de letras realizado explora ahora su soledad, sus desengaños y desdichas. Como Kohelet, que desde su sabia vejez reflexiona sobre el brillo perdido de las vanidades humanas, este Borges septuagenario accede a la verdad cruda de la intimidad: “Y detrás de los mitos y las máscaras,/ el alma, que está sola” (OT, 25). Retorna al pasado, pero no a un pasado visible signado en esa vida dedicada a los libros y consignado en su obra literaria, sino a un pasado invisible, a un tiempo reversible en el cual la inscripción pudo haber sido diferente: ¿Dónde estará mi vida, la que pudo haber sido y no fue?”(OT, 41). Pero el tiempo es irreversible y su respuesta, el olvido:

Esas cosas no son. Otra es mi suerte:
Las vagas horas, la memoria impura,
El abuso de la literatura
Y en el confín la no gustada muerte.
Sólo esa piedra quiero. Sólo pido
Las dos abstractas fechas y el olvido.

(OT, 45)

Ya Guillermo Sucre ha observado que en Borges el olvido es una forma de posesión y que de la misma manera que “la vida adquiere sentido a partir de la muerte misma”, el olvido es también la realización última de la memoria.13 En el poema “El pasado” de El oro de los tigres evoca los mitos y las máscaras del tiempo transcurrido para concluir: “Esas cosas pudieron no haber sido./ Casi no fueron. Las imaginamos/ en un fatal ayer inevitable./ No hay otro tiempo que el ahora, este ápice/ del ya será y del fue, de aquel instante/ en que la gota cae en la clepsidra” (OT, 18).

El instante es el vértice visible que cancela y a su vez manifiesta el cono del pasado, y es en este ahora inmediato y paradójicamente hecho de pasado en el que la poesía de Borges se detiene. El olvido y la muerte pertenecen a ese instante en que, como un cruce de caminos, se sale de la memoria y de la vida para llegar al único centro posible que espera detrás del instante, pero el instante es un puente, y para Borges un puente último desde el cual puede atalayar lo que fue y lo que no fue: “... Todo esto estoy cantando y asimismo/ la insufrible memoria de lugares de Buenos Aires/ en los que no he sido feliz/ y en los que no podré ser feliz” (OT, 153).

En la colección siguiente, La rosa profunda, Borges explora una vez más el vedado territorio de su intimidad. Junto a los temas que forman el bulbo de su poesía –los antepasados y la patria, la memoria y el olvido, el ejercicio de la literatura y los libros– recurren reflexiones sobre el amor frustrado, la soledad y la muerte. En el primer poema, “Yo”, Borges se retrata como el cuerpo de vísceras y huesos que el otro arrastra, como el poeta soñado desde sus mitos, para concluir en uno de sus versos más desgarradores: “Soy el que envidia a los que ya se han muerto” (RP, 13). La muerte es una forma más del olvido: “Cuando yo muera morirá un pasado” (RP, 123), que se salva parcialmente en la literatura: “el verso es la única memoria” (RP, 45). Pero detrás de los mitos de la poesía esta la muerte grande: “Soy eco, olvido, nada” (RP, 53) y la pesadumbre del destino que no fue: “Soy el que es nadie, el que no fue una espada” (RP, 53), “No soy el oriental Francisco Borges/ que murió con dos balas en el pecho” (RP, 107). En “Talismanes” Borges hace un balance de sus mitologías (un ejemplar de la primera edición de la Edda Islandorum de Snorri impresa en Dinamarca, los cinco tomos de la obra de Schopenhauer, los dos tomos de las Odiseas de Chapman, las Empresas de Saavedra Fajardo, líneas de Virgilio y de Frost), un balance de objetos que cifran su pasado (“una espada que guerreó en el desierto”, “un mate con un pie de serpientes que mi bisabuelo trajo de Lima”, “un prisma de cristal”, “unos daguerrotipos borrosos”, “un globo terráqueo de madera que me dio Cecilia Ingenieros y que no fue de su padre”, “un bastón de puño encorvado que anduvo por la llanuras de América, por Colombia y por Texas”, “varios cilindros de metal con diplomas”, “la toga y el birrete de un doctorado”) y un balance del saldo que el tiempo deja en el recuerdo (“la memoria de una mañana”, “la voz de Macedonio Fernández”, “el amor o el diálogo de unos pocos”); en el último verso concluye: “Ciertamente son talismanes, pero de nada sirven contra la sombra que no puedo nombrar, contra la sombra que no debo nombrar” (RP, 136).

“Inventario”, del mismo volumen, propone una conclusión semejante; recuerda las enumeraciones prolijas a que nos acostumbró la poesía de Neruda hasta en el uso del verbo anafórico hay, pero en Borges la tirada no es una exaltación del caos o la celebración de una olvidada belleza o un esfuerzo de multitud aprendido en Whitman, sino una manera de hurgar en el pasado, una forma de ponernos otra vez ante el olvido desde la memoria –“la memoria, esa forma del olvido” dice en “El ciego”, y en “Inventario” concluye: “Al olvido, a las cosas del olvido, acabo de erigir este monumento” (RP, 30). Para este Borges que sentencia “La meta es el olvido” y que desde la breve alegoría “El prisionero” percibe la vida como una prisión y la muerte como una libertad, como su más íntimo anhelo, la poesía es “un alto río que sigue resonando en el tiempo”, una música hecha con los objetos y seres del pasado, con “máscaras, agonías y resurrecciones”, y además una música que finalmente se rinde a los secretos de la intimidad.

En una entrevista reciente hecha por William Buckley para la televisión americana, Borges dijo de pasada: “I will welcome death since I am very tired, since life has few pleasures left for me”. De esta resignada aceptación de la muerte, aunque como la forma más alta de realización de la vida (“Llego a mi centro,/ a mi algebra y mi clave,/ a mi espejo./ Pronto sabré quien soy”, dice en el poema que cierra Elogio de la sombra), emerge mucha de su última poesía como una larga meditación sobre el olvido y la muerte. De este talante deriva también una voluntad de confesión y un tono conmovedoramente elegíaco. Borges viola su recato porque sabe que en esa hora de aceptaciones y reconciliaciones el pudor puede ser una miseria más de nuestra vanidad y porque ahora recordar las flaquezas es olvidarlas. Ya no importa, y lo dirá: “Soy un triste” (MH, 73). Tal es el sentido del poema “Elegía del recuerdo imposible” que abre la colección La moneda de hierro. Es un íntimo balance (como “Inventario” y “Talismanes”) de recuerdos (vividos, leídos o imaginados) y deseos. Recuerda lo que una vez tuvo y desea lo que no pudo tener, pero en ninguno de los dos casos se trata de poseer, de vivir o revivir, sino apenas de recordar, de la posibilidad de una evocación última ante la inminencia del olvido total. El tono es elegíaco porque lo que fue es una memoria que el tiempo deshace implacable, y lo que no fue no podrá ya ser. El poema es la respuesta desde la literatura a ese recuerdo imposible, su realización por el lenguaje, pero al verbalizar el “recuerdo imposible” el poema replantea el espacio infranqueable entre las palabras y las cosas. Es un espacio íntimo que antes de ingresar al olvido debe ser recorrido aunque la evocación tome apenas la forma de un voto irrealizable:

Qué no daría yo por la memoria
De que me hubieras dicho que me querías
Y de no haber dormido hasta la aurora,
Desgarrado y feliz.

(MH, 14)

El logro de esta poesía reside menos en la confesión que en la aceptación del fracaso confesado, es menos un acto de fácil sentimentalismo que un gesto de matiz épico. Entre la actitud de complacencia ante las derrotas que Borges censuraba en la novela psicológica y su actitud de resignada aceptación ante su fracaso de felicidad, presente en su poesía última, media una distancia semejante a la que separa la novela que exalta las flaquezas humanas del poema épico que celebra virtudes que trascienden las circunstancias puramente personales. Y sin embargo esta poesía última es eminentemente personal. Lo es en cuanto habla de la infelicidad de un hombre, pero en el contexto todo de su obra esa voz solamente permitida desde la vejez adquiere la dimensión de un silencio, es una astilla de luz que acentúa aún más la oscuridad rasgada. Hasta 1964, tiene 65 años, más allá de los pocos poemas juveniles de tema amatorio, ni una sola palabra de ese mundo íntimo y personal. Borges hace su obra como un héroe épico libra sus batallas: olvidando su propio destino personal. Sabe que la espada de sus abuelos no le ha sido permitida: convertirá el ejercicio de la literatura en su espada. Sus poemas que acceden a la intimidad definen, por contraste, una obra que posterga el yo personal o que lo sublima en los juegos y los fuegos de la imaginación. “Un hombre que entreteje endecasíbalos” (MH, 140) es su definición de sí mismo: el poeta que escoge la literatura como un destino, el poeta que busca en las pasiones de la cultura una sordina a sus propias pasiones, el poeta que hace del destino de los otros su propio destino. Próximo al ocaso de su vida, su exabrupto de intimidad es, más que una flaqueza, un acto heroico: la desdicha como una culpa para que la obra se cumpla.

Borges vuelve a su yo más íntimo como Ulises a su Itaca: “harto de prodigios”. Sus prodigios son las “simétricas porfías del arte que entreteje naderías”, pero como el héroe homérico Borges sabe que solamente después de haber recorrido los prodigios, de la aventura o del arte, es posible el regreso. “Se vuelve al yo como a una casa vieja” escribió Neruda en uno de sus libros póstumos.14 Para Borges ese retorno desde su poesía equivale a una confesión: el pecado de no haber sido feliz. Hay momentos de su obra que ilustran ese diálogo callado entre los dos Borges: en la prosa “Borges y yo” y más recientemente en el poema “El centinela” de El oro de los tigres. Es un diálogo en el que sólo se oye la voz del otro, la del escritor; la voz del hombre, en cambio, es apenas una queja de su larga esclavitud al destino y a las preferencias del otro: “Yo vivo para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica” (H, 50). Es esta elección del destino del otro y la subsecuente supresión en su poesía de aquel que “se perderá definitivamente” la que define su gesto como un acto heroico. También Borges, como los héroes épicos, dice a lo largo de su obra dedicada al destino del otro: “A mí no me interesa mi propia vida, porque me interesa algo que está más allá de las circunstancias personales”. Solamente en raros y tardíos momentos de intimidad Borges cede la palabra a ese yo personal que se confiesa brutalmente. La versión más reciente de esa confesión es el poema “El remordimiento” incluido en La moneda de hierro. En su íntimo reconocimiento hay visos trágicos: la certeza de una vida dedicada a la literatura que sabe que en ese acto, a sabiendas o no, a queriendas o no, sacrifica su felicidad personal:

He cometido el peor de los pecados
Que un hombre puede cometer. No he sido
Feliz. Que los glaciares del olvido
Me arrastren y me pierdan, despiadados.
Mis padres me engendraron para el juego
Arriesgado y hermoso de la vida,
Para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
Los defraudé. No fui feliz. Cumplida
No fue su joven voluntad. Mi mente
Se aplicó a las simétricas porfías
Del arte, que entreteje naderías.
Me legaron su valor. No fui valiente.
No me abandona. Siempre esta a mi lado
La sombra de haber sido un desdichado.

(MH, 89)

Esta confesión final y descarnada no es una arenga sobre el sufrimiento. Tampoco una dolorida tirada de quejas y ayes. Menos todavía un lacrimoso lamento. Es un reconocimiento de la desdicha como un pecado y la aceptación de ese pecado como una culpa de destino. Este soneto, como otros, quiebra el pudor resguardado en su literatura y lo restablece desde la literatura, porque haber sido desdichado, no haber sido feliz, no es un suplicio que se grita como un amargo resentimiento o una sufrida angustia, sino una culpa que se expía desde el pudor mismo, desde ese silencio con que los héroes sobrellevan sus adversidades. No se trata, sin embargo, de un heroísmo mitológico sino apenas de ese condición de todo hombre inmerso en el absurdo de su propio destino. “Un destino no es mejor que otro, pero todo hombre debe acatar el que lleva adentro”, observa Borges en “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”. Tal es el sentido de su propia aceptación. El heroísmo de todo hombre es un antiheroísmo no menos estoico que el del héroe épico y entre sus hazañas figura la desdicha. Comentando sobre su cuento “La casa de Asterión”, Borges ha dicho: “En el epílogo a El Aleph, llamo a Asterión ‘mi pobre protagonista’. Lo llamo así porque, siendo un ser ambiguo e impar, está condenado fatalmente a la soledad. Ningún hombre está hecho para la felicidad”.15 Su vocación de infelicidad, entonces, es menos una queja personal que una aserción de una condición común a todos los hombres, menos la voz de un hombre que la expresión del destino inexorable del género humano. Joyce ha escrito que el artista “transmutes the daily bread of experience into the radiant body of everliving life”; desde su más salvaguardada intimidad, Borges, y en general el poeta, nos obliga a romper máscaras, a trascender convenciones y a desandar nuestras propias evasiones para confrontarnos con ese ser que olvida sus miserias para que triunfe algo que no comprende del todo pero que, sabe, vale más que sus miserias.


University of California, San Diego 
La Jolla


Notas


1 Jorge Luis Borges, Ficciones. Buenos Aires, Emecé, 1963. Se emplean las siguientes abreviaturas: Ficciones: F, El Aleph: A, El hacedor: H, Otras inquisiciones: OI, Obra poética: OP, Elogio de la sombra: ES, El oro de los tigres: OT, La rosa profunda: RP, La moneda de hierro: MH.
2 Jorge Luis Borges, Prólogos con un prólogo de prólogos. Buenos Aires, Torres Agüero, 1975, p. 23.
3 Jorge Luis Borges, “Los libros”. Sur, Buenos Aires, No. 111, enero de 1944, p. 74.
4 Ronald Christ, “Jorge Luis Borges; An Interview”. Paris Review, Winter-Spring, 1967, p. 155.
5 Ramón Gómez de la Serna, “Borges en Paris”. Alcor, 1964, No. 33.
6 Gabriella Toppani, “Intervista con Borges”. Il Verri, Milan, XVIII, dic. 1964, p. 98.
7 Rita Guibert, “Entrevista a J.L.B.” en Siete voces. México, Editorial Novaro, 1974, p. 116.
8 Jorge Luis Borges, Prólogos con un prólogo de prólogos, o.c., p. 172.
9 Ibid. p. 171.
10 Jorge Luis Borges, “An Autobiographical Essay”. The Aleph and Other Stories, 1933-1969; edited and translated by N.T. di Giovanni in collaboration with the author. New York, Dutton, 1970, p. 241.
11 Jorge Luis Borges, “Elementos de preceptiva”. Sur, Buenos Aires, año III, No. 7, abril 1933, p. 161.
12 Claude Lévi-Strauss, Arte, lenguaje, etnología. México, Siglo XXI, 1968, pp. 131-132.
13 Guillermo Sucre, “Borges: El elogio de la sombra”. Incluido en Borges, el escritor y la crítica (ed. de J. Alazraki), Madrid, Taurus, 1976, p. 109.
14 Pablo Neruda, “Se vuelve a yo”. El mar y las campanas. Buenos Aires, Losada, 1973.
15 J. Irby, N. Murat y C. Peralta, Encuentro con Borges. Buenos Aires, Galerna, p. 29.



En 40 Inquisiciones sobre Borges
Revista Iberoamericana Vol. XLIII Números 100-101 Julio-Diciembre de 1977
Foto: Borges en Pittsburgh en 1967 por A.F.Supervielle (Ibidem)
Prop. Alfredo Roggiano y Emir Rodríguez Monegal
Yale University


9/11/14

Jorge Luis Borges: Diecisiete Haiku





1

Algo me han dicho
la tarde y la montaña.
Ya lo he perdido.


2

La vasta noche
no es ahora otra cosa
que una fragancia.


3

¿Es o no es
el sueño que olvidé
antes del alba?


4

Callan las cuerdas.
La música sabía
lo que yo siento.


5

Hoy no me alegran
los almendros del huerto.
Son tu recuerdo.


6

Oscuramente
libros, láminas, llaves
siguen mi suerte.


7

Desde aquel día
no he movido las piezas
en el tablero.


8

En el desierto
acontece la aurora.
Alguien lo sabe.


9

La ociosa espada
sueña con sus batallas.
Otro es mi sueño.


10

El hombre ha muerto.
La barba no lo sabe.
Crecen las uñas.


11

Ésta es la mano
que alguna vez tocaba
tu cabellera.


12

Bajo el alero
el espejo no copia
más que la luna.


13

Bajo la luna
la sombra que se alarga
es una sola.


14

¿Es un imperio
esa luz que se apaga
o una luciérnaga?


15

La luna nueva.
Ella también la mira
desde otra puerta.


16

Lejos un trino.
El ruiseñor no sabe
que te consuela.


17

La vieja mano
sigue trazando versos
para el olvido.



La cifra (1981)
Foto: Borges listening to a shell Palermo 1984
© Ferdinando Scianna/Magnum Photos


8/11/14

Jorge Luis Borges: La trama






En el segundo patio
la canilla periódica gotea,
fatal como la muerte de César.
Las dos son piezas de la trama que abarca
el círculo sin principio ni fin,
el ancla del fenicio,
el primer lobo y el primer cordero,
la fecha de mi muerte
el teorema perdido de Fermat.
A esa trama de hierro
los estoicos la pensaron de un fuego
que muere y que renace como el Fénix.
Es el gran árbol de las causas
y de los ramificados efectos;
en sus hojas están Roma y Caldea
y lo que ven las caras de Jano.
El universo es uno de sus nombres.
Nadie lo ha visto nunca
y ningún hombre puede ver otra cosa.


En La cifra (1981)


7/11/14

Daniel Balderston sobre Borges: La dudosa paternidad. Peligros y placeres de la colaboración






Toda lectura implica una colaboración y casi una complicidad. (OC, 953)
Toda colaboración es misteriosa. (OC, 690)


En una carta a su primo (el pintor R. A. M. Stevenson), Stevenson se refiere a la redacción de The Wrecker:
...superficialmente todo es mío, en el sentido de que la versión final ha sido escrita íntegramente por mí. Lloyd ni siquiera intentó escribir las escenas de París o la escena de Barbizon; no valía la pena; escribió y a menudo reescribió todo lo demás; me hizo un gran favor en lo que respecta al personaje de Nares. Veníamos de estar con él, y su memoria desbordaba de las palabras y los modales de ese hombre. Y Lloyd es pura y simplemente un impresionista. La gran dificultad de la colaboración consiste en que uno no puede explicar lo que quiere decir... Yo, personalmente como artista, puedo empezar a crear un personaje sólo con la idea más vaga, ¿pero qué ocurre si antes de empezar tengo que traducir a palabras esa vaguedad? En nuestra forma de colaboración (que considero la única posible —quiero decir aquella en que una sola persona sea responsable y dé el coup de pouce a cada parte de la obra), me fue ahorrado el trabajo. obviamente inútil de explicar a mi colaborador en qué estilo quiero que se escriba determinado fragmento. Estos son los momentos que muestran sin excepción lo inadecuado que resulta el lenguaje hablado. Ahora —para ser justo con el lenguaje escrito— puedo (o pude) encontrar un lenguaje para todos mis estados de ánimo, ¿pero cómo podría decirle de antemano a otro cuál sería el efecto buscado, cosa que insumiría todo el arte que poseo y horas y horas de trabajo y selección y descarte deliberados para producirlo? Estas son las imposibilidades de la colaboración. Su ventaja inmediata es lograr la concentración de dos mentes en un asunto determinado, produciendo así una riqueza extraordinariamente mayor de visión, reflexión e invención (XXIV, 431-32). 

Osbourne, en una de sus presuntuosas reminiscencias, escritas mucho después de la muerte de Stevenson, rescata desde su punto de vista algo del espíritu en que se emprendió la colaboración: 
Resultaba estimulante trabajar con Stevenson: era tan agradecido, tan ocurrente, traía tanta alegría, camaraderie y buena voluntad a nuestra tarea en común. Nunca tuvimos el más mínimo desacuerdo mientras el libro (The Wrecker) siguió su curso; fue un pasatiempo, no una tarea, y estoy seguro de que ningún lector lo ha disfrutado tanto como nosotros. Bien recuerdo que me decía: “Es una gloria tener desbrozado el terreno, y entregarse cómodamente a la verdadera diversión del escritor —que es reescribir”. 223

Y Borges ha señalado que la colaboración en sí es el motivo por el cual los críticos desdeñan ese libro: “Ainsi le meilleur roman de Stevenson, The Wrecker, est resté ignoré de la critique pour la raison que l‟auteur l‟écrivit en collaboration avec son beau-fils Lloyd Osbourne, et que nul ne se hasarde à louer des pages de paternité incertaine”. 224 El hecho de que Borges no comparta ese punto de vista lo demuestra, por un lado, su elogio del libro al que considera el mejor de Stevenson, y por el otro sus numerosos intentos de colaboración. En el epílogo de sus Obras completas en colaboración, después de citar el ejemplo de Henry Jekyll, que de una persona llegó a ser dos, dice “El arte de la colaboración literaria es el de ejecutar el milagro inverso: lograr que dos sean uno”, y añade que este volumen de sus obras completas le gusta más que el anterior (que contenía solamente sus propias obras) porque en esta obra están presentes “la alegría de la amistad y los hallazgos compartidos” (OCC, 977). 

Algunos intentos de colaboración de Borges son absurdamente superficiales: sobre todo cuando su coautor es una mujer, dado que la función de esta última es la de amanuense. Por ejemplo, Antiguas literaturas germánicas, publicado en 1951 en colaboración con Delia Ingenieros, es básicamente el mismo libro que Literaturas germánicas medievales, publicado en 1966 en colaboración con María Esther Vázquez. 225 Otra de sus colaboradoras, Alicia Jurado, consideró necesario incluir una nota al principio de Qué es el budismo para explicar que colaboró como amanuense, bibliógrafa y responsable de la edición, y destacó la galantería de Borges al insistir en que su nombre apareciese junto al suyo: “Jorge Luis Borges, con su generosidad habitual, ha insistido en que mi nombre figure junto al suyo en la tapa de este libro, pero la probidad me obliga a aclarar ante el lector la responsabilidad que nos toca a cada uno” (OCC, 719). Esto es tan sólo de nombre una colaboración; a nadie, al leer Literaturas germánicas o El libro de los seres imaginarios o Qué es el budismo, se le ocurriría dudar que la inspiración (o la falta de inspiración) de tales obras sea de Borges; nadie pondría en duda la paternidad de esas páginas. En cambio, las obras de Borges en colaboración con Bioy Casares, especialmente las que firmaron con los seudónimos de Bustos Domecq y Suárez Lynch, dan crédito a su afirmación de que apareció un tercer hombre que no era especialmente del gusto de ninguno de los dos. Al escribir en colaboración perdieron algunas de sus inhibiciones y jugaron a escribir de una manera que ninguno de los dos hubiera intentado por sí solo. 

En una entrevista con Napoleón Murat, realizada en 1963, Borges anticipa el comentario que hizo varios años después sobre el escaso interés de los críticos en las obras escritas en colaboración, dando como ejemplo, no The Wrecker, sino las obras de Bustos Domecq y Suárez Lynch: 
Lo que resultó un poco injusto es que cuando el público supo que Bustos Domecq no existía, consideró .que todos los cuentos no eran otra cosa que bromas a las que no era necesario leer, se dijo que habíamos tomado en solfa a los lectores, lo cual era completamente falso. No puedo comprender por qué la idea del seudónimo ha puesto tan furiosa a cierta gente. Se decía: “Estos escritores no existen, conocemos un nombre pero no hay un escritor que responda a ese nombre...” Hubo un desdén general en consecuencia, pero era un razonamiento totalmente falso. 226 

Pero en la misma entrevista admite que la colaboración tuvo por resultado obras que podrían alejar a los lectores por otras razones: “como todo transcurría en un ambiente de bromas, los cuentos resultaron de tal modo embarullados, barrocos, que se hacía difícil comprenderlos”. 227 Si el público hubiera leído los cuentos y luego los hubiera rechazado por considerar que sus argumentos eran demasiado complicados y su estilo barroco, el tema de la colaboración no hubiera surgido, pero sin duda el fracaso de un libro no puede ser tan fácilmente explicado. 

La colaboración parece ofrecer, pues, ventajas y desventajas para ambos escritores. Está la “ventaja inmediata (de lograr) la concentración de dos mentes”, y la posible sensación de un juego compartido, “un pasatiempo, no una tarea”. Pero esta atmósfera de juego de salón (“ambiente de bromas”) puede llevar a excesos estilísticos, falta de proporción o de unidad de construcción, y la inclusión de numerosas bromas en clave. 228 En otros casos, la colaboración puede ser superficial: no la concentración de dos mentes, sino la desigual relación entre mentor y discípulo, que parece haber preocupado a ciertos colaboradores (por ejemplo, Lloyd Osbourne y Alicia Jurado). Y, al menos para Borges, trabajar en colaboración implica un peligro especial de que los resultados no sean leídos con el respeto que se les debe como obras literarias, puesto que el público está condicionado a considerar las obras literarias como productos de una sola inteligencia original. 

Borges ha formulado en varias ocasiones su idea de que la creación literaria es en gran parte algo impersonal, por ser cada escritor arquetipo de todos los escritores (El idioma de los argentinos, pág. 104; OC, 439). Así como el motivo del doble es para Borges una forma de atacar la integridad del personaje de ficción, pues un personaje que descubre un doble está en camino de la disolución, también la colaboración literaria es para él una forma de atacar el mito de la originalidad, considerado por él uno de los más graves engaños, ya que los autores muertos siempre colaboran con los vivos. La mejor historia posible de la literatura —Borges ha formulado esa hipótesis, citando a Valéry—, sería aquella en la que se suprimiera enteramente los nombres y las biografías de los autores (OC, 639). Tal vez, para Borges, la colaboración es una forma de superar el yo y la idea ególatra de que una obra está poseída por su autor; como dice al final del epílogo a las obras en colaboración: “Somos todo el pasado, somos nuestra sangre, somos la gente que hemos visto morir, somos los libros que nos han mejorado, somos gratamente los otros” (OCC, 977).

Típico ejemplo de los cuentos de Bustos Domecq-Suárez Lynch es “Las noches de Goliadkin”, por su pedantería, la extravagancia de las caracterizaciones y la absurda y excesiva complicación de la trama, que no escapan a Parodi como lo demuestran sus expresivas observaciones al final del cuento. Gervasio Montenegro, un actor aficionado a la vieja escuela, acusado de robo y asesinato, lo visita a Isidro Parodi (“el primer detective encarcelado”: OCC, 18) en su celda en la Penitenciaría Nacional. Había viajado en tren desde Bolivia hasta Buenos Aires en compañía de Goliadkin, un judío ruso que comerciaba diamantes; una baronesa Puffendorff-Duvernois; un coronel Harrap de Texas; Bibiloni, un joven poeta de Catamarca; y el Padre Brown. Goliadkin lleva consigo un diamante de gran tamaño que, según él, había robado años antes a su querida, la Princesa Claudia Fiodorovna, de quien había sido caballerizo antes de la revolución; ella es ahora propietaria, en Buenos Aires, de un establecimiento de mala fama, y abrumado por la vergüenza, la culpa y la adoración, Goliadkm decidió devolverle su diamante. La tercera noche del viaje, Bibioni es arrojado del tren; al cuarto día, Goliadkin pierde el diamante jugando con Montenegro a los naipes (pero todos dan por sentado que no lo ha perdido, puesto que les había mostrado dos estuches idénticos, uno con el diamante auténtico y otro con el falso); esa noche Goliadkin es arrojado del tren, y Montenegro acusado del asesinato. Parodi, con su habitual sentido común, advierte que algunos están disfrazados y asegura a Montenegro que se había metido a su pesar en una conspiración en que intervenían cuatro de los otros personajes: Bibioni, la baronesa, el Coronel Harrap (cuya barba se le cae involuntariamente en un momento dado), y el presunto Padre Brown (que había robado su personaje a Chesterton). Todos ellos trataban de robar el diamante a Goliadkin. Parodi precede la solución del enigma con estas palabras: 

...le voy a contar un cuento. Es la historia de un hombre muy valiente aunque muy desdichado, un hombre a quien yo respeto muchísimo... No, no me refiero a usted. Hablo de un finado a quien no conozco, de un extranjero de Rusia. (OC 45) 

El discurso de Parodi es de tono moral y didáctico; en este caso (como en otros) su método consiste en una mezcla de sentido común, cinismo y desconfianza de las apariencias. Si bien él es una parodia de los detectives convencionales del relato policial, también es una suerte de parodia al revés, por exclusión de todos los fantásticos atributos que se han acumulado alrededor de las figuras de Dupin, Holmes, Nero Wolfe y Lord Peter Wimsey. Su éxito depende del hecho de que los demás personajes están tan compenetrados de literatura policial convencional que no pueden percibir lo evidente más bien como Dupin en “La carta robada”, pero completando una tradición iniciada por este último. También se parece al Padre Brown en su moralidad sensata y en su forma de aprovechar cualquier incidente para echar un sermón. 

El personaje que encarna el Padre Brown en “Las noches de Goliadkin” es obviamente una alusión a Chesterton (Parodi lo llama “un cura que saca el nombre de las revistas de Nick Carter”: OCC, 46); Bioy dice que al principio intentaron escribir cuentos policiales a la manera de Chesterton. 229 Otras referencias librescas abundan en ese cuento, principalmente en el discurso de Montenegro (menciones de Renan, Sarmiento, Martí, Anatole France, Julio Dantas, Roberto Payró, Sherlock Holmes, Gil Blas, Lorca). Sin embargo, no hay ninguna referencia a Stevenson, el maestro de Chesterton, cuyo cuento “The Rajah's Diamond” en New Arabian Nights anticipa algunos detalles de “Las noches de Goliadkin”. 

En “The Raja's Diamond”, un diamante, regalo de un rajah a Major General Thomas Vandeleur, es perdido por el sirviente de la esposa de Vandeleur y recogido por el Reverendo Simon Rolles. Rolles decide marcharse a Edimburgo para hacer tallar la piedra, después de escuchar subrepticiamente una acalorada discusión entre el Príncipe Florizel de Bohemia y John Vandeleur, ex dictador del Paraguay y hermano de Thomas. En el tren nocturno a Edimburgo Rolles descubre que comparte el camarote con el ex dictador, que ha jurado recuperar el diamante incluso al precio de su propia vida. Rolles se acuesta inquieto, ocultando el diamante junto a su piel; en un momento de la noche, nota que Vandeleur lo está espiando y luego ve con los ojos entrecerrados que Vandeleur (que no se ha dado cuenta que está despierto) está examinando una diadema de diamantes que él a su vez ha robado a su hermano. Habiendo comprendido que Vandeleur “estaba tan metido como él en el asunto; ninguno podía delatar al otro” (I, 153), le muestra al ex dictador el diamante y propone que vayan a medias en el delito. Luego Vandeleur adormece a Rolles con una droga y roba la gema (como la banda adormece a Montenegro para sacárselo de encima mientras revisan de arriba abajo el camarote y arrojan del tren a Goliadkin). Más adelante, el príncipe Florizel obtiene la gema, y sin confesar ese detalle cuenta su historia a un detective que procura devolver la joya a los Vandeleur. El Príncipe Florizel termina la historia del diamante con un sermón que anticipa al Padre Brown (y, quizá, a Isidro Parodi) y luego lo arroja al Sena: 

Para mí este pedazo de brillante cristal es tan repugnante como si estuviera invadido por los gusanos de la muerte; es tan escandaloso como si estuviera hecho de sangre inocente. Lo veo aquí en mi mano, y veo que brilla con fuego del infierno. Sólo le he contado la centésima parte de la historia; la imaginación tiembla de sólo pensar lo que ocurrió en épocas remotas, a qué crímenes y traiciones incitó a los hombres de antaño; durante años obedeció ciegamente a los poderes infernales; basta, digo, de sangre, basta de vergüenza, basta de vidas y amistades tronchadas; todas las cosas llegan a su fin, tanto lo bueno como lo malo; la pestilencia al igual que la música bella; y, en lo que respecta a este diamante, Dios me perdone si obro mal, pero su poder termina esta noche (I, 203). 230 

En ambos cuentos un diamante hace que hombres buenos y heroicos olviden el amor, la amistad y la patria para obtener la gema por cualquier medio que fuese; en ambos cuentos, el poseedor del diamante hace un largo trayecto en tren en compañía de bandidos; en ambos hay una escena nocturna de reconocimiento, en un camarote en el que la visión del diamante sirve de pretexto para un diálogo sincero sobre el pasado y el futuro; en ambos la posterior historia de la gema incluye el intento de obtener el diamante drogando a alguien, y también hay acusaciones de robo y un sermón final dicho por un personaje que no está tan mezclado como para no percibir el significado de toda la historia. Borges y Bioy se aseguraron la colaboración de dos de sus autores predilectos, Chesterton y Stevenson, en la creación de “Las noches de Goliadkin”. 

En una carta a John Addington Symonds, fechada en diciembre de 1887, 231 Stevenson se refiere a uno de los proyectos de Lloyd Osbourne (aparentemente el bosquejo de The Wrong Box): 
Lloyd ha aprendido a manejar la máquina de escribir, y ha completado de la manera más intrépida el bosquejo de un cuento, que no carece, en mi opinión, de mérito y promesa, tan disparatado es, tan alegre, tan absurdo, en algunas partes (en mi opinión parcial) tan auténticamente humorístico. Es verdad, no lo hubiera escrito si no fuera por The New Arabian Nights; pero es raro que un joven escritor sea divertido (XXIV, 90). 

Otras empresas realizadas con Osbourne y, por otra parte, con la señora Stevenson estaban igualmente en deuda con sus primeras obras, quizá ninguna tanto como The Dynamiter, publicada en un volumen titulado More New Arabian Nights. El protagonista de la obra temprana (que incluía “The Suicide Club” y “The Rajah's Diamond”), el Príncipe Florizel de Bohemia, reaparece aquí disfrazado y retirado, como Theophilus Godll, tabaquero de Islington. Es evidente que el relato se basaba en el mismo atentado anarquista ocurrido en Greenwich que más tarde inspiró a Conrad  El agente secreto, pero aquí la idea de una sociedad secreta dedicada a la violencia esporádica se concibe como una forma de engañar y ridiculizar a tres jóvenes y ociosos caballeros (aunque de escasos medios), Desborough, Somerset y Challoner, que decidieron un poco en broma jugar a ser detectives. Los confusos y entrelazados hilos de la conspiración que ellos descubren obedecen a una elaborada broma representada por tres o cuatro actores y tal vez coordinada por el Príncipe Florizel. 232 

Al igual que el original árabe, gran parte de la acción de la novela consiste en contar cuentos, y en contar cuentos dentro de cuentos. Somerset, que al principio propone que sean detectives, es la crédula víctima de una embaucadora que lo invita a quedarse en una “superflua mansión” que ella posee en Londres (donde previamente había ocurrido un episodio perteneciente a “The Suicide Club”: véase I, 78-86, y III, 104-6); la mansión resulta ser el cuartel general de la sociedad secreta dirigida por Zero, dinamitada luego por error (aunque sin herir a nadie). Somerset llega a la conclusión de que “ha hecho un lío sin precedentes” de la profesión de detective aficionado: “he perdido toda mi fortuna y me he cubierto de bastante odio y ridículo” (III, 259). Los otros dos personajes son víctimas de bellas seductoras pertenecientes al grupo de Zero: Challoner de una joven de Utah (“Asenath” o “Miss Gould”) que huye de los Ángeles exterminadores de la Iglesia mormona; Desborough de una “bella cubana” (Teresa Valdevia) que huye de los enemigos que dominan su isla natal y que son responsables de la muerte de su padre. La bella cubana dice a Desborough, cuando lo ve por primera vez, que él debe ser “el caballero inglés, sincero, bondadoso y correcto del que oí hablar desde mi niñez”; él responde “negando firmemente la idea de un plagio” (III, 184). Y al final del libro, después de que se casan, Desborough dice de su mujer: “Ella también cuenta historias maravillosas; mejor que cualquier libro” (III, 261). El artificio resulta evidente cuando los propios personajes se preocupan de que puedan ser plagiados. 

Al comienzo de “The Suicide Club”, el joven con los pasteles de crema informa a Florizel y a Geraldine que ofrece los pasteles “con ánimo de burla” (I, 5). También la burla es la clave de The Dynamiter: burla de toda clase de fanatismo (mormones, cultores del vudú, anarquistas), burla de los tres jóvenes que se lanzan a una aventura tan inverosímil, y burla de textos anteriores (The Arabian Nights, Prince Otto y New Arabian Nights del propio Stevenson). En el prólogo (dedicado a los oficiales de policía que resolvieron el misterio del atentado de Greenwich), los Stevenson declaran su repulsión ante el espectáculo del crimen político: 
Nos merecemos el horror, por haber coqueteado tanto tiempo con el crimen político; sin haberlo considerado seriamente, sin haberlo seguido lúcidamente de causa a efecto; sino con impulsivo sentimiento de generosidad, sin fundamento, como el escolar, con el folletín, aprobando lo que era engañosa. Cuando nos tocó de cerca (en forma verdaderamente vil), fuimos infieles a tales fantasías; descubrimos súbitamente, que el crimen era no menos cruel y no menos odioso bajo nombres resonantes; y nos apartamos horrorizados de nuestras falsas deidades (III, s. pág., subrayado por mí). 

Su horror se nota muy poco en el libro; The Dynamiter abunda más bien en el placer de lo engañoso, en una superficie de imágenes, en el artificio narrativo. El pretexto puede haber sido moral y político, pero prevaleció el espíritu del juego de salón —cada colaborador tratando de superar al otro en extravagancia de invención—. El prólogo es también otro ejemplo de la tensión entre hedonismo y puritanismo a que nos referimos en el capítulo anterior. 

En The Dynamiter, como en “Las noches de Goliadkin”, la concentración de dos mentes contribuye a una prodigiosa invención, a una trama que, a pesar de su absurda complicación, no revela ni oculta nada. Al final de “The Rajah's Diamond”, Stevenson dice de Florizel: “En lo que respecta al Príncipe, persona sublime, habiendo cumplido su función, puede perderse patas arriba en el espacio junto con el Autor árabe” (I, 204); también en el libro posterior encontramos parecida extravagancia en el tratamiento de los personajes. Como dice Borges de sus primeros cuentos: Los doctores del Gran Vehículo enseñan que lo esencial del universo es la vacuidad. Tienen plena razón en lo referente a esa mínima parte del universo que es este libro. Patíbulos y piratas lo pueblan y la palabra infamia aturde en el título, pero bajo los tumultos no hay nada. No es otra cosa que apariencia, que una superficie de imágenes; por eso mismo puede acaso agradar (OC, 291). 

Pero el placer que The Dynamiter había procurado a los Stevenson fue un placer culpable, como se nota en el prólogo. Aparentemente, Borges y Bioy han decidido no escribir más en colaboración por razones parecidas: al dejarse llevar por el entusiasmo, violaron los principios del arte deliberado 233 que tratan de aplicar en sus obras individuales y que inculcan a sus lectores en sus diversas antologías. La colaboración, a pesar de todos los placeres, ofrece peligros concomitantes. 

En cierto sentido la paternidad de cualquier texto es dudosa, porque en cada texto están presentes otros textos anteriores: cada escritor se beneficia con la obra de otros escritores que pertenecieron a la misma tradición. El aprendizaje de muchos escritores consiste en imitar, y aun en el “período de plena madurez”, como dijo T. S. Eliot, “los aspectos más individuales de la obra (de un escritor) podrían ser aquellos en que los poetas muertos, sus antecesores, afirmaron más vigorosamente su inmortalidad”.234 Los placeres y los riesgos que ofrece este tipo de colaboración son quizá menos aparentes (aun para el escritor) que los que implica escribir un texto entre dos o más personas, pero no por eso dejan de existir. Si un escritor imita conscientemente o alude a otro escritor anterior a él, se expone al riesgo de una broma casi en clave, así como a la posibilidad de que el público no condescienda a leer algo “no original”; por otra parte, hay un placer especial en escuchar ecos, y ecos de ecos, y en sentir que la literatura es un reino autónomo, con sus leyes de sucesión algo misteriosas. 

En “A College Magazine”, Stevenson recuerda el período de su aprendizaje como escritor y usa una frase que está tan ligada a su nombre que figura hasta en el breve artículo que le dedica The Concise Cambridge History of English Literature 235 y en gran parte de su bibliografía: 
Cuando leía un libro o un fragmento que particularmente me agradaba, en el que se expresaba correctamente algo o se lograba algún efecto, en el que había ya sea una fuerza conspicua o una feliz distinción de estilo, tenía que sentarme inmediatamente y ponerme a imitar esa cualidad... He imitado, pues, empeñosamente (I have played the sedulous ape) a Hazlitt, a Lamb, a Wordsworth, a Sir Thomas Browne, a Defoe, a Hawthorne, a Montaigne, a Baudelaire y a Obermann... 
Esa, quiérase o no, es la manera de aprender a escribir; que me haya servido o no, ésa es la manera... Por tal razón un renacimiento literario siempre está acompañado o anunciado por un interés en modelos más antiguos y más vigorosos. Tal vez oigo una voz que me grita: ¡Pero ésa no es la manera de ser original! No lo es; tampoco hay otra sino la de nacer original. Si se ha nacido original, tampoco hay nada en este aprendizaje que corte las alas de la originalidad (XIII, 212 14). 

Chesterton, comentando este fragmento, cita a Beerbohm en razón de que la frase “imitado empeñosamente” es “de uso tan frecuente entre los periodistas, que debe ser conservada permanentemente en letras de molde”236, y luego sigue diciendo: La verdadera razón por la cual siempre se elige esta confesión de plagio, entre centenares de confesiones parecidas, es porque la confesión lleva en sí el sello, no del plagio sino de la originalidad personal. Cuando afirma haber copiado a otros escritores, Stevenson escribe inconfundiblemente en su propio estilo. Pienso que podría haber adivinado entre cientos la expresión “imitado empeñosamente” (played the sedulous ape). No creo que Hazlitt hubiera añadido la palabra “empeñosamente” (sedulous). Algunos podrían decir que Hazlitt era mejor escritor porque omitiendo esa palabra se gana en simplicidad; otros, que tal vocablo es en un sentido estricto muy recherché; algunos podrían decir que se lo reconoce porque es forzado o afectado. Todo esto puede ser discutido; pero resulta más bien una broma cuando un recurso tan individual se convierte en una prueba de algo meramente imitativo. De todos modos, esa clase de recurso, la combinación más bien extraña de tales palabras, es lo que entiendo por el estilo de Stevenson. 237 

Chesterton, pues, negaría que Stevenson “imitara”, al decir que el acto mismo de la imitación hacía resaltar más la diferencia entre la copia y el original: algo muy semejante a lo que Borges expresa en “Pierre Menard”. También Sidney Colvin formula ideas parecidas en su introducción a las cartas de Stevenson: No necesita ser, o parecer, especialmente original por la forma y el modo literario que practicó. Por la elección de los mismos puede darse y dar a su lector en cualquier momento el placer de recordar, a manera de un aire familiar, una forma de asociación literaria, pero al hacerlo logra añadir un nuevo encanto a su obra... (XXIII, XXI). 

Y Alfonso Reyes llama al estilo de Stevenson un “estilo de ecos”238: no solamente los ecos verbales cuidadosamente elaborados y analizados en “Some Technical Elements of Style in Literature” (asonancia, aliteración, etc.), o el uso de leitmotivs para obtener una “red”, una “textura significativa” (estudiado en el mismo ensayo), sino ecos de sí mismo, o de otros escritores, y de los textos más variados. Uno de los términos clave del vocabulario crítico de Stevenson, casi tan importante como la analogía visual, es la idea de eco (véase “A Humble Remonstrance”: Desde todos sus capítulos, desde todas sus páginas, desde todas sus oraciones, -la novela bien escrita es eco y eco de eco de su único pensamiento creativo y dominante: XIII, 349); el eco es una metáfora adecuada a esta clase de escritura porque es incesante, aunque discontinua. Como se ha señalado en un capítulo anterior, llama el “hacer reminiscencias —una suerte de placer de rebote” (XIV, 250); rebote, eco y reverberación son todas imágenes de un texto que se refleja a sí mismo, que se revela como reflejo de (y reflexión sobre) otros textos y que constantemente reflexiona sobre el acto de desdoblarse. 

Un ejemplo de este “estilo de ecos” es “Pulvis et Umbra”, un ensayo que Borges y Bioy han señalado varias veces como de especial interés. El sombrío ensayo sobre la fragilidad de la vida humana y sobre la falta de pautas morales absolutas abunda en ecos de la sonora prosa de Sir Thomas Browne, especialmente de Urn Burial (Urnas sepulcrales) (el texto de ese autor preferido por Borges y Bioy). El ensayo empieza así: “Buscamos alguna recompensa para nuestros esfuerzos y nos desilusionamos”, e incluye frases tan típicas de Browne como ésta: “Del Cosmos en última instancia, la ciencia informa muchas cosas dudosas y todas ellas sorprendentes” (XV, 291). 

Refiriéndose a la materia de que está hecho el universo, Stevenson escribe: Esta substancia, cuando no ha sido sometida al fuego lustral, se pudre impuramente transformándose en algo que llamamos vida; atacada en todos sus átomos por una enfermedad pedicular; hinchándose en tumores que llegan a ser independientes, a veces (por un aborrecible prodigio) hasta locomotores; uno partiéndose en millones, millones cohesionándose en uno solo, como la enfermedad que procede a través de varios estadios. Esta putrefacción vital del polvo, habituados como estamos a ella, nos sorprende sin embargo con una repugnancia ocasional, y la profusión de gusanos en un trozo de antigua turba, o el aire de una ciénaga oscurecido por insectos, a veces cortará nuestra respiración cuando anhelamos lugares más limpios. Pero ninguno es limpio: las arenas movedizas están infectadas de piojos; el manantial puro, allí donde surge de la montaña, es mera progenie de gusanos; aún en la dura roca se está formando el cristal (XV, 291-92). 

Lo interesante en un fragmento como éste es la densidad lograda en la prosa mediante ecos del estilo y la sintaxis de Browne: un vocabulario latinizado (“lustral”, “pedicular”, “locomotores”, “putrefacción”), una sintaxis caracterizada por una compleja serie de cláusulas de extensión y estructura variadas, que forman una suerte de contrapunto a los epigramas recurrentes (“se pudre impuramente transformándose en algo que llamamos vida... Esta putrefacción vital del polvo... mera progenie de gusanos”).

En un ensayo sobre el estilo, Stevenson defendió el lenguaje latinizado por considerarlo una forma de “restaurarles (a las palabras empleadas) su energía primordial” (XXII, 245). 239  En el mismo ensayo sugiere que una manera de realzar el elemento de sorpresa en la construcción de una oración es el uso de “la figura común de la antítesis, o, con mayor sutileza, donde una antítesis ha sido primero sugerida y luego hábilmente evitada” (XXII, 247). 240  No es extraño que Borges admire “Pulvis et Umbra”, uno de los mejores ejemplos del estilo de Stevenson, y un logro especialmente notable de su “recordar... una forma de asociación literaria”, como dijo Colvin, en este caso la admirable prosa de Sir Thomas Browne. 

Se ha señalado muchas veces que Borges suele usar de un modo peculiar las palabras castellanas debido a que vuelve a las raíces latinas, y que las palabras elegidas coinciden a veces con el uso inglés (pero no con el español), y que también difieren de las principales connotaciones modernas. Irby se refiere, por ejemplo, a la “tendencia (de Borges) hacia lo que los retóricos de los siglos XVII y XVIII llaman palabras duras o filosóficas, y que a menudo las usa en su estricto sentido etimológico, devolviéndoles su sentido original con el efecto de una novedad metafórica”.241 Esta innovación, como tantas otras, ha sido anticipada por Stevenson en un ensayo que mucho tiene de la densidad verbal de “Las ruinas circulares” y otros ejemplos magistrales del más imponente estilo de Borges. 

Al final del ensayo “La flor de Coleridge”, Borges escribe: “Quienes minuciosamente copian a un escritor, lo hacen impersonalmente, lo hacen porque confunden a ese escritor con la literatura, lo hacen porque sospechan que apartarse de él en un punto es apartarse de la razón y de la ortodoxia” (OC, 641).242 Esta copia inmadura de un texto, “imitando empeñosamente”, cede, en el caso de Borges, a otro tipo de copia que constituye a la vez una de sus grandes innovaciones y uno de sus temas centrales. En “Pierre Menard”, el desdoblamiento de un texto produce la misma sensación misteriosa de vértigo que los escritores del siglo pasado trataron de producir mediante el encuentro con el Doppelganger (y eso Borges lo intenta en “Las ruinas circulares” y otros cuentos, como vimos en el capítulo cuarto). La identidad superficial de dos textos —el Quijote de Cervantes, escrito a principios del siglo XVII, y el Quijote de Menard, un poeta simbolista francés de este siglo— sirve para acentuar la diferencia de intención, es decir, las diferentes relaciones con las mismas palabras. En “La esfera de Pascal”, Borges examina las variaciones de una sola imagen a través de los siglos, con ejemplos de Platón, Hermes Trismegisto, Bruno, Pascal y otros, y termina diciendo: “Quizá la historia universal es la historia de la diversa entonación de algunas metáforas” (OC, 638): lo importante no son las palabras en la página sino la entonación que les da un hablante. La misma idea, diferentemente expresada, aparece en el ensayo en que Borges asegura que si supiera como será leída cualquier página —ésta, por ejemplo— en alguna fecha del futuro, podría reconstruir la literatura de ese momento (OC, 747), pues un texto literario no es una entidad estática que puede ser interpretada de una manera válida sólo por un crítico capaz de remontarse a la intención original del autor, 243 sino que. es algo que, aun cuando vive dentro de una tradición, cambia de manera sutil en relación a sus lectores. Las mismas palabras son tomadas en diferente sentido. Tomadas: el verbo implica una apropiación por parte del lector de la propiedad del escritor (“lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro” OC, 808), un robo. 244 Y el autor que escribe voluntariamente para otros entrega la obra a ese proceso incesante de apropiación, interpretación, des- y relectura: un acto de complicidad, de colaboración. 

La labor de Pierre Menard (“la subterránea, la interminablemente heroica, la impar. También ¡ay de las posibilidades del hombre! la inconclusa”: OC, 446) es la voluntaria reescritura de un texto preexistente, una tarea que declara que el proceso de apropiación forma parte de cualquier lectura, pero el acto de apropiación se revela en su misma artificiosidad y en su carácter inconcluso. Uno de los críticos mencionados en el cuento, la baronesa de Bacourt, advierte en el intento de Menard la influencia de Nietzsche; tal vez basa su afirmación en la idea sostenida por Menard de que todos los hombres, en el futuro, serán capaces de todas las ideas (OC, 450), o tal vez en la fascinación que Menard siente por el poder que el hombre imaginativo tiene sobre el mundo. De todas maneras, la tarea de Menard, autoimpuesta, inútil (y necia), se basa en una “razón revisionista”, según la expresión de Harold Bloom (y en verdad el cuento debe de haber sido una de las inspiraciones de la crítica “revisionista” de Bloom, aunque Bloom evita referirse detalladamente a ello), 245 un trastocamiento en que el Quijote de Menard es anterior al de Cervantes, e influye en nuestra lectura de este último:

He reflexionado que es lícito ver en el Quijote “final” una especie de palimpsesto, en el que deben traslucirse los rastros —tenues pero no indescifrables— de la “previa” escritura de nuestro amigo. Desgraciadamente, sólo un segundo Pierre Menard, invirtiendo el trabajo del anterior, podría exhumar y resucitar esas Troyas... (OC, 450) 

Así, como ya vimos en nuestro análisis del doble, una vez que empieza el proceso de duplicación, no es fácil detenerlo: la reescritura del Quijote emprendida por Menard revela diferencias de intención, estilo y significado, e influye en nuestra lectura de la obra de Cervantes, y así para siempre. La misteriosa colaboración que Borges advierte (a pesar de la diferencia de siglos, nacionalidades, vocaciones) entre Omar Khayyam y Edward FitzGerald es seguramente no menos misteriosa que la colaboración de Cervantes y Menard (o la del propio Borges y Stevenson). 

La posdata de uno de los cuentos más largos de Borges, “El inmortal”, empieza con una referencia a (de más está decirlo) un ensayo crítico apócrifo, A Coat of Many Colours (1903) de Nahum Cordovero. Un título significativo, ya que todo el cuento está hecho de retazos, que incluyen fragmentos de Plinio, De Quincey, Descartes y Shaw (como lo revela la misma posdata) 246 y muchas otras fuentes.247 Si bien la “inmortalidad” de Cartaphilus data desde los tiempos de Dioclesiano (284-305) hasta 1929, ese período le basta para ser Homero, un compañero de Tamerlán, Pope, Lord Jim y uno de los autores de Las mil y una noches. Como arguye Pierre Menard, “todo hombre debe ser capaz de todas las ideas” (OC, 450); quizá, disponiendo de un tiempo infinito, a lo cual Cartaphilus se creía condenado, “lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea” (OC, 541), y todas las imitaciones de la Odisea (Simbad, las sagas islandesas, las traducciones de Pope) a lo largo del tiempo. El comentarista observa al final de la posdata: “Cuando se acerca el fin, escribió Cartaphilus, ya no quedan imágenes del recuerdo, sólo quedan palabras. Palabras, palabras despedazadas y mutiladas, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos” (OC, 544, subrayado en el original). No creo que se haya señalado que incluso esas palabras, que sirven de justificación a los plagios de Cartaphilus (“intrusiones” o “hurtos”), se parecen extrañamente a las que Conrad escribió en el prólogo de El Negro del “Narciso”

...sólo a través de una incesante, nunca desalentada atención a la forma y el sonido de las frases, puede haber un acercamiento a la plasticidad, al color; y la luz del mágico poder de sugestión puede ser proyectada por un instante evanescente, a la trivial superficie de las palabras; de las viejas, viejas palabras, gastadas, desfiguradas por siglos de uso negligente. 248 

La apología del plagio plagiada de un autor predilecto: quizá el acto consumado del arte de Borges. 249 

En una reciente serie de entrevistas realizadas en Colombia, Borges dijo a sus interlocutores: “De todas maneras... sigo siendo un viejo señor inglés del siglo XIX”. 250 Quizá prefiera la compañía de De Quincey, Carlyle, Lang, Stevenson y Conrad a la de sus contemporáneos o sus compatriotas, aunque mucho los necesita como precursores, o antecesores, y su obra requiere que los textos de ellos la precedan. Como afirma en “El escritor argentino y la tradición”, el especial privilegio del escritor argentino es estar ligado a toda la tradición occidental si bien marginado dentro de la misma, a tener a la vez contacto y distancia. Aun cuando declara que toda su obra deriva de escritores del siglo XIX y principios del siglo XX (“todo lo que he hecho está ya en Poe, Stevenson, Wells y algún otro”) 251 , o cuando considera su propia obra quizá como una continuación de la suya, parece que estuviera repitiendo los argumentos formulados en “Nueva refutación del tiempo” —que toda experiencia es contemporánea, que el paso del tiempo es ilusorio— así como el final del mismo ensayo en que señala que tales argumentos, por satisfactorios que sean intelectualmente, son producto de un mundo y una imaginación sujetos a un proceso de declinación y cambio (“El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente soy Borges”: OC, 771). Hubiera preferido conocer personalmente a Stevenson y a Lang, aunque es obvio que experimenta un gran placer al considerarlos entre sus grandes y secretos amigos, con quienes tiene un acceso privilegiado a través de sus libros, a pesar del paso del tiempo y de la diferencia de lugares. En el poema “Junio, 1968” se refiere de la ubicación de los libros en su biblioteca: 
Stevenson y el otro escocés, Andrew Lang,
reanudarán aquí, de manera mágica,
la lenta discusión que interrumpieron
los mares y la muerte
y a Reyes no le desagradará ciertamente
la cercanía de Virgilio.
(Ordenar bibliotecas es ejercer,
de un modo silencioso y modesto,
el arte de la crítica)  
(OC, 998) 
Y comentó estos versos en una conversación con Di Giovanni y otros: 
Son dos hombres a los que quiero personalmente, como si los hubiera conocido. Si tuviera que hacer una lista de amigos, no sólo incluiría a mis amigos personales, mis amigos físicos, sino también a Stevenson y a Andrew Lang. Si bien podrían no aprobar lo que escribo, pienso que les gustaría la idea de que un mero sudamericano, separado de ellos en el tiempo y el espacio, los quisiera por su obra. 252 

Gran parte del placer que le procuran esos autores se debe aparentemente al hecho de que están pasados de moda: ahora los tiene a su disposición; y puede afirmar impunemente que trabaja a partir de una tradición creada por ellos, puesto que pocos críticos conocen las numerosas obras de Stevenson y Lang. (Un ocasional reportero ni siquiera supo que Stevenson había muerto antes de que Borges naciera: Selden Rodman le preguntó a Borges si tuvo oportunidad de conocer a Stevenson.)253 La falta de contemporaneidad le da mucho poder a Borges sobre sus “amigos”, así como libera a los textos de cualesquiera sean las intenciones que tuvieron originalmente sus autores. La elección de Stevenson y otros escritores ingleses de su tiempo ha sido tal vez motivada por las mismas razones que hicieron que Pierre Menard eligiese reescribir el Quijote: “El Quijote es un libro contingente, el Quijote es innecesario. Puedo premeditar su escritura, puedo escribirlo, sin incurrir en una tautología” (OC, 448). Cabe agregar que Borges no cree, por supuesto, que la obra de Cervantes sea marginal, como lo prueban sus meditaciones sobre el tema que figuran en sus primeros libros de ensayos y en sus obras más recientes. Si Borges, irónicamente, hace que Menard considere al Quijote una obra secundaria, también se burla de los críticos que le preguntan por obras que no ha leído y no se interesan en las que sí ha leído. 254 

En “Kafka y sus precursores”, después de enunciar la frase famosa “cada escritor crea a sus precursores”, Borges afirma que esto ocurre porque cada escritor “modifica nuestra concepción del pasado” (OC, 712); en el ensayo sobre Hawthorne, añade que la deuda entre el “precursor” y el “gran escritor” es mutua (OC, 678). Sugiere que escribir es un proceso de colaboración actual entre texto y lector, lector y escritor, escritor y texto: quizá un proceso de “ecos y ecos de ecos”. Así cuando escribe que Stevenson y Lang reanudarán aquí, de manera mágica,/la lenta discusión que interrumpieron/los mares y la muerte, sitúa su propia obra en ese punto de contacto. “El libro no es un ente incomunicado; es una relación, es un eje de innumerables relaciones” (OC, 747), escribe en un ensayo sobre Shaw, inscribiendo su propia obra en el centro de ese laberinto, de esas “innumerables relaciones”.


Notas

223 An Intimate Portratt of R L S, New York, Scribner‟s, 1924, págs. 107-8. De las demás obras escritas con Stevenson, Osbourne se refiere a The Wrong Box como “mi propio libro, que fue para mí una dura faena” (pág. 79) y con respecto a The Ebb-Tide: “de nuestras tres colaboraciones, es la más importante; porque alteró de manera inesperada mi entera relación con Stevenson. Después de ella me considero seriamente como un colega” (pág 99).
224 Prólogo a Oeuvre poétique 1925 65, prólogo y poemas traducidos por Nestor Ibarra, Paris, Gallimard, 1970, pág. 7 (Así la mejor novela de Stevenson, The Wrecker, ha permanecido ignorada por la crítica debido a que el autor la escribió en colaboración con su yerno Lloyd Osbourne, y que nadie se aventura a elogiar páginas de dudosa paternidad.)
225 Véase Ferrer, pág. 94.
226 En L‟Herne, volumen dedicado a Borges, y en Irby et al., Encuentro con Borges. Citado aquí como apéndice a Borges y Bioy Casares, Dos fantasías memorables, Buenos Aires, Edicom, 1971, pág. 61.
227 Ibid., pág.61.
228 La presencia de innumerables bromas en clave contribuye al encanto especial y a la irremediable dificultad de las obras de Bustos Domecq y Suárez Lynch.
229 Entrevista, 9 de setiembre de 1978
230 En “El zahir”, el narrador incapaz de olvidar una diabólica moneda, advierte una remota semejanza entre su caso y el del autor persa Lutf Alf Azur, que habla en su obra Templo del Fuego de un astrolabio “construido de tal suerte que quien lo miraba una vez no pensaba en otra cosa y así el rey ordenó que lo arrojaran a lo más profundo del mar, para que los hombres no se olvidaran del universo” (OC, 593). Azur es probablemente un autor inventado; la cita, poco menos que una paráfrasis del discurso del príncipe Florizel.
231 Esta es la misma carta de la que Borges extrajo un epígrafe utilizado en varias ediciones de sus poemas completos: “I do not set up to be a poet. Only an all-round literary man...” (No me propongo ser un poeta. Solamente un literato cabal) (XXIV, 89-90). Véase Poemas 1923-1953, Buenos Aires, Emecé, 1954, y la versión inglesa, Selected Poems 1923-1967, New York, Dell, 1973
232 El hombre que fue jueves, de Chesterton, es muy parecido a The Dynamiter y probablemente se inspiró en este último.
233 Entrevista con Bioy Casares, 9 de setiembre de 1978.
234 T. S. Eliot, The Sacred Wood, London, Methuen, 1920; 5th ed. 1945, pág. 48.
235 George Sampson, Concise Cambridge History of English Literature. 3rd. ed., Cambridge Univ. Press, 1970, pág. 688.
236 Chesterton, Robert Louis Stevenson, pág. 112.
237 Ibid., págs. 112-13.
238 Reyes, Obras completas, XII, 12
239 Hace ya muchos años William Chalmers estudió detenidamente este aspecto del estilo de Stevenson en su disertación “Charakteristische Eigenschaften von R L Stevensons Stil”, publicada en Marburger Studien zur englischen Philologie, IV (1903), pág 8, 13-14.
240 Un ejemplo de esta manera de sugerir, y luego evitar una antítesis, podría ser la oposición entre cosas puras y cosas impuras, desarrollada en las oraciones de “Pulvis et Umbra” anteriormente citadas, oposición luego desechada en la imagen final del cristal que crece dentro de la roca.
241 El prefacio de Irby a la edición de Irby y Yates, Labyrinths, New York, New Directions, 1962, pág. XXI. Irby estudia más detalladamente el mismo punto en su disertación inédita “The Structure of -the Stories of Jorge Luis Borges”, pág. 110-14. El propio Borges escribe en “El idioma infinito” que se propone “emplear en su rigor etimológico las palabras”, y añade que “aconsejado por los clásicos y singularmente por algunos ingleses (en quienes fue piadosa y conmovedora el ansia de abrazar latinidad) me he remontado al uso primordial de muchas palabras” (El tamaño de mi esperanza, pág. 41). Más tarde rechazó muchas de las ideas expresadas en éste y otros ensayos tempranos, aunque se aferró a la particular innovación de usar las palabras en su sentido “primordial” en muchos de sus escritos de los años treinta y cuarenta. No especifica cuáles escritores ingleses lo llevaron a experimentar con un estilo latinizante: los ejemplos suponen la inspiración de Browne, justificada a su vez por Stevenson.
242 Añade, irónicamente, que durante años confundió “la casi infinita” literatura con un solo hombre — Carlyle, Becher, Whitman, Cansinos-Assens, De Quincey— mentores de diferentes períodos de su juventud. (Quizá no menciona a Stevenson porque no puede referirse a su imitación de Stevenson en el pasado, como puede hacerlo de los otros.)
243 Para E. D. Hirsch ésta es la correcta (y la única válida) lectura crítica, como sostiene en el ensayo “Objective Interpretation” (1960) que agregó como apéndice a su Validity in Interpretation, New Haven, Yale University Press, 1967, págs. 209-44. Borges podría haber compartido ese punto de vista —algunos de sus personajes son desinteresados eruditos que tratan de reconstruir el pasado en su totalidad—, pero el intento le parece inútil, ya que es imposible permanecer como un espectador desinteresado, aun de un acontecimiento del pasado. Así, Ryan decide ocultar la traición de Kilpatrick; los académicos de “Guayaquil”, en El informe de Brodie, y de “El soborno”, en El libro de arena, terminan como apasionados participantes de los hechos que investigan.
244 Véase el cuento de Gabriel Zaid “Hermano Hem”: “escribir para él, había sido una forma de robar”, Hispamérica 22 (abril de 1979), pág. 67.
245 Bloom cita a Borges al comienzo de The Anxiety of Influence: “los poetas (sic) crean a sus precursores” (London, Oxford Univ. Press, 1973, pág. 19). Se trata evidentemente de la frase famosa que está casi al final de “Kafka y sus precursores” (OC, 712), aunque Borges también sostiene en el ensayo sobre Hawthorne que “la deuda (entre Hawthorne y Kafka) es mutua; un gran escritor crea a sus precursores. Los crea y de algún modo los justifica” (OC, 678). Véase también Bloom, The Ringers in The Tower (Chicago, Universíty of Chicago Press, 1971), pág. 40 y 211-13. Pero Bloom no se ocupa extensamente de “Pierre Menard”, que es una interpretación mucho más detallada de su propio tema.
246 Véase Christ, págs. 192-226.
247 Véase Irby, prólogo a Labyrinths, pág. XXII, y disertación, “The Structure of the Stories of Jorge Luis Borges”, págs. 137-38. También véase Christ, págs. 223-24.
248 The Nigger of the “Narcissus”, pág. 146, subrayado por mí.
249 Para una interesante consideración de la función de las citas en Borges, en el contexto más amplio de una teoría de la cita, véase Antoine Compagnon, La Seconde main ou le travail de la citation, Paris, Editions du Seuil, 1979, especialmente págs. 34-36, 370-380.
250 Jairo Osorio y Carlos Bueno, Borges: Memoria de un gesto, Medellín, Edición Alcaldía de Medellín, 1979, pág. 20.
251 Disertación de Irby, pág. 314.
252 Borges on Writing, Norman Thomas Di Giovanni, Daniel Halpern y Frank MacShane, eds., New York, E.P. Dutton, 1973, pág. 80.
253 Rodman, Tongues of Fallen Angels, pág. 25.
254 En las entrevistas realizadas en Colombia, por ejemplo, Borges dice que goza releyendo a Stevenson, Conrad, Chesterton y libros de filosofía, y explica esas preferencias de la siguiente manera: “Quizá (me gusta releer) porque estoy un poco cansado y además, por una falta de curiosidad. Debería interesarme por los escritores nuevos. Aunque de verdad, temo que los contemporáneos se parezcan a mí. En cambio, sé que leyendo a escritores de otras épocas, encuentro algo nuevo, algo distinto”: Osorio y Bueno, pág. 30.




Daniel Balderstone













Daniel BalderstonEl precursor velado: R.L.Stevenson en la obra de Borges, Cap. VI
Trans. Eduardo Paz Leston
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1985
Fotos al pie: DB y cover edición citada 










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