22/10/14

Jorge Luis Borges recibe las llaves de la Ciudad de Medellín






Señoras y señores

Yo diría que el Universo es continuamente optimista, grandioso, pero ese misterio es sensible en ciertas cosas, sobre todo en unas llaves.

Desde que yo era chico me fue mal con las llaves. Pensar que un trozo de metal podía franquear la entrada de un gran edificio… Yo diría que estas llaves, el hecho mismo de una llave, es algo que nos hace sentir lo misterioso del mundo. Podría decirse de otras cosas, de la escritura, por ejemplo. También de la palabra. Yo acabo de tener ese sentimiento al oír las hermosas palabras del señor Alcalde y lo que está detrás de las palabras y…, ahora, ¡qué otra cosa puedo decir!

Estoy muy conmovido. Me entregan estas llaves que no abren ninguna puerta, o mejor dicho, que abren todas las puertas ya que no abren ninguna, y que para mí será el símbolo de la nostalgia que yo siento, porque de algún modo yo estoy en Buenos Aires y estoy añorando esta tarde en que estoy con ustedes, en que me siento en tierra de Colombia; en donde me siento rodeado por la cóncava hospitalidad y generosidad de todos ustedes. Muchas gracias, digo esto a cada uno de ustedes, no a todos, a cada uno de ustedes, singularmente.


Medellín, Colombia, noviembre de 1978
Fuente y notas

21/10/14

Jorge Luis Borges: Ariosto y los árabes






Nadie puede escribir un libro. Para
que un libro sea verdaderamente,
se requieren la aurora y el poniente,
siglos, armas y el mar que une y separa.

Así lo pensó Ariosto, que al agrado
lento se dio, en el ocio de caminos
de claros mármoles y negros pinos,
de volver a soñar lo ya soñado.

El aire de su Italia estaba henchido
de sueños, que con formas de la guerra
que en duros siglos fatigó la tierra
urdieron la memoria y el olvido.

Una legión que se perdió en los valles
de Aquitania cayó en una emboscada;
así nació aquel sueño de una espada
y del cuerno que clama en Roncesvalles.

Sus ídolos y ejércitos el duro
sajón sobre los huertos de Inglaterra
dilapidó en apretada y torpe guerra
y de esas cosas quedó un sueño: Arturo.

De las islas boreales donde un ciego
sol dibuja el mar, llegó aquel sueño
de una virgen dormida que a su dueño
aguarda, tras un círculo de fuego.

Quién sabe si de Persia o del Parnaso
vino aquel sueño del corcel alado
que por el aire el hechicero armado
urge y que se hunde en el desierto ocaso.

Como desde el corcel del hechicero,
Ariosto vio los reinos de la tierra
surcada por las fiestas de la guerra
y del joven amor aventurero.

Como a través de tenue bruma de oro
vio en el mundo un jardín que sus confines
dilata en otros íntimos jardines
para el amor de Angélica y Medoro.

Como los ilusorios esplendores
que al Indostán deja entrever el opio,
pasan por el Furioso los amores
en un desorden de calidoscopio.

Ni el amor ignoró ni la ironía
y soñó así, de pudoroso modo,
el singular castillo en el que todo
es (como en esta vida) una falsía.

Como a todo poeta la fortuna
o el destino le dio una suerte rara;
iba por los caminos de Ferrara
y al mismo tiempo andaba por la luna.

Escoria de los sueños, indistinto
limo que el Nilo de los sueños deja,
con ellos fue tejida la madeja
de ese resplandeciente laberinto,

de ese enorme diamante en el que un hombre
puede perderse venturosamente
por ámbitos de música indolente,
más allá de su carne y de su nombre.

Europa entera se perdió. Por obra
de aquel ingenuo y malicioso arte,
Milton pudo llorar de Brandimarte
el fin y de Dalinda la zozobra.

Europa se perdió, pero otros dones
dio el vasto sueño a la famosa gente
que habita los desiertos del Oriente
y la noche cargada de leones.

De un rey que entrega, al despuntar el día,
su reina de una noche a la implacable
cimitarra, nos cuenta el deleitable
libro que al tiempo hechiza todavía.

Alas que son la brusca noche, crueles
garras de las que pende un elefante,
magnéticas montañas cuyo amante
abrazo despedaza los bajeles,

la tierra sostenida por un toro
y el toro por un pez; abracadabras,
talismanes y místicas palabras
que en el granito abren cavernas de oro;

esto soñó la sarracena gente
que sigue las banderas de Agramante;
esto, que vagos rostros con turbante
soñaron, se adueñó del Occidente.

Y el Orlando es ahora una risueña
región que alarga inhabitadas millas
de indolentes y ociosas maravillas
que son un sueño que ya nadie sueña.

Por islámicas artes reducido
a simple erudición, a mera historia,
está solo, soñándose. (La gloria
es una de las formas del olvido).

Por el cristal ya pálido la incierta
luz de una tarde más toca el volumen
y otra vez arden y otra se consumen
los oros que envanecen la cubierta.

En la desierta sala el silencioso
libro viaja en el tiempo. Las auroras
quedan atrás y las nocturnas horas
y mi vida, este sueño presuroso.



El Hacedor (1960)
Foto: Eduardo Comesaña


20/10/14

Jorge Luis Borges: Tamerlán* (1336-1405)

´



Mi reino es de este mundo. Carceleros
y cárceles y espadas ejecutan
la orden que no repito. Mi palabra
más ínfima es de hierro. Hasta el secreto
corazón de las gentes que no oyeron
nunca mi nombre en su confín lejano
es un instrumento dócil a mi arbitrio.
Yo, que fui un rabadán de la llanura,
he izado mis banderas en Persépolis
y he abrevado la sed de mis caballos
en las aguas del Ganges y del Oxus.
Cuando nací, cayó del firmamento
una espada con signos talismánicos;
yo soy, yo seré siempre aquella espada.
He derrotado al griego y al egipcio,
he devastado las infatigables
leguas de Rusia con mis duros tártaros,
he elevado pirámides de cráneos,
he uncido a mi carroza cuatro reyes
que no quisieron acatar mi cetro,
he arrojado a las llamas en Alepo
el Alcorán, El Libro de los Libros,
anterior a los días y a las noches.
Yo, el rojo Tamerlán, tuve en mi abrazo
a la blanca Zenócrate de Egipto,
casta como la nieve de las cumbres.
Recuerdo las pesadas caravanas
y las nubes de polvo del desierto,
pero también una ciudad de humo
y mecheros de gas en las tabernas.
Sé todo y puedo todo. Un ominoso
libro no escrito aún me ha revelado
que moriré como los otros mueren
y que, desde la pálida agonía,
ordenaré que mis arqueros lancen
flechas de hierro contra el cielo adverso
y embanderen de negro el firmamento
para que no haya un hombre sólo que no sepa
que los dioses han muerto. Soy los dioses.
Que otros acudan a la astrología
judiciaria, al compás y al astrolabio,
para saber qué son. Yo soy los astros.
En las albas inciertas me pregunto
por qué no salgo nunca de esta cámara,
por qué no condesciendo al homenaje
del clamoroso Oriente. Sueño a veces
con esclavos, con intrusos, que mancillan
a Tamerlán con temeraria mano
y le dicen que duerma y que no deje
de tomar cada noche las pastillas
mágicas de la paz y del silencio.
Busco la cimitarra y no la encuentro.
Busco mi cara en el espejo; es otra.
Por eso lo rompí y me castigaron.
¿Por qué no asisto a las ejecuciones,
por qué no veo el hacha y la cabeza?
Esas cosas me inquietan, pero nada
puede ocurrir si Tamerlán se opone
y Él, acaso, las quiere y no lo sabe.
Y yo soy Tamerlán. Rijo el Poniente
y el Oriente de oro, y sin embargo…

(*) Tamerlán. Mi pobre Tamerlán había leído, a fines del siglo diecinueve,
la tragedia de Christopher Marlowe y algún manual de historia.

En  El Oro de los Tigres (1972)
Foto: Eduardo Comesaña


19/10/14

Jorge Luis Borges: Avatares de la tortuga






Hay un concepto— que "es el corruptor y el desatinador de los otros. No hablo del Mal cuyo limitado imperio es la ética; hablo del infinito. Yo anhelé compilar alguna vez su móvil historia. La numerosa Hidra (monstruo palustre que viene a ser una prefiguración o un emblema de las progresiones geométricas) daría conveniente horror a su pórtico—; la coronarían las sórdidas pesadillas de Kafka y sus— capítulos centrales no desconocerían las conjeturas de, ese remoto — cardenal alemán —Nicolás de Krebs, Nicolás de Cusa— que en la circunferencia vio un polígono de un número infinito de ángulos y dejó escrito que una línea infinita sería una recta, sería un triángulo, sería un círculo y sería una esfera (De docta ignorantia, I, 13). Cinco, siete años de aprendizaje metafísico, teológico, matemático, me capacitarían (tal vez) para planear decorosamente ese libro. Inútil agregar que la vida me prohíbe esa esperanza, y aun ese adverbio.
A esa ilusoria Biografía del infinito pertenecen de alguna manera estas páginas. Su propósito es registrar ciertos avatares de la segunda paradoja de Zenón.
Recordemos, ahora, esa paradoja.
Aquiles corre diez veces más ligero que la tortuga y le da una ventaja de diez metros. Aquiles corre esos diez metros, la tortuga corre uno; Aquiles corre ese metro, la tortuga corre un decímetro; Aquiles corre ese decímetro, la tortuga corre un centímetro; Aquiles corre ese centímetro, la tortuga un milímetro; Aquiles Piesligeros el milímetro, la tortuga un décimo de milímetro y así infinitamente, sin alcanzarla... Tal es la versión habitual. Wilhelm Capelle (Die Vorsokratiker, 1935, pág. 178) traduce el texto original de Aristóteles: “El segundo argumento de Zenón es el llamado Aquiles. Razona que el más lento no será alcanzado por el más veloz, pues el perseguidor tiene que pasar por el sitio que el perseguido acaba de evacuar, de suerte que el más lento siempre le lleva una determinada ventaja”. El problema no cambia, como se ve; pero me gustaría conocer el nombre del poeta que lo dotó de un héroe y de una tortuga. A esos competidores mágicos y a la serie

10 + 1 + 1/10 + 1/100 + 1/1.000 + 1 +.../10.000

debe el argumento su difusión. Casi nadie recuerda el que lo antecede —el de la pista—, aunque su mecanismo es idéntico. El movimiento es imposible (arguye Zenón) pues el móvil debe atravesar el medio para llegar al fin, y antes el medio del medio, y antes el medio del medio, del medio y antes...[16]
Debemos a la pluma de Aristóteles la comunicación y la primera refutación de esos argumentos. Los refuta con una brevedad quizá desdeñosa, pero su recuerdo le inspira el famoso argumento del tercer hombre contra la doctrina platónica. Esa doctrina quiere demostrar que dos individuos que tienen atributos comunes (por ejemplo dos hombres) son meras apariencias temporales de un arquetipo eterno, Aristóteles interroga si los muchos hombres y el Hombre —los individuos temporales y el Arquetipo— tienen, atributos comunes. Es notorio que sí; tienen los atributos generales de la humanidad. En ese caso, afirma Aristóteles, habrá que postular otro arquetipo que los abarque a todos y después un cuarto..., Patricio de Azcárate, en una nota de su traducción de la Metafísica, atribuye a un discípulo de Aristóteles esta presentación: “Si lo que se afirma de muchas cosas a la vez es un ser aparte, distinto de las cosas de que se afirma (y esto es lo que pretenden los platonianos), es preciso que haya un tercer hombre. Es una denominación que se aplica a los individuos y a la idea. Hay, pues, un tercer hombre distinto de los hombres particulares y de la idea. Hay al mismo tiempo un cuarto que estará en la misma relación con éste y con idea de los hombres particulares; después un quinto y así hasta el infinito”. Postulamos dos individuos, a y b, que integran el género c. Tendremos entonces

a + b = c:

Pero también, según Aristóteles:

a + b + c = d
a + b + c + d = e
a + b + c + d + e = f...

En rigor no se requieren dos individuos: bastan el individuo y el género para determinar el tercer hombre que denuncia Aristóteles. Zenón de Elea recurre a la infinita regresión contra el movimiento y el número; su refutador, contra las formas universales.[17]
El próximo avatar de Zenón que mis desordenadas notas registran es Agripa, el escéptico. Éste niega que algo pueda probarse, pues toda prueba requiere una prueba anterior (Hypotyposes, I, 166). Sexto Empírico arguye parejamente que las definiciones son vanas, pues habría que definir cada una de las voces que se usan y, luego, definir la definición (Hypotyposes, II, 207). Mil seiscientos años después, Byron, en la dedicatoria de Don Juan, escribirá de Coleridge: “I wish he would explain His Explanation.”
Hasta aquí, el regressus in infinitum ha servido para negar; Santo Tomás de Aquino recurre a él (Suma Teológica, 1, 2, 3) para afirmar que hay Dios, Advierte que no hay cosa en el universo que no tenga una causa eficiente y que esa causa claro está, es el efecto de otra causa anterior. El mundo es un interminable encadenamiento de causas y cada causa es un efecto. Cada estado proviene del anterior y determina el subsiguiente, pero la serie general pudo no haber sido, pues los términos que la forman son condicionales, es decir, aleatorios. Sin embargo, el mundo es; de ellos podemos inferir una no contingente causa primera que será la divinidad. Tal es la prueba cosmológica; la prefiguran Aristóteles y Platón; Leibniz la redescubre.[18]
Hermann Lotze apela al regressus para no comprender que una alteración del objeto A pueda producir una alteración del objeto B. Razona que sí A y B son independientes, postular un influjo de A sobre B es postular un tercer elemento C, un elemento que para operar sobre B requerirá un cuarto elemento D, que no podrá operar sin E, que no podrá operar sin F...
Para eludir esa multiplicación de quimeras, resuelve que en el mundo hay un solo objeto: una infinita y absoluta sustancia equiparable al Dios de Spinoza. Las causas transitivas se reducen a causas inmanentes; los hechos, a manifestaciones o modos de la sustancia cósmica.[19]
Análogo, pero todavía más alarmante, es el caso de K H. Bradley. Este razonador (Appearance and Reality, 1897, páginas 19-34) no se limita a combatir la relación causal; niega todas las relaciones. Pregunta si una relación está relacionada con sus términos. Le responden que sí e infiere que ello es admitir la existencia de otras dos relaciones, y luego de otras dos. En el axioma la parte es menor que el todo no percibe dos términos y la relación menor que: percibe tres (parte, menor que, todo) cuya vinculación implica otras dos relaciones, y así hasta lo infinito. En el juicio Juan es mortal, percibe tres conceptos inconjugables (el tercero es la cópula) que no acabaremos de unir. Transforma todos los conceptos en objetos incomunicados, durísimos. Refutarlo es contaminarse de irrealidad.
Lotze interpone los abismos periódicos de Zenón entre la causa y el efecto; Bradley, entre el sujeto y el predicado, cuando no entre el sujeto, y los atributos; Lewis Carroll (Mind, volumen cuarto, página 278) entre la segunda premisa del silogismo y la conclusión. Refiere un diálogo sin fin, cuyos interlocutores son Aquiles y la tortuga. Alcanzado ya el término de su interminable carrera, los dos atletas conversan apaciblemente de geometría. Estudian este claro razonamiento:
a) Dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí.
b) Los dos lados de este triángulo son iguales a MN.
z) Los dos lados de este triángulo son iguales entre sí.
La tortuga acepta las premisas a y b, pero niega que justifiquen la conclusión. Logra que Aquiles interpole una proposición hipotética,
a) Dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí.
b) Los dos lados de este triángulo son iguales a MN.
c) Si a y b son válidas, z es válida,
z) Los dos lados de este triángulo son iguales entre sí.
Hecha esa breve aclaración, la tortuga acepta la validez de a, b y c, pero no de z. Aquiles, indignado, interpola:
d) Si a, b y c son válidas, z es válida.
Carroll observa que la paradoja del griego comporta una infinita serie de distancias que disminuyen y que en la propuesta por él crecen las distancias.
Un ejemplo final, quizá el más elegante de todos, pero también el que menos difiere de Zenón. William James (Some Problems of Philosophy, 1911, pág. 182) niega que puedan transcurrir catorce minutos, porque antes es obligatorio que hayan pasado siete, y antes de siete, tres minutos y medio, y antes de tres y medio, un minuto y tres cuartos, y así hasta el fin, hasta el invisible fin, por tenues laberintos de tiempo.
Descartes, Hobbes, Leíbniz, Mill, Renouvier, Georg Cantor, Gomperz, Russell y Bergson han formulado explicaciones —no siempre inexplicables y vanas— de la paradoja de la tortuga. (Yo he registrado algunas.) Abundan asimismo, como ha verificado el lector, sus aplicaciones. Las históricas no la agotan: el vertiginoso regressus in infinitum es acaso aplicable a todos los temas. A la estética: tal verso nos conmueve por tal motivo, tal motivo por tal otro motivo... Al problema del conocimiento: conocer es reconocer, pero es preciso haber conocido para reconocer, pero conocer es reconocer... ¿Cómo juzgar esa dialéctica? ¿Es un legítimo instrumento de indagación o apenas una mala costumbre?
Es aventurado pensar que una coordinación de palabras (otra cosa no son las filosofías) pueda parecerse mucho al universo. También es aventurado pensar que de esas coordinaciones ilustres, alguna —siquiera de modo infinitesimal— no se parezca un poco más que otras. He examinado las que gozan de cierto crédito; me atrevo a asegurar que sólo en la que formuló Schopenhauer he reconocido algún rasgo del universo. Según esa doctrina, el mundo es una fábrica de la voluntad. El arte —siempre— requiere irrealidades visibles. Básteme citar una: la dicción metafórica o numerosa o cuidadosamente casual de los interlocutores de un drama... Admitamos lo que todos los idealistas admiten: el carácter alucinatorio del mundo. Hagamos lo que ningún idealista ha hecho: busquemos irrealidades que confirmen ese carácter. Las hallaremos, creo, en las antinomias de Kant y en la dialéctica de Zenón.
“El mayor hechicero (escribe memorablemente Novalis) sería el que se hechizara hasta el punto de tomar sus propias fantasmagorías por apariciones autónomas. ¿No sería ése nuestro caso?”. Yo conjeturo que así es. Nosotros (la indivisa divinidad que opera en nosotros) hemos soñado el mundo. Lo hemos soñado resistente, misterioso, visible, ubicuo en el espacio y firme en el tiempo; pero hemos consentido en su arquitectura tenues y eternos intersticios de sinrazón para saber que es falso.


Notas

[16] Un siglo después, el sofista chino Hui Tzu razonó que un bastón al que cercenan la mitad cada día, es interminable (H. A. Giles: Chuang Tzu, 1889.
[17] En el Parménides —cuyo carácter zenoniano es irrecusable— Platón discurre un argumento muy parecido para demostrar que el uno es realmente muchos. Sí el uno existe, participa del ser; por consiguiente, hay dos partes en él, que son el ser y el uno» pero cada una de esas partes es una y es, de modo que encierra otras dos, que encierran también otras dos: infinitamente. Russell (Introduction to Mathematical Philosophy, 1919, pág. 138) sustituye a la progresión geométrica de Platón una progresión aritmética. Sí el uno existe» el uno participa del ser; pero como son diferentes el ser y el uno, existe el dos; pero como son diferentes el ser y el dos, existe el tres, etc. Chuang Tzu (Waley: Three Ways of Thought in Ancient China, pág. 25) recurre al mismo interminable regressus contra los monistas que declaraban que las Diez Mil Cosas (el Universo) son una sola. Por lo pronto —arguye— la unidad cósmica y la declaración de esa unidad ya son dos cosas: esas dos y la declaración de su dualidad ya son tres; esas tres y la declaración de su trinidad ya son cuatro... Russell opina que la vaguedad del término ser basta para invalidar el razonamiento. Agrega que los números no existen, que son meras ficciones lógicas.
[18] Un eco de esa prueba, ahora muerta, retumba en el primer verso del Paradiso: “La gloria de Colviche tutta move”.
[19] Sigo la exposición de James (A Pluralistic Universe, 1909. págs. 55-60). Cf. Wentscher: Fechner and Lotze, 1924, páginas 166-171.


En Discusión (1932)
Foto: Edsel Little, “Borges, Kodama and Ana Cara in front of AMAM” 
The Five Colleges of Ohio Digital Exhibitions 


18/10/14

Jorge Luis Borges: El Simulacro








En uno de los días de julio de 1952, el enlutado apareció en aquel pueblito del Chaco. Era alto, flaco, aindiado, con una cara inexpresiva de opa o de máscara; la gente lo trataba con deferencia, no por él sino por el que representaba o ya era. Eligió un rancho cerca del río; con la ayuda de unas vecinas armó una tabla sobre dos caballetes y encima una caja de cartón con una muñeca de pelo rubio. Además, encendieron cuatro velas en candeleros altos y pusieron flores alrededor. La gente no tardó en acudir. Viejas desesperadas, chicos atónitos, peones que se quitaban con respeto el casco de corcho, desfilaban ante la caja y repetían: «Mi sentido pésame, General». Éste, muy compungido, los recibía junto a la cabecera, las manos cruzadas sobre el vientre, como mujer encinta. Alargaba la derecha para estrechar la mano que le tendían y contestaba con entereza y resignación: «Era el destino. Se ha hecho todo lo humanamente posible.» Una alcancía de lata recibía la cuota de dos pesos y a muchos no les bastó venir una sola vez.
¿Qué suerte de hombre (me pregunto) ideó y ejecutó esa fúnebre farsa? ¿Un fanático, un triste, un alucinado o un impostor y un cínico? ¿Creía ser Perón al representar su doliente papel de viudo macabro? La historia es increíble pero ocurrió y acaso no una vez sino muchas, con distintos actores y con diferencias locales. En ella está la cifra perfecta de una época irreal y es como el reflejo de un sueño o como aquel drama en el drama, que se ve en Hamlet. El enlutado no era Perón y la muñeca rubia no era la mujer Eva Duarte, pero tampoco Perón era Perón ni Eva era Eva sino desconocidos o anónimos (cuyo nombre secreto y cuyo rostro verdadero ignoramos) que figuraron, para el crédulo amor de los arrabales, una crasa mitología.



En El Hacedor (1960)
Foto: Borges entrevistado por José García Nieto, Nov. 1950


Anotaciones de FG y PD
  • El relato tiene un sustrato histórico real. Tras la muerte de Eva Duarte, además de las pompas y la imposición del luto obligatorio, se tomaron algunas resoluciones para reforzar la lamentación compulsiva por el fallecimiento de la esposa de Perón. A tal punto se llegó, que secretario de la CGT, José Espejo, propuso que el velorio que se estaba haciendo en Buenos Aires se repitiera en cada una de las ciudades capitales de provincias. La iniciativa no prosperó por disparatada, pero dio lugar a que Borges escribiera "El simulacro".
  • Numerosos registros históricos dan cuenta de la concreción de estas "puestas en escena". La historiadora mendocina de la Universidad Nacional de Cuyo, Ana Caroglio, refiere en un estudio: "Las representaciones del velorio de Eva se repitieron a lo largo de todo el país. Las organizaciones fieles al peronismo y al orden establecido tuvieron las propias, más en sintonía con la escenografía que el Estado nacional había montado en Buenos Aires. Irene Giovarruscio, una maestra normal que ejerció la docencia en Mendoza durante aquellos años contaba que "Cuando fue la muerte de Eva el 26 de julio, en la CGT, frente a la Plaza Chile, o Italia, hicieron un velatorio simbólico, había un cajón con crespones negros y coronas y coronas de flores, y, a los maestros, nos obligaron a ir un día determinado, no me acuerdo si el que coincidía con el entierro de ella, que la trasladaron a la CGT, nos obligaron, sacaron el cajón, como si estuviera el entierro, la pusieron en una cureña del ejército y tuvimos que hacer toda una vuelta por la Plaza Independencia detrás de esa cureña, como si fuera el entierro de ella, sino que le llamaron el entierro simbólico de Eva Perón. Además de nosotros, iba mucha gente, porque en esa época, la gente era muy peronista, muy fanática. Y pienso que los empleados públicos también eran obligados”" [Fuente completa de esta nota]
  • Dice Bioy Casares en su Borges el 7 de julio de 1957: «Recordamos el luto, universalmente impuesto al país, cuando murió la mujer de Perón: todos los empleados y funcionarios públicos debieron usar corbata negra; los diarios y las revistas aparecieron enmarcados en negro ("Sur" trajo unas líneas mínimas); en las vidrieras había retratos con crespones (salvo La Boutique, de Julia Bullrich, que no puso nada) y aun bustos y altares (como la casa Comte, de Ignacio y Ricardo Pirovano quienes, a pesar de no ser santeros sino decoradores, ganaron mucha plata fabricando altares).»


17/10/14

Jorge Luis Borges: Prólogo a "El matadero" de Esteban Echeverría



En Borges, memoria de un gesto 
de Jairo Osorio Gómez y Carlos Bueno Osorio
Medellín 1979

José Esteban Echeverría nació en la ciudad de Buenos Aires en 1805 y murió en la ciudad de Montevideo, en el destierro, en 1851. En Buenos Aires fue dependiente en una casa de comercio; ser dependiente, entonces, no era una ocupación subalterna. A los veinte años viajó a Europa; para los sudamericanos de aquel tiempo, Europa era Francia. Como Ricardo Güiraldes, Echeverría llevó su guitarra a París, la guitarra que había templado en los lupanares de los arrabales del Sur. Descubrió y leyó a Víctor Hugo, lo cual es un acontecimiento en la vida de cualquier hombre. Lo fue singularmente para él, ya que le reveló el romanticismo. En 1830 regresó a Buenos Aires. Formó con algunos amigos la logia democrática Asociación de Mayo. Conspiró contra la dictadura de Rosas y, como tantos unitarios, emigró al Uruguay. No alcanzó la batalla de Caseros; un año antes falleció en la ciudad sitiada.

La obra de Echeverría es múltiple. Su detallado examen sobrepasa los obligados límites de este prólogo. Hay escritores que perduran en la historia de la literatura; otros, los menos, en la propia literatura. Echeverría corresponde a ambas categorías. En el poema La cautiva, descubre las posibilidades estéticas de la pampa y de los indios nómadas; el cuento El matadero nos toca de manera inmediata, más allá de las obras que lo siguieron o de la fecha en que fue escrito.

Increíblemente, hay quien ha percibido en El matadero el influjo de la picaresca española. Ésta, según se sabe, no se le atrevió nunca a la muerte y se resignó a pequeñas astucias y a moralidades caseras. En el texto de Echeverría hay una suerte de realismo alucinatorio, que puede recordar las grandes sombras de Hugo y de Herman Melville. El preámbulo es vacilante, pero después van ocurriendo cosas atroces que nos parecen verdaderas. La historia está llena de sangre y llena de barro. El percance del gringo prefigura la muerte del unitario. Recuerdo que a mi padre lo impresionaba menos aquella muerte que la del chico decapitado por el lazo. Los hechos del relato tienen más fuerza que lo que dicen los personajes. Pasa lo contrario en Don Segundo Sombra. Hacia la misma fecha en que fue redactado este cuento y en la misma ciudad, el hoy casi olvidado Hilario Ascasubi escribió una página memorable, cuyo tema es el mismo y que se ha agregado a este libro. El lector puede compararlos y determinar sus simpatías y diferencias.

Buenos Aires, ocho de diciembre de 1982


Prólogo de Jorge Luis Borges
Ilustraciones de Miguel ángel Biazzi
Ediciones de Arte Gaglianone

Buenos Aires. 1984
Fuente


Una versión ligeramente modificada
se publicó en el ABC de Madrid en 1984




Se incluye en Borges en Clarín 1980-1986. Textos seleccionados, pág. 21:







16/10/14

Jorge Luis Borges: El brujo postergado





En Santiago había un deán que tenía codicia de aprender el arte de la magia. Oyó decir que don Illán de Toledo la sabía más que ninguno, y fue a Toledo a buscarlo.
El día que llegó enderezó a la casa de don Illán y lo encontró leyendo en una habitación apartada. Éste lo recibió con bondad y le dijo que postergara el motivo de su visita hasta después de comer. Le señaló un alojamiento muy fresco y le dijo que lo alegraba mucho su venida. Después de comer, el deán le refirió la razón de aquella visita y le rogó que le enseñara la ciencia mágica. Don Illán le dijo que adivinaba que era deán, hombre de buena posición y buen porvenir, y que temía ser olvidado luego por él. El deán le prometió y aseguró que nunca olvidaría aquella merced, y que estaría siempre a sus órdenes. Ya arreglado el asunto, explicó don Illán que las artes mágicas no se podían aprender sino en sitio apartado, y tomándolo por la mano, lo llevó a una pieza contigua, en cuyo piso había una gran argolla de fierro. Antes le dijo a la sirvienta que tuviese perdices para la cena, pero que no las pusiera a asar hasta que la mandaran. Levantaron la argolla entre los dos y descendieron por una escalera de piedra bien labrada, hasta que al deán le pareció que habían bajado tanto que el lecho del Tajo estaba sobre ellos. Al pie de la escalera había una celda y luego una biblioteca y luego una especie de gabinete con instrumentos mágicos. Revisaron los libros y en eso estaban cuando entraron dos hombres con una carta para el deán, escrita por el obispo, su tío, en la que le hacía saber que estaba muy enfermo y que, si quería encontrarlo vivo, no demorase. Al deán lo contrariaron mucho estas nuevas, lo uno por la dolencia de su tío, lo otro por tener que interrumpir los estudios. Optó por escribir una disculpa y la mandó al obispo. A los tres días llegaron unos hombres de luto con otras cartas para el deán, en las que se leía que el obispo había fallecido, que estaban eligiendo sucesor y que esperaban por la gracia de Dios que lo elegirían a él. Decían también que no se molestara en venir, puesto que parecía mucho mejor que lo eligieran en su ausencia.
A los diez días vinieron dos escuderos muy bien vestidos, que se arrojaron a sus pies y besaron sus manos y lo saludaron obispo. Cuando don Illán vio estas cosas se dirigió con mucha alegría al nuevo prelado y le dijo que agradecía al Señor que tan buenas nuevas llegaran a su casa. Luego le pidió el decanazgo vacante para uno de sus hijos. El obispo le hizo saber que había reservado el decanazgo para su propio hermano, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen juntos para Santiago.
Fueron para Santiago los tres, donde los recibieron con honores. A los seis meses recibió el obispo mandaderos del Papa que le ofrecía el arzobispado de Tolosa, dejando en sus manos el nombramiento de sucesor. Cuando don Illán supo esto, le recordó la antigua promesa y le pidió ese título para su hijo. El arzobispo le hizo saber que había reservado el obispado para su propio tío, hermano de su padre, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen juntos para Tolosa. Don Illán no tuvo más remedio que asentir.
Fueron para Tolosa los tres, donde los recibieron con honores y misas. A los dos años recibió el arzobispo mandaderos del Papa que le ofrecía el capelo de cardenal, dejando en sus manos el nombramiento de sucesor. Cuando don Illán supo esto, le recordó la antigua promesa y le pidió ese título para su hijo. El cardenal le hizo saber que había reservado el arzobispado para su propio tío, hermano de su madre, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen juntos para Roma. Don Illán no tuvo más remedio que asentir. Fueron para Roma los tres, donde los recibieron con honores y misas y procesiones. A los cuatro años murió el Papa y nuestro cardenal fue elegido para el papado por todos los demás. Cuando don Illán supo esto, besó los pies de Su Santidad, le recordó la antigua promesa y le pidió el cardenalato para su hijo. El Papa lo amenazó con la cárcel, diciéndole que bien sabía él que no era más que un brujo y que en Toledo había sido profesor de artes mágicas. El miserable don Illán dijo que iba a volver a España y le pidió algo para comer durante el camino. El Papa no accedió. Entonces don Illán (cuyo rostro se había remozado de un modo extraño), dijo con una voz sin temblor:
—Pues tendré que comerme las perdices que para esta noche encargué.
La sirvienta se presentó y don Illán le dijo que las asara. A estas palabras, el Papa se halló en la celda subterránea en Toledo, solamente deán de Santiago y tan avergonzado de su ingratitud que no atinaba a disculparse. Don Illán dijo que bastaba con esa prueba, le negó su parte de las perdices y lo acompañó hasta la calle, donde le deseó feliz viaje y lo despidió con gran cortesía.

(Del Libro de Patronio del infante don Juan Manuel, 
que lo derivó de un libro árabe: Las cuarenta mañanas y las cuarenta noches)



En Historia universal de la infamia (1935)
Foto original color: Esmeralda Martínez-Tapia: 
Borges y Kodama in front of First Church, 1983
The Five Colleges of Ohio Digital

15/10/14

Claudio Magris: La Literatura no salva la vida. En la muerte de Borges (1986)





«Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas», escribió Borges en una inolvidable parábola acerca de sí mismo y de su propia escisión, tal vez la más grande y la más poética página que se haya escrito jamás sobre la relación que existe entre vivir y escribir. El autor de ese apólogo, que habla en primera persona, dice no ser el famoso escritor que aparece en todos los diccionarios biográficos del mundo y en las cubiertas de muchos libros; él es sólo el individuo que figura en el registro civil como Jorge Luis Borges, el que camina por las calles de Buenos Aires mirando distraídamente los zaguanes, mojándose con la lluvia o cogiendo un resfriado, viviendo y dejándose vivir, rumiando alguna indefinible melancolía que ni siquiera el otro, el poeta, podrá comprender jamás y deslizándose, como el fluir del tiempo, hacia el final. Del otro, del célebre escritor, le llegan noticias a través de los periódicos y se da cuenta, con ligero estupor, de que su torpe y oscura existencia le suministra al otro, al Borges de la literatura mundial, la materia para algunas fábulas reticentes y abusivas. «Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII», dice, «el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor.»

¿Quién de ellos es el que ha muerto hace algunas horas?, ¿el anónimo y melancólico señor del bastón, que tal vez no conoció el amor y se perdía en los meandros de las calles y de la tarde, desapareciendo en la sombra como un día que se acaba?, ¿o bien el autor de libros que, jugando inexorablemente con las nostalgias de aquel desconocido, nos ha proporcionado la ilusión de que algunos volúmenes, con sus lomos bien encuadernados que relucen en un anaquel, pueden justificar una vida inalcanzable en su misterio? Los teletipos han anunciado al mundo la muerte del actor, de quien expresaba la pasión del hombre, del desconocido héroe de la historia, el gusto por el café o por Stevenson, no sin contaminar esas predilecciones con una punta de falsedad, y las necrologías hacen referencia también al otro, al protagonista de las voces de las enciclopedias y de los ensayos críticos. Éste seguro que se habría divertido viendo las pruebas generales o asistiendo al estreno del duelo por su fallecimiento. Del frágil individuo de ochenta y siete años —de sus miedos, de sus pesares, del frío o del sudor de sus últimas horas— no se puede decir ni imaginar nada.
Toda la obra de Borges está impregnada por la melancólica conciencia de que la literatura no puede salvar la vida y de que un poeta, en una poesía acerca de un tigre, sólo consigue decir «palabras, palabras, palabras», un tigre de sílabas y de papel, y busca en vano al otro tigre, al que no está en el verso sino en la selva. Pero Borges es grande precisamente porque logra evocar la vida, su plenitud y su vanidad, expresando la falta de adecuación de la literatura para representarla y haciendo propia esa inadecuación, asumiendo todos los riesgos del vacío y la aridez y consiguiendo así expresar la verdad de la ausencia moderna, del significado que no se deja atrapar y de las cosas que no se dejan aferrar. Gran intérprete de esta ausencia moderna, sabe ser también su víctima, destinando su obra a parecerse al mapa del imperio del que traza una parábola, un mapa que reproduce fielmente la tierra y se ajusta a ella con exactitud, pero que al final el viento acaba por hacer pedazos.
Se ha ensalzado a Borges como a un funámbulo del artificio y a un prestidigitador de la relojería literaria y los mecanismos literarios que se tienen como fin a sí mismos. Ésa es una mala pasada que el sapiente actor, para distraer su melancolía, ha jugado a muchos de sus émulos y admiradores, sofisticados, es decir, toscos y destinados a simular miserablemente la dolorosa e irónica ambivalencia de su poesía, que parece fácil de imitar como la kafkiana, pero al igual que ésta es inimitable y no muestra desde luego el triunfo coqueto del sofisma, sino la aventura y el extravío de la inteligencia en la trama elemental del mundo.
El mismo Borges, en muchas páginas repetitivas, se parece a sus flojos plagiarios; no es ciertamente un intelectual y ni siquiera es verdaderamente culto, porque su enorme erudición es un centón de motivos más acumulados que verdaderamente asimilados, pero sabe ser, a ratos, un gran poeta de lo elemental, de esa sencillez suprapersonal que nos afecta a todos y cada uno, y sabe expresar la luz de una tarde, la caída de la lluvia, la cercanía del sueño, la sombra de la casa natal o la frescura del agua que regocija en un espléndido relato, las especulaciones de Averroes. Es el poeta de la valentía, de la fidelidad, de la épica familiaridad con la vida y la muerte —de esos valores que él sabe que no posee ni en la existencia ni, salvo raras excepciones, en el arte y de los cuales sólo puede expresar la nostalgia.
Pero esa nostalgia constituye su genio. Sus dioses, ha dicho, no le concedieron la expresión que crea la vida, sino sólo la alusión que la menciona de refilón. Su poesía dice la melancolía de esa alusión fugitiva, «la inminencia de una revelación que no se produce», la espera de un secreto que no se revela. Algunos de sus relatos parecen apenas el genial esbozo de un relato que está todavía por escribir. En esa potencialidad a menudo decepcionada él encarna el destino de la literatura, a la que ya no le es dado transmitir valores y contar la unidad de la vida.
Para consolar y engañar a sus imitadores, el actor ha fingido complacerse con el jaque en que la literatura pone a la existencia. La grandeza de Borges consiste en cambio en la valentía con la que afrontó esa aridez personal y epocal, una valentía digna de esos héroes suyos que él tanto envidiaba —porque, a diferencia de él, saben empuñar la espada— y que le permitió hablar, en nombre de todos, de los miedos, de los apuros y la esterilidad de todos nosotros. Y de ese modo el bibliotecario acosado por la falta de amor y de deseo pudo escribir, en El Aleph, una gran parábola del amor reprimido y perdido.
La vida de Borges parece toda ella resumida en su escritura, en una bibliografía: su nacimiento en Buenos Aires, sus estudios en Europa, el culto de las memorias patrióticas y militares argentinas, su breve compromiso vanguardista pronto abandonado en favor de un escéptico clasicismo, la redacción de sus obras maestras dedicadas a los laberintos de la existencia, a las paradojas metafísicas, a la repetición circular del acaecer, a la épica de los suburbios bonaerenses. Pero su muerte nos impresiona, más que como un luto por la literatura, como la muerte de ese Cada Uno de las representaciones sagradas medievales. Nos lleva a pensar, como no ocurre con otros escritores, en nuestra vida, en nuestro amor y nuestra muerte.
Su desaparición no induce a escribir necrologías edificantes ni a atribuirle todas las virtudes. Tenía sus miopes y estrechas durezas de reaccionario, sus cerrazones, pecados y miserias de las que responder a sus dioses. Pero todo eso le hace ser hermano nuestro, espejo de nuestro destino. Hace algunos años, en Venecia, se sentía embarazado cuando le daban las gracias por lo que había escrito; sabía que no podía vanagloriarse de sus palabras y que la grandeza de su obra, misteriosa y tal vez casualmente conseguida por el otro, por el actor, formaba ya parte del mundo y no le pertenecía a él más que a mí o a cualquier otro. En sus últimos años, la gran libertad de la vejez le llevaba a disfrutar incluso con las chucherías de la vida, a haraganear por premios y congresos literarios incluso de escaso interés, regocijándose con los huecos de tiempo que le quedaban y persiguiendo esa cosa infinita e irrecuperable que todo hombre, como él había escrito, sabe que ha recibido y perdido.



En Utopía y desencanto
Título original: Utopia e disincanto. Storie, speranze, illusioni del moderno
Claudio Magris, 1999
Traducción: J.A. González Sainz
Foto: Claudio Magris por Danilo de Marco




14/10/14

Jorge Luis Borges: La busca de Averroes





S’imaginant que la tragédie n’est autre chose que 
l’art de louer…
ERNEST RENANAverroès, 48 (1861)
Abulgualid Muhámmad Ibn-Ahmad ibn-Muhámmad ibn-Rushd (un siglo tardaría ese largo nombre en llegar a Averroes, pasando por Benraist y por Avenryz, y aun por Aben-Rassad y Filius Rosadis) redactaba el undécimo capítulo de la obra Tahafut-ul-Tahafut (Destrucción de la Destrucción), en el que se mantiene, contra el asceta persa Ghazali, autor del Tahafut-ul-falasifa (Destrucción de filósofos), que la divinidad sólo conoce las leyes generales del universo, lo concerniente a las especies, no al individuo. Escribía con lenta seguridad, de derecha a izquierda; el ejercicio de formar silogismos y de eslabonar vastos párrafos no le impedía sentir, como un bienestar, la fresca y honda casa que lo rodeaba.
En el fondo de la siesta se enronquecían amorosas palomas; de algún patio invisible se elevaba el rumor de una fuente; algo en la carne de Averroes, cuyos antepasados procedían de los desiertos árabes, agradecía la constancia del agua. Abajo estaban los jardines, la huerta; abajo, el atareado Guadalquivir y después la querida ciudad de Córdoba, no menos clara que Bagdad o que el Cairo, como un complejo y delicado instrumento, y alrededor (esto Averroes lo sentía también) se dilataba hacia el confín la tierra de España, en la que hay pocas cosas, pero donde cada una parece estar de un modo sustantivo y eterno.
La pluma corría sobre la hoja, los argumentos se enlazaban, irrefutables, pero una leve preocupación empañó la felicidad de Averroes. No la causaba el Tahafut, trabajo fortuito, sino un problema de índole filológica vinculado a la obra monumental que lo justificaría ante las gentes: el comentario de Aristóteles. Este griego, manantial de toda filosofía, había sido otorgado a los hombres para enseñarles todo lo que se puede saber; interpretar sus libros como los ulemas interpretan el Alcorán era el arduo propósito de Averroes. Pocas cosas más bellas y más patéticas registrará la historia que esa consagración de un médico árabe a los pensamientos de un hombre de quien lo separaban catorce siglos; a las dificultades intrínsecas debemos añadir que Averroes, ignorante del siríaco y del griego, trabajaba sobre la traducción de una traducción. La víspera, dos palabras dudosas lo habían detenido en el principio de la Poética. Esas palabras eran tragedia comedia. Las había encontrado años atrás, en el libro tercero de la Retórica; nadie, en el ámbito del Islam, barruntaba lo que querían decir. Vanamente había fatigado las páginas de Alejandro de Afrodisia, vanamente había compulsado las versiones del nestoriano Hunáin ibn-Ishaq y de Abu-Bashar Mata. Esas dos palabras arcanas pululaban en el texto de la Poética; imposible eludirlas.
Averroes dejó la pluma. Se dijo (sin demasiada fe) que suele estar muy cerca lo que buscamos, guardó el manuscrito del Tahafut y se dirigió al anaquel donde se alineaban, copiados por calígrafos persas, los muchos volúmenes del Mohkam del ciego Abensida. Era irrisorio imaginar que no los había consultado, pero lo tentó el ocioso placer de volver sus páginas. De esa estudiosa distracción lo distrajo una suerte de melodía. Miró por el balcón enrejado; abajo, en el estrecho patio de tierra, jugaban unos chicos semidesnudos. Uno, de pie en los hombros de otro, hacía notoriamente de almuédano; bien cerrados los ojos, salmodiabaNo hay otro dios que el Dios. El que lo sostenía, inmóvil, hacía de alminar; otro, abyecto en el polvo y arrodillado, de congregación de los fieles. El juego duró poco; todos querían ser el almuédano, nadie la congregación o la torre. Averroes los oyó disputar en dialecto grosero, vale decir en el incipiente español de la plebe musulmana de la Península. Abrió el Quitah ul ain de Jalil y pensó con orgullo que en toda Córdoba (acaso en todo Al-Andalus) no había otra copia de la obra perfecta que esta que el emir Yacub Almansur le había remitido de Tánger. El nombre de ese puerto le recordó que el viajero Abulcásim Al-Asharí, que había regresado de Marruecos, cenaría con él esa noche en casa del alcoranista Farach. Abulcásim decía haber alcanzado los reinos del imperio de Sin (de la China); sus detractores, con esa lógica peculiar que da el odio, juraban que nunca había pisado la China y que en los templos de ese país había blasfemado de Alá. Inevitablemente, la reunión duraría unas horas; Averroes, presuroso, retomó la escritura del Tahafut. Trabajó hasta el crepúsculo de la noche.
El diálogo, en la casa de Farach, pasó de las incomparables virtudes del gobernador a las de su hermano el emir; después, en el jardín, hablaron de rosas. Abulcásim, que no las había mirado, juró que no había rosas como las rosas que decoran los cármenes andaluces. Farach no se dejó sobornar; observó que el docto Ibn Qutaiba describe una excelente variedad de la rosa perpetua, que se da en los jardines del Indostán y cuyos pétalos, de un rojo encarnado, presentan caracteres que dicen: No hay otro dios que el Dios, Muhámmad es el Apóstol de Dios. Agregó que Abulcásim, seguramente, conocería esas rosas. Abulcásim lo miró con alarma. Si respondía que sí, todos lo juzgarían, con razón, el más disponible y casual de los impostores; si respondía que no, lo juzgarían un infiel. Optó por musitar que con el Señor están las llaves de las cosas ocultas y que no hay en la tierra una cosa verde o una cosa marchita que no esté registrada en Su Libro. Esas palabras pertenecen a una de las primeras azoras; las acogió un murmullo reverencial. Envanecido por esa victoria dialéctica, Abulcásim iba a pronunciar que el Señor es perfecto en sus obras e inescrutable. Entonces Averroes declaró, prefigurando las remotas razones de un todavía problemático Hume:
—Me cuesta menos admitir un error en el docto Ibn Qutaiba, o en los copistas, que admitir que la tierra da rosas con la profesión de la fe.
—Así es. Grandes y verdaderas palabras —dijo Abulcásim.
—Algún viajero —recordó el poeta Abdalmálik— habla de un árbol cuyo fruto son verdes pájaros. Menos me duele creer en él que en rosas con letras.
—El color de los pájaros —dijo Averroes— parece facilitar el portento. Además, los frutos y los pájaros pertenecen al mundo natural, pero la escritura es un arte. Pasar de hojas a pájaros es más fácil que de rosas a letras.
Otro huésped negó con indignación que la escritura fuese un arte, ya que el original del Qurán —la madre del Libro— es anterior a la Creación y se guarda en el cielo. Otro habló de Cháhiz de Basra, que dijo que el Qurán es una sustancia que puede tomar la forma de un hombre o la de un animal, opinión que parece convenir con la de quienes le atribuyen dos caras. Farach expuso largamente la doctrina ortodoxa. El Qurán (dijo) es uno de los atributos de Dios, como Su piedad; se copia en un libro, se pronuncia con la lengua, se recuerda en el corazón, y el idioma y los signos y la escritura son obra de los hombres, pero el Qurán es irrevocable y eterno. Averroes, que había comentado la República, pudo haber dicho que la madre del Libro es algo así como su modelo platónico, pero notó que la teología era un tema del todo inaccesible a Abulcásim.
Otros, que también lo advirtieron, instaron a Abulcásim a referir alguna maravilla. Entonces como ahora, el mundo era atroz; los audaces podían recorrerlo, pero también los miserables, los que se allanaban a todo. La memoria de Abulcásim era un espejo de íntimas cobardías. ¿Qué podía referir? Además, le exigían maravillas y la maravilla es acaso incomunicable: la luna de Bengala no es igual a la luna del Yemen, pero se deja describir con las mismas voces. Abulcásim vaciló; luego, habló:
—Quien recorre los climas y las ciudades —proclamó con unción— ve muchas cosas que son dignas de crédito. Ésta, digamos, que sólo he referido una vez, al rey de los turcos. Ocurrió en Sin Kalán (Cantón), donde el río del Agua de la Vida se derrama en el mar.
Farach preguntó si la ciudad quedaba a muchas leguas de la muralla que Iskandar Zul Qarnain (Alejandro Bicorne de Macedonia) levantó para detener a Gog y a Magog.
—Desiertos la separan —dijo Abulcásim, con involuntaria soberbia—. Cuarenta días tardaría una cáfila (caravana) en divisar sus torres y dicen que otros tantos en alcanzarlas. En Sin Kalán no sé de ningún hombre que la haya visto o que haya visto a quien la vio.
El temor de lo crasamente infinito, del mero espacio, de la mera materia, tocó por un instante a Averroes. Miró el simétrico jardín; se supo envejecido, inútil, irreal. Decía Abulcásim:
—Una tarde, los mercaderes musulmanes de Sin Kalán me condujeron a una casa de madera pintada, en la que vivían muchas personas. No se puede contar cómo era esa casa, que más bien era un solo cuarto, con filas de alacenas o de balcones, unas encima de otras. En esas cavidades había gente que comía y bebía; y asimismo en el suelo, y asimismo en una terraza. Las personas de esa terraza tocaban el tambor y el laúd, salvo unas quince o veinte (con máscaras de color carmesí) que rezaban, cantaban y dialogaban. Padecían prisiones, y nadie veía la cárcel; cabalgaban, pero no se percibía el caballo; combatían, pero las espadas eran de caña; morían y después estaban de pie.
—Los actos de los locos —dijo Farach— exceden las previsiones del hombre cuerdo.
—No estaban locos —tuvo que explicar Abulcásim—. Estaban figurando, me dijo un mercader, una historia.
Nadie comprendió, nadie pareció querer comprender. Abulcásim, confuso, pasó de la escuchada narración a las desairadas razones. Dijo, ayudándose con las manos:
—Imaginemos que alguien muestra una historia en vez de referirla. Sea esa historia la de los durmientes de Éfeso. Los vemos retirarse a la caverna, los vemos orar y dormir, los vemos dormir con los ojos abiertos, los vemos crecer mientras duermen, los vemos despertar a la vuelta de trescientos nueve años, los vemos entregar al vendedor una antigua moneda, los vemos despertar en el paraíso, los vemos despertar con el perro. Algo así nos mostraron aquella tarde las personas de la terraza.
—¿Hablaban esas personas? —interrogó Farach.
—Por supuesto que hablaban —dijo Abulcásim, convertido en apologista de una función que apenas recordaba y que lo había fastidiado bastante—. ¡Hablaban y cantaban y peroraban!
—En tal caso —dijo Farach— no se requerían veinte personas. Un solo hablista puede referir cualquier cosa, por compleja que sea.
Todos aprobaron ese dictamen. Se encarecieron las virtudes del árabe, que es el idioma que usa Dios para dirigir a los ángeles; luego, de la poesía de los árabes. Abdalmálik, después de ponderarla debidamente, motejó de anticuados a los poetas que en Damasco o en Córdoba se aferraban a imágenes pastoriles y a un vocabulario beduino. Dijo que era absurdo que un hombre ante cuyos ojos se dilataba el Guadalquivir celebrara el agua de un pozo. Urgió la conveniencia de renovar las antiguas metáforas; dijo que cuando Zuhair comparó al destino con un camello ciego, esa figura pudo suspender a la gente, pero que cinco siglos de admiración la habían gastado. Todos aprobaron ese dictamen, que ya habían escuchado muchas veces, de muchas bocas. Averroes callaba. Al fin habló, menos para los otros que para él mismo.
—Con menos elocuencia —dijo Averroes— pero con argumentos congéneres, he defendido alguna vez la proposición que mantiene Abdalmálik. En Alejandría se ha dicho que sólo es incapaz de una culpa quien ya la cometió y ya se arrepintió; para estar libre de un error, agreguemos, conviene haberlo profesado. Zuhair, en su mohalaca, dice que en el decurso de ochenta años de dolor y de gloria, ha visto muchas veces al destino atropellar de golpe a los hombres, como un camello ciego; Abdalmálik entiende que esa figura ya no puede maravillar. A ese reparo cabría contestar muchas cosas. La primera, que si el fin del poema fuera el asombro, su tiempo no se mediría por siglos, sino por días y por horas y tal vez por minutos. La segunda, que un famoso poeta es menos inventor que descubridor. Para alabar a Ibn-Sháraf de Berja, se ha repetido que sólo él pudo imaginar que las estrellas en el alba caen lentamente como las hojas de los árboles; ello, si fuera cierto, evidenciaría que la imagen es baladí. La imagen que un solo hombre puede formar es la que no toca a ninguno. Infinitas cosas hay en la tierra; cualquiera puede equipararse a cualquiera. Equiparar estrellas con hojas no es menos arbitrario que equipararlas con peces o con pájaros. En cambio, nadie no sintió alguna vez que el destino es fuerte y es torpe, que es inocente y es también inhumano. Para esa convicción, que puede ser pasajera o continua, pero que nadie elude, fue escrito el verso de Zuhair. No se dirá mejor lo que allí se dijo. Además (y esto es acaso lo esencial de mis reflexiones), el tiempo, que despoja los alcázares, enriquece los versos. El de Zuhair, cuando éste lo compuso en Arabia, sirvió para confrontar dos imágenes, la del viejo camello y la del destino; repetido ahora, sirve para memoria de Zuhair y para confundir nuestros pesares con los de aquel árabe muerto. Dos términos tenía la figura y hoy tiene cuatro. El tiempo agranda el ámbito de los versos y sé de algunos que a la par de la música, son todo para todos los hombres. Así, atormentado hace años en Marrakesh por memorias de Córdoba, me complacía en repetir el apostrofe que Abdurrahmán dirigió en los jardines de Ruzafa a una palma africana:
Tú también eres, ¡oh palma!
En este suelo extranjera…
»Singular beneficio de la poesía; palabras redactadas por un rey que anhelaba el Oriente me sirvieron a mí, desterrado en África, para mi nostalgia de España.
Averroes, después, habló de los primeros poetas, de aquellos que en el Tiempo de la Ignorancia, antes del Islam, ya dijeron todas las cosas, en el infinito lenguaje de los desiertos. Alarmado, no sin razón, por las fruslerías de Ibn-Sháraf, dijo que en los antiguos y en el Qurán estaba cifrada toda poesía y condenó por analfabeta y por vana la ambición de innovar. Los demás lo escucharon con placer, porque vindicaba lo antiguo.
Los muecines llamaban a la oración de la primera luz cuando Averroes volvió a entrar en la biblioteca. (En el harén, las esclavas de pelo negro habían torturado a una esclava de pelo rojo, pero él no lo sabría sino a la tarde). Algo le había revelado el sentido de las dos palabras oscuras. Con firme y cuidadosa caligrafía agregó estas líneas al manuscrito: Aristú (Aristóteles) denomina tragedia a los panegíricos y comedias a las sátiras y anatemas. Admirables tragedias y comedias abundan en las páginas del Corán y en las mohalacas del santuario.
Sintió sueño, sintió un poco de frío. Desceñido el turbante, se miró en un espejo de metal. No sé lo que vieron sus ojos, porque ningún historiador ha descrito las formas de su cara. Sé que desapareció bruscamente, como si lo fulminara un fuego sin luz, y que con él desaparecieron la casa y el invisible surtidor y los libros y los manuscritos y las palomas y las muchas esclavas de pelo negro y la trémula esclava de pelo rojo y Farach y Abulcásim y los rosales y tal vez el Guadalquivir.
En la historia anterior quise narrar el proceso de una derrota. Pensé, primero, en aquel arzobispo de Canterbury que se propuso demostrar que hay un Dios; luego, en los alquimistas que buscaron la piedra filosofal; luego, en los vanos trisectores del ángulo y rectificadores del círculo. Reflexioné, después, que más poético es el caso de un hombre que se propone un fin que no está vedado a los otros, pero sí a él. Recordé a Averroes, que encerrado en el ámbito del islam, nunca pudo saber el significado de las voces tragedia y comedia. Referí el caso; a medida que adelantaba, sentí lo que hubo de sentir aquel dios mencionado por Burton que se propuso crear un toro y creó un búfalo. Sentí que la obra se burlaba de mí. Sentí que Averroes, queriendo imaginar lo que es un drama sin haber sospechado lo que es un teatro, no era más absurdo que yo, queriendo imaginar a Averroes, sin otro material que unos adarmes de Renan, de Lane y de Asín Palacios. Sentí, en la última página, que mi narración era un símbolo del hombre que yo fui, mientras la escribía y que, para redactar esa narración, yo tuve que ser aquel hombre y que, para ser aquel hombre, yo tuve que redactar esa narración, y así hasta lo infinito. (En el instante en que yo dejo de creer en él, «Averroes» desaparece).



En El Aleph (1949)
Publicado por primera vez en Sur Nro 152, junio 1947 
Foto: Pepe Fernández (Aeropuerto de Orly, 1978)

13/10/14

Jorge Luis Borges: El sueño de Lewis Carroll





Gustav Spiller escribió que los sueños corresponden al plano más bajo de nuestra actividad mental. No comparto ese concepto que, a mi parecer, tiende a subestimar al arte. Todas las artes son acaso una forma de sueño. Ist es mei Leben getraümt oder ist es wahr? ¿He soñado mi vida o fue verdadera?, se pregunta espléndidamente el poeta austriaco Walter von der Vegelweide. La literatura inglesa y los sueños guardan una antigua relación. Beda el Venerable refiere que Caedmon, el primer poeta de Inglaterra, compuso su primer poema en un sueño. Stevenson confiesa que soñó la transformación de Jekyill en Hyde y la escena central de Olalla. Un triple sueño de palabras, de arquitectura y de música dictó a Coleridge el admirable fragmento de Kubla Khan. Los casos del sueño como tema son innumerables en la historia de la literatura. Pero sin duda los más ilustres se hallan en los libros que nos ha dejado Lewis Carroll. Alicia sueña con el rey Rojo, que está soñándola, y alguien le advierte que si el rey se despierta ella se apagará como una vela, porque no es más que un sueño del rey que ella está soñando. Los dos sueños de Alicia bordean la pesadilla. Las ilustraciones de Tenniel (que ahora son inherentes a la obra y que a Carroll no le gustaban) continuamente acentúan la sugerida amenaza. A primera vista, las aventuras de Alicia parecen irresponsables o casi arbitrarias; luego comprobamos que encierran el secreto rigor del ajedrez y de la baraja, que asimismo son aventuras de la imaginación. Carroll, según se sabe, fue profesor de matemáticas en la universidad de Oxford; las paradojas logico-matemáticas que la obra nos propone no impide que ésta sea una magia para los niños.

En el trasfondo de los sueños de Lewis Carroll acecha una resignada y sonriente melancolía; la soledad de Alicia entre sus monstruos refleja acaso la del célibe que tejió la inolvidable fábula. La soledad de un hombre que no se atrevió nunca al amor y que no tuvo otros amigos que algunas niñas que el tiempo fue robándole, ni otro placer que la fotografía, menospreciada entonces. Queda otra zona, que mi incapacidad no entrevé y que algunos entendidos desdeñan: la de los pillow problems que urdió para poblar las noches del insomnio y para alejar (él mismo lo confiesa) los malos pensamientos que lo acosaban. El triste Caballero Blanco, artífice de cosas inservibles, es un autorretrato deliberado y una proyección, tal vez involuntaria, de aquel provinciano que trató de ser Don Quijote. Un Quijote o Quijano que nunca sabe si es un pobre sujeto que sueña ser un paladín cercado de hechiceros o un paladín cercado de hechiceros que sueña ser un pobre sujeto. Recuerdo ahora que Martin Gardner, a propósito de estos sueños recíprocos, nos habla de cierta obesa que pinta a una pintora flaca, que pinta a una pintora obesa que pinta a una pintora flaca, y así hasta lo infinito.

De todos los episodios de Alicia, el más inolvidable es el adiós del Caballero Blanco. Quizá el Caballero está conmovido, porque no ignora que él también es un sueño de Alicia, como Alicia fue un sueño del rey Rojo, que está a punto de esfumarse. El Caballero es el propio Carroll que se despide de los queridos sueños que poblaron su soledad.

Quien escribe para los niños corre peligro de quedar contaminado de puerilidad; el autor se confunde con los oyentes. Tal es el caso de Jean de La Fontaine, de Robert Louis Stevenson y de Rudyard Kipling. Se olvida que Stevenson escribió A child's garden or verses, pero también The master of Ballantrae; se olvida que Kipling nos ha dejado las Just so stories y los relatos más complejos y trágicos de nuestro siglo. En lo que a Carroll se refiere creo que los admirables libros de Alicia pueden ser leídos y releídos, según la locución hoy habitual, en muy diversos planos.

Esos sueños forman parte de nuestra felicidad; ojalá compartan esa felicidad quienes, más allá de los años y la repetida vigilia, siguen, como yo, volviendo sus páginas.


En El País 9 de febrero de 1986
Foto: Borges en Selinunte Sicilia © Ferdinando Scianna/Magnum Photos

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