22/7/14

Jorge Luis Borges: La flor de Coleridge





  Hacia 1938, Paul Valéry escribió: «La Historia de la literatura no debería ser la historia de los autores y de los accidentes de su carrera o de la carrera de sus obras sino la Historia del Espíritu como productor o consumidor de literatura. Esa historia podría llevarse a término sin mencionar un solo escritor.» No era la primera vez que el Espíritu formulaba esa observación; en 1844, en el pueblo de Concord, otro de sus amanuenses había anotado: «Diríase que una sola persona ha redactado cuantos libros hay en el mundo; tal unidad central hay en ellos que es innegable que son obra de un solo caballero omnisciente» (Emerson: Essays, 2, VIII). Veinte años antes, Shelley dictaminó que todos los poemas del pasado, del presente y del porvenir, son episodios o fragmentos de un solo poema infinito, erigido por todos los poetas del orbe (A Defence of Poetry, 1821).

  Esas consideraciones (implícitas, desde luego, en el panteísmo) permitirían un inacabable debate; yo, ahora, las invoco para ejecutar un modesto propósito: la historia de la evolución de una idea, a través de los textos heterogéneos de tres autores. El primer texto es una nota de Coleridge; ignoro si éste la escribió a fines del siglo XVIII, o a principios del XIX. Dice, literalmente: «Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces, qué?».

  No sé que opinará mi lector de esa imaginación; yo la juzgo perfecta. Usarla como base de otras invenciones felices, parece previamente imposible; tiene la integridad y la unidad de un terminus ad quem, de una meta. Claro está que lo es; en el orden de la literatura, como en los otros, no hay acto que no sea coronación de una infinita serie de causas y manantial de una infinita serie de efectos. Detrás de la invención de Coleridge está la general y antigua invención de las generaciones de amantes que pidieron como prenda una flor.

  El segundo texto que alegaré es una novela que Wells bosquejó en 1887 y reescribió siete años después, en el verano de 1894. La primera versión se tituló The Chronic Argonauts (en este título abolido, chronic tiene el valor etimológico de temporal); la definitiva, The Time Machine. Wells, en esa novela, continúa y reforma una antiquísima tradición literaria: la previsión de hechos futuros. Isaías ve la desolación de Babilonia y la restauración de Israel; Eneas, el destino militar de su posteridad, los romanos; la profetisa de la Edda Saemundi, la vuelta de los dioses que, después de la cíclica batalla en que nuestra tierra perecerá, descubrirán, tiradas en el pasto de una nueva pradera, las piezas de ajedrez con que antes jugaron… El protagonista de Wells, a diferencia de tales espectadores proféticos, viaja físicamente al porvenir. Vuelve rendido, polvoriento y maltrecho; vuelve de una remota humanidad que se ha bifurcado en especies que se odian (los ociosos eloi, que habitan en palacios dilapidados y en ruinosos jardines; los subterráneos y nictálopes morlocks, que se alimentan de los primeros); vuelve con las sienes encanecidas y trae del porvenir una flor marchita. Tal es la segunda versión de la imagen de Coleridge. Más increíble que una flor celestial o que la flor de un sueño es la flor futura, la contradictoria flor cuyos átomos ahora ocupan otros lugares y no se combinaron aún.

  La tercera versión que comentaré, la más trabajada, es invención de un escritor harto más complejo que Wells, si bien menos dotado de esas agradables virtudes que es usual llamar clásicas. Me refiero al autor de La humillación de los Northmore, el triste y laberíntico Henry James. Este, al morir, dejó inconclusa una novela de carácter fantástico, The Sense of the Past, que es una variación o elaboración de The Time Machine. El protagonista de Wells viaja al porvenir en un inconcebible vehículo que progresa o retrocede en el tiempo como los otros vehículos en el espacio; el de James regresa al pasado, al siglo XVIII, a fuerza de compenetrarse con esa época. (Los dos procedimientos son imposibles, pero es menos arbitrario el de James.) En The Sense of the Past, el nexo entre lo real y lo imaginativo (entre la actualidad y el pasado) no es una flor, como en las anteriores ficciones; es un retrato que data del siglo XVIII y que misteriosamente representa al protagonista. Este, fascinado por esa tela, consigue trasladarse a la fecha en que la ejecutaron. Entre las personas que encuentra, figura, necesariamente, el pintor; éste lo pinta con temor y con aversión, pues intuye algo desacostumbrado y anómalo en esas facciones futuras… James, crea, así, un incomparable regressus in infinitum, ya que su héroe, Ralph Pendrel, se traslada al siglo XVIII. La causa es posterior al efecto, el motivo del viaje es una de las consecuencias del viaje.

  Wells, verosímilmente, desconocía el texto de Coleridge; Henry James conocía y admiraba el texto de Wells. Claro está que si es válida la doctrina de que todos los autores son un autor, tales hechos son insignificantes. En rigor, no es indispensable ir tan lejos; el panteísta que declara que la pluralidad de los autores es ilusoria, encuentra inesperado apoyo en el clasicista, según el cual esa pluralidad importa muy poco. Para las mentes clásicas, la literatura es lo esencial, no los individuos. George Moore y James Joyce han incorporado en sus obras, páginas y sentencias ajenas; Oscar Wilde solía regalar argumentos para que otros los ejecutaran; ambas conductas, aunque superficialmente contrarias, pueden evidenciar un mismo sentido del arte. Un sentido ecuménico, impersonal… Otro testigo de la unidad profunda del Verbo, otro negador de los límites del sujeto, fue el insigne Ben Jonson, que empeñado en la tarea de formular su testamento literario y los dictámenes propicios o adversos que sus contemporáneos le merecían, se redujo a ensamblar fragmentos de Séneca, de Quintiliano, de Justo Lipsio, de Vives, de Erasmo, de Maquiavelo, de Bacon y de los dos Escalígeros.

  Una observación última. Quienes minuciosamente copian a un escritor, lo hacen impersonalmente, lo hacen porque confunden a ese escritor con la literatura, lo hacen porque sospechan que apartarse de él en un punto es apartarse de la razón y de la ortodoxia. Durante muchos años, yo creí que la casi infinita literatura estaba en un hombre. Ese hombre fue Carlyle, fue Johannes Becher, fue Whitman, fue Rafael Cansinos-Asséns, fue De Quincey.


En Otras inquisiciones, 1952
Foto de Amanda Ortega (Fundación Internacional Borges)

21/7/14

Jorge Luis Borges: La prueba







Del otro lado de la puerta un hombre
deja caer su corrupción. En vano
elevará esta noche su plegaria
a su curioso Dios que es tres, dos, uno
y se dirá que es inmortal. Ahora
oye la profecía de su muerte
y sabe que es un animal sentado.
Eres, hermano, ese hombre, agradezcamos
los vermes y el olvido.


La cifra (1981)
Foto original en color © Susan Meiselas/Magnum Photos (Buenos Aires, 1981)

20/7/14

Jorge Luis Borges: Paradiso, XXXI, 108





Diodoro Sículo refiere la historia de un dios despedazado y disperso. ¿Quién, al andar por el crepúsculo o al trazar una fecha de su pasado, no sintió alguna vez que se había perdido una cosa infinita?

Los hombres han perdido una cara, una cara irrecuperable, y todos querrían ser aquel peregrino (soñado en el empíreo, bajo la Rosa) que en Roma ve el sudario de la Verónica y murmura con fe: «Jesucristo, Dios mío, Dios verdadero ¿así era, pues, tu cara?»

Una cara de piedra hay en un camino y una inscripción que dice: El verdadero Retrato de la Santa Cara del Dios de Jaén; si realmente supiéramos cómo fue, sería nuestra la clave de las parábolas y sabríamos si el hijo del carpintero fue también el Hijo de Dios.

Pablo la vio como una luz que lo derribó; Juan, como el sol cuando resplandece en su fuerza; Teresa de Jesús, muchas veces, bañada en luz tranquila, y no pudo jamás precisar el color de los ojos.

Perdimos esos rasgos, como puede perderse un número mágico, hecho de cifras habituales; como se pierde para siempre una imagen en el calidoscopio. Podemos verlos e ignorarlos. El perfil de un judío en el subterráneo es tal vez el de Cristo; las manos que nos dan unas monedas en una ventanilla tal vez repiten las que unos soldados, un día, clavaron en la cruz.

Tal vez un rasgo de la cara crucificada acecha en cada espejo; tal vez la cara se murió, se borró, para que Dios sea todos.

Quién sabe si esta noche no la veremos en los laberintos del sueño y no lo sabremos mañana.



En El hacedor (1960)
Foto: Borges en Paris 1977 © Guy Le Querrec-Magnum Photos

19/7/14

Jorge Luis Borges: Oda compuesta en 1960





El claro azar o las secretas leyes
que rigen este sueño, mi destino,
quieren, oh necesaria y dulce patria
que no sin gloria y sin oprobio abarcas
ciento cincuenta laboriosos años,
que yo, la gota, hable contigo, el río,
que yo, el instante, hable contigo, el tiempo,
y que el íntimo diálogo recurra,
como es de uso, a los ritos y a la sombra
que aman los dioses y al pudor del verso.

Patria, yo te he sentido en los ruinosos
ocasos de los vastos arrabales
y en esa flor de cardo que el pampero
trae al zaguán y en la paciente lluvia
y en las lentas costumbres de los astros
y en la mano que templa una guitarra
y en la gravitación de la llanura
que desde lejos nuestra sangre siente
como el britano el mar y en los piadosos
símbolos y jarrones de una bóveda
y en el rendido amor de los jazmines
y en la plata de un marco y en el suave
roce de la caoba silenciosa
y en sabores de carnes y de frutas
y en la bandera casi azul y blanca
de un cuartel y en historias desganadas
de cuchillo y de esquina y en las tardes
iguales que se apagan y nos dejan
y en la vaga memoria complacida
de patios con esclavos que llevaban
el nombre de sus amos y en las pobres
hojas de aquellos libros para ciegos
que el fuego dispersó y en la caída
de las épicas lluvias de setiembre
que nadie olvidará, pero estas cosas
son apenas tus modos y tus símbolos.

Eres más que tu largo territorio
y que los días de tu largo tiempo,
eres más que la suma inconcebible
de tus generaciones. No sabemos
cómo eres para Dios en el viviente
seno de los eternos arquetipos,
pero por ese rostro vislumbrado
vivimos y morimos y anhelamos,
oh inseparable y misteriosa patria.


El hacedor (1960)
Foto: Borges en Paris 1977 © Guy Le Querrec-Magnum Photos

18/7/14

Jorge Luis Borges: Los ecos





Ultrajada la carne por la espada
de Hamlet muere un rey en Dinamarca
en su alcázar de piedra, que domina
el mar de sus piratas. La memoria
y el olvido entretejen una fábula
de otro rey muerto y de su sombra. Saxo
Gramático recoge esa ceniza
en su Gesta Danorum. Unos siglos
y el rey vuelve a morir en Dinamarca
y al mismo tiempo, por curiosa magia,
en un tinglado de los arrabales
de Londres. Lo ha soñado William Shakespeare.
Eterna como el acto de la carne
o como los cristales de la aurora
o como las figuras de la luna
es la muerte del rey. La soñó Shakespeare
y seguirán soñándola los hombres
y es uno de los hábitos del tiempo
y un rito que ejecutan en la hora
predestinada unas eternas formas.


En La moneda de hierro, 1976
Imagen: Annemarie Heinrich

17/7/14

Jorge Luis Borges: The Unending Rose





a Susana Bombal

A los quinientos años de la Hégira
Persia miró desde sus alminares
la invasión de las lanzas del desierto
y Attar de Nishapur miró una rosa
y le dijo con tácita palabra
como el que piensa, no como el que reza:
-Tu vaga esfera está en mi mano. El tiempo
nos encorva a los dos y nos ignora
en esta tarde de un jardín perdido.
Tu leve peso es húmedo en el aire.
La incesante pleamar de tu fragancia
sube a mi vieja cara que declina
pero te sé más lejos que aquel niño
que te entrevió en las láminas de un sueño
o aquí en este jardín, una mañana.
La blancura del sol puede ser tuya
o el oro de la luna o la bermeja
firmeza de la espada en la victoria.
Soy ciego y nada sé, pero preveo
que son más los caminos. Cada cosa
es infinitas cosas. Eres música,
firmamentos, palacios, ríos, ángeles,
rosa profunda, ilimitada, íntima,
que el Señor mostrará a mis ojos muertos


En La rosa profunda, 1975
Imagen: Sara Facio

16/7/14

Jorge Luis Borges: El condenado





Una de las dos calles que se cruzan puede ser Andes o San Juan o Bermejo; lo mismo da. En el inmóvil atardecer Ezequiel Tabares espera. Desde la esquina puede vigilar sin que nadie lo note, el portón abierto del conventillo, que queda a media cuadra. No se impacienta, pero a veces cambia de acera y entra en el solitario almacén, donde el mismo dependiente le sirve la misma ginebra, que no le quema la garganta y por la que deja unos cobres. Después, vuelve a su puesto. Sabe que el Chengo no tardará mucho en salir, el Chengo que le quitó la Matilde. Con la mano derecha roza el bultito del puñal que carga en la sisa, bajo el saco cruzado. Hace tiempo que no se acuerda de la mujer; sólo piensa en el otro. Siente la modesta presencia de las manzanas bajas: las ventanas de reja, las azoteas, los patios de baldosa o de tierra. El hombre sigue viendo esas cosas. Sin que lo sepa, Buenos Aires ha crecido a su alrededor como una planta que hace ruido. No ve —le está vedado ver— las casas nuevas y los grandes ómnibus torpes. La gente lo atraviesa y él no lo sabe. Tampoco sabe que padece castigo. El odio lo colma.

Hoy trece de junio de mil novecientos setenta y siete, los dedos de la mano derecha del compadrito muerto Ezequiel Tabares, condenado a ciertos minutos de mil ochocientos noventa, rozan en un eterno atardecer un puñal imposible.


En Historia de la noche, 1977
Imagen: Bernardo Pérez

15/7/14

Jorge Luis Borges: El último viaje de Ulises





Mi propósito es reconsiderar, a la luz de otros pasajes de la Comedia, el enigmático relato que Dante pone en boca de Ulises (Infierno, XXVI, 90-142). En el ruinoso fondo de aquel círculo que sirve para castigo de los falsarios, Ulises y Diomedes arden sin fin, en una misma llama bicorne. Instado por Virgilio a referir de qué modo halló la muerte, Ulises narra que después de separarse de Circe, que lo retuvo más de un año en Gaeta, ni la dulzura del hijo, ni la piedad que le inspiraba Laertes, ni el amor de Penélope, vencieron en su pecho el ardor de conocer el mundo y los defectos y virtudes humanos. Con la última nave y con los pocos fieles que aún le quedaban, se lanzó al mar abierto; ya viejos, arribaron a la garganta donde Hércules fijó sus columnas. En ese término que un dios marcó a la ambición o al arrojo, instó a sus camaradas a conocer, ya que tan poco les restaba de vida, el mundo sin gente, los no usados mares antípodas. Les recordó su origen, les recordó que no habían nacido para vivir como los brutos, sino para buscar la virtud y el conocimiento. Navegaron al ocaso y después al Sur, y vieron todas las estrellas que abarca el hemisferio austral. Cinco meses hendieron el océano, y un día divisaron una montaña, parda, en el horizonte. Les pareció más alta que ninguna otra, y se regocijaron sus ánimos. Esa alegría no tardó en trocarse en dolor, porque se levantó una tormenta que hizo girar tres veces la nave, y a la cuarta la hundió, como plugo a Otro, y se cerró sobre ellos el mar.

Tal es el relato de Ulises. Muchos comentadores —desde el Anónimo Florentino a Raffaele Andreoli— lo estiman una digresión del autor. Juzgan que Ulises y Diomedes, falsarios, padecen en el foso de los falsarios («e dentro dalla lor fiamma si geme / l’agguato del caval...»)[76] y que el viaje de aquél no es otra cosa que un adorno episódico. Tommaseo, en cambio, cita un pasaje de la Civitas Dei, y pudo citar otro de Clemente de Alejandría, que niega que los hombres puedan llegar a la parte inferior de la tierra; Casini y Pietrobono, después, tachan de sacrílego el viaje. En efecto, la montaña entrevista por el griego antes que lo sepultara el abismo es la santa montaña del Purgatorio, prohibida a los mortales (Purgatorio, I, 130,132). Acertadamente observa Hugo Friedrich: "El viaje acaba en una catástrofe, que no es mero destino de hombre de mar sino la palabra de Dios" (Odysseus in der Hölle, Berlín, 1942).

Ulises, al referir su empresa, la califica de insensata (folle); en el canto XXVII del Paraíso hay una referencia al varco folle d’Ulisse, a la insensata o temeraria travesía de Ulises. El adjetivo es el aplicado por Dante, en la selva oscura, a la tremenda invitación de Virgilio («temo che la venutta non sia folle»)[77] su repetición es deliberada. Cuando Dante pisa la playa que Ulises, antes de morir entrevió, dice, que nadie ha navegado esas aguas y ha podido volver; luego refiere que Virgilio lo ciñó con un junco, com’Altrui piacque[78]: son las mismas palabras que dijo Ulises al declarar su trágico fin. Carlo Steiner escribe: «¿No habrá pensado Dante en Ulises, que naufragó a la vista de esa playa? Claro que sí. Pero Ulises quiso alcanzaba, fiado en sus propias fuerzas, desafiando los límites decretados a lo que puede el hombre, Dante, nuevo Ulises, la pisará como un vencedor, ceñido de humildad, y no lo guiará la soberbia sino la razón, iluminada por la gracia.» Itera esa opinión August Rüegg (Jenseitsvorstellungen vor Dante, II, 114): «Dante es un aventurero que, como Ulises, pisa no pisados caminos, recorre mundos que no ha divisado hombre alguno y pretende las metas más difíciles y remotas, pero ahí acaba el parangón, Ulises acomete a su cuenta y riesgo aventuras prohibidas; Dante se deja conducir por fuerzas más altas.»

Justifican la distinción anterior dos famosos lugares de la Comedia. Uno, aquel en que Dante se juzga indigno de visitar los tres ultramundos («io non Enea, io non Paolo sono»)[79], y Virgilio declara la misión que le ha encomendado Beatriz; otro, aquel en que Cacciaguida (Paraíso, XVII, 100-142) aconseja la publicación del poema. Ante esos testimonios resulta inepto equiparar la peregrinación de Dante, que lleva a la visión beatífica y al mejor libro que han escrito los hombres con la sacrílega aventura de Ulises, que desemboca en el Infierno. Esta acción parece el reverso de aquélla.

Tal argumento, sin embargo, importa un error. La acción de Ulises es indudablemente el viaje de Ulises, porque Ulises no es otra cosa que el sujeto de quien se predica esa acción, pero la acción o empresa de Dante no es el viaje de Dante, sino la ejecución de su libro. El hecho es obvio, pero se propende a olvidarlo, porque la Comedia está redactada en primera persona, y el hombre que murió ha sido oscurecido por el protagonista inmortal. Dante era teólogo; muchas veces la escritura de la Comedia le habrá parecido no menos ardua, quizá no menos arriesgada y fatal, que el último viaje de Ulises. Había osado fraguar los arcanos que la pluma del Espíritu Santo apenas indica; el propósito bien podía entrañar una culpa, había osado equiparar a Beatriz Portinari con la Virgen y con Jesús[80]. Había osado anticipar los dictámenes del inescrutable Juicio Final que los bienaventurados ignoran; había juzgado y condenado las almas de papas simoníacos y había salvado la del averroísta Siger, que enseñó el tiempo circular[81]. ¡Qué afanes laboriosos para la gloria, que es una cosa efímera!

«Non è il mondan romore altro ch’un fiato
di vento, ch’or vien quinci e or vien quindi,
e muta nome perchè muta lato»[82].

Verosímiles rastros de esa discordia perduran en el texto. Carlo Steiner ha reconocido uno de ellos en aquel diálogo en que Virgilio vence los temores de Dante y lo induce a emprender su inaudito viaje. Escribe Steiner: «El debate que, por una ficción ocurre con Virgilio, de veras ocurrió en la mente de Dante, cuando éste no había aún decidido la composición del poema. Le corresponde aquel otro debate del canto XVII del Paraíso, que mira a su publicación, Compuesta la obra, ¿podría publicarla y desafiar la ira de sus enemigos? En los dos casos triunfó la conciencia de su valor y del alto fin que se había propuesto» (Comedia, 15). Dante, pues, habría simbolizado en tales pasajes un conflicto mental; yo sugiero que también lo simbolizó, acaso sin quererlo y sin sospecharlo, en la trágica fábula de Ulises, y que a esa carga emocional ésta debe su tremenda virtud. Dante fue Ulises y de algún modo pudo temer el castigo de Ulises.

Una observación última. Devotas del mar y de Dante, las dos literaturas de idioma inglés han recibido algún influjo del Ulises dantesco. Eliot (y antes Andrew Lang y antes Longfellow) ha insinuado que de ese arquetipo glorioso procede el admirable Ulysses de Tennyson. No se ha indicado aún, que yo sepa, una afinidad más profunda: la del Ulises infernal con otro capitán desdichado: Ahab de Moby Dick. Éste, como aquél, labra su propia perdición a fuerza de vigilias y de coraje; el argumento general es el mismo, el remate es idéntico, las últimas palabras son casi iguales. Schopenhauer ha escrito que en nuestras vidas nada es involuntario; ambas ficciones, a la luz de ese prodigioso dictamen, son el proceso de un oculto e intrincado suicidio.

Posdata de 1981: Se ha dicho que el Ulises de Dante prefigura a los famosos exploradores que arribarían, siglos después, a las costas de América y de la India. Siglos antes de la escritura de la Comedia, ese tipo humano ya se había dado. Erico el Rojo descubrió la isla de Groenlandia hacia el año 985; su hijo Leif, a principios del siglo XI, desembarcó en el Canadá. Dante no pudo saber esas cosas. Lo escandinavo tiende a ser secreto, a ser como si fuera un sueño.


Notas

[76] «y dentro de su llama allí se llora / la trampa del caballo…». (Inf., XXVI, 58-59).
[77] «temo que sea una idea insensata» (Inf., II, 35).
[78] «como el otro [¿Catón, Dios?] quiso» (Purg., I, 133).
[79] «Yo no soy Eneas, yo no soy Pablo» (Inf., II, 32).
[80] Cf. Giovanni Papini, Dante vivo, III, 34. << [81] Cf. Maurice de Wulf, Histoire de la philosophie médiévale.
[82]
«No es el rumor del mundo mas que un soplo de viento,
que ya viene de acá o ya de allá viene
y cambia nombre por cambiar de lado»
(Purg., XI, 1006-102).


En Nueve ensayos dantescos, 1982
Foto: Sophie Bassouls 1977 / Corbis

14/7/14

Jorge Luis Borges: La tentación





El general Quiroga va a su entierro;
lo invita el mercenario Santos Pérez
y sobre Santos Pérez está Rosas,
la recóndita araña de Palermo.
Rosas, a fuer de buen cobarde, sabe
que no hay entre los hombres uno solo
más vulnerable y frágil que el valiente.
Juan Facundo Quiroga es temerario
hasta la insensatez. El hecho puede
merecer el examen de su odio.
Ha resuelto matarlo. Piensa y duda.
Al fin da con el arma que buscaba.
Será la sed y el hambre del peligro.
Quiroga parte al Norte. El mismo Rosas
le advierte, casi al pie de la galera,
que circulan rumores de que López
premedita su muerte. Le aconseja
no acometer la osada travesía
sin una escolta. Él mismo se la ofrece.
Facundo ha sonreído. No precisa
laderos. Él se basta. La crujiente
galera deja atrás las poblaciones.
Leguas de larga lluvia la entorpecen,
neblina y lodo y las crecidas aguas.
Al fin avistan Córdoba. Los miran
como si fueran sus fantasmas. Todos
los daban ya por muertos. Antenoche
Córdoba entera ha visto a Santos Pérez
distribuir las espadas. La partida
es de treinta jinetes de la sierra.
Nunca se ha urdido un crimen de manera
más descarada, escribirá Sarmiento.
Juan Facundo Quiroga no se inmuta.
Sigue al Norte. En Santiago del Estero
se da a los naipes y a su hermoso riesgo.
Entre el ocaso y la alborada pierde
o gana centenares de onzas de oro.
Arrecian las alarmas. Bruscamente
resuelve regresar y da la orden.
Por esos descampados y esos montes
retoman los caminos del peligro.
En un sitio llamado el Ojo de Agua
el maestro de posta le revela
que por ahí ha pasado la partida
que tiene por misión asesinarlo
y que lo espera en un lugar que nombra.
Nadie debe escapar. Tal es la orden.
Así lo ha declarado Santos Pérez,
el capitán. Facundo no se arredra.
No ha nacido aún el hombre que se atreva
a matar a Quiroga, le responde.
Los otros palidecen y se callan.
Sobreviene la noche, en la que sólo
duerme el fatal, el fuerte, que confía
en sus oscuros dioses. Amanece.
No volverán a ver otra mañana.
¿A qué concluir la historia que ya ha sido
contada para siempre? La galera
toma el camino de Barranca Yaco.


En El oro de los tigres (1972)
Foto: Borges en Selinunte, Sicilia 1984 © Ferdinando Scianna / Magnum Photos



12/7/14

Jorge Luis Borges: Hengist quiere hombres (449 A.D.)






Hengist quiere hombres.
Acudirán de los confines de arena que se pierden en largos mares, de chozas llenas de humo, de tierras pobres, de hondos bosques, de lobos, en cuyo centro indefinido está el Mal.
Los labradores dejarán el arado y los pescadores las redes.
Dejarán sus mujeres y sus hijos, porque el hombre sabe que en cualquier lugar de la noche puede hallarlas y hacerlos.
Hengist el mercenario quiere hombres.
Los quiere para debelar una isla que todavía no se llama Inglaterra.
Lo seguirán sumisos y crueles.
Saben que siempre fue el primero en la batalla de hombres.
Saben que una vez olvidó su deber de venganza y que le dieron una espada desnuda y que la espada hizo su obra.
Atravesarán a remo los mares, sin brújula y sin mástil.
Traerán espadas y broqueles, yelmos con la forma del jabalí, conjuros para que se multipliquen las mieses, vagas cosmogonías, fábulas de los hunos y de los godos.
Conquistarán la tierra, pero nunca entrarán en las ciudades que Roma abandonó, porque son cosas demasiado complejas para su mente bárbara.
Hengist los quiere para la victoria, para el saqueo, para la corrupción de la carne y para el olvido.
Hengist los quiere (pero no lo sabe) para la fundación del mayor imperio, para que canten Shakespeare y Whitman, para que dominen el mar las naves de Nelson, para que Adán y Eva se alejen, tomados de la mano y silenciosos, del Paraíso que han perdido.
Hengist los quiere (pero no lo sabrá) para que yo trace estas letras.


En El oro de los tigres (1972)
Foto: Borges ante la pintura La Vucciria de Renato Guttuso
por Ferdinando Scianna (Palermo, Sicilia) 1984 Magnum Photos

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