6/7/14

Jorge Luis Borges: Un libro






Apenas una cosa entre las cosas
pero también un arma. Fue forjada
en Inglaterra, en 1604,
y la cargaron con un sueño. Encierra
sonido y furia y noche y escarlata.
Mi palma la sopesa. Quién diría
brujas que son las parcas, los puñales
que ejecutan las leyes de la sombra,
el aire delicado del castillo
que te verá morir, la delicada
mano capaz de ensangrentar los mares,
la espada y el clamor de la batalla.

Ese tumulto silencioso duerme
en el ámbito de uno de los libros
del tranquilo anaquel. Duerme y espera.



En Historia de la noche, 1977
Foto: Borges receiving "La Legion d'honneur" (Paris 1983)
Fuente


5/7/14

Jorge Luis Borges: Un lector









Que otros se jacten de las páginas que han escrito;
Estoy orgulloso de los que he leído.
No habré sido filólogo,
no habré investigado las declinaciones, los modos,
la laboriosa mutación de las letras,
la que se endurece en te,
la equivalencia de la ge y la ka,
pero a lo largo de mis años he profesado
la Pasión por el idioma.
Mis noches están llenas de Virgilio;
Haber conocido y haber olvidado el latín
es una posesión, porque el olvido
es una de las formas de la memoria,
su vago basamento
es la otra cara secreta de la moneda. .
Cuando en mis ojos se borraron
las vanas apariencias queridas,
los rostros y la página,
Me entregué al estudio del lenguaje de hierro
que mis mayores solían cantar
sobre espadas y soledades,
y ahora, a través de siete siglos,
desde Última Thule,
llega a mí tu voz, Snorri Sturluson.
El joven, frente al libro, se impone una disciplina precisa
y lo hace en pos de un conocimiento preciso;
A mi edad, cada empresa es una aventura
que roza la noche.
No terminaré de descifrar las antiguas lenguas del Norte,
no hundiré mis ansiosas manos en el oro de Sigurd;
la tarea que emprendo es ilimitada
y debe acompañarme hasta el final,
no menos misteriosa que el universo
y yo, el aprendiz.


Elogio  de la sombra, 1969
Foto: Jorge Luis Borges, por Sylvia Plachy. Nueva York 1984

4/7/14

Jorge Luis Borges: El palacio





  El Palacio no es infinito.

  Los muros, los terraplenes, los jardines, los laberintos, las gradas, las terrazas, los antepechos, las puertas, las galerías, los patios circulares o rectangulares, los claustros, las encrucijadas, los aljibes, las antecámaras, las cámaras, las alcobas, las bibliotecas, los desvanes, las cárceles, las celdas sin salida y los hipogeos, no son menos cuantiosos que los granos de arena del Ganges, pero su cifra tiene un fin. Desde las azoteas, hacia el poniente, no falta quien divise las herrerías, las carpinterías, las caballerizas, los astilleros y las chozas de los esclavos.

  A nadie le está dado recorrer más que una parte infinitesimal del palacio. Alguno no conoce sino los sótanos. Podemos percibir unas caras, unas voces, unas palabras, pero lo que percibimos es ínfimo. Ínfimo y precioso a la vez. La fecha que el acero graba en la lápida y que los libros parroquiales registran es posterior a nuestra muerte; ya estamos muertos cuando nada nos toca, ni una palabra, ni un anhelo, ni una memoria. Yo sé que no estoy muerto.


En El oro de los tigres, 1972
Imagen: s/d

3/7/14

Jorge Luis Borges: El disco







  Soy leñador. El nombre no importa. La choza en que nací y en la que pronto habré de morir queda al borde del bosque. Del bosque dicen que se alarga hasta el mar que rodea toda la tierra y por el que andan casas de madera iguales a la mía. No sé; nunca lo he visto. Tampoco he visto el otro lado del bosque. Mi hermano mayor, cuando éramos chicos, me hizo jurar que entre los dos talaríamos todo el bosque hasta que no quedara un solo árbol. Mi hermano ha muerto y ahora es otra cosa la que busco y seguiré buscando. Hacia el poniente corre un riacho en el que sé pescar con la mano. En el bosque hay lobos, pero los lobos no me arredran y mi hacha nunca me fue infiel. No he llevado la cuenta de mis años. Sé que son muchos. Mis ojos ya no ven. En la aldea, a la que ya no voy porque me perdería, tengo fama de avaro, pero ¿qué puede haber juntado un leñador del bosque?

1/7/14

Jorge Luis Borges: Invocación a Joyce






Dispersos en dispersas capitales,
solitarios y muchos,
jugábamos a ser el primer Adán
que dio nombre a las cosas.
Por los vastos declives de la noche
que lindan con la aurora,
buscamos (lo recuerdo aún) las palabras
de la luna, de la muerte, de la mañana
y de los otros hábitos del hombre.
Fuimos el imagismo, el cubismo,
los conventículos y sectas
que las crédulas universidades veneran.
Inventamos la falta de puntuación,
la omisión de mayúsculas,
las estrofas en forma de paloma
de los bibliotecarios de Alejandría.
Ceniza, la labor de nuestras manos
y un fuego ardiente nuestra fe.
Tú, mientras tanto, forjabas
en las ciudades del destierro,
en aquel destierro que fue
tu aborrecido y elegido instrumento,
el arma de tu arte,
erigías tus arduos laberintos,
infinitesimales e infinitos,
admirablemente mezquinos,
más populosos que la historia.
Habremos muerto sin haber divisado
la biforme fiera o la rosa
que son el centro de tu dédalo,
pero la memoria tiene sus talismanes,
sus ecos de Virgilio,
y así en las calles de la noche perduran
tus infiernos espléndidos,
tantas cadencias y metáforas tuyas,
los oros de tu sombra.
Qué importa nuestra cobardía si hay en la tierra
un solo hombre valiente,
qué importa la tristeza si hubo en el tiempo
alguien que se dijo feliz,
qué importa mi perdida generación,
ese vago espejo,
si tus libros la justifican.
Yo soy los otros. Yo soy todos aquellos
que ha rescatado tu obstinado rigor.
Soy los que no conoces y los que salvas.



En Elogio de la sombra (1969)
Foto de M. Kodama Fundación Internacional Jorge Luis Borges

30/6/14

Jorge Luis Borges: Everything and nothing





Nadie hubo en él; detrás de su rostro (que aun a través de las malas pinturas de la época no se parece a ningún otro) y de sus palabras, que eran copiosas, fantásticas y agitadas, no había más que un poco de frío, un sueño no soñado por alguien. Al principio creyó que todas las personas eran como él, pero la extrañeza de un compañero, con el que había empezado a comentar esa vacuidad, le reveló su error y le dejó sentir para siempre, que un individuo no debe diferir de su especie. Alguna vez pensó que en los libros hallaría remedio para su mal y así aprendió el poco latín y menos griego de que hablaría un contemporáneo; después consideró que en el ejercicio de un rito elemental de la humanidad, bien podía estar lo que buscaba y se dejó iniciar por Anne Hathaway, durante una larga siesta de junio. A los veintitantos años fue a Londres. Instintivamente, ya se había adiestrado en el hábito de simular que era alguien, para que no se descubriera su condición de nadie; en Londres encontró la profesión a la que estaba predestinado, la del actor, que en un escenario, juega a ser otro, ante un concurso de personas que juegan a tomarlo por aquel otro. Las tareas histriónicas le enseñaron una felicidad singular, acaso la primera que conoció; pero aclamado el último verso y retirado de la escena el último muerto, el odiado sabor de la irrealidad recaía sobre él. Dejaba de ser Ferrex o Tamerlán y volvía a ser nadie. Acosado, dio en imaginar otros héroes y otras fábulas trágicas. Así, mientras el cuerpo cumplía su destino de cuerpo, en lupanares y tabernas de Londres, el alma que lo habitaba era César, que desoye la admonición del augur, y Julieta, que aborrece a la alondra, y Macbeth, que conversa en el páramo con las brujas que también son las parcas. Nadie fue tantos hombres como aquel hombre, que a semejanza del egipcio Proteo pudo agotar todas las apariencias del ser. A veces, dejó en algún recodo de la obra una confesión, seguro de que no la descifrarían; Ricardo afirma que en su sola persona, hace el papel de muchos, y Yago dice con curiosas palabras no soy lo que soy. La identidad fundamental de existir, soñar y representar le inspiró pasajes famosos.

Veinte años persistió en esa alucinación dirigida, pero una mañana le sobrecogieron el hastío y el horror de ser tantos reyes que mueren por la espada y tantos desdichados amantes que convergen, divergen y melodiosamente agonizan. Aquel mismo día resolvió la venta de su teatro. Antes de una semana había regresado al pueblo natal, donde recuperó los árboles y el río de la niñez y no los vinculó a aquellos otros que había celebrado su musa, ilustres de alusión mitológica y de voces latinas. Tenía que ser alguien; fue un empresario retirado que ha hecho fortuna y a quién le interesan los préstamos, los litigios y la pequeña usura. En ese carácter dictó el árido testamento que conocernos, del que deliberadamente excluyó todo rasgo patético o literario. Solían visitar su retiro amigos de Londres, y él retomaba para ellos el papel de poeta.

La historia agrega que, antes o después de morir, se supo frente a Dios y le dijo: Yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo. La voz de Dios le contestó desde un torbellino: Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estabas tú, que como yo eres muchos y nadie.


En El hacedor (1960)
Foto: Ferdinando Scianna, Palermo, Museo Arqueológico, 1984 (Magnum Photos)


29/6/14

Jorge Luis Borges: El Simurgh y el águila





Literariamente ¿qué podrá rendir la noción de un ser compuesto de otros seres, de un pájaro (digamos) hecho de pájaros[96]? El problema, así formulado, sólo parece consentir soluciones triviales, cuando no activamente desagradables. Diríase que lo agota el monstrum horrendum ingens, numeroso de plumas, ojos, lenguas y oídos, que personifican la Fama (mejor dicho, el Escándalo o el Rumor) en la cuarta Eneida, o aquel extraño rey hecho de hombres que llena el frontispicio del Leviatán, armado con la espada y el báculo. Francis Bacon (Essays, 1625) alabó la primera de esas imágenes; Chaucer y Shakespeare la imitaron; nadie, ahora, la juzgará muy superior a la de la «fiera Aqueronte» que, según consta en los cincuenta y tantos manuscritos de la Visio Tundali, guarda en la curva de su vientre a los réprobos, donde los atormentan perros, osos, leones, lobos y víboras. La noción abstracta de un ser compuesto de otros seres no parece pronosticar nada bueno; sin embargo, a ella corresponden, de increíble manera, una de las figuras más memorables de la literatura occidental y otra de la oriental. Describir esas prodigiosas ficciones es el fin de esta nota. Una fue concebida en Italia; la otra en Nishapur.

La primera está en el canto XVIII del Paraíso. Dante, en su viaje por los cielos concéntricos, advierte una mayor felicidad en los ojos de Beatriz, un mayor poderío de su belleza y comprende que han ascendido del bermejo cielo de Marte al cielo de Júpiter. En el dilatado ámbito de esa esfera donde la luz es blanca, vuelan y cantan celestiales criaturas, que sucesivamente forman las letras de la sentencia Diligite justitia y luego la cabeza de un águila no copiada por cierto de las terrenas sino directa fábrica del Espíritu. Resplandece después el águila entera; la componen millares de reyes justos; habla, símbolo manifiesto del Imperio, con una sola voz, y articula yo en lugar de nosotros (Paraíso, XIX, 11). Un antiguo problema fatigaba la conciencia de Dante: ¿No es injusto que Dios condene por falta de fe a un hombre de vida ejemplar que ha nacido en la margen del Indo y que nada puede saber de Jesús? El Águila responde con la oscuridad que conviene a las revelaciones divinas; reprueba la osada interrogación, repite que es indispensable la fe en el Redentor y sugiere que Dios puede haber infundido esa fe en ciertos paganos virtuosos. Afirma que entre los bienaventurados está el emperador Trajano y Rifeo, anterior éste y posterior aquél a la Cruz[97]. (Espléndida en el siglo XIV, la aparición del Águila es quizá menos eficaz en el XX que dedica las águilas luminosas y las altas letras de fuego a la propaganda comercial. Cfr. Chesterton; What I saw in America, 1922.)

Que alguien haya logrado superar una de las grandes figuras de la Comedia parece, con razón, increíble; el hecho, sin embargo, ha ocurrido. Un siglo antes de que Dante concibiera el emblema del Águila, Farid al-Din Attar, persa de la secta de los sufíes, concibió el extraño Simurgh (Treinta Pájaros), que virtualmente lo corrige y lo incluye. Farid al-Din Attar nació en Nishapur[98], patria de turquesas y espadas. Attar quiere decir en persa el que trafica en drogas. En las Memorias de los Poetas se lee que tal era su oficio. Una tarde entró un derviche en la droguería, miró los muchos pastilleros y frascos y se puso a llorar. Attar, inquieto y asombrado, le pidió que se fuera. El derviche le contestó: «A mí nada me cuesta partir, nada llevo conmigo. A ti en cambio te costará decir adiós a los tesoros que estoy viendo.» El corazón de Attar se quedó frío como alcanfor. El derviche se fue, pero a la mañana siguiente, Attar abandonó su tienda y los quehaceres de este mundo.

Peregrino a la Meca, atravesó el Egipto, Siria, el Turquestán y el norte del Indostán; a su vuelta se entregó con fervor a la contemplación de Dios y a la composición literaria. Es fama que dejó veinte mil dísticos; sus obras se titulan Libro del ruiseñor, Libro de la adversidad, Libro del consejo. Libro de los misterios, Libro del conocimiento divino, Memorias de los santos, El rey y la rosa, Declaración de maravillas y el singular Coloquio de los pájaros (Mantiq-al-Tayr). En los últimos años de su vida, que se dice alcanzaron a ciento diez, renunció a todos los placeres del mundo, incluso la versificación. Le dieron muerte los soldados de Tule, hijo de Zingis Jan. La vasta imagen que he mentado es la base del Mantiq-al-Tayr. He aquí la fábula del poema.

El remoto rey de los pájaros, el Simurgh, deja caer en el centro de la China una pluma espléndida; los pájaros resuelven buscarlo, hartos de su antigua anarquía. Saben que el nombre de su rey quiere decir treinta pájaros; saben que su alcázar está en el Kaf, la montaña circular que rodea la tierra.

Acometen la casi infinita aventura; superan siete valles o mares; el nombre del penúltimo es Vértigo; el último se llama Aniquilación. Muchos peregrinos desertan; otros perecen. Treinta, purificados por tos trabajos, pisan la montaña del Simurgh. La contemplan al fin; perciben que ellos son el Simurgh y que el Simurgh es cada uno de ellos y todos. En el Simurgh están los treinta pájaros y en cada pájaro el Simurgh[99]. (También Plotino —Eneadas, V, 8.4— declara una extensión paradisíaca del principio de identidad: Todo, en el cielo inteligible, está en todas partes. Cualquier cosa es todas las cosas. El sol es todas las estrellas, y cada estrella es todas las estrellas, y cada estrella es todas las estrellas y el sol).

La disparidad entre el Águila y el Simurgh no es menos evidente que el parecido. El Águila no es más que inverosímil; el Simurgh imposible. Los individuos que componen el Águila no se pierden en ella (David hace de pupila del ojo, Trajano, Ezequías y Constantino, de cejas): los pájaros que miran el Simurgh son también el Simurgh. El Águila es un símbolo momentáneo, como antes lo fueron las letras, y quienes lo dibujan no dejan de ser quienes son; el ubicuo Simurgh es inextricable. Detrás del Águila está el Dios personal de Israel y de Roma; detrás del mágico Simurgh está el panteísmo. Una observación última. En la parábola del Simurgh es notorio el poder imaginativo; menos enfática pero no menos real es su economía o rigor. Los peregrinos buscan una meta ignorada, esa meta, que sólo conoceremos al fin, tiene la obligación de maravillar y no ser o parecer una añadidura. El autor desata la dificultad con elegancia clásica; diestramente, los buscadores son lo que buscan. No de otra suerte David es el oculto protagonista de la historia que le cuenta Natán (2, Samuel, 12); no de otra suerte De Quincey ha conjeturado que el hombre Edipo, no el hombre en general, es la profunda solución del enigma de la Esfinge Tebana.


Notas

[96] Análogamente, en la Monadologia (1714), de Leibniz se lee que el universo está hecho de ínfimos universos. que a su vez contienen el universo, y así hasta el infinito.

[97] Pompeo Venturi desaprueba la elección de Rifeo, varón que sólo habla existido hasta esa apoteosis en unos versos de la Eneida (II, 339, 426). Virgilio lo declara el más justo de los troyanos y agrega a la noticia de su fin la resignada elipsis: Dies aliter visum (De otra manera la determinaron los dioses). No hay en toda la literatura otro rastro de él. Acaso Dante lo eligió como símbolo, en virtud de su vaguedad. Cfr. los comentarios de Casini (1921) y de Guido Vitali (1943).

[98] Katibi, autor de la Confluencia de los dos mares, declaró: «Soy del jardín de Nishapur, como Attar, pero yo soy la espina de Nishapur y él era la rosa».


En Nueve ensayos dantescos (1982)
Foto: Borges en Palermo Sicilia 1984 © Ferdinando Scianna/Magnum Photos


28/6/14

Jorge Luis Borges: Mi vida entera






Aquí otra vez, los labios memorables, único y semejante a vosotros.
He persistido en la aproximación de la dicha y en la intimidad de la pena.
He atravesado el mar. He conocido muchas tierras; he visto una mujer y dos o tres hombres.
He querido a una niña altiva y blanca y de una hispánica quietud.
He visto un arrabal infinito donde se cumple una insaciada inmortalidad de ponientes.
He paladeado numerosas palabras.
Creo profundamente que eso es todo y que ni veré ni ejecutaré cosas nuevas.
Creo que mis jornadas y mis noches se igualan en pobreza y en riqueza a las de Dios y
a las de todos los hombres.



En Luna de enfrente (1925)
Foto: Borges in Palermo visiting the Archeological Museum 

27/6/14

Jorge Luis Borges: Signos





A Susana Bombal

Hacia 1915, en Ginebra, vi en la terraza de un museo una alta campana con caracteres chinos. En 1976 escribo estas líneas:


Indescifrada y sola, sé que puedo
ser en la vaga noche una plegaria
de bronce o la sentencia en que se cifra
el sabor de una vida o de una tarde
o el sueño de Chuang Tzu, que ya conoces
o una fecha trivial o una parábola
o un vasto emperador, hoy unas sílabas,
o el universo o tu secreto nombre
o aquel enigma que indagaste en vano
a lo largo del tiempo y de sus días.
Puedo ser todo. Déjame en la sombra.




En La moneda de hierro, 1976
Foto: Jorge Luis Borges en su casa por Lisl Steiner

26/6/14

Jorge Luis Borges: Nota sobre (hacia) Bernard Shaw






A fines del siglo XIII, Raimundo Lulio (Ramón Llull) se aprestó a resolver todos los arcanos mediante una armazón de discos concéntricos, desiguales y giratorios, subdivididos en sectores con palabras latinas; John Stuart Mill, a principios del siglo XIX, temió que se agotara algún día el número de combinaciones musicales y no hubiera lugar en el porvenir para indefinidos Webers y Mozarts; Kurd Lasswitz, a fines del XIX, jugó con la abrumadora fantasía de una biblioteca universal, que registrara todas las variaciones de los veintitantos símbolos ortográficos, o sea, cuanto es dable expresar, en todas las lenguas. La máquina de Lulio, el temor de Mill y la caótica biblioteca de Lasswitz pueden ser materia de burlas, pero exageran una propensión que es común: hacer de la metafísica, y de las artes, una suerte de juego combinatorio. Quienes practican ese juego olvidan que un libro es más que una estructura verbal, o que una serie de estructuras verbales; es el diálogo que entabla con su lector y la entonación que impone a su voz y las cambiantes y durables imágenes que deja en su memoria. Ese diálogo es infinito; las palabras amica silentia lunae significan ahora la luna íntima, silenciosa y luciente, y en la Eneida significaron el interlunio, la oscuridad que permitió a los griegos entrar en la ciudadela de Troya…[45] La literatura no es agotable, por la suficiente y simple razón de que un solo libro no lo es. El libro no es un ente incomunicado: es una relación, es un eje de innumerables relaciones. Una literatura difiere de otra, ulterior o anterior, menos por el texto que por la manera de ser leída: si me fuera otorgado leer cualquier página actual —ésta, por ejemplo— como la leerán el año 2000 yo sabría cómo será la literatura del año 2000. La concepción de la literatura como juego formal conduce, en el mejor de los casos, al buen trabajo del período y de la estrofa, a un decoro artesano (Johnson, Renan, Flaubert), y en el peor a las incomodidades de una obra hecha de sorpresas dictadas por la vanidad y el azar (Gracián, Herrera y Reissig).

Si la literatura no fuera más que un álgebra verbal, cualquiera podría producir cualquier libro, a fuerza de ensayar variaciones. La lapidaria fórmula Todo fluye abrevia en dos palabras la filosofía de Heráclito: Raimundo Lulio nos diría que, dada la primera, basta ensayar los verbos intransitivos para descubrir la segunda y obtener, gracias al metódico azar, esa filosofía, y otras muchísimas. Cabría responder que la fórmula obtenida por eliminación, carecería de valor y hasta de sentido; para que tenga alguna virtud debemos concebirla en función de Heráclito, en función de una experiencia de Heráclito, aunque «Heráclito» no sea otra cosa que el presumible sujeto de esa experiencia. He dicho que un libro es un diálogo, una forma de relación; en el diálogo, un interlocutor no es la suma o promedio de lo que dice: puede no hablar y traslucir que es inteligente, puede emitir observaciones inteligentes y traslucir estupidez. Con la literatura ocurre lo mismo; D'Artagnan ejecuta hazañas innúmeras y Don Quijote es apaleado y escarnecido, pero el valor de Don Quijote se siente más. Lo anterior nos conduce a un problema estético no planteado hasta ahora: ¿Puede un autor crear personajes superiores a él? Yo respondería que no y en esa negación abarcaría lo intelectual y lo moral. Pienso que de nosotros no saldrán criaturas más lúcidas o más nobles que nuestros mejores momentos. En ese parecer fundo mi convicción de la preeminencia de Shaw. Los problemas gremiales y municipales de las primeras obras perderán su interés, o ya lo perdieron; las bromas de los Pleasant Plays corren el albur de ser, algún día, no menos incómodas que las de Shakespeare (el humorismo es, lo sospecho, un género oral, un súbito favor de la conversación, no una cosa escrita); las ideas que declaran los prólogos y las elocuentes tiradas se buscarán en Schopenhauer y en Samuel Butler [46]; pero Lavinia, Blanco Posnet, Keegan, Shotover, Richard Dudgeon, y, sobre todo, Julio César, exceden a cualquier personaje imaginado por el arte de nuestro tiempo. Pensar a Monsieur Teste junto a ellos o al histriónico Zarathustra de Nietzsche es intuir con asombro y aun con escándalo la primacía de Shaw. En 1911, Albert Soergel pudo escribir, repitiendo un lugar común de la época, «Bernard Shaw es un aniquilador del concepto heroico, un matador de héroes» (Dichtung und Dichter der Zeit, 214); no comprendía que lo heroico prescindiera de lo romántico y se encarnara en el capitán Bluntschli de Arms and the Man, no en Sergio Saránoff… La biografía de Bernard Shaw por Frank Harris encierra una admirable carta de aquél, de la que copio estas palabras: «Yo comprendo todo y a todos y soy nada y soy nadie». De esa nada (tan comparable a la de Dios antes de crear el mundo, tan comparable a la divinidad primordial que otro irlandés, Juan Escoto Erígena, llamó Nihil), Bernard Shaw edujo casi innumerables personas, o dramatis personae: la más efímera será, lo sospecho, aquel G. B. S. que lo representó ante la gente y que prodigó en las columnas de los periódicos tantas fáciles agudezas.

Los temas fundamentales de Shaw son la filosofía y la ética: es natural e inevitable que no sea valorado en este país, o que lo sea únicamente en función de algunos epigramas. El argentino siente que el universo no es otra cosa que una manifestación del azar, que el fortuito concurso de átomos de Demócrito; la filosofía no le interesa. La ética tampoco: lo social se reduce, para él, a un conflicto de individuos o de clases o de naciones, en el que todo es lícito, salvo ser escarnecido o vencido.

El carácter del hombre y sus variaciones son el tema esencial de la novela de nuestro tiempo; la lírica es la complaciente magnificación de venturas o desventuras amorosas; las filosofías de Heidegger y de Jaspers hacen de cada uno de nosotros el interesante interlocutor de un diálogo secreto y continuo con la nada o con la divinidad; estas disciplinas, que formalmente pueden ser admirables, fomentan esa ilusión del yo que el Vedanta reprueba como error capital. Suelen jugar a la desesperación y a la angustia, pero en el fondo halagan la vanidad; son, en tal sentido, inmorales. La obra de Shaw, en cambio, deja un sabor de liberación. El sabor de las doctrinas del Pórtico y el sabor de las sagas.

Buenos Aires, 1951


Notas

[45] Así las interpretaron Milton y Dante, a juzgar por ciertos pasajes que parecen imitativos. En la Comedia (Infierno, I, 60; V, 28) tenemos: d'ogni luce muto y dove il sol tace para significar lugares oscuros; en el Samon Agonistes (86-89):

The Sun to me is dark
And silent as the Mom,
When she deserts the night
Hid in her vacant interlunar cave.

Cf. E. M. W. Tillyard, The Miltonic Setting, 101.

[46] También en Swedenborg. En Man and Superman se lee que el Infierno no es un establecimiento penal sino un estado que los pecadores muertos eligen, por razones de íntima afinidad, como los bienaventurados el Cielo; el tratado De Coelo et Inferno, de Swedenborg, publicado en 1758, expone la misma doctrina.


En Otras inquisiciones (1952)
Foto: Jorge Luis Borges's hand. Ferdinando Scianna / Magnum Photos, Paris 1984

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