3/6/14

Guillermo Boido: Una lectura de Borges desde la ciencia





Introducción

A fines de 1997, por iniciativa del Centro de Estudios Avanzados de la Universidad de Buenos Aires, un grupo de investigadores pertenecientes en su mayoría al ámbito de las ciencias formales y naturales expusieron en las llamadas “Jornadas sobre Borges y la ciencia”, cada uno desde la perspectiva de su respectiva disciplina, sus puntos de vista acerca de las ideas científicas que subyacen en ciertos textos borgeanos. Sus contribuciones fueron recopiladas en el libro Borges y la ciencia, Buenos Aires, Eudeba, 1999. Me declaro deudor del aporte esclarecedor de aquellos colegas, sin el cual, probablemente, las reflexiones que siguen hubiesen sido mucho más pobres. Debo aclarar, por otra parte, que en esta lectura de Borges desde la ciencia presupongo que el término ciencia se refiere (abusivamente) a las ya mencionadas, en particular a la física y a la matemática. 

1. Borges y la dimensión ficcional de la ciencia

En el epílogo de Otras inquisiciones, Borges destaca su tendencia a estimar las ideas religiosas o filosóficas por su valor estético e incluso “por lo que encierran de singular y maravilloso”. No hay razón, por tanto, para que no hiciese lo propio con aquellas ideas científicas que expresan lo que la ciencia tiene de aventura del pensamiento, de empresa que, en su poderosa diversidad, se interna a menudo por los territorios de la paradoja, la belleza y la maravilla. Determinadas teorías o conceptos científicos ofrecen una suerte de tierra fértil para la creación literaria, esto es, una dimensión ficcional a disposición del narrador, el ensayista o el poeta. En tal sentido, la ciencia, y en particular la matemática, ofrece un amplio campo de posibilidades para el ejercicio de “los lúcidos placeres del pensamiento y las secretas aventuras del orden”, los cuales, según Borges, han conformado la admirable opción de Paul Valéry “en un siglo que adora los caóticos ídolos de la sangre, de la tierra y de la pasión”.

El joven Borges fue contemporáneo de algunas de las revoluciones científicas más trascendentes del siglo XX, en particular en lo que respecta a las ciencias formales y naturales: la revisión de los fundamentos de la lógica y la matemática, la teoría de la relatividad, la física cuántica y el desarrollo de la genética moderna datan del primer tercio del siglo. Célebres científicos, como Bertrand Russell, Einstein o Julian Huxley, escribían por entonces o poco después libros de alta divulgación para poner al alcance del profano las nuevas ideas científicas en circulación. Sabemos incluso los títulos de algunos de ellos que Borges, insaciable lector y atento a las novedades de la cultura de su época, sin distinción de fronteras, leyó en distintos momentos de su vida. En múltiples escritos, Borges incursiona por las autorreferencias y las regresiones infinitas de la lógica, los números transfinitos, las series infinitas, la infinita divisibilidad del espacio y el tiempo, la irreversibilidad termodinámica, las simetrías, los universos paralelos, la cosmología, la memoria o la universalidad del azar, temas que, de un modo u otro, son patrimonio de la investigación científica actual. En otras oportunidades su literatura remite también a cuestiones trascendentes para la filosofía de la ciencia: los límites del conocimiento, la verdad y la duda, la causalidad, el orden y el caos, la realidad y la apariencia. Lejos de pretender desmenuzar esta compleja amalgama, en este trabajo me limito a reflexionar, con modestia, acerca de una suerte de interacción que involucra, por una parte, a la escritura borgeana generada por las lecturas científicas de nuestro escritor, y por otra, a la lectura de tales escrituras por sus lectores con un mínimo de formación (o información) científica.

2. Borges: de la lectura a la escritura

Podríamos decir que Borges es un visitante de la ciencia que, a su regreso, nos relata lo que ha visto en el lenguaje del narrador, el ensayista o el poeta. Así, Borges visita la aritmética transfinita de George Cantor y las leyes de la termodinámica y vuelve con “La doctrina de los ciclos”; o la versión matemática de las aporías de Zenón y regresa, por caso, con “Avatares de la tortuga”; o alguna teoría del tiempo en física y nos narra “El jardín de senderos que se bifurcan”. Desde luego, lo hace acompañado por todas aquellas experiencias atesoradas en visitas a otros territorios: los de la filosofía, la magia, la mitología, la historia, la antropología, la teología y tantos otros. (Así, en sus textos sobre las aporías de Zenón, se remite a científicos como Bertrand Russell o Lewis Carroll, pero también a Aristóteles, Platón, Hobbes, Patricio de Azcárate, Stuart Mill, santo Tomás de Aquino, Leibniz, etc., amén de algún improbable filósofo chino.) Dada la enorme cantidad de lecturas de todo orden que ha acumulado Borges y el asombroso poder de su imaginación, no siempre es posible decidir a cuáles territorios hace referencia tal o cual texto, o si ha sido inspirado por tal o cual teoría científica. (Tarea aún más compleja dada la frecuencia con que adjudica a otros lo que en rigor es original y propio.) Sin embargo, en ciertos casos, las ideas científicas recogidas por Borges han sido transmutadas en literatura de manera casi literal, mientras que en otros es posible identificar las fuentes que han nutrido su invención sin demasiada ambigüedad.

De allí que sea posible clasificar estos relatos de viajero en tres grupos, que corresponden a distintas elaboraciones literarias de aquellas geografías científicas que Borges ha visitado. En el primer grupo, el territorio es descrito apelando al ensayo breve que informa, más o menos literalmente, acerca de las maravillas que han descubierto sus lecturas: la exposición de Borges, a su modo, siempre original y brillante, es una suerte de reflexión de alto vuelo en el plano de la divulgación científica, como en su bella e informada refutación del Eterno Retorno por invocación a la segunda ley de la termodinámica. En el segundo grupo, el transfondo científico de una narración o un ensayo puede ser develado por un lector informado a poco que advierta ciertas pistas que Borges, quizás adrede, ha diseminado por aquí y por allá. Se trata de una lectura que podría ser llamada a la Pierre Menard (esto es, de una escritura que corre por cuenta del lector) a la cual contribuye Borges por medio de indicios y guiños al lector versado en ciencias para que éste reconstruya, si lo desea, la geografía científica que Borges ha visitado antes de escribir su texto. Pertenecen a este grupo relatos tales como “El libro de arena”, que convoca a la aritmética transfinita y al cual me referiré luego. Al tercer grupo pertenecen, finalmente, ensayos o relatos que podrían haber tenido o no un referente científico. Aquí Borges no nos ofrece pistas, y la lectura a la Menard del lector corre por su cuenta y riesgo, a solas con el texto y sin la ayuda, el testimonio o el consuelo del autor. Tal es el caso de “La lotería en Babilonia”, que podría remitir, como correlato, a la gradual introducción del azar en la física de los siglos XIX y XX, según ha puesto en evidencia recientemente el físico argentino Roberto Perazzo. El universo de Newton era previsible, nos dice Perazzo, pero hoy, a la luz de la física cuántica, los incesantes y ocultos sorteos de la Compañía son un patrimonio inevitable del mundo. Permítaseme ahora analizar algunos de estos recorridos de Borges por los países de la física y la matemática.

2.1. Borges en la geografía de la física moderna

Mi primer grupo de ejemplos pertenece al ámbito de la física, en particular a la de principios de siglo, en lo referente a las teorías relativista y cuántica. El cosmólogo y astrofísico Héctor Vucetich ha señalado que algunas de estas ideas le han permitido a Borges jugar con el espacio, pero a la vez desarrollar imágenes dramáticas del tiempo: El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. Borges no juega con el tiempo, nos dice Vucetich, porque la segunda ley de la termodinámica afirma la irreversibilidad del tiempo y está en el origen de la impostergable muerte personal. En cambio, el espacio borgeano, con sus prisiones, sus desiertos y sus laberintos, es una suerte de tablero de ajedrez. Escribe Vucetich: “El Aleph anula el espacio; la casa de Asterión lo descompone en corredores, patios y recodos; la biblioteca de Babel lo exalta hasta lo monstruoso; todos, lo niegan. El espacio es una sustancia mental que, como los hrönir de Tlön, pueden modelarse a voluntad del artista.”

En la teoría general de la relatividad, los cuerpos modifican las propiedades del espacio físico (que en realidad es el indiviso espaciotiempo) y la geometría euclideana no se aplica al universo. El universo de Einstein está gobernado por la llamada “geometría elíptica”, en la cual las paralelas invariablemente se cortan y la suma de los ángulos de un triángulo es mayor que 180°. Ésta es la “geometría visual” de Tlön : “Esta geometría desconoce las paralelas y declara que el hombre que se desplaza modifica las formas que lo rodean”. Por su parte, el narrador de “La biblioteca de Babel” sugiere que la biblioteca es ilimitada y periódica, tal como sucede con el universo einsteniano y su geometría elíptica. La llamada “paradoja de los mellizos” ilustra una consecuencia de la teoría de la relatividad : el mellizo A permanece en la Tierra, mientras que B realiza un largo viaje intergaláctico, al cabo del cual, a su regreso, ha envejecido sensiblemente menos que su hermano. Hay reminiscencias de ello en “El milagro secreto”, relato en el cual Dios concede al protagonista, frente al pelotón de fusilamiento, un año para terminar su obra inconclusa, lo cual acontece mientras transcurre solamente un breve instante para sus ejecutores.

La física cuántica describe el comportamiento de las partículas atómicas y subatómicas en términos probabilísticos. Podemos estimar, por caso, qué cantidad de una sustancia radiactiva se habrá desintegrado al cabo de cierto lapso, pero no si en dicho lapso lo habrá hecho determinado átomo individual. Acerca de este último evento, sólo podemos calcular la probabilidad de que acontezca. De acuerdo con la interpretación más difundida de la física cuántica, llamada “de Copenhague”, este carácter azaroso de los fenómenos cuánticos no es inherente a nuestro conocimiento sino al comportamiento mismo de la naturaleza, tesis que algunos grandes físicos, como Einstein y Erwin Schrödinger, se han negado a admitir. En 1935, Schrödinger presentó una objeción a la interpretación de Copenhague, hoy conocida como la “paradoja del gato de Schrödinger”, un experimento mental un tanto truculento que involucra a un gato, una cierta cantidad de material radiactivo y un dispositivo que, al ser alcanzado por la radiación emitida por un átomo al desintegrarse, libera un gas letal que mata al gato. Todo ello se encuentra dispuesto en una caja cerrada, de modo que no podemos saber qué acontece allí dentro. En un lapso determinado, por caso un segundo, tendremos una probabilidad del 50% de que algún átomo se haya desintegrado y una probabilidad del 50% de que no lo haya hecho. En el lenguaje cuántico, esta situación se describe diciendo que el átomo se encuentra en una superposición de dos estados, cada uno con su propia probabilidad. Pero, puesto que no sabemos qué ocurrió dentro de la caja durante ese lapso, se preguntaba Schrödinger, ¿qué podemos afirmar acerca del gato? ¿Acaso se encuentra a la vez vivo y muerto?

No interesa aquí la intención crítica de Schrödinger hacia la interpretación de Copenhague, sino las consecuencias (especulativas) que podrían surgir de la misma a propósito de su célebre gato. Podríamos pensar que al cabo de un segundo se han generado dos historias posibles : en una de ellas, el gato muere, en la otra, sobrevive. Ahora la argumentación puede ser reiterada. Una vez transcurridos dos segundos, se habrán generado tres historias posibles: la del gato que muere al cabo de un segundo, la del gato que muere al cabo de dos segundos y la del gato que sobrevive al cabo de dos segundos. Esta secuencia temporal, arborescente, de tiempos e historias paralelas, podría ser extendida indefinidamente. Es la del laberinto temporal del astrólogo Ts’ui Pen, en El jardín de senderos que se bifurcan. Algunos físicos, como Marcelo L. Levinas y Alberto Rojo, han llamado la atención acerca de las notables similitudes entre el tiempo arborescente de Ts’ui Pen y una teoría, publicada en 1957 por Hugh Everett, llamada sugestivamente “la interpretación de los muchos mundos de la mecánica cuántica”.

2.2. Borges en la geografía de la matemática

En mi segundo grupo de ejemplos interviene la matemática, esa ciencia que, con palabras de Borges, no se contrapone con la imaginación sino que se complementa con ella “como la cerradura y la llave”. Sabemos que una recta se extiende indefinidamente hacia un lado y el otro de la misma : está conformada por infinitos puntos. ¿Cuál es el primer punto de la recta? No existe tal punto. ¿Cuál es el último? Tampoco existe. Indiquemos ahora sobre la recta cuatro puntos cualesquiera, A, B, C y D, en ese orden. ¿Cuántos puntos hay entre A y D? Infinitos. ¿Cuántos hay entre A y C? Infinitos. También hay infinitos puntos entre A y D, y así sucesivamente. Por pequeño que sea el segmento que consideremos, habrá en él infintos puntos. Entre dos puntos cualesquiera de la recta hay infinitos otros.

Ahora bien, tal como sucede en una regla graduada, los puntos de la recta pueden ser numerados. A un punto cualquiera le corresponderá el cero ; hacia un lado de la recta habrá puntos correspondientes a números tales como 1, 2, 3, 4... ; hacia el otro, puntos correspondientes a números tales como -1, -2, -3, -4... Tendremos además otros puntos intermedios a los que les corresponderán números tales como 2,5, 7,34 ó -3, 28, o bien el conocido número π = 3,1415... Por decirlo así, cada número “habita” en su correspondiente punto : no hay punto sin número ni número sin punto. Estos números, que permiten numerar todos los puntos de la recta, son llamados números reales. Por tanto, las preguntas anteriores acerca de los puntos de la recta pueden ser reformuladas ahora en términos de números reales. ¿Cuántos números reales hay ? Tantos como puntos : infinitos. ¿Cuál es el primer número real ? No existe tal número. ¿Cuál es el último ? Tampoco existe. ¿Cuántos números reales hay entre 0 y 3? Infinitos. ¿Cuántos hay entre 0 y 1,5 ? Infinitos. También hay infinitos números reales entre 0 y 1, y así sucesivamente. Por pequeño que sea el intervalo numérico que consideremos, habrá en él infinitos números reales. Entre dos números reales cualesquiera hay infinitos otros.

Un libro corriente de 120 páginas está foliado por medio de un conjunto finito de números naturales: 1, 2, 3, 4, .... 120. Pero el borgeano libro de arena no es un libro corriente. El conjunto (infinito) de páginas que lo integran ha sido foliado con el conjunto (infinito) de números reales. Así lo da a entender el relato : “Me dijo que su libro se llamaba el libro de arena, porque ni el libro ni la arena tienen ni principio ni fin.” Y también: “Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí [el libro] con el dedo pulgar casi pegado al índice. Todo fue inútil : siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano. Era como si brotaran del libro”. Y también : “El número de páginas de este libro es exactamente infinito. Ninguna es la primera, ninguna es la última.” ¿Serán, me pregunto, los granos de arena del relato una metáfora de los puntos de la recta? Probablemente.

Pero a lo antedicho podemos agregar algo más. En distintos textos, por caso en “La אּdoctrina de los ciclos”, Borges expone la teoría de los conjuntos infinitos del gran matemático alemán George Cantor (1845-1918). Cantor fue capaz de desarrollar una aritmética de los conjuntos numéricos infinitos, en la cual los (infinitos) números del conjunto se consideran como un todo. En esta aritmética tan alejada del sentido común y la intuición, se asigna a cada conjunto infinito un tipo de número llamado transfinito. Se trata, sin duda, de una clase de objetos matemáticos que nada tienen que ver con los modestos números naturales que empleamos en la vida diaria para contar, pues no podemos contar los elementos de un conjunto infinito. En la teoría de Cantor, a cada conjunto numérico infinito le corresponde un número transfinito, y el que le corresponde al conjunto de los números reales se llama אּ (alef). Hay אּ números reales. Hay אּ puntos en la recta. Y el libro de arena tiene, exactamente, אּ páginas.

El efecto devastador de estos relatos que Borges ha hecho crecer en el suelo fértil de la matemática radica en su materialización de las entidades matemáticas. Las extrae del mundo de la abstracción o de su hábitat platónico y las inserta en nuestro mundo cotidiano, en el cual tales entidades no tienen cabida, y de allí que sean inconcebibles. Cantor fue criticado en su época por considerar al infinito numérico como un todo (dicho con reminiscencias aristotélicas, un infinito no potencial sino actual), pero los alef con los que opera hoy el matemático son, si se quiere, triviales : los alef se suman, se multiplican, etc. En cambio el alef de Borges, materializado en un sótano de la calle Garay, en el que se dan cita la localización y la simultaneidad de todo suceso, es decir, la divinidad, es monstruoso. En el mundo real, las páginas de un libro no son carentes de espesor, es decir, poseen tres dimensiones, y por ello el espesor del libro de arena sería infinito, es decir, no sería un libro. En el relato de Borges lo es, y por eso se presenta como un “objeto de pesadilla”. El autor logra superponer aquí, magistralmente, la condición ideal del “libro matemático” con su contrapartida material. Lo logra también cuando hace reflexionar al protagonista acerca del riesgo que supondría quemar el libro de arena, porque el espesor del libro conformaría una masa de papel igualmente infinita, y su combustión inundaría de humo no sólo el planeta, como afirma Borges, sino también el universo todo.

Esta invasión de entes matemáticos en el mundo real, suerte de trayecto inverso al de Alicia cuando atraviesa el espejo, está presente también en otros relatos. En “El disco”, Borges arranca el círculo euclideano del plano, lo lanza a un espacio tridimensional, lo materializa y lo convierte en el disco de Odín, que tiene un solo lado. En esas condiciones, el comportamiento del círculo lo convierte en otro objeto monstruoso. A veces, sin embargo, la pesadilla resulta de la súbita inadecuación de la matemática para describir el mundo real. Para un matemático, la afirmación “2+2=4” es tautológica, necesariamente verdadera, porque “2+2” y “4” son distintos nombres para designar un mismo número. Por el contrario, la afirmación “2 manzanas + 2 manzanas = 4 manzanas”, que se refiere al mundo físico, es contingente : nos dice que si reunimos dos manzanas con otras dos manzanas obtendremos un conjunto de cuatro manzanas. El resultado no es necesario desde el punto de vista lógico, pero, desde luego, nuestra sorpresa sería mayúscula si al agregar dos manzanas a otras dos manzanas obtuviésemos un conjunto de tres o de cinco manzanas, pues confiamos en la validez de las generalizaciones inductivas (siempre que hemos reunido dos pares de objetos hemos obtenido cuatro objetos) o bien en la conocida afirmación de Galileo de que el libro de la naturaleza está escrito en caracteres matemáticos. Sin embargo, tal cosa no sucede en el relato de Borges “Tigres azules”, en el que, por ejemplo, nueve discos, al ser divididos, pueden resultar en seiscientos. Lo aterrador del comportamiento de estos discos no resulta de una refutación de la matemática, inmaculada en su olimpo conceptual o platónico, en el que 2+2 será siempre igual a 4, sino de la constatación de que se ha roto la legalidad de un mundo expresable en términos matemáticos, tesis en la que descansan las ciencias físicas, y por tanto la conversión de un orden natural en otro quizás inaccesible para nosotros o bien en un impredecible caos.

3. Borges: de la escritura a la lectura

Pero la fascinación de Borges por aspectos de la ciencia de su tiempo encuentra su contrapartida en aquélla que provoca en sus lectores de formación científica. Como cualquier otro lector, un científico puede apreciar narraciones como “El sur” o “La intrusa”, pero no es aventurado conjeturar que su aprecio por los textos borgeanos será mayor ante escritos tales como “El jardín de senderos que se bifurcan”, “La biblioteca de Babel” o “La lotería en Babilonia”. Este particular interés puede ponerse en evidencia señalando las numerosas citas de Borges que, a modo de analogías o metáforas que remiten a determinadas facetas de la ciencia, aparecen en trabajos científicos recientes. El bioquímico Alberto Boveris ha explorado este punto con el recurso a los Citation Index, publicación periódica estadounidense que ofrece citaciones de un par de miles de revistas internacionales de primer orden, con rigurosos controles en cuanto a referato. Comprueba que, entre 1975 y 1994, Borges es citado 54 veces, una cifra que, seguramente, se incrementaría si se tuviesen en cuenta libros (en particular los de referencia, en donde los autores gozan de mayor libertad en cuanto a reflexión y especulación), publicaciones de alta o mediana calidad ignoradas por el Index, etc. Boveris estima que en tal caso el número de citaciones se multiplicaría por una cifra comprendida entre 5 y 10, es decir, entre 270 y 540 citaciones en el período de veinte años considerado.

Permítaseme agregar, a una serie de ejemplos que señala Boveris, una reciente constatación personal en el libro Representar e intervenir, del filósofo de la ciencia Ian Hacking. Al referirse a los problemas que plantea el realismo científico, el autor rechaza aquella imagen de Galileo (ya mencionada) según la cual Dios escribió un libro de la naturaleza para que nosotros podamos leerlo con el recurso a la matemática. Citando a Leibniz, Hacking afirma que Dios maximizó la variedad de fenómenos y, a la vez, escogió las leyes naturales más simples, pero la consecuencia de ello es que las leyes han de ser inconsistentes unas con otras, es decir, que cada una tiene un contexto en el que se aplica pero ninguna es aplicable a todo. A esto llama Hacking una fantasía argentina: Dios no escribió un solo libro de la naturaleza sino una biblioteca, en la cual cada libro, inconsistente con todos los otros, no es redundante, pues permite la comprensión y la predicción en un contexto determinado del mundo físico, mas sólo en él. Dios, en suma, nos dice Hacking, habría escrito una biblioteca de la naturaleza cuya estructura no es otra que la de la biblioteca de Babel.

¿Por qué la fascinación de los lectores científicos ante ciertos textos borgeanos que presuponen alguna referencia, mediata o inmediata, al pensamiento científico? Si determinados aspectos de la ciencia han creado una tierra fértil para el crecimiento y la maduración de la imaginación de Borges, el lector científico no puede menos que interrogarse acerca de los frutos que el escritor ha cosechado. Pero éste es sólo el comienzo de una respuesta. Algunas de ellas remiten al carácter fragmentario y ensayístico de la obra de Borges como una suerte de expresión literaria de nuevos paradigmas científicos, como el del caos, al parecer surgidos de la crisis de la modernidad, lo cual convertiría a Borges en una suerte de filósofo de la ciencia antipositivista. Más sencillas son las razones que invoca el biofísico y escritor Marcelino Cereijido : “Hay un metabolismo social del conocimiento, que comienza con los artistas, sigue con los ensayistas y, para cuando la ciencia toma un problema para tratar de explicarlo, ya ha pasado mucha agua debajo de los puentes”. La ficción borgeana, nos dice Cereijido, trata con territorios que quedan más allá del límite entre orden y caos. Borges viaja al fondo del mito y de la historia y regresa con aquellos cabos sueltos abandonados por la “estampida de la razón“. Por otra parte, hace estallar el carácter disciplinar y la parcelación de la realidad que impone la ciencia moderna, y en cierto modo propone una convergencia en la que hoy están empeñados muchos científicos. Esta respuesta de Cereijido me resulta completamente satisfactoria.

Es interesante constatar que, en ciertos casos, los lectores científicos invaden el territorio de la creación borgeana con sus propios instrumentos profesionales y ejercen una suerte de colaboración con el autor ampliando el texto escrito por Borges, es decir, extraen consecuencias inesperadas que el propio autor no había previsto. (Como pocas, la obra de Borges se presta admirablemente a ello.) Esta celebración de la lectura, multiplicadora de textos, me parece, hubiese contado con la aprobación entusiasta de quien escribió una biografía no autorizada de Tadeo Isidoro Cruz, ignorada por José Hernández. Consideremos nuevamente, por caso, la singular conformación del libro de arena. ¿Es posible abrir el libro en una página determinada? Abrir un libro normal cuyas páginas están numeradas de 1 a 100 en la página 55 es sencillo : se trata de partir (con los dedos) el conjunto de páginas en dos subconjuntos. Basta un par de tentativas para lograrlo. A la derecha del lector se tendrá el subconjunto de las páginas comprendidas entre la 55 y la 100; a la izquierda, el de las páginas comprendidas entre la 1 y la 54, el número natural anterior a 55. Pero en el libro de arena, si bien existe la página 55, no existe la página anterior a la 55. La inexistente página debería corresponderse con un número menor que 55, pero, sea cual fuere el número menor que 55 que escogiésemos, habría infinitos otros números entre él y 55. El libro de arena podría ser abierto al azar pero la probabilidad de encontrar, por tanteo, la página 55, es nula. Nunca podríamos hallar de ese modo una página determinada. Para volver aún más imposible esa tarea, Borges distribuye los folios del libro de manera aleatoria, es decir sin respetar el orden en que se presentan los números reales: a la página 32 puede subseguir la 500 000 y a ésta la 3,4. El libro de arena se vuelve así todavía más misterioso. Además, ¿de que serviría un índice del libro de arena, tan infinito como el propio libro? ¿Y qué decir, por caso, si el comportamiento de los misteriosos discos de “Tigres azules” se extendiera a toda la realidad? Deberíamos abandonar el lenguaje matemático como gramática del mundo físico. El libro de la naturaleza ya no estaría escrito en caracteres matemáticos, aunque podría estarlo, por ejemplo, en caracteres musicales. De ser así, tal vez podríamos fundar una nueva física en la cual el conocimiento se expresara por medio de una serie de partituras musicales y las clases o exposiciones públicas sobre el orden natural obligaran a la utilización, por caso, de un clavicordio.

Esta indagación acerca de las características de los “objetos literarios” creados por Borges a partir de sus propias lecturas científicas admite otras modalidades. Estimar las dimensiones de objetos literarios no es asunto nuevo. A fines del siglo XVI, Galileo dictó en la Academia florentina una conferencia sobre la estructura, la ubicación y el tamaño del infierno de Dante, en la que propuso una topografía del mismo a partir de rigurosas consideraciones geométricas. Para calcular las dimensiones de los sucesivos círculos infernales infirió previamente, según la información que proporciona Dante, el tamaño del mismísimo Satanás, que resultó ser un gigante de más de un kilómetro de altura. Leonardo Moledo ha hecho algo similar con la biblioteca de Babel, biblioteca que, por contener todos los libros que resultan de combinar un número finito de símbolos, es enormemente vasta pero no infinita. El número de libros allí presentes es de 10 1 836 800 , es decir, un uno seguido de 1 836 800 ceros. Si estos libros se acomodaran de tal modo de conformar una compacta esfera, ésta tendría un tamaño enormemente mayor que la del universo según las estimaciones cosmológicas actuales: la biblioteca de Babel no cabría en el universo. Tiene razón Moledo cuando afirma que, en vista de estas dimensiones, Borges ha construido el objeto literario de mayor tamaño de toda la historia de la literatura. Pero permítaseme ahora una especulación personal : ¿cuántas bibliotecas de Babel caben en el libro de arena? Puesto que la cantidad total de folios de los libros almacenados en la biblioteca es un número muy elevado pero finito, habrá lugar en el libro de arena para todos esos folios y aún para los folios de otra biblioteca de Babel, y para los de otra, y los de otra... y así interminablemente. En el libro de arena caben infinitas bibliotecas de Babel. (Borges así lo sugiere en la nota al pie de página con la cual finaliza “La biblioteca de Babel”, con una pertinente referencia al matemático Bonaventura Cavalieri.)

En otros casos, finalmente, el texto borgeano actúa como una suerte de test proyectivo que permite reflexionar acerca de ideas científicas recientes (seguramente desconocidas por Borges) quizás desde una perspectiva novedosa. El biólogo uruguayo Eduardo Mizraji lo expone de este modo: “La obra de Borges parece un misterioso espejo en el que nuestras ideas o nuestras incertidumbres se reflejan de modo tal que, contraviniendo las leyes usuales de la reflexión, nos son devueltas con más nitidez y brillo. La enorme inteligencia de Borges, la fuerza de su pensamiento, introdujeron en sus escritos un complejísimo material que posee el poder de reconfigurar, precisar y enriquecer ideas confusas y desdibujadas que a veces los científicos tenemos en nuestra mente cuando vamos a sus textos”. A propósito de los recientes estudios sobre las bases biológicas de la memoria, nos recuerda Mizraji que un signo de nuestra identidad humana es poder abreviar, conceptualizar, es decir, hacer que la realidad sea aprehensible por medio de su capacidad de condensar la complejidad del mundo en unidades simples. Podemos pensar porque nuestra memoria es imperfecta. Una memoria minuciosamente perfecta es incompatible con la conceptualización y por ende con el pensamiento, que sólo es posible a condición de que el cerebro humano pueda llevar a cabo olvidos estratégicos de aquello que es levemente diferente. Tal es la imposibilidad y el amargo drama de Funes (“mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras”) pero también la desmesura de los cartógrafos que, en “Del rigor en la ciencia”, diseñan un inútil mapa del imperio del tamaño del imperio. El espejo de estos textos devuelve a Mizraji una reflexión ética : la desmesura de la información, inabarcable para la mente humana, insinúa hoy un “mundo de pesadilla” que bien podría ser el nuestro a breve plazo. Ello es así en virtud de la casi infinita potencialidad de las bases de datos computarizadas que, a modo de un Funes colectivo y planetario, todo lo almacenan. Es nuestra responsabilidad, concluye Mizraji, impedir que los cartógrafos del imperio sean nuestra realidad futura.

4. A modo de conclusión: Borges y las dos culturas

Alguna vez será necesario analizar con las herramientas críticas pertinentes la naturaleza y posibilidades de lo que he llamado la dimensión ficcional de la ciencia, que tanto ha subyugado y subyuga a los maestros de la ciencia ficción, pero también, por caso, a Stanislaw Lem o a Italo Calvino. De llevarse a cabo este proyecto, una tarea multidisciplinaria que incluiría necesariamente la participación de científicos, me atrevo a afirmar que Borges será no sólo un referente ineludible en materia de producción literaria sino también que en sus escritos encontraremos las claves para encarar la empresa. Pero para ello habrá que superar esa perniciosa fragmentación cultural característica de los tiempos modernos, en particular aquella que sitúa a la ciencia, la literatura, el arte o la filosofía en compartimientos estancos. Nuestra condición de especialistas acentúa la feudalización del conocimiento y la expresión al trágico costo de una lamentable mutilación cultural. La cosmología y la astrofísica tratan sobre el universo, asunto que debería importar a todo aquél que siente que no vive en una cáscara de nuez, mientras que la poesía sitúa a los hombres con relación a sus límites: la poesía no descubre galaxias, pero, a la vez, no hay ciencia del amor o la muerte. No es asunto de jerarquías sino de modos distintos de convivir con la condición humana, indispensables ambos. Al fin de cuentas, tales indagaciones, la del cosmólogo y la del poeta, parecen satisfacer una necesidad común: probar que somos infinitos, aunque los infinitos con los que tropezamos, paradójicamente, acaben no sólo por no colmarnos sino que nos revelan nuestra esencial finitud. El abismo con el que trata la cosmología del físico nos destina la indiferencia, no menos que el que descubre la poesía cuando ésta nos sumerge en el absurdo, por omisión, por ausencia, por las voces del silencio que convoca. Decía Antonio Porchia : No descubras, que puede no haber nada. Y nada no se vuelve a cubrir. ¿Debo aclarar que, cada uno a su modo, el cosmólogo y el poeta se atreven a descubrir, a riesgo de que, para nosotros, no haya nada?

La creatividad, el sentido de la belleza, el recurso a la intuición, la especulación y la fantasía son patrimonios comunes del artista y el científico, aunque el pensamiento de éste deba ceñirse a ciertos controles metodológicos que necesariamente limitan el alcance de sus afirmaciones. Bertrand Russell, a propósito de Einstein, escribe que las teorías de éste “emergen como una imprevista intuición imaginativa, como le sucede a un poeta o a un compositor musical”. El propio Einstein afirmaba que un hallazgo científico presupone previamente alcanzar “un estado emotivo que se asemeja al de un hombre profundamente religioso o al de un enamorado”, a la vez que mencionaba haber sido perseguido por visiones mientras reflexionaba sobre problemas científicos irresueltos. (La visón de “un hombre montado en un rayo de luz” lo habría conducido a la teoría especial de la relatividad.) El químico Kekulé halló la solución al problema de la estructura teórica de la molécula del benceno luego de haber soñado con cadenas de átomos que en el sueño se manifestaban como serpientes en incesante movimiento. Términos tales como "simplicidad", "belleza" y “armonía” aparecen con frecuencia en los escritos de muchos científicos como criterios estéticos de verdad. El astrónomo Johannes Kepler, fuertemente influido por el hermetismo renacentista, adhirió al sistema de Copérnico invocando exclusivamente la “arrebatadora belleza” de la teoría heliocéntrica, con la cual su autor pretendía restablecer la armonía que Platón, siglos atrás, había exigido de la astronomía. Para Paul Dirac, uno de los mayores físicos del siglo XX, "es más importante la belleza de nuestras ecuaciones que su ajuste experimental". Dicho de otro modo, el camino hacia las teorías científicas transita muchas veces por territorios similares a los que suele visitar el artista, como señalaba Saint-John Perse en su célebre discurso de recepción del premio Nobel.

Al comienzo de esta exposición mencioné una cita de Borges a propósito de Valéry, aquél que ha practicado “los lúcidos placeres del pensamiento y las secretas aventuras del orden”. Pertenece a “Valéry como símbolo”, un texto incluido en Otras inquisiciones. El símbolo es el de un hombre “infinitamente sensible a todo hecho y para el cual todo hecho es un estímulo que puede suscitar una infinita serie de pensamientos”. ¿Cómo no pensar en el propio Borges, de quien Rodríguez Monegal ha dicho que todo lo que lee se convierte en escritura? Al considerar los ingredientes filosóficos, religiosos o científicos que enriquecen su obra (convertidos, desde luego, en literatura) sabemos que estamos en presencia de esa clase de raros escritores que Boris Vian caracterizaba diciendo que no levantan muros entre ellos y los distintos ámbitos del conocimiento. Me parece que la explícita decisión de Borges de rechazar una concepción feudal de la cultura es otra lección del maestro que sus lectores, de una buena vez, deberíamos aprender.


Facultad de Ciencias Exactas y Naturales
Universidad de Buenos Aires
Publicado en L. Fleming (comp.), El Universo de Borges
Secretaría de Cultura de la Nación, Buenos Aires, 1999, pp. 81-98
Foto: JLB y su gato Beppo, sin data de autor y fecha

2/6/14

Jorge Luis Borges: La muerte y la brújula






A Mandie Molina Vedia


De los muchos problemas que ejercitaron la temeraria perspicacia de Lönnrot, ninguno tan extraño —tan rigurosamente extraño, diremos— como la periódica serie de hechos de sangre que culminaron en la quinta de Triste-le-Roy, entre el interminable olor de los eucaliptos. Es verdad que Erik Lonnröt no logró impedir el último crimen, pero es indiscutible que lo previó. Tampoco adivinó la identidad del infausto asesino de Yarmolinsky, pero sí la secreta morfología de la malvada serie y la participación de Red Scharlach, cuyo segundo apodo es Scharlach el Dandy. Ese criminal (como tantos) había jurado por su honor la muerte de Lönnrot, pero éste nunca se dejó intimidar. Lönnrt se creía un puro razonador, un Auguste Dupin, pero algo de aventurero había en él y hasta de tahúr.

El primer crimen ocurrió en el Hótel du Nord —ese alto prisma que domina el estuario cuyas aguas tienen el color del desierto—. A esa torre (que muy notoriamente reúne la aborrecida blancura de un sanatorio, la numerada divisibilidad de una cárcel y la apariencia general de una casa mala) arribó el día 3 de diciembre el delegado de Podólsk al Tercer Congreso Talmúdico, doctor Marcelo Yarmolinsky, hombre de barba gris y ojos grises. Nunca sabremos si el Hótel du Nord le agradó: lo aceptó con la antigua resignación que le había permitido tolerar tres años de guerra en los Cárpatos y tres mil años de opresión y de pogroms . Le dieron un dormitorio en el piso R, frente a la suite que no sin esplendor ocupaba el Tetrarca de Galilea. Yarmolinsky cenó, postergó para el día siguiente el examen de la desconocida ciudad, ordenó en un placard sus muchos libros y sus muy pocas prendas, y antes de media noche apagó la luz. (Así lo declaró el chauffeur del Tetrarca, que dormía en la pieza contigua.) El 4, a las 11 y 3 minutos a.m., lo llamó por teléfono un redactor de la Yidische Zaitung; el doctor Yarmolinsky no respondió; lo hallaron en su pieza, ya levemente oscura la cara, casi desnudo bajo una gran capa anacrónica. Yacía no lejos de la puerta que daba al corredor; una puñalada profunda le había partido el pecho. Un par de horas después, en el mismo cuarto, entre periodistas, fotógrafos y gendarmes, el comisario Treviranus y Lönnrot debatían con serenidad el problema.
—No hay que buscarle tres pies al gato —decía Treviranus, blandiendo un imperioso cigarro—. Todos sabemos que el Tetrarca de Galilea posee los mejores zafiros del mundo. Alguien, para robarlos, habrá penetrado aquí por error. Yarmolinsky se ha levantado; el ladrón ha tenido que matarlo. ¿Qué le parece?
—Posible, pero no interesante —respondió Lönnrot—. Usted replicará que la realidad no tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la realidad puede prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis. En la que usted ha improvisado, interviene copiosamente el azar. He aquí un rabino muerto; yo preferiría una explicación puramente rabínica, no los imaginarios percances de un imaginario ladrón.
Treviranus repuso con mal humor:
—No me interesan las explicaciones rabínicas; me interesa la captura del hombre que apuñaló a este desconocido.
—No tan desconocido —corrigió Lönnrot—. Aquí están sus obras completas. —Indicó en el placard una fila de altos volúmenes: una Vindicación de la cábala; un Examen de la filosofia de Robert Flood; una traducción literal del Sepher Yezirah; una Biografía del Baal Shem; una Historia de la secta de los Hasidim; una monografía (en alemán) sobre el Tetragrámaton; otra, sobre la nomenclatura divina del Pentateuco. El comisario los miró con temor, casi con repulsión. Luego, se echó a reír.
—Soy un pobre cristiano —repuso—. Llévese todos esos mamotretos, si quiere; no tengo tiempo que perder en supersticiones judías.
—Quizá este crimen pertenece a la historia de las supersticiones judías —murmuró Lönnrot.
—Como el cristianismo —se atrevió a completar el redactor de la Yidische Zaitung. Era miope, ateo y muy tímido.
Nadie le contestó. Uno de los agentes había encontrado en la pequeña máquina de escribir una hoja de papel con esta sentencia inconclusa:
La primera letra del Nombre ha sido articulada.

Lönnrot, se abstuvo de sonreír: Bruscamente bibliófilo o hebraísta, ordenó que le hicieran un paquete con los libros del muerto y los llevó a su departamento. Indiferente a la investigación policial, se dedicó a estudiarlos. Un libro en octavo mayor le reveló las enseñanzas de Israel Baal Shem Tobh, fundador de la secta de los Piadosos; otro, las virtudes y terrores del Tetragrámaton, que es el inefable Nombre de Dios; otro, la tesis de que Dios tiene un nombre secreto, en el cual está compendiado (como en la esfera de cristal que los persas atribuyen a Alejandro de Macedonia). Su noveno atributo, la eternidad —es decir, el conocimiento inmediato— de todas las cosas que serán, que son y que han sido en el universo. La tradición enumera noventa y nueve nombres de Dios; los hebraístas atribuyen ese imperfecto número al mágico temor de las cifras pares; los Hasidim razonan que ese hiato señala un centésimo nombre —el Nombre Absoluto.
De esa erudición lo distrajo, a los pocos días, la aparición del redactor de la Yidische Zaitung. Éste quería hablar del asesinato; Lönnrot prefirió hablar de los diversos nombres de Dios; el periodista declaró en tres columnas que el investigador Erik Lönnrot se había dedicado a estudiar los nombres de Dios para dar con el nombre del asesino. Lönnrot, habituado a las simplificaciones del periodismo, no se indignó. Uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro, publicó una edición popular de la Historia de la secta de los Hasidim.
El segundo crimen ocurrió la noche del 3 de enero, en el más desamparado y vacío de los huecos suburbios occidentales de la capital. Hacia el amanecer, uno de los gendarmes que vigilan a caballo esas soledades vio en el umbral de una antigua pinturería un hombre emponchado, yacente. El duro rostro estaba como enmascarado de sangre; una puñalada profunda le había rajado el pecho. En la pared, sobre los rombos amarillos y rojos, había unas palabras en tiza. El gendarme las deletreó... Esa tarde, Treviranus y Lönnrot se dirigieron a la remota escena del crimen. A izquierda y a derecha del automóvil, la ciudad se desintegraba; crecía el firmamento y ya importaban poco las casas y mucho un horno de ladrillos o un álamo. Llegaron a su pobre destino: un callejón final de tapias rosadas que parecían reflejar de algún modo la desaforada puesta de sol. El muerto ya había sido identificado. Era Daniel Simón Azevedo, hombre de alguna fama en los antiguos arrabales del Norte, que había ascendido de carrero a guapo electoral, para degenerar después en ladrón y hasta en delator. (El singular estilo de su muerte les pareció adecuado: Azevedo era el último representante de una generación de bandidos que sabía el manejo del puñal, pero no del revólver.) Las palabras de tiza eran las siguientes:
La segunda letra del Nombre ha sido articulada.

El tercer crimen ocurrió la noche del 3 de febrero. Poco antes de la una, el teléfono resonó en la oficina del comisario Treviranus. Con ávido sigilo, habló un hombre de voz gutural; dijo que se llamaba Ginzberg (o Ginsburg) y que estaba dispuesto a comunicar, por una remuneración razonable, los hechos de los dos sacrificios de Azevedo y de Yarmolinsky. Una discordia de silbidos y de cornetas ahogó la voz del delator. Después, la comunicación se cortó. Sin rechazar aún la posibilidad de una broma (al fin, estaban en carnaval) Treviranus indagó que le habían hablado desde Liverpool House, taberna de la Rue de Toulon —esa calle salobre en la que conviven el cosmorama y la lechería, el burdel y los vendedores de biblias—. Treviranus habló con el patrón. Éste (Black Finnegan, antiguo criminal irlandés, abrumado y casi anulado por la decencia) le dijo que la última persona que había empleado el teléfono de la casa era un inquilino, un tal Gryphius, que acababa de salir con unos amigos. Treviranus fue en seguida a Liverpool House. El patrón le comunicó lo siguiente: Hace ocho días, Gryphius había tomado una pieza en los altos del bar. Era un hombre de rasgos afilados, de nebulosa barba gris, trajeado pobremente de negro; Finnegan (que destinaba esa habitación a un empleo que Treviranus adivinó) le pidió un alquiler sin duda excesivo; Gryphius inmediatamente pagó la suma estipulada. No salía casi nunca; cenaba y almorzaba en su cuarto; apenas si le conocían la cara en el bar. Esa noche, bajó a telefonear al despacho de Finnegan. Un cupé cerrado se detuvo ante la taberna. El cochero no se movió del pescante; algunos parroquianos recordaron que tenía máscara de oso. Del cupé bajaron dos arlequines, eran de reducida estatura y nadie pudo no observar que estaban muy borrachos. Entre balidos de cornetas, irrumpieron en el escritorio de Finnegan; abrazaron a Gryphius, que pareció reconocerlos, pero que les respondió con frialdad; cambiaron unas palabras en yiddish —él en voz baja, gutural, ellos con voces falsas, agudas— y subieron a la pieza del fondo. Al cuarto de hora bajaron los tres, muy felices; Gryphius, tambaleante, parecía tan borracho como los otros. Iba, alto y vertiginoso, en el medio, entre los arlequines enmascarados. (Una de las mujeres del bar recordó los losanges amarillos, rojos y verdes.) Dos veces tropezó; dos veces lo sujetaron los arlequines. Rumbo a la dársena inmediata, de agua rectangular, los tres subieron al cupé y desaparecieron. Ya en el estribo del cupé, el último arlequín garabateó una figura obscena y una sentencia en una de las pizarras de la recova.
Treviranus vio la sentencia. Era casi previsible, decía:
La última de las letras del Nombre ha sido articulada.

Examinó, después, la piecita de Gryphius-Ginzberg. Había en el suelo una brusca estrella de sangre; en los rincones, restos de cigarrillos de marca húngara; en un armario, un libro en latín —el Philologus hebraeograecus (1739) de Leusden— con varias notas manuscritas. Treviranus lo miró con indignación e hizo buscar a Lönnrot. Éste, sin sacarse el sombrero, se puso a leer, mientras el comisario interrogaba a los contradictorios testigos del secuestro posible. A las cuatro salieron. En la torcida Rue de Toulon, cuando pisaban las serpentinas muertas del alba, Treviranus dijo:
—¿Y si la historia de esta noche fuera un simulacro?
Erik Lönnrot sonrió y le leyó con toda gravedad un pasaje (que estaba subrayado) de la disertación trigésima tercera del Philologus:
Dies Judaeorum incipit a solis occasu usque ad solis occasum die sequentis. Esto quiere decir —agregó—: El día hebreo empieza al anochecer y dura hasta el siguiente anochecer.
El otro ensayó una ironía.
—¿Ese dato es el más valioso que usted ha recogido esta noche?
—No. Más valiosa es una palabra que dijo Ginzberg.
Los diarios de la tarde no descuidaron esas desapariciones periódicas. La Cruz de la Espada las contrastó con la admirable disciplina y el orden del último Congreso Eremítico; Ernst Palast, en El Mártir, reprobó «las demoras intolerables de un pogrom clandestino y frugal, que ha necesitado tres meses para liquidar tres judíos»; la Yidische Zaitung rechazó la hipótesis horrorosa de un complot antisemita, «aunque muchos espíritus penetrantes no admiten otra solución del triple misterio»; el más ilustre de los pistoleros del Sur, Dandy Red Scharlach, juró que en su distrito nunca se producirían crímenes de ésos y acusó de culpable negligencia al comisario Franz Treviranus.
Éste recibió, la noche del primero de marzo, un imponente sobre sellado. Lo abrió: el sobre contenía una carta firmada Baruj Spinoza y un minucioso plano de la ciudad, arrancado notoriamente de un Baedeker. La carta profetizaba que el 3 de marzo no habría un cuarto crimen, pues la pinturería del Oeste, la taberna de la Rue de Toulon y el Hótel du Nord eran «los vértices perfectos de un triángulo equilátero y místico»; el plano demostraba en tinta roja la regularidad de ese triángulo. Treviranus leyó con resignación ese argumento more geometrico y mandó la carta y el plano a casa de Lönnrot —indiscutible merecedor de tales locuras.
Erik Lönnrot las estudió. Los tres lugares, en efecto, eran equidistantes. Simetría en el tiempo (3 de diciembre, 3 de enero, 3 de febrero); simetría en el espacio, también...  Sintió, de pronto, que estaba por descifrar el misterio. Un compás y una brújula completaron esa brusca intuición. Sonrió, pronunció la palabra Tetragrámaton (de adquisición reciente) y llamó por teléfono al comisario. Le dijo:
—Gracias por ese triángulo equilátero que usted anoche me mandó. Me ha permitido resolver el problema. Mañana viernes los criminales estarán en la cárcel; podemos estar muy tranquilos.
—Entonces ¿no planean un cuarto crimen?
—Precisamente porque planean un cuarto crimen, podemos estar muy tranquilos. —Lönnrot colgó el tubo. Una hora después, viajaba en un tren de los Ferrocarriles Australes, rumbo a la quinta abandonada de Triste-le-Roy. Al sur de la ciudad de mi cuento fluye un ciego riachuelo de aguas barrosas, infamado de curtiembres y de basuras.
Del otro lado hay un suburbio fabril donde, al amparo de un caudillo barcelonés, medran los pistoleros. Lönnrot sonrió al pensar que el más afamado —Red Scharlach— hubiera dado cualquier cosa por conocer esa clandestina visita. Azevedo fue compañero de Scharlach; Lönnrot consideró la remota posibilidad de que la cuarta víctima fuera Scharlach. Después, la desechó... Virtualmente, había descifrado el problema; las meras circunstancias, la realidad (nombres, arrestos, caras, trámites judiciales y carcelarios), apenas le interesaban ahora. Quería pasear, quería descansar de tres meses de sedentaria investigación. Reflexionó que la explicación de los crímenes estaba en un triángulo anónimo y en una polvorienta palabra griega. El misterio casi le pareció cristalino; se abochornó de haberle dedicado cien días.
El tren paró en una silenciosa estación de cargas. Lönnrot bajó. Era una de esas tardes desiertas que parecen amaneceres. El aire de la turbia llanura era húmedo y frío. Lönnrot, echó a andar por el campo. Vio perros, vio un furgón en una vía muerta, vio el horizonte, vio un caballo plateado que bebía el agua crapulosa de un charco. Oscurecía cuando vio el mirador rectangular de la quinta de Triste-le-Roy, casi tan alto como los negros eucaliptos que lo rodeaban. Pensó que apenas un amanecer y un ocaso (un viejo resplandor en el oriente y otro en el occidente) lo separaban de la hora anhelada por los buscadores del Nombre.
Una herrumbrada verja definía el perímetro irregular de la quinta. El portón principal estaba cerrado. Lönnrot, sin mucha esperanza de entrar, dio toda la vuelta. De nuevo ante el portón infranqueable, metió la mano entre los barrotes, casi maquinalmente, y dio con el pasador. El chirrido del hierro lo sorprendió. Con una pasividad laboriosa, el portón entero cedió.
Lönnrot avanzó entre los eucaliptos, pisando confundidas generaciones de rotas hojas rígidas. Vista de cerca, la casa de la quinta de Triste-le-Roy abundaba en inútiles simetrías y en repeticiones maniáticas: a una Diana glacial en un nicho lóbrego correspondía en un segundo nicho otra Diana; un balcón se reflejaba en otro balcón; dobles escalinatas se abrían en doble balaustrada. Un Hermes de dos caras proyectaba una sombra monstruosa. Lönnrot rodeó la casa como había rodeado la quinta. Todo lo examinó; bajo el nivel de la terraza vio una estrecha persiana.
La empujó: unos pocos escalones de mármol descendían a un sótano. Lönnrot, que ya intuía las preferencias del arquitecto, adivinó que en el opuesto muro del sótano había otros escalones. Los encontró, subió, alzó las manos y abrió la trampa de salida.
Un resplandor lo guió a una ventana. La abrió: una luna amarilla y circular definía en el triste jardín dos fuentes cegadas. Lönnrot exploró la casa. Por antecomedores y galerías salió a patios iguales y repetidas veces al mismo patio. Subió por escaleras polvorientas a antecámaras circulares; infinitamente se multiplicó en espejos opuestos; se cansó de abrir o entreabrir ventanas que le revelaban, afuera, el mismo desolado jardín desde varias alturas y varios ángulos; adentro, muebles con fundas amarillas y arañas embaladas en tarlatán. Un dormitorio lo detuvo; en ese dormitorio, una sola flor en una copa de porcelana; al primer roce los pétalos antiguos se deshicieron. En el segundo piso, en el último, la casa le pareció infinita y creciente. La casa no es tan grande —pensó—. La agrandan la penumbra, la simetría, los espejos, los muchos años, mi desconocimiento, la soledad.
Por una escalera espiral llegó al mirador. La luna de esa tarde atravesaba los losanges de las ventanas; eran amarillos, rojos y verdes. Lo detuvo un recuerdo asombrado y vertiginoso.
Dos hombres de pequeña estatura, feroces y fornidos, se arrojaron sobre él y lo desarmaron; otro, muy alto, lo saludó con gravedad y le dijo:
—Usted es muy amable. Nos ha ahorrado una noche y un día.
Era Red Scharlach. Los hombres maniataron a Lönnrot. Éste, al fin, encontró su voz.
—Scharlach ¿usted busca el Nombre Secreto?
Scharlach seguía de pie, indiferente. No había participado en la breve lucha, apenas si alargó la mano para recibir el revólver de Lönnrot. Habló; Lönnrot oyó en su voz una fatigada victoria, un odio del tamaño del universo, una tristeza no menor que aquel odio.
—No —dijo Scharlach—. Busco algo más efímero y deleznable, busco a Erik Lönnrot. Hace tres años, en un garito de la Rue de Toulon, usted mismo arrestó e hizo encarcelar a mi hermano. En un cupé, mis hombres me sacaron del tiroteo con una bala policial en el vientre. Nueve días y nueve noches agonicé en esta desolada quinta simétrica; me arrasaba la fiebre, el odioso Jano bifronte que mira los ocasos y las auroras daba horror a mi ensueño y a mi vigilia. Llegué a abominar de mi cuerpo, llegué a sentir que dos ojos, dos manos, dos pulmones, son tan monstruosos como dos caras. Un irlandés trató de convertirme a la fe de Jesús; me repetía la sentencia de los goyim: Todos los caminos llevan a Roma. De noche, mi delirio se alimentaba de esa metáfora: yo sentía que el mundo es un laberinto, del cual era imposible huir, pues todos los caminos, aunque fingieran ir al norte o al sur, iban realmente a Roma, que era también la cárcel cuadrangular donde agonizaba mi hermano y la quinta de Triste-le-Roy. En esas noches yo juré por el dios que ve con dos caras y por todos los dioses de la fiebre y de los espejos tejer un laberinto en torno del hombre que había encarcelado a mi hermano. Lo he tejido y es firme: los materiales son un heresiólogo muerto, una brújula, una secta del siglo xvtii, una palabra griega, un puñal, los rombos de una pinturería.
El primer término de la serie me fue dado por el azar. Yo había tramado con algunos colegas —entre ellos, Daniel Azevedo— el robo de los zafiros del Tetrarca. Azevedo nos traicionó: se emborrachó con el dinero que le habíamos adelantado y acometió la empresa el día antes. En el enorme hotel se perdió; hacia las dos de la mañana irrumpió en el dormitorio de Yarmolinsky. Éste, acosado por el insomnio, se había puesto a escribir. Verosímilmente, redactaba unas notas o un artículo sobre el Nombre de Dios; había escrito ya las palabras: La primera letra del Nombre ha sido articulada. Azevedo le intimó silencio; Yarmolinsky alargó la mano hacia el timbre que despertaría todas las fuerzas del hotel; Azevedo le dio una sola puñalada en el pecho. Fue casi un movimiento reflejo; medio siglo de violencia le había enseñado que lo más fácil y seguro es matar... A los diez días yo supe por la Yidische Zaitung que usted buscaba en los escritos de Yarmolinsky la clave de la muerte de Yarmolinsky Leí la Historia de la secta de los Hasidim; supe que el miedo reverente de pronunciar el Nombre de Dios había originado la doctrina de que ese Nombre es todopoderoso y recóndito. Supe que algunos Hasidim, en busca de ese Nombre secreto, habían llegado a cometer sacrificios humanos... Comprendí que usted conjeturaba que los Hasidim habían sacrificado al rabino; me dediqué a justificar esa conjetura.
Marcelo Yarmolinsky murió la noche del tres de diciembre; para el segundo "sacrificio" elegí la del tres de enero. Murió en el Norte; para el segundo "sacrificio" nos convenía un lugar del Oeste. Daniel Azevedo fue la víctima necesaria. Merecía la muerte: era un impulsivo, un traidor; su captura podía aniquilar todo el plan. Uno de los nuestros lo apuñaló; para vincular su cadáver al anterior, yo escribí encima de los rombos de la pinturería La segunda letra del Nombre ha sido articulada.
El tercer "crimen" se produjo el 3 de febrero. Fue, como Treviranus adivinó, un mero simulacro. Gryphius-Ginzberg-Ginsburg soy yo; una semana interminable sobrellevé (suplementado por una tenue barba postiza) en ese perverso cubículo de la Rue de Toulon, hasta que los amigos me secuestraron. Desde el estribo del cupé, uno de ellos escribió en un pilar La última de las letras del Nombre ha sido articulada. Esa escritura divulgó que la serie de crímenes era triple. Así lo entendió el público; yo, sin embargo, intercalé repetidos indicios para que usted, el razonador Erik Lönnrot, comprendiera que es cuádruple. Un prodigio en el Norte, otros en el Este y en el Oeste, reclaman un cuarto prodigio en el Sur; el Tetragrámaton —el Nombre de Dios, JHVH— consta de cuatro letras; los arlequines y la muestra del pinturero sugieren cuatro términos. Yo subrayé cierto pasaje en el manual de Leusden; ese pasaje manifiesta que los hebreos computaban el día de ocaso a ocaso; ese pasaje da a entender que las muertes ocurrieron el cuatro de cada mes. Yo mandé el triángulo equilátero a Treviranus. Yo presentí que usted agregaría el punto que falta. El punto que determina un rombo perfecto, el punto que prefija el lugar donde una exacta muerte lo espera. Todo lo he premeditado, Erik Lönnrot, para atraerlo a usted a las soledades de Triste-le-Roy.
Lönnrot evitó los ojos de Scharlach. Miró los árboles y el cielo subdivididos en rombos turbiamente amarillos, verdes y rojos. Sintió un poco de frío y una tristeza impersonal, casi anónima. Ya era de noche; desde el polvoriento jardín subió el grito inútil de un pájaro. Lönnrot, consideró por última vez el probema de las muertes simétricas y periódicas.
—En su laberinto sobran tres líneas —dijo por fin—. Yo sé de un laberinto griego que es una línea única, recta. En esa línea se han perdido tantos filósofos que bien puede perderse un mero detective. Scharlach, cuando en otro avatar usted me dé caza, finja (o cometa) un crimen en A, luego un segundo crimen en B, a 8 kilómetros de A, luego un tercer crimen en C, a 4 kilómetros de A y de B, a mitad de camino entre los dos. Aguárdeme después en D, a 2 kilómetros de A y de C, de nuevo a mitad de camino. Máteme en D, como ahora va a matarme en Triste-le-Roy.
—Para la otra vez que lo mate —replicó Scharlach— le prometo ese laberinto, que consta de una sola línea recta y que es invisible, incesante.
Retrocedió unos pasos. Después, muy cuidadosamente, hizo fuego.

  1942


En Ficciones (1944)
Foto: Madrid 1980 EFE Archivo

1/6/14

Jorge Luis Borges: Un sábado





Un hombre ciego en una casa hueca
fatiga ciertos limitados rumbos
y toca las paredes que se alargan
y el cristal de las puertas interiores
y los ásperos lomos de los libros
vedados a su amor y la apagada
platería que fue de los mayores
y los grifos del agua y las molduras
y unas vagas monedas y la llave.
Está solo y no hay nadie en el espejo.
Ir y venir. La mano roza el borde
del primer anaquel. Sin proponérselo,
se ha tendido en la cama solitaria
y siente que los actos que ejecuta
interminablemente en su crepúsculo
obedecen a un juego que no entiende
y que dirige un dios indescifrable.
En voz alta repite y cadenciosa
fragmentos de los clásicos y ensaya
variaciones de verbos y de epítetos
y bien o mal escribe este poema.



En Historia de la noche, 1977
Imagen: Sara Facio


31/5/14

Jorge Luis Borges: Tema del traidor y del héroe





So the Platonic Year
Whirls out new right and wrong
Whirls in the old instead;
All men are dancers and their tread
Goes to the barbarous clangour of a gong.

W B. Yeats,
The Tower


Bajo el notorio influjo de Chesterton (discurridor y exornador de elegantes misterios) y del consejero áulico Leibniz (que inventó la armonía preestablecida), he imaginado este argumento, que escribiré tal vez y que ya de algún modo me justifica, en las tardes inútiles. Faltan pormenores, rectificaciones, ajustes; hay zonas de la historia que no me fueron reveladas aún; hoy, 3 de enero de 1944, la vislumbro así.

La acción transcurre en un país oprimido y tenaz: Polonia, Irlanda, la república de Venecia, algún Estado sudamericano o balcánico... Ha transcurrido, mejor dicho, pues aunque el narrador es contemporáneo, la historia referida por él ocurrió al promediar o al empezar el siglo XIX. Digamos (para comodidad narrativa) Irlanda; digamos 1824. El narrador se llama Ryan; es bisnieto del joven, del heroico, del bello, del asesinado Fergus Kilpatrick, cuyo sepulcro fue misteriosamente violado, cuyo nombre ilustra los versos de Browning y de Hugo, cuya estatua preside un cerro gris entre ciénagas rojas.

Kilpatrick fue un conspirador, un secreto y glorioso capitán de conspiradores; a semejanza de Moisés que, desde la tierra de Moab, divisó y no pudo pisar la tierra prometida, Kilpatrick pereció en la víspera de la rebelión victoriosa que había premeditado y soñado. Se aproxima la fecha del primer centenario de su muerte; las circunstancias del crimen son enigmáticas; Ryan, dedicado a la redacción de una biografía del héroe, descubre que el enigma rebasa lo puramente policial. Kilpatrick fue asesinado en un teatro; la policía británica no dio jamás con el matador; los historiadores declaran que ese fracaso no empaña su buen crédito, ya que tal vez lo hizo matar la misma policía. Otras facetas del enigma inquietan a Ryan. Son de carácter cíclico: parecen repetir o combinar hechos de remotas regiones, de remotas edades. Así, nadie ignora que los esbirros que examinaron el cadáver del héroe hallaron una carta cerrada que le advertía el riesgo de concurrir al teatro, esa noche; también julio César, al encaminarse al lugar donde lo aguardaban los puñales de sus amigos, recibió un memorial que no llegó a leer, en que iba declarada la traición, con los nombres de los traidores. La mujer de César, Calpurnia, vio en sueños abatida una torre que le había decretado el Senado; falsos y anónimos rumores, la víspera de la muerte de Kilpatrick, publicaron en todo el país el incendio de la torre circular de Kilgarvan, hecho que pudo parecer un presagio, pues aquél había nacido en Kilgarvan. Esos paralelismos (y otros) de la historia de César y de la historia de un conspirador irlandés inducen a Ryan a suponer una secreta forma del tiempo, un dibujo de líneas que se repiten. Piensa en la historia decimal que ideó Condorcet; en las morfologías que propusieron Hegel, Spengler y Vico; en los hombres de Hesíodo, que degeneran desde el oro hasta el hierro. Piensa en la transmigración de las almas, doctrina que da horror a las letras célticas y que el propio César atribuyó a los druidas británicos; piensa que antes de ser Fergus Kilpatrick, Fergus Kilpatrick fue Julio César. De esos laberintos circulares lo salva una curiosa comprobación, una comprobación que luego lo abisma en otros laberintos más inextricables y heterogéneos: ciertas palabras de un mendigo que conversó con Fergus Kilpatrick el día de su muerte, fueron prefiguradas por Shakespeare, en la tragedia de Macbeth.

Que la historia hubiera copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso; que la historia copie a la literatura es inconcebible... Ryan indaga que en 1814, James Alexander Nolan, el más antiguo de los compañeros del héroe, había traducido al gaélico los principales dramas de Shakespeare; entre ellos, Julio César. También descubre en los archivos un artículo manuscrito de Nolan sobre los Festspiele de Suiza: vastas y errantes representaciones teatrales, que requieren miles de actores y que reiteran episodios históricos en las mismas ciudades y montañas donde ocurrieron. Otro documento inédito le revela que, pocos días antes del fin, Kilpatrick, presidiendo el último cónclave, había firmado la sentencia de muerte de un traidor, cuyo nombre ha sido borrado. Esta sentencia no condice con los piadosos hábitos de Kilpatrick.

Ryan investiga el asunto (esa investigación es uno de los hiatos del argumento) y logra descifrar el enigma.

Kilpatrick fue ultimado en un teatro, pero de teatro hizo también la entera ciudad, y los actores fueron legión, y el drama coronado por su muerte abarcó muchos días y muchas noches. He aquí lo acontecido:

El 2 de agosto de 1824 se reunieron los conspiradores. El país estaba maduro para la rebelión; algo, sin embargo, fallaba siempre: algún traidor había en el cónclave. Fergus Kilpatrick había encomendado a James Nolan el descubrimiento de ese traidor. Nolan ejecutó su tarea: anunció en pleno cónclave que el traidor era el mismo Kilpatrick.

Demostró con pruebas irrefutables la verdad de la acusación; los conjurados condenaron a muerte a su presidente. Éste firmó su propia sentencia, pero imploró que su castigo no perjudicara a la patria.

Entonces Nolan concibió un extraño proyecto. Irlanda idolatraba a Kilpatrick; la más tenue sospecha de su vileza hubiera comprometido la rebelión; Nolan propuso un plan que hizo de la ejecución del traidor el instrumento para la emancipación de la patria. Sugirió que el condenado muriera a manos de un asesino desconocido, en circunstancias deliberadamente dramáticas, que se grabaran en la imaginación popular y que apresuraran la rebelión. Kilpatrick juró colaborar en este proyecto, que le daba ocasión de redimirse y que rubricaría su muerte.

Nolan, urgido por el tiempo, no supo íntegramente inventar las circunstancias de la múltiple ejecución; tuvo que plagiar a otro dramaturgo, al enemigo inglés William Shakespeare. Repitió escenas de Macbeth, de Julio César. La pública y secreta representación comprendió varios días. El condenado entró en Dublín, discutió, obró, rezó, reprobó, pronunció palabras patéticas, y cada uno de esos actos que reflejaría la gloria, había sido prefijado por Nolan. Centenares de actores colaboraron con el protagonista; el rol de algunos fue complejo; el de otros, momentáneo. Las cosas que dijeron e hicieron perduran en los libros históricos, en la memoria apasionada de Irlanda. Kilpatrick, arrebatado por ese minucioso destino que lo redimía y que lo perdía, más de una vez enriqueció con actos y palabras improvisadas el texto de su juez. Así fue desplegándose en el tiempo el populoso drama, hasta que el 6 de agosto de 1824, en un palco de funerarias cortinas que prefiguraba el de Lincoln, un balazo anhelado entró en el pecho del traidor y del héroe, que apenas pudo articular, entre dos efusiones de brusca sangre, algunas palabras previstas.

En la obra de Nolan, los pasajes imitados de Shakespeare son los menos dramáticos; Ryan sospecha que el autor los intercaló para que una persona, en el porvenir, diera con la verdad. Comprende que él también forma parte de la trama de Nolan... Al cabo de tenaces cavilaciones, resuelve silenciar el descubrimiento. Publica un libro dedicado a la gloria del héroe; también eso, tal vez, estaba previsto.



En Ficciones (1944)
Foto ©Raúl Urbina/Cocer/Getty Images

30/5/14

Jorge Luis Borges en su voz: El Golem





Si (como el griego afirma en el Cratilo)
el nombre es arquetipo de la cosa
en las letras de 'rosa' está la rosa
y todo el Nilo en la palabra 'Nilo'.

Y, hecho de consonantes y vocales,
habrá un terrible Nombre, que la esencia
cifre de Dios y que la Omnipotencia
guarde en letras y sílabas cabales.

Adán y las estrellas lo supieron
en el Jardín. La herrumbre del pecado
(dicen los cabalistas) lo ha borrado
y las generaciones lo perdieron.

Los artificios y el candor del hombre
no tienen fin. Sabemos que hubo un día
en que el pueblo de Dios buscaba el Nombre
en las vigilias de la judería.

No a la manera de otras que una vaga
sombra insinúan en la vaga historia,
aún está verde y viva la memoria
de Judá León, que era rabino en Praga.

Sediento de saber lo que Dios sabe,
Judá León se dio a permutaciones
de letras y a complejas variaciones
y al fin pronunció el Nombre que es la Clave,

la Puerta, el Eco, el Huésped y el Palacio,
sobre un muñeco que con torpes manos
labró, para enseñarle los arcanos
de las Letras, del Tiempo y del Espacio.

El simulacro alzó los soñolientos
párpados y vio formas y colores
que no entendió, perdidos en rumores
y ensayó temerosos movimientos.

Gradualmente se vio (como nosotros)
aprisionado en esta red sonora
de Antes, Después, Ayer, Mientras, Ahora,
Derecha, Izquierda, Yo, Tú, Aquellos, Otros.

(El cabalista que ofició de numen
a la vasta criatura apodó Golem;
estas verdades las refiere Scholem
en un docto lugar de su volumen.)

El rabí le explicaba el universo
"esto es mi pie; esto el tuyo, esto la soga."
y logró, al cabo de años, que el perverso
barriera bien o mal la sinagoga.

Tal vez hubo un error en la grafía
o en la articulación del Sacro Nombre;
a pesar de tan alta hechicería,
no aprendió a hablar el aprendiz de hombre.

Sus ojos, menos de hombre que de perro
y harto menos de perro que de cosa,
seguían al rabí por la dudosa
penumbra de las piezas del encierro.

Algo anormal y tosco hubo en el Golem,
ya que a su paso el gato del rabino
se escondía. (Ese gato no está en Scholem
pero, a través del tiempo, lo adivino.)

Elevando a su Dios manos filiales,
las devociones de su Dios copiaba
o, estúpido y sonriente, se ahuecaba
en cóncavas zalemas orientales.

El rabí lo miraba con ternura
y con algún horror. '¿Cómo' (se dijo)
'pude engendrar este penoso hijo
y la inacción dejé, que es la cordura?'

'¿Por qué di en agregar a la infinita
serie un símbolo más? ¿Por qué a la vana
madeja que en lo eterno se devana,
di otra causa, otro efecto y otra cuita?'

En la hora de angustia y de luz vaga,
en su Golem los ojos detenía.
¿Quién nos dirá las cosas que sentía
Dios, al mirar a su rabino en Praga?


En El otro, el mismo (1964)
Imagen: Borges por Enrique Hernández D’ Jesús

29/5/14

Jorge Luis Borges: El tiempo circular









Yo suelo regresar eternamente al Eterno Regreso; en estas líneas procuraré (con el socorro de algunas ilustraciones históricas) definir sus tres modos fundamentales.

El primero ha sido imputado a Platón. Éste, en el trigésimo noveno párrafo del Timeo, afirma que los siete planetas, equilibradas sus diversas velocidades, regresarán al punto inicial de partida: revolución que constituye el año perfecto. Cicerón (De la naturaleza de los dioses, libro segundo) admite que no es fácil el cómputo de ese vasto período celestial, pero que ciertamente no se trata de un plazo ilimitado; en una de sus obras perdidas, le fija doce mil novecientos cincuenta y cuatro "de los que nosotros llamamos años" (Tácito: Diálogo de los oradores, 16). Muerto Platón, la astrología judiciaria cundió en Atenas. Esta ciencia, como nadie lo ignora, afirma que el destino de los hombres está regido por la posición de los astros. Algún astrólogo que no había examinado en vano el Timeo formuló este irreprochable argumento: si los períodos planetarios son cíclicos, también la historia universal lo será; al cabo de cada año platónico renacerán los mismos individuos y cumplirán el mismo destino. El tiempo atribuyó a Platón esa conjetura. El 1616 escribió Lucilio Vanini: "De nuevo Aquiles irá a Troya; renacerán las ceremonias y religiones; la historia humana se repite; nada hay ahora que no fue; lo que ha sido, será; pero todo ello en general, no (como determina Platón) en particular" (De admirandis naturae arcanis, diálogo 52). En 1643 Thomas Browne declaró en una de las notas del primer libro de la Religio medici: "Año de Platón —Plato's year— es un curso de siglos después del cual todas las cosas recuperarán su estado anterior y Platón, en su escuela, de nuevo explicará esta doctrina." En este primer modo de concebir el eterno regreso, el argumento es astrológico.

El segundo está vinculado a la gloria de Nietzsche, su más patético inventor o divulgador. Un principio algebraico lo justifica: la observación de que un número n de objetos —átomos en la hipótesis de Le Bon, fuerzas en la de Nietzsche, cuerpos simples en la del comunista Blanqui— es incapaz de un número infinito de variaciones.

De las tres doctrinas que he enumerado, la mejor razonada y la más compleja, es la de Blanqui. Éste, como Demócrito (Cicerón: Cuestiones académicas, libro segundo, 40), abarrota de mundos facsimilares y de mundos disímiles no sólo el tiempo sino el interminable espacio también. Su libro hermosamente se titula L'eternité par les astres; es de 1872. Muy anterior es un lacónico pero suficiente pasaje de David Hume; consta en los Dialogues concerning natural religión (1779) que se propuso traducir Schopenhauer; que yo sepa, nadie lo ha destacado hasta ahora. Lo traduzco literalmente: "No imaginemos la materia infinita, como lo hizo Epicuro; imaginémosla finita. Un número finito de partículas no es susceptible de infinitas trasposiciones; en una duración eterna, todos los órdenes y colocaciones posibles ocurrirán un número infinito de veces. Este mundo, con todos sus detalles, hasta los más minúsculos, ha sido elaborado y aniquilado, y será elaborado y aniquilado: infinitamente" (Dialogues, VIII).

De esta serie perpetua de historias universales idénticas observa Bertrand Russell: "Muchos escritores opinan que la historia es cíclica, que el presente estado del mundo, con sus pormenores más ínfimos, tarde o temprano volverá. ¿Cómo se formula esa hipótesis? Diremos que el estado posterior es numéricamente idéntico al anterior; no podemos, decir que ese estado ocurre dos veces, pues ello postularía un sistema cronológico —since that would imply a system of dating— que la hipótesis nos prohíbe. El caso equivaldría al de un hombre que da la vuelta al mundo: no dice que el punto de partida y el punto de llegada son dos lugares diferentes pero muy parecidos; dice que son el mismo lugar. La hipótesis de que la historia es cíclica puede enunciarse de esta manera: formemos el conjunto de todas las circunstancias contemporáneas de una circunstancia determinada; en ciertos casos todo el conjunto se precede a sí mismo" (An inquiry into meaning and truth, 1940, pág. 102).

Arribo al tercer modo de interpretar las eternas repeticiones: el menos pavoroso y melodramático, pero también el único imaginable. Quiero decir la concepción de ciclos similares, no idénticos. Imposible formar el catálogo infinito de autoridades: pienso en los días y las noches de Brahma; en los períodos cuyo inmóvil reloj es una pirámide, muy lentamente desgastada por el ala de un pájaro, que cada mil y un años la roza; en los hombres de Hesíodo, que degeneran desde el oro hasta el hierro; en el mundo de Heráclito, que es engendrado por el fuego y que cíclicamente devora el fuego; en el mundo de Séneca y de Crisipo, en su aniquilación por el fuego, en su renovación por el agua; en la cuarta bucólica de Virgilio y en el espléndido eco de Shelley; en el Eclesiastés; en los teósofos; en la historia decimal que ideó Condorcet, en Francis Bacon y en Uspenski; en Gerald Heard, en Spengler y en Vico; en Schopenhauer, en Emerson; en los First principles de Spencer y en Eureka de Poe... De tal profusión de testimonios bástame copiar uno, de Marco Aurelio: "Aunque los años de tu vida fueren tres mil o diez veces tres mil, recuerda que ninguno pierde otra vida que la que vive ahora ni vive otra que la que pierde. El término más largo y el más breve son, pues, iguales. El presente es de todos; morir es perder el presente, que es un lapso brevísimo. Nadie pierde el pasado ni el porvenir, pues a nadie pueden quitarle lo que no tiene. Recuerda que todas las cosas giran y vuelven a girar por las mismas órbitas y que para el espectador es igual verla un siglo o dos o infinitamente" (Reflexiones, 14).

Si leemos con alguna seriedad las líneas anteriores (id est, si nos resolvemos a no juzgarlas una mera exhortación o moralidad), veremos que declaran, o presuponen, dos curiosas ideas. La primera: negar la realidad del pasado y del porvenir. La enuncia este pasaje de Schopenhauer: "La forma de aparición de la voluntad es sólo el presente, no el pasado ni el porvenir: éstos no existen más que para el concepto y por el encadenamiento de la conciencia, sometida al principio de razón. Nadie ha vivido en el pasado, nadie vivirá en el futuro; el presente es la forma de toda vida" (El mundo como voluntad y representación, primer tomo, 54). La segunda: negar, como el Eclesiastés, cualquier novedad. La conjetura de que todas las experiencias del hombre son (de algún modo) análogas, puede a primera vista parecer un mero empobrecimiento del mundo.

Si los destinos de Edgar Allan Poe, de los vikings, de Judas Iscariote y de mi lector secretamente son el mismo destino —el único destino posible—, la historia universal es la de un solo hombre. En rigor, Marco Aurelio no nos impone esta simplificación enigmática. (Yo imaginé hace tiempo un cuento fantástico, a la manera de León Bloy: un teólogo consagra toda su vida a confutar a un heresiarca; lo vence en intrincadas polémicas, lo denuncia, lo hace quemar; en el Cielo descubre que para Dios el heresiarca y él forman una sola persona.) Marco Aurelio afirma la analogía, no la identidad, de los muchos destinos individuales. Afirma que cualquier lapso —un siglo, un año, una sola noche, tal vez el inasible presente— contiene íntegramente la historia. En su forma extrema esa conjetura es de fácil refutación: un sabor difiere de otro sabor, diez minutos de dolor físico no equivalen a diez minutos de álgebra. Aplicada a grandes períodos, a los setenta años de edad que el Libro de los Salmos nos adjudica, la conjetura es verosímil o tolerable. Se reduce a afirmar que el número de percepciones, de emociones, de pensamientos, de vicisitudes humanas, es limitado, y que antes de la muerte lo agotaremos. Repite Marco Aurelio: "Quien ha mirado lo presente ha mirado todas las cosas: las que ocurrieron en el insondable pasado, las que ocurrirán en el porvenir" (Reflexiones, libro sexto, 37).

En tiempos de auge la conjetura de que la existencia del hombre es una cantidad constante, invariable, puede entristecer o irritar; en tiempos que declinan (como éstos), es la promesa de que ningún oprobio, ninguna calamidad, ningún dictador podrá empobrecernos.


En Historia de la eternidad, 1936
Imagen: Borges en México - CONACULTA


28/5/14

Jorge Luis Borges - Alicia Jurado: Doctrinas budistas







La Rueda de la Ley

En el Sermón de Benarés, predicado en el Parque de las Gacelas, el Buddha condena la vida carnal, que es baja, innoble, material, indigna e insensata, y la vida ascética, que es indigna, insensata y dolorosa. Predica una Vía Media: el Sagrado Óctuple Sendero, al que conducen las Cuatro Nobles Verdades.

Estas verdades son: el sufrimiento, el origen del sufrimiento, la aniquilación del sufrimiento y el camino que lleva a la aniquilación del sufrimiento, o sea, el Óctuple Sendero. Deussen observa que el cuarto miembro de la serie ha sido agregado artificialmente a los otros, ya que, como se ha dicho, la cuarta Noble Verdad no es otra cosa que el Óctuple Sendero. Deussen opina que en el Parque de las Gacelas se habló del Óctuple Sendero y que la doctrina de las Verdades es una adición ulterior. Según Kern, las Cuatro Verdades aplican al problema cósmico una antigua fórmula médica y corresponderían a la enfermedad, al diagnóstico, a la curación y al tratamiento.

¿Qué es el sufrimiento? El Buddha responde: «Es nacer, envejecer, enfermarse, estar con lo que se odia, no estar con lo que se ama, desear y anhelar y no conseguir».

¿Cuál es el origen del sufrimiento? El Buddha responde: «Es la Sed (Trishna) que lleva de reencarnación en reencarnación acompañada de deleites sensuales y que, ya en un punto, ya en otro, quiere saciarse». La Sed del Buddha corresponde a la Cosa en Sí de Schopenhauer, la Voluntad; también al élan vital de Bergson, a la life force de Bernard Shaw. El Buddha y Schopenhauer condenan la Voluntad y la Sed; Bergson y Shaw afirman el ímpetu vital y la fuerza vital.

¿Qué es la aniquilación del sufrimiento? El Buddha responde: «Es la aniquilación de esa Sed que lleva de reencarnación en reencarnación, acompañada de deleites sensuales y que, ya en un punto, ya en otro, quiere saciarse». El nombre técnico de esa aniquilación es Nirvana, concepto que se estudiará más adelante.

¿Cuál es el camino que lleva a la aniquilación del sufrimiento? El Buddha responde: «Es el Sagrado Óctuple Sendero: recto conocimiento, recto pensamiento, rectas palabras, rectas obras, recta vida, recto esfuerzo, recta consideración y recta meditación». Estas normas integran una Vía Media, equidistante de la vida carnal y de la vida ascética, de los excesos del rigor y de los excesos de la licencia.

La doctrina, observa Köppen, no es dogmática ni especulativa; es moral y práctica. Lo confirman las palabras del mismo Buddha: «Así como el océano tiene un solo sabor, el sabor de la sal, esta doctrina tiene un solo sabor, el sabor de la salvación». Los ocho abstractos términos del Sendero han sido interpretados de diversa manera por los comentadores. El término inicial ha sido traducido por «fe, comprensión, opiniones, conocimiento»; el penúltimo, por «atención, concentración, vigilancia, memoria» (esta, según Köppen, se refiere al diario ejercicio de recordar los actos ejemplares del maestro). La justa o recta concentración es el éxtasis, la etapa más alta. A primera vista, tales divergencias son alarmantes, pero no impiden una visión general del sistema. No hay que olvidar, por lo demás, que una recta comprensión intelectual de la doctrina es harto menos importante que el hecho de asimilarla y vivirla.

Famoso es asimismo el Sermón del Fuego, predicado a mil ermitaños en Uruvela. «Todo, oh discípulos, está en llamas. La vista, oh discípulos, está en llamas, lo visible está en llamas; el sentimiento que nace del contacto con lo visible, ya sea dolor, ya alegría, ya ni dolor ni alegría, está asimismo en llamas. ¿Qué fuego lo inflama? El fuego del deseo, el fuego del odio, el fuego de la ignorancia; el nacimiento, la vejez, la muerte, las penas, las quejas, el dolor, el pesar, la desesperación: tales son mis palabras». Lo que se ha dicho de la vista se aplica después al oído, al olfato, al gusto, al tacto y a la conciencia. La segunda parte del sermón repite el esquema: «Sabiendo eso, oh discípulos, un sabio, un noble oyente de la doctrina rechazará lo visible, rechazará la percepción de lo visible; rechazará el contacto con lo visible, ya sea dolor, ya alegría, ya ni dolor ni alegría». A la vista siguen fatalmente el oído, el olfato, el gusto, el tacto y la conciencia. El sermón concluye con estas palabras: «Rechazado todo esto, un sabio, un noble creyente estará libre de deseos; libre de deseos, estará salvado; salvado, se elevará en él esta convicción: estoy libre; todo nuevo nacimiento está aniquilado, alcanzada la santidad, el deber cumplido; no volveré aquí abajo. Tal es el conocimiento que posee».

También Heráclito de Éfeso recurre al símbolo del fuego para significar que el mundo es efímero y doloroso.


El problema del Nirvana

Afirmar que la fascinación ejercida por el budismo sobre las mentes y las imaginaciones occidentales procede de la palabra nirvana es una exageración evidente que encierra una partícula de verdad. Parece imposible, en efecto, que esa palabra tan sonora y tan enigmática no incluya algo precioso. Los literatos europeos y americanos la han prodigado, raras veces en la acepción originaria; bástenos recordar a Lugones, que la usa para significar la apatía o la confusión:
  
Vago pavor lo amilana
 y va a escribirle por fin
 desde su informe nirvana…

Menos eufónica es la forma pali nibbana o la china ni-pan. Nirvana es la palabra sánscrita que, etimológicamente, vale por «apagamiento», «extinción»; también cabría traducir «el extinguirse» o «el apagarse». La palabra es apta, ya que los textos clásicos del budismo suelen comparar la conciencia con la llama de una lámpara, que es y no es la misma en distintas horas de la noche.

El Buddha no acuñó esta voz; también los jainistas la usan. En el Mahabharata se habla de Nirvana y, varias veces, de brahmanirvanam, extinción de Brahma. La locución «apagarse en Brahma», «apagarse en la divinidad», puede sugerir una gota que se pierde en el océano o una chispa que desaparece en el fuego cósmico: Deussen observa que, para los hindúes, el alma individual es todo el océano y todo el fuego. En muchos pasajes, Nirvana es sinónimo de Brahma y de felicidad; apagarse en Brahma es intuir que uno mismo es Brahma.

En cambio, el budismo niega, adelantándose a Hume, la conciencia y la materia, el objeto y el sujeto, el alma y la divinidad. Para las Upanishadas[1], el proceso cósmico es el sueño de un dios; para el budismo, hay un sueño sin soñador. Detrás del sueño y bajo el sueño no hay a nada. El Nirvana es la única salvación.

Los primeros investigadores europeos acentuaron el carácter negativo del Nirvana; el P. Dahlmann lo llamó «abismo de ateísmo y de nihilismo»; Burnouf lo tradujo anéantissement, «aniquilación»; Schopenhauer, que tanto ha influido en las interpretaciones occidentales de la doctrina del Buddha, considera que Nirvana es un eufemismo de la palabra nada. «Para quienes ha muerto la voluntad, este nuestro universo tan real con todas sus vías lácteas y soles es, exactamente, la nada». Rhys Davids, entre otros, recuerda que el Nirvana es un estado que puede lograrse en esta vida y consiste, no en la extinción de la conciencia, sino de los tres pecados capitales: la sensualidad, la malevolencia y la ignorancia. Pischel habla de la extinción de la Sed, Trishna. Alcanzado el Nirvana, antes de la muerte, las acciones del santo ya no proyectan karma alguno; puede prodigar bondades o cometer crímenes, y estos no engendran recompensa ni castigo, ya que está libre de la Rueda y no renacerá.

El Buddha, bajo la higuera sagrada, logró el Nirvana; cuarenta años después, cuando murió para siempre su cuerpo físico, el parinirvana o nirvana pleno. Lógicamente, el universo debería cesar para el redimido desde el momento en que este comprende su naturaleza ilusoria. Después de la tremenda revelación, debería morir, como mueren quienes han visto a Dios cara a cara (Jehová, en el Sinaí, le dijo a Moisés: «No podrás ver mi cara, pues nadie podrá verme y vivir»). En los textos del Vedanta se lee que el hombre sigue viviendo después de la revelación, como sigue girando el torno del alfarero una vez concluida la vasija. Vive por el impulso de los actos que ha ejecutado antes de la revelación; los ejecutados después no tendrán consecuencias. Sigue viviendo el jivanmukti (el salvado en vida) como quien sueña y sabe que sueña y deja fluir el sueño. Sankara propone esta ilustración: «Como el hombre de ojos enfermos no ve una luna sino dos, pero sabe que hay una, así el hombre salvado sigue percibiendo el mundo sensorial, pero sabe que es falso».

Dahlmann cita un pasaje épico: «Éxito y fracaso, vida y muerte, placer físico y dolor físico; no soy amigo ni enemigo de esas ficciones». En los tantras, textos que corresponden a una degeneración del budismo en el siglo IX, hay reducciones al absurdo del pasaje anterior: «Para él, una brizna de paja es como una joya… un manjar, como el barro; un himno de alabanza, como una injuria; el día, como la noche; lo visto, como lo soñado; la madre, como una perdida; el placer, como el dolor; el cielo, como el infierno; el mal, como el bien».

Los neófitos se preparan para el Nirvana mediante cotidianos ejercicios de irrealidad. Al andar por la calle, al conversar, al comer, al beber, deben reflexionar que esos actos son pasajeros e ilusorios y que no presuponen un actor, un sujeto durable.

Para los místicos judíos, cristianos e islámicos, las imágenes que corresponden al éxtasis son, por lo común, de índole paternal o nupcial; para el budismo, el Nirvana es «puerto de refugio, isla entre los torrentes, fresca gruta, otra orilla, ciudad sagrada, panacea, ambrosía, agua que aplaca la sed de las pasiones, orilla en que se salvan los náufragos del río en los ciclos». En Las preguntas del Rey Milinda se lee que el Nirvana es intemporal y que los sentidos no pueden percibirlo. Si bien llegamos a él mediante una serie de causas, el Nirvana las antecede y existe fuera de ellas. También son inefables su medida y su duración. Hermann Oldenberg observa que los budistas lo conciben metafísicamente como un lugar donde los redimidos descansan; se dice «entrar en el Nirvana». En Las preguntas del Rey Milinda está escrito que así como los ríos entran en el mar y el mar no se llena, los seres van entrando en el Nirvana sin colmarlo jamás. Cabe recordar la sentencia análoga del Eclesiastés: «Los ríos van a la mar y la mar no se hincha», según la versión de Cipriano de Valera.

Quizá el enigma del Nirvana sea idéntico al enigma del sueño; en las Upanishadas se lee que los hombres en el sueño profundo son el universo. Según el Sankhyam, el estado del alma en el sueño profundo es el mismo que alcanzará después de la liberación. El alma libertada es como un espejo en el que no cae reflejo alguno.

El investigador austríaco Erich Frauwallner (Geschichte der indischen Philosophie, Salzburgo, 1953) ha renovado nuestro concepto del Nirvana mediante el estudio del significado de esta palabra en la época del Buddha.

Sabemos ya que Nirvana significa «extinción». Para nosotros, la extinción de una llama equivale a su aniquilamiento; para los hindúes, la llama existe antes de que la enciendan y perdura después de apagada. Encender un fuego es hacerlo visible; apagarlo, es hacerlo desaparecer, no destruirlo. Lo mismo ocurre con la conciencia, según el Buddha: cuando habita el cuerpo la percibimos; cuando muere el cuerpo desaparece, pero no cesa de existir. Al hablar del Nirvana, el Buddha usa palabras positivas; habla de una esfera del Nirvana y de una ciudad del Nirvana.

El aprendizaje del Nirvana es lo esencial de la doctrina predicada por el Buddha. Éste había logrado el conocimiento de todos los misterios del universo, pero lo que se propuso enseñar fue el medio de librarse del Samsara o mundo apariencial. Los textos hablan de la doctrina del puño cerrado, que guarda la sabiduría universal, y de la mano abierta, que prodiga las verdades que necesitamos. Una tradición refiere que el Buddha mostró una hoja a sus discípulos y les dijo que la relación entre esa hoja y los millares que poblaban los árboles de la selva era la misma que existía entre lo enseñado por él y sus infinitos conocimientos. Bastaba al discípulo conocer el camino de su liberación; de ahí la parábola de la flecha, a la que nos hemos referido en un capítulo anterior.


1. Tratados filosóficos y teológicos basados en los Vedas, que los interpretan y comentan


En Qué es el budismo, 1976
En colaboración con Alicia Jurado
Imagen s/d

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