30/3/14

Jorge Luis Borges: El hacedor






Somos el río que invocaste, Heráclito.
Somos el tiempo. Su intangible curso
acarrea leones y montañas,
llorado amor, ceniza del deleite,
insidiosa esperanza interminable,
vastos nombres de imperios que son polvo,
hexámetros del griego y del romano,
lóbrego un mar bajo el poder del alba,
el sueño, ese pregusto de la muerte,
las armas y el guerrero, monumentos,
las dos caras de Jano que se ignoran,
los laberintos de marfil que urden
las piezas de ajedrez en el tablero,
la roja mano de Macbeth que puede
ensangrentar los mares, la secreta
labor de los relojes en la sombra,
un incesante espejo que se mira
en otro espejo y nadie para verlos,
láminas en acero, letra gótica,
una barra de azufre en un armario,
pesadas campanadas del insomnio,
auroras, ponientes y crepúsculos,
ecos, resaca, arena, liquen, sueños.

Otra cosa no soy que esas imágenes
que baraja el azar y nombra el tedio.
Con ellas, aunque ciego y quebrantado,
he de labrar el verso incorruptible
y (es mi deber) salvarme.


En La cifra (1981)
Retrato de Jorge Luis Borges por Sara Facio

29/3/14

Jorge Luis Borges: Una pesadilla







Cerré la puerta de mi departamento y me dirigí al ascensor. Iba a llamarlo cuando un personaje rarísimo ocupó toda mi atención. Era tan alto que yo debí haber comprendido que lo soñaba. Aumentaba su estatura un bonete cónico. Su rostro (que no vi nunca de perfil) tenía algo de tártaro o de lo que yo imagino que es tártaro y terminaba en una barba negra, que también era cónica. Los ojos me miraban burlonamente. Usaba un largo sobretodo negro y lustroso, lleno de grandes discos blancos. Casi tocaba el suelo. Acaso sospechando que soñaba, me atreví a preguntarle no sé en qué idioma por qué vestía de esa manera. Me sonrió con sorna y se desabrochó el sobretodo. Vi que debajo había un largo traje enterizo del mismo material y con los mismos discos blancos, y supe (como se saben las cosas en los sueños) que debajo había otro.

En aquel preciso momento sentí el inconfundible sabor de la pesadilla y me desperté.


En Atlas, 1985
Imagen: Annemarie Heinrich

28/3/14

Jorge Luis Borges: Fragmentos de una tablilla de barro descifrada por Edmund Bishop en 1867





...Es la hora sin sombra. Melkart el Dios rige desde la cumbre del mediodía el mar de Cartago. Aníbal es la espada de Melkart.
Las tres fanegas de anillos de oro de los romanos que perecieron en Apulia, seis veces mil, han arribado al puerto.
Cuando el otoño esté en los racimos habré dictado el verso final.
Alabado sea Baal, Dios de los muchos cielos, alabada sea Tanith, la cara de Baal, que dieron la victoria a Cartago y que me hicieron heredar la vasta lengua púnica, que será la lengua del orbe, y cuyos caracteres son talismánicos.
No he muerto en la batalla como mis hijos, que fueron capitanes en la batalla y que no enterraré, pero a lo largo de las noches he labrado el cantar de las dos guerras y de la exultación.
Nuestro es el mar. ¿Qué saben los romanos del mar?
Tiemblan los mármoles de Roma; han oído el rumor de los elefantes de guerra.
Al fin de quebrantados convenios y de mentirosas palabras, hemos condescendido a la espada.
Tuya es la espada ahora, romano; la tienes clavada en el pecho.
Canté la púrpura de Tiro, que es nuestra madre. Canté los trabajos de quienes descubrieron el alfabeto y surcaron los mares. Canté la pira de la clara reina. Canté los remos y los mástiles y las arduas tormentas...

Berna, 1984.


En Los conjurados, 1985
Imagen: Sara Facio

27/3/14

Jorge Luis Borges: Homenaje a Victoria Ocampo





Discurso pronunciado en la sede central de la Unesco el 15 de mayo de 1979

Señoras, Señores:

Hemos oído varias veces esta noche en boca de Uslar-Pietri un curioso neologismo que fue forjado hará unos dos mil quinientos años por los estoicos, y ese neologismo que sigue siendo asombroso, ambicioso y generoso es la palabra "cosmopolita". Pensemos en lo que significa aquello, pensemos que los griegos se definían por la ciudad en que habían nacido: Zenón de Elea, Tales de Mileto, después Apolonio de Rodas y pensemos en lo extraño de que algunos de los estoicos quisieran modificar aquello y llamarse no ciudadanos de un país, como todavía mezquinamente decimos, sino ciudadanos del cosmos, ciudadanos del orbe, del universo, si es que este universo es un cosmos y no un caos como parece ser muchas veces. Pues bien, recuerdo también un gran escritor americano, Hermán Melville, que dijo en alguna página de "The White Whale " que un hombre tenía que ser a patriot to heaven, es decir tenía que ser leal al cielo y creo que es buena esa ambición de ser cosmopolita, esa idea de ser ciudadanos no de una pequeña parcela del mundo que cambia según las convenciones de la política, según las guerras, con lo que ocurra, si no de sentir todo el mundo como nuestra patria. Pues bien, esa interpretación generosa de la palabra cosmopolita es la que tuvo Victoria. Ahora al decir cosmopolita podemos pensar en turistas, en algo tan borroso como internacional, pero yo creo que el verdadero sentido es éste: somos ciudadanos del mundo o debemos tratar de serlo y que en esa palabra está cifrado de algún modo el destino de Victoria Ocampo. Ser cosmopolita no significa ser indiferente a un país, y ser sensible a otros, no. Significa la generosa ambición de querer ser sensibles a todos los países y a todas las épocas, el deseo de eternidad, el deseo de haber sido muchos, que ha llevado a la teoría de la transmigración de las almas.

Pues bien, Victoria sintió aquello, lo sintió de un modo ejemplar, podemos decir. Indudablemente fue una buena argentina: padeció una honrosa prisión durante la época de la dictadura y luego uno de sus últimos actos fue firmar, éramos pocos, realmente, una protesta contra cierta absurda guerra que se planeaba entonces. Es decir, ella sentía la patria y sentía también las otras patrias, principalmente sentía a Europa y aunque yo abomino del nacionalismo que es un mal de esta época, sin embargo creo poder afirmar que los americanos del norte o del sur podemos sentir Europa de un modo que es difícil que sea sentida por quienes han nacido aquí, ya que aquí un hombre tiende a pensar que es francés, que es inglés, que es alemán y luego siente que es europeo. En cambio nosotros desde esa vida nostálgica que llevamos podemos sentir Europa y eso más allá de lo étnico, más allá de las aventuras de la sangre, eso no importa. Podemos pensar en la cultura occidental, pero también la palabra cultura occidental es falsa, porque la cultura occidental podría definirse como el diálogo de Grecia con Israel o, si ustedes prefieren, podemos pensar en Platón, podemos pensar en la Biblia, en esa reconciliación que la Edad Media logra, de ambas fuentes. Además, ¿qué son los países? Toynbee ha señalado que la historia de Inglaterra es incomprensible sin el contexto. Y recuerdo un verso de Tennyson de quien Chesterton dijo que era un Virgilio provinciano. Tennyson dijo "Saxon and celt and dane are we", es decir, todo inglés puede decir que es sajón, que es celta, que es escandinavo. Y nosotros ¿cuántas sangres se juntan en nosotros? En mí, que yo sepa, sangre portuguesa, sangre española, sangre inglesa, quizás alguna muy lejana e hipotética sangre normanda y sin duda sangre judía. Pero ser español, ¿qué es? Pensemos simplemente en el hecho de España, pensemos en los celtas, pensemos en los fenicios, pensemos en los romanos, pensemos en los godos, en los vándalos que eran germanos, pensemos en los árabes que estuvieron ocho siglos allí, pensemos en los judíos que sin duda estuvieron allí y han dejado ilustres nombres, y en que ser español ya es ser algo múltiple y creo que ya que la idea de razas puras es una idea falsa, creo que esto es una riqueza. Pero más importante que la sangre de nuestro cuerpo es la sangre del espíritu.

¿Y qué seríamos nosotros sin Grecia, ya que Virgilio es inconcebible sin Homero y Homero sin duda es inconcebible sin otros griegos, si es que hubo alguien que se llamó Homero? Es decir, todo el mundo está felizmente unido y, para volver a otro concepto de los estoicos, es la idea que justifica las supersticiones, de que todo el mundo es un organismo. De Quincey dijo que las cosas menores son espejos secretos de las mayores y así se justifican las supersticiones. Todo está unido y el número 13 puede predecir la muerte, ya que todos pertenecen a la misma escritura. Aquí recuerdo lo de Carlyle. Carlyle dijo: la historia es un texto que debemos leer continuamente, que debemos escribir continuamente y, aquí viene el escalofrío: en el que también nos escriben, es decir, somos signos de esa ortografía divina y es la idea de León Bloy y es la idea de los cabalistas.

Pues bien, Victoria sintió la atracción de Europa y luego sentiría la del Oriente, no sabemos si el Oriente existe, no sabemos si la palabra Oriente tiene algún significado para un japonés, para un hindú. Posiblemente no, posiblemente ellos sientan sus diferencias, así como en Europa las diversas naciones sienten sus diferencias. Yo creo, yo diría que debemos tratar de atenuar nuestras diferencias y de sentir nuestras afinidades, pero ese es un error. Yo creo que lo más exacto sería lo que hizo Victoria Ocampo, sentir que el mundo era una fiesta y que esa fiesta le ofrecía muchos sabores y querer gustarlos a todos y hacer que los otros gustaran de ellos. Uslar-Pietri se acordará de Arturo Capdevila. Arturo Capdevila tiene un libro titulado "La fiesta del mundo". Se dirá que ya que el mundo está hecho de muchas cosas, puede ser comparado a cada una de ellas pero lo más hermoso es la idea de compararlo a una fiesta, una fiesta de diversos sabores y yo sé, por haber tratado a Victoria Ocampo durante medio siglo, aunque nunca fuimos amigos íntimos, yo sé que Victoria Ocampo sentía las diversas culturas de Europa. Sintió también, a través de Tagore, a través de la filosofía, a través de Kipling, sintió también a la India, es decir sintió al Oriente.

La vida de Victoria Ocampo es un ejemplo, un ejemplo de hospitalidad. Esa hospitalidad la llevó a recibir tantas culturas, tantos países a través de su memoria llena de versos en diversos idiomas. No siempre estábamos de acuerdo. Ella cometía para mi la herejía de preferir Baudelaire a Hugo y yo cometía para ella la herejía de preferir Hugo a Baudelaire. Pero nuestras discusiones eran discusiones gratas. Yo no recuerdo que ella cometiera el error común, que yo suelo cometer, de admirar a alguien contra alguien. No, era fundamentalmente generosa. Si admiraba a un escritor no lo admiraba contra los demás escritores. Ella no admiraba a Baudelaire contra Hugo o contra Verlaine, no, era mucho más sabia que yo. Yo suelo tender al fanatismo y ella no lo tenía. El recuerdo de Victoria Ocampo me acompañará siempre. Yo no era nadie, yo era un muchacho desconocido en Buenos Aires, Victoria Ocampo fundó la revista Sur y me llamó, para mi gran sorpresa, a ser uno de los socios fundadores. En aquel tiempo yo no existía, la gente no me veía a mí como Jorge Luis Borges, me veía como hijo de Leonor Acevedo, como hijo del Dr. Borges, como nieto del coronel, etc. Pero ella me vio a mí, ella me distinguió cuándo casi no era nadie, cuando yo empezaba a ser el que soy si es que soy alguien todavía, porque a veces tengo mis dudas, a veces creo que soy una superstición de ustedes y ustedes me han inventado, sobre todo Francia me ha inventado. Yo era el hombre invisible de Wells en Buenos Aires y luego recibí aquel premio internacional. Bueno, ahí votó por mí Roger Caillois y entonces empezaron a verme en Buenos Aires, se dieron cuenta que yo estaba allí y todo eso lo debo también a Victoria Ocampo. Fui nombrado director de la Biblioteca Nacional después de los años aciagos de la dictadura de cuyo nombre no quiero acordarme y debo eso a la iniciativa de Esther Zemborain de Torres y de Victoria Ocampo. A ellas se les ocurrió que yo podía ocupar el sillón de Groussac y de Mármol. A mí me pareció que eso era imposible. Les dije: "Quien mucho abarca poco aprieta, yo preferiría dirigir la Biblioteca de Lomas de Zamora" que es un pueblo que está al sur de Buenos Aires. Victoria me dijo: "No sea idiota". Efectivamente, ocupé el sillón de Groussac. Yo dirigí aquella biblioteca y descubrí que se cumplía en mí un hecho que voy a recordar ahora. El hecho es éste: Groussac había sido ciego y había dirigido la biblioteca. A mí me dieron un tiempo los 900.000 volúmenes (habrá menos ahora, habrán robado muchos sin duda, digamos unos 800.000 ahora) de la Biblioteca Nacional y descubrí que estaba ciego, apenas podía descifrar las carátulas y los lomos de los libros. Entonces escribí un poema, pero una vez que escribí esos poemas sobre Dios, que con magnífica ironía me dio a la vez los libros y la noche, descubrí que esa dinastía era triple, ya que José Mármol, el olvidado novelista argentino, que ha fijado para todos los argentinos y quizás para toda América la imagen no sé si más fiel pero si la más vivida del tiempo de Rosas, había sido también ciego. De modo que parece algo misterioso, parece que es muy peligroso ser Director de la Biblioteca, porque uno corre el albur de ser ciego, pero como yo soy el tercero, quizás sea el último. El número tres tiene una significación. Si me piden un recuerdo de Victoria, es curioso, yo recuerdo que nunca estábamos de acuerdo y que siempre nos queríamos mucho, y no nos poníamos de acuerdo, pero éste es un rasgo grato, el hecho de poder estar en desacuerdo con alguien es mucho y ya que estoy en Francia, quiero recordar también a un hombre a quien recuerdo siempre, Pierre Drieu La Rochelle. Yo lo conocí, Victoria lo había invitado, fue uno de los dones que Victoria hizo a nuestro país, y recuerdo que salimos a caminar por los arrabales de Buenos Aires. No sé si era por Chacarita, por el puente de Alsina, por Barracas, no recuerdo muy bien dónde, pero de pronto sentimos la cercanía de la llanura, de pronto sentimos la gravitación de la llanura. Habíamos dejado las casas y estábamos entrando en el campo, entonces Drieu dijo una cosa que no recogió en ningún libro, pero que es la definición de la llanura, que todos los escritores argentinos hemos buscado, con la cual no hemos dado. Fue necesario que aquel normando viniera y nos la dijera. Dijo: "Vertige horizontal", es la expresión magnífica, una hermosa metáfora.

Pues bien, a Victoria le interesaba la literatura francesa, pero no sólo los autores ilustres sino los escritores medianos, por ejemplo si yo hacía una alusión a Gide, Victoria la conocía desde luego. Si yo aludía al Sr. Sherlock Holmes y a su amigo el Dr. Watson ella indudablemente los conocía también. Frecuentaba a Leroux también, y me parece que el hecho de conocer a los escritores menores, de conocer el slang de los diversos idiomas, conocer lo que viene a ser como bromas de familia de los idiomas, esa es la verdadera intimidad con un país. Y ahora sólo me resta decir que es importante honrar a Victoria, pero que es más importante ser dignos de aquella alta memoria de Victoria Ocampo. Debemos tratar de continuar su labor, debemos tratar de interesarnos no en un solo país, en un solo proceso histórico, sino iniciar esa aventura imposible y generosa de la humanidad, debemos interesarnos en el universo. Muchas gracias.

Sur, Buenos Aires, N° 349, enero-junio de 1980
Imagen: Borges con Victoria Ocampo s/d


24/3/14

Jorge Luis Borges: Juan, I, 14





No será menos un enigma esta hoja
que las de Mis libros sagrados
ni aquellas otras que repiten
las bocas ignorantes,
creyéndolas de un hombre, no espejos
oscuros del Espíritu.
Yo que soy el Es, el Fue y el Será,
vuelvo a condescender al lenguaje,
que es tiempo sucesivo y emblema.
Quien juega con un niño juega con algo
cercano y misterioso;
yo quise jugar con Mis hijos.
Estuve entre ellos con asombro y ternura.
Por obra de una magia
nací curiosamente de un vientre.
Viví hechizado, encarcelado en un cuerpo
y en la humildad de un alma.
Conocí la memoria,
esa moneda que no es nunca la misma.
Conocí la esperanza y el temor,
esos dos rostros del incierto futuro.
Conocí la vigilia, el sueño, los sueños,
la ignorancia, la carne,
los torpes laberintos de la razón,
la amistad de los hombres,
la misteriosa devoción de los perros.
Fui amado, comprendido, alabado y pendí de una cruz.
Bebí la copa hasta las heces.
Vi por Mis ojos lo que nunca había visto:
la noche y sus estrellas.
Conocí lo pulido, lo arenoso, lo desparejo, lo áspero,
el sabor de la miel y de la manzana,
el agua en la garganta de la sed,
el peso de un metal en la palma,
la voz humana, el rumor de unos pasos sobre la hierba,
el olor de la lluvia en Galilea,
el alto grito de los pájaros.
Conocí también la amargura.
He encomendado esta escritura a un hombre cualquiera;
no será nunca lo que quiero decir,
no dejará de ser su reflejo.
Desde Mi eternidad caen estos signos.
Que otro, no el que es ahora su amanuense, escriba el poema.
Mañana seré un tigre entre los tigres
y predicaré Mi ley a su selva,
o un gran árbol en Asia.
A veces pienso con nostalgia
en el olor de esa carpintería.


En Elogio de la sombra, 1969
Imagen: Borges por Tyrone Dukes - The New York Times

23/3/14

Jorge Luis Borges en su voz: Borges y yo





Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.

No sé cuál de los dos escribe esta página.



En El hacedor, 1960
Imagen: Borges en París, en 1979. Por Ulf Andersen - Getty.



22/3/14

Jorge Luis Borges: Adrogué






Nadie en la noche indescifrable tema
Que yo me pierda entre las negras flores
Del parque, donde tejen su sistema
Propicio a los nostálgicos amores.

O al ocio de las tardes, la secreta
Ave que siempre un mismo canto afina,
El agua circular y la glorieta,
La vaga estatua y la dudosa ruina.

Hueca en la hueca sombra, la cochera
Marca (lo sé) los trémulos confines
De este mundo de polvo y de jazmines,
Grato a Verlaine y grato a Julio Herrera.

Su olor medicinal dan a la sombra
Los eucaliptos: ese olor antiguo
Que, más allá del tiempo y del ambiguo
Lenguaje, el tiempo de las quintas nombra.

Mi paso busca y halla el esperado
Umbral. Su oscuro borde la azotea
Define y en el patio ajedrezado
La canilla periódica gotea.

Duermen del otro lado de las puertas
Aquéllos que por obra de los sueños
Son en la sombra visionarios dueños
Del vasto ayer y de las cosas muertas.

Cada objeto conozco de este viejo
Edificio: las láminas de mica
Sobre esa piedra gris que se duplica
Continuamente en el borroso espejo.

Y la cabeza de león que muerde
Una argolla y los vidrios de colores
Que revelan al niño los primores
De un mundo rojo y de otro mundo verde.

Más allá del azar y de la muerte
Duran, y cada cual tiene su historia,
Pero todo esto ocurre en esta suerte
De cuarta dimensión, que es la memoria.

En ella y sólo en ella están ahora
Los patios y jardines. El pasado
Los guarda en ese círculo vedado
Que a un tiempo abarca el véspero y la aurora.

¿Cómo pude perder aquel preciso
Orden de humildes y pequeñas cosas,
Inaccesibles hoy como las rosas
Que dio al primer Adán el Paraíso?

El antiguo estupor de la elegía
Me abruma cuando pienso en esa casa
Y no comprendo cómo el tiempo pasa,
Yo, que soy tiempo y sangre y agonía.


En El hacedor, 1960
Imagen: Jorge Luis Borges s/d

21/3/14

Fernando Sorrentino: Siete conversaciones con Jorge Luis Borges: Macedonio




F.S.: ¿Cuándo, dónde y cómo conoció a Macedonio Fernández?

J.L.B.: Macedonio Fernández era muy amigo de mi padre. Se habían propuesto fundar una colonia anarquista en el Paraguay. Mi padre se casó el año 98 y no participó en la colonia. De modo que Macedonio Fernández pertenece a mis primeros recuerdos. Cuando volvimos de Europa, en 1920 ó 21, en el puerto estaba Macedonio Fernández esperándonos.

F.S.: ¿Y cómo era él?

J.L.B.: Era un hombre gris, un hombre de muy pocas palabras, un hombre modesto. Vivía en casas de pensión del barrio de los Tribunales o del barrio de Balvanera —el Once—, donde había nacido. Era abogado. Fumaba, mateaba, pensaba, escribía con mucha facilidad y sin darle ninguna importancia a su obra literaria. Y era el conversador más admirable que yo he conocido.

F.S.: Y como literato, ¿considera importante su obra?

J.L.B.: No puedo decirlo. Porque, cuando yo lo leo, lo leo con la voz de Macedonio, y hasta poniéndome la cara de Macedonio. No sé si, leído por quienes no lo conocieron, queda algo. Por ejemplo, Bioy Casares —que, para mí, es uno de los primeros escritores argentinos— me dijo que él nunca había encontrado nada bueno en Macedonio. Pero es porque no lo había conocido: si lo hubiera conocido, lo habría entendido. Macedonio tenía la mala costumbre de inventar neologismos inútiles. Por ejemplo, en lugar de decir que la poesía es una de las bellas artes, decía la poesía es belarte. Luego, nos aconsejaba a los escritores que firmáramos nuestros libros: Fulano de Tal, Artista de Buenos Aires. Y boberías como ésas, ¿no? Además, como él creía mucho en Buenos Aires, pensaba que el hecho de que alguien fuera popular era una prueba de que valía, porque “¿cómo iba a equivocarse Buenos Aires?”. Parece un argumento muy raro, pero él realmente creía en eso. Por ejemplo: yo le dije que lo había visto representar a Parravicini y que me parecía muy malo. Macedonio nunca lo había visto, pero el hecho de que fuera popular le bastaba. “¿Cómo no va a ser bueno un artista que es popular? ¿Cómo va a equivocarse Buenos Aires?”. Y hasta recuerdo esta frase. Macedonio me dijo: “¿Has visto lo que significa el saber que lo van a leer a uno en Buenos Aires? ¡Ahora hasta los gallegos son inteligentes! Mirá a Unamuno: lo último que ha publicado no es malo, pero, ¿por qué? Porque sabía que iban a leerlo en Buenos Aires”. Una frase absurda: ¿cómo una persona va a escribir mejor o peor porque piense en quién va a leerlo?


En Fernando Sorentino, Siete conversaciones con Jorge Luis Borges
Buenos Aires, Editorial Losada, 2007, págs. 34-36
Fuente: Ignoria
Foto: Borges por Bioy Casares

20/3/14

Roberto Bolaño: El bibliotecario valiente







Empezó como poeta. Admiraba la literatura expresionista alemana (aprendió francés por obligación y alemán por algo que podríamos llamar amor, y lo aprendió sin maestros, solo, como se aprenden las cosas importantes), pero posiblemente nunca leyó a Hans Henny Jahn. En las fotos de los años veinte podemos verlo con un gesto envarado y triste, un joven cuyo cuerpo casi sin aristas parece tender hacia la redondez, hacia la suavidad. Practicó la costumbre de la amistad y fue fiel, sus primeros amigos, en Suiza y en Mallorca, pervivieron en su memoria con el fervor de la adolescencia o de la memoria sin culpa de la adolescencia.

Y tuvo suerte: frecuentó a Cansinos-Assens y descubrió, para siempre, una visión inédita de España. Pero volvió a su país y encontró la posibilidad de un destino. Un destino soñado por él mismo en un país soñado por él mismo. En las inmensidades americanas imaginó el valor y su sombra, la soledad inmaculada de los valientes, el día que se ajusta a la vida como un guante. Y volvió a tener suerte: conoció a Macedonio Fernández y a Ricardo Güiraldes y a Xul Solar, que valían más que la mayoría de los intelectuales españoles que había frecuentado, o eso pensaba él, y pocas veces se equivocó. Su hermana, sin embargo, se casó con un poeta español. Eran los años del Imperio argentino, cuando todo parecía al alcance de la mano y Buenos Aires podía autodenominarse la Chicago del hemisferio sur sin enrojecer acto seguido de vergüenza. Y la Chicago del hemisferio sur tuvo su Carl Sandburg (poeta, por cierto, que él admiró), y se llamó Roberto Arlt. El tiempo los ha juntado y los ha vuelto a separar para siempre. Pero entonces uno de los dos se sumergió en el vértigo y el otro en la búsqueda de la palabra. Del vértigo de Arlt nació la utopía en su estado más demencial: una historia de pistoleros tristes que prefiguraba, del mismo modo que Abaddón el exterminador, de Sabato, el horror que mucho tiempo después se cerniría sobre la república y sobre el continente. De la búsqueda de la palabra, por el contrario, surgió la paciencia y una modesta certidumbre en la felicidad de la literatura. Boedo y Florida fueron los nombres de ambos grupos, el primero designa un barrio popular, el segundo una calle céntrica, y hoy ambos nombres marchan juntos hacia el olvido. Arlt, Gombrowicz (aquella cena que nadie recuerda); pudo haber sido amigo de ellos y no lo fue. De ese diálogo inexistente hoy queda un gran hueco que también es parte de nuestra literatura. Por supuesto, Arlt murió joven, después de una vida agitada y llena de privaciones. Y fue básicamente un prosista. El no. El era poeta, y muy bueno, y escribía ensayos, y sólo bien entrado en la treintena se puso a escribir narraciones. Hay quien dice que lo hizo ante la imposibilidad de convertirse en el poeta más grande de la lengua española. Estaba Neruda, a quien nunca quiso, y la sombra de Vallejo, cuya lectura no frecuentó. Estaba Huidobro, que fue amigo y luego enemigo de su triste e inevitable cuñado español, y Oliverio Girondo, a quien siempre consideró superficial, y luego venía García Lorca, de quien dijo que era un andaluz profesional, y Juan Ramón, de quien se reía, y Cernuda, al que apenas prestó atención. En realidad, sólo estaba Neruda. Estaba Whitman, estaba Neruda y estaba la épica. Aquello que él creía amar, aquello que más amaba. Y entonces se puso a escribir una historia en donde la épica sólo es el reverso de la miseria, en donde la ironía y el humor y unos pocos y esforzados seres humanos a la deriva ocupan el lugar que antes ocupara la épica. El libro es deudor de los Retratos reales e imaginarios, que escribiera su amigo y maestro Alfonso Reyes, y a través del libro del mexicano, de las Vidas imaginarias, de Schwob, a quien ambos querían.

Muchos años después, cuando él ya era el más grande y estaba ciego, visitó la biblioteca de Reyes, en México DF, oficialmente bautizada como "Capilla alfonsina" y no pudo evitar comentar la reacción que ante tal despropósito tendrían los argentinos si a la casa de Lugones se la llamara "Capilla leopoldina". Ese no poder evitar un comentario, su permanente disposición para el diálogo, siempre lo perdió ante los imbéciles. Dijo que su primera lectura del Quijote la hizo en inglés y que ya nunca más le pareció tan bueno como entonces. Se rasgaron las vestiduras los críticos españoles de capa y espada. Y olvidaron que las páginas más certeras sobre el Quijote no las escribió Unamuno, ni la caterva de casposos que siguieron a Unamuno, como el lamentable Ramiro de Maeztu, sino él.

Después de su libro sobre piratas y otros forajidos, escribió dos libros de relatos que probablemente son los dos mejores libros de relatos escritos en español en el siglo XX. El primero aparece en 1941, el segundo en 1949. A partir de ese momento nuestra literatura cambia para siempre. Escribe entonces libros de poesía estrictamente memorables que pasan inadvertidos entre su propia gloria de cuentista fantástico y la ingente masa de musos y musas. Varios, sin embargo, son sus méritos: una escritura clara, una lectura de Whitman, acaso la única que aún se mantiene en pie, un diálogo y un monólogo ante la historia, una aproximación honesta al English verse. Y nos da clases de literatura que nadie escucha. Y lecciones de humor que todos creen comprender y que nadie entiende.

En los últimos días de su vida pidió perdón y confesó que le gustaba viajar. Admiraba el valor y la inteligencia.



Texto incluido en Entre paréntesis (2004)
Foto: Roberto Bolaño por Hugo Villalobos

18/3/14

Jorge Luis Borges: La metáfora





El historiador Snorri Sturluson, que en su intrincada vida hizo tantas cosas, compiló a principios del siglo XIII un glosario de las figuras tradicionales de la poesía de Islandia en el que se lee, por ejemplo, que gaviota del odio, halcón de la sangre, cisne sangriento o cisne rojo, significan el cuervo; y techo de la ballena o cadena de las islas, el mar; y casa de los dientes, la boca. Entretejidas en el verso y llevadas por él, estas metáforas deparan (o depararon) un asombro agradable; luego sentimos que no hay una emoción que las justifique y las juzgamos laboriosas e inútiles. He comprobado que igual cosa ocurre con las figuras del simbolismo y del marinismo.

De "frialdad íntima" y de "poco ingeniosa ingeniosidad" pudo acusar Benedetto Croce a los poetas y oradores barrocos del siglo XVII; en las perífrasis recogidas por Snorri veo algo así como la reductio ad absurdum de cualquier propósito de elaborar metáforas nuevas. Lugones o Baudelaire, he sospechado, no fracasaron menos que los poetas cortesanos de Islandia.

En el libro tercero de la Retórica, Aristóteles observó que toda metáfora surge de la intuición de una analogía entre cosas disímiles; Middleton Murry exige que la analogía sea real y que hasta entonces no haya sido notada (Countries of the Mind, II, 4) Aristóteles, como se ve, funda la metáfora sobre las cosas y no sobre el lenguaje; los tropos conservados por Snorri son (o parecen) resultados de un proceso mental, que no percibe analogías sino que combina palabras; alguno puede impresionar (cisne rojo, halcón de la sangre), pero nada revelan o comunican. Son, para de alguna manera decirlo, objetos verbales, puros e independientes como un cristal o como un anillo de plata. Parejamente, el gramático Licofronte llamó león de la triple noche al dios Hércules porque la noche en que fue engendrado por Zeus duró como tres; la frase es memorable, allende la interpretación de los glosadores, pero no ejerce la función que prescribe Aristóteles. [1]

En el I King, uno de los nombres del universo es los Diez Mil Seres. Hará treinta años, mi generación se maravilló de que los poetas desdeñaran las muchas combinaciones de que esa colección es capaz y maniáticamente se limitaran a unos pocos grupos famosos: las estrellas y los ojos, la mujer y la flor, el tiempo y el agua, la vejez y el atardecer, el sueño y la muerte. Enunciados o despojados así, estos grupos son meras trivialidades, pero veamos algunos ejemplos concretos.

En el Antiguo Testamento se lee (I Reyes 2:10): Y David durmió con sus padres, y fue enterrado en la ciudad de David. En los naufragios, al hundirse la nave, los marineros del Danubio rezaban: Duermo; luego vuelvo a remar [2]. Hermano de la Muerte dijo del Sueño, Homero, en la Ilíada; de esta hermandad diversos monumentos funerarios son testimonio, según Lessing. Mono de la muerte (Affe des Todes) le dijo Wilhelm Klemm, que escribió asimismo: La muerte es la primera noche tranquila. Antes, Heine había escrito: La muerte es la noche fresca; la vida, el día tormentoso... Sueño de la tierra le dijo a la muerte, Vigny; viejo sillón de hamaca (old rocking-chair) le dicen en los blues a la muerte: ésta viene a ser el último sueño, la última siesta, de los negros. Schopenhauer, en su obra, repite la ecuación muerte-sueño; básteme copiar estas líneas: Lo que el sueño es para el individuo, es para la especie la muerte (Welt als Wille, II, 41). El lector ya habrá recordado las palabras de Hamlet: Morir, dormir, tal vez soñar, y su temor de que sean atroces los sueños del sueño de la muerte. Equiparar mujeres a flores es otra eternidad o trivialidad; he aquí algunos ejemplos. Yo soy la rosa de Sarón y el lirio de los valles, dice en el Cantar de los Cantares la sulamita. En la historia de Math, que es la cuarta "rama" de los Mabinogion de Gales, un príncipe requiere una mujer que no sea de este mundo, y un hechicero, "por medio de conjuros y de ilusión, la hace con las flores del roble y con las flores de la retama y con las flores de la ulmaria". En la quinta "aventura" del Nibelungenlied, Sigfrid ve a Kriemhild, para siempre, y lo primero que nos dice es que su tez brilla con el color de las rosas. Ariosto, inspirado por Catulo, compara la doncella a una flor secreta (Orlando, I, 42); en el jardín de Armida, un pájaro de pico purpúreo exhorta a los amantes a no dejar que esa flor se marchite. (Gerusalemme, XVI, 13-15). A fines del siglo XVI, Malherbe quiere consolar a un amigo de la muerte de su hija y en su consuelo están las famosas palabras: Et, rose, elle a vécu ce que vivent les roses. Shakespeare, en un jardín, admira el hondo bermellón de las rosas y la blancura de los lirios, pero estas galas no son, para él, sino sombras de su amor que está ausente (Sonnets, XCVIII). Dios, haciendo rosas, hizo mi cara, dice la reina de Samotracia en una página de Swinburne. Este censo podría no tener fin [3]; básteme recordar aquella escena de Weir of Hermiston —el último libro de Stevenson— en que el héroe quiere saber si en Cristina hay un alma "o si no es otra cosa que un animal del color de las flores".

Diez ejemplos del primer grupo y nueve del segundo he juntado; a veces la unidad esencial es menos aparente que los rasgos diferenciales. ¿Quién, a priori, sospecharía que "sillón de hamaca" y "David durmió con sus padres" proceden de una misma raíz?

El primer monumento de las literaturas occidentales, la llíada, fue compuesto hará tres mil años; es verosímil conjeturar que en ese enorme plazo todas las afinidades íntimas, necesarias (ensueño-vida, sueño-muerte, ríos y vidas que trascurren, etcétera), fueron advertidas y escritas alguna vez. Ello no significa, naturalmente, que se haya agotado el número de metáforas; los modos de indicar o insinuar estas secretas simpatías de los conceptos resultan, de hecho, ilimitados. Su virtud o flaqueza está en las palabras, el curioso verso en que Dante (Purgatorio, I, 13), para definir el cielo oriental invoca una piedra oriental, una piedra límpida en cuyo nombre está, por venturoso azar, el Oriente: Dolce color d'oriental zaffiro es, más allá de cualquier duda, admirable; no así el de Góngora (Soledad, I, 6): En campos de zafiros pace estrellas que es, si no me equivoco, una mera grosería, un mero énfasis [4].

Algún día se escribirá la historia de la metáfora y sabremos la verdad y el error que estas conjeturas encierran.

Notas

1 Digo lo mismo de "águila de tres alas", que es nombre metafórico de la flecha, en la literatura persa (Browne: A Literary History of Persia, III, 262).

2 También se guarda la plegaria final de los marineros fenicios: "Madre de Cartago, devuelvo el remo". A juzgar por monedas del siglo II antes de Jesucristo, debemos entender Sidón por Madre de Cartago.


3 También está con delicadeza la imagen en los famosos versos de Milton ( P. L. IV, 268-271) sobre el rapto de Proserpina, y son éstos de Darío:


Mas a pesar del tiempo terco,

mi sed de amor no tiene fin;
con el cabello gris me acerco
a los rosales del jardín.

Ambos versos derivan de la Escritura, "Y vieron al Dios de Israel; y había debajo de sus pies como un embaldosado de zafiro, semejante al cielo cuando está sereno". (Éxodo, 24; 10.)



En Historia de la eternidad, 1936
Imagen: Borges firmando s/d

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...