15/3/14

Fernando Savater: El tigre entre las sombras



Y detrás de los mitos y las máscaras,
el alma, que está sola.
J. L. Borges


Los premios literarios despiertan las apetencias secretas de la mayoría de los escritores y también su no menos mayoritario público desdén: quienes no los reciben denuncian que están amañados por una conjura de necios y mercachifles, mientras que los galardonados creen de buen tono minimizar sus laureles y hasta suspirar con fingida resignación ante ellos. Unos y otros tributan homenaje a los autores tenazmente desconocidos en tales concursos, sea porque su excelencia no recompensada parece confirmar la de otros que no lograron serlo pese a intentarlo, sea porque se les agradece el no aumentar la nómina de contendientes. Lo cierto es que el público lector se deja seducir alegremente por los oropeles y corre a comprar el último premio Nobel español o chino como si de ello dependiera su beatitud cultural. Este entusiasmo por la reputación consagrada le obliga a tragarse frecuentemente notables bodrios, pero también le revela de vez en cuando un recóndito hechicero que mejora la calidad espiritual de su vida. Depende del premio en cuestión, del ocasional acierto o inspiración del jurado, del azar eventualmente favorable: como casi todo el resto, depende de que la persona debida esté el día preciso en el lugar adecuado.

Mi amigo Cioran me decía que todo éxito se debe a un malentendido. Lo cual no invalida, desde luego, los merecimientos de quien alcanza el éxito..., sólo los compromete un tanto en espera de pruebas ulteriores. El éxito internacional de la obra de Borges se funda en última instancia en su calidad, pero su difusión popular se vio decisivamente propulsada primero por un premio que obtuvo y más tarde por otro premio que nunca consiguió. Del segundo, el Nobel, hablaremos más adelante. En cuanto al primero, fue el premio Formentor de 1961, que compartió nada menos ni nada más que con Samuel Beckett (y luego con Vladimir Nabokov, que se refirió a sus dos predecesores diciendo: “Me siento como un ladrón entre dos santos”, añadiendo con su habitual ferocidad: “A Borges no lo he leído y a Beckett, desgraciadamente, sí”). Ya Borges había logrado otros galardones, como el Premio Nacional de Literatura argentina en 1954, pero fue sin duda el Formentor la anécdota que prioritariamente favoreció su difusión en Europa y Norteamérica. A partir de tal reconocimiento tributado por los más distinguidos editores del viejo continente, sus obras -especialmente Ficciones- fueron traducidas con celeridad y profusión a la mayoría de las lenguas culturalmente relevantes, iniciando la larga andadura de la “borgesmanía” que ya nunca ha cesado, primero entre influyentes exquisitos de cada uno de los países y luego entre la multitud apasionada e ingenua de los lectores de a pie. Ya nada volvió a ser igual en la vida del poeta argentino: pasó de la discutida notoriedad local a la celebración universal y se convirtió en icono de todas las culturas, repetido, comentado, parodiado y zarandeado “del uno al otro confín”, como la fama del pirata cantada por Espronceda. También se inició una noria cosmopolita de viajes y conferencias que, a pesar de sus achaques, siguió in crescendo hasta el final de sus días.

Pero no fue la pleamar de la fama capaz de alterar el estilo ni las preocupaciones que motivaban a Borges como escritor: en cambio fue otro irremediable azar, la ceguera, el que impuso poco a poco sutiles transformaciones en su empeño creativo. Para empezar, le empujó más y más a cultivar la poesía y dentro de la poesía aquella que se somete a los cánones clásicos de la rima. Así lo explica él mismo en su esbozo autobiográfico: “Una consecuencia importante de mi ceguera fue mi abandono gradual del verso libre en favor de la métrica clásica. De hecho, la ceguera me obligó a escribir nuevamente poesía. Ya que los borradores me estaban negados, debía recurrir a la memoria. Es evidente que resulta más fácil memorizar el verso que la prosa, y el verso rimado más que el verso libre. Podría decirse que el verso rimado es portátil. Uno puede caminar por la calle o viajar en subterráneo mientras compone y pule un soneto, ya que la rima y el metro tienen virtudes mnemotécnicas”. Margarita Yourcenar ha señalado que el tiempo es también un escultor poderoso e inventivo, cuya tarea artística tiene como materia prima las obras cinceladas por humanos a las que metamorfosea bellamente desmoronándolas y enmoheciéndolas. La ceguera -desde luego junto al tiempo mismo, una de cuyas advocaciones es la memoria- colabora en el acuñamiento de la obra tardía de Borges, acentuando y simplificando sus perfiles al roerla, rotundizándola, homogeneizándola bajo una pátina de suave emoción intelectual y permitiendo al cabo ciertas monotonías que algunos estamos dispuestos a defender como variaciones melancólicas y cada vez más despojadas hacia lo esencial. “Creo con firmeza que para escribir bien hay que ser discreto” (Autobiografía): la pérdida de la visión y la acumulación de los años facilitaron a Borges el ejercicio de esa virtud, que ni aprecian ni practican la mayor parte de sus colegas contemporáneos..., por no mencionar a quienes han venido después.

Estos cambios en la forma de hacer y de decir implican menos perentoriamente la alteración que la continuidad. Quizá a ello se refiere el propio título de su compilación poética de 1964: El otro, el mismo, en la que se yuxtaponen versos de veinte años atrás con obras del momento. El Poema conjetural, uno de los más significativos, llega del pasado: en él se narran -como ya hemos indicado, la poesía de Borges es prácticamente siempre narrativa, casi nunca exclamativa o ditiràmbica- las vertiginosas reflexiones del doctor Francisco Laprida, un vago ancestro al que todo destinaba como a Borges a una existencia libresca pero que acaba muriendo como hombre de acción y comprende que ése también es su destino: “Ya el primer golpe, / ya el duro hierro que me raja el pecho, / el íntimo cuchillo en la garganta”. El perdurable interés de Borges por el destino y la mitología judaicas, que le llevó a imaginarse una ascendencia vagamente hebrea, cristaliza en su poema El Golem, cuyos antecedentes están sin duda en la novela de su dilecto Gustav.Meyrink y en su frecuentación más bien episódica del erudito cabalista Gershom Scholem, al que conoció personalmente en su viaje a Israel en 1969 (la aportación más evidente al poema de este sabio es su propio apellido, que afortunadamente rima en consonante con “golem”). La pieza regresa a la rumia del poder creador de la palabra, como en El otro tigre, y al proceso ad infinitum del soñador que sueña y a su vez es soñado, como en Las ruinas circulares y uno de los sonetos de Ajedrez. También en este libro hay sonetos estupendos, que acaban por lo general en pareados shakespearianos; el final del dedicado Al vino, curioso en alguien tan poco dado al abuso etílico, encierra a mi juicio una referencia a su condición actual limitada por la ceguera:

Vino, enséñame el arte de ver mi propia historia
como si ésta ya fuera ceniza en la memoria.

Con frecuencia incluye algunos de sus punzantes ejemplos de ironía metafísica. Mi preferido es el que concluye el poema El alquimista, protocientífico buscador experimental que pretende encontrar el aurum non vulgi de la inmortalidad, pero al que aguarda un desenlace más corriente:

Y mientras cree tocar enardecido
el oro aquel que matará la Muerte
Dios, que sabe de alquimia, lo convierte
en polvo, en nadie, en nada y en olvido.

Al año siguiente, en una línea de versos aún más engañosamente fácil y popular, publicó Para las seis cuerdas, breve serie de milongas en encomio de compadritos y cuchilleros, o de los matreros. Las composiciones aceptan la métrica tradicional del género y adoptan su tono hagiográfico, a veces sentencioso, un poco al modo de los corridos mexicanos dedicados a Villa o Zapata. En casi todos estos poemitas deliciosos, llenos de la nostalgia algo zumbona de quien canta no a lo perdido sino a lo que nunca fue, incluye algún toque suave e intencionado de humor. En una reconoce que la memoria del pueblo es generosa en el ascenso moral de los desaparecidos y comenta: “No hay cosa como la muerte / para mejorar la gente”. En otra se pregunta por el destino postrero de aquel Nicanor Paredes que él conoció en su juventud: “¿Qué hará usted, don Nicanor / en un cielo sin caballos / ni envido, retruco y flor?”. Pero quizá la estrofa que mejor resume su afición a estos malevos, lo mismo que a tantos vikingos o héroes de batallas pasadas, sea ésta:

Entre las cosas hay una
de la que no se arrepiente
nadie en la tierra. Esa cosa
es haber sido valiente.

En 1967, Borges comete su primer matrimonio. La agraciada fue Elsa Astete Millán, a la que había conocido en su juventud. En estas insuficientes páginas 110 me he referido a la vida amorosa de Borges y ello por dos sencillas razones: la ignorancia y el desinterés. Personas más próximas que yo a la intimidad del escritor han aportado numerosos testimonios -complejos, contradictorios, y me temo que no todos bienintencionados- sobre sus encuentros y desencuentros en este campo. Yo no podría hacer nada más que espigar entre esas confidencias y repetir algunas, sin que ninguna autoridad o ciencia me respaldase. Creo que a eso se le puede llamar sin complejos “cotilleo”, pero carezco de ese hábito que tan lucrativo resulta a determinadas revistas y programas de televisión. Por otra parte, la cuestión me interesa poco y yo aquí -el lector ya fue previamente advertido- no pretendo relatar lo que la vida fue para Borges (supongo que él lo cuenta mejor que nadie en sus libros), sino aquello de la vida de Borges que interesa a mi propia vida como beneficio literario. Los respetables galanteos no entran en mi cómputo. Baste decir que Jorge Luis -el varón agraciado pese a una tendencia madrugadora a cierto aire como macizo y algo tieso que se “espiritó” con los años, tímido pero amablemente risueño- animó sus días con la presencia inspiradora de numerosas mujeres: Haydée Lange, Estela Canto, Susana Bombal, Victoria Ocampo, Cecilia Ingenieros, Alicia Jurado, María Esther Vázquez, Elsa Astete, muchas más con un grado u otro de aproximación, cuyos nombres aparecen en sus dedicatorias o como colaboradoras de alguno de sus libros... hasta llegar a la compañía, que la muerte convirtió en definitiva, de María Kodama. Probablemente fue más púdicamente enamoradizo que arrolladoramente enamorador, a diferencia de su amigo y cómplice literario Adolfo Bioy Casares. No parece aventurado decir que, como Antonio Machado, “amó lo que ellas puedan tener de hospitalario”, sobre todo a partir de la pérdida de la vista, y que la más sacralizadamente hospitalaria de todas hasta la extrema vejez resultó ser su madre, de cuya absorbente tutela no podemos decir si le resultó imposible o simplemente incómodo privarse. En fin, dejémoslo estar. Como él mismo podría haber dicho, “le tocaron, como a todos los hombres, malos tiempos en que vivir”. Es seguro que disfrutó y padeció, como tantos: lo que más puede interesarnos a nosotros de su gozo y su padecimiento está inmejorablemente perpetuado por sus páginas. Consignemos para concluir por ahora que su primer y tardío matrimonio apenas duró tres años. Después de otro libro de versos y prosas breves, Elogio de la sombra -cuyo título encierra un homenaje al japonés Junichiro Tanizaki-, vuelve por fin a las narraciones en El informe de Brodie, aparecido en 1970. La obra era sumamente esperada porque Borges llevaba ya diecisiete años sin publicar cuentos, sin duda la faceta de su obra que gozaba de más populosa aceptación. El libro ciertamente constituye una sorpresa. Cualquiera habría podido suponer que la ya total ceguera debería acentuar su inclinación por los argumentos fantásticos y la dimensión más obviamente onírica de los relatos, pero los de El informe de Brodie resultan ser todo lo contrario. En una prosa cada vez más sencilla, más sabiamente humilde y desprovista de oropeles sonoros, narra historias de corte estrictamente naturalista, incluso costumbrista a veces, aunque a su modo siempre alusivo de implicaciones trascendentes a la mera cotidianidad. La única excepción es la que da título al volumen, una parábola quizá no demasiado lograda en forma de homenaje explícito a Jonathan Swift. Dos de las restantes -El duelo y El otro duelo- tratan de antagonismos muy distintos que sólo se cancelan con la muerte: el primero de ellos es entre dos mujeres que rivalizan a través de la pintura; el segundo, de dos hombres que se detestan y cuya pugna alcanza finalmente su desenlace en una ordalía trágica que ninguno de ellos hubiera elegido. Otro de ellos, La señora mayor, esencialmente melancólico, comprime en pocas páginas una penetrante reflexión sobre la vejez y la vanidad de las efemérides que celebran con superfluo énfasis aquello cuya sustancia misteriosa el tiempo ha desvirtuado. Pero sin duda los cuentos que se reparten las preferencias de la mayoría de los lectores son el primero de la serie La intrusa y el penúltimo, El evangelio según Marcos.

La intrusa parece, en su brevedad extraordinariamente densa, el resumen de un guión cinematográfico que quizá hubiera correspondido rodar a Sam Peckinpah. Es también uno de los cuentos más misóginos de Borges, una descarnada apología de la fraternidad masculina amenazada por la tentación agobiante de una mujer, demasiado intensa para poder ser compartida inocentemente como el resto de las cosas que usan y descartan en su primitivismo los dos protagonistas. La frase final que atrozmente les reconcilia (“A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con sus pilchas. Ya no hará más perjuicios”), le fue -según refiere él mismo- propuesta a Borges por su madre, que además de leerle y transcribirle sus escritos colaboraba por lo visto incidentalmente en algunos de ellos..., sobre todo cuando trataban de ajustarle las cuentas a las “intrusas”. El evangelio según Marcos es a mi entender el mejor de todos y uno de los happy few del autor. También recrea un ambiente de atraso y semibarbarie aislada en la infinitud del campo, en el que se extravía un “civilizado” -en el sentido que Joseph Conrad solía dar a la palabra-, quien no calcula el impacto que la lectura de una leyenda piadosa puede tener en iletrados que nada saben de ficciones, pero no por ello dejan de esperar oscuramente un redentor. El clima del relato, oscuro y fervoroso, remite cinematográficamente hablando no ya a Peckinpah, sino más bien a Ingmar Bergman, que sin duda habría sabido visualizar adecuadamente ese galpón a través del cual se ve el firmamento, porque las vigas del techo han sido arrancadas para fabricar de nuevo la Cruz. Ninguno de los dos grandes directores cinematográficos mencionados se ocuparon explícitamente, que yo sepa, de la obra de Borges. En cambio lo hicieron otros: en el Festival de Venecia de 1970 se presentó la película La estrategia de la araña, dirigida por Bernardo Bertolucci y libremente basada en su cuento Tema del traidor y el héroe, así como también un film de Alain Magrou sobre su relato Emma Zunz. Un par de años antes el cineasta argentino Hugo de Santiago había realizado Invasión, con un guión de Borges y sobre argumento de Borges y Bioy Casares. El mismo director realizó en 1974 el film Los otros, también sobre una idea de Borges y Bioy. En cuanto al Evangelio según Marcos, contó con una decente realización cinematográfica a cargo de Héctor Olivera, pero también en 1971 tuvo otra teatral, escrita por Domenico Porzio bajo el título El Evangelio según Borges y escenificada por el Teatro Estable de Turín. De modo más indirecto pero muy explícito, es jocundamente “borgiana” la estupenda novela de Umberto Eco El nombre de la rosa (1983), luego llevada al cine más que correctamente por Jean Jacques Annaud. Además del propio título de la obra, que podría ser el de un poema del autor argentino, Eco introduce el personaje de un bibliotecario ciego -transparentemente bautizado Jorge de Burgos- que guarda el secreto de una inmensa colección de manuscritos medievales y muere literalmente envenenado por las páginas de un libro prohibido. En la película, las escaleras y anaqueles de la biblioteca son presentados según la estética onírica y recurrente de los grabados de Escher, que convienen perfectamente a La biblioteca de Babel escrita por Borges. Lo único antiborgiano es el carácter atrabiliario del monje Jorge de Burgos, cuya enemistad con el humor, al que considera causa de la perdición terrenal del hombre, le lleva a destruir el único infolio que reproduce el perdido tratado de Aristóteles sobre la comedia..., obra que sin duda hubiera hecho las delicias bibliofílicas del auténtico Borges.

No fue desde luego Umberto Eco -que sin duda guarda parentesco con él por la afición compartida a los jeroglíficos eruditos y a la filosofía considerada como pasatiempo eminente- el primero de los grandes escritores o pensadores del siglo dedicado a “colaborar” en la promoción de Borges como leyenda cultural contemporánea. Ya Valéry Larbaud había advertido tempranamente, al volver de Argentina, que “Borges vale el viaje”. Entre sus primeros traductores al francés contó nada menos que con Paul Bénichou y Roger Caillois, aunque también Julio Cortázar (cuya primera publicación -el memorable cuento Casa tomada- fue un acierto de Borges) echó una mano cuando llegó el caso. Con Caillois mantuvo en Sur una polémica no especialmente cordial sobre los orígenes de la narración detectivesca, que Borges -asistido por toda la razón del mundo, que el gran Caillois me perdone- situaba con intransigente precisión en Los asesinatos de la calle Morgue de Edgar Allan Poe, desdeñando las memorias de Vidocq y otros brumosos precedentes. En Inglaterra su primer destacado valedor fue sir Herbert Read, el simpático anarquista esteta que también ofició como su anfitrión en varios viajes a las islas. La primera antología de sus relatos publicada en Nueva York, con el título de Labyrinths, estuvo prologada por André Maurois (sólo la gente de mi edad se acuerda ya de él, pero entonces era importante), y fue el novelista español Francisco Ayala el encargado de presentarla al público en la Universidad de Chicago, y el igualmente notable poeta y narrador mexicano José Emilio Pacheco tradujo al castellano en 1971 su Autobiografía dictada en inglés a Norman Thomas di Giovanni para New Yorker, escrito que hemos utilizado más de una vez en estas páginas. El mismo año Edgardo Cozarinsky publicó Borges y el cine en Sur. Pero quizá la auténtica irrupción de Borges como mentor lúdico del pensamiento en la segunda mitad del siglo XX ocurrió en 1966, cuando Michel Foucault inició su primera obra famosa Las palabras y las cosas declarando: “Este libro nació de un texto de Borges”. El notorio pasaje que inspiró a Foucault pertenece al ensayo El idioma analítico de John Wilkins, incluido en Otras inquisiciones, y refiere las imprecisiones y ambigüedades que un tal doctor Franz Kuhn señaló en la enciclopedia china titulada Emporio celestial de conocimientos benévolos: “En sus remotas páginas está escrito que los animales se dividen en a) pertenecientes al Emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f) fabulosos, g) perros sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, j) innumerables, k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l) etcétera, m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas”. ¿Hace falta subrayar que esta chinoiserie taxonómica se parece más al impenitente Borges que a cualquier compilación oriental? A partir de ese momento, lo mismo que antaño se advirtió de Lichtenberg -“allí donde hace un chiste siempre yace un verdadero problema filosófico”-, numerosos filósofos se acostumbraron a convertir los personajes y paradojas de la ficción borgiana en inspiración de posteriores elucubraciones académicas, algunas por cierto sumamente alejadas de la ligereza irónica aunque legítimamente reflexiva del maestro.

El último tercio de la vida de Borges es también el de la mayor parte de sus viajes. Resulta significativamente curioso que la ceguera más y más completa favorezca la propensión de este sedentario vocacional a los desplazamientos a confines geográficamente distantes, aunque siempre íntimos, gracias a los parentescos literarios que reconoce en ellos. El primero de esos grandes trayectos es a Estados Unidos, en 1961, invitado por la Fundación Tinker de Austin y la Universidad de Texas. Va acompañado de su madre y durante seis meses dictó cursos, sintiéndose gozosamente texano honorario, y circuló también por Nuevo México, San Francisco, Berkeley, Nueva York, Nueva Inglaterra y Washington. Como en sucesivas ocasiones, los Estados Unidos le proporcionaron diversos grados de felicidad y le acogieron con una halagadora curiosidad que se fue convirtiendo paso a paso en admiración reverente. Sin duda esta aceptación norteamericana contribuyó decisivamente a su hipóstasis como escritor universal. Después -ocasionalmente acompañado por María Esther Vázquez o por su efímera esposa y luego, permanentemente, por María Kodama- fue recorriendo todos los demás lugares con los que tenía previa relación a través de libros y leyendas. Estuvo en su preferida Inglaterra, en la poética Irlanda, en Alemania, reiteradamente en Italia, en Suecia, en París (donde se alojó en el Hotel d’Alsace como homenaje a Oscar Wilde, que murió allí, fue condecorado por la Sorbona y charló distendidamente en los bistrots de Saint Germain como cualquier otro existencialista). En muchos de estos lugares le fueron también tributados honores académicos que desconcertaron gratamente su sincera falta de solemnidad y, venciendo el tartamudeo de su timidez, pronunció charlas ante públicos multitudinarios. Después visitó Japón y luego por fin cumplió su antiguo sueño anglosajón de saberse en Islandia, con cuya mitología literaria estuvo siempre especialmente vinculado. En Escocia se empeñó en visitar una minúscula capilla del siglo IX, desafectada para el culto desde hacía siglos, y allí -erguido y solitario- recitó el padrenuestro en anglosajón; al salir comentó a su acompañante: “Lo hice para darle una pequeña sorpresa a Dios”. El penúltimo de sus libros, Atlas, conmovedoramente fragmentario, recoge testimonios de itinerarios que quizá lo fueron más a través de la imaginación y la memoria que por la superficie terráquea. De vez en cuando se permitía alguna pequeña travesura: en Egipto, ante las pirámides, se inclinó para recoger un puñado de arena que derramó unos metros más allá, mientras susurraba: “¡Estoy modificando el Sáhara!”. Por supuesto, regresó varias veces a España, en una ocasión para recoger el premio Cervantes, que le fue concedido conjuntamente con Gerardo Diego, a quien había conocido durante su primera estancia en el país. Aunque quizá para él no fuese especialmente memorable, lo es para mí su viaje a Madrid en 1973, porque fue entonces cuando me lo encontré por primera vez personalmente. También en esa fecha apareció por primera vez en Televisión Española, donde luego le haría una larga y notable entrevista Joaquín Soler Serrano.

Todos estos traslados y su encuentro con gente muy distinta configuraron un fetiche demasiado popular: el poeta ciego, de hablar suave y vacilante, fácil promulgador de maravillas, que tantea con su bastón mientras el aire despeina su liviano cabello blanco. Lo que es peor: para muchos que no se molestaban en leerle, quedó acuñada la imagen de un Borges hablado que desplazó al escritor, al paso que los chascarrillos triviales y las citas de segunda mano ocultaban la precisión exigente y mil veces corregida de los textos. En el mejor de los casos se trataba de libros que recogían la transcripción revisada de sus conferencias, algunas francamente deleitables como las de Borges oral o Siete noches, y otras que encierran competentes reflexiones sobre su menester, como las de Arte poética. También son más o menos interesantes -sobre todo para el conocedor del resto de su obra- los libros de entrevistas de María Esther Vázquez, Richard Burgin, Osvaldo Ferrari y un larguísimo y desigual etcétera, así como el diccionario de borgerías editado póstumamente por Pilar Bravo y Mario Paoletti (Borges verbal). En ellos aparece por lo general un Borges amable, casi invariablemente inteligente, deseoso de agradar y que se contradice alegremente a cada paso, como suele ocurrirle en las charlas a la gente ingeniosa y relajada. Todo esto tiene su gracia y sacia la curiosidad de los aficionados fanáticos, como yo mismo, siempre, claro está, que no acabe por tapar la auténtica voz del Borges creador, que no es oral o verbal sino escrita. Pero lo más terrible es la miríada de entrevistas y declaraciones periodísticas hechas a salto de mata, la mayoría anónimas, nutridas de respuestas supuestamente escandalosas a cuestiones de actualidad sobre las que el entrevistado debía de tener tan escaso conocimiento como poco verdadero interés. De ahí se nutre la mayor parte de la “leyenda negra” de Borges, sin duda culpablemente facilitada por su propia disposición accesible y locuaz. No es que falten nunca del todo las observaciones penetrantes, pero lo que sobrenada a cada paso son los maniqueísmos truculentos y a menudo ingenuos. Se equivocaba cuando señaló, con ufana modestia: “Yo soy una superstición argentina. Por eso puedo decir impunemente cosas que otros no podrían decir sin correr peligro”. Bueno, pues él también corría peligro diciéndolas, y no sólo el peligro físico implícito en las amenazas telefónicas que le hacían peronistas rabiosos: el peor peligro era emborronar o trivializar su imagen. También de esto puede tener en parte culpa la ceguera, porque si Borges hubiera visto las caras y las muecas de sus interrogadores probablemente no les habría complacido con ciertos regalos de maledicencia. De vez en cuando, él mismo comprendió el riesgo que estaba propiciando: “Espero ser juzgado por lo que he escrito, no por lo que he dicho o me han hecho decir. Yo soy sincero en este momento, pero quizá dentro de media hora ya no esté de acuerdo con lo que he dicho. En cambio, cuando uno escribe, tiene tiempo de reflexionar y de corregirlo”.

En 1973, Argentina vuelve a tener un gobierno peronista y Borges dimite inmediatamente de su cargo de director de la Biblioteca Nacional, que ocupaba desde dieciocho años atrás. Más que nunca, se refugia en el apartamento de la calle Maipú, a pocos metros de la plaza San Martín, donde lleva viviendo con su madre cuatro décadas sin otras interrupciones que sus estancias en el extranjero y los tres años de su matrimonio con Elsa Astete. Doña Leonor se ha conservado admirablemente vigorosa y lúcida hasta mucho más de los noventa años, ejerciendo siempre una incesante (¿excluyente?) tutela física y espiritual sobre su hijo. Pero finalmente la fortaleza se derrumba y entra en una larga, dolorosa decadencia, tullida y casi imposibilitada de abandonar su lecho. Los ayes de sufrimiento que profería se oían por toda la casa. De modo que Borges acoge su muerte, en 1975 y ya cumplidos los noventa y nueve años, con trágico alivio. Cuando un bienintencionado importuno lamenta al darle el pésame que la señora no haya llegado a los cien años, Borges responde secamente: “Me parece que usted exagera los encantos del sistema decimal”. Poco después aparece en el diario La Nación uno de sus poemas más desgarrados, titulado El remordimiento, que empieza confesando: “He cometido el peor de los pecados / que un hombre puede cometer. No he sido / feliz...” y, tras rememorar a sus padres que lo engendraron inútilmente para la dicha, concluye así:

... Mi mente
se aplicó a las simétricas porfías
del arte, que entreteje naderías.
Me legaron valor. No fui valiente.
No me abandona. Siempre está a mi lado
la sombra de haber sido un desdichado.

También en 1975 publica otros dos libros, su poemario La rosa profunda y su última recopilación de relatos, El libro de arena. En varios de éstos vuelve de nuevo al tono fantástico que le hizo célebre, aunque ahora levemente suavizado por una especie de patetismo intimista. En el que inicia el volumen, El otro, vuelve al tema que le es caro del desdoblamiento del yo: en Borges y yo lo trataba desde el punto de vista del extrañamiento entre la soledad atribulada e inaccesible en que se fraguan los textos literarios y el testaferro clamorosamente requerido en que se hipostatiza el autor famoso; ahora son el tiempo y la memoria -esa variante cómplice del sueño- las causas de la dualidad. En un banco junto al río Charles, que atraviesa la ciudad de Boston, el Borges de 1969 se encuentra con un muchacho recién salido de la adolescencia que se sabe en Ginebra y junto al Ródano: el Borges de los diecisiete o dieciocho años. El uno rememora el pasado, el otro percibe atisbos del futuro e intercambian comentarios sobre literatura, núcleo firme de la vida de ambos, la continuidad entre ellos. Se separan bastante ajenos, con cierto desapego por parte del más joven, para no volver a encontrarse... ni a desunirse. Todavía propondrá una variante de este argumento Borges en uno de sus cuentos finales, titulado Veinticinco de agosto, 1983, fecha en la que el poeta de sesenta y pocos años asiste a su propio suicidio dos décadas después, en la habitación de un hotel bonaerense. También es fantástico y juega con la superposición del pasado sobre el presente el segundo relato, Ulrica, el único decididamente erótico en la obra de Borges. Dicho crudamente, es la historia de un “ligue”... ucrónico, no anacrónico. El narrador, un profesor colombiano llamado Javier Otálora, comenta en York a la nórdica Ulrica que ha sabido deslumbrarle: “Caminas como si quisieras que entre los dos hubiera una espada en el lecho”. Pero después, en la habitación de la posada no hay afortunadamente tal espada: “Secular en la sombra fluyó el amor y poseí por primera y última vez la imagen de Ulrica”. Como ya queda dicho no quiero inmiscuirme en cotilleos, pero creo que esta aparición tardía del erotismo en la narrativa borgiana debería hacer reflexionar a quienes descartan su última relación amorosa como fruto exclusivo de la manipulación y la impotente senilidad.

En uno de sus prólogos recordó Borges este dictamen: “Edgar Allan Poe sostenía que todo cuento debe escribirse para el último párrafo o acaso para la última línea; esta exigencia puede ser una exageración, pero es la exageración o simplificación de un hecho indudable”. A lo largo de su tarea como narrador, Borges se atuvo en la mayoría de los casos a este criterio, que no goza de plena aceptación entre los discípulos contemporáneos de Chejov (Ricardo Piglia, en Formas breves, ha dedicado páginas muy inteligentes a los finales narrativos de Borges). También lo hace en buena parte de los relatos de su último libro, incluso con intención irónica, como en su pastiche lovecraftiano titulado There Are More Things. El entrañable y a veces desmañado solitario de Providence procuraba aumentar el espanto de sus abominables criaturas acumulando calificativos y adverbios, pero evitando también mayores precisiones descriptivas; Borges rinde homenaje zumbón a este procedimiento concluyendo su relato -que tiene tanto derecho a formar parte de los mitos de Cthulhu como cualquier otro- con este tenebroso pasaje: “Mis pies tocaban el penúltimo tramo de la escalera cuando sentí que algo ascendía por la rampa, opresivo y lento y plural. La curiosidad pudo más que el miedo y no cerré los ojos”. Los lectores de Lovecraft le agradecemos que no los cerrase... y también que no intentara contarnos lo que vio. Pero el relato más destacado de El libro de arena no respeta la pauta de Poe, puesto que no mantiene un crescendo hacia la última línea. Se titula El congreso y es el más extenso de todos sus cuentos, casi una nouvelle. Borges le dio vueltas en su imaginación durante lustros, quizá hasta pretendió alguna vez que fuese el argumento de la novela que jamás escribió. Es obvio que la prosa conceptuosa y ahorrativa de Borges (que por no ser charlatana ni siquiera padeció la “charlatanería de la brevedad” que él achacó a Gracián) se prestaba poco al largo recorrido novelesco. Para alguien como él, que primaba ante todo los argumentos y las ideas, todas las novelas -incluso las mejores- están fundamentalmente hechas de relleno circunstancial, aunque sea de excelente calidad. Para su gusto, la novela nunca es suficientemente “narrativa”, es un género “distraído” por el vano intento de “representar” la realidad en lugar de contar una historia. Por eso, aunque el estilo de El congreso es más demorado y detallista que el de la mayoría de sus narraciones, consintiendo algunas subtramas laterales, tampoco se extiende más allá de los límites de una short-story. El argumento coquetea otra vez con temas borgianos de toda la vida, como las sectas de proyecto metafísico y la deriva irremediable de este tipo de proyectos hacia lo infinito, ese concepto que a modo de agujero negro del pensamiento todo lo contagia de irrealidad. Pero es quizá la ocasión en que Borges se muestra más próximo -ya en sus postrimerías- a una suerte de sereno y estoico humanismo cósmico, algo así como un panteísmo humanista. El proyecto de un Congreso cuyos miembros representen al mundo entero desemboca en el reconocimiento de su superfluidad como empeño voluntarista, puesto que -lo deseemos o no, aun sin saberlo- ya estamos y siempre hemos estado comprometidos con él. Así lo reconoce finalmente su promotor, tras arduos conciliábulos y esfuerzos internacionales: “El Congreso del Mundo comenzó con el primer instante del mundo y proseguirá cuando seamos polvo. No hay un lugar en el que no esté. El Congreso es los libros que hemos quemado. El Congreso es los caledonios que derrotaron a las legiones de los Césares. El Congreso es Job en el muladar y Cristo en la cruz. El Congreso es aquel muchacho inútil que malgasta mi hacienda con las rameras”.

El peronismo volvió y pasó de nuevo: el regresado Juan Domingo Perón conoció una postrera apoteosis efímera y murió en su patria, tras lo que la viuda prolongó su legado en una triste zarzuela política que desembocó después de un período de sangrienta inestabilidad en un golpe militar. Aunque al principio Borges saludó a Videla y compañía con excesiva complacencia, como bastantes otros, pronto tuvo ocasión de cambiar su criterio. En 1980, en una entrevista concedida en Buenos Aires al diario La Prensa, afirma: “No puedo permanecer silencioso ante tantas muertes y tantos desaparecidos”. Al año siguiente, junto al premio Nobel Adolfo Pérez Esquivel, firma un llamamiento en el que se exige al gobierno argentino “la vigencia del estado de Derecho y el pleno imperio de la Constitución”. Mientras, año tras año, al llegar octubre, suena su nombre para el Nobel de literatura, pero no concedérselo ya se ha convertido, según sus propias palabras, en “una tradición escandinava” a partir de su visita a Pinochet. Esa misma visita tuvo algo que ver con el dichoso galardón: cuando aún dudaba de si emprender o no el viaje, alguien le informó de que estaban a punto de concederle el Nobel, pero que lo perdería irremediablemente si iba a Chile. Fue bastante esa especie de amenaza para decidirle a viajar: la ética del coraje es también una forma de terquedad, a veces nociva. En cualquier caso, concedemos demasiada importancia a esa retórica anual de la aclamación, no siempre del mérito, y así el Nobel se quedó sin Borges, como antes se había quedado sin Kafka o sin Joyce y después sin Nabokov o Thomas Bernhard.

Lo importante es que el escritor continuó activo y lúcido hasta el final. Sus últimos libros de poemas -La moneda de hierro, Historia de la noche y sobre todo La cifra y Los conjurados- consienten algunas de sus composiciones más notables en este campo, comparables a los mejores versos de antaño. Junto a los motivos que ya conocemos pero que siguen enriqueciéndose (los arquetipos, los sueños, las enumeraciones que pretenden o remedan catálogos del imposible universo, las glosas a una línea de Blake o de Dante...), aparecen también en el tapiz elegías por los amigos que van desapareciendo y celebraciones de los lugares que incansablemente sigue visitando. En La cifra incluye su última declaración de amor a Inglaterra: “¿Cómo invocarte, delicada Inglaterra?” La postrera colección de ensayos que publica está centrada en uno de sus más antiguos afectos literarios, la Divina Comedia, que leyó por primera vez en los trayectos del tranvía que le llevaba a su trabajo en la biblioteca Miguel Cané hace ya tantos años. Es otro y el mismo, como tituló aquel de sus libros. Cuando ya ha cumplido ochenta y seis años, la editorial Hyspamérica comienza a publicar una serie de libros de bolsillo destinados a la venta en quioscos que lleva por título: “J.L.B. Biblioteca personal”. Es él quien selecciona los títulos, que van a ser cien, y aún alcanza a escribir los prólogos de los primeros sesenta y cuatro: aunque se trata de introducciones de poco más de una página, aunque muchas de ellas versan lógicamente sobre sus autores preferidos y por tanto ya comentados (también hay novedades más recientes: Pedro Páramo, los relatos de Arreola...), sigue sorprendiendo la frescura antienfática del trazo, la erudición perspicaz que exprime las relaciones intraliterarias siempre que viene al caso, el encanto del enfoque... ¡El encanto! Esa cualidad misteriosa que su querido Stevenson ponderó por encima de todas en el escritor: a quien la tiene se le perdonarán todos los defectos, quien carece de ella -por grande que sea- quedará enterrado en la tumba del encomio académico. Borges la tuvo, de modo eminente. Una vez Cioran, refiriéndose a cierto escritor judío asesinado por la bestia nazi que había sido amigo suyo y que hoy está más o menos olvidado (Benjamin Fondane), me lo recomendó melancólicamente como “un Borges sin encanto”. Lo leí, lo aprecié, pero nada tenía en común con Borges..., porque sin encanto no hay Borges.

Después llegó el alivio. Primero el diagnóstico de cáncer, luego la marcha sin retorno a Ginebra, el controvertido matrimonio por poderes en Paraguay con María Kodama -la indudable compañera elegida de los últimos años- y después el alivio. De la ceguera, del malentendido de la fama, de perplejidades y tiranías, de la nostalgia de todo lo perdido, del vacilante amor. “El alivio que tú y yo sentiremos en el instante que precede a la muerte, cuando la suerte nos desate de la triste costumbre de ser alguien y del peso del universo.”


En Jorge Luis Borges, la ironía metafísica  (Cap. IV)
Barcelona, Ediciones Omega, 2002 
Foto: Eduardo Grossman 1973

14/3/14

Jorge Luis Borges: La secta del Fénix







Quienes escriben que la secta del Fénix tuvo su origen en Heliópolis, y la derivan de la restauración religiosa que sucedió a la muerte del reformador Amenophis IV, alegan textos de Heródoto, de Tácito y de los monumentos egipcios, pero ignoran, o quieren ignorar, que la denominación por el Fénix no es anterior a Hrabano Mauro y que las fuentes más antiguas (las Saturnales o Flavio Josefo, digamos) sólo hablan de la Gente de la Costumbre o de la Gente del Secreto. Ya Gregorovius observó, en los conventículos de Ferrara, que la mención del Fénix era rarísima en el lenguaje oral; en Ginebra he tratado con artesanos que no me comprendieron cuando inquirí si eran hombres del Fénix, pero que admitieron, acto continuo, ser hombres del Secreto. Si no me engaño, igual cosa acontece con los budistas; el nombre por el cual los conoce el mundo no es el que ellos pronuncian.

Miklosich, en una página demasiado famosa, ha equiparado los sectarios del Fénix a los gitanos. En Chile y en Hungría hay gitanos y también hay sectarios; fuera de esa especie de ubicuidad, muy poco tienen en común unos y otros. Los gitanos son chalanes, caldereros, herreros y decidores de la buenaventura; los sectarios suelen ejercer felizmente las profesiones liberales. Los gitanos configuran un tipo físico y hablan, o hablaban, un idioma secreto; los sectarios se confunden con los demás y la prueba es que no han sufrido persecuciones. Los gitanos son pintorescos e inspiran a los malos poetas; los romances, los cromos y los boleros omiten a los sectarios... Martín Buber declara que los judíos son esencialmente patéticos; no todos los sectarios lo son y algunos abominan del patetismo; esta pública y notoria verdad basta para refutar el error vulgar (absurdamente defendido por Urmann) que ve en el Fénix una derivación de Israel. La gente más o menos discurre así: Urmann era un hombre sensible; Urmann era judío; Urmann frecuentó a los sectarios en la judería de Praga; la afinidad que Urmann sintió prueba un hecho real. Sinceramente, no puedo convenir con ese dictamen. Que los sectarios en un medio judío se parezcan a los judíos no prueba nada; lo innegable es que se parecen, como el infinito Shakespeare de Hazlitt, a todos los hombres del mundo. Son todo para todos, como el Apóstol; días pasados el doctor Juan Francisco Amaro, de Paysandú, ponderó la facilidad con que se acriollaban.

He dicho que la historia de la secta no registra persecuciones. Ello es verdad, pero como no hay grupo humano en que no figuren partidarios del Fénix, también es cierto que no hay persecución o rigor que éstos no hayan sufrido y ejecutado. En las guerras occidentales y en las remotas guerras del Asia han vertido su sangre secularmente, bajo banderas enemigas; de muy poco les vale identificarse con todas las naciones del orbe.

Sin un libro sagrado que los congregue como la Escritura a Israel, sin una memoria común, sin esa otra memoria que es un idioma, desparramados por la faz de la tierra, diversos de color y de rasgos, una sola cosa —el Secreto— los une y los unirá hasta el fin de sus días. Alguna vez, además del Secreto hubo una leyenda (y quizá un mito cosmogónico), pero los superficiales hombres del Fénix la han olvidado y hoy sólo guardan la oscura tradición de un castigo. De un castigo, de un pacto o de un privilegio, porque las versiones difieren y apenas dejan entrever el fallo de un Dios que asegura a una estirpe la eternidad, si sus hombres, generación tras generación, ejecutan un rito. He compulsado los informes de los viajeros, he conversado con patriarcas y teólogos; puedo dar fe de que el cumplimiento del rito es la única práctica religiosa que observan los sectarios. El rito constituye el Secreto. Éste, como ya indiqué, se transmite de generación en generación, pero el uso no quiere que las madres lo enseñen a los hijos, ni tampoco los sacerdotes; la iniciación en el misterio es tarea de los individuos más bajos. Un esclavo, un leproso o un pordiosero hacen de mistagogos. También un niño puede adoctrinar a otro niño. El acto en sí es trivial, momentáneo y no requiere descripción. Los materiales son el corcho, la cera o la goma arábiga. (En la liturgia se habla de légamo; éste suele usarse también.) No hay templos dedicados especialmente a la celebración de este culto, pero una ruina, un sótano o un zaguán se juzgan lugares propicios. El Secreto es sagrado pero no deja de ser un poco ridículo; su ejercicio es furtivo y aun clandestino y los adeptos no hablan de él.

No hay palabras decentes para nombrarlo, pero se entiende que todas las palabras lo nombran o, mejor dicho, que inevitablemente lo aluden, y así, en el diálogo yo he dicho una cosa cualquiera y los adeptos han sonreído o se han puesto incómodos, porque sintieron que yo había tocado el Secreto. En las literaturas germánicas hay poemas escritos por sectarios, cuyo sujeto nominal es el mar o el crepúsculo de la noche; son, de algún modo, símbolos del Secreto, oigo repetir.

«Orbis terrarum est speculum Ludi» reza un adagio apócrifo que Du Cange registró en su Glosario. Una suerte de horror sagrado impide a algunos fieles la ejecución del simplísimo rito; los otros los desprecian, pero ellos se desprecian aún más. Gozan de mucho crédito, en cambio, quienes deliberadamente renuncian a la Costumbre y logran un comercio directo con la divinidad; éstos, para manifestar ese comercio, lo hacen con figuras de la liturgia y así John of the Rood escribió:

Sepan los Nueve Firmamentos que el Dios Es deleitable como el Corcho y el Cieno.

He merecido en tres continentes la amistad de muchos devotos del Fénix; me consta que el secreto, al principio, les pareció baladí, penoso, vulgar y (lo que aún es más extraño) increíble. No se avenían a admitir que sus padres se hubieran rebajado a tales manejos.

Lo raro es que el Secreto no se haya perdido hace tiempo; a despecho de las vicisitudes del orbe, a despecho de las guerras y de los éxodos, llega, tremendamente, a todos los fieles. Alguien no ha vacilado en afirmar que ya es instintivo.


En Ficciones (1944)
Imagen: Jorge Luis Borges en Ginebra

13/3/14

Jorge Luis Borges: La esfera de Pascal





Quizá la historia universal es la historia de unas cuantas metáforas. Bosquejar un capítulo de esa historia es el fin de esta nota.

Seis siglos antes de la era cristiana, el rapsoda Jenófanes de Colofón, harto de los versos homéricos que recitaba de ciudad en ciudad, fustigó a los poetas que atribuyeron rasgos antropomórficos a los dioses y propuso a los griegos un solo Dios, que era una esfera eterna. En el Timeo, de Platón, se lee que la esfera es la figura más perfecta y más uniforme, porque todos los puntos de la superficie equidistan del centro; Olof Gigon (Ursprung der griechischen Philosophie, 183) entiende que Jenófanes habló analógicamente; el Dios era esferoide, porque esa forma es la mejor, o la menos mala, para representar la divinidad. Parménides, cuarenta años después, repitió la imagen (“el Ser es semejante a la masa de una esfera bien redondeada, cuya fuerza es constante desde el centro en cualquier dirección”); Calogero y Mondolfo razonan que intuyó una esfera infinita, o infinitamente creciente, y que las palabras que acabo de transcribir tienen un sentido dinámico (Albertelli: Gli Eleati, 148). Parménides enseñó en Italia; a pocos años de su muerte, el siciliano Empédocles de Agrigento urdió una laboriosa cosmogonía; hay una etapa en que las partículas de tierra, de agua, de aire y de fuego, integran una esfera sin fin, “el Sphairos redondo, que exulta en su soledad circular”.

La historia universal continuó su curso, los dioses demasiado humanos que Jenófanes atacó fueron rebajados a ficciones poéticas o a demonios, pero se dijo que uno, Hermes Trismegisto, había dictado un número variable de libros (42, según Clemente de Alejandría; 20.000, según Jámblico; 36.525, según los sacerdotes de Thoth, que también es Hermes), en cuyas páginas estaban escritas todas las cosas. Fragmentos de esa biblioteca ilusoria, compilados o fraguados desde el siglo III, forman lo que se llama el Corpus Hermeticum; en alguno de ellos, o en el Asclepio, que también se atribuyó a Trismegisto, el teólogo francés Alain de Lille —Alanus de Insulis— descubrió a fines del siglo XII esta fórmula, que las edades venideras no olvidarían: “Dios es una esfera inteligible, cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna”.

Los presocráticos hablaron de una esfera sin fin; Albertelli (como antes, Aristóteles) piensa que hablar así es cometer una contradictio in adjecto, porque sujeto y predicado se anulan; ello bien puede ser verdad, pero la fórmula de los libros herméticos nos deja, casi, intuir esa esfera. En el siglo XIII, la imagen reapareció en el simbólico Roman de la Rose, que la da como de Platón, y en la enciclopedia Speculum Triplex; en el XVI, el último capítulo del último libro de Pantagruel se refirió a “esa esfera intelectual, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna, que llamamos Dios”. Para la mente medieval, el sentido era claro: Dios está en cada una de sus criaturas, pero ninguna Lo limita. “El cielo, el cielo de los cielos, no te contiene”, dijo Salomón (1 Reyes, 8, 27); la metáfora geométrica de la esfera hubo de parecer una glosa de esas palabras.

El poema de Dante ha preservado la astronomía ptolemaica, que durante mil cuatrocientos años rigió la imaginación de los hombres. La tierra ocupa el centro del universo. Es una esfera inmóvil; en torno giran nueve esferas concéntricas. Las siete primeras son los cielos planetarios (cielos de la Luna, de Mercurio, de Venus, del Sol, de Marte, de Júpiter, de Saturno); la octava, el cielo de las estrellas fijas; la novena, el cielo cristalino llamado también Primer Móvil. A éste lo rodea el Empíreo, que está hecho de luz. Todo este laborioso aparato de esferas huecas, trasparentes y giratorias (algún sistema requería cincuenta y cinco), había llegado a ser una necesidad mental; De hipothesibus motuum coelestium commentariolus es el tímido título que Copérnico, negador de Aristóteles, puso al manuscrito que trasformó nuestra visión del cosmos. Para un hombre, para Giordano Bruno, la rotura de las bóvedas estelares fue una liberación. Proclamó, en la Cena de las cenizas, que el mundo es efecto infinito de una causa infinita y que la divinidad está cerca, “pues está dentro de nosotros más aun de lo que nosotros mismos estamos dentro de nosotros”. Buscó palabras para declarar a los hombres el espacio copernicano y en una página famosa estampó: “Podemos afirmar con certidumbre que el universo es todo centro, o que el centro del universo está en todas partes y la circunferencia” (De la causa, principio de uno, V).

Esto se escribió con exultación, en 1584, todavía en la luz del Renacimiento; setenta años después, no quedaba un reflejo de ese fervor y los hombres se sintieron perdidos en el tiempo y en el espacio. En el tiempo, porque si el futuro y el pasado son infinitos, no habrá realmente un cuándo; en el espacio, porque si todo ser equidista de lo infinito y de lo infinitesimal, tampoco habrá un dónde. Nadie está en algún día, en algún lugar; nadie sabe el tamaño de su cara. En el Renacimiento, la humanidad creyó haber alcanzado la edad viril, y así lo declaró por boca de Bruno, de Campanella y de Bacon. En el siglo XVII la acobardó una sensación de vejez; para justificarse, exhumó la creencia de una lenta y fatal degeneración de todas las criaturas, por obra del pecado de Adán. (En el quinto capítulo del Génesis consta que “todos los días de Matusalén fueron novecientos setenta y nueve años”; en el sexto, que “había gigantes en la tierra en aquellos días”.) El primer aniversario de la elegía Anatomy of the World, de John Donne, lamentó la vida brevísima y la estatura mínima de los hombres contemporáneos, que son como las hadas y los pigmeos; Milton, según la biografía de Johnson, temió que ya fuera imposible en la tierra el género épico; Glanvill juzgó que Adán, “medalla de Dios”, gozó de una visión telescópica y microscópica; Robert South famosamente escribió: “Un Aristóteles no fue sino los escombros de Adán, y Atenas, los rudimentos del Paraíso”. En aquel siglo desanimado, el espacio absoluto que inspiró los hexámetros de Lucrecio, el espacio absoluto que había sido una liberación para Bruno, fue un laberinto y un abismo para Pascal. Éste aborrecía el universo y hubiera querido adorar a Dios, pero Dios, para él, era menos real que el aborrecido universo. Deploró que no hablara el firmamento, comparó nuestra vida con la de náufragos en una isla desierta. Sintió el peso incesante del mundo físico, sintió vértigo, miedo y soledad, y los puso en otras palabras: “La naturaleza es una esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna.” Así publica Brunschvicg el texto, pero la edición crítica de Tourneur (París, 1941), que reproduce las tachaduras y vacilaciones del manuscrito, revela que Pascal empezó a escribir effroyable: “Una esfera espantosa, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna.”

Quizá la historia universal es la historia de la diversa entonación de algunas metáforas.

Buenos Aires, 1951



Otras inquisiciones (1952)
Imagen: JLB en Roma, 1982 © Roberto Pera(dpa/Corbis)


12/3/14

Jorge Luis Borges: Ni siquiera soy polvo






No quiero ser quien soy. La avara suerte
me ha deparado el siglo diecisiete,
el polvo y la rutina de Castilla,
las cosas repetidas, la mañana
que, prometiendo el hoy, nos da la víspera,
la plática del cura y del barbero,
la soledad que va dejando el tiempo
y una vaga sobrina analfabeta.
Soy hombre entrado en años. Una página
casual me reveló no usadas voces
que me buscaban, Amadís y Urganda.
Vendí mis tierras y compré los libros
que historian cabalmente las empresas:
el Grial, que recogió la sangre humana
que el Hijo derramó para salvarnos,
el ídolo de oro de Mahoma,
los hierros, las almenas, las banderas
y las operaciones de la magia.
Cristianos caballeros recorrían
los reinos de la tierra, vindicando
el honor ultrajado o imponiendo
justicia con los filos de la espada.

Quiera Dios que un enviado restituya
a nuestro tiempo ese ejercicio noble.
Mis sueños lo divisan. Lo he sentido
a veces en mi triste carne célibe.
No sé aún su nombre. Yo, Quijano,
seré ese paladín. Seré mi sueño.
En esta vieja casa hay una adarga
antigua y una hoja de Toledo
y una lanza y los libros verdaderos
que a mi brazo prometen la victoria.
¿A mi brazo? Mi cara (que no he visto)
no proyecta una cara en el espejo.

Ni siquiera soy polvo. Soy un sueño
que entreteje en el sueño y la vigilia
mi hermano y padre, el capitán Cervantes,
que militó en los mares de Lepanto
y supo unos latines y algo de árabe...
Para que yo pueda soñar al otro
cuya verde memoria será parte
de los días del hombre, te suplico:
mi Dios, mi soñador, sigue soñándome.


En Historia de la noche (1977)
Imagen: Borges en el café Aux Deux Magots, París
©Pepe Fernández, 1980

11/3/14

Jorge Luis Borges: Un cuchillo en el norte





Allá por el Maldonado,
Que hoy corre escondido y ciego,
Allá por el barrio gris
Que cantó el pobre Carriego,

Tras una puerta entornada
Que da al patio de la parra,
Donde las noches oyeron
El amor de la guitarra,

Habrá un cajón y en el  fondo
Dormirá con duro brillo,
Entre esas cosas que el tiempo
Sabe olvidar, un cuchillo.

Fue de aquel Saverio Suárez,
Por más mentas el Chileno,
Que en garitos y elecciones
Probó siempre que era bueno.

Los chicos, que son el diablo,
Lo buscarán con sigilo
Y probarán en la yema
Si no se ha mellado el filo.

Cuántas veces habrá entrado
En la carne de un cristiano
Y ahora está arrumbado y solo,
A la espera de una mano,

Que es polvo. Tras el cristal
Que dora un sol amarillo,
A través de años y casas,
Yo te estoy viendo, cuchillo.


En Para las seis cuerdas, 1965
Imagen: Sara Facio


10/3/14

Jorge Luis Borges: De Alguien a Nadie





En el principio, Dios es los Dioses (Elohim), plural que algunos llaman de majestad y otros de plenitud y en el que se ha creído notar un eco de anteriores politeísmos o una premonición de la doctrina, declarada en Nicea, de que Dios es Uno y es Tres. Elohim rige verbos en singular; el primer versículo de la Ley dice literalmente: En el principio hizo los Dioses el cielo y la tierra. Pese a la vaguedad que el plural sugiere: Elohim es concreto; se llama Jehová Dios y leemos que se paseaba en el huerto al aire del día o, como dicen las versiones inglesas, in the cool of the day. Lo definen rasgos humanos; en un lugar de la Escritura se lee: Arrepintióse Jehová de haber hecho hombre en la tierra y pesóle en su corazón y en otro, Porque yo Jehová tu Dios soy un Dios celoso y en otro, He hablado en el fuego de mi ira. El sujeto de tales locuciones es indiscutiblemente Alguien, un Alguien corporal que los siglos irán agigantando y desdibujando. Sus títulos varían: Fuerte de Jacob, Piedra de Israel, Soy El Que Soy, Dios de los Ejércitos, Rey de Reyes. El último, que sin duda inspiró por oposición el Siervo de los Siervos de Dios, de Gregorio Magno, es en el texto original un superlativo de rey: «propiedad es de la lengua hebrea —dice fray Luis de León— doblar así unas mismas palabras, cuando quiere encarecer alguna cosa, o en bien o en mal. Ansí que decir Cantar de cantares es lo mismo que solemos decir en castellano Cantar entre cantares, hombre entre hombres, esto es, señalado y eminente entre todos y más excelente que otros muchos». En los primeros siglos de nuestra era, los teólogos habilitan el prefijo omni, antes reservado a los adjetivos de la naturaleza o de Júpiter; cunden las palabras omnipotente, omnipresente, omniscio, que hacen de Dios un respetuoso caos de superlativos no imaginables. Esa nomenclatura, como las otras, parece limitar la divinidad: a fines del siglo V, el escondido autor del Corpus Dionysiacum declara que ningún predicado afirmativo conviene a Dios. Nada se debe afirmar de Él, todo puede negarse. Schopenhauer anota secamente: «Esa teología es la única verdadera, pero no tiene contenido».

Redactados en griego, los tratados y las cartas que forman el Corpus Dionysiacum dan en el siglo IX con un lector que los vierte al latín: Johannes Eríugena o Scotus, es decir Juan el Irlandés, cuyo nombre en la historia es Escoto Erígena, o sea Irlandés Irlandés. Éste formula una doctrina de índole panteísta: las cosas particulares son teofanías (revelaciones o apariciones de lo divino) y detrás está Dios, que es lo único real, «pero que no sabe qué es, porque no es un qué, y es incomprensible a sí mismo y a toda inteligencia». No es sapiente, es más que sapiente; no es bueno, es más que bueno; inescrutablemente excede y rechaza todos los atributos. Juan el Irlandés, para definirlo, acude a la palabra nihilum, que es la nada; Dios es la nada primordial de la creatio ex nihilo, el abismo en que se engendraron los arquetipos y luego los seres concretos. Es Nada y Nadie; quienes lo concibieron así obraron con el sentimiento de que ello es más que ser un Quién o un Qué. Análogamente, Samkara enseña que los hombres, en el sueño profundo, son el universo, son Dios.


El proceso que acabo de ilustrar no es, por cierto, aleatorio. La magnificación hasta la nada sucede o tiende a suceder en todos los cultos; inequívocamente la observamos en el caso de Shakespeare. Su contemporáneo Ben Jonson lo quiere sin llegar a la idolatría, on this side Idolatry; Dryden lo declara el Hornero de los poetas dramáticos de Inglaterra, pero admite que suele ser insípido y ampuloso; el discursivo siglo XVIII procura aquilatar sus virtudes y reprender sus faltas: Maurice Morgan, en 1774, afirma que el rey Lear y Falstaff no son otra cosa que modificaciones de la mente de su inventor; a principios del siglo XIX, ese dictamen es recreado por Coleridge, para quien Shakespeare ya no es un hombre sino una variación literaria del infinito Dios de Spinoza. «La persona Shakespeare —escribe— fue una natura naturata, un efecto, pero lo universal, que está potencialmente en lo particular, le fue revelado, no como abstraído de la observación de una pluralidad de casos sino como la sustancia capaz de infinitas modificaciones, de las que su existencia personal era sólo una.» Hazlitt corrobora o confirma: «Shakespeare se parecía a todos los hombres, salvo en lo de parecerse a todos los hombres. íntimamente no era nada, pero era todo lo que son los demás, o lo que pueden ser». Hugo, después, lo equipara con el océano, que es un almacigo de formas posibles.*

Ser una cosa es inexorablemente no ser todas las otras cosas; la intuición confusa de esa verdad ha inducido a los hombres a imaginar que no ser es más que ser algo y que, de alguna manera, es ser todo. Esta falacia está en las palabras de aquel rey legendario del Indostán, que renuncia al poder y sale a pedir limosna en las calles: «Desde ahora no tengo reino o mi reino es ilimitado, desde ahora no me pertenece mi cuerpo o me pertenece toda la tierra». Schopenhauer ha escrito que la historia es un interminable y perplejo sueño de las generaciones humanas; en el sueño hay formas que se repiten, quizá no hay otra cosa que formas; una de ellas es el proceso que denuncia esta página.

  Buenos Aires, 1950

*En el budismo se repite el dibujo. Los primeros textos narran que el Buddha, al pie de la higuera, intuye la infinita concatenación de todos los efectos y causas del universo, las pasadas y futuras encarnaciones de cada ser; los últimos, redactados siglos después, razonan que nada es real y que todo conocimiento es ficticio y que si hubiera tantos Ganges como hay granos de arena en el Ganges y otra vez tantos Ganges como granos de arena en los nuevos Ganges, el número de granos de arena sería menor que el número de cosas que ignora el Buddha.


En Otras inquisiciones, 1952
Imagen: Sara Facio

9/3/14

David Foster Wallace: Borges en el diván





Las biografías literarias presentan una paradoja desafortunada. La mayoría de los lectores que se interesan por la biografía de un escritor, sobre todo por una tan larga y exhaustiva como Borges. Una vida de Edwin Williamson, son admiradores de la obra de ese escritor. Es por eso por lo que tendrán tendencia a idealizar a ese escritor y a perpetrar (de forma consciente o no) la falacia intencional.

Parte del atractivo de la obra del escritor, para esos fans, residirá en el sello distintivo de la personalidad del autor, en sus predilecciones, estilo, tics y obsesiones particulares, en la sensación de que esas historias las escribió ese autor y que no las habría podido firmar nadie más.170 Y sin embargo, a menudo da la impresión de que la persona que nos encontramos en la biografía literaria no podría haber escrito jamás las obras que admiramos. Y cuanto más íntima y exhaustiva es la biografía, más fuerte suele ser esa sensación. En el caso presente, el Jorge Luis Borges que emerge del libro de Williamson -un niño de mamá vanidoso, tímido, pomposo y entregado durante gran parte de su vida a neurasténicas obsesiones románticas- está en las antípodas del escritor límpido, ingenioso, pansófico y profundamente adulto que retratan sus historias. Con justicia o sin ella, cualquiera que reverencie a Borges por ser uno de los mejores y más importantes narradores del último siglo se resistirá a esta disonancia, y a fin de explicarla y mitigarla, buscará defectos obvios en el estudio biográfico de Williamson. El libro no los decepcionará.

Edwin Williamson es un profesor de Oxford y apreciado hispanista cuya Penguin History of Latin America es una pequeña obra maestra de lucidez y criba. No es, por tanto, ninguna sorpresa que su Borges empiece fuerte, haciendo un fascinante esbozo de la historia argentina y el lugar que ocupa la familia de Borges dentro de ella. Williamson opina que el gran conflicto que da forma al carácter nacional argentino es el que se libra entre la «espada» del liberalismo civilizador europeo y el «puñal» del individualismo romántico del gaucho, y sostiene que la vida y la obra de Borges únicamente se pueden entender correctamente en relación con este conflicto, sobre todo con la forma en que se despliega durante su infancia. Durante el siglo XIX, tanto su abuelo paterno como el materno se laurearon en importantes batallas para obtener la independencia de España y establecer un gobierno centralizado argentino, y la madre de Borges estaba obsesionada con la gloria de la historia familiar. El padre de Borges, un hombre lastrado por haber vivido siempre a la sombra de su heroico padre, al parecer llegó a hacer cosas como darle a su hijo un puñal de verdad para que se defendiera de los matones de la escuela y mandarlo a un burdel para que perdiera la virginidad. El joven Borges no aprobó ninguna de ambas «pruebas», lo cual le generó unas cicatrices que Williamson cree que lo marcaron de por vida y que aparecen por todas partes en su narrativa.

Es en estas afirmaciones sobre los asuntos personales que hay cifrados en la obra del escritor donde se encuentra el verdadero defecto del libro. Para ser justos, no es más que un caso particularmente pronunciado de un síndrome que parece común en las biografías literarias, tan común que podría indicar la existencia de un defecto de base en su empresa misma. El gran problema de Borges. Una vida es que Williamson es un lector atroz de la obra de Borges; sus interpretaciones constituyen una modalidad totalmente simplista y deshonesta de crítica psicológica. La razón de que este problema tal vez sea intrínseco a todo el género está bastante clara: los biógrafos no solo quieren que su historia sea interesante, sino también que tenga valor literario.171 Y a fin de asegurarse de ello, la biografía tiene que conseguir que la vida personal del escritor y sus penurias psíquicas parezcan vitales para su obra. La idea es que no podemos interpretar correctamente una obra de naturaleza verbal a menos que conozcamos las circunstancias personales y/o psicológicas que rodearon su creación. El hecho de que muchos biógrafos se limiten a asumir esto como un axioma es un problema; otro problema es que el método funciona mucho mejor con unos escritores que con otros. Funciona bien con Kafka, el único autor moderno de alegorías que está a la altura de Borges, con quien se le ha comparado a menudo, puesto que las narraciones de Kafka son expresionistas, proyectivas y personales; únicamente tienen sentido artístico en tanto que manifestaciones de la psique de Kafka. Las historias de Borges, sin embargo, son muy distintas. Están diseñadas principalmente como argumentaciones metafísicas;172 son densas, están encerradas en sí mismas y cuentan con una lógica anormal y propia. Por encima de todo, pretenden ser impersonales, trascender la conciencia individual, «ser incorporadas -en palabras de Borges-, igual que las fábulas de Teseo o de Asuero, a la memoria general de la especie e incluso trascender la fama de su creador o la extinción del idioma en el que fueron escritas». Una razón de esto es que Borges es un místico, o por lo menos una especie de neoplatónico radical: tanto el pensamiento como la conducta y la historia humanos son productos de una enorme Mente, o bien elementos de un inmenso Libro cabalista que incluye su propio descifrado. En términos biográficos, por tanto, tenemos una situación extraña, a saber: que la personalidad y las circunstancias individuales de Borges únicamente importan en la medida en que le llevan a crear obras en las que esos datos personales se presentan como irreales.

Borges. Una vida, que tiene sus mejores momentos cuando trata de la historia y la política de Argentina,173 tiene los peores cuando Williamson se pone a hablar de obras concretas a la luz de la vida personal de Borges. La tesis crítica de Williamson está clara: «A falta de la clave de su contexto autobiográfico, nadie podría haber entendido el intenso significado que estas obras tuvieron realmente para su autor». Y en todos los casos, las lecturas resultantes son superficiales, forzadas y distorsionadas, algo inevitable en aras de justificar el proyecto del biógrafo. Ejemplo al azar: «La espera», un maravilloso relato breve que aparece en El Aleph (1949), está escrito en forma de homenaje múltiple a Hemingway, las películas de gángsters y el submundo de Buenos Aires. Un mafioso argentino, mientras permanece escondido de otro mafioso y usando el nombre de su perseguidor, sueña tan a menudo con la aparición de este en su dormitorio que, cuando por fin los asesinos se presentan allí, él...

Con una seña les pidió que esperaran y se dio vuelta contra la pared, como si retomara el sueño. ¿Lo hizo para despertar la misericordia de quienes lo mataron, o porque es menos duro sobrellevar un acontecimiento espantoso que imaginarlo y aguardarlo sin fin, o -y esto es quizá lo más verosímil- para que los asesinos fueran un sueño, como ya lo habían sido tantas veces, en el mismo lugar, a la misma hora?

El final interrogativo y distante -una marca de la casa de Borges- se convierte en un interrogatorio a los sueños, la realidad, la culpa, el augurio y el terror mortal. Williamson, sin embargo, considera que la verdadera clave del significado de la historia es que «Borges no había conseguido ganarse el amor de Estela Canto... Y ahora que Estela ya no estaba, no parecía que mereciera la pena vivir», y representa el final de la historia estricta y únicamente como un lloriqueo deprimido: «Cuando sus asesinos por fin lo localizan, él se limita a darse la vuelta dócilmente contra la pared y se resigna a lo inevitable».

No es sólo que Williamson lea hasta la última coma de la obra de Borges como correlato del estado emocional del autor. Es que tiende a reducir todos los conflictos psíquicos y problemas personales de Borges a su búsqueda de una mujer. La teoría en que se basa Williamson consta de dos elementos principales: la incapacidad de Borges para plantar cara a su dominante madre,174 y su creencia, cifrada en una lectura fantasiosa de Dante, de que «el amor de una mujer era lo único que podía salvarlo de la infernal irrealidad que compartía con su padre e inspirarlo a escribir una obra maestra que justificara su vida». Así, pues, Williamson se dedica a interpretar cada relato como un informe en código sobre la trayectoria amorosa de Borges, una trayectoria que resulta ser triste, timorata, pueril, fantasiosa y (como la de la mayoría de la gente) extremadamente aburrida. La fórmula se aplica por igual a los relatos famosos como «“El Aleph” (1945), cuyo subtexto autobiográfico alude a su amor contrariado por Norah Lange» y a otros menos conocidos como «El Zahir»:

Los tormentos que describe Borges en este relato... son, por supuesto, confesiones desplazadas de sus penurias extremas. Estela [Canto, que acababa de romper con él] tenía que ser la «nueva Beatriz» que lo inspirara para crear una obra que fuera «la Rosa sin propósito, la Rosa platónica y atemporal», y sin embargo aquí estaba él otra vez, hundido en la irrealidad del yo laberíntico, ya sin perspectiva alguna de contemplar la Rosa mística del amor.

Por endeble que sea esta clase de explicación, es preferible al proceso inverso por medio del cual a veces Williamson presenta los relatos y poemas de Borges como «pruebas» de que estaba atravesando situaciones emocionales extremas. Por ejemplo, la afirmación que hace Williamson de que en 1934, «después de que Norah Lange lo dejara de forma definitiva, Borges... llegó a estar al borde del suicidio» se basa exclusivamente en dos narraciones minúsculas de aquel periodo cuyos protagonistas se plantean suicidarse. No solo se trata de una forma extrañísima de leer y de razonar -¿acaso el Flaubert que escribió Madame Bovary era eo ipso suicida?-, sino que Williamson parece creer que le autoriza para llevar a cabo toda clase de afirmaciones discutibles y humillantes sobre la vida interior de Borges: «“La noche cíclica”, que publicó en La Nación del 6 de octubre, revela que estaba sufriendo una aguda crisis personal»; «en los extractos de este poema inacabado... vemos que la razón de que quisiera suicidarse era el fracaso literario, que derivaba en última instancia de la inseguridad sexual». Puaj.

Lo vuelvo a decir, es básicamente gracias a los relatos de Borges por lo que alguien muestra algún interés por leer sobre su vida. Y aunque Edwin Williamson dedica mucho tiempo a contar con detalle el éxito explosivo que Borges disfrutó en su mediana edad, después de que el Premio Internacional de los Editores de 1961, compartido con Samuel Beckett, introdujera su obra en Estados Unidos y en Europa,175 en su libro apenas habla de por qué Jorge Luis Borges es un narrador tan importante como para merecer una biografía tan increíblemente minuciosa. La verdad, en pocas palabras, es que Borges es probablemente el gran puente entre modernismo y posmodernismo que hay en la literatura mundial. Es modernista en el sentido de que su narrativa revela a una mente humana de primera fila despojada de todo fundamento de certidumbre religiosa o ideológica, una mente que de esa manera se vuelve completamente sobre sí misma.176 Sus relatos son cerrados en sí mismos y herméticos, y producen ese terror vago de los juegos cuyas reglas son desconocidas y donde está en juego todo.

Asimismo, la mente de esos relatos es casi siempre una mente que vive en los libros y por medio de ellos. Esto se debe a que el Borges escritor es, fundamentalmente, un lector. Las alusiones abundantes y poco conocidas de su narrativa no son un tic, ni siquiera realmente un rasgo de estilo; y tampoco es ningún accidente que a menudo sus mejores relatos sean ensayos falsos, o bien reseñas de libros ficticios, o bien tengan textos en el centro de sus tramas, o tengan de protagonistas a Homero o Dante o Averroes. Ya sea por razones artísticas de base, o bien por razones personales neuróticas, o por ambas, Borges funde al lector y al autor en una nueva modalidad de agente estético, que crea historias a partir de otras historias, para quien la lectura es esencialmente -y conscientemente- un acto creativo. Esto, sin embargo, no se debe a que Borges sea un metanarrador ni un crítico hábilmente camuflado. Se debe a que sabe que en última instancia no hay diferencia, que asesino y víctima, detective y fugitivo, intérprete y público son lo mismo. Obviamente, esto tiene implicaciones posmodernas (de ahí lo que decía antes del puente), pero en realidad la visión de Borges es mística, y profunda. Y también temible, puesto que la línea que separa el monismo del solipsismo es fina y porosa, y tiene más que ver con el espíritu que con la mente en sí. Y en tanto que programa artístico, esta especie de colapso/trascendencia de la identidad individual también resulta paradójico, puesto que requiere una grotesca obsesión por uno mismo combinada con un borrado casi total del yo y de la propia personalidad. Dejando de lado tics y obsesiones, lo que hace que un relato de Borges sea borgiano es la extraña e inevitable sensación que transmite de que no lo ha escrito nadie y a la vez lo ha escrito todo el mundo. Es por eso, por ejemplo, por lo que resulta tan irritante ver que Williamson describe «El inmortal» y «La escritura del dios» -dos de los relatos místicos más enormes y sobrecogedores nunca escritos, al lado de los cuales las epifanías de Joyce o las redenciones de O’Connor palidecen y resultan toscas como productos respectivos de «los muchos niveles de angustia» de Borges y de la «indiferencia a su destino» después de que lo dejaran diversas novias idealizadas. Esa clase de afirmaciones indica que no se ha entendido nada. Por mucho que las afirmaciones de Williamson fueran ciertas, los relatos trascienden de forma tan absoluta su causa motriz que los datos biográficos se vuelven, en el sentido más profundo y literal, irrelevantes.

Notas

170 Por supuesto, el famoso «Pierre Menard, autor del Quijote» de Borges se toma a broma esta misma convicción, igual que su posterior «Borges y yo» anticipa y refuta la idea misma de una biografía literaria. El hecho de que su narrativa siempre vaya varios pasos por delante de sus intérpretes es una de las razones de que Borges sea tan grande y tan moderno.

171 En realidad, estos dos objetivos encajan entre sí, puesto que la única razón de que alguien se interese por la vida de un escritor es su importancia literaria. (Piénsenlo: la vida personal de la mayoría de gente que se pasa catorce horas al día sentada a solas, leyendo y escribiendo, no va a ser precisamente un torbellino de emoción.)

172 Esto es en parte lo que un otorga a los relatos de Borges su naturaleza mítica y precognitiva (la metafísica primera y más vital de todas las culturas siempre es mitopoética), una naturaleza que a su vez contribuye a explicar cómo es posible que los relatos sean tan abstractos y a la vez tan conmovedores.

173 Probablemente la parte más valiosa de la biografía sea su narración de la evolución política de Borges. Un cotilleo habitual sobre Borges es que la razón de que no le dieran el Premio Nobel fue su supuesto apoyo a las atroces juntas autoritarias que gobernaron Argentina en los años sesenta y setenta. Gracias a Williamson, sin embargo, descubrimos que en realidad las ideas políticas de Borges eran mucho más complejas y trágicas. Criado en el seno de una vieja familia liberal, e izquierdista irredento en su juventud, Borges fue uno de los primeros y más valientes oponentes públicos del fascismo europeo y del nacionalismo de derechas que este engendró en Argentina. Lo que le hizo cambiar de ideas fue Perón, cuya repulsiva dictadura populista de derechas generó tanto desprecio en Borges que lo hizo aliarse con el represivamente antiperonista partido Revolución Libertadora. La situación de Borges después de la primera destitución de Perón en 1955 está llena de paralelismos inquietantes para los lectores americanos. Debido a que el peronismo seguía gozando de una enorme popularidad entre la clase obrera pobre de Argentina, el dictador en el exilio retuvo un poder político enorme, y habría ganado cualquier elección democrática nacional que se hubiera llevado a cabo en la década de 1950. Esto colocaba a los creyentes en la democracia liberal (como J.L. Borges) en la misma clase de situación paradójica que unos años más tarde afrontó Estados Unidos en Vietnam del Sur: ¿cómo se promueve la democracia cuando sabes que la mayoría, si le dieras la oportunidad, votaría a favor de prohibir las elecciones democráticas? En esencia, Borges decidió que las masas argentinas habían sido engañadas por Perón y su mujer hasta tal punto que el regreso a la democracia no sería posible hasta que el país se limpiara de peronismo. El análisis que hace Williamson del camino sin retorno que esta decisión hizo tomar a Borges, y su narración de cómo los izquierdistas argentinos se ensañaron con la reputación política de Borges a modo de venganza por su abandono (hasta el punto de que, en 1967, cuando el escritor vino a dar una charla a Harvard, los estudiantes prácticamente esperaban que llevara charreteras y fusta), ocupan los mejores capítulos de su libro.

174 Les aviso de que gran parte de las psicologías sobre la madre que se encuentran en el libro parecen sacadas del programa de Oprah, por ejemplo: «Sin embargo, al animar a su hijo a que hiciera realidad las ambiciones que ella había definido para sí misma, sin saberlo le infundió una sensación de no estar a la altura que se convirtió en el principal obstáculo que tuvo Borges a la hora de afirmarse a sí mismo».

175 Los capítulos en que Williamson trata la repentina fama mundial de Borges entrañarán un interés especial para los lectores americanos que o bien no habían nacido o bien todavía no leían a mediados de los años sesenta. Yo tuve la suerte de descubrir a Borges de niño, pero solo porque en 1974 encontré por casualidad en las estanterías de mi padre Laberintos, una antología temprana de sus relatos más famosos. Yo creía que el libro únicamente estaba allí gracias al gusto literario y al discernimiento desacostumbradamente elevados que tenían mis padres -y es verdad que los tienen-, pero lo que no sabía era que en 1974 Laberintos también estaba en decenas de millares de estantes de hogares americanos, puesto que Borges había sido una sensación de la magnitud de Tolkien y Gibran entre los lectores enrollados de la década anterior.

176 Laberintos, espejos, sueños, dobles... Muchos de los elementos que aparecen una y otra vez en la narrativa de Borges son símbolos de la psique vuelta hacia su interior.



En En cuerpo y en lo otro
Traducción de Javier Calvo
Barcelona, 2013


Jorge Luis Borges: Eclesiastés, 1-9







Si me paso la mano por la frente,
si acaricio los lomos de los libros,
si reconozco el Libro de las Noches,
si hago girar la terca cerradura,
si me demoro en el umbral incierto,
si el dolor increíble me anonada,
si recuerdo la Máquina del Tiempo,
si recuerdo el tapiz del unicornio,
si cambio de postura mientras duermo,
si la memoria me devuelve un verso,
repito lo cumplido innumerables
veces en mi camino señalado.
No puedo ejecutar un acto nuevo,
tejo y torno a tejer la misma fábula,
repito un repetido endecasílabo,
digo lo que los otros me dijeron,
siento las mismas cosas en la misma
hora del día o de la abstracta noche.
Cada noche la misma pesadilla,
cada noche el rigor del laberinto.
Soy la fatiga de un espejo inmóvil
o el polvo de un museo.
Sólo una cosa no gustada espero,
una dádiva, un oro de la sombra,
esa virgen, la muerte. (El castellano
permite esta metáfora.)



En La cifra, 1981
Foto: Borges por Pepe Fernández

8/3/14

Jorge Luis Borges: El indigno





La imagen que tenemos de la ciudad siempre es algo anacrónica. El café ha degenerado en bar; el zaguán que nos dejaba entrever los patios y la parra es ahora un borroso corredor con un ascensor en el fondo. Así, yo creí durante años que a determinada altura de Talcahuano me esperaba la Librería Buenos Aires; una mañana comprobé que la había reemplazado una casa de antigüedades y me dijeron que don Santiago Fischbein, el dueño, había fallecido. Era más bien obeso; recuerdo menos sus facciones que nuestros largos diálogos. Firme y tranquilo, solía condenar el sionismo, que haría del judío un hombre común, atado, como todos los otros, a una sola tradición y un solo país, sin las complejidades y discordias que ahora lo enriquecen. Estaba compilando, me dijo, una copiosa antología de la obra de Baruch Spinoza, aligerada de todo ese aparato euclidiano que traba la lectura y que da a la fantástica teoría un rigor ilusorio. Me mostró, y no quiso venderme, un curioso ejemplar de la Kabbala denudata de Rosenroth, pero en mi biblioteca hay algunos libros de Ginsburg y de Waite que llevan su sello.

Una tarde en que los dos estábamos solos me confió un episodio de su vida, que hoy puedo referir. Cambiaré, como es de prever, algún pormenor.

—Voy a revelarle una cosa que no he contado a nadie. Ana, mi mujer, no lo sabe, ni siquiera mis amigos más íntimos. Hace ya tantos años que ocurrió que ahora la siento como ajena. A lo mejor le sirve para un cuento, que usted, sin duda, surtirá de puñales.

No sé si ya le he dicho alguna otra vez que soy entrerriano. No diré que éramos gauchos judíos; gauchos judíos no hubo nunca. Éramos comerciantes y chacareros. Nací en Urdinarrain, de la que apenas guardo memoria; cuando mis padres se vinieron a Buenos Aires, para abrir una tienda, yo era muy chico. A unas cuadras quedaba el Maldonado y después los baldíos.

Carlyle ha escrito que los hombres precisan héroes. La historia de Grosso me propuso el culto de San Martín, pero en él no hallé más que un militar que había guerreado en Chile y que ahora era una estatua de bronce y el nombre de una plaza. El azar me dio un héroe muy distinto, para desgracia de los dos: Francisco Ferrari. Ésta debe ser la primera vez que lo oye nombrar.

El barrio no era bravo como lo fueron, según dicen, los Corrales y el Bajo, pero no había almacén que no contara con su barra de compadritos. Ferrari paraba en el almacén de Triunvirato y Thames. Fue ahí donde ocurrió el incidente que me llevó a ser uno de sus adictos. Yo había ido a comprar un cuarto de yerba. Un forastero de melena y bigote se presentó y pidió una ginebra. Ferrari le dijo con suavidad: —Dígame ¿no nos vimos anteanoche en el baile de la Juliana? ¿De dónde viene? —De San Cristóbal —dijo el otro.

—Mi consejo —insinuó Ferrari— es que no vuelva por aquí. Hay gente sin respeto que es capaz de hacerle pasar un mal rato.

El de San Cristóbal se fue, con bigote y todo. Tal vez no fuera menos hombre que el otro, pero sabía que ahí estaba la barra.

Desde esa tarde Francisco Ferrari fue el héroe que mis quince años anhelaban. Era morocho, más bien alto, de buena planta, buen mozo a la manera de la época. Siempre andaba de negro.

Un segundo episodio nos acercó. Yo estaba con mi madre y mi tía; nos cruzamos con unos muchachones y uno le dijo fuerte a los otros: —Déjenlas pasar. Carne vieja.

Yo no supe qué hacer. En eso intervino Ferrari, que salía de su casa. Se encaró con el provocador y le dijo: —Si andás con ganas de meterte con alguien ¿por qué no te metés conmigo más bien? Los fue filiando, uno por uno, despacio, y nadie contestó una palabra. Lo conocían.

Se encogió de hombros, nos saludó y se fue. Antes de alejarse, me dijo: —Si no tenés nada que hacer, pasá luego por el boliche.

Me quedé anonadado. Sarah, mi tía, sentenció: —Un caballero que hace respetar a las damas.

Mi madre, para sacarme del apuro, observó: —Yo diría más bien un compadre que no quiere que haya otros.

No sé cómo explicarle las cosas. Yo me he labrado ahora una posición, tengo esta librería que me gusta y cuyos libros leo, gozo de amistades como la nuestra, tengo mi mujer y mis hijos, me he afiliado al Partido Socialista, soy un buen argentino y un buen judío. Soy un hombre considerado. Ahora usted me ve casi calvo; entonces yo era un pobre muchacho ruso, de pelo colorado, en un barrio de las orillas. La gente me miraba por encima del hombro. Como todos los jóvenes, yo trataba de ser como los demás. Me había puesto Santiago para escamotear el Jacobo, pero quedaba el Fischbein. Todos nos parecemos a la imagen que tienen de nosotros. Yo sentía el desprecio de la gente y yo me despreciaba también. En aquel tiempo, y sobre todo en aquel medio, era importante ser valiente; yo me sabía cobarde. Las mujeres me intimidaban; yo sentía la íntima vergüenza de mi castidad temerosa. No tenía amigos de mi edad.

No fui al almacén esa noche. Ojalá nunca lo hubiera hecho. Acabé por sentir que en la invitación había una orden; un sábado, después de comer, entré en el local.

Ferrari presidía una de las mesas. A los otros yo los conocía de vista; serían unos siete.

Ferrari era el mayor, salvo un hombre viejo, de pocas y cansadas palabras, cuyo nombre es el único que no se me ha borrado de la memoria: don Eliseo Amaro. Un tajo le cruzaba la cara, que era muy ancha y floja. Me dijeron, después, que había sufrido una condena.

Ferrari me sentó a su izquierda; a don Eliseo lo hicieron mudar de lugar. Yo no las tenía todas conmigo. Temía que Ferrari aludiera al ingrato incidente de días pasados. Nada de eso ocurrió; hablaron de mujeres, de naipes, de comicios, de un payador que estaba por llegar y que no llegó, de las cosas del barrio. Al principio les costaba aceptarme; luego lo hicieron, porque tal era la voluntad de Ferrari. Pese a los apellidos, en su mayoría italianos, cada cual se sentía (y lo sentían) criollo y aun gaucho. Alguno era cuarteador o carrero o acaso matarife; el trato con los animales los acercaría a la gente de campo.

Sospecho que su mayor anhelo hubiera sido ser Juan Moreira. Acabaron por decirme el Rusito, pero en el apodo no había desprecio. De ellos aprendí a fumar y otras cosas.

En una casa de la calle Junín alguien me preguntó si yo no era amigo de Francisco Ferrari. Le contesté que no; sentí que haberle contestado que sí hubiera sido una jactancia.

Una noche la policía entró y nos palpó. Alguno tuvo que ir a la comisaría; con Ferrari no se metieron. A los quince días la escena se repitió; esta segunda vez arrearon con Ferrari también, que tenía una daga en el cinto. Acaso había perdido el favor del caudillo de la parroquia.

Ahora veo en Ferrari a un pobre muchacho, iluso y traicionado; para mí, entonces, era un dios.

La amistad no es menos misteriosa que el amor o que cualquiera de las otras faces de esta confusión que es la vida. He sospechado alguna vez que la única cosa sin misterio es la felicidad, porque se justifica por sí sola. El hecho es que Francisco Ferrari, el osado, el fuerte, sintió amistad por mí, el despreciable. Yo sentí que se había equivocado y que yo no era digno de esa amistad. Traté de rehuirlo y no me lo permitió.

Esta zozobra se agravó por la desaprobación de mi madre, que no se resignaba a mi trato con lo que ella nombraba la morralla y que yo remedaba. Lo esencial de la historia que le refiero es mi relación con Ferrari, no los sórdidos hechos, de los que ahora no me arrepiento. Mientras dura el arrepentimiento dura la culpa.

El viejo, que había retomado su lugar al lado de Ferrari, secreteaba con él. Algo estarían tramando. Desde la otra punta de la mesa, creí percibir el nombre de Weidemann, cuya tejeduría quedaba por los confines del barrio. Al poco tiempo me encargaron, sin más explicaciones, que rondara la fábrica y me fijara bien en las puertas. Ya estaba por atardecer cuando crucé el arroyo y las vías. Me acuerdo de unas casas desparramadas, de un sauzal y unos huecos. La fábrica era nueva, pero de aire solitario y derruido; su color rojo, en la memoria, se confunde ahora con el poniente. La cercaba una verja.

Además de la entrada principal, había dos puertas en el fondo que miraban al sur y que daban directamente a las piezas.

Confieso que tardé en comprender lo que usted ya habrá comprendido. Hice mi informe, que otro de los muchachos corroboró. La hermana trabajaba en la fábrica. Que la barra faltara al almacén un sábado a la noche hubiera sido recordado por todos; Ferrari decidió que el asalto se haría el otro viernes. A mí me tocaría hacer de campana. Era mejor que, mientras tanto, nadie nos viera juntos. Ya solos en la calle los dos, le pregunté a Ferrari: —¿Usted me tiene fe? —Sí —me contestó—. Sé que te portarás como un hombre.

Dormí bien esa noche y las otras. El miércoles le dije a mi madre que iba a ver en el centro una vista nueva de cowboys. Me puse lo mejor que tenía y me fui a la calle Moreno. El viaje en el Lacroze fue largo. En el Departamento de Policía me hicieron esperar, pero al fin uno de los empleados, un tal Eald o Alt, me recibió. Le dije que venía a tratar con él un asunto confidencial. Me respondió que hablara sin miedo. Le revelé lo que Ferrari andaba tramando. No dejó de admirarme que ese nombre le fuera desconocido; otra cosa fue cuando le hablé de don Eliseo.

—¡Ah! —me dijo—. Ése fue de la barra del Oriental.

Hizo llamar a otro oficial, que era de mi sección, y los dos conversaron. Uno me preguntó, no sin sorna: —¿Vos venís con esta denuncia porque te crees un buen ciudadano? Sentí que no me entendería y le contesté: —Sí, señor. Soy un buen argentino.

Me dijeron que cumpliera con la misión que me había encargado mi jefe, pero que no silbara cuando viera venir a los agentes. Al despedirme, uno de los dos me advirtió: —Andá con cuidado. Vos sabés lo que les espera a los batintines.

Los funcionarios de policía gozan con el lunfardo, como los chicos de cuarto grado. Le respondí: —Ojalá me maten. Es lo mejor que puede pasarme.

Desde la madrugada del viernes, sentí el alivio de estar en el día definitivo y el remordimiento de no sentir remordimiento alguno. Las horas se me hicieron muy largas.

Apenas probé la comida. A las diez de la noche fuimos juntándonos a una cuadra escasa de la tejeduría. Uno de los nuestros falló; don Eliseo dijo que nunca falta un flojo. Pensé que luego le echarían la culpa de todo. Estaba por llover. Yo temí que alguien se quedara conmigo, pero me dejaron solo en una de las puertas del fondo. Al rato aparecieron los vigilantes y un oficial. Vinieron caminando; para no llamar la atención habían dejado los caballos en un terreno. Ferrari había forzado la puerta y pudieron entrar sin hacer ruido. Me aturdieron cuatro descargas. Yo pensé que adentro, en la oscuridad, estaban matándose. En eso vi salir a la policía con los muchachos esposados.

Después salieron dos agentes, con Francisco Ferrari y don Eliseo Amaro a la rastra. Los habían ardido a balazos. En el sumario se declaró que habían resistido la orden de arresto y que fueron los primeros en hacer fuego. Yo sabía que era mentira, porque no los vi nunca con revólver. La policía aprovechó la ocasión para cobrarse una vieja deuda. Días después, me dijeron que Ferrari trató de huir, pero que un balazo bastó. Los diarios, por supuesto, lo convirtieron en el héroe que acaso nunca fue y que yo había soñado.

A mí me arrearon con los otros y al poco tiempo me soltaron.


En El informe de Brodie (1970)
Imagen: Borges en 1977 por Sophie Bassouls

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