18/2/14

Borges por Richard Avedon





(...) En 1975 llegué a un punto en mi carrera en que no estaba interesado en hacer retratos a personas de poder y fama. Sin embargo, había tres hombres cuyo trabajo admiraba enormemente y cuyo retrato quería realizar: Jorge Luis Borges, Samuel Beckett, y Francis Bacon. Sus retratos involucraron tres tipos diferentes de performance: Borges otorgó una performance infotografiable, Beckett rechazó la performance y Bacon ofreció una performance perfecta.

Fotografío lo que más temo, y Borges era ciego.

En vuelo a Buenos Aires me informan que la madre de Borges, con quién yo sabía que él vivió toda su vida, acababa de morir esa mañana. Asumí que la sesión sería cancelada. Pero él me recibió, como estaba planeado, la tarde siguiente a las cuatro en punto. Llegué a su apartamento y me encontré a mi mismo en la oscuridad. Estaba sentado en una luz gris, en una silla pequeña, y me señaló con su mano que me sentara a su lado. Casi inmediatamente, me dijo que admiraba a Kipling, y me pidió que le leyera. “Ve a la biblioteca y busca en séptimo libro desde la derecha del segundo estante”. Lo hice. Me dijo cuál poema de Kipling quería ecuchar –“The Harp Song of the Dane Women”- y se lo leí. Se sumó en algunos pasajes. Si sabía yo anglosajón, me preguntó. ¿Qué prefería, leyenda o elegía? Elegía, aventuré. Me explicó, mientras preparaba su recitado, que su difunta madre yacía en la habitación de al lado. Sus manos se crisparon de dolor justo un instante antes de su muerte, explicó, y luego describió cómo él y su sirviente habían estirado cada uno de los dedos de su madre, uno por uno, hasta que sus manos descansaron sobre su pecho. Luego recitó la elegía anglosajona, su voz elevándose y cayendo en el cuarto oscuro.

La primera vez que lo vi en la luz, era mi luz. Me abrumaron los sentimientos y empecé a fotografiar. Pero las fotos resultaron más vacías de lo que yo esperaba. Pensé que de alguna manera la abrumación fue tanta que no había logrado poner nada de mí mismo en el retrato.

Cuatro años después leo una crónica de Paul Theroux sobre su visita a Borges. Era mi visita: la luz suave, la ida a la biblioteca, Kipling, el recital anglosajón. De alguna manera, parece que Borges no hubiera tenido visitas. La gente que venía de afuera sólo podía existir para él si formaba parte de su propio mundo interior, el mundo de poetas y sabios que eran su verdadera compañía. La gente de ese mundo sabía más, discutía mejor, tenía más para decirle. La performance no permitía ningún intercambio. Él se había tomado su propio retrato hacía tiempo atrás, y yo sólo pude fotografiar eso. (...)



Fragmento de Richard Avedon Portraits
Foto: www.richardavedon.com/


17/2/14

Jorge Luis Borges entrevistado por Liliana Heker





¿Qué le sugiere la palabra muerte?

–¿La palabra muerte? Me sugiere... una gran esperanza. La esperanza de dejar de ser. Yo estoy seguro, como mi padre, de morir en cuerpo y alma. A veces, me siento un poco desdichado –a todos nos pasa–; sobre todo un hombre que está solo, que está ciego, que tiene desde luego algunos preciosos amigos, pero no muchos, un hombre tímido como yo; a veces me siento triste. Pero me consuelo pensando: sí, es cuestión de esperar. Voy a morir y voy a cesar, y qué más puedo querer que eso, qué cosa más grata puede haber que la muerte, que se parece tanto al sueño que es quizá lo más grato de la vida. Es decir, yo descreo en la inmortalidad pero eso no es una fuente de tristeza para mí sino de felicidad: pensar que voy a cesar. Mi padre también estaba seguro de la mortalidad del alma. Él me dijo: “Es posible que cuando yo esté enfermo, para hacerle un gusto a tu madre –que era católica– llamaré a un sacerdote y diré algunas mentiras piadosas. Pero no me creas. Vos sabés que yo no creo en esas cosas. Precisamente porque no creo en la fe católica puedo decir que creo en ella; porque no la tomo en serio”. Sí. Pero otra vez mi padre me dijo (mi padre era profesor de psicología): “Es tan raro el mundo que todo es posible; hasta la Santísima Trinidad”. Como si hubiera dicho que todo es posible; hasta el unicornio, ¿no? Bueno, aquí estoy defraudándola a usted, seguramente.

¿A mí? Para nada. Al contrario.

–¿Puedo decir otra cosa? En el Antiguo Testamento se ve que los judíos no creían en la inmortalidad personal; creían en la inmortalidad de Israel pero no en la inmortalidad de cada individuo; ahora, hay un pasaje en el Libro de Job que parece afirmar lo contrario, pero esa debe ser una trampa que los traductores han hecho, o un error de los traductores. Si usted lee el Antiguo Testamento va a ver que en ninguna parte se afirma la inmortalidad personal; se afirma la inmortalidad de Israel pero no la inmortalidad de cada individuo, de modo que usted puede profesar la fe judía sinceramente y descreer de la inmortalidad del alma.

Yo no profeso la fe judía y descreo de la inmortalidad del alma, así que no medefrauda en lo más mínimo, Borges.

–Yo creo que todo el mundo descree. Yo creo que es una especie de ficción piadosa.

La palabra vida, Borges, ¿qué le sugiere?

–¿La palabra vida? Lo incluye todo. Creo que [Theodor] Fechner, un filósofo alemán, pensaba que todo tiene vida. Entonces esa vida, se ha dicho, estaría... bueno, podemos decir que estaría dormida en las piedras; luego en las plantas –podemos suponer que sueñan–; en los animales, también. Y en el hombre, que despierta más o menos. La vida está en todo. Creo que se han hecho experimentos últimamente sobre la sensibilidad de las plantas. En inglés hay una expresión: “A green hand”, una mano verde, que es una persona que tiene (es una metáfora, ¿no?), una persona que tiene buena mano para las plantas. Y dicen –esto lo sé, esto lo dice una correntina que tengo aquí a mi servicio–, ella dice que hay que querer a las plantas porque las plantas saben que uno las quiere; y los animales, desde luego, lo saben. Los animales tienen mucha sensibilidad. Yo tengo un gato aquí. Bueno, viene gente aquí que quiere a los animales. Cuando llegan, el gato viene corriendo. Mi hermana les tiene miedo a los gatos; cuando mi hermana viene, el gato se esconde en la cocina o en el balcón. Los animales tienen sensibilidad, indudablemente. La vida... yo creo que por desdichado que uno sea –y todos lo somos a veces– uno debe agradecer el hecho de vivir. Chesterton dijo: “A un hombre debe bastarle pensar que es un hombre, que está de pie, que está bajo las estrellas”. Si eso ya es una felicidad tan grande: el hecho de existir; ahora, ¿existir para siempre? Yo creo que sería bastante desdichado. Yo ya estoy cansado. Ya he vivido demasiado. Tengo setenta y nueve años y en cualquier momento cumplo ochenta y me doy cuenta de que ya he pasado mi límite. Voy a contarle una anécdota de mi madre. Mi madre llegó a los noventa y nueve años. Cuando cumplió noventa y cinco estaba horrorizada; me dijo a mí (era muy criolla): “Caramba, noventa y cinco: se me fue la mano”. Se sentía culpable.

Se suele decir que cuerpo y alma están disociados. De ahí suele concluirse la permanencia del alma después de la muerte física. ¿Qué piensa usted, Borges, de esta concepción?

–Yo no sé si están disociados. Si uno postula que están disociados, el alma puede ser inmortal, pero esa es una mera conjetura. Hay un libro de un psicólogo inglés, [Gustav] Spiller; en ese libro él dice: si una persona se rompe una pierna, si se rompe una costilla, si le dan un golpe en la cabeza, eso no produce ningún resultado benéfico. Por qué suponer que la muerte, que viene a ser un accidente total, va a mejorar esto. Por qué suponer que la muerte, en la que todo se accidenta en uno, va a conseguir que el alma conozca otro reino, ¿no? Me parece que ese es un buen argumento. Lo otro está basado en una hipótesis: la idea de que el alma existe fuera del cuerpo. Ahora, [John] Milton por ejemplo, que era un teólogo, creía que el hombre necesitaba ambas cosas: el alma y el cuerpo. Él pertenecía a la secta de los mortalistas. Claro, ellos eran cristianos; creían que cuando un hombre muere el alma duerme hasta el día del Juicio Final; luego resucita y recibe un castigo eterno o un premio eterno; pero que mientras tanto no existe. Cuando se habla del Juicio Final se insiste en la resurrección de la carne; no se dice que las almas van a ser juzgadas; se dice que los cuerpos saldrán de sus sepulturas, que las almas los habilitarán y que todos serán juzgados. Desde luego, yo no creo en el Juicio Final tampoco.

De cualquier modo, las distintas concepciones del más allá pueden considerarse, al menos, como creaciones del hombre, como hechos estéticos...

–Yo creo que sí. Yo diría que el concepto de Dios es la máxima creación de la literatura fantástica. Es mucho más extraña la idea de Dios que la idea del Golem.

¿Cuál de estas concepciones le parece la más bella?

–Yo creo que la idea del budismo, la idea de la trasmigración, es linda. Al mismo tiempo, el budismo no cree que el alma exista. El budismo supone que todo hombre, a lo largo de su vida, crea un organismo que se llama karma, un organismo psíquico, y que ese organismo es heredado por otro hombre; pero no cree en la trasmigración del alma. Cree que cuando uno muere, uno deja ese karma, que es heredado por otra persona. Ahora, eso presupone una serie infinita –infinita hacia atrás también– de nacimientos. Porque si cada destino humano es una consecuencia del destino anterior –por ejemplo, si usted nace justo es porque ha merecido nacer justo; si usted nace ciego es porque ha merecido nacer ciego; si usted nace inteligente es porque ha merecido nacer inteligente; si nace, por ejemplo, dentro de cada una de las castas de la India, es porque usted ha merecido esa casta; si usted es desdichado, usted ha merecido la desdicha, bueno, eso presupone siempre una causa anterior–, si cada vida presupone una vida anterior, esa vida anterior presupone otra, y esto sigue hasta el infinito. Es decir que cada uno de nosotros, según el budismo, ha vivido un número infinito de veces, y si no llega al Nirvana –ahí uno ya queda fuera de la rueda de la ley– uno vivirá un número infinito de veces también. Pero cuando yo digo infinito no quiero decir indefinido, quiero decir estrictamente infinito.

Estudié matemática, así que tengo por lo menos una idea de lo infinito.

–Y usted debe haber leído algo sobre la teoría de los conjuntos, de [George] Cantor.

Sí, claro.

–Bueno, ahí él habla de los números infinitos, y entre los números infinitos, el aleph. No se llega a él por progresión, es decir, si usted cuenta, uno, dos, tres, cuatro, y sigue infinitamente, no llega a esa cifra. Bueno, está bien.

Rainer Maria Rilke dijo: “Señor, concede a cada cual su propia muerte”. ¿Usted cree que hay una “muerte propia” que debe corresponderle a cada hombre?

–Creo que esa idea la tomó Rilke de Séneca. Séneca dice exactamente “morire sua morte”: morir su muerte. Eso significa que el estilo de la muerte es el estilo de la vida. Ahora, hay quien piensa que Rilke, al decir eso, pensaba en algo mucho menor. En alguna parte él dice que antes la gente nacía en su casa y moría en su casa, y que ahora la gente nace en un sanatorio y muere en un sanatorio. Yo, por ejemplo, he nacido en la casa de mi madre, en la calle Tucumán y Suipacha, y ella había nacido en esa casa. Hoy nadie nace en su casa, y nadie muere en su casa tampoco. Mi madre murió en su casa y mi padre también. Puede ser que Rilke se refiera a eso, simplemente, pero es más linda la idea de Séneca de que la muerte debe corresponder a la vida. Por ejemplo, yo leí un poema de Johannes Becher, poeta alemán que se hizo comunista después, sobre la muerte de Goethe. Él dice algo que yo no he visto confirmado en ninguna biografía de Goethe pero que es muy lindo. Él dice –supongo que lo inventó porque ningún otro biógrafo dice eso, y yo he leído varias biografías de Goethe–, dice que él se estaba muriendo y que escribía; escribía en el aire. Dice que él escribía, así, y que luego tachaba una línea y ponía otra... Ahora, eso sería exactamente la muerte de un escritor. El poema termina así: So starb ehr Scheibed, “y así murió escribiendo”. Mire, yo creo que es una invención de Becher, pero qué importa que sea una invención, ¿no?

Usted citó el caso de una muerte propia. ¿Conoce casos de muertes paradójicas, muertes cuyo estilo sea totalmente contrario al estilo de la vida?

–Yo he visto morir a cinco personas en mi vida. He visto morir a mis dos abuelas, he visto morir a mi padre, he visto morir a la hija natural de mi abuelo, y he visto matar a un hombre en la frontera del Brasil, de dos balazos. Sí, yo diría que hay muertes paradójicas. Pero recuerdo muertes propias también. Este caso muy extraño les ocurrió a dos hermanos; uno era Pedro Henríquez Ureña. Pedro Henríquez Ureña tenía una cátedra en la Universidad de La Plata y tenía que tomar el tren en Constitución. Y el tren salía y él corrió. Tomó el tren, se sentó, puso sus libros en la red. Estaba con él... ya no recuerdo el nombre del otro, un doctor. El otro siguió una conversación. Henríquez Ureña no le contestó: se había quedado muerto de un ataque al corazón. Se había quedado muerto mientras iba a dar una clase, él fue toda su vida profesor. Ahora, el hermano de él, Max Henríquez Ureña, autor de una Historia del Modernismo, tuvo una muerte muy parecida. Él tenía una cátedra en la Universidad de Las Piedras, en Puerto Rico. Había llegado tarde y se apresuró, y se quedó muerto de un ataque al corazón también. Los dos hermanos murieron cumpliendo su destino pedagógico. Son lindas muertes. Ahora, mi abuelo Borges, por razones políticas –no es el caso entrar en ellas– había resuelto morir. Entonces, después de la batalla de Isla Verde, cuando Mitre había capitulado ya, él dijo que no, que él creía que todavía podía intentarse una última carga, y lo siguieron como quince o veinte gauchos. Él se puso un poncho blanco, montó en un caballo moro... no, moro no, tordillo, avanzó hacia las trincheras enemigas, no al galope sino al trote y con los brazos cruzados, ofreciendo un blanco. Efectivamente, recibió dos balas de Remington y murió al día siguiente en un hospital de sangre. Fue una muerte propia. Él había sido soldado toda su vida. Inició su carrera militar como defensor de la plaza sitiada de Montevideo, a los quince años, y a los diecisiete años estuvo en la batalla de Caseros. Hizo toda la campaña del Paraguay, la campaña del Desierto, la campaña contra los montoneros de López Jordán, luego participó en esa revolución, ahí fueron derrotados y se hizo matar. De modo que ésa vendría a ser su muerte propia, la muerte de un soldado.

¿Cuál sería para usted su muerte propia?

–Bueno, lo que yo querría sería morir súbitamente. Porque yo he visto largas agonías: la agonía de mi madre, la agonía de mi padre, la agonía de mi abuela también, que estaban deseando la muerte. Puedo contarle una anécdota sobre mi abuela inglesa. Ella estaba muriéndose, y nos llamó a su pieza –era tres o cuatro días antes de su muerte– y nos dijo: “Lo que sucede aquí no tiene nada de particular; soy una mujer muy vieja que está muriéndose muy despacio; no hay ninguna razón para que estén alborotados todos ustedes”. I’m only an old woman; I’m dying very slowly; nothing interesting in all that. Nada interesante en esto. Después de todo, qué valiente; podía ver su muerte como si fuera de otra persona. En general, toda persona que se muere tiende a dramatizar su muerte. Por el contrario, ella dijo: “No, soy una mujer muy vieja que está muriéndose muy despacio; no hay nada interesante en esto”. Era una mujer muy valiente; era tan valiente como el marido de ella cuando se hizo matar en Isla Verde. Ahí está el retrato de ellos. Cuando estuve en Junín me mostraron una calle que lleva el nombre de él, y el árbol que él había plantado. Lo plantó en el año ‘71. En 1871.

Sartre dice que siempre se muere demasiado pronto o demasiado tarde. ¿Usted está de acuerdo con esta afirmación?

–Desde luego que yo creo que nunca se muere demasiado pronto; siempre se muere demasiado tarde. Sartre es una persona muy rara; Sartre dejó de escribir cuando se quedó ciego. Yo no entiendo eso. Al contrario, yo he pensado: ahora que estoy ciego, tengo que seguir trabajando, porque ¿qué justificación tiene mi vida si no trabajo? Yo sé que lo que escribo ahora –voy a cumplir ochenta años en agosto– tiene que ser forzosamente inferior a lo que escribía cuando era joven, pero sin embargo, ¿qué otra cosa puedo hacer sino escribir? Y eso no lo hago por vanidad sino porque tengo que poblar mi tiempo de algún modo. Porque no siempre recibo visitas gratas como la de usted.

Gracias. Tal vez lo que pasa con Sartre es que, a través de su filosofía, hizo una valorización de la mirada. Otra cosa que le pasa, creo, es que no puede dictar: necesita, físicamente, el acto de escribir.

–Bueno, es que yo me refería sólo a escribir; lo que no se puede es corregir más. Henry James dejó de escribir y dictó, y eso influyó sobre su estilo; se hizo mucho más palabrero, menos conciso. Pero hay muchos escritores que han dictado. El primer escritor que no escribió directamente, sino que tenía discos y grababa, fue Mark Twain. Mark Twain estaba muy interesado en lo que era un invento nuevo, el fonógrafo; él tenía discos y le gustaba dictar a los discos. Se levantaba de noche, la familia lo oía hablar solo, y él estaba dictándole al disco. Recuerdo una frase de él: “Yo no pregunto de qué raza es un hombre, qué religión profesa, qué lugar ocupa en la escala social. Me basta con que sea un ser humano: peor que eso no puede ser”. Uno espera lo contrario, ¿no?

Usted una vez citó una frase de Mark Twain que a mí me fascinó por su crueldad. Decía que una biblioteca, por incompleta que fuera, ya se consideraría...

–No, no, la frase es mejor. Él dijo: “Podría iniciarse una buena biblioteca omitiendo los libros de Jane Austen. Aunque esa biblioteca no incluyera ningún otro libro sería mejor que muchas otras por no incluir a Jane Austen”. Una biblioteca ideal, pero sin libros, ¿no? No tiene libros pero falta Jane Austen, ya hay esa ventaja, ¿no? Sí, lo que pasa con esas frases... Yo recuerdo una frase; si es muy ingeniosa, no me importa que sea justa o no. Ahí, por ejemplo, usted podría cambiar el nombre de Jane Austen por cualquier otro y la frase no perdería nada. Porque lo deslumbrante es el mecanismo. La idea de una biblioteca ideal, que no constara de ningún libro pero que tuviera la ventaja de omitir a Jane Austen. Yo creo que la gracia es ésa. Si usted, en lugar de poner a Jane Austen, pusiera, bueno, a cualquier persona, por no incluir obras de, no sé, de Angel Battistesa, por ejemplo, sería lo mismo. No, no digo esto contra Battistesa. Si no incluyera las obras de Borges, digamos, ya sería una buena biblioteca.

Plotino se negaba a que le hicieran retratos porque no quería que a su muerte le sobreviviera su imagen...

–No, no, la idea de Plotino era ésta. Plotino creía en los arquetipos platónicos. Es decir, él creía que había un hombre ideal, o quizá un Plotino ideal. Él era una copia, y por lo tanto, cualquier retrato sería una copia de una copia; una sombra de una sombra. No, él dijo: yo soy una sombra, lo único real es mi arquetipo, que puede ser el arquetipo del hombre, pero si yo soy una sombra y se hace un retrato mío, el retrato va a ser la sombra de una sombra. Sí, porque querían hacer un busto de él, entonces, el escultor fue a la clase de él, hizo unos croquis, unos dibujos, y después hizo el busto. Pero Plotino no quería. Si ya soy una sombra, decía, mi retrato será la sombra de una sombra.

Borges, ¿eso tiene alguna vinculación con su propia aversión a los espejos?

–En realidad, eso proviene de mi infancia, cuando yo no sabía que existiera Plotino; yo no tenía idea de filósofos de ninguna especie. No, yo sentía temor de los espejos, pero el temor mío era distinto. El temor que yo tenía, y que no confié a nadie por mi timidez, mi temor era que el espejo empezara a vivir de un modo distinto; por ejemplo, que mi imagen en el espejo hiciera cosas que yo no hacía. Ese es el temor que yo tenía. En mi pieza había un enorme mueble hamburgués, con tres espejos; de modo que yo veía triplicado. Además, la cama era de caoba. Si yo hubiera dicho a mis padres que apagaran la luz de la pieza vecina... Pero no me animé a decirlo nunca. Vivía siempre con ese temor. Yo, antes de dormir –la pieza no estaba a oscuras–, abría los ojos, me miraba en los espejos, me daba cuenta de que nada se movía, y entonces, al final, me quedaba dormido. Tuve muchas pesadillas con espejos, pero hubiera podido corregir todo eso pidiéndole a mi familia que apagara la luz del hall que estaba al lado.

Disculpe, Borges, voy a dar vuelta la cinta.

–Está bien. ¿Quién más interviene en este libro?

El profesor Croatto, profesor de religiones comparadas; el doctor Gazzano, psiquiatra, que dirigió el Centro de Asistencia al Suicida...

–¿Qué hacen allí? ¿Ayudan a la gente a matarse? Qué otra asistencia se le puede dar a un suicida, ¿no? Bueno, supongo que debe de ser todo lo contrario.

Me parece que sí.

–Qué cosa rara que los católicos condenen el suicidio cuando el propio Jesucristo fue un suicida. Una religión que tiene a la cabeza un suicida –y ese suicida, además, es Dios– y que condene el suicidio. Porque se entiende que el sacrificio de Jesús fue voluntario, es decir, fue un suicidio. Es muy raro, los católicos condenan el suicidio y yo no logro explicarme por qué. Pero, bueno, les digo: si Jesús se suicidó según ustedes...

¿Y en ninguna parte está explicada esa contradicción?

–No, no creo. Es decir: la versión que ellos tienen es ésta: según ellos, Jesús era Dios, la segunda persona de la Trinidad, y hombre. Y fue la parte humana la que se resistió. Por eso Cristo pudo decir (anoche estuve hablando de esto con un amigo mío): “Dios, ¿por qué me has abandonado?”; pero ésa era la parte humana de Él. Esa es la interpretación que se da, pero no es muy satisfactoria. Ahí, lo que uno piensa es que más bien Él pensaba que Dios iba a salvarlo; cuando se vio condenado, cuando vio que Dios no lo había salvado, se sintió traicionado por Dios. O creo que ése es el pensamiento correcto, porque la teoría me parece falsa. Si Él había venido para ser crucificado, si Él se había hecho hombre, si Él había condescendido a la carne, para ser crucificado, ¿por qué protestó cuando se cumplió ese destino para el cual Él había nacido, según los teólogos? Todo esto que yo le digo, si usted quiere publicarlo, publíquelo. Seguro que va a ser distinto que lo que dicen los otros, pero es mejor eso. Si todos decimos lo mismo no tiene sentido.

Usted ha dicho muchas veces que quería el olvido. ¿No cree que hay una contradicción entre este deseo y el ejercicio de la literatura? ¿No implica la literatura la voluntad de quedar, y con la imagen más fiel que pueda ser posible?

–Sí, pero yo querría que se olvidara mi biografía, y mi nombre, y que se recordara algún cuento o algún verso mío. Yo querría sobrevivir en mi obra, pero no, digamos, como sujeto de un artículo en una enciclopedia. Por ejemplo, yo he escrito milongas, y la ambición mía era que las milongas fueran conocidas y no se descubriera el nombre del autor. Pero no he llegado a eso. No, no, yo creo que, cuando uno escribe, uno tiene la esperanza de que la obra sobreviva. Pero si puede sobrevivir anónimamente, mejor; si puede ser parte del lenguaje o de la tradición, mejor.

Virgilio quiso quemar La Eneida, pero no llegó a hacerlo. Kafka encomendó la desaparición de su obra nada menos que a su amigo Max Brod. ¿No cree que en el fondo ningún artista, y ningún ser humano, quiere desaparecer, no dejar rastros?

–Yo creo que, en el caso de Virgilio, lo que él quería dejar claro era que él no consideraba que La Eneida fuera perfecta; no la había concluido; el libro quedó inconcluso. Lo que él quería decir era: yo no asumo la responsabilidad de esa obra. Y Kafka también. Pero al mismo tiempo ellos sabían que los amigos iban a desobedecerlos, porque, si no, la hubieran quemado ellos, es evidente. Bueno, hay otro caso que sí puede ser más serio. Es el de la gran escritora norteamericana Emily Dickinson. Emily Dickinson dijo: “No creo que la publicidad sea parte del destino de un escritor”. Y no quiso publicar nada. Cuando ella murió, en sus cajones encontraron centenares o miles de versos, y los publicaron. Pero ella no había querido publicarlos. Al mismo tiempo tampoco los destruyó. Pero no dijo nada. Ella murió, la gente encontró su obra; la gente sabía que ella escribía versos –creo que en vida de ella se publicaron dos de sus poemas y nada más, y ahora no sé si han publicado todos, muchos no tienen valor, pero los que yo recuerdo de ella son versos lindísimos–. Parting is all we know of Heaven, and all we need of Hell: La despedida es todo lo que sabemos del Cielo, y todo lo que precisamos del Infierno. Lindísimo. Además, una despedida es las dos cosas. Quizás, el momento de la despedida es el momento más intenso en la relación entre dos personas. Cuando uno se despide de alguien, uno está más con esa persona que si uno la ve vulgarmente. Al mismo tiempo, uno sabe que ésa es la última vez. Quiero decir que en la despedida se dan a la vez (supongo que es eso lo que ella quiso decir), se dan a la vez la máxima presencia y la máxima ausencia, ¿no? Parting is all... usted sabe inglés, ¿no? Bueno, Parting is all we know of Heaven, and all we need of Hell. Qué lindo pensar que uno precisa del infierno, qué idea rara, ¿no? Era amiga de [Ralph] Emerson, se carteaba con él. Yo estuve en la casa de ella, en Nueva Inglaterra, un pueblo como otros pueblos de Nueva Inglaterra, un poco perdidos. Ella vivió allí toda su vida. Creo que estuvo a punto de casarse y no lo hizo. Y las cartas de ella son muy lindas también. Los poemas no sé si pueden sobrevivir en la traducción, porque ella cuidaba mucho la forma.

La poesía inglesa en general, ¿no?, no sé si puede sobrevivir en la traducción.

–Además hay otra cosa. Las palabras inglesas son muy breves. Me dijo [Manuel] Mujica Lainez que él realmente precisaba dos sonetos para cada soneto de Shakespeare. Además, el inglés es un idioma muy físico. Luego, el inglés tiene la posibilidad de verbos con preposiciones que no existen en español. Yo estaba releyendo la balada del Oriente y el Occidente, de [Rudyard] Kipling, y encontré esta línea (es un militar inglés que persigue a un cuatrero, un ladrón de caballos en Gwana; él lo persigue, hay un episodio muy lindo, y cabalgan toda la noche, y Kipling dice): They have riden the lob moon out of the sky. En español usted no puede decir eso. Cabalgar hasta que la luna queda fuera del cielo. Suena muy pesado.

¿Cuál considera la más oprobiosa de las muertes que conoce? ¿Y cuál la más noble?

–La más oprobiosa es una larga agonía. Y la más noble es una muerte brusca, ¿no?

En su literatura, los personajes muchas veces se reivindican por una muerte violenta.

–Sí, yo me he ocupado mucho de la muerte. Y estoy pensando escribir un libro contando muertes y agonías distintas. Ultimas palabras distintas, también. Me contaron la muerte de un gramático francés. ¿Quién era? Bueno, no recuerdo el nombre en este momento. Él murió en su ley; él era gramático y dijo algo así como: Je meurs, on peut dire aussi: je me meurs. Murió en su ley, ¿no? murió siendo un gramático. Eso también es una muerte propia. “Yo muero puede decirse también: yo me muero”. Dicen que [François] Rabelais dijo: “Voy hacia el gran tal vez”. Le grand peutêtre.

¿Cómo fue modificándose su concepción de la vida y de la muerte a través de las distintas etapas de su vida?

–Cuando yo era joven tendía a la tristeza, a dramatizarme; quería ser Hamlet o Raskolnikoff, y ahora ya no.

Hay una muerte de la que no se habla nunca: la muerte hacia atrás. ¿Qué le produce mayor nostalgia: saber que no estará en el futuro o saber que ha estado muerto para el pasado?

–Bueno, usted está citando el poema De Rerum Natura, de Lucrecio.

Eso sí que no lo sabía.

–Bueno. Lucrecio dice: la gente piensa “voy a morir, el mundo sigue, los hombres siguen, qué horror”, pero no piensa: “qué horror, yo estaba muerto durante el sitio de Troya”. Él dice eso; si a nadie le duele no haber estado presente en el sitio de Troya qué importa que no esté presente en las próximas guerras. Eso está en el poema de Lucrecio. Porque Lucrecio no creía en la inmortalidad, y decía: quienes se quejan de morir en cuerpo y alma deben quejarse también de no haber vivido en el pasado. Salvo si se cree en la trasmigración. Entonces sí se puede haber estado en Troya. Usted y yo, en realidad, nos llamamos Aquiles y Héctor. Pero qué raro que usted haya tenido esa idea. Mire que yo he leído bastante y he encontrado esa idea únicamente en el poema De Rerum Natura, de Lucrecio. ¡Yo lo saludo, Lucrecio!

Gracias. No sé si quiere agregar otra cosa, Borges.

–No, no, yo creo que he sido demasiado charlatán. Recuerdo que un sobrino mío (yo daba muchas conferencias, tenía que hacerlo) un día me dijo: “Estás hecho un gallego insoportable”. Me convertí en un gallego insoportable hablando y hablando. Yo tengo que disculparme por el exceso de conferencias.


En Liliana Heker - Diálogos sobre la vida y la muerte
Imagen: Jorge Aguirre, 1960

15/2/14

Jorge Luis Borges - Alicia Jurado: El budismo Zen







Según se sabe, la fe del Buddha tuvo su raíz en el Nepal y emigró después a la Indochina y a la China por obra de diversos misioneros, de los cuales el más famoso fue Bodhidharma, el Primer Patriarca, a principios del siglo VI de nuestra era. Se cuenta que Shen-Kuan, discípulo y sucesor del patriarca, no comprendió al principio su doctrina, cuya revelación le era negada por éste. Para probar la sinceridad de su fe, Shen-Kuan se cortó el brazo izquierdo; Bodhidharma, interrumpiendo su silencio de muchos años, le preguntó qué deseaba. Shen-Kuan le respondió: «No hay tranquilidad en mi mente; hazme la merced de pacificarla». Bodhidharma le dijo: «Muéstrame tu mente y te daré paz», a lo que contestó el discípulo: «Cuando busco mi mente no doy con ella». «Bien», dijo Bodhidharma, «ya estás en paz». Shen-Kuan, entonces, recibió una brusca iluminación: comprendió la Verdad.

Esta anécdota, acaso la menos oscura de las que citaremos, sería el primer ejemplo de intuición instantánea que en el Japón se llama satori; equivale a lo que sentimos al percibir de golpe la respuesta a una adivinanza, la gracia de un chiste o la solución de un problema.

Una de las sectas chinas fue la de Ch'an (meditación), que pasó en el siglo VI al Japón, donde tomó el nombre de Zen.

Nuestros hábitos mentales obedecen a los conceptos de sujeto y de objeto, de causa y efecto, de lo probable y de lo improbable y a otros esquemas de orden lógico que nos parecen evidentes; la meditación, que puede exigir muchos años, nos libra de ellos y nos prepara para ese súbito relámpago: el satori.

Desconfiar del lenguaje, de los sentidos, de la realidad del pasado propio o ajeno y aun de la existencia del Buddha, son algunas de las disciplinas que debe imponerse el adepto. En ciertos monasterios, las imágenes del Maestro se usan para alimentar el fuego; las escrituras sagradas se destinan a fines innobles. Todo esto puede recordarnos la sentencia bíblica: «La letra mata, pero el espíritu vivifica» (Cor, 3-8).

Para provocar el satori, el método más común es el empleo del koan, que consiste en una pregunta cuya respuesta no corresponde a las leyes lógicas.

El ejemplo clásico se atribuye a varios maestros. A uno de ellos le preguntaron: «¿Qué es el Buddha?»; respondió: «Tres libras de lino». Los comentadores advierten que la contestación no es simbólica. A otro le preguntaron: «¿Por qué vino del oeste el Primer Patriarca?»; la respuesta fue: «El ciprés en el huerto».

El número de discípulos de Po-Chang fue tan considerable que tuvo que fundar otro monasterio. Para hallar quien lo dirigiera, los reunió a todos, les mostró un cántaro y les dijo: «Sin usar la palabra cántaro, díganme qué es». El prior contestó: «No es un pedazo de madera». El cocinero, que iba a la cocina, le dio un puntapié al cántaro y prosiguió. Po-Chang lo puso al frente del monasterio.

Acaso de mayor interés es la historia de Toyo, que al cumplir los doce años quiso recibir instrucción del maestro Mokurai. Este empieza por rechazarlo dada su corta edad; el niño insiste y Mokurai dice: «Puedes oír el sonido de dos manos que aplauden. Muéstrame ahora cómo aplaude una sola». Toyo se retira a su cuarto y al meditar oye la vecina música de las geishas. «¡Ya entendí!»; proclamó. Al día siguiente, cuando el maestro lo interroga, Toyo entona la música de las geishas. «No», le dice el maestro, «ése no es el sonido de una mano». Toyo busca un lugar más tranquílo y oye agua que gotea. «¡Ya entendí!», piensa. Al día siguiente, imita ante Mokurai el sonido del agua; Mokurai le dice: «Eso se parece al sonido del agua, pero no al aplauso de una mano. Prueba otra vez».

Makurai oye y rechaza el silbido del viento, el grito de la lechuza, el canto de los grillos y muchas otras cosas. Durante un año, Toyo medita sobre el sonido de una sola mano que aplaude. Al fin vuelve al maestro y le dice: «Me he cansado de escuchar y de repetir y he llegado al sonido sin sonido». El maestro le responde: «Has acertado».

Para inducir el satori algunos maestros sustituyen el koan por medios más violentos. Ante una pregunta del discípulo sobre el viaje de Bodhidharma, Ma-Tsu lo derriba de un puntapié. El neófito se rie y exclama: «Innumerables son las verdades enseñadas por los Buddhas; ahora no hay una sola que no comprenda de un modo simultáneo». Otros maestros recurrían al grito, la bofetada o a diversas formas de violencia física. Hay ejemplos más moderados. Te-Shan, antes de su revelación, había elegido como maestro a Ch'ung-Hsin. Se alojó en el monasterio; al anochecer, estaba sentado meditando cuando Ch'ung-Hsin le preguntó: «¿Por qué no entras?» Te-Shan respondió: «Está oscuro». El maestro volvió con una vela encendida y cuando el discípulo iba a tomarla la apagó; Te-Shan intuyó inmediatamente la Verdad. 

Comparadas la mística cristiana o islámica con la del budismo, se advertirán las siguientes afinidades: a) el desdén por los esquemas racionales, que son meros medios; nadie supone que los muchos volúmenes de la Summa Theologica equivalgan en sí a la experiencia de la Verdad; b) la percepción intuitiva, ajena a la que pueden suministrar los sentidos; c) el conocimiento absoluto, que nos da una certidumbre cabal, irrefutable por el ejercicio de la lógica; quien lo posee puede prescindir de premisas y de conclusiones. Una vez dueño de la verdad, el místico percibe que la oposición de los contrarios se integra de algún modo en una realidad superior; por lo tanto, también está más allá de los valores de la moral corriente. Cuando san Agustin escribe: «Ama y haz lo que quieras», quiso acaso decir que el hombre que ha llegado al amor divino es incapaz de obrar mal. d) La aniquilación del Yo. Nuestra vida pasada es absorbida por el Todo; la paz y el alivio son la recompensa inmediata, e) La visión del múltiple universo transformado en una unidad(1); f) una sensación de felicidad intensa.

En cuanto a los rasgos diferenciales, el budismo prescinde de toda relación personal con un dios, ya que es una doctrina esencialmente atea en la que no existen ni el creyente ni la deidad. Al revés de lo que sucede en el judaísmo y en sus derivaciones, el cristianismo y el islam, no existen tampoco los conceptos patéticos de culpa, de arrepentimiento y de perdón. No se alcanza el satori mediante la adoración, el temor, la fe, el amor de Dios o la penitencia; se trata de una disciplina que busca la paz y elimina las emociones. El maestro Te-Shan nunca rezó, nunca pidió que sus culpas le fueran perdonadas, nunca veneró la imagen del Buddha, nunca leyó las escrituras ni quemó incienso. Tales acciones eran, a su juicio, vanas formalidades; sólo le interesaba la busca incesante y tensa.

Tai-Hui compara el satori con un incendio a punto de consumirnos o con una espada desnuda que nos puede matar. El universo entero es un koan viviente y amenazador que debemos resolver y cuya solución implica la de todos los otros. Inversamente, cada una de las partes contiene el todo (lo mismo que sucede con los números transfinitos estudiados por Cantor, cada una de cuyas series tiene el mismo número que el total) y al comprenderla se comprende el universo.

La aprehensión intelectual de la doctrina del Buddha no es importante: lo esencial es una iluminación íntima, que parece corresponder al éxtasis. Recordemos la parábola hindú del viajero que recorre en el verano un desierto y que, al  encontrarse con otro, le dice que está muerto de cansancio y de sed y que busca una fuente. El otro le indica el camino. Esa indicación no sacia la sed ni alivia el cansancio; es necesario que el viajero llegue personalmente al manantial. El desierto es el nacimiento y la muerte; el primer viajero es todo ser viviente; el segundo es el Buddha; el manantial es el Nirvana. Como todos los místicos, el budista descree del lenguaje y de los argumentos. Recordemos la parábola de la flecha, expuesta por el mismo Gautama; el Zen ha heredado esa tradición haciendo prevalecer el satori sobre los ritos, la erudición y el filosofar. El satori es pues el principio y el fin del Zen; ha sido comparado con una flor que se abre de súbito.

El Zen ha influido y sigue influyendo en la vida cotidiana de las sociedades que lo profesan. Las diversas artes -la arquitectura, la poesía, el dibujo, la pintura, la caligrafía- muestran su influjo: la deliberada omisión y la sugestión son elementos esenciales; recordemos los lacónicos dibujos y las brevísimas estrofas de los tanka y los hai-ku. De estos últimos, veamos unos ejemplos:

Más fugaz que el brillo de una hoja llevada por el viento, esa cosa, la vida. 

La casada sin hijos ¡con qué ternura toca las muñequitas de la tienda.
            
Ciruelo de la orilla: ¿el agua se lleva de veras tus flores reflejadas?
Desde las gradas del templo, alzo a la luna del otoño mi verdadera cara.

También el arduo adiestramiento en el uso de la espada y del arco no es sólo un fin sino un ejercicio espiritual: el maestro dispara la flecha en la oscuridad y da en el blanco, pero esto es menos importante que la disciplina mental que ha precedido la proeza.

El ikebana, cuyo sentido literal es la inmersión de plantas vivas en el agua, coincide con la introducción del budismo; su origen fue tribal y monástico y se generalizó después. No hay casa japonesa en que no se dispongan flores o ramas en el tokonoma, nicho mural que sustituye el santuario y que se muestra siempre a los huéspedes. El aprendizaje del ikebana presupone una gran concentración, no solo en la elección de las flores sino en el diseño que forman, basado en el esquema, siempre asimétrico, de las tres líneas que son símbolos del cielo, la tierra y el hombre. La estética se da por añadidura; lo fundamental es el sentimiento religioso del creador y del que contempla la obra. Es frecuente el hábito de inclinarse ante la compsición, antes y después de admirarla.

Los jardines del Japón son famosos; muchos están concebidos como cuadros, no suelen ser muy grandes y en ellos se busca imitar la naturaleza, evitando la simetría y los colores vivos. El agua, si falta, es simulada por arena y abundan las rocas y los arbustos de formas armoniosas. El más famoso de los jardines de este tipo es el de Ryoan-Ji, en Kyoto; mide treinta metros de largo por diez de ancho y consta de quince rocas grandes y chicas, dispuestas en cinco grupos ordenados diversamente y asimétricamente distribuidos. Data de principios del siglo XVI y se lo considera la quintaesencia del arte Zen.

Característica del Zen es la ceremonia del té, que se cumple en pabellones destinados a ese fin o en casas de familia. La índole religiosa de este rito se advierte en la lenta dignidad del oficiante, la parquedad de los diálogos, la actitud reverente de los comensales y la belleza y pulcritud de los utensilios. Para el Zen, los actos más comunes pueden ejecutarse con un sentido religioso y deben enaltecer nuestra vida.

(1) Recordemos los versos de Blake: To see a World in a grain of sand / and a Heaven in a wild flower, / hold Infinity in the palm of your hand / and Eternity in an hour. (En un grano de arena ver un Mundo / y en cada flor silvestre el Paraíso, / vivir la Eternidad en una hora, / sostener en la palma el Infinito.)


En Qué es el budismo, 1976
En colaboración con Alicia Jurado
Imagen s/d



13/2/14

Marco Denevi: La otra República Argentina: Borges





Ahora comprendo por qué Jorge Luis Borges suscitó, en vida, entre los argentinos, un fastidio que se hizo admiración sólo cuando el mundo le expresó la suya. Borges provenía de una República Argentina emancipada de la adolescencia colectiva.

Primero con falso engreimiento, después con falso candor, contradijo uno por uno todos los atributos del país adolescente y les presentó el desafío de una madurez de carácter, de una adultez mental y espiritual tan segura de sí misma que hasta podía ejercitar, sin miedo, la duda metódica y, sin ninguna zozobra, la modestia.

A menudo los adolescentes creen que piensan de su propia cabeza y lo que hacen es ajustarse un pensamiento ajeno que los seduce y los tranquiliza. Alguien sella un conjunto de palabras y en seguida los jóvenes se apropian de esa acuñación verbal sin tomarse el trabajo de someterla a previo examen. Borges hizo siempre lo contrario y propagó así una especie de desasosiego que perturbaba a los jóvenes, incapaces de imitarlo.

Nunca dejó de practicar, a veces en forma gratuita, la refutación de los dogmas, el cuestionamiento de las verdades reveladas, el destrozo de los mitos canónicos, aventuras audaces que si fuesen una frívola iconoclastia atraerían a los adolescentes, pero en él eran una obra de reconstrucción que operaba con la inteligencia y con los conocimientos, y entonces los jóvenes reculaban en la frontera entre la negación y la afirmación y corrían a abrazarse a sus viejos mitos.

Los adolescentes se jactan de su amor por la libertad, pero sólo la piden para el grupo dentro del cual se mimetizan. El junco pensante de Pascal, si es joven, se agavilla en haces de pensamiento unánime. Borges era un junco solitario y orgulloso y se rehusaba al enfardamiento: el adolescente colectivo, pues, lo miraba como a una planta exótica y acaso dañina, como a un intruso en la ecología cultural del país.

Borges hizo más: cometió el pecado de no ser fanfarrón, que para la fanfarronería del adolescente colectivo es sinónimo de debilidad, de cobardía y de sabotaje a la defensa común contra los extraños, la vergonzosa confesión de que los argentinos no son fuertes, no son los mejores, no le dan punto y raya al mundo entero.

Hasta que el mundo entero reconoció, en Borges, a un escritor genial. Entonces el adolescente colectivo dio media vuelta, se apropió de Borges y lo exhibió como una de las riquezas naturales del país a la par de las cataratas del Iguazú, de la cordillera de los Andes o de la avenida 9 de Julio de Buenos Aires, la más ancha del mundo.

No lo leería, pero se lucía con él como con un mérito propio. Lo hacía hablar en todas partes y sobre cualquier tema. Lo paseaba y lo manoseaba al modo de un trofeo que probase las virtudes argentinas.

Cierto, una obra procede tanto de un hombre cuanto de una sociedad. La obra de Borges lleva impresa esa doble marca. Sin embargo, el valor que finalmente se le reconocerá y que la distingue de las demás depende del hombre que la crea. No se puede separar la obra de Borges de Borges hombre.

Quiero decir que la sociedad argentina no ganará mucho si se conforma con la exaltación de la obra de Borges y no averigua por qué esa obra ha podido brotar, así, en medio de los males, de las penurias y de las pamplinas de esa misma sociedad.

Entonces es posible que aprecie la importancia del rigor que la cultura debe imponerse a sí misma. Un rigor obstinado, decía Leonardo. Pero este rigor es siempre una empresa individual. ¡Otra que democratización de la cultura al gusto de la adolescencia colectiva!


En La República de Trapalanda
Imagen: © adoc-photos/Corbis

10/2/14

Mario Vargas Llosa: Borges en París







Francia ha celebrado el centenario de Borges (1899-1999) por todo lo alto: números monográficos de revistas y suplementos literarios, lluvia de artículos, reediciones de sus libros, y, suprema gloria para un escribidor, su ingreso a la Pléiade, la Biblioteca de los inmortales, con dos compactos volúmenes y un Álbum especial con imágenes de toda su biografía. En la Academia de Bellas Artes, transformada en laberinto, una vasta exposición preparada por María Kodama y la Fundación Borges documenta cada paso que dio desde su nacimiento hasta su muerte, los libros que leyó y los que escribió, los viajes que hizo y las infinitas condecoraciones y diplomas que le infligieron. El día de la inauguración rutilaban, en el atestado local, luminarias intelectuales y políticas, y —créanlo o no— unas lindas muchachas vestían polos blancos y negros estampados con el nombre de Borges.

Ningún país ha desarrollado mejor que Francia el arte de detectar el genio artístico foráneo y, entronizándolo e irradiándolo, apropiárselo. Viendo la exuberancia y felicidad con que los franceses celebran los cien años del autor de Ficciones, he tenido en estos días la extraña sensación de que Borges hubiera sido paisano, no de Sarmiento y Bioy Casares, sino de Saint-John Perse y Válery.

Ahora bien, aunque no lo fuera, es de justicia reconocer que sin el entusiasmo de Francia por su obra, acaso ésta no hubiera alcanzado —no tan pronto— el reconocimiento que, a partir de los años sesenta, hizo de él uno de los autores más traducidos, admirados e imitados en todas las lenguas cultas del planeta.

Tengo la coquetería de creer que yo fui testigo del coup de foudre o amor a primera vista de los franceses por Borges, el año 60 o el 61. Vino a París a participar en un homenaje a Shakespeare organizado por la Unesco, y la intervención de este anciano precoz y semiinválido, a quien Roger Caillois presentó con efervescencia retórica, sorprendió a todo el mundo. Antes que él había hablado el ingenioso Lawrence Durrell, comparando al Bardo con Hollywood, y después Giuseppe Ungaretti, quien leyó, con talento histriónico, sus traducciones al italiano de algunos sonetos de Shakespeare. Pero la exposición de Borges, en un francés acicalado, fantaseando por qué ciertos creadores se tornan símbolos de una cultura —Dante, la italiana, Cervantes, la española, Goethe, la alemana— y cómo Shakespeare se eclipsó para que sus personajes fueran más nítidos y libres, sedujo por su originalidad y sutileza. Días después, su conferencia en el Instituto de América Latina, además de estar de bote a bote, atrajo un abanico de escritores de moda, Roland Barthes entre ellos. Es una de las charlas más deslumbrantes que me ha tocado escuchar. El tema era la literatura fantástica y consistía en ilustrar con breves resúmenes de cuentos y novelas —de diversas lenguas y épocas— los recursos más frecuentes de que este género se vale para "fingir la irrealidad". Inmóvil detrás de su pupitre, con una voz intimidada, como pidiendo excusas, pero, en verdad, con soberbia desenvoltura, el conferenciante parecía llevar en la memoria la literatura universal y desenvolvía su argumentación con tanta elegancia como astucia. "¿Seguro que este escritor viene del país de los gauchos?", exclamó un maravillado espectador, mientras aplaudía rabiosamente (Borges había puesto punto final a su charla con una pregunta efectista: "Y, ahora, decidan ustedes si pertenecen a la literatura realista o a la fantástica").

Sí, venía del país de los gauchos, pero no tenía nada de exótico ni de primitivo y su obra no alardeaba de color local. Ya había escrito varias obras maestras, pero todavía era conocido sólo por pequeñas capillas de devotos, incluso en su país, y sus cuentos y ensayos circulaban en ediciones poco menos que familiares. Francia lo sacó de la catacumba en que languidecía a partir de aquella visita. La revista l'Herne le dedicó un número memorable y Michael Foucault inició el libro de filosofía más influyente de la década —Les mots et les choses— con un comentario borgiano. El entusiasmo fue ecuménico: de Le Figaro a Le Nouvel Observateur, de Les Temps Modernes, de Sartre, a Les Lettres Françaises, de Aragon. Y, como todavía en esos años, en asuntos de cultura, cuando Francia legislaba el resto del mundo obedecía, los latinoamericanos, los españoles, los estadounidenses, los italianos, los alemanes, etcétera, empezaron, a la zaga de los franceses, a leer a Borges. Así empezó la historia que culmina, ahora, en la trompetería y los fastos del centenario.

Aquel Borges que, en aquella visita a París, se resignó a conceder una entrevista (una de mil) al oscuro periodista de la Radiotelevisión francesa que era este escriba, no era aún ese Borges público, esa Persona de gestos, dichos y desplantes algo estereotipados en que luego se convertiría, obligado por la fama y para defenderse de sus estragos. Era, todavía, un sencillo y tímido intelectual porteño pegado a las faldas de su madre, que no acababa de entender la creciente curiosidad y admiración que despertaba, sinceramente abrumado por el chaparrón de premios, elogios, estudios, homenajes que le caían encima, incómodo con la proliferación de discípulos e imitadores que encontraba por donde iba. Es difícil saber si llegó a acostumbrarse a ese papel. Tal vez, sí, a juzgar por el desfile vertiginoso de fotos de la Exposición de Beaux Arts en las que se lo ve recibiendo medallas y doctorados, y subiendo a todos los estrados a dar charlas y recitales.

Pero las apariencias son engañosas. Ese Borges de las fotos no era él, sino, como el Shakespeare de su ensayo, una ilusión, un simulador, alguien que iba por el mundo representando a Borges y diciendo las cosas que se esperaba que Borges dijera sobre los laberintos, los tigres, los compadritos, los cuchillos, la rosa del futuro de Wells, el marinero ciego de Stevenson y las Mil y una noches. La primera vez que hablé con él, en aquella entrevista de 1960 o 1961 (recuerdo su respuesta a una de mis preguntas: "¿Qué es para usted la política, Borges?": "Una de las formas del tedio"), estoy seguro de que, por lo menos en algún momento, de verdad hablé, conecté con él. Nunca más volví a tener esa sensación, en los años siguientes. Lo vi muchas veces, en Londres, Buenos Aires, Nueva York, Lima, y volví a entrevistarlo, y hasta lo tuve en mi casa varias horas la última vez. Pero en ninguna de aquellas ocasiones sentí que hablábamos. Ya sólo tenía oyentes, no interlocutores, y acaso un solo mismo oyente —que cambiaba de cara, nombre y lugar— ante el cual iba deshilvanando un curioso, interminable monólogo, detrás del cual se había recluido o enterrado para huir de los demás y hasta de la realidad, como uno de sus personajes. Era el hombre más agasajado del mundo y daba una tremenda impresión de soledad.

¿Lo hicieron más feliz, o menos infeliz, los franceses volviéndole famoso? No hay manera de saberlo, desde luego. Pero todo indica que, contrariamente a lo que podían sugerir los desplantes de su Persona pública, carecía de vanidades terrenales, tenía dudas genuinas sobre la perennidad de su propia obra, y era demasiado lúcido para sentirse colmado con reconocimientos oficiales. Probablemente sólo gozó leyendo, pensando y escribiendo; lo demás, fue secundario, y se prestó a ello, gracias a la buena crianza recibida, guardando muy bien las formas, aunque sin mucha convicción. Por eso, aquella famosa frase que escribió (fue, entre otras cosas, el mejor escritor de frases de su tiempo) —"Muchas cosas he leído y pocas he vivido"— lo retrata de cuerpo entero.

Es seguro que, pese a haber pasado los últimos veinte años de su vida en olor de multitudes, nunca llegó a tener conciencia cabal de la enorme influencia de su obra en la literatura de su tiempo, y menos de la revolución que su manera de escribir significó en la lengua castellana. El estilo de Borges es inteligente y límpido, de una concisión matemática, de audaces adjetivos e insólitas ideas, en el que, como no sobra ni falta nada, rozamos a cada paso ese inquietante misterio que es la perfección. En contra de algunas afirmaciones suyas pesimistas sobre una supuesta incapacidad del español para la precisión y el matiz, el estilo que fraguó demuestra que la lengua española puede ser tan exacta y delicada como la francesa, tan flexible e innovadora como el inglés. El estilo borgeano es uno de los milagros estéticos del siglo que termina, un estilo que desinfló la lengua española de la elefantiasis retórica, del énfasis y la reiteración que la asfixiaban, que la depuró hasta casi la anorexia y obligó a ser luminosamente inteligente. (Para encontrar otro prosista tan inteligente como él hay que retroceder hasta Quevedo, escritor que Borges amó y del que hizo una preciosa antología comentada).

Ahora bien, en la prosa de Borges, por exceso de razón y de ideas, de contención intelectual, hay también, como en la de Quevedo, algo inhumano. Es una prosa que le sirvió maravillosamente para escribir sus fulgurantes relatos fantásticos, la orfebrería de sus ensayos que trasmutaban en literatura toda la existencia, y sus razonados poemas. Pero con esa prosa hubiera sido tan imposible escribir novelas como con la de T.S. Eliot, otro extraordinario estilista al que el exceso de inteligencia también recortó la aprehensión de la vida. Porque la novela es el territorio de la experiencia humana totalizada, de la vida integral, de la imperfección. En ella se mezclan el intelecto y las pasiones, el conocimiento y el instinto, la sensación y la intuición, materia desigual y poliédrica que las ideas, por sí solas, no bastan para expresar. Por eso, los grandes novelistas no son nunca prosistas perfectos. Esa es la razón, sin duda, de la antipatía pertinaz que mereció a Borges el género novelesco, al que definió, en otra de sus célebres frases, como "Desvarío laborioso y empobrecedor".

El juego y el humor rondaron siempre sus textos y sus declaraciones y causaron incontables malentendidos. Quien carece de sentido del humor no entiende a Borges. Había sido en su juventud un esteta provocador, y aunque, luego, se retractó de la "equivocación ultraísta" de sus años mozos, nunca dejó de llevar consigo, escondido, al insolente vanguardista que se divertía soltando impertinencias. Me extraña que entre los infinitos libros que han salido sobre él no haya aparecido aún el que reúna una buena colección de las que dijo. Como llamar a Lorca "un andaluz profesional", hablar del "polvoroso Machado", trastocar el título de una novela de Mallea ("Todo lector perecerá") y homenajear a Sábato diciendo que "su obra puede ser puesta en manos de cualquiera sin ningún peligro". Durante la guerra de las Malvinas dijo otra, más arriesgada y no menos divertida: "Esta es la disputa de dos calvos por un peine". Son chispazos de humor que se agradecen, que revelan que en el interior de ese ser "podrido de literatura" había picardía, malicia, vida.


En Artículos y ensayos
Imagen: Borges, Vargas Llosa y Jurado


9/2/14

Jorge Luis Borges: Mi experiencia con el Japón





Un amigo mío, el gran escritor belga Henri Michaux, escribió un libro titulado Un bárbaro en Asia. Yo lo traduje al castellano y me llevó largo tiempo comprender que era irónico el título. El contaba sus experiencias en la China y la India. Pero lo repito ahora con este candor, con toda inocencia, porque yo también me he sentido un bárbaro en el Asia, concretamente en el Japón. Eso no me ha entristecido. El hecho de compartir de algún modo una cultura que me parece harto más compleja que la nuestra, me alegró. Yo he pensado muchas veces: qué importa que yo sea desdichado si alguien es feliz, qué importa que yo sea desdichado si existe la felicidad, qué importa que yo sea relativamente un bárbaro si existe la cultura.

Pasé aquella temporada en Japón, donde me sentía continuamente agradecido, continuamente atónito, continuamente indigno de lo que yo podía ver a través de mi ignorancia y de mi ceguera. Yo voy a empezar con un mínimo ejemplo; espero que ustedes me hagan preguntas después. Yo no podré resolver ningún enigma, ya que el Japón es un enigma para mí. Pero un enigma que puede ser encantador. Por ejemplo, si tomamos los versos de Jaimes Freyre, que suelo recordar siempre: "Peregrina paloma imaginaria / que enardece entre los últimos amores / alma de luz de música y de flores / peregrina paloma imaginaria;" o aquel verso del famoso poeta irlandés William Butler Yeats, nos preguntamos qué quieren decir y no sabemos, pero eso es lo de menos, notamos que hay un enigma y ese enigma nos encanta.

Yo de algún modo me he ido preparando para esa sorpresa casi total que es el Japón. Mi primer encuentro con Japón fue con una pantalla japonesa que había en casa, la que, me di cuenta, era apócrifa. Luego con un libro: Tales of Old Japan. Desgraciadamente me he olvidado de los argumentos de esos cuentos de hadas pero recuerdo las ilustraciones, unos demonios verdes, debidamente demoníacos, debidamente japoneses. Recuerdo esas ilustraciones como si estuviera viéndolas. Es un poco triste reflexionar que uno lee un libro y lo que queda es que estaba encuadernado de verde, que estaba en tal o cual anaquel y que lo demás se ha ido o no se ha ido, quizá lo hayamos incorporado. De Quincey creía que la memoria era perfecta y comparó el cerebro humano con un palimpsesto. La memoria va siendo una pila infinita de palimpsestos, uno encima de otro, pero nada se pierde. Un estímulo y de pronto uno recuerda algo. Todo está en la memoria. De modo que algo de aquellos cuentos queda en mí.

Luego, mi otro encuentro con Japón fue cuando leí libros de Lafcadio Hearn, en cuya casa estuve. Me impresionaron mucho, sobre todo uno con hermoso título: Some Chinese Ghosts (Algunos fantasmas chinos). Creo que la fuerza está en la palabra some, "algunos", pues Chinese Ghosts no tiene por qué impresionarnos. Algunos los vuelve más precisos y a la vez más lejanos.

Un discípulo de María Kodama, japonés, a quien le había enseñado castellano, me preguntó cierta vez si no tenía interés en ir a Japón, y yo le contesté que no estaba totalmente loco, que naturalmente que sí, y pensé que había dicho eso para llenar un hueco. Pero al cabo de unos meses llegó una invitación de la Japan Foundation, y nos ofrecieron aquello que yo había creído increíble: un viaje al Japón. Fuimos María Kodama y yo. Pero ella tiene jóvenes ojos, una joven memoria; en cambio yo, viejos ojos ciegos; mi memoria es pobre, pero traté de no ser indigno de aquel viaje. Visitamos siete ciudades. Yo he escrito un libro con Alicia Jurado titulado Qué es el budismo; había un capítulo sobre budismo zen, una de la sectas típicas del Japón. Siempre me interesó el budismo, que es una religión que no exige de nosotros ninguna mitología; las otras religiones exigen mitología. Por ejemplo, el cristianismo nos exige la creencia en una divinidad que se hace hombre, tenemos que creer en premios y castigos. Pero el budismo no nos exige ninguna mitología y la permite también. Una prueba de tolerancia, que es una de las virtudes del Japón, es el hecho de que hay dos religiones oficiales. Una es el shinto, una suerte de panteísmo; creo que hay ocho millones de dioses, lo cual para nosotros es casi infinito y el infinito se parece bastante a cero. Creo que el Emperador profesa la fe del Buda y el shinto. Si además de eso un japonés quiere convertirse a cualquiera de la sectas cristianas, puede, ya que se considera que todas son facetas de la misma verdad.

Nuestro viaje se había organizado un poco alrededor de ese mísero librejo de Alicia Jurado y mío que había sido vertido al japonés; sin duda, quienes lo tradujeron sabían mucho más que nosotros sobre el tema. Les interesaba saber qué podía pensar un occidental, un mero bárbaro, de la fe del Buda, y así pudimos visitar ciudades, ríos, santuarios, monasterios, jardines. Yo pude conversar con un monje de un monasterio budista. Este muchacho, de unos treinta años, había estado dos veces en Nirvana; me dijo que él no podía explicármelo, y yo le entendí. Toda palabra presupone una experiencia compartida. Si yo digo "amarillo", se entiende que el interlocutor ha visto el color amarillo. Si no lo ha visto, la palabra es inútil. Bien, él no podía explicarme nada porque yo no había alcanzado el Nirvana. Me dijo que después de esa experiencia, le acontecían las mismas cosas que al resto de los hombres, sin excluir el dolor físico, el placer físico, la soledad, la incertidumbre y por qué no, el dolor, la traición; todo eso le es dado con no menos generosidad que a los otros hombres. Pero como él había estado en Nirvana sentía todo eso de un modo distinto, de un modo que no podía explicarme. El podía hablar de eso con otro monje en un monasterio lejano; cuando se encontraban podían hablar de esa experiencia, pero yo estaba excluido.

Bueno, he usado hace un rato, la palabra jardín. Hay un admirable jardín japonés aquí en Palermo que ha sido donado por el gobierno japonés, pero ya me doy cuenta de que usar la palabra, el concepto jardín es distinto al nuestro. Hay páginas de Chesterton en que habla de "amplios y ociosos jardines". Si uno piensa en los jardines como un lugar donde uno se pierde (hay jardines en Inglaterra como laberintos), piensa en el jardín como un lugar donde errar; en cambio, si no me equivoco, los jardines japoneses están hechos más bien como espectáculos, están hechos sobre todo para la vista, y hay uno, cuyo nombre he olvidado, en el cual no se entra, se lo ve desde afuera; creo que hay cinco piedras. En el jardín japonés la piedra es un elemento constante, de igual modo que el agua y las plantas. Creo que son cinco piedras pero uno sólo puede ver cuatro a un tiempo. El jardín como espectáculo o como una serie de espectáculos. El hecho es que uno no abarca nunca la totalidad del jardín, uno ve hasta cierto punto; cuando uno llega a ese punto hay un desvío, aparece algo imprevisto, puede ser un arroyo, un puente, un pabellón, otro desvío; y así el jardín es una serie de espectáculos. Pero puedo equivocarme en esto.

Desde luego a mí me había interesado la literatura japonesa. Yo he leído sobre todo las versiones de Arthur Waley, la versión de Genji Monogatari de Murasaki Shikibu, y la poesía japonesa. Ya en esa poesía pude apreciar una diferencia. Porque nosotros pensamos sobre todo en largos poemas, en La Divina Comedia, en el Paraíso Perdido, en la Odisea, en la Eneida, en canciones de gesta medievales. En cambio, la poesía japonesa empezó, si es que los estudios de literatura no nos engañan, por poesías relativamente breves, de cincuenta a sesenta versos, pero luego se sintió que eran demasiado largos y se llegó a la tanka, que consta de treinta y una sílabas, en versos de 5-7-5 sílabas, y luego vendría a ser el alejandrino: 7-7. Para nosotros las treinta y una sílabas nos parecen muy breves, en cambio para los japoneses eso fue demasiado largo, y les llevó a crear el haiku, especie de joya de diecisiete palabras: 5-7-5.

El fin de los poemas es apreciar un instante precioso. Un haiku bien hecho tiene que cumplir una mención de una de las estaciones del año. Creo que hay libros en los cuales hay por ejemplo cincuenta maneras de indicar el otoño, cincuenta maneras de indicar el estío, o lo que fuere. Uno puede repetir una de esas fórmulas y no importa, porque no hay la idea de plagio. El autor tiene que tratar de hacer algo bello. Si eso bello no es enteramente original no importa. Bueno, yo he intentado con escaso éxito el haiku. En algún libro mío hay diecisiete haiku, pero no sé si lo he logrado. Pero para qué recordar lo que se ha hecho en castellano. Prefiero recordar un famoso haiku que dice así: "El viejo estanque / salta una rana / ruido del agua". Son 5-7-5 sílabas. Hay otro que a mí me parece mejor pero que es menos famoso y que vuelve ahora a mi memoria: "Sobre / la gran campana de bronce / se ha posado una mariposa". En ambos haiku no hay metáfora, no se compara una cosa con otra. Es como si los japoneses sintieran que cada cosa es única. La metáfora es una pequeña operación mágica. Hablamos por ejemplo del tiempo y lo comparamos con un río, hablamos de las estrellas y las comparamos con ojos, la muerte con el sueño. En la poesía japonesa se busca el contraste. Vemos el contraste entre la perdurable campana y la mariposa efímera.

Estando en Japón ya sentía continuamente la cortesía, que solía tomar la forma del silencio. Entramos en un teatro para asistir a una representación de no y yo pensaba que en la sala no había nadie, pero sin embargo estaba llena de gente, pero nadie alzaba la voz. Luego otro rasgo curioso es que el interlocutor siempre tiene razón. Yo recuerdo que visitamos el santuario del Buda en Nara, me dijeron que el rostro era terrible. El edificio era de madera, quizá el edificio de madera más antiguo del mundo. El Buda está sentado sobre una flor de loto. Hay una escalera por donde uno puede llegar a tocar los pétalos de la flor y uno sabe que más allá continúa el Buda de rostro terrible; me dijeron que la cabeza del Buda casi toca el techo de la cúpula. Vimos aquello y alguien al salir preguntó si la imagen del Buda era de madera. Un sacerdote que dominaba el inglés contestó: "Sí, es de madera". Dejó pasar el tiempo y otro preguntó al mismo sacerdote: "¿De qué está hecha la imagen del Buda?" El sacerdote, sin contradecirlo, sin ofenderlo, pudo decir: "De bronce, señor". Todo eso corresponde a un modo muy complejo. A un mundo de buenos modales, a un mundo de gente educada, culta, y eso para mí, que era un bárbaro en Asia, me sorprendió.

Ahora veamos por ejemplo la historia reciente del Japón. Japón sufrió una derrota terrible, la aceptaron. No hubo ninguna hipocresía y sin modificar sus estructuras, sin perder su reverencia al emperador, el país resolvió cambiar, aceptar ese mecanismo occidental que los había destruido, y ahora se da este hecho increíble para nosotros. El hecho increíble es que Japón ahora posee dos culturas: su cultura oriental y la cultura occidental. A ésta, la ejercen mejor que los occidentales, a juzgar por las máquinas que se fabrican en Japón que son más evolucionadas, más refinadas y más elegantes también, porque el sentido estético del Japón perdura. Así el Japón ha ido recibiendo influencias. Por ejemplo, cuando se habla de China, a pesar de las diferencias políticas, se habla con una reverencia filial. Yo pienso que la introducción de los kanji, del budismo, tiene que haber sido para ellos una revolución no menos grande que la revolución actual de la cultura occidental que ellos han aceptado. Son ciento veinte millones de hombres que están ejerciendo dos culturas. Lo hacen sin lamentos, sin una elegía. Ellos han adquirido algo más, ellos han visto en esa derrota una secreta victoria.

He estado tratando de saber algo de japonés. Por ejemplo, nosotros contamos uno, dos, tres, cuatro, cinco y usamos las mismas palabras para cualquier cosa. Decimos "un" y lo que viene después puede ser un ancla, un ángel, un sol, lo que fuere. Pero en japonés creo que hay nueve modos de contar las cosas, y las palabras varían también según los números. Por ejemplo hay un sistema que sirve para contar cosas largas y cilíndricas; este bastón o un lápiz o un taco de billar. Hay otro para contar animales chicos o grandes. Todo eso me ayuda a comprender la brevedad de la poesía japonesa. Me dicen que no es algo que atañe a unos pocos. No, todo el mundo versifica. Creo que por año se escriben un millón de haiku; los escribe un campesino, un obrero, el Emperador, y si buscan ese límite es porque sin duda tienen un idioma más complejo que el nuestro. Yo sospecho que el japonés es a nuestras lenguas occidentales lo que nuestras lenguas son al guaraní o al quechua. Es más complejo. Una prueba de ello es que buscan formas breves porque saben que el idioma les permite hacer poemas admirables de diecisiete sílabas. Ellos se han impuesto esto porque sin duda saben que pueden hacerlo. He empezado a estudiar ese idioma que no sabré nunca, pero es algo así como si supiera que algo es inmortal, que de algún modo seguiré estudiando japonés después de mi muerte corporal. ¿Por qué no creer en la transmigración, que es algo que en los países orientales no se trata de explicar?



Conferencia pronunciada el 8 de julio de 1985
en la sala Promúsica de Buenos Aires
Foto: Daniel Merle


8/2/14

Jorge Luis Borges: Animales de los espejos





En algún tomo de las Cartas edificantes y curiosas que aparecieron en París durante la primera mitad del siglo XVII, el P. Zaliinger, de la Compañía de Jesús, proyectó un examen de las ilusiones y errores del vulgo de Cantón; en un censo preliminar anotó que el Pez era un ser fugitivo y resplandeciente que nadie había tocado, pero que muchos pretendían haber visto en el fondo de los espejos. El P. Zallinger murió en 1736 y el trabajo iniciado por su plu-ma quedó inconcluso; ciento cincuenta años después, Herbert Allen Giles tomó la tarea interrumpida.

Según Giles, la creencia del Pez es parte de un mito más amplio, que se refiere a la época legendaria del Emperador Amarillo.

En aquel tiempo, el mundo de los espejos y el mundo de los hombres no estaban, como ahora, in-comunicados. Eran, además, muy diversos; no coincidían ni los seres ni los colores ni las formas. Ambos reinos, el especular y el humano, vivían en paz; se entraba y se salía por los espejos. Una no-che, la gente del espejo invadió la tierra. Su fuerza era grande, pero al cabo de sangrientas batallas las artes mágicas del Emperador Amarillo prevalecieron. Éste rechazó a los invasores, los encarceló en los espejos y les impuso la tarea de repetir, como en una especie de sueño, todos los actos de los hombres. Los privó de su fuerza y de su figura y los redujo a meros reflejos serviles. Un día, sin embargo, sacudirán ese letargo mágico.

El primero que despertará será el Pez. En el fondo del espejo percibiremos una línea muy tenue y el color de esa línea será un color no parecido a ningún otro. Después, irán despertando las otras formas. Gradualmente diferirán de nosotros, gradualmente no nos imitarán. Romperán las barreras de vidrio o de metal y esta vez no serán vencidas. Junto a las criaturas de los espejos combatirán las criaturas del agua.

En el Yunnan no se habla del Pez sino del Tigre del Espejo. Otros entienden que antes de la invasión oiremos desde el fondo de los espejos el rumor de las armas.



En Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero: Manual de zoología fantástica
Foto: En Buenos Aires 1980 © Bettmann/Corbis

7/2/14

Jorge Luis Borges: Milonga del puñal







En Pehuajó me lo dieron
unas manos generosas;
más vale que no presagie
que vuelve el tiempo de Rosas.

La empuñadura sin cruz
es de madera y de cuero;
abajo sueña su oscuro,
sueño de tigre el acero.

Soñará con una mano
que lo salve del olvido;
después vendrá lo que el hombre
de esa mano ha decidido.

El puñal de Pehuajó
no debe una sola muerte;
el forjador lo forjó
para una tremenda suerte.

Lo estoy mirando, preveo
un porvenir de puñales
o de espadas (da lo mismo)
y de otras formas fatales.

Son tantas que el mundo entero
está a punto de morir.
Son tantas que ya la muerte
no sabe dónde elegir.

Duerme tu sueño tranquilo
entre las tranquilas cosas,
no te impacientes, puñal.
Ya vuelve el tiempo de Rosas.



En Atlas, 1985
Imagen: Fotograma del film Borges: un destino sudamericano 
Tadeo Bortnowski y José Luis di Zeo

6/2/14

Jorge Luis Borges: Chuang Tzu







En el venturoso decurso de los Pickwick Papers, Dickens quiso dar una idea de complicación y de tedio, y habló de «metafísica china». La conjunción es eficaz y aun vertiginosa: nadie ignora que la metafísica es intrincada; todos suponen que la metafísica china lo es abusivamente, siquiera por contaminación de la arquitectura y de la «incomprensible» escritura. La realidad -juzgo por los libros de Forke, de Wilheim, de Herbert Giles, de Waley- no corrobora esa intuición. El remoto Chuang Tzu (aun a través del idioma spenceriano de Giles; aun a través del dialecto hegeliano de Wilhelm) está más cerca de nosotros, de mí, que los protagonistas del neotomismo y del materialismo dialéctico. Los problemas que trata son los elementales, los esenciales, los que inspiraron la gloriosa especulación de los hombres de las ciudades jónicas y de Elea.

No en vano he recordado esas perdurables sombras helénicas. Las coincidencias son indiscutibles y muchas. Platón, en el Parménides, arguye que la existencia de la unidad comporta la existencia del infinito; porque si lo uno existe, lo uno participa del ser; por consiguiente, hay dos partes en él que son el ser y lo uno, pero cada una de esas partes es una y es, de suerte que se desdobla en otras dos, que también se desdoblan en otras dos: infinitamente.

Chuang Tzu (Three ways of thought in ancient China, página 25) recurre al mismo interminable regressus contra los monistas que declaraban que las Diez Mil Cosas (el Universo) son una sola. Por lo pronto -arguye Chuang Tzu- la unidad cósmica y la declaración de esa unidad ya son dos cosas; esas dos y la declaración de su dualidad ya son tres; esas tres y la declaración de su trinidad ya son cuatro, y así infinitamente... Otra coincidencia notoria es la de Zenón de Elea y Hui Tzu. Aquél, en alguna de sus paradojas, dice que no es posible llegar al punto final de una pista, pues antes hay que atravesar un punto intermedio, y antes otro punto intermedio, y antes otro punto intermedio*; Hui Tzu razona que una vara, de la que cortan la mitad cada día, es interminable.

De los tres pensadores cuyas doctrinas declara este volumen -Chuang Tzu, Mencio, Han Fei Tzu- el más vívido es el primero. Mencio predicó la Compasión, lo cual es poco estimulante; Han Fei Tzu (según Waley) fue un precursor puntual de Adolf Hitler, pero es triste negar al Pasado el privilegio inapreciable de no contener a Adolf Hitler... Chuang Tzu ha sido muy diversamente juzgado. Martin Buber (Reden und Gleichnisse des Tschuang-Tse, 1910) lo considera un místico; el sinólogo Marcel Granet (La pensée chinoise, 1934) el más original de los escritores de su país; Xul Solar, un literato que exploró las posibilidades líricas y polémicas del taoísmo. Nadie ha negado su vigor y su variedad. Uno de sus sueños es proverbial en la literatura china, cuyos sueños son admirables. Chuang Tzu -hará unos veinticuatro siglos- soñó que era una mariposa y no sabía al despertar si era un hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre.

Copio una de sus parábolas: «La más hermosa mujer del mundo, Hsi Shih, frunció una vez el entrecejo. Una aldeana feísima la vio y se quedó maravillada. Anheló imitarla: asiduamente se puso de mal humor y frunció el entrecejo. Luego pisó la calle. Los ricos se encerraron bajo llave y rehusaron salir; los pobres cargaron con sus hijos y sus mujeres y emigraron a otros países».

La primera versión inglesa de Chuang Tzu apareció en 1889. Oscar Wilde la criticó en el Speaker. Alabó su mística y su nihilismo y dijo estas palabras: «Chuang Tzu, cuyo nombre debe cuidadosamente pronunciarse como no se escribe, es un autor peligrosísimo. La traducción inglesa de su libro, dos mil años después de su muerte, es notoriamente prematura».

* Más conocida, por razones de carácter dramático, es la paradoja de Aquiles y la tortuga. Bien examinada, es más arbitraria: en las primeras etapas de la carrera, Aquiles recorre cien metros; en las últimas, no puede rebasar un milímetro.


Sur, Buenos Aires, Año IX, N° 71, agosto de 1940
Imagen: Rogelio Cuéllar
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