2/2/14

Jorge Luis Borges: El guardián de los libros






Ahí están los jardines, los templos y la justificación de los templos,
la recta música y las rectas palabras,
los sesenta y cuatro hexagramas,
los ritos que son la única sabiduría
que otorga el Firmamento a los hombres,
el decoro de aquel emperador
cuya serenidad fue reflejada por el mundo, su espejo,
de suerte que los campos daban sus frutos
y los torrentes respetaban sus márgenes,
el unicornio herido que regresa para marcar el fin,
las secretas leyes eternas,
el concierto del orbe;
esas cosas o su memoria están en los libros
que custodio en la torre.

Los tártaros vinieron del Norte
en crinados potros pequeños;
aniquilaron los ejércitos
que el Hijo del Cielo mandó para castigar su impiedad,
erigieron pirámides de fuego y cortaron gargantas,
mataron al perverso y al justo,
mataron al esclavo encadenado que vigila la puerta,
usaron y olvidaron a las mujeres
y siguieron al Sur,
inocentes como animales de presa,
crueles como cuchillos.
En el alba dudosa
el padre de mi padre salvó los libros.
Aquí están en la torre donde yazgo,
recordando los días que fueron de otros,
los ajenos y antiguos.


En mis ojos no hay días. Los anaqueles
están muy altos y no los alcanzan mis años.
Leguas de polvo y sueño cercan la torre.
¿A qué engañarme?
La verdad es que nunca he sabido leer,
pero me consuelo pensando
que lo imaginado y lo pasado ya son lo mismo
para un hombre que ha sido
y que contempla lo que fue la ciudad
y ahora vuelve a ser el desierto.
¿Qué me impide soñar que alguna vez
descifré la sabiduría
y dibujé con aplicada mano los símbolos?
Mi nombre es Hsiang. Soy el que custodia los libros,
que acaso son los últimos,
porque nada sabemos del Imperio
y del Hijo del Cielo.
ahí están en los altos anaqueles,
cercanos y lejanos a un tiempo,
secretos y visibles como los astros.
Ahí están los jardines, los templos.



En Elogio de la sombra, 1969
Imagen: Horacio Villalobos/Corbis


1/2/14

Portadas de los libros de Borges



...

Jorge Luis Borges: De las alegorías a las novelas






Para todos nosotros, la alegoría es un error estético. (Mi primer propósito fue escribir “no es otra cosa que un error de la estética”, pero luego noté que mi sentencia comportaba una alegoría.) Que yo sepa, el género alegórico ha sido analizado por Schopenhauer (Die Welt als Wille und Vorstellung, I, 50), por De Quincey (Writings, XI, 198), por Francesco De Sanctís (Storia della letteratura italiana, VII), por Croce (Estetica, 39) y por Chesterton (G. F. Watts, 83); en este ensayo me limitaré a los dos últimos. Croce niega el arte alegórico, Chesterton lo vindica; opino que la razón está con aquél, pero me gustaría saber cómo pudo gozar de tanto favor una forma que nos parece injustificable.

Las palabras de Croce son cristalinas; básteme repetirlas en español: “Si el símbolo es concebido como inseparable de la intuición artística, es sinónimo de la intuición misma, que siempre tiene carácter ideal. Si el símbolo es concebido separable, si por un lado puede expresarse el símbolo y por otro la cosa simbolizada, se recae en el error intelectualista; el supuesto símbolo es la exposición de un concepto abstracto, es una alegoría, es ciencia, o arte que remeda la ciencia. Pero también debemos ser justos con lo alegórico y advertir que en algunos casos éste es innocuo. De la Jerusalén libertada puede extraerse cualquier moralidad; del Adonis, de Marino, poeta de la lascivia, la reflexión de que el placer desmesurado termina en el dolor; ante una estatua, el escultor puede colocar un cartel diciendo que ésta es la Clemencia o la Bondad. Tales alegorías agregadas a una obra conclusa, no la perjudican. Son expresiones que extrínsecamente se añaden a otras expresiones. A la Jerusalén se añade una página en prosa que expresa otro pensamiento del poeta; al Adonis, un verso o una estrofa que expresa lo que el poeta quiere dar a entender; a la estatua, la palabra demencia o la palabra bondad”. En la página 222 del libro La poesía (Barí, 1946), el tono es más hostil: “La alegoría no es un modo directo de manifestación espiritual, sino una suerte de escritura o de criptografía”.

Croce no admite diferencia entre el contenido y la forma. Ésta es aquél y aquél es ésta. La alegoría le parece monstruosa porque aspira a cifrar en una forma dos contenidos”, el inmediato o literal (Dante, guiado por Virgilio, llega a Beatriz) y el figurativo (el hombre finalmente llega a la fe, guiado por la razón). Juzga que esa manera de escribir comporta laboriosos enigmas.

Chesterton, para vindicar lo alegórico, empieza por negar que el lenguaje agote la expresión de la realidad. “El hombre sabe que hay en el alma tintes más desconcertantes, más innumerables y más anónimos que los colores de una selva otoñal... Cree, sin embargo, que esos tintes, en todas sus fusiones y conversiones son representables con precisión por un mecanismo arbitrario de gruñidos y de chillidos. Cree que del interior de un bolsista salen realmente ruidos que significan todos los misterios de la memoria y todas las agonías del anhelo.” Declarado insuficiente el lenguaje, hay lugar para otros; la alegoría puede ser uno de ellos, como la arquitectura o la música. Está formada de palabras, pero no es un lenguaje del lenguaje, un signo de otros signos de la virtud valerosa y de las iluminaciones secretas que indica esa palabra. Un signo más preciso que el monosílabo, más rico y más feliz.

No sé muy bien cuál de los eminentes contradictores tiene razón; sé que el arte alegórico pareció alguna vez encantador (el laberíntico Roman de la Rose, que perdura en doscientos manuscritos, consta de veinticuatro mil versos) y ahora es intolerable. Sentimos que, además de intolerable, es estúpido y frívolo. Ni Dante, que figuró la historia de su pasión en la Vita nuova; ni el romano Boecio, redactando en la torre de Pavía, a la sombra de la espada de su verdugo, el De consolatione, hubieran entendido ese sentimiento. ¿Cómo explicar esta discordia sin recurrir a una petición de principio sobre gustos que cambian?

Observa Coleridge que todos los hombres nacen aristotélicos o platónicos. Los últimos intuyen que las ideas son realidades; los primeros, que son generalizaciones; para éstos, el lenguaje no es otra cosa que un sistema de símbolos arbitrarios; para aquéllos, es el mapa del universo. El platónico sabe que el universo es de algún modo un cosmos, un orden; ese orden, para el aristotélico, puede ser un error o una ficción de nuestro conocimiento parcial. A través de las latitudes y de las épocas, los dos antagonistas inmortales cambian de dialecto y de nombre: uno es Parménides, Platón, Spinoza, Kant, Francis Bradley; el otro, Heráclito, Aristóteles, Locke, Hume, William James. En las arduas escuelas de la Edad Media todos invocan a Aristóteles, maestro de la humana razón (Convivio, IV, 2), pero los nominalistas son Aristóteles; los realistas, Platón. George Henry Lewes ha opinado que el único debate medieval que tiene algún valor filosófico es el de nominalismo y realismo; el juicio es temerario, pero destaca la importancia de esa controversia tenaz que una sentencia de Porfirio, vertida y comentada por Boecio, provocó a principios del siglo IX, que Anselmo y Roscelino mantuvieron a fines del siglo XI y que Guillermo de Occam reanimó en el siglo XIV.

Como es de suponer, tantos años multiplicaron hacia lo infinito las posiciones intermedias y los distingos; cabe, sin embargo, afirmar que para el realismo lo primordial eran los universales (Platón diría las ideas, las formas; nosotros, los conceptos abstractos), y para el nominalismo, los individuos. La historia de la filosofía, no es un vano museo de distracciones y de juegos verbales; verosímilmente, las dos tesis corresponden a dos maneras de intuir la realidad. Maurice de Wulf escribe: “El ultrarrealismo recogió las primeras adhesiones. El cronista Heriman (siglo XI) denomina antiqui doctores a los que enseñan la dialéctica in re; Abelardo habla de ella como de una antigua doctrina, y hasta el fin del siglo XII se aplica a sus adversarios el nombre de moderni”. Una tesis ahora inconcebible pareció evidente en el siglo IX, y de algún modo perduró hasta el siglo XIV. El nominalismo, antes la novedad de unos pocos, hoy abarca a toda la gente; su victoria es tan vasta y fundamental que su nombre es inútil. Nadie se declara nominalista porque no hay quien sea otra cosa. Tratemos de entender, sin embargo, que para los hombres de la Edad Media lo sustantivo no eran los hombres sino la humanidad, no los individuos sino la especie, no las especies sino el género, no los géneros sino Dios. De tales conceptos (cuya más clara manifestación es quizá el cuádruple sistema de Erígena) ha procedido, a mi entender, la literatura alegórica. Ésta es fábula de abstracciones, como la novela lo es de individuos. Las abstracciones están personificadas; por eso, en toda alegoría hay algo novelístico. Los individuos que los novelistas proponen aspiran a genéricos (Dupin es la Razón, Don Segundo Sombra es el Gaucho); en las novelas hay un elemento alegórico.

El pasaje de alegoría a novela, de especies a individuos, de realismo a nominalismo, requirió algunos siglos, pero me atrevo a sugerir una fecha ideal. Aquel día de 1382 en que Geoffrey Chaucer, que tal vez no se creía nominalista, quiso traducir al inglés el verso de Boccaccio “E con gli occulti ferri i Tradimenti “ (Y con hierros ocultos las Traiciones), y lo repitió de este modo: “The smyler with the knyf under the cloke” (El que sonríe, con el cuchillo bajo la capa). El original está en el séptimo libro de la Teseida; la versión, en el Knightes Tale.

Buenos Aires, 1949


En Otras inquisiciones (1952)
Foto: JLB en Palermo (Sicilia), jardines del Museo de arqueología
© Ferdinando Scianna/Magnum Photos 1984


Jorge Luis Borges: Análisis del último capítulo del Quijote



Borges por Wald Fulgenzi



Este examen ya ha sido ejecutado en forma filosófica y conmovedora por Unamuno, en su Vida de Don Quijote y Sancho. Hoy ensayaremos algo distinto, el examen técnico de ese capítulo, párrafo por párrafo. Antes convendría, navegando hacia atrás el río del tiempo, volver al momento en que llegamos al último capítulo, ya que este capítulo exige, para ser plenamente sentido, la carga emocional de los capítulos anteriores. Exige que sintamos a don Quijote y a Sancho como amigos nuestros. Cervantes, en este capítulo
final, no define o crea a los personajes; trata con viejos amigos suyos y nuestros. Empiezo ahora el examen:

 «Capítulo LXXIV - De cómo don Quijote cayó malo, y del testamento que hizo, y su muerte.»

Aquí Cervantes renuncia instintivamente a toda sorpresa. Cervantes anuncia que don Quijote, su amigo y  nuestro amigo, va a morir. Este anuncio tranquilo da por sentada la muerte del héroe y hace que la aceptemos. Veamos ahora el primer párrafo:

«Como las cosas humanas no sean eternas, yendo siempre en declinación de sus principios hasta llegar a su último fin, especialmente las vidas de los hombres, y como la de don Quijote no tuviese privilegio del cielo para detener el curso de la suya, llegó su fin y acabamiento cuando él menos lo pensaba; porque o ya fuese de la melancolía que le causaba el verse vencido, o ya por la disposición del cielo, que así lo ordenaba, se le arraigó una calentura, que le tuvo seis días en cama, en los cuales fue visitado muchas veces del cura, del bachiller y del barbero, sus amigos, sin quitársele de la cabecera Sancho Panza su buen escudero.»

En este primer párrafo hay una astucia, una astucia, que es menos de Cervantes, del individuo Cervantes, que del arte general de la novelística. Escribe Cervantes que todas las cosas tocan alguna vez a su acabamiento y su fin, y que don Quijote no estaba exento, por privilegio alguno, de esa mortalidad. Esto, desde luego, no es cierto, ya que don Quijote no es un hombre de carne y hueso, un hombre sujeto a la muerte, sino un sueño de Cervantes, un sueño que pudo haber sido inmortal. He hablado de astucia; esta palabra, aquí, puede ser injusta, ya que, a esta altura de la extensa novela, don Quijote no es una ficción para Cervantes, como tampoco lo es para nosotros. Es un individuo, un mortal, un hombre que tiene que morir. Yo querría asimismo destacar en este primer párrafo palabras como fin y melancolía, palabras que de algún modo prefiguran y preparan y, casi podríamos decir, causan la muerte del héroe.

«Estos, creyendo que la pesadumbre de verse vencido y de no ver cumplido su deseo en la libertad y desencanto de Dulcinea le tenía de aquella suerte, por todas las vías posibles procuraban alegrarle, diciéndole el bachiller que se animase y levantase para comenzar su pastoral ejercicio, para el cual tenía ya compuesta una égloga, que mal año para cuantas Sanazaro había compuesto, y que ya tenía comprados de su propio dinero dos famosos perros para guardar el ganado, el uno llamado Barcino y el otro Butrón, que se los había vendido un ganadero del Quintanar.»

En este párrafo, que prepara la vuelta de don Quijote a la cordura, los otros personajes siguen viviendo, o simulan seguir viviendo, en el mundo ilusorio que abandonará don Quijote. Al recorrer este segundo párrafo, sentimos otra vez la gravitación del mundo fantástico que nos ha acompañado en el decurso de la obra. Para que esta gravitación sea más fuerte, el autor la atribuye no a don Quijote, sino a quienes siempre descreyeron de tales imaginaciones... Las últimas líneas sugieren un problema de orden metafísico. Ignoramos si los dos perros fueron «realmente» comprados por el Bachiller o si los inventó para dar valor y ánimo a don Quijote. En el primer caso, serían ficciones de primer grado; en el segundo, ficciones de segundo grado, sueños de un sueño:

«Pero no por esto dejaba don Quijote sus tristezas. Llamaron sus amigos del médico, tomóle el pulso, y no le contentó mucho, y dijo que, por sí o por no, atendiese a la salud de su alma, porque la del cuerpo corría peligro.»

Cervantes, para que creamos en la gravedad del estado de don Quijote, alega el testimonio del médico. ¿Pero quién es el médico? Un sueño más, una persona que no existía dos líneas antes. Ahora, sin embargo, por obra de aquella suspensión de la incredulidad de que habla Coleridge, nos convence de que don Quijote está realmente grave y a punto de morir.

«Oyóle don Quijote con ánimo sosegado; pero no lo oyeron así su ama, su sobrina y su escudero, los cuales comenzaron a llorar tiernamente, como si ya le tuvieran muerto delante.»

El llanto de estas personas viene a significar nuestra tristeza y también la tristeza de Cervantes, que sabe que va a separarse de ese compañero de tantos años.

«Fue el parecer del médico que melancolías y desabrimientos le acababan. Rogó don Quijote que le dejasen solo, porque quería dormir un poco.»

La frase «el parecer del médico» hace que imaginemos a éste como distinto de Cervantes. No se nos dice qué melancolías y desabrimientos estaban acabando a don Quijote; se atribuye a un tercero este parecer.

«Hiciéronlo así, y durmió de un tirón, como dicen, más de seis horas; tanto que pensaron el ama y la sobrina que se había de quedar en el sueño.»

Sabemos que el Quijote fue concebido como una larga fábula, cuyo remate tenía forzosamente que ser el desengaño del héroe. Al llegar al capítulo final, Cervantes se habrá preguntado: ¿qué inventaré para que Alonso Quijano recobre la razón y deje de ser don Quijote y vuelva a ser Alonso Quijano? ¿Qué extraña aventura idearé para sacarlo del mundo fantasmagórico que habitó tanto tiempo? ¿Qué artificio urdiré para curar a aquel a quien no curaron los azotes, las desventuras y, lo que es peor, las carcajadas del prójimo? Cervantes, sin duda, pudo haber inventado un episodio singular, pero recurrió en buena hora a algo más convincente y más misterioso: al oscuro proceso del sueño. ¿Qué nos pasa al dormir?, ¿de qué mundo desconocido regresamos al despertar? Cervantes recurre simplemente a un largo sueño, a un largo sueño en el que ocurrirá la salvación buscada.

«Despertó al cabo del tiempo dicho, y dando una gran voz, dijo: Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho. En fin, sus misericordias no tienen límites, ni las abrevian ni impiden los pecados de los hombres.»

Esta larga declaración de don Quijote, esta declaración quizás inverosímil, tiene un propósito preparatorio. Al leerla, adivinamos que don Quijote va a revelar que está curado de su locura. El hecho de que lo adivinemos nos ayuda a aceptar lo que vendrá después.

«Estuvo atenta la sobrina a las razones del tío, y pareciéronle más concertadas que él solía decirlas, a lo menos en aquella enfermedad, y preguntóle: ¿Qué es lo que vuesa merced dice, señor? ¿Tenemos algo de nuevo? ¿Qué misericordias son éstas o qué pecados de los hombres? Las misericordias, respondió don Quijote, sobrina, son las que en este instante ha usado Dios conmigo, a quien, como dije, no las impiden mis pecados.»

Aquí se declara la recuperada cordura de don Quijote y, para que ello sea más verosímil, se insinúa la posibilidad de un milagro. A esta altura de la novela, ya podemos creer en ese milagro, porque don Quijote es para nosotros no sólo un amigo querido sino también un santo.

«Yo tengo juicio ya libre y claro sin las sombras caliginosas de la ignorancia, que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda de los detestables libros de las caballerías. Ya conozco sus disparates y sus embelecos, y no me pesa, sino que este desengaño ha llegado tan tarde; que no me deja tiempo para hacer alguna recompensa, leyendo otros que sean luz del alma.»

Cualquier otro autor hubiera cedido a la tentación de que don Quijote muriera en su ley, combatiendo con gigantes o paladines alucinatorios, reales para él. Almafuerte ha reprochado a Cervantes la lucidez agónica de su héroe. A ello podemos contestar que la forma de la novela exige que don Quijote vuelva a la cordura, y también que este regreso a la cordura es más patético que el morir loco. Es triste que Alonso Quijano vea en la hora de su muerte que su vida entera ha sido un error y un disparate. El sueño de Alonso Quijano cesa con la cordura y también el sueño general del libro, del que pronto despertaremos. Antes que cerremos el volumen y despertemos de ese sueño del arte, don Quijote se nos adelanta, despertando él también y volviendo como nosotros a la mera y prosaica realidad.

«Yo me siento, sobrina, a punto de muerte; querría hacerla de tal modo que diese a entender que no había sido mi vida tan mala, que dejase renombre de loco; que puesto que lo he sido, no querría confirmar esta verdad en mi muerte. Llámame, amiga, a mis buenos amigos...»

Alonso Quijano está en posesión de su cordura. No lo ha abandonado aquella virtud que lo acompañó a lo largo de sus empresas y que no fue tocada por la locura; hablo de su coraje. Está bien que ahora, ante esta aventura de lucidez, ante esta aventura final que es más tremenda que las otras, se muestre como siempre valiente. Antes se enfrentó con gigantes o con los que creía gigantes y no tuvo miedo; ahora sabe que toda su vida ha sido un engaño y no siente miedo. Cervantes, al escribir estas líneas, pudo pensar que también él estaba cerca de la muerte y que más le hubiera valido escribir libros de devoción y no de arbitraria ficción. Don Quijote se despide de sus fantásticas lecturas y viene a ser una proyección de Cervantes que se despide de su novela, también fantástica.

«...al cura, al Bachiller Sansón Carrasco y a maese Nicolás el barbero, que quiero confesarme y hacer mi testamento. Pero deste trabajo se excusó la sobrina con la entrada de los tres. Apenas los vio don Quijote cuando dijo:»

La sobrina pudo haber ido a buscar a esa gente. El autor ahorra ese trámite; las personas entran y con ello evidencian que les inquieta la suerte de don Quijote. Palabras como testamento y confesión resultan patéticas en la boca de un hombre que antes hablaba de paladines, de hechicerías y de ínsulas.

«Dadme albricias, buenos señores, de que ya no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de Bueno. Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje; ya me son odiosas todas las historias profanas de la andante caballería; ya conozco mi necedad, y el peligro en que me pusieron haberlas leído; ya por misericordia de Dios, escarmentando en cabeza propia, las abomino.»

Alonso Quijano, ahora, está solo; sabe que todas sus empresas han sido necedades y humo. Sin embargo, ni se acobarda ni se entristece; se alegra porque ha encontrado la verdad, aunque esta verdad venía a aniquilar toda su vida.

«Cuando esto le oyeron decir los tres, creyeron sin duda que alguna nueva locura le había tomado. Y Sansón le dijo: Ahora, señor don Quijote, que tenemos nueva que está desencantada la señora Dulcinea, sale vuesa merced con eso; y ahora que estamos tan a pique de ser pastores, para pasar cantando la vida como unos príncipes, ¿quiere vuesa merced hacerse ermitaño? Calle por su vida, vuelva en sí, y déjese de cuentos.»

En este párrafo hay una suerte de efecto mágico, un cambio de papeles. Ahora don Quijote está de parte de la realidad y los otros están, o fingen estar o siguen estando por inercia, de parte de la ficción.

«Los de hasta aquí, replicó don Quijote, que han sido verdaderos en mi daño, los ha de volver mi muerte con ayuda del cielo en mi provecho. Yo, señores, siento que me voy muriendo a toda priesa: déjense burlas aparte, y tráiganme un confesor que me confiese, y un escribano que haga mi testamento; que en tales trances como éste no se ha de burlar el hombre con el alma; y así suplico que en tanto que el señor cura me confiesa, vayan por el escribano.»

Un escribano y un confesor, es decir, dos personas cotidianas y prosaicas; dos personas que nada tienen que ver con el mundo de Ariosto y de las novelas de caballerías. Don Quijote vuelve a la realidad, que pronto tendrá que dejar para ser borrado o transformado por la muerte.

«Miráronse unos a otros, admirados de las razones de don Quijote, y, aunque en duda, le quisieron creer; y una de las señales por donde conjeturaron se moría, fue el haber vuelto con tanta facilidad de loco a cuerdo porque a las ya dichas razones añadió otras muchas tan bien dichas, tan cristianas y con tanto acierto, que del todo les vino a quitar la duda, y a creer que estaba cuerdo.»

Una superstición escocesa quiere que los hombres cuerdos que están ya cerca de la muerte se vuelvan un poco locos y adquieran virtudes proféticas. Aquí, inversamente, la cercanía de la muerte devuelve la razón a un loco.

«Hizo salir la gente el Cura, y quedóse solo con él y confesóle.»

Cervantes no nos dijo lo que ocurrió durante el sueño de don Quijote, aunque pudo haberlo inventado; ahora no nos dice cómo fue la confesión del héroe. Hay aquí otro intervalo de oscuridad. Estas dos ignorancias o fingidos escrúpulos del autor hacen que prestemos más fe a los otros hechos que refiere. Estos dos eclipses, estos dos intervalos de silencio, dan mayor fuerza a lo demás.

«El Bachiller fue por el escribano, y de allí a poco volvió con él y con Sancho Panza; el cual Sancho (que ya sabía por nuevas del Bachiller en qué estado estaba su señor), hallando a la Ama y a la Sobrina llorosas, comenzó a hacer pucheros y a derramar lágrimas. Acabóse la confesión y salió el Cura diciendo: Verdaderamente se muere y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el Bueno; bien podemos entrar, para que haga su testamento. Estas nuevas dieron un terrible empujón a los ojos preñados de Ama, Sobrina y de Sancho Panza su buen escudero, de tal manera, que los hizo reventar las lágrimas de los ojos, y mil profundos suspiros del pecho; porque verdaderamente, como alguna vez se ha dicho, en tanto que don Quijote fue Alonso Quijano el Bueno a secas y en tanto que fue don Quijote de la Mancha, fue siempre de apacible condición y de agradable trato, y por esto no sólo era bien querido de los de su casa, sino de todos cuantos le conocían.»

Una sombra, en una de las terrazas del purgatorio, pregunta a Dante si en su patria perduran la virtud y la cortesía. Se advierte que estas dos virtudes fueron virtudes cardinales para el poeta; también lo fueron para Cervantes. Durante todo el libro hemos sido testigos del valor de Alonso Quijano; ahora se habla también de su cortesía y de la bondad que significa esa cortesía.

«Entró el escribano con los demás, y después de haber hecho la cabeza del testamento, y ordenado su alma don Quijote, con todas aquellas circunstancias cristianas que se requieren, llegando a las mandas, dijo: Item, es mi voluntad que de ciertos dineros que Sancho Panza, a quien en mi locura hice mi escudero, tiene, que porque ha habido entre él y mi ciertas cuentas, y dares y tomares, quiero que no se le haga cargo de ellos, ni se le pida cuenta alguna, sino que si sobrare alguno después de haberse pagado de lo que le debo, el restante sea suyo, que será bien poco, y buen provecho le haga...»

La lucidez de don Quijote es perfecta; don Quijote ha vivido en un mundo alucinatorio, pero ahora que vuelve al mundo real recuerda vívidamente todas las circunstancias de esa larga etapa anterior. Recuerda los dineros que debe a Sancho y quiere que se le haga justicia.

«...¡Ay!, respondió Sancho llorando: no se muera vuesa merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años; porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía. Mire, no sea perezoso, sino levántese de esa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado, quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora doña Dulcinea desencantada, que no haya más que ver. Si es que se muere de pesar de verse vencido, écheme a mí la culpa, diciendo que por haber yo cinchado mal a Rocinante le derribaron, cuanto más que vuesa merced habrá visto en sus libros de caballerías ser cosa ordinaria derribarse unos caballeros a otros, y el que es vencido hoy, ser vencedor mañana.»

Estas palabras han sido curiosamente interpretadas por Unamuno, que entiende que don Quijote, al perder su locura, se la traspasa a Sancho. Más bien cabe pensar que Sancho no ha conocido a Alonso Quijano sino a don Quijote y que se ha acostumbrado a hablarle de esta manera. Está afligido porque sabe que don Quijote va a morir, y recurre a palabras y razones que antes hubieran sido eficaces y ahora no lo son. No acaba de entender que don Quijote murió durante el sueño y que ahora es vano invocar hechiceros y Dulcineas.

«Así es, dijo Sansón, y el buen Sancho Panza está muy en la verdad destos casos. Señores, dijo don Quijote, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño.» 

Algo inanalizable hay aquí: la entonación, la negligente música de Cervantes.

«Yo fui loco, y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha, y soy ahora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. Pueda con vuesas mercedes mi arrepentimiento y mi verdad volverme a la estimación que de mí se tenía, y prosiga adelante el señor escribano. Item, mando toda mi hacienda a puerta cerrada a Antonia Quijana, mi sobrina que está presente, habiendo sacado primero de lo más bien parado della lo que fuere menester para cumplir las mandas que dejo hechas; y la primera satisfacción que se haga quiero que sea pagar el salario que debo del tiempo que mi Ama me ha servido, y más veinte ducados para un vestido.»

Otra circunstancia verosímil. Mientras don Quijote ejecutaba sus irrisorias hazañas, el Ama había trabajado en su casa y no le habían pagado nunca. Esta invención de que mientras ocurre una cosa, ocurran otras que no sepamos es una de las habilidades de la novela, y está bien aquí.

«...Cerró con esto el testamento y tomándole un desmayo, se tendió de largo a largo en la cama. Alborotáronse todos, y acudieron a su remedio, y en tres días que vivió después deste donde hizo el testamento, se desmayaba muy a menudo.»

Alonso Quijano tenía que morir después de haber dicho ciertas cosas, pero haberlo hecho morir inmediatamente hubiera resultado todo un poco mecánico. Cervantes, para mayor verosimilitud, lo hace durar unos días más.

«Andaba la casa alborotada; pero con todo comía la Sobrina, brindaba el Ama y se regocijaba Sancho Panza; que esto del heredar algo borra o templa en el heredero la memoria de la pena que es razón que deje el muerto.»

Se anticipa la muerte de don Quijote en el olvido de estas personas que, sin embargo, tanto lo quieren. Don Quijote no ha muerto aún y ya están olvidándolo. Este olvido acentúa y agrava su soledad.

«En fin, llegó el último de don Quijote, después de recibidos todos los sacramentos, y después de haber abominado con muchas y eficaces razones de los libros de caballerías. Hallóse el escribano presente, y dijo que nunca había leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote, el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu: quiero decir que se murió.»

El libro entero ha sido escrito para esta escena, para la muerte de don Quijote. Los autores suelen cuidar el lecho de muerte de sus héroes, pero Cervantes que, según su propia declaración, no era padre sino padrastro de don Quijote, deja que éste se vaya de la vida de una manera lateral y casual, al fin de una frase. Cervantes nos da con indiferencia la tremenda noticia. Es la última crueldad de las muchas que ha cometido con su héroe; acaso esta crueldad es un pudor y Cervantes y don Quijote se entienden bien y se perdonan.


En Revista de la Universidad de Buenos Aires
V Época, Año 1. Nro.1, págs. 28-36, Enero-Marzo 1956.
Imagen: Retrato de Borges por Wald Fulgenzi 

Jorge Luis Borges: 1983








En un restaurante del centro, Haydée Lange y yo conversábamos. La mesa estaba puesta y quedaban trozos de pan y quizá dos copas; es verosímil suponer que habíamos comido juntos. Discutíamos, creo, un film de King Vidor. En las copas quedaría un poco de vino. Sentí, con un principio de tedio, que yo repetía cosas ya dichas y que ella lo sabía y me contestaba de manera mecánica. De pronto recordé que Haydée Lange había muerto hace mucho tiempo. Era un fantasma y no lo sabía. No sentí miedo; sentí que era imposible y quizá descortés revelarle que era un fantasma, un hermoso fantasma.

El sueño se ramificó en otro sueño antes que yo me despertara.


En Atlas (1984)
Jorge Luis Borges por Horacio Villalobos | Crédito: ©Horacio Villalobos/Corbis
Derechos de autor: ©Corbis. All Rights Reserved 

31/1/14

Jorge Luis Borges: Cristo en la cruz






Cristo en la cruz. Los pies tocan la tierra.
Los tres maderos son de igual altura.
Cristo no está en el medio. Es el tercero.
La negra barba pende sobre el pecho.
El rostro no es el rostro de las láminas.
Es áspero y judío. No lo veo
y seguiré buscándolo hasta el día
último de mis pasos por la tierra.
El hombre quebrantado sufre y calla.
La corona de espinas lo lastima.
No lo alcanza la befa de la plebe
que ha visto su agonía tantas veces.
La suya o la de otro. Da lo mismo.
Cristo en la cruz. Desordenadamente
piensa en el reino que tal vez lo espera,
piensa en una mujer que no fue suya.
No le está dado ver la teología,
la indescifrable Trinidad, los gnósticos,
las catedrales, la navaja de Occam,
la púrpura, la mitra, la liturgia,
la conversión de Guthrum por la espada,
la inquisición, la sangre de los mártires,
las atroces Cruzadas, Juana de Arco,
el Vaticano que bendice ejércitos.
Sabe que no es un dios y que es un hombre
que muere con el día. No le importa.
Le importa el duro hierro de los clavos.
No es un romano. No es un griego. Gime.
Nos ha dejado espléndidas metáforas
y una doctrina del perdón que puede
anular el pasado. (Esa sentencia
la escribió un irlandés en una cárcel.)
El alma busca el fin, apresurada.
Ha oscurecido un poco. Ya se ha muerto.
Anda una mosca por la carne quieta.
¿De qué puede servirme que aquel hombre
haya sufrido, si yo sufro ahora?


En Los conjurados, 1985
Foto Borges en 1977 © Sophie Bassouls-Sygma-Corbis

Jorge Luis Borges: La biblioteca total





El capricho o imaginación o utopía de la Biblioteca Total incluye ciertos rasgos, que no es difícil confundir con virtudes.

Maravilla, en primer lugar, el mucho tiempo que tardaron los hombres en pensar esa idea. Ciertos ejemplos que Aristóteles atribuye a Demócrito y a Leucipo la prefiguran con claridad, pero su tardío inventor es Gustav Theodor Fechner y su primer expositor es Kurd Lasswitz. (Entre Demócrito de Abdera y Fechner de Leipzig fluyen cargadamente casi veinticuatro siglos de Europa). Sus conexiones son ilustres y múltiples: está relacionada con el atomismo y con el análisis combinatorio, con la tipografía y con el azar. En la obra El certamen con la tortuga (Berlín, 1929) el doctor Theodor Wolff juzga que es una derivación, o parodia, de la máquina mental de Raimundo Lulio; yo agregaría que es un avatar tipográfico de esa doctrina del Eterno Regreso que prohijada por los estoicos o por Blanqui, por los pitagóricos o por Nietzsche, regresa eternamente.

El más antiguo de los textos que la vislumbran está en el primer libro de la Metafísica de Aristóteles. Hablo de aquel pasaje que expone la cosmogonía de Leucipo: la formación del mundo por la fortuita conjunción de los átomos. El escritor observa que los átomos que esa conjetura requiere son homogéneos y que sus diferencias proceden de la posición, del orden o de la forma. Para ilustrar esas distinciones añade: A difiere de N por la forma, AN de NA por el orden, Z de N por la posición. En el tratado De la generación y la corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de iguales elementos que una comedia -es decir, de las veinticuatro letras del alfabeto.

Pasan trescientos años y Marco Tulio Cicerón compone un indeciso diálogo escéptico y lo titula irónicamente De la naturaleza de los dioses. En el segundo libro, uno de los interlocutores arguye: «No me admiro que haya alguien que se persuada de que ciertos cuerpos sólidos e individuales son arrastrados por la fuerza de la gravedad, resultando del concurso fortuito de estos cuerpos el mundo hermosísimo que vemos. El que juzga posible esto, también podrá creer que si se arrojan a bulto innumerables caracteres de oro, con las veintiuna letras del alfabeto, pueden resultar estampados los Anales de Ennio. Ignoro si la casualidad podrá hacer que se lea un solo verso(1).

La imagen tipográfica de Cicerón logra una larga vida. A mediados del siglo diecisiete, figura en un discurso académico de Pascal; Swift, a principio del dieciocho, la destaca en el preámbulo de su indignado Ensayo trivial sobre las facultades del alma que es un museo de lugares comunes como el futuro Dictionnaire des idées reçues de Flaubert.

Siglo y medio más tarde, tres hombres justifican a Demócrito y refutan a Cicerón. En tan desaforado espacio de tiempo, el vocabulario y las metáforas de la polémica son distintos. Huxley (que es uno de esos hombres) no dice que los «caracteres de oro» acabarán por componer un verso latino, si los arrojan un número suficiente de veces; dice que media docena de monos, provistos de máquinas de escribir, producirán en unas cuantas eternidades todos los libros que contiene el British Museum [bastaría, en rigor, con un solo mono inmortal]. Lewis Carroll (que es otro de los refutadores) observa en la segunda parte de la extraordinaria novela onírica Sylvie and Bruno -año de 1893- que siendo limitado el número de palabras que comprende un idioma, lo es asimismo el de sus combinaciones posibles o sea el de sus libros. «Muy pronto (dice) los literatos no se preguntarán ¿qué libro escribiré? sino ¿cuál libro? Lasswitz, animado por Fechner, imagina la Biblioteca Total. Publica su invención en el tomo de relatos fantásticos Traumkristalle.

La idea básica de Lasswitz es la de Carroll, pero los elementos de su juego son los universales símbolos ortográficos, no las palabras de un idioma. El número de tales elementos -letras, espacios, llaves, puntos suspensivos, guarismos- es reducido y puede reducirse algo más. El alfabeto puede renunciar a la cu (que es del todo superflua), a la equis (que es una abreviatura) y a todas las letras mayúsculas. Pueden eliminarse los algoritmos del sistema decimal de numeración o reducirse a dos, como en la notación binaria de Leibniz. Puede limitarse la puntuación a la coma y al punto. Puede no haber acentos, como en latín. A fuerza de simplificaciones análogas, llega Kurd Lasswitz a veinticinco símbolos suficientes (veintidós letras, el espacio, el punto, la coma) cuyas variaciones con repetición abarcan todo lo que es dable expresar: en todas las lenguas. El conjunto de tales variaciones integraría una Biblioteca Total, de tamaño astronómico. Lasswitz insta a los hombres a producir mecánicamente esa Biblioteca inhumana, que organizaría el azar y que eliminaría a la inteligencia. (El certamen con la tortuga de Theodor Wolff expone la ejecución y las dimensiones de esa obra imposible).

Todo estará en sus ciegos volúmenes. Todo: la historia minuciosa del porvenir, Los egipcios de Esquilo, el número preciso de veces que las aguas del Ganges han reflejado el vuelo de un halcón, el secreto y verdadero nombre de Roma, la enciclopedia que hubiera edificado Novalis, mis sueños y entresueños en el alba del catorce de agosto de 1934, la demostración del teorema de Pierre Fermat, los no escritos capítulos de Edwin Drood, esos mismos capítulos traducidos al idioma que hablaron los garamantas, las paradojas que ideó Berkeley acerca del Tiempo y que no publicó, los libros de hierro de Urizen, las prematuras epifanías de Stephen Dedalus que antes de un ciclo de mil años nada querrían decir, el evangelio gnóstico de Basílides, el cantar que cantaron las sirenas, el catálogo fiel de la Biblioteca, la demostración de la falacia de ese catálogo. Todo, pero por una línea razonable o una justa noticia habrá millones de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias. Todo, pero las generaciones de los hombres pueden pasar sin que los anaqueles vertiginosos -los anaqueles que obliteran el día y en los que habita el caos- les hayan otorgado una página tolerable.

Uno de los hábitos de la mente es la invención de imaginaciones horribles. Ha inventado el Infierno, ha inventado la predestinación al Infierno, ha imaginado las ideas platónicas, la quimera, la esfinge, los anormales números transfinitos (donde la parte no es menos copiosa que el todo), las máscaras, los espejos, las óperas, la teratológica Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espectro insoluble, son articulados en un solo organismo...

Yo he procurado rescatar del olvido un horror subalterno: la vasta Biblioteca contradictoria, cuyos desiertos verticales de libros corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira.


1. No teniendo a la vista el original copio la versión española de Menéndez y Pelayo (Obras completas de Marco Tulio Cicerón, tomo tercero, página 88). Deussen y Mauthner hablan de una bolsa de letras y no dicen que éstas son de oro; no es imposible que el «ilustre bibliófago» haya donado el oro y haya retirado la bolsa.


En Revista Sur #59
Agosto de 1939
Imagen: Borges en 1985, foto de Bernardo Pérez


30/1/14

Jorge Luis Borges entrevistado por Miguel Briante






En las últimas líneas de la primera parte de esta nota, en el número anterior, Borges –interrumpiendo sorpresivamente su charla conmigo– ha preguntado a una colaboradora de Confirmado, que me acompaña:

–¿Usted, cómo se llama?

–Lía Levit –ha dicho ella.

Borges repite el nombre una sola vez, en voz alta. Se vuelve hacia mí, retornando sin transición al reportaje. Digo:

–¿Usted no piensa que Don Segundo Sombra es un lujo de estanciero?

–No, porque el libro corresponde a una verdadera nostalgia. En parte pueden ser varias nostalgias. La nostalgia de un hombre que ve desaparecer un tipo de vida que le gustaba: la pastoral. Luego la nostalgia de haberlo escrito parcialmente en París. Luego la nostalgia de describir la provincia de Buenos Aires, al norte, invadida ya por chacras españolas e italianas. Y luego otra nostalgia, porque leyendo bien el libro uno se da cuenta de que él no lo conoce mucho al personaje; Don Segundo es una especie de mito creado por el chico, porque no se lo ve actuar en ningún momento de un modo admirable. No, al contrario. A veces actúa de un modo feo, como cuando lo ofende al cabo de policía, o cuando lo insta al muchacho a pelear y el muchacho mata al otro. Yo creo que hay eso, y además creo que ese libro viene a ser como una especie de elegía de todas las literaturas y de todas las realidades esas, que empiezan con Bartolomé Hidalgo y siguen hasta ahora. Y me acuerdo que cuando publicó el libro, un primo mío, Enrique Amorim, dijo: “Bueno, éste es el libro de un porteño, que tiene una idea romántica de los gauchos. Yo me he criado entre gauchos en la frontera de Brasil...”

El caballo y su sombra –apunto, señalando uno de los libros de Amorim.

–Y El paisano Aguilar –dice Borges, y sigue–: “...y sé que no son así”. Me acuerdo haber estado con Amorim, cerca de la frontera del Brasil, en unas carreras cuadreras. Yo, con un candor porteño, le dije: “Pero, Enrique, aquí habrá como trescientos gauchos”. (El no hubiese dicho gauchos sino paisanos, ¿no?) “Bueno –me dice él–, pero asombrarse de ver trescientos gauchos aquí es como asombrarse de ver trescientos empleados de Gath y Chaves.” Recuerde usted que toda la poesía gauchesca ha sido hecha por estancieros y por hacendados, no ha sido hecha por gauchos. Sabemos que Bartolomé Hidalgo fue peluquero, pero fue también soldado; Hilario Ascasubi tuvo una vida muy aventurera, creo que fue buscador de oro en California, dio la vuelta al mundo, se batió en la Guerra Grande como unitario, edificó el Teatro Colón, fue diplomático en París, asistió a la Batalla de Ituzaingó; bueno, no era exactamente un gaucho. Estanislao del Campo era hijo de un coronel de la guerra de la Independencia: un abuelo mío lo conoció mucho, hizo con él las batallas de Cepeda y Pavón, conoció además todo ese mundo más que Hernández, porque Hernández se documentó, pero, que yo sepa, no estuvo en ninguna batalla. Un coronel amigo me mostró unas cartas de él en que pedía datos sobre la vida en los fortines: personalmente él no los conocía, y además él era Hernández Pueyrredón Linch, de una de las familias importantes de esa época. Y Eduardo Gutiérrez y también Güiraldes eran estancieros. Por eso yo siempre digo que se ha cometido un error con la poesía gauchesca y la literatura gauchesca, porque ha sido hecha por hombres de la ciudad que se han compenetrado con los gauchos, pero a ningún gaucho se le hubiera ocurrido escribir las novelas de Eduardo Gutiérrez, los poemas de Ascasubi y de Lucich. Lucich era yugoslavo. Quiero decir que todo ese mito del gaucho es un mito del Este, como los cowboys son el mito del Oeste.

–Hace mucho leí una novela de cowboys en la que un personaje leía novelas de cowboys y a medida que iba leyendo iba arrancando las hojas.

–¿Ah, sí? ¿Le parecían falsas?

–Sí, pero seguía leyendo.

–Pero es que a ninguna persona le parece romántica la vida que lleva. Yo me acuerdo que poco después de aparecer Don Segundo Sombra conocí a un tropero. Como había leído el libro, lo veía como a una especie de héroe; le dije: “Bueno, cuénteme un poco su vida”. “Y –dice–, es una vida muy cómoda porque uno lleva un carguero con todo lo que precisa.” “Además –dice–, si yo no hubiera sido tropero me hubiese quedado en mi pueblo, en cambio así yo he viajado. Imaginesé, yo estuve en Gualeguay, en Gualeguaychú, en Nogoyá, en Concepción del Uruguay.” Bueno, y eso le parecía haber recorrido el mundo, ¿no? Sin embargo, esos pueblos estaban bastante cerca, y todos en Entre Ríos. Y eso era para él como si hubiera sido Marco Polo.

–Y su travesía era de a caballo...

–Bueno, mi padre conoció de chico a un peón tigrero, al norte de Entre Ríos, que tenía el oficio de matar a los tigres, a los jaguares. Tenía la mano llena de arañazos de los jaguares y yo le pregunté a mi padre: “¿Y a ese hombre cómo lo veían los otros peones?”. Y, lo veían como a cualquiera. Era una persona que sabía hacer eso, pero posiblemente no haya servido para domador o para tropero. Son oficios.

–Borges: en este momento estamos grabando sus palabras. ¿Nunca piensa, durante un reportaje, que usted habla y después será un periodista desconocido, o por lo menos mucho menos experto que usted en el manejo del lenguaje, quien ha de puntuarla? ¿Nunca se preocupa por el hecho de que puedan transcribir incorrectamente sus palabras?

–Como usted quiera. Usted siempre mejorará lo que yo diga.

–Pero, ¿usted nunca se plantea, aun como juego, ese problema?

–No, si estoy hablando y estoy pensando en punto y coma y dos puntos no voy a poder hablar. Generalmente se habla sin puntuación. Salvo los españoles, que hablan con puntuación y suelen ser insoportables por eso. Capdevila hablaba con puntuación; Capdevila casi hablaba: “Querido amigo coma quiero decirle una cosa dos puntos antes coma me gustaría observar que tal y tal cosa punto seguido sin embargo coma no voy a...” Pero posiblemente para escribir como él escribía era necesario que estuviera adiestrado en ese estilo oratorio, ¿no? Pero aquí tendemos a interrumpir la frase en cuanto pensamos que el interlocutor ha entendido, y dejar todo inconcluso. En cambio los españoles... y Capdevilla, que trabaja de español, ¿no?, hablaba en períodos redondos. Quizá lo necesitaba para una producción tan extensa como la suya. Bueno: ¿qué quiere preguntarme usted?

–Borges, ¿usted conoce, siente la influencia que tuvo en las generaciones posteriores?

–Yo diría más bien que las generaciones que siguieron tuvieron influencia sobre mí. Bioy Casares, por ejemplo, me ha enseñado muchas cosas; y es posterior a mí. Mi padre decía que son los hijos los que educan a los padres. Yo diría que es un error suponer que el maestro es el mayor y más siendo uno el menor. Para bien o para mal.

–Yo le hablo de otras generaciones. Yo tengo, por ejemplo, 25 años...

–¿De modo que hay gente de 25 años? Bioy Casares me decía los otros días: “Qué raro que ya no haya chicas de 20, 25 años, como antes. De 18 ya ni se hable. Qué raro que no queda ninguna”. Y yo le dije: “Bueno, pero como dijo Groussac cuando le preguntaron qué piensa usted de la mujer: escapa ya a mi observación”. “Qué raro, qué lástima que no haya chicas jóvenes”, decía Bioy. “Lo que pasa, digo yo, es que son otros los que las encuentran.”

–De algún modo –insisto–, toda una generación de 25 a 30 años está influencia por usted. Y eso que nosotros nacimos a la literatura en una época en que a usted se lo criticaba por irrealista, por hacer literatura fantástica.

–Bueno, yo creo que ahora se está en la literatura fantástica.

–¿Porque se ha descubierto que no es menos reveladora que la llamada “realista”?

–No sé por qué, pero creo que un rasgo diferencial de la literatura argentina, y quizá de la mexicana –que no conozco–, es el hecho de que los escritores hagan obras fantásticas y no simplemente alegatos. Mire un libro como La invención de Morel.

–O el último libro de Bioy.

–Bueno, el último libro, que todavía no leí. Yo le dije que no le pusiera ese título. Diario de la guerra del cerdo, ¿no?

–Pero ese título es lo suficientemente ambiguo como para acentuar lo dramático del libro.

–Yo le hice una broma. “Fijate –le dije– que siempre vas a tener un chancho en la tapa.” Pero Bioy ha escrito El sueño de los héroes, que me parece extraordinario. Y La invención de Morel lo ilustró mi hermana y lo prologué yo.

–Y Plan de evasión.

–Un lindísimo cuento. Ahora, La invención de Morel, él le puso el título deliberadamente. Lo puso porque él había leído La isla del doctor Moreau, de Wells. Era el inventor de una isla. Por un lado era decir: Wells, aquí estamos otra vez con el inventor de su isla; y por el otro era una especie de saludo a Wells; era decir: yo reconozco lo que he leído, me complazco en reconocerlo, por eso mi personaje se llama Morel, como el suyo Moreau.

–¿Usted saludó alguna vez a alguien deliberadamente, desde sus páginas?

–Bueno, yo no recuerdo en este momento ninguna vez particular. Pero creo que es una linda idea, además.

–Hay un cuento suyo, Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, nunca supe bien cómo se pronunciaba.

–Yo tampoco.

–¿Por qué le puso ese título?

–Simplemente porque los españoles no pueden pronunciar la te-ele. Ellos dicen que nosotros estamos corrompiendo el idioma. Pero cuando yo era profesor en España decía a mis alumnos que dijeran: Atlántico. Decían: Atrántico, Arlántico, Alántico. “Bueno, digan: Madrid.” “Pues bien: Madriz.” “No, no, Madrid no se escribe con zeta.” “No, no, que se dice los madrices.” “Bueno, dejemos el argot de lado, se escribe simplemente Madrid.” Bueno, por eso; tenía cierta idea del sonido Tlön, que me gustaba, y luego esa imposibilidad de los españoles de pronunciar te-ele. Pero si hubiera sabido anglosajón en esa época, hubiese encontrado nombres más raros.

–Usted, en ese cuento nombra a Ernesto Sabato.

–No, creo que no. ¿O sí?

–Sí, lo nombra como uno de los que están compilando la Enciclopedia sobre Tlön.

–Como ese libro es una especie de juego con la realidad, yo nombré a algunos amigos míos.

–Empieza nombrando a Bioy.

–Están Bioy Casares, Mastronardi, Néstor Ibarra. ¿Por qué?

–¿Usted leyó la obra posterior de Sabato?

–No, muy poco. Sé que publicó un libro donde me dijeron que se metía conmigo, pero no lo leí. Ahora me ha dedicado un libro sobre tango, pero no sé.

–Ahí copia su dedicatoria a Lugones, de El hacedor. Usted dice, más o menos: Yo sé que a usted le hubiese gustado que le gustase un libro mío; él dice, hablándole a usted, algo de eso.

–Si, ya sé, es lo mismo. Bueno. Y yo no sabía si estaba distanciado de él o no. Porque es una persona, digamos, difícil, ¿no? Bueno, la última vez que lo vi, me abrazó y me trató en excelentes términos. Creo que voy a verlo la semana que viene.

–Pero usted dijo, de Sabato, que “su obra se podía poner, sin peligro, al alcance de todo el mundo”.

–Ah, era una especie de broma. Como él quiere ser un escritor audaz...

–Borges: la gente se deslumbra por sus cuentos más fantásticos, aquellos en los que usted agrega cierta magia a la realidad.

–Bueno, pero yo ahora pienso publicar un libro de cuentos a la manera de La intrusa, es decir, de cuentos deliberadamente grises.

–Pero donde la magia ya está en la realidad, como en El muerto.

–Bueno, no sé si puede usar la palabra magia. El muerto no es estrictamente realista, es un poco un cuento fantástico. Un personaje que se venga de esa manera, casi ideal...

–Pero es absolutamente probable.

–Bueno, lo importante es que sea probable mientras se lee. Lo que dijo Coleridge que constituía la fe poética: “La suspensión voluntaria de la incredulidad”. Porque una persona que está en el teatro sabe que está en el teatro; una persona que está leyendo una novela sabe que está leyendo una novela. Salvo el caso de un paisano que me contaron en Gualeguay: Parece que los Podestá fueron a Gualeguay y representaron Juan Moreira. Ellos llevaban cuatro o cinco actores, y los demás eran comparsas que contrataban en el pueblo. Entonces contrataron a un muchacho para que fuera uno de los de la partida que va a arrestar a Juan Moreira, y Juan Moreira acometía a todos con su sable de utilería. Como no había bastantes sables de utilería, el comisario se encargó de darles sables de verdad. Ese muchacho tenía que ser uno de los de la partida. Llega la escena donde Moreira juega su suerte, y da un planazo al muchacho; el otro saca el sable y lo corre a Podestá. Se suspende la representación y el hombre queda con una tremenda fama de guapo. Porque, ¿acaso no lo ha visto todo el pueblo correr a Juan Moreira? Es decir que la gente confundía al actor con el papel que representaba. Tanto es así que después llegó a deber varias muertes, porque él tuvo que merecer esa reputación. Naturalmente, lo hacía con ventaja porque si lo había corrido a Juan Moreira delante de todo el mundo, ya se sabía que era muy valiente y muy diestro en el uso de las armas.

–Parece aquello de las “vastas representaciones que incluían pueblos enteros...”

–Claro. Y le voy a contar otra anécdota muy parecida, de un muchacho que le da una puñalada a otro. Fue en Entre Ríos, parece. Lo llevan preso, le preguntan cómo se llama. Sería 1905, 1910. “¿Cómo se llama?” “Juan Moreira.” “¿Cómo Juan Moreira?” “Sí, soy hijo de Juan Moreira. Pueden preguntarle a mi madre.” Y van a ver a la madre, y la madre dice: “Sí, Juan Moreira me lo hizo la última vez que estuvo en el circo”. Era Podestá. Una confusión así, muy grande, pirandelliana, pero mejor que pirandelliana. Por eso es que cuando dicen que el Fausto, de Estanislao del Campo, es imposible, porque el gaucho no confundiría el teatro con la realidad, se equivocan. Aquí tienen dos hechos clásicos de confusión.

–Hay otro igual, Borges, para que lo agregue. En una de esas representaciones, eligen para acompañar a un gaucho que se entregaría a la partida, a un muchacho muy popular en el pueblo; cuando tiene que deponer las armas, sus amigos, desde la platea, le gritan: “No te rindas nada, Juancito”, a coro. El hombre, ante los gritos decide no rendirse y la emprende a los palos con los actores que hacían de policías.

–Ah, muy lindo, muy lindo. Mire, dicen que cuando pasaban en el Oeste películas de western, la pantalla quedaba acribillada a balazos. La gente tiraba contra el bandido.

–Ahora van a filmar, en Italia, el Tema del traidor y del héroe.

–Van a filmar (se equivoca de proyecto), y estimo que ya está listo, el libreto de La muerte y la brújula, hecho por un excelente escritor policial como Marco Denevi. Yo no lo he visto, todavía.

–¿Cómo piensa usted que se puede filmar el Tema del traidor y del héroe.

–Bueno (sigue con otra cosa), yo tenía una idea con la que Marcos Madanes no estaba de acuerdo. La idea mía es que es más patético que el detective (pronuncia la palabra en inglés) no sea común, sino que fuera amigo del asesinado, de Yamorlinsky. Entonces, a él le interesa no tanto develar el crimen sino saber cómo habían sido los últimos días de su amigo, a quien no había visto en muchos años. Así, no tenemos un funcionario investigando un crimen, sino investigándolo como una manera de acercarse a alguien que ha venido a Buenos Aires para encontrarse con él. Me dijeron que eso no podía ser porque en el cuento existía una gran diferencia de edad. “Sí –dije–, pero la diferencia de edad la inventé yo en una línea y puedo borrarla de una plumada. Hagámolos contemporáneos, ¿no?” Cuando se habla de adaptaciones yo siempre les digo: “Sobre todo, no respeten el original”. Por ejemplo, cuando René Mujica hizo Hombre de la esquina rosada. Yo había intercalado un incidente que le oí contar a mi tío. Dice mi tío que siendo cadete asistió a unas elecciones en el atrio de la iglesia del Pilar, y le habían dicho que iban a ser muy bravas. Y ahí resultó que hubo un solo muerto, que era un compadrito al que le habían dado una puñalada. Entonces él estaba muriéndose y él dijo: “Tápenme la cara para que no se vean los visajes”. Le pusieron un chambergo, y se lo sacaron cuando vieron que estaba muerto. El director lo cambió por una chalina. Porque un hombre que se muere y le ponen un sombrero en la cara como una tapa, escrito puede estar bien, pero visto puede ser ridículo.

–Borges, ¿cuándo sale su próximo libro?

–Bueno, ya he escrito tres cuentos. Llegué hace poco, en avión. Comencé el lunes a dictar este cuento; creo que estará dentro de diez días. Luego dejaré pasar una semana, lo puliré otra vez, y a la tercera estará listo. Son todos cuentos de ese ambiente: o del camino de las tropas o del lado de la calle Las Heras.

–¿Se siente feliz escribiendo, ahora? ¿O le es dolorosa cada palabra?

–Totalmente feliz.

–¿Alguna vez fue doloroso escribir, para usted?

–Cuando pensaba que tenía una gran responsabilidad. En cambio ahora pienso que lo que yo escriba no puede salir ni mucho mejor ni mucho peor. Creo que cuando yo escribía, bajo la influencia, bajo la mala influencia de Lugones, lo importante para mí era... Bueno, exagero. Vamos a ver. Escribo un soneto; yo necesito un epíteto adjetivo de dos sílabas. Pues, el ideal mío hubiese sido recorrer todo el diccionario y ver todos los adjetivos de dos sílabas que hay, y elegir el más asombroso. En cambio ahora creo que lo importante es el primer borrador; lo demás es cuestión de técnica, de aligerar las frases, evitar repeticiones.

–¿Y tratando de aproximarse al lenguaje hablado?

–Sí, pero al mismo tiempo sé que el lenguaje oral tolera una cantidad de repeticiones que no tolera el lenguaje escrito. Lo que se llama estilo oral es una de las variedades del estilo escrito, ¿no? Creo que hemos hablado un rato.

Comienza a levantarse. Pienso que nunca, con Borges, se habrá hablado lo suficiente. Pienso que todas las preguntas que quise hacerle se derrumbaron en algún lugar, imprecisa, irrecordables. Caminamos hacia esa puerta. Dice:

–Bueno, envíeme la revista con la nota.

–Y con una nota que escribí sobre Elogio de la sombra –le digo.

–En casa dicen que es mi mejor libro –se acuerda–. Espero que su juicio sea magnánimo.

Nos acercamos a la puerta del despacho; ahí se detiene. Han pasado cuarenta y cinco minutos desde que preguntó su nombre a mi compañera. El mecanismo de su memoria es imprevisible. Me dice:

–¿Usted también es judío?

–No –le digo, y le digo mi nombre–. Creo que vengo de italianos.

–Es extraño –dice–, yo a veces me siento extranjero en este país, porque no tengo sangre italiana.

–También soy medio vasco –digo.

–Yo también soy medio vasco, pero no me enorgullezco para nada. Los vascos nos hemos pasado la vida ordeñando vacas.

–Que no lo oiga su amigo Bioy Casares.

–Bioy está totalmente de acuerdo conmigo.

Estrecha la mano. Ahora empuña con firmeza el bastón que ya sabe manejar. No saldrá a la llanura.


Entrevistado por Miguel Briante
Confirmado, Nº 240
21 de enero de 1970
Imagen: Borges 1973 por Horacio Villalobos/Corbis

Los paseos con Borges








Dirección: Adolfo García Videla 
Guión: Adolfo García Videla 
Fotografía: Carlos Orgambide 
Montaje: Julio Pliego 
Música: Tangos y milongas con textos de Borges 
Intérpretes: Edmundo Rivero y Astor Piazzolla 
Productor: Adolfo García Videla 
Producción: Cóndor 
Año de producción: 1976/ 1977

Foto arriba: Captura de esta documental




Jorge Luis Borges: Los enigmas





Yo que soy el que ahora está cantando
seré mañana el misterioso, el muerto,
el morador de un mágico y desierto
orbe sin antes ni después ni cuándo.

Así afirma la mística. Me creo
indigno del Infierno o de la Gloria,
pero nada predigo. Nuestra historia
cambia como las formas de Proteo.

¿Qué errante laberinto, qué blancura
ciega de resplandor será mi suerte,
cuando me entregue el fin de esta aventura

la curiosa experiencia de la muerte?
Quiero beber su cristalino Olvido,
ser para siempre; pero no haber sido.



En El otro, el mismo, 1964
Imagen: © Ferdinando Scianna / Magnum Photos

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