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28/7/14

Fernando Sorrentino pregunta a Borges sobre Leopoldo Lugones






F.S. Cuando usted escribía sus primeros poemas y vivía Lugones, ¿qué opinaba él de sus versos?

J.L.B. No le gustaban nada. Y creo que tenía toda la razón. Pero, al mismo tiempo, había algo más importante para mí: creo que él me apreciaba personalmente, y eso es mucho más importante, ¿no? Y la prueba está en que yo me permití algunas impertinencias ¡imperdonables! con Lugones. Creo que yo lo hacía un poco para librarme de la gravitación de Lugones, que es lo que le pasó a toda mi generación. Pues nosotros cometimos la puerilidad de decir que la poesía constaba de un elemento esencial: la metáfora. Eso habrá ocurrido hacia 1925, digamos. Y nosotros olvidábamos que Lugones había hecho exactamente lo mismo y se había arrepentido de eso, y había hecho mejores metáforas que nosotros el año 1909 en el Lunario sentimental, donde él agrega dos elementos: los metros nuevos y la rima variada. En general, yo no creo en ninguna escuela que empieza empobreciendo las cosas. Y creo que el error del ultraísmo —salvo que el ultraísmo no tiene ninguna importancia— fue el de no haber enriquecido, el de haber prohibido simplemente. Por ejemplo: casi todos escribíamos sin signos de puntuación. Hubiera sido mucho más interesante inventar nuevos signos de puntuación, es decir, enriquecer la literatura. Reducir la literatura a la metáfora: pero, ¿por qué a la metáfora? La metáfora es una de las tantas figuras retóricas; luego ya está definida por Aristóteles, etcétera. Creo que uno de los errores del ultraísmo fue el de querer hacer una revolución empobreciendo el arte. Hubiera sido mejor que inventáramos signos nuevos de puntuación, cosa que hubiéramos podido hacer fácilmente. O no sé si fácilmente; pero hubiéramos podido intentar. En cambio, la nuestra fue una revolución que consistía ¿en qué?: en relegar la literatura a una sola figura, la metáfora. Eso ya lo había hecho Lugones y ya se había arrepentido de hacerlo. Y yo recuerdo que todos nosotros nos dedicábamos a hacer poemas sobre la luna y sobre los atardeceres, sin duda influidos por Lugones. Y, una vez escrito el poema, buscábamos el texto de Lugones, el Lunario, y ahí estaba nuestra metáfora mejor dicha que por nosotros. Y se nota el influjo de Lugones en todo el movimiento. Un libro que yo admiro, como Don Segundo Sombra, es un libro inconcebible sin El payador de Lugones, pues corresponden más o menos al mismo estilo, al mismo tipo de metáforas y de imágenes. Pero estoy viendo que, sin duda, todo esto ya lo habrá dicho Marechal.

F.S. Él contó algo parecido: una polémica que tuvo con Lugones y...

J.L.B. Bueno, pero la polémica supongo que habrá sido unilateral, porque Lugones no creo que se diera cuenta de que había tal polémica.

F.S. Marechal dice que él cantó su mea culpa dedicándole su Laberinto de amor, en el cual respetaba todos los principios de métrica y rima, pero que Lugones ni se dignó contestarle.[10]

J.L.B. Pero es que a Lugones no podía interesarle una revolución hecha de ecos de él, y ecos de los cuales él se había arrepentido, porque, al final de todo, el Lunario sentimental no agota la obra de Lugones. Ahí están las Odas seculares; ahí están Las horas doradas; ahí está ese libro de cuentos fantásticos, Las fuerzas extrañas; ahí está la Historia de Sarmiento; ahí está El payador, que es una especie de recreación del Martín Fierro.

F.S. Y ustedes, ¿cómo sentían a un poeta algo anterior, como era Enrique Banchs?

J.L.B. ¡Como un gran poeta! ¿Cómo no íbamos a sentirlo así? ¡Si sabíamos de memoria sus poemas!

F.S. ¿Y por qué entonces atacaban a Lugones y no a Banchs, siendo que Banchs era, por lo menos en cuanto a los metros, clasicista?

J.L.B. El caso de los dos era totalmente distinto. Lugones era un hombre de una personalidad poderosa. Y en cambio Banchs, siendo quizá mayor poeta que Lugones —si es que se puede comparar a los poetas—, es un poeta que sólo puede definirse por la perfección. Lugones influye en sus contemporáneos, influye en sus sucesores : un gran poeta como Ezequiel Martínez Estrada sería inconcebible sin Lugones y sin Darío. En cambio, la obra de Banchs —aunque con algunos reflejos del modernismo— es una obra que no ha ejercido ninguna influencia. Quiero decir: si no existiera La urna —porque los otros libros de Banchs no me parecen importantes: Las barcas, El cascabel del halcón, El libro de los elogios, y menos aún la prosa—, el mundo sería más pobre porque habríamos perdido la belleza de esos sonetos. Porque esos sonetos son meramente perfectos. Tanto es así, que es muy fácil —muy fácil no: es posible— hacer una parodia de Lugones, pero no creo que pueda hacerse una parodia de Banchs. Porque Banchs es un poeta que no tiene un estilo en el sentido de un vocabulario determinado: los ruiseñores, o las tardes, o las soledades de Banchs son temas que corresponden a toda la poesía lírica, a la poesía elegíaca. En cambio —voy a buscar el más humilde de los ejemplos—, creo que es muy fácil hacer una parodia mía y yo me dedico a hacerla, porque ya se sabe que lo que yo escribo es un repertorio de juegos con el tiempo, de espejos, de laberintos, de puñales, de máscaras.

F.S. Y de compadritos y de heresiarcas.

J.L.B. Y de compadritos y de heresiarcas, como dijo Ernesto Sábato [11].



Notas

10 Véase Alfredo Andrés, Palabras con Leopoldo Marechal(Buenos Aires, Editorial Carlos Pérez, 1968), páginas 21-23.

11 "A usted, Borges, heresiarca del arrabal porteño, latinista del lunfardo, suma de infinitos bibliotecarios hipostáticos, mezcla rara de Asia Menor y Palermo, de Chesterton y Carriego, de Kafka y Martín Fierro. A usted, Borges, ante todo, lo veo como un Gran Poeta. Y luego: arbitrario, genial, tierno, relojero, débil, grande, triunfante, arriesgado, temeroso, fracasado, magnífico, infeliz, limitado, infantil, inmortal". Ernesto Sábato, en Sur, nº 94, julio de 1942.

Fernando Sorrentino, Siete conversaciones con Jorge Luis Borges (1972)
Foto: Borges y Sorrentino en 1971

18/7/16

Fernando Sorrentino: Del supremo yo de las pólizas de seguro y el Ulises en español a las reflexiones de Borges






El pecador aburrido y el traductor del Ulises en el mismo continente

A los dieciocho años —corría 1961— padecí ser empleadillo en cierta compañía comercial de Buenos Aires.

El diablo me puso bajo la égida de uno de los hombres más estúpidos que en el mundo han sido. En melancólico jolgorio íntimo, di en fingirme humilde discípulo del señor B. para que este ejecutivo —acucioso en su nadería, risible en su severidad— imaginase que yo aspiraba a devenir una persona parecida a él en un futuro venturoso.

Yo solía andar con libros bajo el brazo. Advertida esta perversidad, el señor B. decidió edificarme: expuso la verídica parábola de un escritor que había trabajado en la compañía y que ya no trabajaba más.

—Figúrese —concluyó, atónito—, el hombre decía que este trabajo lo aburría.

Y sonrió, indulgente ante las extravagancias de la conducta humana.

Le pregunté quién había sido ese escritor.

—Querido joven —me aleccionó—, se revela el pecado pero no el pecador. Extraiga usted sus propias conclusiones.

Más que extraer conclusiones, me interesaba satisfacer la curiosidad: averigüé más tarde que el pecador tenía Augusto por nombre y Roa Bastos por apellido.

Lo cierto es que aquellos casi olvidados episodios del ayer resucitaron, súbitos, gracias a esta información:
José Salas Subirat (...) trabajaba para La Continental (...) una compañía de seguros.*
Ahora sé que, mientras en el tercer piso el señor B. modelaba mi personalidad, en otras oficinas del lúgubre edificio de la avenida Corrientes cumplía tareas el primer traductor del Ulises al español.

Conjeturo que, siendo Roa Bastos y Salas Subirat dos personas de inclinaciones similares, tienen que haberse conocido y tienen que haber conversado, más de una vez, de temas ajenos a las pólizas de seguro.


Reflexiones de Borges

En aquel momento, la labor de Salas Subirat contaba dieciséis años y una razonable aceptación por parte de lectores y estudiosos.

Sin embargo, en fecha muy cercana a la primera edición (1945) del Ulises en español, Borges interpuso sus objeciones a la versión de Salas Subirat. Los puntos negativos no están dirigidos tanto a la tarea del traductor cuanto a la imposibilidad de la lengua española de ejercitar ciertos recursos del inglés.

Entre otros conceptos, dice Borges:
(...) considero el problema de verter el Ulises al español. Salas Subirat juzga que la empresa «no presenta serias dificultades»; yo la juzgo muy ardua, casi imposible. (...) El inglés (como el alemán) es un idioma casi monosilábico, apto para la formación de voces compuestas. Joyce fue notoriamente feliz en tales conjunciones. El español (como el italiano, como el francés) consta de inmanejables polisílabos que es difícil unir. (...)
En esta primera versión hispánica del Ulises, Salas Subirat suele fracasar cuando se limita a traducir el sentido. La frase inglesa: horseness is the whatness of allhorse es una memorable definición de la tesis platónica, no así la lánguida equivalencia española: el caballismo es la cualidad de todo caballo. Otro ejemplo, breve también: phantasmal mirth, folded away: muskperfumed es una frase melodiosa y patética; júbilos fantasmagóricos momificados: perfumados de almizcle es, quizá, inexistente. Hombre de inteligencia múltiple equivale más bien a la nada que a myriadminded man. Muy superiores son aquellos pasajes en que el texto español es no menos neológico que el original. Verbigracia, éste, de la página 743: que no era un árbolcielo, no un antrocielo, no un bestiacielo, no un hombrecielo, que recta e inventivamente traduce: that it was not a heaventree, not a heavengrot, not a heavenbeast, not a heavenman. 
A priori, una versión cabal del Ulises me parece imposible. El propósito de esta nota no es, por cierto, acusar de incapacidad al señor Salas Subirat, cuyas fatigas juzgo beneméritas, cuyas aficiones comparto; es denunciar la incapacidad, para ciertos fines, de todos los idiomas neolatinos y, singularmente, del español. Joyce dilata y reforma el idioma inglés; su traductor tiene el deber de ensayar libertades congéneres.
El ensayo se titula «Nota sobre el Ulises en español» y se encuentra en la página 49 de la revista —que el propio Borges dirigía— Los Anales de Buenos Aires (n.º 1, enero de 1946).



Fernando Sorrentino
Foto: Xaver Martín



19/3/17

Fernando Sorrentino: Algunas lateralidades de «El Aleph»







     No podría establecer cuántas veces he releído este maravilloso cuento de Borges. Pero sé que su lectura es inagotable (al menos, para mí) pues en cada nueva lectura hallo nuevos estímulos, nuevas aristas enigmáticas, nuevas vetas dignas de explorar.
      Por ejemplo: ¿cuál es el tiempo de duración (ficticia) del relato?
     Beatriz Viterbo murió una “candente mañana de febrero” de 1929. Había nacido el 30 de abril de un año que Borges no revela (pero que podemos imaginar, lícitamente por su paralelismo con la edad del narrador, perteneciente a la primera década del siglo XX).
     Inferimos que, en “la casa de la calle Garay” (barrio de Constitución), Beatriz había vivido con su padre y con “su primo hermano”, Carlos Argentino Daneri.
  Conducido por su devoción, por su nostálgico amor, Borges decide, para conmemorar el cumpleaños de Beatriz, visitar cada 30 de abril a su padre y a Carlos Argentino para saludarlos.
    La primera visita se produce, entonces, el martes 30 de abril de 1929. El domingo 30 de abril de 1933, debido a “una lluvia torrencial”, los anfitriones tuvieron que invitarlo a comer.1

en 1934, aparecí, ya dadas las ocho, con un alfajor santafesino; con toda naturalidad me quedé a comer. Así, en aniversarios melancólicos y vanamente eróticos, recibí las graduales confidencias de Carlos Argentino Daneri.

     Es curioso que, después de, en el primer párrafo del cuento, haber nombrado al padre de Beatriz, éste desaparezca por completo de la escena, lo que nos indica que a Borges le interesaba centrarse en Carlos Argentino Daneri.
     No menos extraña es la circunstancia de que, en aquella casa de la calle Garay, vivan dos hombres maduros: el innominado padre de Beatriz, y tío entonces de Carlos Argentino, nacido quizá hacia 1885, y Carlos Argentino, a quien podemos suponer de la misma edad de Borges.
     Ahora bien, Beatriz y Carlos Argentino eran primos hermanos, pero tenían apellidos diversos. Esto nos indica que el padre de Beatriz no era hermano del padre de Carlos Argentino.
  Entonces caben tres posibilidades: a) la madre de Beatriz era hermana del padre de Carlos Argentino: en tal caso, su apellido era Daneri; b) la madre de Carlos Argentino era hermana del padre de Beatriz: en tal caso, su apellido era Viterbo; c) la madre de Carlos Argentino y la madre de Beatriz eran hermanas, y no conocemos sus apellidos.2
   Digamos que, hasta este punto, el relato brinda lo que podemos denominar “informaciones generales”. Se produce en este punto un amplio salto temporal y la acción se traslada al martes 30 de abril de 1941: han pasado doce años desde la muerte de Beatriz.
     Este extenso núcleo narrativo de tiempo sin interrupciones corre a partir de “El treinta de abril de 1941 me permití agregar al alfajor una botella de coñac del país” y concluye en “Hacia la medianoche me despedí”. Su propósito central es exhibir las absurdas concepciones literarias de Daneri (“Tan ineptas me parecieron esas ideas, tan pomposa y tan vasta su exposición, que las relacioné inmediatamente con la literatura”) y su tono general es satírico y humorístico.
    Asimismo hay más de una burla sutil hacia sí mismo. Carlos Argentino escribía sus versos en “hojas de block estampadas con el membrete de la Biblioteca Juan Crisóstomo Lafinur”, evidentemente hurtadas de la institución donde él trabajaba. Lo mismo haría, tal vez, el propio Borges, con las hojas de la Biblioteca Miguel Cané, donde trabajó entre 1937 y 1946.
    El nuevo encuentro se verifica el domingo 11 de mayo de 1941, en (habla Daneri) “el salón-bar que el progresismo de Zunino y de Zungri —los propietarios de mi casa, recordarás— inaugura en la esquina”. El propósito de Daneri es que Borges solicite a Álvaro Melián Lafinur un prólogo para su poema La Tierra; el de Borges, incluir nuevos pasajes satíricos. Ni Borges cumple con el encargo ni Daneri se lo reclama.
     Pero, a fines de octubre de 1941, vuelve Daneri a telefonear a Borges:

Con tristeza y con ira balbuceó que esos ya ilimitados Zunino y Zungri, so pretexto de ampliar su desaforada confitería, iban a demoler su casa.

     Y éste es el verdadero centro del relato, que no tiene sentido reproducir: Borges conoce el Aleph3 que se halla en el sótano de la casa de Daneri y cuyo destino es desaparecer cuando tenga lugar la inevitable demolición de la casa de la calle Garay. Entre las informaciones generales y los datos precisos del final de la narración han corrido doce años; entre el principio del cuento y su epílogo, hemos asistido a las mil delicias de la inteligencia, a las mil y una sutilezas…4 En fin, hemos gozado de una obra maestra de la literatura.



Notas

1 Lamento no haber podido averiguar si, en efecto, el 30 de abril de 1933 hubo en Buenos Aires “una lluvia torrencial”.

2 He consultado el Dizionario dei cognomi italiani, de Emidio De Felice. En él no figuran ni Daneri, ni Zunino, ni Zungri, ni Zunni, pero sí Viterbo: “Cognome israelitico formato dal toponimo Vitèrbo, sede di un’antica comunità ebraica italiana dispersa nel XVI-XVII secolo”.

3 Sobre los detalles del sorprendente influjo que una escritora argentina muy menor (Eduarda Mansilla de García, 1834-1892) ha ejercido en los pasajes puntuales en que Borges describe lo que ve en el Aleph, puede verse mi artículo “¿Huevo de cristal o ramito de romero? El Aleph antes del Aleph”, Revista de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. lean®anle, Nueva York, vol. 2, n.º 4, julio-diciembre 2013, págs. 362-367.

4 Además de la bromilla de que tanto los itálicos apellidos de los propietarios de la casa de Daneri como el del abogado de este comiencen con los mismo fonemas, hay otra alusión que, imagino, nadie advirtió hasta ahora: Daneri lo amonesta a Borges: “La verdad no penetra en un entendimiento rebelde”. Mucho antes, en 1897, Paul Groussac, en la polémica que, respecto de los escritos de Mariano Moreno, sostuvo con Norberto Piñero, había escrito: “[…] las mismas indicaciones materiales de nuestra primera crítica no han logrado penetrar en su entendimiento rebelde”. Y cosa es archisabida que Borges admiraba la lengua viperina de Groussac.




Fernando Sorrentino (Buenos Aires, 1942). Escritor argentino, autor de una vasta y variada obra publicada: la más reciente: Siete conversaciones con Jorge Luis Borges (1972), reedición Buenos Aires, Editorial Losada, 2007; La venganza del muerto (cuento para niños, 2011); Paraguas, supersticiones y cocodrilos (Verídicas historias improbables) (cuento, 2013); Sanitarios centenarios (novela, 2000-2008); El forajido sentimental. Incursiones por los escritos de Jorge Luis Borges (ensayo, 2011); Siete conversaciones con Adolfo Bioy Casares (entrevista, 1992-2007); y Ficcionario argentino (1840-1940). Cien años de narrativa: de Esteban Echeverría a Roberto Arlt (antología, 2012). Es profesor de Lengua y Literatura.


Cortesía de Revista  Archipiélago (México), n° 95, pág. 35
Foto: Captura de Harto de Borges, de Eduardo Montes Bradley [+]


21/3/14

Fernando Sorrentino: Siete conversaciones con Jorge Luis Borges: Macedonio




F.S.: ¿Cuándo, dónde y cómo conoció a Macedonio Fernández?

J.L.B.: Macedonio Fernández era muy amigo de mi padre. Se habían propuesto fundar una colonia anarquista en el Paraguay. Mi padre se casó el año 98 y no participó en la colonia. De modo que Macedonio Fernández pertenece a mis primeros recuerdos. Cuando volvimos de Europa, en 1920 ó 21, en el puerto estaba Macedonio Fernández esperándonos.

F.S.: ¿Y cómo era él?

J.L.B.: Era un hombre gris, un hombre de muy pocas palabras, un hombre modesto. Vivía en casas de pensión del barrio de los Tribunales o del barrio de Balvanera —el Once—, donde había nacido. Era abogado. Fumaba, mateaba, pensaba, escribía con mucha facilidad y sin darle ninguna importancia a su obra literaria. Y era el conversador más admirable que yo he conocido.

F.S.: Y como literato, ¿considera importante su obra?

J.L.B.: No puedo decirlo. Porque, cuando yo lo leo, lo leo con la voz de Macedonio, y hasta poniéndome la cara de Macedonio. No sé si, leído por quienes no lo conocieron, queda algo. Por ejemplo, Bioy Casares —que, para mí, es uno de los primeros escritores argentinos— me dijo que él nunca había encontrado nada bueno en Macedonio. Pero es porque no lo había conocido: si lo hubiera conocido, lo habría entendido. Macedonio tenía la mala costumbre de inventar neologismos inútiles. Por ejemplo, en lugar de decir que la poesía es una de las bellas artes, decía la poesía es belarte. Luego, nos aconsejaba a los escritores que firmáramos nuestros libros: Fulano de Tal, Artista de Buenos Aires. Y boberías como ésas, ¿no? Además, como él creía mucho en Buenos Aires, pensaba que el hecho de que alguien fuera popular era una prueba de que valía, porque “¿cómo iba a equivocarse Buenos Aires?”. Parece un argumento muy raro, pero él realmente creía en eso. Por ejemplo: yo le dije que lo había visto representar a Parravicini y que me parecía muy malo. Macedonio nunca lo había visto, pero el hecho de que fuera popular le bastaba. “¿Cómo no va a ser bueno un artista que es popular? ¿Cómo va a equivocarse Buenos Aires?”. Y hasta recuerdo esta frase. Macedonio me dijo: “¿Has visto lo que significa el saber que lo van a leer a uno en Buenos Aires? ¡Ahora hasta los gallegos son inteligentes! Mirá a Unamuno: lo último que ha publicado no es malo, pero, ¿por qué? Porque sabía que iban a leerlo en Buenos Aires”. Una frase absurda: ¿cómo una persona va a escribir mejor o peor porque piense en quién va a leerlo?


En Fernando Sorentino, Siete conversaciones con Jorge Luis Borges
Buenos Aires, Editorial Losada, 2007, págs. 34-36
Fuente: Ignoria
Foto: Borges por Bioy Casares

16/4/17

Fernando Sorrentino: ¿Huevo de cristal o ramito de romero? El Aleph antes del Aleph*








En “El Zahir” y “El Aleph” creo notar algún influjo 
del cuento “The Crystal Egg” (1899) de Wells.
Borges, “Epílogo”, El Aleph (1949)


1. En el otoño sudamericano del año 2011


En el otoño sudamericano del año 2011 comencé la muy agradable tarea de compilar un conjunto de cuentos argentinos[1] de, digamos, “anteayer”. El relato más antiguo es —como no podía ser de otra manera— “El matadero”, de Esteban Echeverría (1805-1851), que se supone compuesto entre 1838 y 1840, y publicado por vez primera en 1871 en la Revista del Río de la Plata (Buenos Aires, I, 4); el más moderno, “El resorte secreto”, de Roberto Arlt (1900-1942), que apareció en el número de la revista El Hogar (Buenos Aires) correspondiente al 3 de septiembre de 1937. Año más o menos, podemos decir que, entre el trabajo de  Echeverría y el de Arlt, corrió un siglo.

Esta labor compartió más las características del anticuario que las del crítico, pues, si bien algunos autores (por ejemplo, Horacio Quiroga o Leopoldo Lugones) eran fácilmente hallables en ediciones del circuito comercial, otros (por ejemplo, Carlos Monsalve o Santiago Estrada) resultaban prácticamente inconseguibles.

Entre los narradores en esta última situación figuraba también Eduarda Mansilla de García,[2] cuya existencia me era más conocida que sus obras. El hecho es que, con la absoluta convicción de estar cumpliendo un acto de justicia exhumatoria, incluí en el volumen su cuento “El ramito de romero”. Mentiría si afirmase que el relato me produjo la única sensación que busco en la literatura: el placer. Más bien me pareció desordenado, evanescente, ramificado, abstracto, impreciso…

Pero, llevado de la escrupulosidad exigible a un editor de textos ajenos, lo cuidé, según mi costumbre, con obsesivo afán. En un momento dado, un extenso pasaje provocó en mí un sobresalto que iba más allá de las meras cuestiones semánticas y/u ortotipográficas.

Escribió Eduarda:

Cambió la escena. Comencé a ver desarrollarse, poco a poco, algo como una inmensa tela transparente, que no acababa nunca, cubierta, según me pareció al principio, de jeroglíficos extraños, de colores vistosos los unos y sombríos los otros. A medida que la tela se extendía, cubriendo una superficie que mi vista, en su estado natural, no hubiera podido jamás abarcar, iba comprendiendo el significado misterioso de aquellos dibujos informes, torcidos, en caprichoso laberinto. Así como aprendemos la geografía del globo terrestre en mapas que nos enseñan a medir y darnos cuenta de la forma exacta del espacio de tierra y agua que contiene el mundo conocido, comprendí que tenía delante de mis ojos una carta pragmatográfica de los hechos en el tiempo y que, gracias al estado de permeabilidad en que me hallaba, me revelaba la existencia de los acontecimientos en el tiempo, que existen sin que nadie lo sospeche, tales cuales en el espacio, los continentes y los mares antes de ser conocidos por aquellos que ignoran la geografía.Desde la marcha de los imperios más poderosos hasta la del más oscuro individuo, todo estaba allí indicado sin pasado ni presente, diferencias puramente humanas.

“¡Diablo”, no pude no decirme, “¿dónde he leído, y muchas veces, algo muy parecido?”. Y, para que no me quedaran dudas, los siguientes párrafos de la autora decían lo siguiente:

Como en los atlas de Lesage, veíase allí de un modo sincrónico el camino de la humanidad en espirales ascendentes, obedeciendo a leyes tan inmutables, como lo son las de atracción y gravitación en el mundo físico, retrocediendo en apariencia durante siglos, pero avanzando siempre. Vi la ley del progreso humano, reducida a ecuación algebraica. Vi el surco que dejaron tras de sí los pueblos esclavos, desde el origen del mundo conocido, marchando cual rebaño de ovejas al matadero sin murmurar ni esperar. Vi el despotismo, triunfante un día, convertirse luego, bajo otra forma, en otro despotismo. Vi las santas aspiraciones de los creyentes naufragar en mares de sangre y lágrimas. Vi aparecer la era de la fraternidad y la igualdad; pero vi también esa fraternidad, esa igualdad, combatidas, sofocadas por aquellos mismos a quienes incumbía la misión de redimir. Vi a los enviados de paz y humildad pactar con los soberbios poderosos, para oprimir al desvalido y quitarle hasta la esperanza, invocando una doctrina santa. Vi la incredulidad y el ateísmo triunfantes olvidarlo todo, para no acariciar otra idea, otra esperanza, que el amor al dinero. Vi la destrucción de la familia, tal cual hoy la conocemos. Vi surgir nuevas leyes, nuevos derechos, y, como el tiempo no existía para mí, vi la llegada triunfante de la humanidad a una zona luminosa y armónica, y la visión cambió.Una llama atornasolada, seguida de muchas otras que, como fuegos fatuos, subían y se agitaban en una atmósfera cargada de electricidad, me hizo fijar la vista en un punto lejano y vago, que parecía alejarse a medida que las llamas se multiplicaban. Poco a poco creció aquel punto, tornándose luminoso y esférico, hasta convertirse en un globo colosal y transparente, del cual filtraba una luz semejante a la del sol que alumbra nuestro planeta. Las llamas se encendían y se apagaban alternativamente, y a veces crecían hasta tocar el globo luminoso, que, oscilante, se mecía airoso en el éter, pintándose, en sus paredes tersas y transparentes como las de una gigantesca farola chinesca, imágenes varias de sobrehumana belleza.

Entonces cumplí con lo que me ordenaban los evidentes indicios. Redacté la siguiente “Apostilla”, cuyo texto es el siguiente:

Vi la ley del progreso humano. La extensa enumeración que aquí empieza tiene curiosa similitud con la que, muchos años más tarde, Borges comenzaría de este modo: “Vi el populoso mar” (“El Aleph”).[3]

Y, en efecto, veamos completo el texto de Borges:

En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemont Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplican sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.


2. En febrero del año 2013


En febrero del año 2013 me disponía a escribir este mismo artículo con la intención de señalar la coincidencia existente entre la enumeración de “El ramito de romero” y la de “El Aleph”.

En busca de mayor información sobre la autora del primero, recurrí a la rápida búsqueda que suele facilitar Internet. La conjunción de tino y azar me condujo a visitar un libro cuya edición moderna yo ignoraba:

Mansilla de García, Eduarda, Pablo o la vida en las pampas, Buenos Aires,  Colihue / Biblioteca Nacional, 2007, 306 págs.

El “Estudio preliminar” pertenece a María Gabriela Mizraje. La lectura de ese trabajo me obliga a confesar que mi “hallazgo” del año 2012 ya lo había obtenido, unos cuantos años antes, María Gabriela Mizraje. Por la índole de mi tarea de antólogo (Eduarda Mansilla era una autora más entre treinta y tres), sólo advertí y consigné la similitud con el texto de Borges expuesta en la “Apostilla”.

Pero María Gabriela señaló, con perspicacia, otros puntos de contacto entre ambos textos. Y, como el mérito es de ella, y no mío, paso a reproducir los pasajes pertinentes.

Ella dice que “El Aleph”

parece dialogar, dentro de la tradición argentina, con “El ramito de romero” de Eduarda Mansilla.

Y, a continuación, aporta las semejanzas:

Una historia de amor entre primos en Buenos Aires, la otra en París, la influencia de Hamlet y Leviathan en “El Aleph”, la de Dante en el relato de Eduarda, pero los italianos en “El Aleph” y los normandos en “El ramito”; la plaza Constitución en lugar del café Procope, mientras lo que se marca es que la calle sigue su flujo a pesar de la vicisitud del narrador. Abril y vísperas de Semana Santa (más exacta­mente un 30 de abril y un Domingo de Ramos), con los que las fechas quieren puntualizarse. Un Carlos, en “El ramito de romero”, a quien se dirige Raimundo, enamorado de su prima; otro Carlos, en “El Aleph”, primo de Beatriz —Dante mediante— a cuyo encuentro se dirige el narrador, ambos enamorados de esa mujer. En “El ramito” el cuadro se completa con la madre de ella, en “El Aleph, con el padre.[4] En los dos relatos lo primero que va a destacarse de la mujer, además de su belleza y su fragilidad,[5] son sus manos.[6]
Una prima que ya no vive y una prima viva, un cuento con final feliz y otro en el que se constata la desdicha. La ciudad, afuera con su vida; adentro, una casa y una Escuela de Medicina. Dentro de la casa, un sótano, dentro de la escuela, una sala de profesores, ambos espacios compartidos con otro hombre, ambos a oscuras. La oscuridad opera como soporte necesario de la visión extraña. Y ambos, vinculados a una mujer muerta, primero idealizada, mas tarde percibida como impura.
En un caso, penetrar al lugar de la revelación se precede por consumo de tabaco; en el otro, por consumo de alcohol (el cognac de “El Aleph”); hay preparación y hay riesgo, exasperación de los sentidos y fronteras lindantes con el sueño o la pérdida de conocimiento.

Hasta aquí María Gabriela Mizraje. Considero certera e incontrovertible su entera exposición.

Su conclusión también puede ser la mía:

Toda la idea del relato dedicado a Estela Canto [“El Aleph”] ya está allí condensada. La maestría de Borges, quien sin duda alguna leyó este relato de Eduarda (aunque acaso lo olvidó), la despliega.

En el “Epílogo” de El Aleph Borges declara: “En ‘El Zahir’ y ‘El Aleph’ creo notar algún influjo del cuento ‘The Crystal Egg’ (1899) de Wells”. Pero nada dice de “El ramito de romero”.

Ahora bien, en muchísimas ocasiones leí y releí “El Aleph”, acompañado siempre de la sensación de perplejidad que me producen las que me atrevo a llamar obras maestras de la literatura. Una sola vez (y por motivos, digamos, “profesionales”, y con cierta indulgencia culpable) leí “El ramito de romero”, sin sospechar que la ficción que el prodigioso Borges redactó hacia 1945 algo tenía de espejo de cierta imaginación de una autora muy menor del siglo XIX.






* Este artículo fue publicado en la Revista de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. lean®anle, Nueva York, vol. 2, n.º 4, julio-diciembre 2013, págs. 362-367.








Notas

[1] Ficcionario argentino (1840-1940). Cien años de narrativa: de Esteban Echeverría a Roberto Arlt, Buenos Aires, Losada, 2012, 408 págs.
[2] Eduarda nació en Buenos Aires el 11 de diciembre de 1834 (aunque también se barajan otras fechas: 1832, 1835, 1838) y falleció en la misma ciudad el 20 de diciembre de 1892. Casada con el diplomático y abogado Manuel Rafael García Aguirre, se la conoció como Eduarda Mansilla de García.
Sus obras tuvieron muchísimo menos difusión que las su hermano Lucio Victorio (1831-1913). El médico de San Luis y Lucía Miranda (novelas, 1860) fueron sus primeros libros. Debido a la actividad diplomática de su marido, residió varios años en Estados Unidos y en Europa. En París publicó una novela en francés: Pablo ou la vie dans les pampas (1869), que más tarde se tradujo al español. Hay acuerdo en que fue la primera autora argentina de relatos para niños: Cuentos (1880). Escribió, asimismo, algunas obras teatrales: La marquesa de Altamira, El testamento. El libro Creaciones (1883) contiene siete piezas: una comedia, “Similia similibus” (“Proverbio en un acto”) y seis relatos: “El ramito de romero”, “Dos cuerpos para un alma, “La loca”, “Kate”, Sombras” y “Beppa”.
[3] Ficcionario, pág. 89.
[4] Borges: “Consideré que el treinta de abril era su cumpleaños [el de Beatriz Viterbo]; visitar ese día la casa de la calle Garay para saludar a su padre […]”. Según se desprende del texto, la primera visita de “Borges” tuvo lugar el 30 de abril de 1929. Y, desde entonces, ya no se menciona al padre de Beatriz y la acción se centra en “las graduales confidencias de Carlos Argentino Daneri”, cuya culminación se produce en el núcleo del relato, que ocurre nada menos que doce años más tarde: el 30 de abril de 1941.
[5] Mansilla: “[…] di en pensar en mi prima Luisa, a quien había visto esa misma tarde. Tú no conoces a mi prima; imagina un cuerpo diminuto, con movimientos inquietos, que recuerdan los de la ardilla; pon sobre un cuello blanco, muy blanco y que creo suavísimo, una cabecita coronada de rizos rubios; evoca una fisonomía en la cual campean alternativamente la dulzura y la malicia […]”. Borges: “Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada; había en su andar (si el oxímoron es tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis”.
[6] Mansilla: “una manecita preciosa, que siempre despierta en mí el antojo de chuparla como alfeñique”. Borges: “[Carlos Argentino] Tiene (como Beatriz) grandes y afiladas manos hermosas”.






Fernando Sorrentino (Buenos Aires, 1942). Escritor argentino, autor de una vasta y variada obra publicada: la más reciente: Siete conversaciones con Jorge Luis Borges (1972), reedición Buenos Aires, Editorial Losada, 2007; La venganza del muerto (cuento para niños, 2011); Paraguas, supersticiones y cocodrilos (Verídicas historias improbables) (cuento, 2013); Sanitarios centenarios (novela, 2000-2008); El forajido sentimental. Incursiones por los escritos de Jorge Luis Borges (ensayo, 2011); Siete conversaciones con Adolfo Bioy Casares (entrevista, 1992-2007); y Ficcionario argentino (1840-1940). Cien años de narrativa: de Esteban Echeverría a Roberto Arlt (antología, 2012). Es profesor de Lengua y Literatura.



Direction: David Wheatley (1983) [+][+]




7/10/16

Fernando Sorrentino: Borges en el cine






F.S. ¿Vio la versión fílmica del Martín Fierro?1

J.L.B. Más exacto sería decir que la oí, porque, en cuanto a ver, se trata de una hipérbole o de una metáfora, en mi caso: yo veo muy poco...

F.S. Y dentro de lo que vio u oyó, ¿qué nos puede decir?

J.L.B. La verdad es que la película no me interesó, y tengo la impresión de que tampoco le interesaba al director. Tanto es así, que yo me pregunté por qué había elegido él un tema que, evidentemente, lo dejaba del todo frío. Desde luego, yo encuentro diversos errores en la película. Ante todo, la veo concebida como una suerte de comedia musical. Uno está oyendo continuamente ese tipo de música que ahora se llama folklórica, y cualquier persona que haya vivido en el campo sabe que pueden pasar meses enteros sin que se oiga una sola guitarra. En cambio, aquí uno tiene una impresión casi continua de fiesta folklórica. Además, creo que el propósito de Hernández, al escribir el poema, era mostrar cómo el Ministerio de la Guerra, mediante la leva, mediante el servicio obligatorio en la frontera, iba maleando a los hombres; es decir, demostrar cómo Martín Fierro empieza siendo un buen hombre, un paisano respetado, y luego cómo el servicio en el ejército lo convierte en un desertor, en un asesino, en un borracho, en un prófugo, y cómo finalmente, con toda inocencia, se pasa al lado de los indios. Es decir, él toma parte en la conquista del desierto sin comprenderla. Me parece que esto puede ser bastante verosímil; me parece que, sin duda, los soldados entendían muy poco de esas cosas: eran gauchos que no podían tener el concepto de patria, y menos aún podían pensar que ellos representaban la causa de la civilización contra la causa de la barbarie. Todo eso pudo ser aprovechado en el film, y, en cambio, al final de la película, uno no sabe si se debe considerar a Martín Fierro como a un pobre hombre que ha sido obligado por las circunstancias a ser un asesino y un desertor, o si debe considerarlo un personaje admirable, y admirado por quienes han hecho el film. Además, creo que si hay algo que se nota leyendo el Martín Fierro (y conste que yo sé muchas páginas de memoria y que he preparado con Adolfo Bioy Casares un libro2 en que está reunida toda la poesía gauchesca desde Bartolomé Hidalgo hasta Hernández, y en el que hay obras, naturalmente, de Ascasubi, de Estanislao del Campo, de Lussich y de otros), además de todo el Martín Fierro anotado, es que este último libro, a diferencia de otras piezas del mismo género, es un libro deliberadamente gris. Por ejemplo, el Fausto de Estanislao del Campo ha sido escrito en colores:

En un overo rosao,
flete nuevo y parejito...

En él tenemos descripciones de la pampa, del paisaje. Y, en cambio, el film Martín Fierro está lleno de colores, a diferencia del libro, que es más bien un libro gris y un libro triste, y en el cual nunca hay descripciones de la llanura, lo cual está bien porque un gaucho no hubiera visto pictóricamente esas cosas. A mí me pareció, en fin, un film que no me atrevo a calificar de bueno, y creo que el director ha de estar plenamente de acuerdo conmigo. Creo que posiblemente ha sido hecho como una empresa comercial, sin mayor entusiasmo por el texto.

F.S. Tengo entendido que Torre Nilsson había filmado antes su cuento "Emma Zunz"3

J.L.B. Sí, lo filmó, y realmente no creo que lo hiciera bien. Agregó una historia sentimental que no tenía por qué figurar, y lo llenó de toda suerte de detalles sentimentales que parecen contradecir la historia, que es una historia dura. Yo le aconsejé a él que no podía hacerse un film con "Emma Zunz". El argumento era demasiado breve, yo lo había escrito de un modo apretado, y hubiera sido mucho mejor hacer tres pequeños films. Uno, digamos con un cuento de Mujica Láinez; otro, digamos con un cuento de Silvina Ocampo o de Adolfo Bioy Casares; y luego un cuento mío, que podría haber contado sin intercalar esos episodios del todo ajenos. Pero él me dijo que no, que él creía que podía hacerse un film con esa historia tan breve y lo hizo, pero llenándolo de episodios sentimentales que debilitan el film.

F.S. ¿Y la versión fílmica de "Hombre de la esquina rosada"4 le agradó?

J.L.B. Sí, y me agradó tanto que... Puedo confesar ahora que yo la vi con prevención, porque a mí el cuento no me gusta, por diversas razones. Y en cambio el film me pareció —a pesar de algún relleno acaso inevitable, ya que también persistieron en hacer un film largo— infinitamente superior al cuento. Yo vi dos o tres veces el film: me agradó mucho, me pareció que los actores trabajaban bien, que la dirección era excelente. De modo que creo que la versión fílmica mejora el texto original.

F.S. Y de la película Invasión,5 ¿qué nos puede decir?

J.L.B. Ése es un film que realmente me interesó mucho, y del cual puedo hablar con toda libertad, ya que me cabe a mí (si es que pueden medirse esas cosas) una tercera parte del film, puesto que yo lo he hecho en colaboración con Muchnik y con Adolfo Bioy Casares. En todo caso, se trata de un film fantástico y de un tipo de fantasía que puede calificarse de nueva. No se trata de una ficción científica a la manera de Wells o de Bradbury. Tampoco hay elementos sobrenaturales. Los invasores no llegan de otro mundo y tampoco es psicológicamente fantástico: los personajes no actúan —como suele ocurrir en las obras de Henry James o de Kafka— de un modo contrario a la conducta general de los hombres. Se trata de una situación fantástica: la situación de una ciudad (la cual, a pesar de su muy distinta topografía, es evidentemente Buenos Aires) que está sitiada por invasores poderosos y defendida —no se sabe por qué— por un grupo de civiles. Esos civiles no son desde luego esa nueva versión de Douglas Fairbanks que se llama James Bond. No: son hombres como todos los hombres, no son especialmente valientes, ni, salvo uno, excepcionalmente fuertes. Son gente que trata simplemente de salvar a su patria de ese peligro y que van muriendo o haciéndose matar sin mayor énfasis épico. Pero yo he querido que el film sea finalmente épico; es decir, lo que los hombres hacen es épico, pero ellos no son héroes. Y creo que en esto consiste la épica; porque si los personajes de la épica son personas dotadas de fuerzas excepcionales o de virtudes mágicas, entonces lo que hacen no tiene mayor valor. En cambio, aquí tenemos a un grupo de hombres, no todos jóvenes, bastante banales algunos, hay alguno que es padre de familia, y esta gente está a la altura de esa misión que han elegido. Y creo que, además de lo raro de esta fábula, hemos resuelto bien el gran problema técnico que teníamos (que supongo que es el problema que enfrentan quienes dirigen westerns): el hecho de que tiene que haber muchas muertes violentas (esto ocurría antes con los films de gangsters, que no sé si se hacen todavía: creo que no), el hecho de que tiene que haber muchas muertes violentas, y que esas muertes violentas tienen, sin embargo, que ser distintas: no pueden ser repetidas y monótonas. De modo que —lo repito— hemos intentado (no sé con qué fortuna) un tipo nuevo de film fantástico: un film basado en una situación que no se da en la realidad, y que debe, sin embargo, ser aceptada por la imaginación del espectador. Creo que en algún libro de Coleridge se habla de ese tema, el tema de lo que cree el espectador en el teatro o de lo que cree el lector de un libro. El espectador no ignora que está en un teatro, el lector sabe que está leyendo una ficción; y sin embargo, debe creer de algún modo en lo que lee. Coleridge encontró una frase feliz. Habló de a willing suspension of disbelief: una suspensión voluntaria de la incredulidad. Y espero que hayamos logrado eso durante las dos horas de Invasión. Quiero recordar además que Troilo ha compuesto, para una milonga cuya letra es meramente mía, una música admirable. Creo, además que el cinematógrafo, como otros géneros (el teatro, la conferencia) es siempre una obra de colaboración. Es decir, creo que el éxito de un film, de una conferencia, de una pieza de teatro, depende también del público. Y sentí curiosidad por saber cómo recibiría Buenos Aires ese film, que no se parece a ningún otro, y que no quiere parecerse a ningún otro. En todo caso, hemos inaugurado un género nuevo —me parece— dentro de la historia del cinematógrafo.



Notas

1 Dirigida por Leopoldo Torre Nilsson, protagonizada por Alfredo Alcón, con Lautaro Murúa, Leonardo Favio, Wálter Vidarte, Graciela Borges, Julia von Grolman, María Aurelia Bisutti y Fernando Vegal en los personajes principales. En la adaptación del texto colaboraron el mismo Torre Nilsson, Beatriz Guido, Luis Pico Estrada y Ulyses Petit de Murat. 
2 Poesía gauchesca. Edición, prólogo, notas y glosario de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, dos tomos (México, Fondo de Cultura Económica, 1955). 
3 Con el título de Días de odio. Adaptación de Torre Nilsson y Jorge Luis Borges. Productor: Armando Bo. Elenco: Elisa Christian Galvé, Duilio Marzio y Nicolás Fregués. 
4 El hombre de la esquina rosada, dirigida por René Mugica, con Francisco Petrone en el papel de Francisco Real, Susana Campos y Walter Vidarte. 
5 Dirigida por Hugo Santiago (Muchnik). En los personajes protagónicos actuaron Olga Zubarry, Lautaro Murúa y Juan Carlos Paz (prestigioso compositor y musicólogo en su debut cinematográfico como actor).







En Fernando SorentinoSiete conversaciones con Jorge Luis Borges
Buenos Aires, Editorial Losada, 2007, págs. 34-36
Foto: Borges en el set de filmación de Invasión de Hugo Santiago Vía
Al pie: pósters originales de las tres películas comentadas




17/1/18

Diego Tomasi: Cortázar y Borges. Algunos testimonios







El año 1942 es el de la lectura profunda y apasionada de la obra de Borges. Cortázar lee El jardín de senderos que se bifurcan, publicado por editorial Sur ese mismo año. También compra la Antología poética argentina, que Borges hizo junto con Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares para la colección Laberinto de Editorial Sudamericana. En el libro Revelaciones de un cronopio, de Ernesto González Bermejo, Cortázar reflexiona: «El choque que me produjo a mí la escritura de Borges fue sin duda el más grande que yo había recibido hasta ese momento. Porque había tenido muchos choques pero eran siempre con escritores extranjeros, franceses, ingleses, que no tenían por qué repercutir en mi idioma. (…) Encontrar en la Argentina, en un momento en que se escribía bastante tupido, a la manera peninsular, a un hombre que ha pulido, que ha limado el lenguaje reduciéndolo casi al nivel de aforismo, de apotegmas, (…) era una experiencia que un joven escritor sensible tenía no solamente que recibir sino que aceptar y seguir».

  A Omar Prego Gadea le dice, para su libro La fascinación de las palabras: «Mis lecturas de los cuentos y de los ensayos de Borges, en la época en que publicó El jardín de senderos que se bifurcan, me mostraron un lenguaje del que yo no tenía idea. (…) Lo primero que me sorprendió fue una impresión de sequedad. Yo me preguntaba: ¿Qué pasa aquí? Esto está admirablemente dicho, pero parecería que más que una adición de cosas se trata de una continua sustracción. Y, efectivamente, me di cuenta de que Borges, si podía no poner ningún adjetivo y al mismo tiempo calificar lo que quería, lo iba a hacer. O, en todo caso, iba a poner un adjetivo, el único, pero no iba a caer en ese tipo de enumeración que lleva fácilmente al floripondio».

[...]

En diciembre de 1946, la revista Los Anales de Buenos Aires, que dirigía Jorge Luis Borges (otra vez Borges) publicó un cuento de Julio Cortázar que sería leído y mencionado millones de veces en los ámbitos literarios y académicos. Y en todas partes. Con ilustraciones de Norah Borges, hermana de Jorge, en el número 11 de Los Anales de Buenos Aires se conoció la breve y a la vez infinita perfección de «Casa tomada».

  En Revelaciones de un cronopio, de Ernesto González Bermejo, Cortázar ubica el nacimiento y la concreción de «Casa tomada» en Buenos Aires, después de una pesadilla: «Es curioso cómo lo recuerdo; era pleno verano en mi casa de Villa del Parque, en Buenos Aires; me desperté bañado en sudor, desesperado ya, frente a esa cosa abominable, y me fui directamente a la máquina y en tres horas el cuento estuvo escrito. Es el paso directo del sueño a la escritura».

  En un pasaje del libro Siete conversaciones con Jorge Luis Borges, de Fernando Sorrentino, el entonces director de Los Anales de Buenos Aires recordó cómo llegó a publicarse «Casa tomada». En esa entrevista, Borges dijo: «Yo me encontré con Cortázar en París, en casa de Néstor Ibarra. Él me dijo: “¿Usted se acuerda de lo que nos pasó aquella tarde en la diagonal Norte?” “No”, le dije yo. Entonces él me dijo: “Yo le llevé a usted un manuscrito. Usted me dijo que volviera al cabo de una semana, y que usted me diría lo que pensaba del manuscrito”. (…) Al cabo de una semana volvió. Me pidió mi opinión, y yo le dije: “En lugar de darle mi opinión, voy a decirle dos cosas: una, que el cuento está en la imprenta, y dentro de unos días tendremos las pruebas; y otra, que ya le he encargado las ilustraciones a mi hermana Norah”».

[...]

El año 1947 fue de mucha producción para Cortázar. Además del trabajo en su ensayo, y en algunos nuevos cuentos, se propuso encontrar maneras de difusión de su obra ya escrita. Envió una carta a Borges para mencionarle su admiración por el relato «La casa de Asterión», que sería incluido en el libro El Aleph, de 1949. El texto compartía su eje temático con Los reyes, que Cortázar mandó a Borges en el mismo paquete. La búsqueda dio resultados. Los reyes se publicó, dividido en tres partes, en los números 20, 21 y 22 de la revista Los Anales de Buenos Aires (correspondientes respectivamente a octubre, noviembre y diciembre de 1947).

[...]

Después, la conversación se paseó por Buenos Aires, por sus calles, por sus esquinas. Y Cortázar contó una anécdota que lo vinculaba, como en muchas otras ocasiones, con Jorge Luis Borges. Lo relató así: «Muchos saben que tengo la convicción de que, además de las leyes que conocemos, hay otras que ciertas antenas captan. (…) Me pasó el otro día, y por cierto me inquietó mucho. (…) A las 10 de la noche salí a comer. En la esquina estaba parado Borges. A la mañana siguiente salí temprano a caminar y me encuentro parada, en la otra esquina, a Victoria Ocampo. De golpe, esos dos encuentros me proyectaron treinta años hacia atrás. Cuando Borges, Victoria y yo coincidíamos en esa línea que se podría resumir en la revista Sur. ¿No te parece curioso que en una ciudad con más de ocho millones de habitantes, con una diferencia de doce horas, me encuentre a Borges en una esquina y a Victoria Ocampo en la otra? La gente se acerca como se aleja por razones que no son siempre fáciles de comprender…»

[...]

El testimonio del periodista argentino Jorge Camarasa revela, también, un encuentro que pudo haber sido y que no fue. En ese diciembre de 1983, existió la posibilidad de que se reunieran, para una entrevista, Julio Cortázar y Jorge Luis Borges. Cuenta Camarasa: «Yo tenía la idea de juntarlo con Borges. La propuesta se la hice llegar a Cortázar a través de un intermediario, porque no hablé con él antes del día de la entrevista. Con Borges sí hablé yo mismo por teléfono, y enseguida se mostró dispuesto. Pero Borges no podía en el horario que Cortázar tenía disponible, que también había aceptado la reunión». Así, los escritores no se encontraron. Esta vez, Cortázar no lo vio a Borges parado en una esquina, como había pasado diez años antes.




En Diego Tomasi: Cortázar por Buenos Aires, Buenos Aires por Cortázar
Buenos Aires, Seix Barral, 2013 (Cover: imagen abajo)

Imagen arriba: Julio Cortázar y Jorge Luis Borges, vistos por Eulogia Merle [TWVía

4/6/17

María Kodama: Juan Goytisolo nos presenta...







   Juan Goytisolo nos presenta una lúcida división, sin establecer una escala de valores, entre los que se aproximan a una literatura, a un mundo, en este caso el islámico, desde lo meramente teórico o científico y el otro constituido por escritores, aventureros, para los cuales el Islam es como el “Aleph” de Borges, punto convergente de imágenes, disparador de mecanismos de sueño, de evasión de peligro como las cambiantes arenas del desierto; en esta categoría están Burton, Lawrence o Isabelle Eberhardt, y agrego un reciente descubrimiento, para mí, Gertrude Bell.

  Nadie como Goytisolo logró decantar la esencia de España, como el perfumista que logra, mezclando en exacta proporción maderas, almizcle y flores ofreciendo la más exquisita esencia, así nos muestra Goytisolo de qué modo el entrelazado del Islam, lo judío y lo español decantado, dará obras inigualables de la literatura, por ejemplo El libro del buen amor y el Quijote por citar los más emblemáticos de Toledo, centro fundacional de lo más maravilloso que tiene el ser humano, su necesidad de comprender al otro, a su mundo a través del conocimiento de su lengua.

  Todo esto fue absorbido inconscientemente por Juan Goytisolo desde esa difícil infancia que le tocó vivir donde en esa terrible guerra civil, que encierra el horror de hoguera y el de fratricidio, muere su madre. Desde su asentamiento en París en 1956, y pese a su temprana lectura de autores como Gide, Sartre, Camus, siempre permanecerá fiel a su raíz española. Goytisolo se rebela contra la falta de libertad política y cultural de su país y paradójicamente es en Francia donde a comienzos de los años sesenta siente esa atracción que será luego en ese vasto mapa que es para un escritor el mundo otra “de sus patrias”, Marraquesh. Esta aproximación, como lo dice en Contracorrientes “fue ante todo humana” ante la guerra de Argelia y la persecución de la que era testigo.

  Goytisolo, con una honda preocupación social, con un instinto de solidaridad extraordinaria con los perseguidos con los que se sentía identificado, va a adentrarse en ese mundo que le otorgará la “baraka”, la gracia, sólo posible para quien no traiciona su esencia.

  Como de una maravillosa cantera Juan Goytisolo excava, va hallando en la profundidad del subconsciente de España sacando a luz trazos de lo árabe. Ya los críticos han visto el entronque entre El libro del buen amor y Makbara. Ambas obras ofrecen la peligrosa movilidad de las arenas del desierto, cambio de identidades, de sexo, de edad, con esto el cambio de personas gramatical.

  Dice Juan Goytisolo que existe un oído musical. Esto también lo sentía Borges cuando al leerle un texto decía que el autor no tenía oído, que jamás podría escribir una prosa sin tener oído para escuchar la cadencia del párrafo. En el comienzo la literatura fue oral o fue hecha para ser escuchada. La Ilíada, la Odisea, con el maravilloso hexámetro dactílico, o las tragedias griegas donde a cada acción corresponde un pie que imprimirá la música de la palabra y llevará al paroxismo la fuerza de la tragedia.

  Por supuesto, Goytisolo siente que una experiencia maravillosa sería una lectura en voz alta de Makbara en la plaza de Marrakesh, Jemaa el-Fna. Sólo así esa música que palpita encerrada en los trazos de la escritura sobre la página en blanco, cobraría vida y voz en un magnífico concierto donde podrían hallarse todos los registros.

  Goytisolo dice identificarse con el mítico conde Don Julián, el traidor que permitió a los árabes entrar en España. Para Juan Goytisolo esto no es una traición sino una hazaña, ya que permitió justamente el mestizaje enriquecedor que se detendrá por la crisis de España en el siglo XVI y XVII.

  Cervantes va a convertirse en el faro que será la luz, el centro de la literatura española, el vivo arquetipo en cuya admiración se unirán Juan Goytisolo en España y Jorge Luis Borges en la Argentina. Ambos encuentran en el Quijote la libertad que implica la aceptación de lo diferente y el enriquecimiento que esa diferencia trae.

  Juan Goytisolo guarda con España una relación difícil pero en ningún momento negativa, él está contra todo lo que sea violencia, represión, imposibilidad de ver más allá de las fronteras y que lleva a una literatura sin alma, acartonada.

  Borges guarda también con su país, la Argentina, una relación tensa, a contrapelo, si bien al comienzo de su carrera literaria él quería “ser argentino” y hasta compró un diccionario de argentinismos para poder escribir en “argentino”, pronto se dio cuenta, como decía, de que él mismo no reconocía las palabras que extraía de ese diccionario , pronto comprendió que todo nacionalismo termina por encerrar y asfixiar y que la posibilidad de trascender está dada por la amplitud de nuestra mente y de nuestro espíritu.

  Borges, a través de su abuela inglesa, tiene acceso desde su nacimiento a otra lengua, a otra literatura que comienzan a mostrarle la diversidad del mundo, se nutrirá de la Biblia que le acerca el mundo oriental y entrará en la magia del mundo árabe por Las mil y una noches. En Siete conversaciones con Jorge Luis Borges* de Fernando Sorrentino, Borges dice:

  El hecho de desconocer el griego y el árabe me permitía leer, digamos, la Odisea y Las mil y una noches en muchas versiones distintas, de suerte que esa pobreza me llevaba también a una suerte de riqueza.

  Borges siempre trató de conseguir las mejores versiones entre las disponibles. Esto hizo que sus citas y referencias a obras clásicas de la literatura islámica o árabe sean exactas.

  El interés que despertaba en Borges el mundo islámico, lo llevó a entretejerlo —en su obra— a través de nombres, lugares e historias que van jalonando su obra, por ejemplo en Historia universal de la infamia (1935), encontramos El tintorero enmascarado Hákim de Merv, historia de un falso profeta de Jorasán; luego en 1954 agrega cuentos breves, tres de los cuales están relacionados con la cultura islámica: Historia de dos que soñaron, que proviene de Las mil y una noches, El espejo de tinta y Un doble de Mahoma.

  En El milagro secreto tiene un epígrafe que es una cita del Corán, segunda azora, aleya 261: “Y Dios lo hizo morir durante cien años y luego lo animó y le dijo: ‘¿Cuánto tiempo has estado aquí?’ ‘Un día o parte de un día’, respondió”**. Así, hasta Los Conjurados (1985), donde también encontramos referencias al Islam en poemas como Ronda*** o De la diversa Andalucía.

  Andalucía… recuerdo la emoción y el entusiasmo con el que Borges volvió a visitar la Alhambra, comparable sólo a su descubrimiento en Marrakesh de la plaza Jemaa el-Fna  que, como su Aleph, es magia de infinitas combinaciones que eternizan en un cosmos el alma y la inteligencia del hombre. Pero, si reflexionamos un poco para hacer un homenaje a este mágico lugar tan querido por Goytisolo y Borges, no basta ceñirnos a lo intelectual, Jemaa el-Fna es un lugar de lugares donde los sentidos quedan por un instante detenidos para arrastrarnos a ese vértigo en el que nuestro cuerpo queda a merced de esa maravilla de color, sonido, fragancias ásperas y penetrantes.

  Nunca olvidaré a Borges, ávido por escuchar la descripción del lugar; Borges sentado en un escabel en el piso que era todavía de tierra, para que le leyeran la suerte; Borges escuchando a uno de los confabulatores nocturni, siguiendo con el movimiento de su cabeza la cadencia de las palabras dichas en una lengua que le era ajena, pero cuyo ritmo estaba ya en su alma desde su infancia.

  Nunca olvidaré el homenaje que con imaginativa generosidad organizó Goytisolo para el centenario de Borges; un laberinto de escritura árabe en el Museo de Marrakesh, conferencias sobre su obra y al caer la tarde en la plaza Jemaa el-Fna, vi de pie al más célebre contador de cuentos vestido de blanco, los ojos oscuros con una mirada profunda que parecía poder ver el alma del otro, a su alrededor la halka, sentados en el suelo, el círculo de oyentes que entrarían en la magia del relato. Pensé cómo podría comprender cerrar la narración si no entendía la lengua, los miré y de pronto me di cuenta de que la comprensión se daría de otro modo, mi lectura consistiría en observar la tensión en los cuerpos, las bocas entreabiertas por el asombro o por la risa, las miradas ávidas por conocer el desenlace… cada tanto yo oí el nombre de Borges. Al finalizar el relato les pregunté qué quería decir Borges en árabe, rieron mucho y me explicaron que lo que había relatado el contador de cuentos era La busca de Averroes y que lo que yo oía era el nombre de Borges porque el contador de cuentos lo había incorporado en el relato diciendo cómo un escritor que vivía del otro lado del mundo paseaba en busca, quizá, de la perdida Atlántida.

  No tuvo límites mi emoción al imaginar lo que Borges hubiera sentido al entrar a formar parte como personaje en boca de uno de los confabulatores nocturni de la plaza Jemaa el-Fna.

  Quiero agradecer especialmente a Goytisolo por su obra, por la mágica promesa de una bandada de pájaros que faltaron a la cita en la terraza de un café frente a una mezquita en Marrakesh, por una noche de fiesta con los músicos Gnawa, que tocaron sin cesar como una incantación que marcaba quizá esa preocupación de Juan Goytisolo por encontrar un camino de purificación en esa busca por la trascendencia del alma. Esta trascendencia que le será dada quizá, por la relación profunda entre Eros y la aventura espiritual, unificando así en un solo haz luminoso el motor de la creación.


*Buenos Aires, Casa Pardo, 1974, p. 71
** Ficciones (1944), en Obras completas 1, op. cit., p. 807
***La cifra (1981), en Obras completas 3, op. cit., p. 319


En Homenaje a Borges (2016)
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